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Primero de la serie. Jason Reagert era un próspero y acaudalado ejecutivo de la prestigiosa empresa Maddox Communications cuya única ambición era seguir ascendiendo en su carrera. Pero entonces descubrió que había dejado embarazada a Lauren Presley, una ex compañera de trabajo con quien había tenido una breve aventura. Jason no podía permitirse el más mínimo escándalo, y el único modo de evitarlo era proponiéndole matrimonio a Lauren. Estaba convencido de que ella aceptaría la vida de lujos y privilegios que le ofrecía, aunque sólo fuera por el bien de su futuro hijo.
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Seitenzahl: 210
Veröffentlichungsjahr: 2011
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2010 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados. DE PLAYBOY A PADRE, N.º 61 - enero 2011 Título original: Bossman’s Baby Scandal Publicada originalmente por Silhouette® Books. Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-671-9731-0 Editor responsable: Luis Pugni
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Nueva York, cuatro meses antes
Lauren Presley no entendía cómo un hombre podía estar tan dentro de ella y al mismo tiempo tan distante. Pero así era. El hombre medio desnudo que acababa de penetrarla en el sofá del despacho hacía rato que había abandonado emocionalmente su cuerpo. Y ella terminaría por echarlo en cuanto recuperase el aliento.
El cuero del sofá turquesa se pegaba a sus pantorrillas a través de las medias, empapadas de sudor por el frenético arrebato pasional. Al menos había acabado la jornada laboral y su estudio de diseño gráfico estaba desierto.
Todo parecía desordenado e inconexo, como en un cuadro de Dalí. No podía culpar a Jason por lamentarse de lo ocurrido, ya que ella también empezaba a arrepentirse por lo rápido que sus bragas habían acabado en el suelo y su vestido subido hasta la cintura. Jason Reagert era un colega del trabajo con quien mantenía una buena relación laboral, pero esa sólida alianza tal vez acababa de irse a pique. Lo único que podía hacer era superar cuanto antes aquellos embarazosos momentos postcoitales, y a ser posible con su orgullo intacto.
Un débil zumbido rompió el silencio de la oficina.
–Los pantalones te están vibrando –observó Lauren.
Jason se arqueó hacia atrás y enarcó una ceja.
–¿Cómo?
Ella le puso la mano en la cadera, junto a su BlackBerry.
–Está zumbando.
–Maldita sea –masculló él, apartándose bruscamente de ella. Sus zapatos Testoni resonaron contra el maltratado parqué mientras se sentaba y agarraba el aparato–. Qué inoportuno…
Lauren evitó su mirada mientras se incorporaba y se ajustaba el negro vestido de seda. Las bragas tendrían que esperar. Empujó con el pie la prenda de satén negro bajo el sofá.
–Tu conversación íntima deja mucho que desear.
–Lo siento –el chirrido de la cremallera al cerrarse resonó fuertemente en el silencio nocturno–. Es la alarma.
–¿Para qué? –preguntó ella, mirando con nerviosismo las paredes blancas, el caballete del rincón y el material gráfico.
–Para recordarme que debo tomar un avión a California.
Se marchaba.
Lauren se levantó, se alisó el vestido y buscó sus zapatos de leopardo favoritos, que no podría volver a ponerse sin acordarse de aquella noche absurda.
Jason y ella habían estado enfrascados en los últimos detalles de un proyecto para la última campaña publicitaria de Jason, quien iba a abandonar Nueva York para trasladarse a pastos más verdes en California. El trabajo que Maddox Communications le había ofrecido en San Francisco representaba una oportunidad única, y ella lo había sabido desde un par de semanas antes. Aquella noche, al darle un abrazo de despedida, se vio repentinamente asaltada por una pena demoledora que acabó haciéndole perder la cabeza.
Estaba contemplando su atractivo rostro mientras intentaba reprimir las lágrimas, y al instante siguiente estaban besándose desenfrenadamente. Una oleada de placer le recorrió la espalda al recordar los movimientos de su lengua y de sus manos y la fuerza con la que le agarraba el trasero y la levantaba contra él. Su cuerpo volvía a anhelar la breve pasión que habían compartido. Quería aferrarse a las sensaciones que la abrumaban sin piedad.
Recuperó los restos de su autocontrol y apartó la mirada de los tentadores rasgos de Jason. No sabía de dónde habían salido aquellos sentimientos y tampoco estaba segura de qué hacer con ellos.
Vio sus zapatos con estampado de leopardo bajo el escritorio y agradeció la oportunidad de poner distancia entre ella y Jason y el sofá que olía a sexo salvaje. Se arrodilló y consiguió sacar un zapato, pero el otro estaba lejos de su alcance.
–Lauren… –los zapatos de Jason se detuvieron junto a ella, recordándole la indecente postura que estaba manteniendo, postrada en el suelo y con el trasero en alto–. No tengo costumbre de…
–Cállate –lo interrumpió ella. Se sentó sobre sus talones y sintió que las mejillas adquirían el mismo color rojo que sus cabellos–. No tienes por qué decir nada –en su cabeza resonaban los humillantes ruegos de su madre para que su padre se quedara.
–Te llamaré…
–¡No! –se olvidó de los zapatos y se levantó, descalza sobre el frío suelo de madera–. No hagas promesas que no vayas a cumplir.
Él recogió la chaqueta del respaldo de una silla metálica.
–Podrías llamarme tú.
–¿Y de qué serviría? –replicó ella, atreviéndose a mirarlo a la cara por primera vez. Su atractivo juvenil se había curtido con los años que había pasado en el ejército. Era un hombre que, aun procediendo de una familia rica e influyente, se había labrado su propia fortuna–. Vas a irte a California, yo vivo en Nueva York, y entre nosotros no hay nada. Sólo somos unos compañeros de trabajo que se han visto atrapados por un arrebato hormonal puramente fortuito. Lo que ha pasado no tiene la menor trascendencia.
Se echó hacia atrás la larga melena y abrió la puerta que comunicaba con el estudio, completamente vacío salvo por las sillas giratorias colocadas desordenadamente junto a las mesas.
Jason apoyó una mano en el marco.
–¿Me estás echando?
Al parecer, Jason Reagert no estaba acostumbrado a recibir una negativa. Ella se había prestado rápidamente a satisfacerlo, pero eso iba a cambiar.
–Sólo estoy siendo realista, Jason –lo miró fijamente, muy erguida, a pesar de que él le sacaba una cabeza.
Más tarde ya se ocuparía de rumiar su desgracia en la soledad de su bonito apartamento en el Upper East Side. O mejor aún, perdiéndose un día entero por las galerías del Metropolitan. No podía olvidar que el arte lo era todo para ella.
Aquel negocio, hecho posible gracias a la inesperada herencia de su tía Eliza, era su gran oportunidad para hacer realidad sus sueños y demostrarle a su madre que se merecía algo más que un marido rico.
No iba a tolerar que ningún hombre la apartara de su camino.
Finalmente, Jason asintió.
–Muy bien. Si eso es lo que quieres, así será –le acarició el pelo con los nudillos y le pasó el pulgar por el pómulo–. Adiós, Lauren.
Ella adoptó una expresión solemne e imperturbable. Jason se dio la vuelta, con la chaqueta enganchada a un dedo sobre el hombro, y Lauren reprimió el impulso de llamarlo.
La noticia de su marcha había sido una desagradable sorpresa. Pero no podía compararse al nudo que se le formó en la garganta mientras lo veía salir por la puerta.
San Francisco, en la actualidad
Sacarse a Lauren Presley de la cabeza había resultado mucho más difícil de lo que Jason Reagert se imaginó cuando dejó atrás Nueva York. Pero al menos lo había intentado… hasta recibir aquella foto.
Levantó la mirada del BlackBerry hacia la mujer con la que llevaba ligando la última hora en el ruidoso y atestado bar, y volvió a bajarla hacia la imagen de Lauren Presley celebrando el Año Nuevo.
La imagen de una Lauren Presley inconfundiblemente embarazada.
Jason nunca se quedaba sin palabras. No en vano era un especialista en el mundo de la publicidad. Pero en aquellos momentos se le había quedado la mente en blanco. O mejor dicho, colmada de las imágenes que había vivido en la oficina de Lauren. ¿Sería posible que aquella única noche, aquella noche alucinante y completamente inesperada, hubieran creado un bebé? No había vuelto a hablar con Lauren desde entonces; claro que ella tampoco lo había llamado, y menos para comunicarle que estaba embarazada.
Parpadeó unas cuantas veces e intentó enfocar las distorsionadas imágenes que lo rodeaban. Las paredes del bar proyectaban un resplandor rosado mientras examinaba la impactante imagen que acababa de enviarle un amigo de Nueva York. Adoptó una expresión imperturbable mientras pensaba la mejor manera de contactar con Lauren, quien prácticamente lo había echado a patadas de su vida la última vez que se habían visto.
Un tipo que giraba al ritmo de la música lo empujó por detrás y Jason se movió para proteger el BlackBerry de la multitud que atestaba el bar. El Rosa Lounge era un pequeño y exclusivo local de Stockton Street, escasamente iluminado y con mesas verdes de cristal y sillas negras lacadas. Una barra de mármol blanco ocupaba una pared entera, con las botellas suspendidas por encima, y en la pared de enfrente se alineaban las mesas altas y blancas. Estaba a una manzana de Maddox Communications, por lo que era el lugar de reunión favorito de los empleados tras cerrar un acuerdo o acabar una presentación importante.
Agarró con fuerza el aparato. Aquella reunión se había convocado en su honor, y el momento para ser el centro de atención no podría haber sido más inoportuno.
–¿Hola? –lo llamó Celia Taylor, haciendo chasquear los dedos bajo sus narices. En su otra mano sostenía una copa de Martini–. Tierra llamando a Jason.
Él se obligó a concentrarse en Celia, otra agente publicitaria de Maddox Communications. Afortunadamente, aún no había comenzado a beberse su Sapporo. La cabeza ya le daba suficientes vueltas sin necesidad de alcohol.
–Estoy aquí… Siento haberme distraído –se metió el BlackBerry en el bolsillo de la chaqueta y sintió que la foto digital lo abrasaba a través de la camisa–. ¿Quieres que te pida otra copa?
Había estado a punto de ofrecerle algo más que una copa, pero en ese momento había recibido la foto. Al parecer, la tecnología tenía un curioso sentido de la ironía.
–No, gracias, estoy bien servida –dijo Celia, tocando el borde de la copa con una uña pintada–. Debes de haber recibido un mensaje muy importante del trabajo. Podría sentirme ofendida por no acaparar tu atención, pero en el fondo sólo estoy celosa porque mi teléfono no suene –se echó su brillante melena rojiza sobre el hombro y apoyó la mano en su esbelta cadera.
Pelirroja.
Ojos verdes.
Igual que Lauren…
El parecido le aguijoneó la conciencia.
Se había engañado a sí mismo al creer que podría olvidarse de Lauren seduciendo a la solitaria pelirroja en el bar. Lauren tenía el pelo ligeramente más oscuro y unas curvas menos pronunciadas que lo habían vuelto loco.
Dejó su copa en la barra y miró hacia la puerta. Tenía que averiguar más sobre lo ocurrido, pero no quería granjearse la antipatía de Celia. Era una mujer simpática y afable que se ocultaba tras una dura fachada para que la tomasen en serio en el trabajo. No se merecía que la utilizaran para sustituir a otra mujer.
–De verdad que lo siento, pero tengo que devolver la llamada.
Celia puso una mueca de confusión y se encogió de hombros.
–Claro… Nos veremos después –se despidió con la mano y se giró sobre tus tacones de aguja para dirigirse hacia Gavin, otro ejecutivo de la empresa.
Jason se abrió camino como pudo entre el mar de trajes, buscando una salida que le permitiera hacer las llamadas pertinentes y obtener respuestas, pero entonces surgió una mano entre la multitud de cuerpos y lo aferró por el hombro. Se giró y se encontró con los dos hermanos Maddox, los jefes de la empresa, el director general, Brock, y el vicepresidente, Flynn.
Este último congregó a los empleados que tenía más cerca y levantó su copa en un brindis.
–Por el hombre del momento, ¡Jason Reagert! Quien nos ha hecho ganar a Walter Prentice como cliente. Un motivo de orgullo para Maddox Communications.
–Por el chico de oro –añadió Asher Williams, el gerente.
–Por el número uno –dijo Gavin.
–El imparable –añadió Brock.
Jason consiguió esbozar una sonrisa que le permitiera guardar las apariencias. Acababa de mudarse a California cuando Walter Prentice, el dueño de la mayor empresa de ropa del país, rescindió el contrato con su anterior empresa publicitaria por transgredir sus particulares cláusulas morales. El ultraconservador Prentice era famoso por prescindir de los servicios de una empresa por los motivos más variopintos, desde enterarse de que un trabajador había estado en una playa nudista a descubrir que un ejecutivo estaba saliendo con dos mujeres a la vez. Jason miró a Celia mientras Brock mojaba una quesadilla en salsa de mango. Seguramente había vuelto a saltarse el almuerzo por su adicción al trabajo.
–Hoy he hablado con Prentice y no ha escatimado en halagos para ti. Fue una jugada muy astuta compartir con él esas historias de la guerra.
Jason cada vez estaba más impaciente por marcharse de allí. Su intención no había sido usar su experiencia militar como táctica para ganarse a Prentice, sino compartir con él unas vivencias personales al descubrir que el sobrino de Prentice también había servido en el ejército.
–Sólo mantuve una conversación cortés con el cliente.
Flynn volvió a levantar su copa.
–Eres un héroe. La forma en que tú y el equipo de los SEAL os ocupasteis de esos piratas fue… épica.
Jason había servido seis años en la Marina después de graduarse en la universidad. Había sido hombre rana especializado en la desactivación de explosivos. Como miembro del grupo de elite de los SEAL se había ocupado de unos cuantos piratas y había salvado algunas vidas, pero el mérito también era de sus compañeros.
–Sólo hacía mi trabajo, como cualquier otro.
Brock le dio un último bocado a su cena.
–Prentice te ha echado el ojo, y su influencia te hará llegar muy lejos siempre que no te metas en líos. El acuerdo con su marca de ropa no podría haber llegado en mejor momento, especialmente con Golden Gate Promotions vigilando todos nuestros pasos.
Golden Gate, el mayor rival de Maddox Communications, era una agencia de publicidad de gran renombre que aún seguía bajo la batuta de su fundador, Athos Koteas. Jason comprendía muy bien la amenaza que podría llegar a suponer, y no iba a permitir que nada ni nadie echara a perder la mejor oportunidad de su vida. El trabajo en Maddox Communications lo era todo para él.
El BlackBerry volvió a zumbar en su chaqueta. ¿Otro mensaje? ¿Le estarían enviando una foto de la ecografía? Se le formó un doloroso nudo en la garganta. Le gustaban los niños y quería tener los suyos propios, pero aún no.
Flynn se acercó a él.
–Fue un golpe maestro, el tuyo. Irrumpiste de lleno justo después de que despidieran a ese pobre imbécil.
Brock sonrió con sarcasmo.
–¿Pobre imbécil? Exhibicionista, más bien, paseándose por una playa como Dios lo trajo al mundo…
Las risas se elevaron del grupo. Jason se pasó el dedo por el cuello de la camisa. Walter Prentice había desheredado a su nieta porque ésta se negó a casarse con el padre de su hijo. Prentice se regía por un solo lema: la familia lo era todo.
El trabajo era lo único que debería importarle. En Maddox Communications ya lo conocían como «el chico de oro», un título que le había costado mucho conseguir y que estaba dispuesto a conservar a toda costa. La clave era muy simple: trabajo y más trabajo.
En vez de unirse a la empresa publicitaria de su padre, había aceptado una beca del ejército para ir a la universidad. Tras seis años de servicio se había establecido por su cuenta en el mundo de la publicidad, pero mientras trabajaba en Nueva York seguía sintiendo la enorme influencia de su padre. No fue hasta que recibió la oferta de Maddox Communications en San Francisco cuando finalmente pudo escapar de la larga sombra paterna. Ahora, sólidamente asentado en la cima, no iba a permitir de ninguna manera que una tontería cometida cuatro meses antes echara a perder el éxito por el que tanto había luchado.
De repente, supo lo que debía hacer.
En cuanto acabara en aquel bar, tomaría un vuelo nocturno a Nueva York. A la mañana siguiente estaría en la puerta de Lauren Presley y se enfrentaría a la situación cara a cara. Si el bebé era suyo, a ella no le quedaría más remedio que irse a California con él.
De los rumores ya se encargaría cuando presentara a Lauren como su novia y prometida.
El viento helado de enero no invitaba a salir a la calle. Normalmente Lauren se habría quedado en su apartamento como todo el mundo, con unos gruesos calcetines de lana y ocupándose de sus plantas. Pero el frío la ayudaba a aliviar las náuseas, de modo que subió a la azotea para trabajar en el huerto comunitario que ella misma había plantado un par de años antes.
Se arrodilló para estirar el plástico sobre los maceteros del tejado mientras el ruido de los motores y cláxones anunciaba el despertar de la Gran Manzana. En invierno la ciudad era como un cuadro de Andrew Wyeth: una inexpresiva gama de matices blancos, negros, grises y pardos. El hormigón helado le congelaba las piernas a través de los vaqueros, junto a la brisa que soplaba desde East River. Lauren se arrebujó en su abrigo de lana y flexionó los entumecidos dedos en el interior de los guantes de jardinería.
Las sacudidas en el estómago no sólo se las producía el bebé.
Había recibido una llamada histérica de su amiga Stephanie, informándola de que su marido le había enviado a Jason una foto de la fiesta de Año Nuevo celebrada la semana anterior, donde se apreciaba claramente su embarazo.
Y ahora Jason estaba de camino a Nueva York.
Ni el frío ni el trabajo de jardinería bastaron en aquella ocasión para sofocar las náuseas. Todo su mundo se estaba desmoronando. Jason iba a pedirle explicaciones sobre ese bebé que nacería al cabo de cinco meses y del que ella no se había molestado en decirle nada. Y por si fuera poco, su negocio estaba al borde de la ruina.
Se apoyó contra la fuente de hormigón, donde el agua se había congelado en la base y los carámbanos colgaban desde la melena del león de piedra. La semana anterior había descubierto que su contable, Dave, había aprovechado su baja por enfermedad para robarle medio millón de dólares a la empresa. Lo descubrió cuando tuvo que contratar a un contable temporal para que sustituyera a Dave mientras estaba «de vacaciones», y ya nadie, y aun menos las autoridades, albergaba esperanzas de encontrarlo y recuperar el dinero.
Se frotó suavemente la curva del vientre. Era responsable de una vida y ni siquiera sabía cómo manejar la suya. ¿En qué clase de madre iba a convertirse? No era más que una pobre cobarde que se ocultaba de todo y de todos.
Las cosas habían cambiado mucho en los últimos meses. Echaba de menos los colores de la primavera y del verano, pero su ojo artístico aún podía apreciar la crudeza monocromática de un paisaje invernal.
La puerta de la azotea se abrió con un chirrido y una sombra alargada se proyectó sobre Lauren. Supo de quién se trataba incluso antes de girarse. Jason no había tardado en encontrarla, y de todos modos no tenía sentido postergar el inevitable enfrentamiento.
Miró por encima del hombro y se estremeció ante la imagen de Jason, cuya imponente presencia añadía el toque final al destemplado horizonte. El viento agitaba sus oscuros cabellos, ligeramente más largos de lo que ella recordaba, pero el resto de su esbelta figura permanecía completamente inmóvil, tanto por fuera como por dentro.
Volvió la vista al frente y metió las herramientas de jardinería en la bolsa.
–Hola, Jason.
Oyó sus pisadas acercándose, pero él no pronunció palabra.
–Supongo que el portero te habrá dicho que estaba aquí –balbuceó ella, moviendo frenéticamente las manos.
Él se arrodilló a su lado.
–Deberías tener más cuidado –le dijo él.
Ella se apartó ligeramente.
–Y tú no deberías ser tan sigiloso al acercarte a alguien.
–¿Y si no hubiera sido yo quien subiera aquí? Parecías estar en otro mundo.
–Vale, tienes razón. Estaba distraída –confesó.
Se había sumido completamente en sus divagaciones sobre la inminente llegada de Jason, sobre el bebé que estaba en camino y sobre la malversación de fondos de la que había sido víctima. Era demasiado para pretender que estaba lista para enfrentarse al mundo.
Podía oír la reprobación de sus padres y sus críticas por todo lo que hacía. Por todo, menos por estar con alguien como Jason. Era el tipo de hombre que su madre elegiría para ella: sangre azul, buen aspecto y una jugosa cuenta bancaria.
En realidad, cualquier madre estaría encantada de tener a Jason Reagert como yerno. Por desgracia, también era muy testarudo y autoritario, y ella había trabajado muy duro para conseguir una independencia a la que no estaba dispuesta a renunciar. Sería muy arriesgado iniciar una relación con él, y gracias a esa certeza había logrado ignorar durante los últimos meses la atracción que sentía hacia él.
Apretó la bolsa contra el pecho.
–¿Qué haces aquí? Podrías haberme llamado.
–También podrías haberme llamado tú –replicó él, mirándola de arriba abajo–. Anoche hablé con un amigo de Nueva York y me dijo que estabas trabajando desde casa porque no te sentías bien. ¿Qué te ocurre? ¿El bebé está bien?
Con aquella pregunta, natural y espontánea, todas las cartas quedaban sobre la mesa. Sin gritos ni discusiones, como había sido el caso de sus padres antes y después del divorcio. Aun así, a Lauren le temblaban tanto las piernas que apenas pudo ponerse en pie.
–Sólo son unos mareos por la mañana –dijo, metiéndose las manos en los bolsillos–. El médico dice que estoy bien, y en casa trabajo mucho mejor. Lo peor ha pasado ya.
–Me alegra saberlo.
Las náuseas la habían debilitado mucho durante dos meses, y confiarles el grueso del trabajo a sus colegas de la oficina había causado estragos en sus nervios. Pero, lamentablemente, no le había quedado otra opción.
–La semana pasada volví a trabajar a la oficina, a media jornada.
–¿De verdad estás preparada para volver al trabajo? –sus ojos se iluminaron con un brillo protector. Agarró una silla de hierro y se la acercó.
Lauren lo miró con recelo antes de sentarse.
–¿Qué sabes de este embarazo?
–¿Eso importa? –Jason se quitó la gabardina y se la echó sobre los hombros.
La tela estaba impregnada con el olor familiar de su loción de afeitado mezclado con el calor de su cuerpo. Era una tentación demasiado poderosa y Lauren se vio obligada a devolverle el abrigo. No podía afrontar más obstáculos en su vida.
–Supongo que no… Lo que importa es que lo sabes.
Él se acercó y le clavó una mirada tan intensa que le provocó un estremecimiento por todo el cuerpo, semejante al que la había llevado a quitarse las bragas cuatro meses antes.
Se obligó a apartar la mirada, recordando las sensaciones que la habían arrojado a sus brazos la primera vez.
–Gracias por creerme.
–Gracias a ti por contármelo… salvo que no lo has hecho –la voz de Jason empezaba a teñirse de enojo.
–Te lo habría acabado diciendo –le aseguró ella. Antes de que su hijo se graduara en la universidad, al menos–. Aún me faltan cinco meses para dar a luz.
–Quiero formar parte de la vida de mi hijo. Empezando desde este momento.
–¿Piensas mudarte de nuevo a Nueva York?
–No –se subió el cuello de la gabardina hasta las orejas. El bronceado de su rostro era la prueba de lo bien que se había adaptado al clima soleado de California–. ¿Sería posible mantener esta conversación en tu apartamento, donde podamos entrar en calor?
Una sospecha asaltó a Lauren.
–No vas a mudarte a Nueva York, pero quieres formar parte de la vida del bebé… No estarás esperando que me vaya a San Francisco, ¿verdad?
El silencio de Jason lo dijo todo.
–¡No voy a ir a ningún sitio contigo! –exclamó ella–. Ni a mi apartamento ni a California. ¿Crees que voy a dejar la vida que tengo aquí, la empresa en la que me he volcado en cuerpo y alma? –como si quedara alguna empresa por la que velar, pensó, pero se calló prudentemente.
–Eso es –afirmó él exhalando una bocanada de vaho–. Quiero que vengas a San Francisco y que estemos juntos por el bien de nuestro hijo. ¿Qué es más importante para ti, la empresa o el bebé?
Lauren quería decirle, gritarle, que había antepuesto la vida de su hijo al futuro de su empresa. Y que volvería a hacerlo sin la menor duda. Lo único que lamentaba era no haber ahorrado un poco de dinero para contratar a alguien de confianza que atendiera el negocio, y así no tener que angustiarse por un presupuesto extremadamente ajustado y por la incompetencia de los trabajadores temporales.
–Jason, ¿a qué viene tanta prisa? –le preguntó, dirigiendo contra él gran parte del miedo y la frustración por su trabajo–. Tenemos mucho tiempo por delante para hablar de esto. ¿Qué está pasando aquí?
La expresión de Jason se tornó tan fría e impenetrable como el león de piedra de la fuente.
–No sé de qué estás hablando.
–Tiene que haber una razón para esa repentina necesidad de llevarme contigo –el viento aullaba con más fuerza, ahogando el ruido del tráfico–. ¿A tu madre la abandonó algún indeseable? ¿Te hizo daño alguna mujer?
Jason soltó una carcajada y sacudió la cabeza.
–Tienes mucha imaginación. Pero te aseguro que no he sufrido ninguno de esos traumas.