Cuentos y relatos - Alberto Horacio Cubero - E-Book

Cuentos y relatos E-Book

Alberto Horacio Cubero

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Beschreibung

El presente material es una recopilación de cuentos y relatos, algunos de ellos vinculados a mis experiencias médicas, otros fantásticos y también descripciones de la vida cotidiana desde la visión de alguien que ha vivido por más de treinta años socorriendo, ayudando y aliviando a personas enfermas. Este primer trabajo tal vez no es lo suficientemente pulcro ni pulido como el de un escritor profesional, pero intenta llegar al lector para compartir con él pensamientos, sentimientos y vivencias. Espero que sea de vuestro agrado. Se halla abierto un muro a mi nombre en Facebook por si alguien desea sumarse al grupo de reflexión que tenemos allí. Además pueden escribir o comentar vuestra apreciación sobre este libro, que serán incorporado como prólogo del mismo. Les agradezco infinitamente haberme elegido para compartir lectura y vivencias, y me despido como siempre con "un abrazo de corazón a corazón".

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Seitenzahl: 103

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Cuentos y relatos

Alberto Cubero

Editorial Autores de Argentina

 Cubero, Alberto Horacio     Cuentos y relatos. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2014.         E-Book.     ISBN 978-987-711-144-6               1. Narrativa Argentina. 2.  Cuentos. 3.  Relatos. I. Título     CDD A863

Editorial Autores de Argentina [email protected]ño de portada:  Justo EcheverríaMaquetado digital:

Se  dice de mí:

Me llamo Alberto Horacio Cubero y he nacido en la ciudad de Santa Rosa, provincia de La Pampa lugar donde cursé mis estudios primarios y secundarios.
A los dieciocho años de edad me radiqué en la ciudad de La Plata, en la provincia de Buenos Aires donde estudié Medicina, graduándome como médico en el año 1980.
He tenido una larga y prolífera vida como médico habiéndome capacitado en cuatro especialidades de esta ciencia, ejerciendo en la actualidad Oncología y Cuidados Paliativos.
También he intregrado asociaciones comunitarias que luchan por las problemáticas sociales y en la actualidad presido la Fundación Ciencia y Salud (FUCISA) con domicilio legal en la ciudad de Santa Rosa.
Además siempre he tenido inquietud por la difusión del conocimiento, en especial por la prevención de enfermedades y educación para la salud. Por tal motivo he participado como conductor de ciclos radiales, televisivos y en medios gráficos,  habiendo obtenido el primer premio de ADEPA en el rubro Bien Público con  el  suplemento  “Correo de Salud” que durante cinco años publicara el diario La Arena de esta ciudad. .
También he participado de la conducción de asociaciones y organizaciones científicas nacionales. 
En la actualidad me halla investigando otras alternativas para aliviar el sufrimiento de las personas enfermas, y además tomo lecciones y hago  talleres de escritura para lograr un mejor desempeño de mi vocación como escritor.
El presente material es una recopilación de cuentos y relatos, algunos de ellos vinculados a mis experiencias médicas, otros fantásticos y también descripciones de la vida cotidiana desde la visión de alguien que ha vivido por más de treinta años socorriendo, ayudando y aliviando a personas enfermas.
Este primer trabajo tal vez no es lo suficientemente pulcro ni  pulido como el de un escritor profesional, pero intenta llegar al lector para compartir con él pensamientos, sentimientos y vivencias. Espero que sea de vuestro agrado.
Se halla abierto un muro a mi nombre en Facebook por si alguien desea sumarse al grupo de reflexión que tenemos allí. Además pueden escribir o comentar vuestra apreciación sobre este libro, que serán incorporado como prólogo del mismo.
Les agradezco infinitamente haberme elegido para compartir lectura y vivencias, y me despido como siempre con “un abrazo de corazón a corazón”. 
Alberto 15-09-14

Índice

Un viaje en trenEl poder de las palabrasEl pozo del aguaEl destinoTrabajadores calificadosAmor sin tiempo ni fronterasLámparas de piedraEl pasillo oscuro de las malas noticiasAmores de niñosLágrimas de amorEl faro que ilumina el mundoLa increíble historia de LucíaCuida tus lágrimasLa ventana indiscretaEl sentido del trabajoLos nuevosHistorias de crasolesLos hilos del destinoEl cuerno mágicoEl contador de historiasLa memoriaEl mundo es como vos querés que seaEl gigante interiorOlvidoBarrilete de ilusiones

Un viaje en tren

Ayer hice un viaje relámpago a la ciudad de Trenque Lauquen, en la provincia de Buenos Aires. Y al entrar por uno de sus arbolados bulevares, sentí una profunda sensación de congoja, próxima a la tristeza. No entendía qué me sucedía. Como un mapa trazado por el destino, sus calles me llevaron a la vieja estación de trenes, pulcramente pintada y cuidada, pero cerrada. O, tal vez, utilizada para otras actividades, como la mayoría de las estaciones de trenes abandonadas en los pueblos y transformadas ahora en museos, bibliotecas, paseos o salas de reunión y esparcimiento. Allí, me quedé estacionado, frente al cartel negro con letras blancas que, orgulloso aún, se yergue sobre el andén, ratificando que ese lugar se llama Trenque Lauquen. Entonces, comencé a comprender el porqué de mi estado de ánimo: jamás había reparado en la importancia que tenía ese paisaje para mí. Hacía décadas que no circulaba por esas calles y, a decir verdad, nunca estuve más que algunas horas en esa población. 

Sentado en el auto, frente a la estación, imaginé un tren que arribaba a esta y emitía un chirrido fuerte y ensordecedor al frenar sus ruedas metálicas. También, percibí el olor, aquel aroma imborrable de los trenes que excitaban mis sentidos, pues su presencia significaba viajar, disfrutar, conocer, pasear o encontrarme con familiares y amigos lejanos. 

La estación de trenes de la ciudad de Trenque Lauquen fue la primera parada obligada en mis viajes de niño a Buenos Aires. Excepto el tren, no existía otro transporte público directo desde Santa Rosa hacia la gran ciudad, y la empresa Chevallier salía desde allí con destino a la Capital Federal, el nombre con el que se denominaba anteriormente a Buenos Aires. Entonces, viajábamos en tren hasta ese lugar para hacer el trasbordo y terminar el recorrido en ómnibus. O directamente continuábamos el viaje en el coloso de hierro y maderas, que nos ofrecía su iluminado y majestuoso coche-comedor con vajilla inglesa y menú a la carta, como también los confortables “camarotes” con doble litera para dormir. Un mundo fantástico existía en sus lujosos ambientes, en los que los bombones helados, las revistas mexicanas y la leche chocolatada hacían las delicias de cualquier niño que viviera en el interior, donde no teníamos acceso a tales sofisticaciones. 

Estos recuerdos, que pasaban rápidamente por mi mente, me estremecieron ayer y, aunque parecían agradables, seguía sin entender el porqué de mi melancolía. 

Fue en ese instante cuando observé desde el andén que, en aquel viejo tren, viajaba mi madre, arreglada muy pulcra como siempre con su vestidito a cuadros y un arrogante sombrero negro, pues transitaba hacia Buenos Aires. Con el tren que se movía lentamente, mientras se alejaba emitiendo unas estridentes pitadas, escuché con claridad cuando ella gritó por la escotilla, que tenía el vidrio levantado: 

––¡Hijo, adiós! ¡No me olvides! 

––Descuidá, mamá, este amor es para siempre. 

Y la vi partir de nuevo con su alegría y sonrisa eternas, sentada cómodamente en ese tren de felicidad que tantas veces compartimos. 

1

El poder de las palabras

Hace un par de años, asistí a una persona, Ramón, que estaba muy enfermo. En una entrevista, él solicitó saber si su enfermedad era muy grave, si estaba muy avanzada.

––Es importante, muy compleja y está avanzada tu dolencia, Ramón ––contesté.

––¿Cuánto tiempo de vida me queda, doctor? Aproximadamente, dígame. Tengo cuestiones que resolver.

––No sé cuáles serán tus urgencias, pero contá conmigo si puedo ayudarte, y hazlo sin demoras ––respondí.

––Sabe, hace algunos años tuve una relación de la cual nació un hijo. No lo conozco, sé que vive en Formosa, una provincia muy lejana de este lugar. Me gustaría viajar para verlo. ¿Puedo?

––Sí, claro que podés, prepará tus valijas y partí ya.

Dos semanas después, Ramón estaba en mi consultorio.

––Y ¿cómo te fue? ––interrogué curioso.

––Mal, como esperaba. Hablé con su mamá, pero mi hijo, que se llama Ramón igual que yo, no quiso recibirme.

Dos semanas más tarde, me avisó mi secretaria que tenía una llamada en línea, desde Formosa. Se trataba del hijo de Ramón, quien hablaba ofuscado y parecía bastante enojado.

––¿Usted atiende a Ramón J., ese individuo que dice ser mi padre?

––Sí, soy su médico ––respondí.

––Porque vino acá diciendo que estaba muy enfermo, que iba a morir pronto. Ese fue toda la vida un embustero ––aseveró con mucho enojo.

––Mire, creo que usted se equivoca. Ramón viajó a su ciudad para conocerlo, para estar con usted y para decirle algunas cosas que necesitaba explicarle. Y es cierto que está muy enfermo ––respondí. Solo escuché el clic con el cual terminó con la comunicación.

A las pocas semanas, golpearon la puerta de mi consultorio. Salí y vi a Ramón con un niño aferrado a su mano.

––¡Mire, doctor! Ha venido a visitarme mi hijo y me trajo al nieto para que lo conozca.

Observé el cuadro que se presentaba frente a mis ojos y vi a la esposa de Ramón, a quien conocía bastante, y a sus dos hijas, a otra mujer joven, que debía ser la mamá del pequeño, y a un hombre corpulento, que se presentó como Ramón hijo.

Compartimos durante un rato en mi consultorio una amable y emotiva conversación y se marcharon juntos riendo y festejando el encuentro.

Ramón me agradeció muchas veces mi participación y apoyo para cumplir ese sueño que tenía. Creo que murió en paz.

Y yo bastante tarde me di cuenta de que mi único aporte fue decir la verdad en el momento preciso. Y esa verdad dura fue suficiente para hacer feliz a muchas personas.

 

 

2

El pozo del agua

Mis primeros años de médico especialista en terapia intensiva, hace tres décadas ya, se desarrollaron en la ciudad de Santa Rosa, en la provincia de La Pampa, el lugar del cual soy oriundo. Me instalé en el hospital local, que lleva el nombre de un médico célebre de esta ciudad, el Dr. Lucio Molas. Yo llegaba muy bien entrenado, con los conocimientos actualizados, y había adquirido estas destrezas concurriendo durante cinco años a un hospital-escuela en la ciudad de La Plata, en la provincia de Buenos Aires.

Y recalé aquí porque es el lugar donde nací, donde viven mi familia y mis amigos, y porque en este lugar estaba todo por hacer: desarrollar un servicio de terapia intensiva que asistiera a personas gravemente enfermas, entrenar al personal, llevar adelante los programas específicos… En fin, un gran desafío que llegaba a mi vida justo en el momento en que mejor me sentía para asumirlo.

Una tarde calurosa de enero, llegó a la guardia central del hospital una persona muy malherida. Bajé hacia ese recinto, por pura curiosidad para ver de qué se trataba. Entonces, vi tendido sobre una camilla, a un hombre de mediana edad (yo le daba unos cincuenta y cinco años, luego me enteré de que, en realidad, tenía cuarenta y tres).

Era una persona cuyo oficio consistía en hacer pozos, llamados “poceros” aquí y son quienes cavan las entrañas de la tierra para buscar agua. Quiero decirle al lector que, a pesar de haber nacido en esta comarca donde se conoce bastante esta ocupación, no tenía idea de cómo se desarrollaba la actividad. Estoy hablando de una de las tareas más duras que he conocido, cuando no existían máquinas perforadoras ni otra ayuda más que la fuerza y resistencia física del operador, y la suerte o desgracia disfrazada como “riesgos de la profesión”.

A las pocas horas de su ingreso, el paciente ya estaba instalado en la unidad de terapia intensiva. No tenía sensibilidad ni movimientos en los miembros inferiores porque el mayor daño se había producido en su columna vertebral y le había afectado la medula espinal. Cayó parado desde la boca del pozo hasta el primer resguardo de madera que se hallaba a 25 metros de profundidad.

Este nivel cedió y Aníbal ––así se llamaba el paciente –– cayó directamente al fondo de la perforación, a unos cuarenta metros de profundidad. El pozo de agua tiene en su extremo superior unos dos o tres metros de diámetro y, a medida que se profundiza, se torna más angosto; tal vez, no supera los cincuenta centímetros en el extremo inferior. Los poceros extraen la tierra con palas, picos, cortafierros y baldes, y la colocan sobre un cuero de vaca desplegado y sobado para darle una forma redondeada, que pende de una soga que llega hasta la superficie del pozo. Allí, atraviesa una roldana colgada de un triángulo de palos, atándose el extremo libre de la cuerda a un caballo que jala de esta a la orden del ayudante en la superficie. Esto hace que se mueva y levante la “pelota” ––así se conoce al cuero de vaca que cumple esa función ––, con su carga de barro y piedras para ser botada en el exterior.

Aníbal me contó, también, que la “pelota”, cuando desciende sin carga, trae oxígeno de la superficie porque abajo falta y mucho. Y, además, que él hacía esta tarea de niño, cuando ayudaba a su papá, también pocero de oficio.