DALLAS: 24 horas de un complot - Teresita Candia Ferreira - E-Book

DALLAS: 24 horas de un complot E-Book

Teresita Candia Ferreira

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Beschreibung

DALLAS 24 horas de un complot, novela que tiene la cualidad de involucrarte en su lectura, pone al alcance del lector no especializado los hechos ocurridos de manera simultánea un 22 de noviembre de 1963 en Dallas, París y La Habana. Con una prosa fluida y con un poder de síntesis sorprendente, la autora ha conseguido aunar testimonio y ficción de sucesos históricos en el marco de una época compleja y decisiva de las relaciones de Cuba y los Estados Unidos.

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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“Aniversario del Triunfo de la Revolución”

del MININT, 2009

Jurado: Lucía Sardiñas

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Edición:Laura Álvarez Cruz /Diseño de Cubierta:Eugenio Sagués Díaz /Diseño interior:María Elena Cicard /Realización computarizada:Zoe Cesar Cardoso

© Teresita Candia Ferreira, 2019

© Sobre la presente edición: Editorial Capitán San Luis, 2019

ISBN: 9789592115460

Editorial Capitán San Luis, Calle 38 No. 4717, entre 40 y 47, Playa, Ciudad de La Habana, Cuba.

Sin la autorización previa de esta editorial, queda terminantemente prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta, o su trasmisión de cualquier forma o por cualquier medio. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Introducción

Al presidente John Fitzgerald Kennedy lo eliminaron en Dallas asesinos a sueldo representantes de poderosos intereses económicos vinculados a altos cargos gubernamentales, a contrarrevolucionarios cubanos radicados en Estados Unidos y a capos mafiosos de Las Vegas. Diversos investigadores norteamericanos así lo han señalado en el transcurso de los últimos treinta años. También cubanos y latinoamericanos, estudiosos de las actividades encubiertas de la CIA, coinciden en esta afirmación.

Contra el Primer Ministro cubano, Fidel Castro Ruz, se urdieron cientos de planes de atentado cuyos ejecutores serían elementos contrarrevolucionarios radicados en Cuba, preparados, subvencionados y dirigidos por los máximos responsables de la CIA: Allen Dulles, Richard Bissell, William Harvey, John McCone, Richard Helms y Davie Atlee Phillips. Estos últimos actuaron, en algunas ocasiones, a través de capos mafiosos como Sam Giancana, Santos Trafficante y John Rosselli.

A Rolando Cubela Secade lo captó y atrajo para colaborar con la CIA Carlos Tepedino, vinculado a los intereses mafiosos de Traficante y Giancana; y la Agencia Central de Inteligencia le facilitó los recursos, los medios y la preparación necesaria para que atentara contra el líder cubano. Todo esto ocurría porque un mismo mecanismo vertebrado orgánicamente, CIA-Mafia-Contrarrevolución, había sido puesto en marcha desde mucho antes.

Conspiración en Dallas no es un relato histórico, sino una versión libre, novelada, que trata de poner al alcance de un lector no especializado los hechos ocurridos simultáneamente el 22 de noviembre de 1963, en Dallas, París y La Habana, y que, no por casualidad, se imbrican.

Para la recreación de lo acontecido han sido consultadas biografías de los Kennedy, el informe de la Comisión Warren y testimonios periodísticos que detallan los sucesos de ese día; así como los acusadores libros de Mark Lane, Jim Garrison, Thomas Buchanam y Gaeton Fonzi, entre otros.

Para la entrevista del máximo líder cubano fue utilizada su comparecencia televisada cuarenta y ocho horas después de la muerte de Kennedy, algunos extractos de lo publicado en 1963 por Jean Daniel, discursos pronunciados por Fidel durante 1963, una cronología de la época y las entrevistas concedidas a Frei Betto, Tomás Borge y Tad Szulc, fundamentalmente.

El encuentro de Cubela con sus oficiales de caso se basa en sus propias declaraciones ante el Tribunal Antiimperialista de América, que sesionó en La Habana en 1978, y en una entrevista realizada al oficial de la contrainteligencia cubana que trabajó su caso.

La descripción de afectos, pasiones y estados de ánimo de algunos personajes son, por supuesto, reflejo de los sentimientos de la autora.

Teresita Candia Ferrera

DESPERTAR

Viernes, 22 de noviembre de 1963, París, 11:30 a.m. / Texas, 4:30 a.m. / La Habana, 5:30 a.m.

Como siempre, se había levantado muy tarde. Desde hacía varios años le costaba mucho trabajo conciliar el sueño. Cuando creía que podía dormirse, acudía una imagen, repetida mil veces en su cerebro: los ojos del hombre que se abrían desmesuradamente, la boca llenándose de un rojo espumarajo, el cuerpo que caía después de recibir tres impactos de bala, los rostros asustados de los que lo rodeaban, y sangre, mucha sangre. Y esa larga antesala del sueño lo impelía a dormir hasta tarde en la mañana.

Hoy abandonó la cálida compañía y el cómodo colchón, cuando sonó insistentemente el teléfono colocado junto a la cama. El primer timbrazo lo sobrecogió, se revolvió en la sábana y levantó la cabeza para comprobar si era verdaderamente el teléfono o si era parte del sueño.

Carlos Tepedino1 lo llamaba desde Nueva York.Quería asegurarse de que acudiría a la entrevista fijada con su oficial de caso para ese día. En un lenguaje ininteligible para terceros, Carlos se interesó por conocer qué haría esa noche, y Rolando Cubela Secade le aseguró que cumpliría con lo acordado. Todo estaba en orden.

Tepedino se mostraba preocupado, pues no le eran ajenas las contradicciones de Rolando con su oficial de caso. Él sabía de la importancia de la reunión de hoy y, sobre todo, conocía muy bien a Cubela. De hecho, ambos se conocían bien desde 1953.

En ese entonces, Tepedino era un aventajado comerciante dueño de la pequeña pero próspera joyería La Diadema, en la céntrica calle Amistad, en La Habana, quien, gracias a sus contactos en la esfera del juego y los casinos, había conseguido la autorización para operar la joyería más elegante del Hotel Havana Hilton, enclavado en el corazón del Vedado, a pocas cuadras de la Universidad. Estaba vinculado a nombres como Santos Trafficante2 y Meyer Lansky3. Para Rolando era su inseparable, ese que tantas veces lo sacó de apuros económicos; el anticomunista que, sin mucha oposición de su parte, trataba de convencerlo de la presencia de los rojos en el gobierno; el bromista que se había burlado de él cuando siendo subsecretario de Gobernación, en 1959, no pudo poner en libertad rápidamente a su común amigo Santos Trafficante, detenido en Triscornia; el negociante italiano temeroso de las expropiaciones del gobierno castrista.

El próspero Tepedino, radicado en Nueva York desde 1960, al saber que viajaría a Suiza para asistir a un congreso estudiantil, se trasladó a Ginebra, solo para encontrarse con él. En 1961, durante su estancia en México, como participante en la Conferencia Latinoamericana sobre Soberanía, lo contactó tan pronto como lo llamó a Nueva York. Y él aceptó las invitaciones de Tepedino, tan bien relacionado con los norteamericanos de la embajada en México.

Fue su amigo, Carlos Tepedino, quien lo convenció de la necesidad de alinearse con los elementos contrarrevolucionarios, con los batistianos que él combatió, con los priístas que lo abandonaron, con todos, para crear una oposición interna y derrocar a Castro.

Unos meses después se encontraron en Roma, donde Carlos pensaba abrir otra joyería. Afectuoso como siempre, le presentó a un cubano que le habló en nombre del gobierno de Estados Unidos y recabó su ayuda para actuar dentro de Cuba. En realidad, no debió haber aceptado esa oferta.

Cuando en 1961 vino por primera vez a París, sintió temor de lo que estaba haciendo. Llamó entonces a su querido amigo a Nueva York para decirle que quería abandonar Cuba definitivamente, y este se ofreció al instante para contactarlo en la Ciudad Luz. Estimuló su ego, lo calmó, lo convenció de la necesidad de que un líder como él pudiera sustituir a Castro, y aceptó. Y por último, Tepedino, el entrañable, el amistoso, le presentó a un oficial de la CIA, pues, si en definitiva quería quedarse en Estados Unidos, lo podría ayudar.

Ahora, mientras tomaba el primer café del día, preparado por América, se recriminó mentalmente por haber aceptado la proposición. Sonriente, con la taza aún en la mano, se despidió con un beso de esta mujer, tan menuda, tan simpática y de gustos tan simples. Ella le devolvió la sonrisa, la impecable e hipócrita sonrisa de las mujeres de su clase, y se apresuró a finalizar el almuerzo para su esposo, que debía estar por llegar.

Fort Worth, Texas, 6:00 a.m. / París, 1:00 p.m.

El último de los agentes del Servicio Secreto que había acudido al Cellar, distante a unas tres cuadras del hotel, había regresado hacía apenas una hora. Con el propósito de relajarse, varios de ellos se habían marchado al club pasada la medianoche y habían prolongado su estancia en el oscuro lugar.

Ante la entrada principal del hotel Texas se detuvo el carro repartidor del diario más importante del estado; sin desconectar el motor, apagó las luces. Mientras se resguardaba de la lluvia bajo la aún iluminada marquesina, el chofer acomodó un paquete fuertemente atado con una veintena de periódicos. Al verlo, en la tenue oscuridad de la madrugada, el uniformado portero abrió la puerta de cristal, y desde el interior del lobby se aproximó un joven empleado, recogió el bulto y lo llevó hasta el mostrador de la recepción.

A un metro de distancia, un agente del Servicio Secreto, Joseph Giordano, observaba todos los movimientos. Aguardó pacientemente a que el responsable de la carpeta colocara tres ejemplares del Dallas News, junto a los matutinos locales StarTelegram y Fort Worth Press. El Dallas Herald no había llegado esa mañana.

Sin mirar los titulares, Giordano tomó el grupo de diarios y los hizo llegar a la habitación 835, donde Roy Kellerman —el principal agente encargado de la seguridad del Presidente de Estados Unidos y de su esposa durante este viaje a Texas— ya se preparaba para un largo día de trabajo.

Lo primero que llamó la atención de Roy fue el enorme titular del Dallas News del viernes 22 de noviembre de 1963: “Bienvenido a Dallas, Mr. Kennedy”, bajo el cual se destacaba un recuadro en negro, firmado por Bernard Weissman, del archiconservador American Fact-Finding Comm, que hacía doce preguntas al presidente:

¿Por qué dice ud. que construimos un muro de libertad alrededor de Cuba, cuando miles de hombres mueren y otros miles esperan ser ejecutados, y todo un pueblo, más de 7 millones de cubanos viven como esclavos? [...] ¿Por qué se aprueba la venta de trigo y de maíz a nuestros enemigos (la URSS) mientras los soldados comunistas matan a diario a soldados norteamericanos en el sur de Viet Nam? [...] ¿Por qué permite que su hermano Bobby tenga mano suave con los comunistas? [...] ¿Por qué cambia ud. la doctrina Monroe en favor del espíritu de Moscú? [...] ¿Por qué Gus Hall, cabeza del Partido Comunista de Estados Unidos […]

Discretamente, Kellerman lo colocó debajo del Dallas Morning News, que en su primera página presentaba, a seis columnas, un croquis con el detallado recorrido de la caravana en Dallas.

París, 1:00 p.m. / Fort Worth, Texas, 6:00 a.m.

Sobre la blanca camisa tenía ya acomodada la corbata, se ajustó el nudo y, a través del espejo, junto a la puerta de salida, vio su esbelta figura. Ensayó una sonrisa, y cerró la puerta tras de sí.

Afuera hacía un precioso día. Atravesó la Rue Singer. Se acercó a un estanquillo. Hojeó algunas revistas y finalmente pagó 1,20 francos por un París Match, que colocó bajo su brazo. Llevaba en sus manos el portafolios y una botella de cognac Courvosier, su preferido. Un pequeño paseo a pie, algún bocadillo en un bistrot, antes de abordar un taxi, sería lo indicado. Pasaría unas horas en la Embajada. Era un buen conversador y podía ser muy atrayente para sus interlocutores. Debía insistirle al Embajador en que no tenía un centavo, y no pasarse de tragos, pues se le podía soltar la lengua. Esta visita era muy importante para fortalecer su leyenda y su línea de conducta; debía insistir en la necesidad de regresar a La Habana, hablar de sus planes futuros, borrar cualquier sospecha sobre su larga estancia en París desde el 14 de septiembre. Sin haber consultado previamente con el gobierno cubano, y proveniente de Brasil, había arribado para asistir a un encuentro patrocinado por la Alianza Francesa. Pero el evento había terminado desde hacía varias semanas. A excepción de sus contactos con los oficiales de la CIA, prácticamente no tenía otras ocupaciones que justificaran su presencia en la capital francesa.

La Habana, 7.00 a.m. / Texas, 6:00 a.m.

Jean Daniel se revolvía inquieto en la cama en este caluroso amanecer habanero. La claridad penetraba en la alcoba por una estrecha abertura entre las cortinas. Había estado aguardando la llamada telefónica hasta bien entrada la madrugada, sin resultado. La larga espera se iba haciendo cada vez más inquietante.

El conocido periodista, escritor y novelista francés había llegado a la Isla una semana atrás y, casi cuando preparaba sus maletas para marcharse dando por fallida su misión, le pidieron que prolongara un poco más su estancia y que se mantuviera localizado “para la entrevista”. A su arribo, procedente de Washington, donde había logrado entrevistar el 24 de octubre al presidente John Fitzgerald Kennedy, un amigo periodista le había comentado: “es difícil entrevistar a Fidel, siempre está lleno de trabajo, y son muchos los periodistas extranjeros que se lo solicitan”.

Por su parte, el mandatario norteamericano le había brindado todas las facilidades para realizar, en la propia Casa Blanca, una serie de encuentros que serían publicados, en exclusiva en París, a su regreso. Lo único que le estuvo vedado fue entrevistar a la señora Kennedy, y tomar fotos de las ocho habitaciones privadas que ocupaba el matrimonio en el segundo piso de la Casa de Gobierno, después de haber sido remodeladas por la primera dama.

En el despacho oval, decorado con numerosos cuadros, todos de motivos marinos, sentado en su mecedora obsequio de Jacqueline, el presidente hojeaba El día en que Lincoln fue asesinado, cuando anunciaron su llegada. En un pequeño estante cercano se destacaban otros libros sobre el gobernante abolicionista junto a una colección enciclopédica, novelas del británico Ian Flemming, creador del famoso James Bond, y el conocido Profiles in Courage (Perfiles del valor), la obra con que Kennedy obtuvo el Premio Pulitzer en 1957. Sobre la chimenea, un precioso velero a escala dejaba clara constancia de su gusto por el mar.

Alto, de pelo rojizo un poco encrespado, Jack4 Kennedy había heredado de su padre, irlandés, el espíritu emprendedor y la firmeza de carácter, así como su debilidad por las rubias atractivas, en especial las actrices. De su madre, Rose Elizabeth Fitzgerald, la inquietud, su interés por las cosas, el don de la simulación y su carácter afable. Católico, de origen irlandés, de buena fortuna, graduado en Harvard y Stanford, resultaba casi inimaginable que hubiera accedido a la primera magistratura de la nación a los cuarenta y tres años.

Casado desde 1953 con Jacqueline Lee Bouvier, habían llevado juntos a la Casa Blanca, por primera vez, el paso retozón de dos pequeñuelos, y la presencia de lo mejor de la intelectualidad de su generación. Apoyado en un equipo de trabajo sabiamente escogido, el presidente más joven en la historia de Estados Unidos se sentía “dueño de la situación”.

Aunque la señora Kennedy le rogó desde el principio que evitara una “invasión de su vida privada, o la de sus hijos”, fueron estos los que en ocasiones invadían, literalmente, el salón oval. En aquella soleada tarde de la entrevista, el pequeño John, que aún no había cumplido los tres años, entró corriendo y se abrazó a las piernas de su padre. Una especie de juego surgió entre los dos. Al presidente parecía no importarle que su pequeño hijo interrumpiera sus labores o pareciera inapropiado ante el visitante.

Unos segundos después la señora Shaw, el ama de los niños, irrumpió con la pequeña Carolina tomada de la mano y pidió excusas por la conducta del chiquitín. En unos instantes volvió a reinar la tranquilidad en el espacioso salón y las preguntas se sucedieron hasta el final.

En estos encuentros con su entrevistador, Kennedy abordó en varias ocasiones el Tema Cuba. El mandatario se debatía. Por una parte, asignaba más equipos para patrullar los cayos de la Florida para prevenir las constantes incursiones contrarrevolucionarias contra las costas cubanas; y, por otra, aprobaba nuevos operativos de la CIA. Goldwater, senador por el estado de Arizona, lo instaba a realizar una nueva invasión contra la Isla, mientras que Miró Cardona, presidente del llamado Consejo Revolucionario Cubano en el exilio, lo acusaba públicamente de haber renunciado a la invasión y traicionado la confianza del exilio. El mismo Kennedy declaraba a la prensa que “no era partidario de un gobierno cubano en el exilio”, a la par que proclamaba que se aumentarían las presiones de todo tipo contra Cuba. Trataba de brindar distintos argumentos. Al propio periodista le había explicado que la amenaza de la influencia soviética en el hemisferio —y no la política doméstica de Castro— era la única razón que justificaba movimientos para aislar y desestabilizar a Cuba.

—Sabemos perfectamente lo que ocurrió en Cuba, para el infortunio de todos... Aprobé la proclamación que Fidel Castro hizo en la Sierra Maestra cuando reclamó por la justicia, y por la liberación de Cuba de la corrupción. —Luego de una pausa el presidente prosiguió—. Pero está claro también que el problema dejó de ser únicamente cubano y se volvió internacional, se volvió un problema soviético... Creo que nosotros contribuimos a esto con nuestra incomprensión, que contribuimos a que los cubanos fabricaran un movimiento fuera de su específico ropaje. El cúmulo de todos esos errores ha puesto en peligro a toda América Latina. El clamor de la Alianza para el Progreso es para revertir esa política malograda —concluyó.

Como conocía de su próxima visita a Cuba, Kennedy le expresó su interés por sondear la opinión de Fidel Castro a propósito del futuro en las relaciones entre ambos países, y le hizo prometer que antes de publicar ambas entrevistas le haría saber el punto de vista del gobernante cubano. El tema, tratado aún de forma muy secreta, se había filtrado a algunos de los más importantes medios de prensa. Sin confirmación, se rumoraba que en las altas esferas se discutían nuevas posibles direcciones para la política norteamericana hacia Cuba.

Ahora, en la habitación del Hotel Habana Libre (antes Havana Hilton), uno de los más lujosos de la capital cubana, el periodista galo ordenaba mentalmente estos recuerdos cuando sonó el timbre del teléfono.

Fort Worth, Texas, 7:00 a.m. / París, 2:00 p.m.

Había amanecido un día gris, después de una larga noche de lluvia. Las primeras luces de la mañana aún no se habían extendido por la habitación 850 del hotel Texas, en Fort Worth, cuando George Thomas, su sirviente personal, tocó suavemente a la puerta. Un ligero “okay” era toda la respuesta que esperaba para pasar con las ropas recién planchadas.

El 35º presidente de Estados Unidos de Norteamérica, despierto ya, pero aún en la cama, observó cómo abría lentamente las cortinas y depositaba en el espaldar de una silla el traje que debía usar, antes de alcanzarle los diarios que Kellerman le había entregado.

La mañana era cálida, sobre todo considerando lo avanzado del mes de noviembre, pero la fina lluvia que había estado cayendo desde hacía unas horas pronosticaba un posible descenso de la temperatura.

El viaje era parte de su campaña para la reelección en 1964. Texas era un importante escalón que aportaría veinticinco votos electorales, que no estaba dispuesto a perder. El plan de actividades para el día incluía dos discursos esa mañana en Fort Worth: el primero, en un desayuno oficial con la Cámara de Comercio local a las 9:30, más un encuentro con los demócratas, una vez concluido el anterior; otro discurso se sucedería en Dallas, desde donde volarían a Austin; más dos cócteles, un discurso en un banquete y, al final de la noche, al rancho del vicepresidente Lyndon Baynes Johnson,5 en San Antonio, para un descanso de dos días.

A las 7:30, Jack fue a despertar a Jacqueline, que dormía en la suite contigua. Ella abrió los ojos, suspiró y volvió a hundirse en el suave lecho, invadida por una inmensa serenidad. Él, jubiloso, la hizo levantarse y acercarse a la ventana, en la que, a pesar de la lluvia pertinaz, alrededor de dos mil personas se agrupaban bajo sombrillas de diversos colores.

—Tómate tu tiempo, el desayuno será a las 9 o 9:15— le dijo al despedirse. Ella conocía la importancia de este viaje y lo había acompañado solo para complacerlo.

De vuelta a su habitación, el presidente tomó café y jugo de naranja mientras ojeaba los matutinos tejanos. El buen ánimo fue cediendo paso a la irritación a medida que leía.

—¿Pero cómo pueden escribir cosas como estas? ¡Estamos en un país de locos! —dijo subiendo el tono de voz.

No era de extrañar, el lenguaje resultaba habitual para los más reaccionarios diarios de Texas. Dos días antes de su llegada a Fort Worth, la primera ciudad a visitar en su recorrido, el Dallas Times Herald publicó una crónica titulada “¿Por qué muchos odian a los Kennedy?” Según el análisis, esta antipatía se extendía no solo al presidente, su esposa o su padre y hermanos, sino incluso a su hija Carolina y al pequeño John, de tres años.

El torrente de calumnias y agresiones no se limitaba a los artículos periodísticos. Ahora, afuera, cerca del parque que rodeaba el hotel, algunos manifestantes habían colocado carteles que imitaban los clásicos afiches de las oficinas del sheriff para el reclamo de delincuentes: una foto del presidente Kennedy bajo el rótulo “Wanted for treason” (Se busca por traición).

Este hombre se busca por actividades de traición a los Estados Unidos. Traicionó la Constitución, traicionó a sus amigos, Cuba, Katanga y Portugal y defiende a sus enemigos, Rusia, Yugoslavia, Polonia. Se equivoca en innumerables aspectos que afectan la seguridad de E.E.U.U. (Naciones Unidas, el muro de Berlín, la salida de los cohetes de Cuba, acuerdos sobre el trigo [...]

El centro ejecutor de esta campaña era la John Birch Society, la organización más derechista radicada en Dallas, la ciudad más derechista de Texas, el estado más derechista de la nación.



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