Dante, poeta del deseo. Purgatorio - Franco Nembrini - E-Book

Dante, poeta del deseo. Purgatorio E-Book

Franco Nembrini

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Beschreibung

En este segundo volumen de Dante, poeta del deseo, que recoge el ciclo de encuentros dedicados al Purgatorio, Franco Nembrini ahonda en la relación viva entre La Divina Comedia y la experiencia dramática de todo hombre, rescatando el texto de Dante de una lectura puramente académica. "El Purgatorio es el canto del perdón, del pecado que alcanza el perdón; de nuestra debilidad, de la magnitud de nuestro grito, de nuestras heridas que piden ser perdonadas. Y dado que para mí Dante y la vida, la poesía y la experiencia cotidiana van de la mano, leer a Dante es encarar la cuestión del perdón, de la misericordia y del grito del que está hecha la vida (...). En el fondo el Purgatorio es justo la respuesta a esta pregunta tan apremiante: ¿se puede empezar de nuevo? ¿Se puede volver a empezar en la vida? ¿Hay una novedad tan poderosa que pueda revolucionar la vida hasta el punto de que todo renazca?"

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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Franco Nembrini

Dante, poeta del deseoPurgatorio

Conversaciones sobre la Divina Comedia

Traducción de Ricardo Sánchez Buendía

Revisión y adaptación de Carmen Giussani

Título original: Dante, poeta del desiderio. Purgatorio

© El autor y Ediciones Encuentro, S.A., Madrid 2016

© de la ilustración de cubierta: Gabriele Dell’Otto

Edición original publicada por Itacalibri, Castel Bolognese, 2014

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección 100XUNO, nº 5

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-9055-797-6

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Ramírez de Arellano, 17-10.a - 28043 Madrid - Tel. 915322607

www.ediciones-encuentro.es 

NOTA PARA LA LECTURA

Prosigue la lectura Dantis de Franco Nembrini con este segundo ciclo de encuentros dedicados al Purgatorio. En lo que se refiere al origen de este recorrido por la Divina Comedia, remitimos a la «nota para la lectura» del volumen sobre el Infierno[1]. Aquí nos limitamos a señalar que los encuentros transcritos en estas páginas se desarrollaron en el Centro Cultural Rosetum de Milán, y no en la provincia de Bérgamo como los anteriores. Este cambio de sede conlleva un considerable cambio de público, en su mayoría distinto de aquel del primer ciclo. El relator decidió volver a algunos elementos claves de su lectura de la obra para facilitar a los nuevos participantes su comprensión. En la redacción del texto se ha tratado de reducir las repeticiones al mínimo para aligerar la lectura a los que ya han leído el volumen dedicado al Infierno. Sólo se han conservado las indispensables para no perder el hilo del discurso que aquí se desarrolla.

NOTA EDITORIAL

Todas las referencias en español de las obras de Dante, salvo que se indique lo contrario, están tomadas de Obras completas de Dante Alighieri, versión castellana de Nicolás González Ruiz, BAC, quinta edición, octubre de 2002.

Para las referencias bíblicas se ha usado la Versión Oficial de la Conferencia Episcopal Española de la Sagrada Biblia, BAC, 2011.

PRÓLOGO El Purgatorio, canto al presente

El Purgatorio es el canto del perdón, del pecado que alcanza el perdón; de nuestra debilidad, de la magnitud de nuestro grito, de nuestras heridas que piden ser perdonadas. Y dado que para mí Dante y la vida, la poesía y la experiencia cotidiana van de la mano, leer a Dante es encarar la cuestión del perdón, de la misericordia y del grito de que está hecha la vida, es mirar lo que me sucede, fijarme en lo que vivo.

Desde este punto de vista cada uno de vosotros puede sentarse aquí a hablar de sí mismo, porque un texto de este tipo no puede leerse sin que cada uno se ponga en juego, aventurando la experiencia que tiene de la vida. Sin duda este es un criterio válido para todas las obras literarias, pero es especialmente pertinente para el Purgatorio: vale la pena leer el Purgatorio porque es una promesa para cada uno de nosotros y propone un recorrido personal. Un recorrido real, concreto, de cara a la vida que apremia, urge, y a veces te arrolla como un tren de alta velocidad. Estoy aquí con la amplitud de mi necesidad, con la urgencia de una novedad, con ciertas heridas que hacen que la libertad se ponga en juego, lo que sucede, una amiga que ha muerto ayer por la tarde —había cenado con ella el sábado, parece que todavía la estoy viendo...—, otra amiga que viene a verme y me habla del fracaso de su vida y me dice: «Me he equivocado en todo, me gustaría poder empezar de nuevo», y le digo abrazándola que se puede empezar de nuevo.

En el fondo el Purgatorio es justo la respuesta a esta pregunta tan apremiante: ¿se puede empezar de nuevo? ¿Se puede volver a empezar en la vida? ¿Hay una novedad tan poderosa que pueda revolucionar la vida hasta el punto de que todo renazca? Y supone cierto trabajo, además: lo más impresionante es que el Purgatorio es un himno «al trabajo», en el que Dante se pone manos a la obra sobre sí mismo. Si el Infierno es un inmenso fresco de una terrible inmovilidad, sin tiempo y sin espacio, donde el mal, el error, definen para siempre a sus protagonistas, el Purgatorio es camino y ascensión. En el Purgatorio el poeta empieza un trabajo sobre sí mismo, un camino cuya meta es segura, pero no por eso menos fatigoso, menos dramático. Precisamente porque el Purgatorio implica un trabajo para Dante y para nosotros, es necesario tratar de sentar dos o tres claves de lectura antes de enfrentarnos a él.

Me explicaré con un episodio que me ha sucedido precisamente aquí. Hace una hora estaba paseando por el patio del convento. Había un hombre, y he pensado al verlo: «Este está loco», porque tocaba la pared de la iglesia y se santiguaba sin parar. Después me han dicho que precisamente lo llaman el loco; y en seguida me ha venido a la mente el chiàpa de El árbol de los zuecos[2], ese pobre hombre del que los niños se ríen cuando entra en una casa, y su madre les dice: «No os riáis, porque está más cerca de Dios que nosotros». En cierto momento este hombre se ha acercado a la mesa que hay a las puertas del salón con los folletos que presentan las distintas iniciativas del centro, y yo que estaba por allí le he oído repetir continuamente una frase durante un buen cuarto de hora; al final me he acercado y le he dicho: «Buenas tardes, ¿qué es esa frase que dice en voz alta?». Me ha mostrado una hoja que decía La belleza sirve para descubrir el sentido de las cosas. Y la ha repetido durante un cuarto de hora, en voz alta, casi furiosamente. Entonces le he preguntado: «¿Por qué la ha repetido tantas veces?», y él me ha mirado con una expresión algo perdida —¿perdida? quién sabe: ¿perdida en la nada o perdida en el todo?— y me ha dicho: «Porque es bonita». Entonces le he preguntado: «Pero señor Giancarlo —me había enterado de que se llama Giancarlo—, ¿qué hace aquí?». ­­«Vengo aquí todas las tardes». «Ah, ¿porque es amigo de los frailes?». «No. Bueno, también, pero no vengo por eso. Vengo a misa de seis, siempre».

Me he despedido de él y he venido aquí sintiéndome algo avergonzado porque ese hombre misteriosamente está trabajando, no pierde un sólo día su cita con el Misterio: «Siempre, siempre a la misa de seis». Y me decía para mí que esta noche tenemos que hacer lo mismo, tenemos que ponernos a trabajar, pero en vistas a un trabajo cotidiano, de modo que podamos decir: «Siempre estoy trabajando». Porque todo momento es una cita con el Misterio. De esto hablaremos esta noche: en todo momento tenemos una cita con el Misterio; la vida supone un trabajo constante.

Nos adentramos pues en este trabajo. Si me preguntaseis: «¿Cómo definirías el Purgatorio?», respondería: «Es un canto al presente». El Purgatorio es el canto al tiempo y a la historia, es decir, al presente, porque nosotros vivimos siempre y sólo en el presente. Entonces no podrás leerlo adecuadamente, no podrás entrar en él, si no estás presente tú por entero, si no estás presente ante ti mismo.

Estar presente ante ti mismo, ante lo que eres, ante tu necesidad, tu grito, es un poco embarazoso. Porque ponerse a hablar de uno mismo frente a cuatrocientas personas no es fácil... hay que exponerse, es necesario exponer lo que eres. Quizá sea esta —por otra parte— la magia de nuestro oficio, el encanto de la enseñanza: porque cuando das clase te expones, te presentas ante los demás —te ofreces de alguna manera—, compartes lo más íntimo que tienes, el diálogo que mantienes tú con Dante, con un autor, un texto, una página, una expresión... a través de lo que enseñas. Se trata de compartir tu intimidad con los demás, con los treinta chicos de la clase o con vosotros esta noche: uno se siente desafiado a volver a la conciencia que tiene de sí, a exponerse con toda su humanidad, como dice espléndidamente la Carta a Francesco Vettori de Nicolás Maquiavelo que cité durante la lectura del Infierno[3].

Para introducirnos en este trabajo sobre el presente que supone la lectura del Purgatorio, la primera palabra que quisiera señalaros es la que da nombre a este curso, y que recoge lo que dijimos ya en la introducción al ciclo de lecturas del Infierno: la palabra «deseo». Dante, poeta del deseo. Tratándose del Purgatorio, uno se esperaría que la primera palabra que oyese fuera pecado. No, la primera palabra siempre es deseo. Después vienen todos los pecados, y el que esté sin pecado que tire la primera piedra; pero al comienzo —al comienzo de la Divina Comedia, al comienzo del ser, al comienzo de todo— está la palabra deseo, la tensión hacia el amor, el anhelo de felicidad, la espera de un bien infinito. Si no se parte de aquí, no se entiende nada del Purgatorio, ni siquiera del pecado y las demás vicisitudes del canto. Hay que volver a tomar conciencia de lo que indica la palabra deseo.

Hace poco leí un texto que me hizo entender de golpe, como un fogonazo deslumbrante, en qué consiste todo esto del deseo. Se trata de un cuento de Dino Buzzati, Extraños nuevos amigos[4].Lo recuerdo brevemente porque introduce de lleno, de manera clamorosa, en la cuestión del purgatorio (aún más, en la cuestión del infierno, del purgatorio y del paraíso). Se trata de alguien que está a punto de morir y echa un vistazo a su vida; hace sus cuentas y se dice: «Bueno, en definitiva, considerándolo todo, no he hecho nada malo [un razonamiento al que estamos acostumbrados], no he matado a nadie, me he pasado la vida trabajando, y además le he sido fiel a mi esposa, bueno, alguna escapadilla de vez en cuando, pero en general he sido bastante fiel; les he dejado algo a mis hijos... ¡sin duda iré al paraíso, de cabeza!». El tipo muere y se encuentra en una ciudad maravillosa, que ni te imaginas, en la que todo es como debe ser, perfecta. Aparecen otros dos que le hacen de guía, le explican cómo funcionan las cosas y después le enseñan la casa en la que va a vivir: ¡el no va más! La que siempre ha deseado, campos de golf, piscina, billar... Entonces le enseñan su coche: es el coche de sus sueños. Pasmado, dice: «No obstante me parece que echaré en falta a las mujeres». Pero hombre, ¡si también las hay! Todo, todo. Y él, loco de alegría, dice: «¡Entonces esto es realmente en el paraíso! ¿Aquí nunca hay dolor?». «¿Dolor?», le dicen, «¿Dolor? ¿Qué clase de paraíso sería si hubiese dolor? Pues claro que no hay dolor. De ningún tipo, nunca». Pero estos dos personajes tienen una forma de hablar de todo lo que le espera que el lector, junto al protagonista, empieza a sospechar que hay algo que no funciona, en especial cuando pregunta por el dolor y le responden: «Nada, hombre. Pero nada de nada; ni siquiera se nos permite un pequeño dolor de muelas». «¿Se nos permite? ¿Qué forma de hablar es esta? Estamos en el paraíso, seguro que aquí no puede haber...». En resumen, al final descubre que está en el infierno: la vida allí, en medio de tantas comodidades, es un infierno porque no hay nada que desear y no hay nadie a quien entregar tu deseo, a quien confiar tu espera. El infierno es la ausencia del deseo: «Ni siquiera se nos permite un pequeño dolor de muelas».

Fulminado por esta lectura, he vuelto a considerar qué noción de deseo quiere transmitirnos la Divina Comedia con su Paraíso, y por tanto, qué son el infierno y el purgatorio. Al hilo de esta reflexión, se me ha ocurrido que Dios en la Comedia —pero no sólo en la Comedia, a mi parecer es realmente así, Dante lo ha clavado (espero que no haya aquí ningún cura que me baje de la tarima y me diga que estoy blasfemando o diciendo alguna herejía)— es el Eterno incompleto. Es decir, que la naturaleza misma de Dios es deseo. ¿Acaso no es así? ¿No es quizá la única hipótesis, la única explicación que podemos suponer como una palidísima imagen del misterio de la Trinidad? Dios buscándose continuamente a Sí mismo, deseándose continuamente a Sí mismo: un deseo infinito que se sacia infinitamente para toda la eternidad. Un incesante movimiento, un incesante desear y un incesante cumplirse del deseo. Él mismo es para Sí fuente «que, satisfaciendo del todo, despierta nuevos deseos»[5]; o como dice el terceto del Paraíso en que Dante habla de la comprensión que Dios tiene de Sí, «sola te comprendes, y que por ti, inteligente y entendida, te amas y te complaces en ti»[6].

Si esto es así, te entran ganas de volver a empezar desde el primer canto del Infierno y releer la obra entera a la luz de esta idea. Y cómo no recordar lo que Dante había escrito antes de la Comedia, cuando al definir la naturaleza de la amistad en el soneto Guido, yo quisiera que tú y Lapo y yo, dice en un verso memorable que la finalidad de la amistad es que «creciese siempre más el anhelo de estar juntos»[7]. ¡Es fantástico! «Creciese siempre más el anhelo de estar juntos»: el amor es cumplimiento y fin de la amistad, el movimiento, la espera de una novedad que es como si se regenerase continuamente, una novedad perennemente posible.

Se entiende ahora que toda la Divina Comedia es el relato de este descubrimiento, que no se ha alcanzado teóricamente, sino viviendo, estando ante las cosas: el descubrimiento de que toda la realidad —toda, ¡toda!— nos atrae hacia sí; es decir, nos pone en movimiento, suscita una adhesión, hace que nos peguemos a ella. Cuanto más la realidad nos llama, nos atrae, tanto más se desvela la amplitud de nuestro deseo. Y así, avanzando paso a paso, de un nivel a otro, de un encuentro a otro, el hombre descubre toda la amplitud de su necesidad y su deseo, que es infinito. Es como si estuviésemos llamados a buscar en los pliegues de la realidad, en el encuentro con las cosas, la huella misteriosa del Infinito que nos atrae hacia él. Así se entiende toda la Comedia. Se entiende por qué las primeras palabras que pronuncia Dante son: «miserere de mí» y por qué termina con la visión de Dios en su naturaleza de misericordia, pues el nombre de Dios es misericordia. Y por tanto la misericordia, el amor, la espera del cumplimiento final, es la naturaleza del hombre hecho a imagen y semejanza de Dios. Toda la Divina Comedia es un canto a la realidad como signo, como manifestación del Ser; y el Ser es movimiento, es un amor que se da, es misericordia. En esta perspectiva, los últimos versos de la obra son realmente conmovedores:

A la alta fantasía le faltaron aquí las fuerzas; pero ya giraban mi deseo y mi voluntad como rueda que igualmente es movida por

el amor que mueve el sol y las demás estrellas[8].

Estamos en el último paso: Dante ha tenido tres visiones, ha entendido casi hasta el fondo el misterio de la Trinidad, pero tiene todavía una última pregunta, la pregunta definitiva que permite que se revele totalmente la naturaleza del ser, el rostro de Dios; pero se da cuenta de que sólo con la cabeza, sólo con sus razonamientos, aún con todo lo que ha visto, no es suficiente todavía: no llega a entender cómo es posible que pueda encontrarse la huella del Infinito en lo finito, es decir, cómo es posible que el Verbo se haya encarnado. No puede llegar hasta ahí; pero se le concede una gracia especial, recibe una gracia extraordinaria y entonces entiende. El momento de la comprensión coincide con participar en el movimiento que es Dios mismo, ese «amor que mueve el sol y las demás estrellas», porque todo se mueve por este deseo, por este «tender a» que es propio del amor.

Entonces, la finalidad del purgatorio es que el hombre participe de la naturaleza de Dios, es decir, llegue a descubrirse como puro deseo, alcance una identificación con Él, o mejor dicho, una purificación en Él. En nuestra experiencia, purificarse no es una operación mágica, ni quiere decir que uno peca menos —veremos que, gracias a Dios, el purgatorio está lleno de pecadores empedernidos completamente perdonados—, no es lograr que uno sea más bueno; purificarse significa ser cada vez más fiel a tu naturaleza, y tu naturaleza es la de desear. Y así, al final del Purgatorio cada uno se encuentra, como Dante, «purificado y dispuesto a subir a las estrellas», por una fuerza propia, de manera absolutamente natural. No vayamos a pensar que Dios en un determinado momento, por así decirlo, abre la puerta del paraíso y empieza a hacer una especie de criba, «Vamos a ver... tú estás perdonado, pasa; tú no, todavía no te ha llegado el turno, a ti te voy a hacer un descuento». No. El alma llega a Dios por virtud propia, porque se ha purificado, se ha hecho puro deseo, y por eso está «dispuesta a subir». Es fantástico: puro deseo. Y todo el recorrido, cada una de las siete cornisas del purgatorio, sirve para llegar a ser así.

Si se mantiene el principio interpretativo del que hemos partido, es decir, que el objetivo de la Comedia no es hablar del más allá, sino del más acá, entonces verdaderamente el Purgatorio es el canto que habla de nosotros. Es el canto de la ternura hacia nosotros mismos: es el canto del presente, del tiempo y del espacio, de la humanidad, del recorrido y el largo trabajo que el hombre tiene que hacer para ser fiel a sí mismo, para volver a encontrarse a sí mismo, para ser lo que en el fondo siempre ha sido: puro deseo. Es decir, amor; porque decir «puro deseo» significa capacidad de amar, indica una relación, una capacidad de abrazar al otro; porque el yo se cumple en un tú, en una relación, en otro. Es como si el hombre al final del recorrido pudiese decir «Tú» con sencillez, con la pureza de un niño, con el ímpetu del niño cuando se lanza a los brazos de su madre. El movimiento del hombre que alcanza su fin es de la misma naturaleza, es como si se lanzase a los brazos de su Padre, de este Tú. Así será el paraíso: la realización incesante de esta relación.

Una última anotación sobre esta primera palabra, deseo: si esta es la naturaleza de toda la realidad, si nosotros estamos hechos así, si Dios nos atrae hacia sí a través de las cosas, ¿qué es el mal? Ya lo dijimos cuando hablábamos del Infierno, pero conviene recordarlo: el mal es una gran mentira. El mal, es decir, el diablo, ¿qué hace? No usa cosas que nos repugnan para inducirnos a pecar: ¿quién pecaría por cosas que dan repugnancia? Usa cosas hermosísimas, usa lo que ha hecho Dios, las mismas cosas que crea Dios, porque toda la realidad está hecha por Dios y por tanto toda es legítimamente deseable; el problema es que el diablo, usando las mismas cosas que Dios ha hecho para atraernos a Él, se interpone cortando el recorrido bueno, justo y verdadero que estamos haciendo. Es justo sentir un atractivo por la realidad, porque las cosas tienen esta capacidad buena de atraernos; pero el hombre, que mediante su razón y su libertad toma plena conciencia de este atractivo, se da cuenta de que todo —por decirlo con el célebre verso de Montale— «lleva escrito ‘más allá’»[9]; y entonces, como dice Dante en el Convite, pasa de una cosa a otra hasta que se da cuenta de que lo único adecuado a su necesidad es el Infinito, es sólo Dios[10]. Y un hombre que es consciente del alcance de su deseo elige, juzga las cosas en la perspectiva del Infinito del que son signo, al que remiten.

En cambio el diablo, cuando deseas algo, te dice: «¡Detente! Esto es todo lo que hay». Esto —una mujer, la carrera, la salud, el dinero (todas cosas buenas, faltaría más)— es el objeto adecuado de tu deseo. Detente, ya has llegado, ya no te queda nada que desear: como decía el cuento de Buzzati. Esto es el infierno: ya no te queda nada que desear, lo tienes todo. Tu mujer te hará feliz, tus hijos te harán feliz, el dinero te hará feliz, la salud te hará feliz. El diablo sencillamente pone un freno en nuestra relación con las cosas; y es un freno lleno de mentira, porque las cosas en cambio —y todos los grandes poetas se han dado cuenta de ello porque no hablan de otra cosa— llevan escrito «más allá». Y exigen una suprema lealtad por parte del hombre para reconocer esta señal que las cosas llevan grabada a fuego: «más allá», hay algo más. Como escribe Leopardi: «Todo es poco y pequeño para la capacidad del alma»[11]. Esta es la cuestión. Todos estamos hechos así.

Si la primera palabra es «deseo», la segunda necesariamente es «misericordia». O bien perdón, lo que prefiráis; pero a mí me gusta más misericordia porque hace más justicia al texto, su etimología es un eco de aquel «miserere» del primer canto del Infierno y del terceto final de la oración a la Virgen en el último canto del Paraíso:

En ti la misericordia, la piedad, la magnificencia, se reúnen con toda bondad que se pueda encontrar en la criatura[12].

Si Dios es este deseo, esta relación, este amor, si pudiéramos contemplar a Dios en acción, ¿cuál sería su acción? La misericordia. Dios obra la misericordia; es decir, un perdón sin medida. El Purgatorio en su totalidad es la respuesta de Dante a nuestra pregunta, la que todos tenemos al final del día, a los catorce años o a los ochenta: ¿se puede empezar de nuevo? ¿Hay algo nuevo que me permita volver a empezar? ¿Se puede nacer de nuevo? ¿Existe algo en virtud de lo cual el mal no venza? ¿Hay una novedad que permita que esta vida —esta, no la del más allá— no sea un infierno? ¿Para que el mal no nos defina, no sea la última palabra? «¿Cómo se puede nacer de nuevo?» le preguntó a Jesús, quizá con cierta vergüenza, el viejo Nicodemo (Jn 3,4). Aquí radica todo el problema de la vida: si hay una novedad, es decir, si es posible ser perdonados. Porque como decía Miguel Mañara, «¡Ay de mí! Lo hecho hecho está»[13]. O mi amiga: «Todo me ha salido mal en la vida, me he equivocado en mi matrimonio, me he equivocado con mis hijos... es demasiado tarde, ¡demasiado tarde!». Por tanto, según pasan los años más me parece que el problema de la vida radica aquí. ¿Nos podemos perdonar? No sólo en el sentido de perdonarnos unos a otros, ¿podemos perdonarnos a nosotros mismos? ¿Se puede cargar con todo el peso de nuestro mal, de nuestros errores, de nuestras traiciones, de nuestra mezquindad, de nuestro olvido? ¿Cómo es posible?

Este es el verdadero problema, porque a veces el pasado es un lastre, lo llevas encima como un peso; y esto es obra del demonio, del mal. El mal te tira hacia abajo. Una imagen cinematográfica eficaz de lo que es el perdón está en la película Lamisión[14], que trata de las reducciones jesuitas en Paraguay. El protagonista, un mercenario, ha matado a su hermano, porque cuando vuelve a la ciudad lo ha sorprendido con su mujer; y este crimen le pesa sobre la conciencia hasta el punto de que ya no quiere saber nada de la vida. Pero conoce a un jesuita, se hace amigo suyo, entra en la orden y acepta ir con él a una misión entre los indios, a los que antes daba caza para venderlos en el mercado de esclavos. Entonces se ata a la espalda una red de pescar y mete dentro su armadura, el escudo, las armas con las que antes luchaba, y se la carga encima para una durísima escalada por la montaña, que requiere un inmenso esfuerzo. Es decir, no se perdona, sigue castigándose: trepa con las manos cargando con un hato pesadísimo que le hace caer continuamente; llegado casi a la cima, sube con esa terrible carga cuando un muchacho guaraní, uno de los que él perseguía para venderlos en el mercado de esclavos, lo ve, lo ve sufrir tan inútilmente y saca un pequeño cuchillo, corta la cuerda y el peso cae al precipicio. ¡Cae al precipicio! Él, que ha sido perdonado, estalla en un llanto liberador que te pone la piel de gallina.

La vida es este problema: ¿quién nos perdonará? ¿Quién puede obrar algo como lo de esa escena? ¿Quién puede tomar un cuchillo y cortar lo que nos tiene atados a nuestras culpas, y decirnos: tu pasado ya no existe, déjalo ya? ¡Lo que cuenta es ahora, lo que cuenta es el presente, que tú seas perdonado aquí y ahora! Y parece que Dante quiera ir a ver ese «aquí y ahora» por sí mismo, para ver si hay quien nos perdone, si es posible que tu hatillo, tu pasado, no te tire hacia abajo como en esa escalada. Y no sólo Dante, todos. Leo una carta que he recibido recientemente:

Hola, Franco. En un encuentro [un encuentro como este, hace algún tiempo] dijiste: «El amor está antes que los errores. La educación está hecha de esta mirada: te quiero como eres. Para educar hay que correr el riesgo de amar la libertad del otro hasta el punto de dejar que se vaya; para educar es necesario antes amarse a uno mismo, mirándolo todo con curiosidad». Después de escuchar tus palabras di un gran paso. Le pedí a mi padre que no vive con nosotros —antes de que yo naciera nos abandonó y dejó a mi madre sola con mis hermanos— que comiera conmigo al día siguiente. Acabo de cumplir dieciocho años y él me dijo que me traería un regalo; pero en el fondo sabía que no lo haría, porque nuestra relación siempre ha sido tortuosa, superficial, de odio profundo, de maldad, sufrimiento, rencor, y jamás creí que mi padre fuese un bien para mi vida. Es más, pensaba que era un recuerdo que tenía que borrar de mi mente [tacharlo, ¿os dais cuenta? Pero no se puede eliminar el pasado porque existe]; aún así, después de escucharte, le llamé para que comiésemos juntos el día siguiente. Vino a buscarme al colegio y me trajo un ramo con dieciocho rosas. Me quedé asombrada (de hecho, cuando se lo conté a mi madre, me dijo que era algo de lo que él nunca habría sido capaz). En un momento dado durante la comida me dijo: «¿Ves? Ahora que estoy algo mejor puedo comer contigo»; y le pregunté: «¿Qué te pasaba antes?». Empezamos a hablar de la historia de mi familia y de lo que había sucedido después de que se marchase. Jamás había hablado con él durante estos años de este tipo de cosas; lo que más me impresionó fue que él, un hombre de cincuenta años fuerte y resuelto, convencido de que nunca se había equivocado en la vida, se echase a llorar en medio del restaurante cuando me dijo: «Cuando nacieron tus hermanos yo estaba en el hospital con tu madre, pero cuando tú naciste, no; y no puedo perdonármelo. Y no puedo perdonarme todo el daño que te he hecho en estos dieciocho años de vida».Entonces le dije: «Date cuenta de que los milagros son posibles, si no yo no estaría aquí hablando contigo ni podría mirarte a la cara». Y él dijo: «Pero nunca podré borrar el daño que te he hecho». Y yo: «Mira, papá; me encantan las gambas con salsa rosa. Imagina que las probase ahora por primera vez, aquí en este restaurante, y dijese: no me las como porque soy una desgraciada, no las he comido en dieciocho años y no las voy a comer ahora. A ti te pasa lo mismo, pero el pasado no impide el presente. Puedes empezar a perdonarte porque yo te perdono».

La vida es así; cada uno de nosotros lleva a sus espaldas dieciocho años —veinte, cincuenta y seis años— de heridas y traiciones, de mal. El problema es si se puede empezar de nuevo. Dante responde sí a esta pregunta. Y el descubrimiento que haremos con él es que el perdón precede a la culpa. El Misterio está lleno de misericordia hacia nosotros antes aún de que fallemos. No como solemos comportarnos con nuestros hijos: «Yo te quiero, pero... si cambiases aunque fuera un poco te querría mucho más», chantajeándoles miserablemente. No, Dios no nos trata así: el perdón precede a la culpa. Es lo que se desprende del canto XXXIII del Paraíso, en que se dice de María que «no sólo socorre, sino que muchas veces, libremente, se anticipa a nuestra petición»[15]. ¡Es lo que había sucedido ya en el primer canto del Infierno aunque todavía no fuéramos conscientes! Dante grita a Virgilio su «miserere» —perdón, que alguien se apiade de mí— y Virgilio le responde: «Has sido amado, has sido querido, desde siempre. Desde siempre, porque no he esperado tu ‘miserere’ para venir aquí. Me han enviado tres mujeres benditas —María que llamó a Santa Lucía, Lucía que llamó a Beatriz, Beatriz que envía a Virgilio— antes aún de que pidieras auxilio. El perdón se ha anticipado a tu grito de ayuda y a tu culpa, se te ha dado antes». Toda la Comedia, toda la vida cristiana no es más que el descubrimiento de este perdón que viene antes, que está en el origen, en el origen y al principio de cualquier movimiento humano.

Antes un amigo muy querido me ha enseñado unas fotos de su hijo y me ha dicho: «Es lo único bueno que he conseguido hacer». De esto se trata, puede que sea totalmente cierto; el único momento en que logramos hacer una experiencia de este tipo es cuando traemos al mundo a nuestros hijos con una gratuidad cercana a la de Dios. Los amamos antes, antes de saber qué serán, cómo serán, hombres o mujeres, sanos o enfermos, buenos o malos... los amamos antes. Imaginad que consiguiéramos ser así siempre, mantenernos en esta actitud también cuando nuestros hijos crecen: es de esto de lo que estamos hablando. Un chico me dijo una vez: «Sólo necesito un lugar en el que no tengan asco o miedo de lo que soy». Es decir, un lugar en que se me perdone. Porque cuando te perdonan todo se vuelve amigo, todo es para ti, y esto hace distintas la vida y nuestras jornadas.

Otra cuestión, siempre a propósito del deseo. Para demostrar que lo que digo no se me ha ocurrido porque me haya dado un golpe en la cabeza, ilustro muy brevemente la estructura del Purgatorio. Es algo asombroso, que muestra cómo todo el Purgatorio está construido en torno a esta cuestión.

El purgatorio es una montaña de siete cornisas, en cada una de las cuales se purga uno de los siete pecados capitales; se purga, es decir, se perdona, haciendo emerger el alcance del deseo de cada uno y del único objeto que lo cumple. Porque los pecados capitales —aquí se ve claramente— coinciden con la traición de la que hemos hablado, con la mentira que nos hace decir en la vida: «¡Con esto me basta!». Soberbia y envidia, ira y pereza, y después avaricia, gula y lujuria, son formas del freno que la mentira pone al deseo. En estas siete cornisas se purga el pecado, al igual que en cada uno de nosotros, pues todos somos pecadores; pero las almas del purgatorio conocen la misericordia: piensan en el pecado de manera distinta. Se trata de los mismos pecados capitales que han condenado a otros al infierno. Aquí se entiende el valor impresionante de la libertad, porque uno obra de determinada manera durante la vida y al final recibirá lo que ha deseado; si se ha lastrado irá abajo, si se ha purificado irá arriba. ¡Por su propio movimiento! No hay un juez severo, como nos hace pensar cierta imagen deforme del cristianismo, que nos dice: «Tú arriba, tú abajo». Cada uno, por sí mismo, irá arriba o irá abajo, según haya empleado —de modo tan misterioso— su libertad. Hay una diferencia radical entre Judas y Pedro. Los dos traicionaron a Jesús de alguna manera, pero la Iglesia nos enseña a llamar traición a lo de uno y negación a lo del otro, porque son traiciones de naturaleza distinta: uno se aleja del perdón, lo rechaza; el otro peca o se equivoca bajo la mirada del perdón, lo acepta. Pedro está lleno de dolor, pero con el impulso de un niño que dice sí: «Sí, Señor, sabes que te amo, soy un miserable, pero sabes que Te amo»; el otro no.