De cómo la tía Gala ayudó a combatir las sombras - Javier Malpica - E-Book

De cómo la tía Gala ayudó a combatir las sombras E-Book

Javier Malpica

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Tras su ruptura familiar, Pablo y Juana tienen que adaptarse y alejar lassombras que los acosan,mientras anotan en una libreta ultrasecreta sus vivencias y algo más. Un día, conocen a su excéntricatía Gala, quien se mete en varios líos, pero sólo ella puede ayudarlos a cumpliruna promesa en la próxima luna llena.

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Malpica, Javier

De cómo la tía Gala nos ayudó a combatir las sombras / Javier Malpica ; ilus. de Diego Álvarez. – México : SM, 2022.

296 p. : il. ; 19 x 12 cm. – (El Barco de Vapor. Roja ; 84 M)

ISBN: 978-607-24-4888-9

1.Relaciones humanas – Literatura infantil. 2. Convivencia – Novela infantil I. Álvarez, Diego, il. II. t. III. Ser.

Dewey 863 M35

Texto D. R. Javier Malpica, 2022

Ilustración de portada © Diego Álvarez Zanollo, 2022

Dirección de Producto: Mara Benavides

Gerencia de Literatura Infantil y Juvenil: Mónica Romero Girón

Dirección de Arte y Diseño: Quetzal León Calixto

Edición: Obsidiana Granados Herrera

Diagramación: Mariana Castro Ramos

Primera edición, 2022

D. R.© SM de Ediciones S. A. de C. V., 2022

Magdalena 211, Colonia del Valle,

03100, Ciudad de México

Tel.: (55) 1087 8400

www.ediciones-sm.com.mx

ISBN: 978-607-24-4888-9

ISBN: 978-968-779-176-0 de la colección El Barco de Vapor

Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana.

Registro número 2830

Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informático, o la transmisión por cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

La marca El Barco de Vapor® es propiedad de Fundación Santa María.

Prohibida se reproducción total o parcial.

La marca SM® es propiedad de Fundación Santa María, licenciada a favor de SM de Ediciones, S. A. de C. V.

Hecho en México/ Made in Mexico

Para mi papá, mi más fiel lector. (Espero que allá dónde está le llegue esta historia y la disfrute)

Para todas las tías del mundo… En especial las mías (Genoveva, Olivia, Angélica, Dora, Bertha y Gloria)

SEIS DÍAS ANTES DE LA LUNA

HAY QUE CREER…

Pero cómo hacerlo si éste es el peor día de mi vida.

Dicen que ésta es la ciudad más grande del mundo y que es una de las más supersuperpobladas. Dicen que la gente se la pasa tan mal, que se pasea por enormes centros comerciales para poder encontrar un poco de felicidad. Dicen que el aire es tan venenoso, que podría matar a un visitante del espacio exterior. Dicen que cuando caminas por la calle, los perros te ladran, la gente te empuja, los autos no te dejan cruzar y hasta concursan para ver si te atropellan.

Hay historias horribles de policías que roban a la gente; de taxistas que no te trasladan a donde les pides, sino que te llevan a pasear a lugares misteriosos, peores que agujeros negros de los que ya no puedes salir jamás de los jamases; de personas que tocan a tu puerta para venderte información extraña que “salvará tu alma” de un superterremoto —que aún no ocurre, pero que ocurrirá, y que va a desaparecerlo todo, hasta las farmacias de descuento—. Y, sobre todo, dicen que todos los habitantes de este lugar son horribles con la gente que viene de otro lado, especialmente si viene de una ciudad o un pueblo pequeño. Y nosotros somos tres (tres suculentos platillos) de un lugar tan insignificante, que ningún habitante de la capital ha de saber que existe.

Quiero hacer caso a mi mamá y mejor creer…

Papá no le cree a mamá.

No cree en su regreso.

Pero yo le creo. Creo en su promesa.

Es lo bueno de tener este cuaderno ultrasecreto. No sólo puedo escribir sobre las cosas que odio, las cosas que me dan miedo, las cosas que me hacen feliz y sobre las aventuras de Los Elegidos, también puedo poner cosas como: “Papá no cree en el regreso de mamá”.

Eso no lo podría poner en el otro cuaderno. El que papá revisa en ocasiones, y donde cree que pongo todo lo que siento. “Sigan escribiendo en su cuaderno. Es importante”. Eso dice. Pero no sabe de la existencia de éste, donde de verdad pongo lo que yo quiero.

Lo único malo es que mi hermana se dio cuenta y me amenazó con que, si no la dejaba escribir en el cuaderno ultrasecreto, le diría a papá y él me castigaría por los siglos de los siglos.

De vez en cuando, ponemos cosas en el cuaderno que papá nos compró. Cosas como: “Hoy me sentí un poco triste cuando me acordé de mamá”. Y cosas así para que no sospeche. Por eso es bueno que exista ese cuaderno, porque así ni papá ni nadie podrían suponer que existe un cuaderno ultrasecreto.

Y como este cuaderno ultrasecreto no puede ser leído por nuestro papá, podemos escribir sobre las cosas equivocadas que él hace, como creer que mamá hizo un viaje del que tal vez no regrese; suponer que mamá nos va a encontrar tan sólo por haberle dejado la dirección y un teléfono a un par de vecinas, y haber decidido que nos mudáramos a esta ciudad llena de cucarachas y de personas que viven en cuartos más chicos que jaulas de mono.

Papá no cree que mamá vaya a regresar. (Esto ya lo dije…, pero es cierto). Claro, a él no le hizo la misma promesa que a nosotros.

Lo que sí le dije a mi hermana es que no puede poner tonterías, ni nada cursi, ni poner dibujitos (cosa que hacen muchas niñas, especialmente si tienen siete años). Este cuaderno debe ser como un gran diario para poner lo ocurrido desde nuestra partida, para que mamá lo pueda leer un día y sepa todo lo terrible que enfrentamos y se dé cuenta de lo valientes que fuimos.

Aquí sólo está permitido poner cosas preocupantes, pesadillas y así.

Escribimos al menos una vez al día, durante la noche, cuando papá cree que ya estamos dormidos y despreocupados.

No me gusta esta casa tan pequeña.

No me gusta esta ciudad.

No me gusta lo que escribe mi hermano.

Quiero un perro.

Quiero un gato.

Extraño nuestro jardín.

Extraño a mi mamá.

Juana puede ser un poco llorona. Ésa es otra regla del cuaderno ultrasecreto. Ella puede decir lo que quiera de mí. Y yo lo que quiera de ella. Eso sí, sin groserías. Y eso de que no le gusta lo que yo escribo es pura habladuría, porque nunca he visto que le interese leer nada de lo que pongo.

Hola, mamá.

No sé dónde estás.

Sabes que te quiero.

Me sigo cepillando mi cabello en las mañanas

y mis dientes en las noches.

Como a ti te gusta.

CINCO DÍAS ANTES DE LA LUNA

A Juana le platiqué que estaba describiendo nuestro nuevo edificio para saber sobre nuestras posibilidades de escape o de refugio, como nos enseñó mamá. Ella quiso hacer un dibujo; supongo que no hay problema. También la dejé describir aquí a los vecinos que vemos desde las ventanas.

Hay un señor que siempre sale a dejar la basura con cara de fantasma y a quien el sol le ha quemado la cara.

Hay una señora que riega todas las plantas

de los pasillos.

Hay tres perros que ladran mucho.

Uno parece pulga, otro parece estropajo y otro parece lobo.

Me gustan los perros.

En el estacionamiento, hay como ocho carros: uno rojo, otro azul y como cinco grises.

Todos los días, muy temprano, pasa una señora gritando “¡Basuraaaa!”. Entonces, papá sale

a dejar las bolsas, junto con el señor con cara de fantasma apaleado por el sol, y se dicen: “Buenos días”.

Luego, veo a un señor gritando: “¡Gaaaaas,

el gaaaaas!” y, a otro que grita: “¡Aguaaaa!”.

En el edificio no tenemos un santuario

ni podemos salir a la azotea.

Eso me asusta.

Tengo que reconocerle algo a Juana (además de que, para su edad, escribe bastante bien y sin faltas de ortografía y eso es porque mamá es una gran maestra): nota detalles que a veces se me van; es una gran observadora. Mamá se lo decía también: “A tus ojos se les pega todo. Serías una gran detective”. A mí, al principio, esto no me parecía algo muy cierto; los detectives más famosos son hombres, eso todos lo saben, pero luego me puse a pensar en mi hermana y en cuando te dice con toda precisión cómo estaba vestido alguien, a qué hora sonó el timbre, ladró un perro o pasó un carro de la policía y me doy cuenta de que tal vez sí debe haber muchas grandes mujeres detectives por ahí. Y todo lo que ha visto mi hermana, la detective, ha sido en apenas dos días que llevamos aquí y lo ha observado desde las ventanas del departamento. Ni yo mismo me había dado cuenta al principio —tal vez por eso he estado tan molesto— de su última observación: no podemos salir a la azotea a buscar refugio; papá no nos dejaría.

Cuando Juana me preguntó qué haríamos para resolver el problema, yo le tuve que responder:

—Construiremos nuestro refugio aquí dentro. No tendremos un santuario, pero sí un escondite.

—En la casa grande teníamos muchos refugios.

—Pues ni modo. Pero con uno basta; ya verás.

Y regresando a lo que escribió Juana sobre la calle en la que vivimos, es otra cosa que no me está gustando de esta ciudad: pasa demasiada gente gritando y, a veces, ponen grabaciones en sus camionetas para que todos oigan lo que quieren vender o comprar. Hay uno que quiere comprar colchones viejos (eso no lo entiendo, los colchones viejos a veces hasta tienen manchas de pipí o vómito de niño), y otro vende tamales oaxaqueños. Allá, en el pueblo, sólo escuchábamos los pájaros y los perros ladrar a lo lejos. Y, a veces, a uno que anunciaba un circo o el carrito de las gelatinas que ponía una canción.

Me gusta la canción del carrito de gelatinas:

Turituritú. “¡Lleven sus gelatinas y helados!”.

Aunque mamá nunca nos pudo comprar nada.

Me gusta su musiquita.

No quiero ir a la escuela.

Nunca hemos ido a la escuela.

Quiero que mamá nos siga leyendo.

Estoy de acuerdo con Juana. A mí me aterra que llegue ese primer día de clases. Espero que mamá regrese pronto y podamos volver al pueblo y a nuestra casa para que ella nos siga dando clases.

En una escuela, de seguro seremos tratados peor que presos. Tal vez nos rapen la cabeza o nos arrojen bolas de lodo o algo peor. Pero mientras ese momento llega, tendré tiempo de pensar en mi superhistoria de las Varas de la Verdad y sobre Los Elegidos.

Todo empieza con una leyenda.

Primero, hay orden y, luego, ¡pum!; algo pone en peligro el universo.

Es un gran villano que echa a perder todo. Un villano con nombre terrible, pero no como Pánfilo o Torcuato, sino un villano con nombre galáctico como York, Mot o Kunan.

Un ladrón.

Las joyas de la Cueva del Génesis (no). Unos anillos perdidos (no, eso ya lo hicieron).

Un árbol. El Árbol de la Vida. (No). El Árbol de la Verdad.

Una rama del Árbol de la Verdad.

Un pueblo con nombre galáctico en un planeta de nombre galáctico: lugats.

Son los buenos.

Antara.

El árbol es mágico.

Kunan es el malvado. De la raza de los kuts.

Hay una guerra y destruye al árbol.

Eso cree él.

Unos sabios salvan cuatro ramas del árbol y ¡zas!, de ahí salen cuatro varas con cuatro poderes.

Calor, Luz, Invisibilidad, Muerte, Campo de Fuerza, Oscuridad…, así.

Las varas son escondidas (como siempre pasa) en santuarios secretos.

Kunan las descubre y roba la Vara de la Oscuridad, una de las más poderosas, y hace con ella muchas maldades de villano: ¡pum! a los planetas y ¡pum! a los reinos.

Adiós a los planetas Zeón, Calipso y Heptión (nombres así de galácticos).

La oscuridad reina en las galaxias.

El malvado quiere todas las varas (de otro modo, no sería villano y malvado).

Quiere ser amo absoluto del universo…

Los héroes son los elegidos y guardianes de esas varas.

Los Justicieros, Los Guardianes, Los Poderosos… Mejor Los Elegidos.

Ozona, Ezena o Azena… (mejor Ezena) tiene la Vara de la Luz…

Y desaparece… ¿La secuestraría el villano?

Así se volvería más poderoso. Y ya tendría dos varas.

Los sabios quieren todas las varas para revivir al Árbol de la Verdad.

El villano las quiere para hacer el mal.

El tiempo es el peor aliado. (Siempre es así).

Los Elegidos tienen poco tiempo.

Las galaxias se alinearán y entonces ¡pum!, el Árbol de la Verdad ya no podrá volver a la vida.

Un sapito se llevó a un niño de paseo y le dijo:

—Vamos a pasear.

—Bueno —dijo el niño—. ¿A dónde iremos, señor sapo?

—A donde a los sapos nos gusta ir: a la “sapatería”.

—Pero ése no es lugar para sapos, sino para zapatos.

—Es que quiero unas nuevas chanclas para sapos.

Le dije a Juana que no podía andar poniendo sus cuentos en el cuaderno ultrasecreto. Y me dijo que si yo ponía mi historia de Los Elegidos, ella podía poner también lo que quisiera. De nada sirvió decirle que no era ninguna historia, sino mis ideas para comenzar mi cómic, el que haré en cuanto sepa dibujar un poco mejor. Me dijo que ella también estaba anotando ideas.

En fin, quedamos en que sólo pondríamos unas ideas, pero que para los cuentos y los cómics, estaban los cuadernos de cada uno que, aunque son un poco secretos, no son taaaan ultrasecretos como éste.

CUATRO DÍAS ANTES DE LA LUNA

He oído que muchos padres les cuentan cuentos a sus hijos. Pues el nuestro hace juntas con nosotros. Cada uno debe decir cómo se siente y cuáles son sus planes para el día siguiente. De nada ha servido que Juana le insista en que le lea su libro favorito, Mitología para niños, tal y como mamá hacía con nosotros. Tampoco ha servido que yo, por millonésima vez, le diga que no estoy de acuerdo en que nos hayamos mudado así, tan rápido, pues siempre me contesta que ese tema ya lo hemos tocado y que no quiere oír más quejas; que debemos confiar en él, que todo lo hace por nuestro bien.

Bueno, el caso es que en la junta de anoche papá nos dijo que sabía que todo cambio era difícil, pero que debíamos verlo como un reto y que todo comenzaba con una “correcta y concienzuda adaptación”. Ya no quise buscar lo que era “concienzuda”, sólo “adaptación”, pues sonaba importante. Así que debíamos entonces acomodarnos (del mismo modo que nuestros juguetes y ropa en los clósets) a la nueva casa y a los muebles nuevos. Ajustarnos como un tornillo flojo. Y debíamos ser unos niños distintos a los niños de provincia, que es como fuimos educados, para convertirnos en niños de ciudad. Tendremos que ser como los esquimales, que se adaptaron al frío y se hicieron ropas con pieles gruesas y construyeron iglús, pero tal vez seamos como los dinosaurios, que estaban tan campantes cuando, de pronto, les cayó el gran cometa, que cubrió el cielo de ceniza e impidió que siguieran creciendo las plantas y, entonces, comenzaron a caerse como fichas de dominó con los ojos saltones y la lengua negra, muriéndose de hambre e implorando por una galleta de animalitos, al menos. Pensé que tal vez estaba exagerando. (Seguro que mamá me diría: “Otra vez pensando negativo”). Pero no puedo evitar esta negra negatividad cuando estamos en esta situación adaptativa tan desagradable.

Fue también en una charla nocturna que papá nos dio la fatal noticia de nuestra mudanza. De nada sirvió que Juana y yo le hiciéramos todas las reclamaciones que se nos ocurrieron, pues papá ya tenía una respuesta para cada una:

—¿Por qué no nos dejas en la casa, como cuando estaba mamá?

—Porque no sé por cuánto tiempo debo quedarme en la capital y no puedo dejarlos solos.

—Alguien podría cuidarnos.

—Aquí no hay nadie a quien le tenga confianza.

—¿Vamos a volver a la casa?

—No lo sé. Por eso renté un departamento amueblado y no un cuarto de hotel.

—Si nos mudamos a una ciudad tan grande, mamá no va a encontrarnos.

—No se apuren. Ella nos encontrará.

Esto último lo dijo con tal cara, que yo supe que ni él creía en sus palabras.

Cuando estuvimos instalados en el nuevo departamento, tuvo con nosotros esa primera charla nocturna, donde nos dijo lo de adaptarnos, y terminó con algo que me puso a temblar:

—Necesitaré todo su apoyo, pues, como les dije, debo arreglar asuntos importantes y, aunque estaré cerca, saldré la mayor parte del tiempo. O sea, que yo también me estoy adaptando a nuevas cosas —no importaba lo que dijera: Juana y yo teníamos cara de dos reos a quienes les están leyendo sus derechos en la prisión. Y lo que dijo luego no ayudó en nada—: ¿Se acuerdan de cuando les dije que no podía dejarlos en la casa si no había una persona de confianza que estuviera con ustedes? Pues aquí, en la capital, sí hay alguien que los cuidará mientras yo me adapto a los nuevos horarios.

Ahí lo supe: lo que a nosotros se nos venía era peor que un cometa.

Yo no quiero que ninguna mujer extraña,

con ojos de bruja

y patas de araña,

nos venga a cuidar.

Completamente de acuerdo con Juana. No necesitamos a una extraña. Podemos ver televisión, jugar y pedir pizzas sin ayuda de nadie.

Pero papá nos dijo que eso no era posible y que la mujer que nos vendría a cuidar no era ninguna extraña, sino una prima suya de toda su confianza, aunque lo dijo con una cara que para nada me convenció.

Si me dejara prender la estufa y el microondas y si no me diera miedo usarlos, no necesitaríamos a esa mujer. Pero cómo no temer ante la posibilidad de que una llama descontrolada salga de la estufa por una fuga no detectada de gas y que todo se incendie sin remedio. Es posible. El microondas no es menos peligroso. He leído sobre gente que ha incendiado su casa por meter cosas que no debe en esos aparatos. Y aun con todos esos peligros amenazantes, prefiero aguantarme el temor lógico de terminar con el pelo incendiado a permitir que una niñera venga a la casa. Hay más peligro en una cuidadora desconocida, por muy prima de mi papá que sea, que en un huracán del Caribe. Eso lo confirman muchas películas de terror.

De verdad, nos hace falta mamá.

Es urgente tener nuestro refugio-santuario construido y preparado antes de la llegada de la Intrusa (así decidimos bautizar a la próxima visitante).

Pero hay un problema: debe ser lo más parecido a nuestro viejo santuario.

Juana y yo intentamos repetir el modelo del santuario de aquel cuarto; sólo que, como era imposible hacerlo en la azotea, esta vez tuvimos que colocarlo en el único lugar de la casa que podía quedar lo suficientemente oculto de ojos vigilantes e invasores inesperados: el clóset de su cuarto, más grande que el mío y que, aunque no daba para poner mucho —apenas un par de cojines para sentarnos y pocos adornos—, parecía ser suficiente por el momento.

Lamenté que no hubiéramos traído cosas del santuario original, pero, por otro lado, sabía que era necesario que el santuario permaneciera donde estaba…, esperándonos.

—Esto se parece más a nuestro refugio de emergencia.

De nuevo, mi hermana tenía razón.

—Pues tendremos que confiar en que nuestros amuletos le den la fuerza necesaria —dije, esperando no equivocarme.

—¿Nos harán invisibles?

—Mucho más que eso; recuerda lo que mamá dijo: con nuestros amuletos estamos seguros.

Le pedí a Juana que fuera por su amuleto mientras yo buscaba el mío. Cuando lo saqué de la funda de mi almohada, dudé si sería una buena idea apartarme de él, pero en esta ocasión sentía que nuestro santuario lo necesitaba. Cualquiera que pudiera verlo, pensaría que se trataba de una simple armónica, pero no, tenía la propiedad de protegerme de todo peligro. Sólo bastaría con cubrirlo con mi puño o emitir algunas notas de las canciones que mi mamá me enseñó. Del mismo modo, el hipopótamo de trapo de mi hermana la cubriría con un campo magnético que la haría inalcanzable para cualquiera que quisiera dañarla y, quién sabe, tal vez nos volvería invisibles.

Pero en cuanto Juana me pasó su amuleto para que yo lo colocara en el lugar más adecuado, ocurrió algo inesperado…

Yo quería que el santuario fuera como

el de nuestra casa.

Yo quería las luces de colores, los papeles

plateados, las estrellas que pintamos en el

techo, la luna en la pared y las sábanas con

elefantes.

No creo que este clóset pequeño nos vaya

a hacer invisibles.

En nuestra casa estábamos bien.

Nadie podía entrar.

¿Cómo estará mamá?

¿Qué pasará si la señora que viene no sabe cuidar niños?

¿Cómo iba a saber que la medalla estaba

escondida en la ropa de Tino?

Pero también estaba su mensaje.

Un mensaje muy importante.

En cuanto Juana me pasó su hipopótamo, pude ver que, entre su ropa (pantalones de mezclilla y camisa), asomaba un sobre doblado.

—¿Y esto? —dije temblando mientras lo tomaba.

—No sé —respondió, intentando arrebatármelo.

—¿Qué haces?

—¿Es de mamá? —aún trataba de quitármelo.

—Sí, es de mamá. Es para los dos —le respondí mientras abría el sobre. De éste salió, además de una hoja de papel, una cadena con su medalla.

—¡Es el amuleto de mamá! —exclamó Juana mientras la tomaba.

Yo me apresuré a leer en voz alta el mensaje, esforzándome por asimilar cada una de sus palabras.

—Es un recado bonito —dijo Juana.

Muchas ideas se agolparon en mi cabeza, como si se tratara de autos embistiéndose en el cruce de una autopista con semáforos descompuestos.

Era un mensaje bonito.

Y también muy importante.

TRES DÍAS ANTES DE LA LUNA

ME COSTÓ UN POCO DE TRABAJO convencer a Juana sobre lo que había descifrado, pero en lo que sí estábamos de acuerdo es en que no permitiríamos que una extraña viniera a echarnos todo a perder. En cuanto llegara, al día siguiente, no nos encontraría para siquiera darle los buenos días. Cuando sonara el timbre indicando que estaba en la entrada del edificio, iríamos a ocultarnos al refugio-santuario. Papá nos llamaría para que conociéramos a la Intrusa, pero no obtendría otra respuesta que un cruel silencio. Apenado, iniciaría una búsqueda en la que la involucraría a ella, quien aun con sus garras afiladas y sus ojos de fuego, sería incapaz de encontrarnos. Papá se atrasaría para irse al trabajo; se desesperaría y enojaría con la nana de cabellos de serpiente por ser incapaz de encontrar a dos niños, la despediría y entonces nosotros apareceríamos. Él se daría cuenta de que lo mejor sería confiar en mis palabras (que ya hasta tenía ensayadas): “Puedes irte sin problemas, querido padre, todo lo tenemos bajo control. Confía en nosotros”.

Pero las cosas nunca ocurren como uno se las imagina, sobre todo cuando se trata de burlar a una hábil entrometida.

Estábamos en medio del desayuno, cuando sonaron unos toquidos en la puerta. No eran los típicos tres golpes. Parecía como si alguien tocara una melodía: tatatata… ta, ta, ta y, luego, se repitió varias veces con desesperación. Juana y yo nos miramos aterrados, con un bocado de huevo aún sin tragar. Al principio, papá se sobresaltó también, pero al reconocer ese sonido peculiar, lanzó un suspiro y dijo mientras miraba su reloj:

—Vaya, llegó temprano.

Era ella. ¿Por qué no había tocado el timbre de fuera del edificio? ¿Por qué se había adelantado? ¿Tendríamos tiempo de escondernos? Cuando papá fue a abrir, yo sabía que ésa era nuestra única oportunidad.

—Ya voy, ya voy —lo oí decir mientras yo tomaba a Juana de la mano, dispuesto a emprender la huida, pero mi hermana insistió en tomar su leche.

—¿Qué haces, Juana?

Para cuando logré que me siguiera, la puerta ya estaba abierta y una mujer entraba a toda prisa, haciendo a un lado a papá. Apenas me dio tiempo de evitar chocar con ella en el pasillo.

—¡Perdón, perdón…! ¡SOS! ¡Emergencia, emergencia! —exclamó, como si realmente se tratara de un asunto de vida o muerte—. Ahorita los saludo a todos.

Y así, sin más, entró a toda prisa al baño que, por una extraña razón —sólo explicable por su tremenda urgencia—, encontró casi de inmediato.

No sólo Juana y yo, también papá, nos quedamos como estatuas.

—Bueno. Ella es su tía Gala —fue todo lo que él dijo mientras se dirigía a la cocina.

—Pues ya nos vio —dijo Juana, resignada, y regresó a su lugar en la mesa para acabar su desayuno.

Todavía me quedé ahí parado un momento, como esperando una explicación. No podía creerlo. Nuestro plan de escondernos se había estropeado por culpa de una urgencia de ir al baño.

Este evento desafortunado no podía sino ser culpa del suceso de la noche anterior. Ya me temía que encontrar esa medalla y la hoja de papel nada más nos traería problemas y mala suerte:

“Pronto nos veremos, como prometí. Sólo tienen que confiar en la luna, ella los traerá al lugar más seguro del mundo”.

Ése era el mensaje que había puesto mamá en la hoja de papel, el cual no me costó mucho descifrar:

—Quiere que nos veamos con ella la próxima luna llena en nuestro santuario —le dije a Juana.

—¿Cómo sabes? Ella sólo dice que confiemos en la luna. No en la luna llena.

—Es que está en clave. Para que sólo tú y yo la entendamos. En el santuario siempre hablábamos de la luna protectora que pintamos en la pared —Juana no estaba convencida, así que tuve que recordarle—: Además, sabes bien que “ellas” no pueden atacarnos cuando hay luna llena. Por eso mamá quiere que nos veamos cuando salga esa luna.

—¿Y cuándo hay luna llena?

Saqué de la cartera de La guerra de las galaxias, que papá me había regalado, la hoja del calendario lunar, que siempre llevaba conmigo, y que marcaba los días de luna llena.

—En cuatro días.

De los ojos de Juana salieron un par de lágrimas silenciosas.

—¿Mamá está en peligro?

—No creo. Ella dice que está en un lugar seguro —la calmé, aunque tampoco estaba muy convencido; por eso le reclamé a Juana—: ¿Cómo no te diste cuenta del mensaje?

—Tampoco te hubieras dado cuenta —respondió bajando la cabeza—. No es mi culpa.

—No te preocupes —dije mientras le pedía la hoja de papel y la guardaba en la bolsa de mi pantalón—. Ahora yo la cuidaré.

—Entonces yo cuido el amuleto —y, sin decir más, se colgó la medalla al cuello.

Creí que lo había soñado.

Mamá se acercó a mi cama.

Me dio un beso de buenas noches.

Dijo que me quería.

“Cuida a Tino y lo que lleva guardado.

Y recuerda: sigue creyendo”.

Eso me dijo.

No sabía que había guardado ahí el mensaje

y su amuleto.

Es la verdad.

Creí que lo había soñado.

Después de unos sonidos bastante misteriosos que salían del baño, pudimos, finalmente, tener frente a nosotros a la Intrusa, quien en vez de soltar un rugido amenazador, se anunció de un modo inesperado:

—Jamás debí cenarme esos tacos de barbacoa con esa salsa de habanero —dijo mientras resoplaba aliviada y se echaba aire al rostro ligeramente sonrojado. Entonces nos advirtió, mientras cerraba la puerta del baño tras de sí y hacía una pinza con sus dedos en la nariz—: Yo no entraría ahí en, al menos, una media hora —luego emitió una risa un poco escandalosa y sospechosamente dijo—: No es cierto, cómo creen… Con cinco minutos bastará.

Juana soltó una pequeña carcajada, cosa que me pareció terrible. Nuestra futura carcelera no sólo nos dejaba perfumado el baño, sino que, además, hacía chistes, y cómo reaccionábamos nosotros: ¿celebrándolos?

De pronto, al notar por fin la presencia de papá, la Intrusa se quedó seria y dijo después de carraspear:

—Hola…, primo…

—¿Cómo estás?

Los dos se quedaron mirando en silencio por un segundo. Fue un poco incómodo. Parecía como si se estuvieran reconociendo después de muchos años y no supieran si debían abrazarse o darse un simple apretón de manos. Al final, ella se acercó a papá y se saludaron tímidamente, con un beso en la mejilla.

—Estoy maravillosamente, pero creo que ya lo notaste —dijo y dio un giro para mostrarse.

Eso bastó para que yo entendiera que se trataba de una de esas personas que, aun pasando a toda velocidad en un auto y con niebla, no podías evitar ver, a pesar de ser ella delgada y un tanto menuda. Su cabello estropajoso era de un rojo intenso, como también lo era el listón anaranjado con el que lo tenía semirrecogido. Y ni hablar de su vestido amarillo estampado con flores y sus botas verdes. Para acabar, sus movimientos eran como los de un pájaro inquieto. Parecía que en cualquier momento saldrían volando mariposas o insectos de su pelo o ropa. Era la primavera andando. Una primavera huracanada.

—Pues si acaso, te veo algo más adulta —dijo papá.

Ella respondió con una sonrisa.

—No creas…, aún brinco sobre las camas y juego con plastilina —y rio, como si hubiera dicho un gran chiste.

Se acercó a la mesa y no tardó en tomar un pan dulce de la canasta puesta al centro.

—Nada como un panqué con pasas para recuperar energías.

—Claro. Siéntate y come algo —dijo papá, acercándole un vaso.

Y sin decir más, la Intrusa tomó asiento, mordió la rebanada de pan y se sirvió un poco de leche.

—Ésa es una concha —la corrigió Juana.

—Por eso decía que nada mejor que una concha con cara de panqué para terminar un desayuno campeonísimo —replicó la Intrusa.

—Niños —dijo papá—, les presento a su tía Gala.

—Calma, Federico, a eso iba —dijo ella—. Es que no es correcto hablar con la boca llena —sin embargo, tenía un tremendo pedazo de pan entre los dientes.

La Intrusa comía con el hambre de un perro abandonado, se paraba para ir por un poco de café y se servía una quesadilla de las que papá había preparado. Lo dicho: era un torbellino.

Yo estaba impresionado. Cierto que no parecía la nana monstruosa de los cuentos de terror con llagas en la cara y cuernos afilados, pero creo que con lo que había visto era suficiente para seguir asustado.

El momento fue tan traumático, que se me borró casi toda la plática en la cual mi papá le dijo nuestros nombres y las indicaciones antes de despedirse, que básicamente consistían en qué comeríamos y la hora en la que debíamos estar en nuestras camas. Y, sobre todo, en que no saliéramos bajo ningún motivo.

—Así que ustedes son mis sobrinos. Muy bien. Los hijos de Daniela y Federico.

—¿Cómo es que nunca te conocimos? —pregunté con desconfianza.

—Es que…, bueno… Eso no es importante… Lo que importa es que me conocen ahora. Y, aunque no lo crean, yo tenía muchas ganas de conocerlos a ustedes —dijo inclinándose. Me dio un fuerte apretón en el brazo, al igual que a Juana—. Recuérdenme sus nombres, que tengo mala memoria.

Se puso frente a nosotros, con las manos en la cintura, esperando, yo creo, que le sonriéramos y le dijéramos: “Somos Pablo y Juana, tía querida” y algo lindo como “¿Y tú por qué te llamas Gala?”. Pero eso no iba a ocurrir. Yo no abandonaría mi cara de cero amigos y mi boca quedaría más cerrada que una bóveda de banco.

—Me llamo Juana, pero si quieres me puedes decir Juanita —claro que no podía contar con que mi hermana hiciera lo mismo—. Él se llama Pablo y no le gusta que le digan Pablito.

La Intrusa arrugó el rostro, torció la boca y dijo algo inesperado:

—Estoy de acuerdo con Pablo. No me gustan los diminutivos. Yo creo que tú, mi querida —y se puso en cuclillas para acariciar el cabello de mi hermana—, tienes el porte de las grandes reinas como para decirte Juanita. Tú eres como Juana de Arco o Juana, la reina loca de amor, por eso te diré Juana y, cuando vea que te enojas de más, te diré: “Juana, deja tu arco”, y cuando estés haciendo alguna travesura, te diré: “Juana, no seas loca”.

Mi hermana tenía la cara de boba más abobada que hubiera visto jamás. Cualquiera se hubiera molestado ante esas confianzas de una mujer metiche y estridente, por mucho que fuera nuestra pariente. Yo no permitiría que jugara con mi nombre, de ninguna manera.

—Yo me llamo Pablo y ya.

—¿Y te gusta tu nombre?

—Claro que me gusta.

—¿En serio? Te felicito. No a todos les gusta su nombre. Yo, por ejemplo, me llamo…, bueno, en realidad ni caso tiene decir cómo me llamo, sino cómo decidí llamarme: soy Gala por elegante, Gala porque vuelo como una garza, Gala porque fue la compañera de uno de mis pintores favoritos —yo sólo pensaba: “Uy, qué interesante”—. Si quieres ser Pablo, está perfecto, aunque yo creo que te iría mejor Paolo o Gian Carlo, como actor italiano.

—¡Paolo! —exclamó mi hermana.

—Me gusta Pablo —dije con toda seriedad.

Y, de pronto, sin que lo esperáramos, la Intrusa se puso firme y tiesa como si quisiera imitar a un militar o un asta bandera.

—¡Atención! —ordenó y silbó con fuerza, poniendo su dedo índice y pulgar en su labio inferior—. Hagan fila, soldados.

—¿Qué? —dijimos Juana y yo al mismo tiempo.

—Que se pongan uno al lado del otro, que voy a decirles unas cosas importantes.

Juana y yo no tuvimos otra más que hacer caso.

—¡Atención! —exclamó, para luego continuar con una voz seria, mientras se paseaba frente a nosotros sin mirarnos—. Yo soy su generala y protectora. Prometo cuidarlos como los cruzados al santo grial, como Linus a su cobija, como Caperucita a su canasta —daba cuatro pasos y se giraba para dar otros cuatro en una sola línea—.Y, a partir de ahora, harán caso de todo lo que diga porque déjenme decirles que yo no soy ninguna Mary Poppins que viene a encantarlos con paseos fabulosos y a hacerlos cantar o bailar con pingüinos. No, conmigo las cosas no serán nada fáciles, no, mis soldados, no, señor. Conmigo tendrán que estar dispuestos a encarar misiones peligrosas y peliagudas.

—Sí, señor —respondió mi hermana.

Yo no podía creer lo que oía. La Intrusa se había convertido en una especie de tirana guerrera y mi hermana, en su escudera.

De pronto, Gala fue hasta su bolsa, de la que sacó una cinta métrica.

—No soy Mary Poppins, pero tengo que medirlos.

Y diciendo esto nos tomó la estatura.

—Perfecto. Han pasado el examen de admisión al ejército.

—¿Por qué llevas una cinta métrica? —pregunté.

—Nunca se sabe cuándo te tocará medir a unos sobrinos. Hay que estar preparada —me contestó sin dejar de sonreír y hablar con ese tono canturreante.