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"De Recuerdos Memorables" nos sumerge en las evocaciones de Pepe, un anciano que entreteje su realidad con hilos de memorias del pasado. Cada capítulo es un recuerdo, una historia donde lo real y lo mágico se fusionan, desde su niñez marcada por figuras entrañables hasta encuentros con lo inexplicable. Es una exploración del alma humana, sus pérdidas y hallazgos, narrada con una melancolía dulce y una sabiduría que solo los años pueden brindar.
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Seitenzahl: 63
Veröffentlichungsjahr: 2024
DURY FRIZZA
Dury Frizza De recuerdos memorables / Dury Frizza. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5112-2
1. Cuentos. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Aunque basada en hechos reales, estas historias no representan a nadie en particular.
DE RECUERDOS MEMORABLES
LA COSTURAINVISIBLE
LA FATÍDICA TARDEDE JUNIO
EL MÁS BUSCADO
¿QUÉ ES UN RECUERDO MEMORABLE?
LA HISTORIADE JACK
“LA HOSTERÍA”
MI NONAY SU NIÑERO
EL GUISODE MORTADELA
JACK EL GUARDIÁN SOLIDARIO
DIOS MÍOQUÉ SOLOS...
EL POEMADEL AGUARÁ-YO
INDIOS PATAS SUCIAS
LA MORTAJA NOTIENE BOLSILLOS
LA LETANÍA
“El esfuerzo de hoy promete la victoria de mañana”
NAM MYOHO RENGE KYO
El reloj marcó las tres y media de la tarde, el anciano disfrutaba de su café y su cigarrillo. Sacó una libreta y una lapicera de su equipaje de mano, se dispuso a escribir. El golpeteo de la lluvia sobre la ventana y el suave traqueteo del tren invitaban a una corta siesta. Apoyó su cabeza sobre el respaldo para decidir sobre cuál de sus tantas aventuras y recuerdos escribiría. Casi de inmediato se durmió. Los sueños se sucedían uno tras otro con tal rapidez que se entremezclaban.
El sacudón del tren frenando de golpe lo despertó y recordó a la señora Eulalia. Con casi setenta años, la abuela mágica de su niñez volvía a su memoria de anciano, aunque a decir verdad nunca lo había abandonado. Dicen los expertos que siempre se recuerda el sueño que se tiene justo antes de despertar.
Tomó su libreta y garabateó algo. Esto fue lo que garabateó.
Mi nombre es Baltazar y tengo nueve años, bueno, en realidad tengo setenta y lo que les voy a contar son los recuerdos de mi niñez, cuando tenía nueve años.
Mi madre me permitía salir a jugar luego de las 16:00 horas, y luego de haber hecho las tareas del colegio y de la casa. Entonces, sacaba mi bicicleta y corría a la plaza donde estaba la señora que cosía una costura invisible.
Cada día al mediar la tarde la señora llegaba caminando lentamente, como si temiera hacer ruido, se sentaba en el mismo banco, bajo un gran lapacho amarillo, acomodaba la cesta de la merienda a su izquierda y de una cesta invisible, a su derecha, sacaba una aguja invisible, la enhebraba con un hilo invisible y cosía una costura invisible. Cuando las campanas de la Iglesia de Fátima marcaban las cinco y treinta, dejaba su costura y tomaba su merienda; una gran taza de té con leche con algunas galletas, al finalizar guardaba todo y volvía a su costura hasta que se encendían las luces de la calle. Cuando el sol comenzaba a ocultarse, con lentitud exasperante, aunque propia de los ancianos, ella recogía sus petates y desandaba el camino hacia su hogar.
Muchas veces estuve tentado a seguirla, pero recordaba lo que me esperaría en casa si mi madre me llamaba y yo no respondía. En mi niñez había tenido la buena y mala fortuna de vivir frente a la plaza del pueblo.
Algo en esa señora le resultaba casi mágico, era una anciana muy delgada, sus ojos marrones como el suelo del desierto hablaban de sueños no cumplidos, de pérdidas irremediables, y de secretos celosamente guardados por mucho tiempo, por tanto, que pesaban en su espalda, encorvada tal vez por largas horas de trabajo, por horas sentada cosiendo o escribiendo, o quizás simplemente por interminables horas de agobiante soledad.
Una hermosa tarde de junio, cuando al fin el viejo reloj marcó las cuatro, salté del sillón y me dirigí raudo y presto a buscar mi bicicleta. Mi santa madre me detuvo con un cortante: “No, hoy no puedes ir a la plaza porque viene tu madrina”.
¿Por qué los adultos tienen esa capacidad única de arruinar la diversión de los niños? ¿Por qué deben planificar y organizar todo sin consultar a sus infantes? ¿Acaso la espontaneidad y el espíritu de aventura se perdía con los años? ¿Sería el precio de madurar, crecer y ser? No sería esa clase de adulto. Ni mis padres ni maestros lograrían que pierda mi capacidad de asombro, mis ganas de jugar, reír, llorar o gritar.
Pero es harto conocido que prometemos según nuestras esperanzas y cumplimos según nuestros temores1.
La tarde en cuestión se tornó interminable, mi madrina no paraba de hablar sobre la difícil situación económica del país. Y luego de cada frase, que por cierto duraban como media hora cada una, me preguntaba si había entendido. Lo único que entendía era que por culpa de mi quejumbrosa, amargada y horrible madrina no saldría a jugar y no disfrutaría de mi mágica y querida anciana.
Nunca había hablado con ella, pero la imaginaba una anciana dulce, de sonrisa fácil y bellas historias sobre caballeros de brillantes armaduras, fuertes guerreros realizando grandes hazañas para liberar a la humanidad de las garras de malignos y malolientes monstruos o de tiranos opresores como los que había en los cuentos que mi nona me regalaba cada noche. Cuando la nefasta madrina se retiró, luego de la cena, era noche cerrada.
Esa noche me constó conciliar el sueño, la tristeza anudaba mi garganta, la angustia invadía mi corazón. Sentía que había perdido la oportunidad de mi vida. Lloré toda la noche, aun dormido, porque al día siguiente mis ojos lucían como los de un Incilius alvarius2.
Una terrible gripe me retuvo en cama por casi una semana. Cuando la fiebre, los jarabes y los médicos me lo permitían, me preguntaba si la anciana habría notado mi ausencia. Estaba casi seguro de que, aunque no me había acercado nunca, ella sin dudas se sabía observada.
La semana siguiente, luego de ponerme al día con las tareas del colegio, que a decir verdad parecía que la maestra había aprovechado mi ausencia para enseñar todo el programa, por fin pude volver a la plaza.
Allí estaba, sentada como todos los días. Sentí mi corazón saltar de alegría. Sí, ella también me había extrañado, definitivamente ella se alegró al verme, pues sus arrugados labios esbozaron un tenue pero dulce sonrisa.
Hoy estaba decidido a preguntarle por esa costura invisible que cosía con tanto afán, tarde tras tarde hasta casi el anochecer. Había tomado la misma decisión un sinnúmero de veces, pero al llegar a la plaza y verla tan ensimismada en su tarea, sentía que mi pueril curiosidad invadiría su privacidad o al menosseríauna completa falta de respeto. Entonces, giraba mi bicicleta en dirección a los juegos. Sin embargo, no apartaba mi atención de ella.
Con determinación, pero no sin temor, me senté junto a la anciana, la observaba por el rabillo del ojo. Luego de un prolongado silencio, la señora sacó una golosina de su delantal y sin mediar palabra me la extendió. Tratando de ser respetuoso y cordial, le expliqué que mi madre no me permitía recibir nada de un extraño.
—Mi nombre es Eulalia, mucho gusto —dijo la señora extendiendo su delgada y marchita mano.
—Baltazar, encantado de conocerla señora Eulalia —respondí.
Ella sonriendo dijo que ya no éramos extraños, por lo tanto, podía recibirle la golosina, así lo hice. Fue la golosina más dulce y deliciosa de mi larga vida. Aún hoy, en mi adultez, puedo saborear su recuerdo.