Cuentos Varios - Vicente Blasco Ibáñez - E-Book

Cuentos Varios E-Book

Vicente Blasco Ibanez

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Beschreibung

Colección de relatos del autor Vicente Blasco Ibáñez. En ellos, el escritor realiza un certero análisis de la situación social y política de la España de su época, siempre vista desde el prisma del naturalismo y el realismo. Incluye los cuentos: Compasión, El amor y la muerte, La vejez, La madre tierra y Rosas y ruiseñores.

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Seitenzahl: 59

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Vicente Blasco Ibañez

Cuentos Varios

 

Saga

Cuentos Varios

 

Copyright © 2016, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726509717

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Al lector

Hay una gruta, misteriosa y negra,

donde resbala bajo mustias frondas,

un raudal silencioso que ni alegra

ni fecunda: ¡qué amargas son sus ondas!

 

Con qué impudor bajo esa gruta helada

mil flores abren su aterido broche…

¡Nunca al beso de luz de la alborada!

¡Siempre al ósculo negro de la noche!

 

Esa gruta es mi alma; y esa fuente

muda y letal, mi corrosivo llanto;

y esas flores, los versos que en mi mente

brotan al choque de fatal quebranto.

 

Cierto es que hay ámbar y color y almíbar

en muchas de esas flores… mas te advierto,

que estas esconden repugnante acíbar,

olor de cirio, y palidez de muerto.

Compasión

A las diez de la noche, el conde de Sagreda entró en su Círculo del bulevar de los Capuchinos. Gran movimiento de los criados para tomarle el bastón, el sombrero de innumerables reflejos y el gabán de ricas pieles, que, al separarse de sus hombros, dejó al descubierto la pechera de inmaculada nitidez, la gardenia de una solapa, todo el uniforme negro y blanco, discreto y brillante, de un gentleman que viene de comer.

La noticia de su ruina era conocida en el Círculo. Su fortuna, que quince años antes había despertado cierta resonancia en París, desparramándose fastuosamente a los cuatro vientos, estaba agotada. El conde vivía de los restos de su opulencia, como esos náufragos que subsisten sobre los despojos del buque, retardando entre angustias la llegada de la última hora. Los mismos criados que se agitaban en torno de él como esclavos de frac, conocían su desgracia y comentaban sus apuros vergonzosos; pero ni el más leve reflejo de insolencia turbaba el agua incolora de sus ojos, petrificada por la servidumbre. ¡Era tan gran señor! ¡Había tirado su dinero con tanta majestad!… Además, era un noble de veras, con esa nobleza secular cuyo rancio tufillo inspira cierta gravedad ceremoniosa a muchos ciudadanos cuyos abuelos hicieron la Revolución. No era un conde polaco de los que se dejan entretener por señoras, ni un marqués italiano que acaba haciendo trampas en el juego, ni un gran señor ruso que muchas veces vive de los fondos de la Policía; era un hidalgo, un grande de España. Tal vez alguno de sus abuelos figuraba en El Cid, en Ruy Blas o cualquiera otra de las piezas heroicas que se dan en la Comedia Francesa.

El conde entró en los salones del Círculo alta la frente, arrogante el paso, saludando a los amigos con una sonrisa fina y alegre, mezcla de altivez y frivolidad.

Estaba próximo a los cuarenta años. pero aún era el beau Sagreda, como lo habían bautizado mucho tiempo antes las damas noctámbulas de Maxims y las madrugadoras amazonas del Bosque. Algunas canas en las sienes y un triángulo de ligeras arrugas junto al vértice de los párpados revelaban el esfuerzo de una existencia demasiado rápida con la máquina vital a toda presión. Pero los ojos aún eran juveniles, intensos y melancólicos; unos | ojos que le hacían ser llamado el Moro por sus amigas y amigos. El vizconde de La Tremisiniére, premiado por la Academia como autor de un estudio sobre uno de sus abuelos, compañero de Conde, y muy apreciado por los anticuarios de la orilla izquierda del Sena, que le colocaban todos los lienzos malos de sus almacenes, le llamaba Velásques, satisfecho de que la color morena y ligeramente verdosa del conde, el negro y empinado bigote y los ojos graves, le proporcionaban ocasión de lucir sus grandes conocimientos en pintura española.

Todos en el Círculo hablaban de la ruina de Sagreda con discreta compasión. ¡El pobre conde! ¡No caerle una herencia nueva! ¡No encontrar una millonaria americana que se prendase de su persona y sus títulos!… Había que hacer algo para salvarlo.

Y él marchaba entre esta compasión muda y sonriente, sin percatarse de ella, abroquelado en su altivez, tomando por admiración lo que era simpatía dolorosa, obligado a penosos fingimientos para conservarse en el mismo ambiente de años antes, creyendo engañar a los demás, sin otro resultado que engañarse a sí mismo.

Sagreda no se hacía ilusiones acerca del» futuro. Todos los parientes que podían sacarle a flote con un testamento oportuno lo habían hecho ya muchos años antes, saliéndose de la escena del mundo. Nadie quedaba allá abajo que pudiera acordarse de su nombre. Sólo tenía en España vagos parientes, nobles personajes unidos a él por vínculos históricos más que por afectos de sangre. Le hablaban de tú, pero no debía esperar de ellos otro auxilio que buenos consejos y amonestaciones por sus locas prodigalidades… Todo acabado. Quince años de intenso brillo habían consumido el rico bagaje con que un día llegó Sagreda a París. Los cortijos de Andalucía, con sus vacadas y yeguadas, habían cambiado de dueño sin conocer apenas a este amo fastuoso y siempre ausente. Tras ellos habían pasado a manos extrañas inmensos trigales de Castilla, arrozales de Valencia, caseríos de las provincias del Norte, toda la hacienda principesca de los antiguos condes de Sagreda, a más de las herencias de varias tías solteronas y devotas y de los fuertes legados de otros parientes muertos de vejez en sus vetustos caserones.

París y las estaciones elegantes de verano habían devorado en unos cuantos años esta fortuna de siglos. El recuerdo de unos amores ruidosos con nos actrices de moda; la sonrisa nostálgica de una docena de mundanas de precio; la fama olvidada de unos cuantos desafíos; cierto prestigio de jugador temerario y sereno, y una reputación de esgrimidor caballeresco e intransigente en materias de honra, era todo lo que restaba al beau Sagreda después de su ruina.

Vivía del antiguo prestigio, contrayendo nuevas deudas con ciertos proveedores que fiaban en un restablecimiento de su fortuna al acordarse de otras crisis. «Su suerte estaba echada», según se decía el conde. Cuando. no pudiera más, anclaría a una resolución extrema. ¿Matarse?… ¡Nunca! Los hombres como él sólo se suicidan por deudas de juego o de honor. Abuelos suyos, nobles y gloriosos, habían debido enormes sumas a gentes que no eran sus iguales, sin pensar por esto en matarse. Cuando los acreedores le cerrasen sus puertas y los prestamistas le amenazaran con el escándalo ante los tribunales, el conde de Sagreda, haciendo un esfuerzo, se arrancaría de la dulce existencia de París. Sus ascendientes habían sido soldados y colonizadores. El iría a engancharse en la Legión extranjera de Argelia o se embarcaría para la América conquistada por sus abuelos, siendo jinete pastor en las soledades del sur de Chile o en las infinitas llanuras de la Patagonia.