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Lo más divertido que se ha escrito sobre el fin del mundo: una irreverente sátira sobre la irresponsabilidad de los científicos nucleares y los gobiernos ávidos de poder. El doctor Felix Hoenikker, uno de los padres de la bomba atómica, muere y deja un legado a la altura: sus tres hijos ineptos y el hielo-nueve, un arma capaz de congelar el planeta entero. Una historia sobre el poder infinito de la estupidez y el terror que implica encontrar una verdad entre un millón de mentiras.
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Seitenzahl: 277
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Si la perrita Blackie fuese una ecuación,
sería una muy compleja, casi irresoluble.
Y el resultado sería: infinito.
Índice
Cubierta
Cuna de gato
Créditos
1. El día en que el mundo llegó a su fin
2. Bien, bien, muy bien
3. Locura
4. Una maraña provisional de zarcillos
5. Carta de un estudiante de preparatoria
6. Lucha de bichos
7. Los ilustres Hoenikker
8. Lo de Newt y Zinka
9. Vicepresidente a cargo
10. El agente secreto X-9.
11. Las proteínas
12. Un Placer del fin del mundo
13. El trampolín
14. Cuando los automóviles tenían floreros de cristal tallado
15. Feliz Navidad
16. De vuelta al jardín de infancia
17. La Sección de las Chicas
18. El producto más valioso del mundo
19. No más barro
20. Hielo-nueve
21. Los marines seguirían avanzando
22. Miembro de la prensa amarilla
23. La última hornada de pasteles de chocolate
24. Qué es un guámpeter
25. Lo más importante para el doctor Hoenikker
26. Qué es Dios
27. Hombres de Marte
28. Mayonesa
29. Tu familia no te olvida
30. Solo dormida
31. Otro Breed*
32. Dinero de la dinamita
33. Un hombre desagradecido
34. Vin-dit
35. La tienda de pasatiempos de Jack
36. Miau
37. Un general de división moderno
38. La capital mundial de la barracuda
39. Fata morgana
40. La Casa de la Esperanza y la Misericordia
41. Un carás para dos
42. Bicicletas para Afganistán
43. El manifestante
44. Simpatizantes comunistas
45. Por qué los estadounidenses están tan mal vistos
46. El método bokononista de tratar al César
47. Tensión dinámica
48. Igualito que san Agustín
49. Un pez sacado del agua por un mar enfurecido
50. Un enano simpático
51. OK, mami
52. Sin dolor
53. El presidente de Fabri-Tek
54. Comunistas, nazis, monárquicos, paracaidistas y desertores
55. Nunca redactes el índice de tu propio libro
56. Una jaula de ardillas autosuficiente
57. El sueño intranquilo
58. Una tiranía diferente
59. Abróchense los cinturones
60. Una nación desfavorecida
61. Lo que valía un cabo
62. Por qué Hazel no estaba asustada
63. Libre y reverente
64. Paz y abundancia
65. Un buen momento para viajar a San Lorenzo
66. Lo más poderoso que existe
67. ¡Jaa-n-chii-o!
68. Zen mor-tii-rus
69. Un gran mosaico
70. Tutelado por Bokonon
71. La dicha de ser estadounidense
72. El Hilton de los Don Nadies
73. La peste negra
74. La cuna del gato
75. Dele recuerdos de mi parte a Albert Schweitzer
76. Julian Castle coincide con Newt en que nada tiene sentido
77. Aspirinas y Boko-maru
78. Un cerco de acero
79. Por qué se endureció el alma de McCabe
80. Los coladores de la cascada
81. Una novia blanca para el hijo de un mozo de cuerda
82. Za-ma-ki-bo
83. El Dr. Schlichter von Koenigswald se acerca al empate
84. Un apagón
85. Una sarta de foma
86. Dos termos pequeños
87. La pasta de que estoy hecho
88. Por qué Frank no podía ser presidente
89. Petate
90. Solo un truco
91. Mona
92. Sobre la celebración del poeta de su primer Boko-maru
93. Cómo casi perdí a mi Mona
94. La montaña más alta
95. Veo el gancho
96. La campana, el libro y un pollo en una sombrerera
97. Sucio cristiano
98. Últimos sacramentos
99. Dyoz iso baro
100. Frank se va directo a la mazmorra
101. Al igual que mis predecesores, proscribo a Bokonon
102. Enemigos de la libertad
103. Una opinión médica sobre los efectos de una huelga de escritores
104. Sulfatiazol
105. Analgésico
106. Lo que dicen los bokononistas al suicidarse
107. ¡Deleitad vuestros ojos!
108. Frank nos dice qué hacer
109. Frank se defiende
110. El decimocuarto libro
111. Pausa
112. El ridículo de la madre de Newt
113. Historia
114. Cuando noté que la bala me atravesaba el corazón
115. Así ocurrió
116. El gran catapum
117. Refugio
118. La doncella de hierro y la mazmorra
119. Mona me da las gracias
120. A quien pueda interesar
121. Tardo en responder
122. La familia de robinsones suizos
123. Cualquier bicho viviente
124. El hormiguero de Frank
125. Los tasmanos
126. Seguid sonando, sutiles flautas
127. Fin
Notas
KURT VONNEGUT (1922-2007) publicó su primera novela en 1952. Desde entonces, y hasta su muerte, su obra no dejó de desconcertar a la crítica «oficial». Incapaces de clasificar al autor que, con su estilo directo, de frases concisas, parágrafos breves y lenguaje sencillo, se atrevía no solo a plantearse las preguntas más trascendentales (¿quiénes somos? ¿de dónde venimos?, etc.), sino a encontrar las respuestas, los sabios lo relegaron al universo menor de la ciencia ficción, «allí donde van a parar los escritores que, además de escribir, saben cómo funciona una nevera», como diría el propio Vonnegut.
Muy distinta fue la reacción del público. A partir de la publicación de Matadero cinco, Vonnegut se convirtió en el escritor de referencia de la contracultura. Sucesivas generaciones de lectores han ido manteniendo viva su obra, hasta doblegar la resistencia de la cultura oficial, que por fin se inclina ante este idealista desencantado, heredero de Aristófanes y de Mark Twain, quien, pese a tener una pobre opinión del género humano, y aplicarla igual a los héroes que a los villanos, fue demasiado inteligente para convertirse en un maniático y demasiado tierno para convertirse en un cínico; y que nunca pudo, ni quiso, refrenar su enorme capacidad para divertir y entretener. Su prosa clara y su acerado sentido del humor le permiten soltar, como quien no quiere la cosa, verdades como puños: las verdades últimas, las que vienen después de convenciones, ideologías e ideas preconcebidas, las que te dejan solo y desnudo ante el mundo. Las que te revelan el secreto del sentido de la vida: «Estamos aquí para ayudarnos los unos a los otros a pasar por esto, se trate de lo que se trate».
Cuna de gato, publicada en 1963, fue su cuarta novela, la que terminó de consolidarlo como uno de los escritores fundamentales del s. XX.
Una novela que varias escuelas norteamericanas prohibieron por «enfermiza» y «decadente», pero que ha pasado a la historia como libro de culto sobre un culto, como sátira de los años más oscuros del siglo pasado.
Título original: Cat’s Cradle
Diseño de colección y cubierta: Setanta
www.setanta.es
© del texto: Kurt Vonnegut, 1963.
Derechos renovados por Kurt Vonnegut en 1991
© de la traducción: Miguel Temprano García, 2022
© de la edición: Blackie Books S.L.U.
Calle Església, 4-10
08024 Barcelona
www.blackiebooks.org
Maquetación: acatia
Primera edición digital: octubre de 2022
ISBN: 978-84-19172-74-7
Todos los derechos están reservados.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.
Para Kenneth Littauer,
hombre valiente y de buen gusto.
Nada en este libro es cierto.
Vive según el foma,* que te vuelve valeroso, atento, saludable y feliz.
Los libros de Bokonon, I: 5
Llamadme Jonás. Es lo que hacían mis padres, o casi. Ellos me llamaban John.
Jonás, John, si me hubiesen llamado Sam, habría seguido siendo un Jonás, no porque haya sido infeliz por los demás, sino porque alguien o algo me ha obligado a estar en ciertos sitios en ciertos momentos, infaliblemente. He tenido a mi disposición medios y motivos, tanto convencionales como estrafalarios. Y, de acuerdo con lo planeado, en el segundo señalado, y en el lugar indicado, este Jonás siempre estuvo allí.
Escuchad:
Cuando era más joven: hace dos esposas, hace 250.000 cigarrillos y hace 3.000 botellas de licor...
Cuando era mucho más joven, empecé a recopilar material para un libro que iba a titularse El día en que el mundo llegó a su fin.
El libro iba a estar basado en hechos.
El libro iba a ser un relato de lo que habían hecho importantes personajes estadounidenses el día en que se lanzó la primera bomba atómica sobre Hiroshima, Japón.
Iba a ser un libro cristiano. En aquel entonces yo era cristiano.
Ahora soy bokononista.
Habría sido bokononista entonces, si hubiese habido alguien para enseñarme las agridulces mentiras de Bokonon. Pero el bokononismo se desconocía fuera de las playas de guijarros y los cuchillos de coral que rodean esta pequeña isla en el mar Caribe, la república de San Lorenzo.
Los bokononistas creemos que la humanidad está organizada en equipos, equipos que llevan a cabo la voluntad de Dios sin ser conscientes de lo que están haciendo. Bokonon llama a cada uno de esos equipos un carás, y el instrumento, el can-can, que me introdujo en mi carás particular fue el libro que nunca terminé, el libro que iba a llamarse El día en que el mundo llegó a su fin.
«Si descubres que tu vida está enredada con la de otra persona por razones no demasiado lógicas —escribe Bokonon— puede que esa persona sea un miembro de tu carás.»
En otro párrafo de Los libros de Bokonon nos dice: «El hombre creó el tablero de las damas; Dios creó el carás». Con eso quiere decir que un carás desconoce los límites nacionales, institucionales, ocupacionales, familiares y de clase.
Carece de forma igual que una ameba.
En su «Calipso quincuagésimo tercero», Bokonon nos invita a cantar con él:
¡Ay!, un borracho dormido en Central Park, y un cazador de leones en la oscuridad de la selva, y un dentista chino y una reina británica... Todos encajan en la misma maquinaria. Bien, bien, muy bien; bien, bien, muy bien;
bien, bien, muy bien... Tanta gente distinta en el mismo aparato.
En ningún sitio nos advierte Bokonon que no intentemos descubrir los límites de nuestro carás y la naturaleza de la obra que nos ha encomendado Dios Todopoderoso. Bokonon se limita a comentar que semejante investigación ha de ser por fuerza incompleta.
En la parte autobiográfica de Los libros de Bokonon escribe una parábola sobre la locura de intentar descubrir y comprender:
Una vez conocí a una señora episcopaliana en Newport, Rhode Island, que me pidió que diseñara y construyera una perrera para su gran danés. La señora aseguraba comprender a Dios y Sus caminos a la perfección. No entendía por qué nadie podía extrañarse de lo que había ocurrido o iba a suceder.
Sin embargo, cuando le enseñé los planos de la perrera que iba a construir, me dijo:
—Lo siento, nunca he sabido entender esas cosas.
—Déselo a su marido o a su sacerdote para que se lo pasen a Dios —respondí— y luego, cuando Dios tenga un minuto, estoy seguro de que él sabrá explicarle esta perrera de un modo que hasta usted pueda entenderlo.
Me despidió. Nunca la olvidaré. Creía que Dios prefería a quienes navegaban con vela a los que iban en lanchas motoras. No soportaba ver un gusano. Cuando veía un gusano, chillaba. Era una idiota, y yo también, igual que cualquiera que crea ver lo que Dios está Haciendo [escribe Bokonon].
El caso es que tengo la intención de incluir en este libro a cuantos miembros de mi carás sea posible, y pienso investigar cualquier pista clara de qué demonios hemos estado haciendo juntos.
No pretendo hacer de este libro un tratado de bokononismo. Pero quisiera hacer una advertencia bokononista al respecto. La primera frase de Los libros de Bokonon es esta: «Todas las verdades que voy a contaros son una sarta de mentiras».
Mi advertencia bokononista es esta:
Quien sea incapaz de entender como una religión útil puede basarse en mentiras tampoco entenderá este libro.
Así sea.
Vamos pues con mi carás.
Sin duda forman parte de él los tres hijos del doctor Felix Hoenikker, uno de los llamados «padres» de la primera bomba atómica. El propio doctor Hoenikker formó sin duda parte de mi carás, aunque murió antes de que mis sinucas, los zarcillos de mi vida, empezaran a enredarse con los de sus hijos.
El primero de sus herederos que tocó mis sinucas fue Newton Hoenikker, el menor de sus tres descendientes, el pequeño de sus dos hijos. Supe por la publicación de mi fraternidad universitaria, The Delta Upsilon Quarterly, que Newton Hoenikker, hijo del premio Nobel de Física, Felix Hoenikker, había sido aceptado en mi sección, la Sección de Cornell.
Así que le escribí esta carta a Newt:*
Querido señor Hoenikker:
¿O debería decir, querido hermano Hoenikker?
Soy un Delta Upsilon de Cornell que ahora me gano la vida como escritor independiente. Estoy recopilando material para un libro sobre la primera bomba atómica. Sus contenidos se limitarán a los sucesos que ocurrieron el 6 de agosto de 1945, el día en que se arrojó la bomba sobre Hiroshima.
Puesto que a su difunto padre se le considera por lo general uno de los principales creadores de la bomba, le agradecería mucho que me hiciese llegar cualquier anécdota que le parezca bien sobre la vida en casa de su padre el día que se lanzó la bomba.
Siento decir que no conozco tan bien a su ilustre familia como debería, y por tanto no sé si tiene usted hermanos y hermanas. Si los tiene, me gustaría mucho tener sus señas para poder enviarles una petición similar también a ellos.
Soy consciente de que usted era muy joven cuando se lanzó la bomba, pero tanto mejor. Mi libro se va a centrar más en la parte humana que en la parte técnica de la bomba, así que los recuerdos de ese día a través de los ojos de un «bebé», si me permite la expresión, encajarían en él a la perfección.
No se preocupe por la forma o el estilo. Déjeme eso a mí. Deme solo el núcleo de la historia.
Por supuesto, le enviaré la versión definitiva para su aprobación antes de publicarla.
Fraternalmente suyo...
A lo cual Newt respondió:
Siento haber tardado tanto en responder a su carta. El libro que está escribiendo parece muy interesante. Yo era tan pequeño cuando se arrojó la bomba que no creo que vaya a serle de mucha ayuda. A quien debería usted preguntar es a mi hermano y a mi hermana, que son mayores que yo. Mi hermana es la señora de Harrison C. Conners, y vive en el 4918 de North Meridian Street, en Indianápolis, Indiana. Esa es también mi dirección actual. Creo que le alegrará ayudarle. Mi hermano Frank está en paradero desconocido. Desapareció justo después del funeral de mi padre hace dos años, y nadie ha vuelto a saber de él. Que sepamos, podría estar muerto.
Yo tenía solo seis años cuando lanzaron la bomba atómica sobre Hiroshima, así que lo que recuerdo de ese día es porque otras personas me han ayudado a recordarlo.
Recuerdo que estaba jugando en la alfombra del cuarto de estar a la puerta del despacho de mi padre en Ilium, Nueva York. La puerta estaba abierta y podía ver a mi padre. Llevaba puesto el pijama y un albornoz. Estaba fumando un puro. Jugueteaba con un lazo hecho con un cordel. Mi padre no fue al laboratorio y se quedó en casa en pijama todo ese día. Se quedaba en casa siempre que quería.
Mi padre, como probablemente sepa, trabajó casi toda su vida profesional para el laboratorio de investigación de la Compañía General de Forja y Fundición de Ilium. Cuando empezó a desarrollarse el Proyecto Manhattan, el proyecto de la bomba, mi padre no quiso dejar Ilium para participar en él. Dijo que no trabajaría en él si no le dejaban investigar donde él quisiera. En muchas ocasiones eso quería decir en casa. El único sitio al que le gustaba ir, fuera de Ilium, era nuestra cabaña en Cape Cod. Cape Cod fue donde murió. Murió una Nochebuena. Probablemente también sepa eso.
El caso es que yo estaba jugando en la alfombra a la puerta de su despacho el día que lanzaron la bomba. Mi hermana Angela me ha contado que me pasaba horas distraído con unos camioncitos de juguete y que imitaba el ruido del motor, «brrrum, brrrum, brrrum». Así que supongo que el día de la bomba yo debía de estar haciendo «brrrum, brrrum, brrrum»; mi padre estaba en su despacho jugando con un lazo hecho con un cordel.
Resulta que sé de dónde procedía el cordel con el que estaba jugando. Tal vez pueda usted utilizarlo en su libro en alguna parte. Mi padre quitó el cordel del manuscrito de una novela que le había enviado un presidiario. La novela trataba del fin del mundo en el año 2000, y el título del libro era 2000 d. C. Contaba cómo unos científicos locos fabricaban una bomba terrorífica que destruía el mundo. Cuando todo el mundo se enteraba de que el mundo iba a desaparecer se celebraba una gran orgía sexual, y diez segundos antes de que explotara la bomba aparecía el Mismísimo Jesucristo. El autor se llamaba Marvin Sharpe Holderness, y en una carta adjunta le contaba a mi padre que estaba en la cárcel por matar a su propio hermano. Le envió el manuscrito a mi padre porque no sabía qué explosivos podía meter en la bomba. Pensó que tal vez mi padre podría hacerle alguna sugerencia.
No quiero decir que leyese el libro a los seis años. Estuvo en casa muchos años. Mi hermano Frank se adueñó de él, por las partes verdes. Frank lo guardaba en lo que llamaba su «caja fuerte», en su cuarto. En realidad, no era una caja fuerte sino solo la chimenea de una estufa vieja con una tapa metálica. Frank y yo debimos leer la parte de la orgía mil veces cuando éramos críos. Lo tuvimos muchos años hasta que mi hermana Angela lo encontró. Lo leyó y dijo que no era más que una sucia basura. Lo quemó con el cordel. Fue una madre para Frank y para mí, porque nuestra verdadera madre murió cuando yo nací.
Estoy bastante seguro de que mi padre nunca leyó el libro. No creo que leyese una novela, o ni siquiera un relato corto, en toda su vida, al menos después de niño. Tampoco leía el correo, ni revistas ni periódicos. Supongo que leería muchas revistas científicas, pero, para serle sincero, no recuerdo a mi padre leyendo nada.
Como digo, lo único que quiso del manuscrito fue el cordel. Él era así. Era imposible saber qué podía interesarle. El día de la bomba fue el cordel.
¿Ha leído su discurso de aceptación del Premio Nobel? Aquí lo tiene entero: «Damas y caballeros. Si estoy ante ustedes es porque nunca he dejado de entretenerme como un niño de ocho años una mañana de primavera camino del colegio. Cualquier cosa puede hacer que me pare, la observe y me maraville, y a veces que aprenda. Soy un hombre muy feliz. Gracias».
En cualquier caso, mi padre miró aquel cordel un rato y luego sus dedos empezaron a juguetear con él. Sus dedos hicieron esa figura del juego del cordel conocida como «la cuna del gato».* No sé dónde aprendió mi padre a hacer eso. Tal vez de su padre.
Su padre era sastre, ¿sabe?, así que de niño debió de tener todo el tiempo hilos y cordeles a su disposición.
Esa cuna de gato fue lo más parecido que vi a mi padre jugando a lo que cualquiera llamaría un juego. No le interesaban los trucos, las normas y los juegos que inventaban los demás. En un cuaderno de recortes que tenía mi hermana Angela, había un recorte de la revista Time en el que alguien le preguntaba a mi padre a qué jugaba para relajarse, y él respondía: «¿Por qué perder el tiempo con juegos inventados cuando hay tantos juegos reales?».
Debió de sorprenderse al hacer aquella cuna de gato con el cordel y es posible que le recordara a su propia infancia. De pronto salió de su despacho e hizo algo que nunca había hecho antes. Intentó jugar conmigo. No solo no había jugado nunca conmigo: apenas me había hablado jamás.
Pero se arrodilló en la alfombra, a mi lado, me mostró los dientes y me puso el cordel enredado delante de la cara:
—¿Lo ves? ¿Lo ves? ¿Lo ves? —preguntó—. Una cuna de gato. ¿Ves la cuna del gato? ¿Ves dónde duerme el gatito? Miau. Miau.
Sus poros parecían tan grandes como los cráteres de la luna. Sus orejas y las ventanas de la nariz estaban llenas de pelos. El humo del cigarro hacía que oliera como la entrada del infierno. Visto tan de cerca, mi padre era lo más feo que había visto. Sueño constantemente con eso.
Y luego cantó:
Duérmete, gatito, en la copa del árbol
cuando sople el viento la cuna se mecerá.
Si se rompe la rama, la cuna caerá.
Abajo irán la cuna, el gatito y todo lo demás.
Yo me eché a llorar. Me puse en pie y salí corriendo de la casa lo más deprisa que pude.
Tengo que dejarlo aquí. Son más de las dos de la mañana. Mi compañero de habitación acaba de despertarse y se ha quejado del ruido de la máquina de escribir.
Newt reanudó su carta a la mañana siguiente. He aquí cómo:
A la mañana siguiente. Ya estoy aquí otra vez, fresco como una rosa después de ocho horas de sueño. La casa de la fraternidad está muy silenciosa. Todo el mundo está en clase menos yo. Soy muy privilegiado. No tengo que ir más a clase. Me echaron la semana pasada. Estaba en el curso preparatorio de Medicina. Han hecho bien en echarme. Habría sido muy mal médico.
Cuando acabe esta carta, creo que iré a ver una película. O si sale el sol a lo mejor voy a dar un paseo por uno de los barrancos. ¿No le parece que los barrancos son preciosos? Este año, dos chicas saltaron por uno cogidas de la mano. No las admitieron en la sororidad que querían. Querían entrar en Tri-Delta.
Pero volvamos al 6 de agosto de 1945. Mi hermana Angela me ha contado muchas veces que ese día herí los sentimientos de mi padre al no admirar la cuna del gato y no quedarme en la alfombra con él a oírle cantar. Es posible que hiriese sus sentimientos, pero no creo que le doliera demasiado. Era uno de los seres humanos más protegidos que han vivido jamás. Las personas no podían herirle porque sencillamente no le interesaban. Recuerdo una vez, más o menos un año antes de su muerte, en que intenté que me contara algo de mi madre. No recordaba nada de ella.
¿Ha oído alguna vez la famosa anécdota del desayuno el día que mi padre y mi madre salían hacia Suecia a recibir el Premio Nobel? Se publicó en The Saturday Evening Post. Mi madre le preparó un enorme desayuno. Luego, al ir a quitar la mesa, encontró un cuarto de dólar y trece centavos al lado de la taza de café de mi padre. Le había dejado propina.
Después de herir a mi padre tan profundamente, si es que lo hice, salí corriendo al patio. No sabía dónde iba hasta que encontré a mi hermano Frank debajo de un gran arbusto de espirea. Frank tenía doce años y no me sorprendió encontrarlo allí. Igual que un perro, excavaba un hueco en la tierra fresca alrededor de las raíces. Y nunca se sabía qué tendría Frank debajo del arbusto. Una vez un libro guarro. En otra ocasión una botella de jerez para cocinar. El día en que lanzaron la bomba, Frank tenía una cuchara de mesa y un tarro de cristal. Estaba metiendo bichos con la cuchara en el tarro para que se pelearan.
La lucha de bichos era tan interesante que dejé de llorar en el acto, me olvidé por completo de mi padre. No recuerdo lo que tenía Frank en el tarro ese día, pero recuerdo otras luchas de bichos que organizamos después: un ciervo volante contra cien hormigas rojas, un ciempiés contra tres arañas, hormigas rojas contra hormigas negras. Para que se peleen hay que agitar el tarro. Y eso es lo que estaba haciendo Frank: agitar y agitar el tarro.
Al cabo de un rato Angela fue a buscarme. Levantó el arbusto y dijo:
—Ahí estás.
Le preguntó a Frank qué estaba haciendo y él respondió:
—Experimentando.
Era lo que contestaba siempre que la gente le preguntaba qué estaba haciendo. Siempre decía: «Experimentando».
Angela tenía entonces veintidós años. Había sido la verdadera cabeza de familia desde que cumplió dieciséis años, desde que murió mi madre, desde que nací. Siempre decía que tenía tres hijos: Frank, mi padre y yo. Y no exageraba. Recuerdo las frías mañanas en que Frank, mi padre y yo nos poníamos en fila en el recibidor y nos abrigaba a todos por igual. Solo que yo iba al jardín de infancia; Frank al instituto de secundaria y mi padre a trabajar en la bomba atómica. Recuerdo una mañana así en la que se estropeó la estufa, las tuberías estaban congeladas y el coche no arrancaba. Nos quedamos sentados en el coche, mientras Angela pulsó una y otra vez el estárter hasta que se agotó la batería. Y luego mi padre habló. ¿Sabe lo que dijo? Dijo:
—Las tortugas me confunden.
—¿Qué es lo que te confunde de las tortugas? —le preguntó Angela.
—Cuando meten la cabeza en el caparazón —respondió—, ¿doblan la espina dorsal o la contraen?
Angela fue una de las heroínas no reconocidas de la bomba atómica, dicho sea de paso, y no creo que la anécdota se haya contado nunca. Tal vez le sirva a usted. Después del incidente de las tortugas, mi padre se interesó tanto por las tortugas que dejó de trabajar en la bomba atómica. Al final, varias personas del Proyecto Manhattan se pasaron por casa a preguntarle a Angela qué podían hacer. Ella les respondió que se llevasen las tortugas de mi padre. Así que una noche entraron en su laboratorio y se llevaron las tortugas y el acuario. Mi padre no dijo una palabra sobre la desaparición de las tortugas. Simplemente fue a trabajar al día siguiente y buscó algo con lo que jugar y en lo que pensar, y lo único que encontró para jugar y en lo que pensar fue algo relacionado con la bomba.
Cuando Angela me sacó de debajo del arbusto, me preguntó qué había ocurrido entre mi padre y yo. Yo no paraba de repetir una y otra vez lo feo que era y lo mucho que lo odiaba. Así que me abofeteó.
—¿Cómo te atreves a decir eso de tu padre? —dijo—. ¡Es uno de los hombres más grandes que ha vivido jamás! ¡Hoy ha ganado la guerra! ¿Te das cuenta? ¡Ha ganado la guerra! —Y volvió a abofetearme.
No culpo a Angela por abofetearme. Mi padre era lo único que tenía. No tenía novios. No tenía amigos. Solo tenía una afición. Tocaba el clarinete.
Le repetí lo mucho que odiaba a mi padre; ella volvió a abofetearme; entonces Frank salió de debajo del arbusto y le dio un puñetazo en el estómago. Le dolió muchísimo. Se desplomó y rodó por el suelo. Cuando recobró el aliento, se echó a llorar y llamó a gritos a mi padre.
—No vendrá —dijo Frank, y se rio de ella.
Frank tenía razón. Mi padre asomó la cabeza por la ventana, nos miró a Angela y a mí rodando por el suelo y llorando y a Frank de pie y riéndose. El viejo volvió a meter la cabeza y ni siquiera preguntó después a qué había venido la pelea. Las personas no eran su especialidad.
¿Le servirá? ¿Será de ayuda para su libro? Por supuesto, me ha limitado usted mucho al pedirme que me ciña al día de la bomba. Hay muchas otras anécdotas buenas sobre mi padre y la bomba, de otros días. Por ejemplo, ¿conoce la anécdota de mi padre el día que probaron por primera vez la bomba en Alamogordo? Después de que explotara, cuando quedó claro que Estados Unidos podía borrar una ciudad del mapa con solo una bomba, un científico se volvió hacia mi padre y le dijo:
—Ahora la ciencia ya conoce el pecado. ¿Y sabe qué dijo mi padre? Dijo:
—¿Qué es el pecado?
Un abrazo,
NEWTON HOENIKKER
Newt añadió estas tres posdatas a su carta:
P.D.: No puedo escribir «fraternalmente suyo» porque no me dejan ser su hermano por culpa de mis notas. Era solo un iniciado, pero ahora me van a quitar incluso eso.
P.D. 1: Llama usted «ilustre» a nuestra familia y creo que cometería un error si nos llamase así en su libro. Por ejemplo, yo soy un enano: mido un metro veinte. Y lo último que supimos de mi hermano Frank es que lo buscaban la policía de Florida, el FBI y el Departamento del Tesoro por llevar de contrabando coches robados a Cuba en buques de desembarco procedentes de excedentes militares. Así que estoy seguro de que «ilustre» no es la palabra que está buscando. «Glamurosa» probablemente se acerque más a la verdad.
P.D. 2: Han transcurrido veinticuatro horas. He releído la carta y veo que hay quien podría sacar la conclusión de que no hago otra cosa que estar en casa, recordando cosas tristes y compadeciéndome de mí mismo. En realidad soy una persona muy afortunada y lo sé. Estoy a punto de casarme con una chiquilla extraordinaria. En este mundo hay amor suficiente para todos, no hay más que ponerse a buscarlo. Yo soy la prueba de ello.
Newt no me dijo quién era su novia. Pero al cabo de dos semanas me escribió contándome que todo el mundo en el país sabía que se llamaba Zinka. Por lo visto no tenía apellido.
Zinka era una enana ucraniana, una bailarina de la Compañía de Danza Borzoi. Newt vio una actuación de esa compañía en Indianápolis, antes de ir a Cornell. Y luego la compañía bailó en Cornell. Cuando terminó la función, el pequeño Newt estaba ante la puerta de artistas con una docena de rosas American Beauty de tallo largo.
Los periódicos publicaron la historia cuando la pequeña Zinka pidió asilo político en Estados Unidos y luego ella y el pequeño Newt desaparecieron.
Una semana después, la pequeña Zinka se presentó en la embajada rusa. Dijo que los estadounidenses eran demasiado materialistas. Y que quería volver a casa.
Newt se refugió en casa de su hermana en Indianápolis. Hizo unas breves declaraciones a la prensa: «Fue un asunto personal —dijo—. Un amorío. No lamento nada. Lo que pasó solo es asunto mío y de Zinka».
Un ambicioso periodista estadounidense en Moscú hizo averiguaciones sobre Zinka entre los bailarines de allí e hizo el desagradable descubrimiento de que Zinka no tenía, como decía, solo veintitrés años.
Tenía cuarenta y dos: lo bastante mayor para ser la madre de Newt.
Mi libro sobre el día de la bomba no avanzaba.
Más o menos un año después, dos días antes de Navidad, otro asunto me obligó a pasar por Ilium, Nueva York, donde el doctor Felix Hoenikker había desarrollado la mayor parte de su labor y donde el pequeño Newt, Frank y Angela habían pasado sus años de formación.
Paré en Ilium a ver qué podía averiguar.
No quedaba ningún Hoenikker vivo en Ilium, pero sí muchas personas que decían haber conocido bien al viejo y a sus tres peculiares retoños.
Concerté una cita con el doctor Asa Breed, vicepresidente a cargo del laboratorio de investigación de la Compañía General de Forja y Fundición. Supongo que el doctor Breed también era miembro de mi carás, aunque le desagradé casi al instante.
«Los gustos y las manías no tienen nada que ver con eso», dice Bokonon: una advertencia que es fácil olvidar.
—Tengo entendido que fue usted el supervisor de Hoenikker durante casi toda su vida profesional —le dije al doctor Breed por teléfono.
—Sobre el papel —observó.
—No le entiendo —respondí.
—Si de verdad supervisé a Felix —dijo—, es que estoy preparado para hacerme cargo de los volcanes, las mareas y las migraciones de los pájaros y los lemmings. Ese hombre era una fuerza de la naturaleza que ningún mortal podía controlar.
El doctor Breed quedó conmigo a primera hora de la mañana siguiente. Dijo que me recogería en el hotel camino del trabajo y de ese modo allanó mi acceso al protegidísimo laboratorio de investigación.