De la elegancia mientras se duerme - Vizconde de Lascano Tegui - E-Book

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Vizconde de Lascano Tegui

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Decadente y provocador, transgresor y marginal, amigo de Picasso y Apollinaire en la bohemia de Montparnasse, el vizconde de Lascano Tegui es una de las figuras centrales de la literatura argentina de principios del XX. De la elegancia mientras se duerme, publicada en París en 1925, es su obra más lograda. En ella, un narrador excéntrico, exquisito, fatigado por el peso de sus vicios, se debate morosamente entre el lujo canalla y el hastío que éste le provoca, mientras se acerca de modo irremisible a la consumación de un crimen. Nos hallamos ante un peculiar "diario de un asesino", ante la crónica del fin de una época, que es a la vez un sutil retrato del alma humana, con todos sus excesos y veleidades. Lascano Tegui, vizconde sin condado, está considerado un precursor de Genet y uno de los malditos más desconocidos y sorprendentes de la moderna literatura en lengua española.

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Seitenzahl: 140

Veröffentlichungsjahr: 2008

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Ähnliche


De la elegancia mientras se duerme

Vizconde de Lascano Tegui

Introducción de Juan Sebastián Cárdenas

Introducción

Hacerse a un lado. Notas sobre el Vizconde de Lascano Tegui

por Juan Sebastián Cárdenas

1.

Una de las marcas que distinguen cierta literatura actual en español es el interés por descubrir y releer las tradiciones marginales. Nuestra narrativa, en la línea de trabajo que puede rastrearse desde Borges y Marechal, emprendió una discreta aunque constante labor de exhumación y ficcionalización alrededor de la vanguardia como germen de la distopía contemporánea. En ese proceso es innegable la influencia que tuvo en los últimos años la obra de Roberto Bolaño, en especial Los detectives salvajes, cuyos protagonistas se dan a la búsqueda de una poeta estridentista desaparecida en el norte de México. Tal es el peso de esa influencia, que es lícito preguntarse si la calurosa recepción de autores como Ricardo Piglia o Enrique Vila-Matas no habrá estado condicionada por la atención que recibieron previamente los libros de Bolaño. Ahora bien, detrás de esta puesta en escena parece haber una necesidad de reestructurar o incluso de derrumbar las genealogías y las jerarquías literarias mediante el recurso a lo menor, entendido aquí como una operación deconstructiva que se efectúa desde las fisuras del discurso oficializado por y en clara mímica de la lengua dominante. En este sentido se comprende la vindicación de la prosa contrahecha de Arlt, que en teoría revelaría una estrategia de gambetas capaz de neutralizar el efecto de las metáforas instauradas por el aparato lingüístico del poder. Asimismo, dado que la literatura es el campo donde quizá pervive con mayor fuerza la noción de autor como creador de una obra bien provista del aura que se supone expresión del genio individual —lo que, en términos vulgares, se traduce en la farsa del star system editorial—, el gesto de desenterrar al muerto, de traer de vuelta al fantasma de las promesas rotas, adquiere un significado doble: por un lado se cuestiona el predominio de los cánones impuestos por el mercado y el espectáculo, y por otro, se desdibuja la noción tradicional de autor, desplazado así a una multiplicidad de funciones más acordes con las que desempeñan los artistas en otras disciplinas: editores de material azaroso, sampleadores, recicladores, plagiadores, copistas, correctores, compila-dores, traductores… «El autor no es un manantial infi nito de significados que llenan la obra —dice Foucault—, el autor no precede a la obra. Es un determinado principio funcional a través del cual, en nuestra cultura, se limita, se excluye, se selecciona; en una palabra, es el principio a través del cual se obstaculiza la libre composición, descomposición y recomposición de la ficción.» De modo que el oscuro y excéntrico vanguardista regresa una y otra vez para decirnos que el reino de Dinamarca apesta, al tiempo que señala un tipo de espacialidad diferente para la autoría, donde el creador, despojado de su feudo, pasa a desempeñar el papel limítrofe del médium deslocalizado, alguien cuyo «talento» consiste en saber ausentarse para dejar que las voces atraviesen libremente el texto. No obstante, este médium, este espacio vaciado, corre el riesgo constante de transformar a sus fantasmas en imágenes de culto freak, en objetos de una devoción fetichista, lo que lamentablemente conlleva la desactivación del carácter revulsivo implicado en el gesto inicial de invocación. El otro corolario de la reifi cación a través del culto al «raro» es la reconstitución inmediata del estatuto tradicional del autor como productor del sentido y demiurgo de las fuerzas secretas, todo ello ejecutado de modo oblicuo y al amparo del disfraz más conveniente: generoso padrino de los desfavorecidos o prestigioso coleccionista de artefactos bellos y obsoletos.

2.

En el caso del Vizconde el riesgo de que el rescate dé lugar al culto es muy alto y la abundancia de episodios pintorescos o misteriosos en su vida no hace más que acrecentar la opaca leyenda. Según las relaciones biográficas que tengo a mano, Emilio Lascano Tegui nació en Concepción del Uruguay (Provincia de Entre Ríos, Argentina) en 1887 y pasó su adolescencia en el barrio porteño de San Telmo. Entre 1906 y 1910 trabajó como traductor de la oficina internacional de correos, empleo que le permitió viajar a pie por el norte de África y Oriente Medio. Pintó junto a Picasso y Modigliani en Montparnasse. Frecuentó el círculo de Lugones y la revista Martín Fierro. Pasó los años de la Gran Guerra trabajando como mecánico dental. En 1923 ingresó en el servicio diplomático argentino y trabajó varios años como cónsul en distintas ciudades francesas, hasta 1936, fecha en que se trasladó a Caracas, donde realizó una importante obra de pintura mural en el edificio del consulado. En 1940 fue destinado a Los Ángeles y cinco años después, en el viaje de regreso a la Argentina, un incendio en su camarote del barco acabó con buena parte de su obra inédita. A partir de entonces se dedicó sobre todo a escribir crónicas costumbristas y refl exiones culturales con un claro acento patafísico en El Hogar, Patoruzú, El Mundo o Crítica. En 1966, cuando murió en su casa de Palermo, la lectura del testamento reveló la existencia de una serie de manuscritos que el Vizconde habría guardado en cierta habitación cerrada de un apartamento en la calle Paraná. Dichos manuscritos, claro, jamás fueron hallados.

Dos sucesos aparentemente intrascendentes al inicio de su carrera resultan, en mi opinión, decisivos para comprender por qué se considera a Lascano Tegui un legítimo precursor de lo que estaba aún por hacerse en materia de boutades conceptuales. El primero es la publicación, en 1910, de un libro de versos —La sombra de la Empusa— con un pie de imprenta falso de París. El segundo, ocurrido un año después, lo relata el propio Vizconde en un texto autobiográfico: «Me decían como una afrenta y desenvueltamente que yo no sabía lo que era poesía y mucho menos hacer versos. Lo que se llama crítica quería nivelarme, vulgarizarme hasta hacer de mí un adocenado más. Para darle satisfacción escribí dentro del silencio del Jardín Botánico un libro que llamé El árbol que canta, pero que publiqué con el nombre de Blanco… y lo firmé Rubén Darío, hijo. El hijo de Darío tenía por cierto más talento y no ignoraba lo que era poesía como ese excéntrico Vizconde de Lascano Tegui». Entre el primero y el segundo suceso se juegan varios asuntos que más tarde serían cruciales en las experiencias de vanguardia en América Latina. El primero de ellos, el libro argentino con el falso pie de imprenta parisino, funciona, por un lado, como un acto de subversión de las relaciones de dependencia cultural entre el centro y las periferias —vendría a ser un equivalente literario del famoso dibujo de Torres García donde el mapa de Suramérica aparece invertido—, y por otro, como una burla de los provincianos sistemas de legitimación que resultan de dicha dependencia. En otras palabras, pone en cuestión la supuesta primacía de una cultura «mayor» sobre otra «menor» e ironiza respecto del papel que cada parte desempeña en esa relación jerárquica. El segundo gesto, el libro firmado por el falso hijo de Rubén Darío, es un juego bastante más complejo en el que se entrecruzan ese vaciado del espacio del autor al que antes he aludido con la burla de los sistemas de legitimación, en este caso, del recurso de autoridad. Es evidente la fi liación entre estas acciones del Vizconde y, por poner dos ejemplos a bote pronto, la sobre-exposición de intenciones y recursos en la novela de Macedonio, con la consecuente carga de crítica a la institución literaria, y la afición de Borges a escribir reseñas de libros inexistentes, por no hablar del retrospectivo aire menardiano que se percibe en estas muecas casi invisibles.

3.

De la elegancia mientras se duerme, publicada en 1925 y gestada, según parece, entre 1910 y 1914, es una novela estructurada como una sucesión de entradas de diario que incluyen pequeñas historias bastante independientes, en algunos casos unidas entre sí por una línea argumental muy tenue. Más que el sistema del puzle, cuya función última es recomponer poco a poco la linealidad narrativa, lo que parece interesarle a Lascano Tegui es el efecto de capas y discontinuidades que provoca la yuxtaposición de fragmentos. Con todo, la escena culminante del relato —un crimen que, sin ser demasiado premeditado, parece una consecuencia natural de las evoluciones azarosas del texto—, suministra una cuota de sentido estable a todo el libro y acaso permite una lectura más convencional del mismo: diario del asesino, manuscrito encontrado, novela de formación. Géneros todos ellos que, sin embargo, sufren en el proceso de fragmentación un desdibujamiento de sus fronteras y normas.

Por momentos, el modo ostentoso en que se presentan las múltiples truculencias puede resultar irritante, aunque ese registro lautremontiano y su consiguiente carga, a veces predecible, de inmoralidad con abundancia de apologías a la sífilis, el travestismo, la pederastia o la zoofi lia, se enriquece con la estructura episódica llena de síncopes, saltos, idas y venidas. En otras palabras, el artifi cio se exacerba presentando en primer plano el horizonte de referencias culturales y librescas mientras el narrador pone en juego su performance de reapariciones y enmascaramientos. Porque esa performación, lejos de obedecer a un esquema vulgar de dependencia cultural —en este caso, del acervo propio del decadentismo francés—, es en el fondo una operación de desvío textual que, por un lado, desfigura y resemantiza dicho acervo, y por otro, origina una descripción psicótica de la experiencia, reforzada por el propio amaneramiento de las formas y estilos extraídos de la genealogía maldita: Baudelaire, Rimbaud, Villon, Lautremont. Estamos entonces ante un caso de bovarismo muy elaborado en el que incluso se tiende a la supresión de la estrategia representacional tradicional para conducirnos al terreno de la acción literaria más radical: el diario del narrador es en realidad un cuaderno de notas para preparar un crimen, el bildungsroman del joven asesino sufre una degeneración que hace imposible la reconstrucción narrativa de la formación del sujeto —un pastiche literario, en realidad—. De este modo, el crimen, la acción en la que se articularía todo el sentido ético y argumental de los fragmentos, en el fondo no se apoya más que en un entramado de contingencias y plagios literarios, en últimas, en un aparato fi ccional que no se molesta en ocultar los materiales con los que está hecho. «¿Y no llegaría a ser el libro como un derivativo de esa idea del crimen que desearía cometer? ¿No podría ser cada página un trozo de vidrio diminuto en la sopa cotidiana de mis semejantes?», se pregunta el narrador. Así, el libro no es el registro de la gestación de un crimen —cosa que lo acercaría al relato policial en puzle— sino el registro de la irreversibilidad, la incapacidad última de recomponer las circunstancias que han dado lugar al acontecimiento central. Toda teleología queda cancelada. No hay redención ni castigo posible, solo entropía, la pesadilla del tiempo incontable en fórmulas narrativas. En este sentido, no me parece osado establecer vínculos entre los procedimientos del libro de Lascano Tegui y el montaje de algunas películas de David Lynch, con sus obsesivos ritornelos y bucles que no hacen más que acentuar la sensación de que es imposible relatar y, por tanto, comprender las causas del horror.

Emilio Lascano Tegui, falso vizconde sin condado, se pasó la vida lamentando el escaso interés que suscitaban sus libros. Pese a haber estado cerca de los cenáculos culturales más relevantes, su dilentantismo y su talento para la reinvención y la máscara lo mantuvieron siempre al margen. Nadie supo jamás dónde encajarlo. ¿Figura de transición entre la asimilación criolla de la cultura francesa de fi n de siglo y la vanguardia representada por el núcleo duro de la revistaMartín Fierro? ¿Cubista? ¿Mura-lista? ¿Expresionista? Ni qué decir de su posterior rechazo de la modernidad y sus alabanzas a la vida sencilla del campo. Sea como fuere, lo que hizo posible la escritura de un libro tan sorprendente y extraño comoDe la elegancia mientras se duerme, mal que le pesara al propio Vizconde, fue la misma costumbre que le valió la indiferencia de sus contemporáneos: dejar de ocupar el eje gravitacional del texto y hacerse a un lado para permitir que las fuerzas internas de la escritura, como haces de luz a través de una sucesión de cerraduras, encuentren sus puntos de fuga en la concentración máxima del fragmento.

     Juan Sebastián Cárdenas

De la elegancia mientras se duerme

«Confieso que continúo escribiendo por pura voluptuosidad. Escribo para mí y para mis amigos. No tengo público grueso, ni fama, ni premio nacional. Conozco a fondo la estrategia literaria y la desprecio. Me lastima la inocencia de mis contemporáneos y la respeto. Además, tengo la pretensión de no repetirme nunca, ni pedir prestado glorias ajenas, de ser siempre virgen y este narcisismo se paga muy caro. Con la indiferencia de los demás. Pero yo he dicho que escribo por pura voluptuosidad. Y como una cortesana, en este sentido, he tirado la zapatilla.»

Vizconde de Lascano Tegui

A «La Púa»

Ricardo Güiraldes, Roberto Levillier, Elsa, Alfonso de Laferrère, Pelele, Oliverio Girondo, Julienne, Raúl Monsegur, Rafael Crespo, Alfredo González Garaño, Alberto Girondo, Adan Diehl, Sara, Evar Méndez, Rafael Girondo, Yvette, Vicente Martínez Cuitiño, María Luisa, René Zapata Quesada, Perucho Palacios, Carlos López Buchardo, Raúl Gonnet, Elena Cardona.

Este libro que os he leído hace más de diez años es un libro desanimado y viejo. Sólo sus tapas son nuevas. La guerra con su miseria le ha pasado en medio y lo ha desencuadernado como a los hombres de mi generación. Estas páginas, que fueron las que me valieron vuestra amistad, tienen un gran significado para mí y hoy que me desprendo de ellas para siempre, en obsequio de la crónica literaria de nuestros días, os las dedico íntimamente.

Vizconde de Lascano Tegui

París, 1924.

El primer día en que confié mi mano a una manicura fue porque iría en la noche al Moulin Rouge. La antigua enfermera me recortó los padrastros y esmeriló las uñas. Luego les dio una forma lanceolada, y al concluir su tarea las envolvió en barniz. Mis manos no parecían pertenecerme. Las coloqué sobre la mesa, frente al espejo, cambiando de postura y de luz. Tomé una lapicera con esa falta de soltura con que se toman las cosas ante un fotógrafo y escribí.

Así comencé este libro.

A la noche fui al Moulin Rouge y oí decir en español a una dama que tenía cerca, refiriéndose a mis extremidades:

—Se ha cuidado las manos como si fuera a cometer un asesinato.

19 Mayo 18...

He nacido en Bujival[1]. El Sena pasa rápido a las espaldas del caserío. Huye de París. Sus aguas verdinegras arrastran la pringue de la ciudad feliz. Al cruzar por mi pueblo el río hace mover la rueda de los molinos a donde van a esconderse los cuerpos de los ahogados pudibundos. Han terminado su viaje a empujones. No pueden filtrar por entre las rejas de los sótanos y sacan a veces un brazo que los descubre y que se tiende al aire en señal de auxilio. Yo he pescado así, cuando era niño, muchos de esos desconocidos. Uno de los carteros era célebre en el pueblo por ser quien traía siempre las cartas de luto. Yo era señalado por haber descubierto el número mayor de cadáveres. Esto me daba una cierta aureola entre mis camaradas y me jactaba conmigo mismo del honor. A los niños de mi edad, los amenazaba con descubrirlos el día en que se ahogaran. Los niños quedaban ensimismados imaginándose ya en los albañales del molino. Mi superioridad era inatacable al análisis, pues había puesto la sugestión de la tragedia en el ambiente cotidiano donde irá a colocarla la lógica cuando la obra de Esquilo parezca por la asimilación del espíritu humano una simple composición escolar.

Cayendo sobre mí el prestigio de tan extraño oficio, era el primero en ser absorbido por la carga que me investía. Si iba a pescar, lo que era frecuente, tendía mi línea cerca del molino. No miraba al corcho, que la corriente mordía bruscamente, esperando ver aparecer entre las rejas a la mano del muerto. Si salía de paseo, pasaba frente al molino y cuando limpiaban la maquinaria, yo era el primero en descender al sótano a buscar entre el lodo objetos de toda especie que las aguas arrastran y que parecen cansadas de llevar a cuestas, puesto que los van dejando en los rincones bajo los puentes y en los pantanos de la ribera.

El molino era viejo. Del tiempo de Luis XIV, «el gran sacerdote de la peluca clásica» como le llamó Tackeray, él que cuando iba a Marly no dejaba de bajar de su berlina y sonreír a la molinera.