Deconstruyendo a Eudald Roset - Rosa Rodríguez Loranca - E-Book

Deconstruyendo a Eudald Roset E-Book

Rosa Rodríguez Loranca

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Beschreibung

Una traficante de diamantes de Sierra Leona; un informático que tras sobreponerse a una vida terrible, descubre que no le han permitido salvar a su hija enferma; una afrikáner miembro del partido ultraderechista flamenco, un miniaturista y falsificador de documentos hijo de un sacerdote vasco, una inmigrante asiática rescatada del mar y los políticos más relevantes del independentismo catalán, son algunos de los personajes que confluyen en Deconstruyendo a Eudald Roset, novela cuyo hilo conductor es Casto García, que trabaja para una agencia de origen norteamericano, protegiendo a individuos con las identidades robadas a otros poco afortunados. Esta trepidante y esperpéntica historia se inserta en un contexto histórico real y una actualidad desquiciada, desde 1939 a 2020 y en diferentes continentes, e intenta entretener al lector sumergiéndolo en un caleidoscopio de sorpresa, hilaridad y amor.

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DECONSTRUYENDOA EUDALD ROSET

Rodríguez Loranca / García Alquézar

© Título original: Deconstruyendo a Eudald Roset

© Autores: Rodríguez Loranca y García Alquézar

© Edita: LoQueNoExiste (www.loquenoexiste.es)

Promoción, Relaciones Públicas y Marketing Digital: Medialuna

[email protected]

www.medialunacom.es

© Diseño y maquetación: LoQueNoExiste

© Diseño de cubierta: Mariano Izquierdo Ortega

ISBN: 978-84-125548-1-6

eISBN:978-84-125548-2-3

Primera edición: Junio 2022

Reservados todos los derechos

LoQueNoExiste

C/ Isabel Colbrand 10, Edif. Alfa III, 5a planta, 28050, Madrid

Tfno: 91 567 01 72

www.loquenoexiste.es

[email protected]

Nota de los autores

Los personajes de esta novela son producto de nuestra imaginación. Aunque algunos se asemejen a figuras de la actualidad y partan de situaciones o hechos acaecidos, son pura distorsión e hipérbole y tienen poco que ver con la realidad.

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Índice de personajes

Capítulo 1

Amberes, 18 de julio de 2018

Ernest dio un manotazo en el antebrazo del gigante rubio, incorporándose desde el asiento de atrás del coche e impidiendo el tercer disparo.

—No. No es necesario, Hans —dijo en inglés.

Hans no estaba dispuesto a aceptar órdenes de aquel advenedizo, pero había perdido el ángulo de tiro y si volvía atrás corría el riesgo de llamar demasiado la atención y que alguien retuviera la matrícula. Llevaba la cara cubierta y nadie podía reconocerle. Reinició la marcha.

Ramón miró aterrado al pasajero que acababa de salvarle la vida. Ernest le hizo un gesto para que guardara silencio. Este asintió y el coche se perdió calle abajo. Aquellos ojos removieron su memoria. Eran los ojos de una persona triste, los ojos de un cuerpo menudo en una acera de El Vendrell en una desafortunada noche de verano, de un cuerpo que se rendía en sus brazos. Ramón reconoció en Ernest al padre de Laia y supo que debía guardar silencio. Así, de una tacada, él compensaría el daño causado por su madre y devolvería el azar al curso de la historia. Por lo menos, el destino de su país no se decidiría en un gabinete de Madrid.

Mireia, tumbada en el pavimento, se incorporó un poco y junto con Ramón intentaron acomodar a Dos Santos, que perdía sangre a borbotones por un balazo en el cuello. No había nada que hacer. Con su último aliento, Dos Santos intentaba pronunciar un nombre.

—Lo sé —dijo Ramón, procurando que no se ahogara con su propia sangre—. Lo sé.

Y el hombre exhaló con la cabeza sobre la falda de Mireia, que comenzó a convulsionar en sollozos. Sus últimos pensamientos fueron para su hermano Ignacio, apaleado hasta la muerte por dos hombres tan parecidos a aquel rubio que ahora le quitaba la vida.

Mireia y Ramón se abrazaron.

—Cuando te interroguen, di que no has visto nada —le dijo Ramón, apretándola contra sí. La mujer se separó un poco y le miró asombrada—. No lo vas a entender, pero lo que hoy has vivido es lo más cercano a la justicia que vivirás nunca. —Y volvió a abrazarla con fuerza.

Capítulo 2

Lerma, 16 de diciembre de 2017

Desde la ventana del parador podía observar la plaza empedrada. Hacía frío en Lerma, mucho frío. El hielo repartía brillos irisados sobre el gran espacio cuadrado y desierto. Contemplar ese testimonio de solera castellana me llenó de animadversión hacia la tarea a emprender. Me sentí como el converso traidor que prepara la lista de sus antiguos correligionarios, aunque yo nunca tuve correligionarios ni nada parecido y, si los tuve, no merecían otra cosa.

El zumbido del teléfono de la habitación me devolvió a la realidad.

—¿Señor García?

—Sí.

—Un caballero pregunta por usted en recepción.

Fernando estaba envejecido. Me saludó sin ocultar su curiosidad.

—Hombre, Casto, esto sí que ha sido una sorpresa.

—Sí. Gracias por venir. Te veo bien…

—Bueno, me dijiste que teníamos que hablar y aquí me tienes. Me he tomado la tarde.

—Necesito tu ayuda. He dado con algo inesperado y quiero que me ayudes a entenderlo.

—Sabes que llevo muchos años fuera de la agencia. Estoy quemado. Un par de años después del fracaso de tu reclutamiento tuve aquel mal episodio con un cliente que no supo aceptar su nueva situación y acabó mal. Me buscaron una salida: un hotelito rural aquí, en Lerma, y desde entonces vivo apartado del mundo y ajeno totalmente a mi antiguo empleo.

—Sí. Lo recuerdo. Aquel infeliz se suicidó.

—Puede ser —dijo Fernando en tono de duda—. A veces todo se tuerce. Ahora estoy fuera y vivo tranquilo. Totalmente desconectado. De hecho, no debería estar aquí hablando contigo.

—Nadie se va a enterar. No traigo ni el móvil de empresa ni el ordenador. Nadie sabe que estoy aquí.

—Algo grave tiene que ser.

—Esto no te va a complicar, pero si quieres puedes irte. Lo entenderé. Me alegro de verte y de hablar contigo. Te doy un abrazo y no nos volvemos a ver… pero si me quieres ayudar, tengo algo que enseñarte. —Y me levanté esperando la decisión de Fernando.

—Vamos a ver eso tan desconcertante para lo que necesitas la ayuda de un jubilado.

Nada más franquear la puerta de la habitación, Fernando lanzó una exclamación.

—¡Vaya fiesta te has montado!

Repartidos por la estancia se encontraban todos los artículos y comentarios autobiográficos de Eudald Roset que había conseguido reunir: fotocopias de artículos consultados en bibliotecas, páginas de prensa, libros abiertos y un auténtico tenderete de folios, ordenados y subrayados, en el que el artículo del diario El Demà, de septiembre de 2012, ocupaba el lugar central.

No soy lector de El Demà, aunque por mi trabajo leo todas las notas biográficas o autobiográficas de cualquier persona allí donde se publiquen. No por un interés en esas personas, de las que normalmente no recuerdo siquiera el nombre, sino porque las narraciones son relevantes por sí mismas. Estos relatos, que son a menudo una exhibición impúdica de autocomplacencia, tienen para mí un valor impagable, pues muestran patrones reconocibles y facilitan lugares comunes. De ellos extraigo la materia prima, los hilos con los que tejer mis historias. Son el sustrato necesario para hacer mi trabajo. Yo soy un narrador y creo personas, personas reales.

El artículo llamó inmediatamente la atención de Fernando.

—¡Caramba, El Demà!

—Encontré este artículo sobre Eudald Roset por casualidad. Estaba desayunando en el poyete del bar, a dos portales de mi domicilio, hojeando El Mirador de Madrid, mientras mi perro correteaba por los jardines y un comentario editorial sobre la situación en Cataluña me llamó la atención…

—Sí. El nacionalismo copa en estos días los titulares de prensa y la línea de El Mirador al respecto es muy combativa y desagradable.

—En efecto. Aquí está el artículo —le mostré un recorte de prensa que descansaba sobre el aparador—. La foto de Eudald Roset es ya ofensiva en sí misma. Es una foto mal intencionada, de las que buscan el rictus o el ángulo menos favorecedor, pero la imagen es solo un aviso del contenido del artículo. ¿Conoces a Eudald Roset?

—Sí, claro. Es una de las nuevas banderas del nacionalismo catalán.

—Efectivamente. El escarnio que se hace en el artículo de su figura está lleno de tópicos y tanta mala baba, que casi resulta ilegible. Es un encadenado de descalificaciones y menosprecios que, de puro vehementes, llegan a provocar simpatía por el inmolado. Es tan encarnizado como innecesario.

—Desde luego. Por lo que conozco al personaje, nada puede ser más cruel con Roset que enfrentarlo a un espejo.

—El motivo del artículo es destacar un comentario de Eudald de corte claramente supremacista. Sin embargo, el articulista de El Mirador ha enterrado en la esquina inferior izquierda, ese rincón del olvido donde se pone aquello que se quiere ocultar, la autoría real del comentario. Aquí, ¿lo ves? —Fernando asintió con un gesto.

—El comentario —proseguí— es una cita de los hermanos Badía, recogida de un artículo publicado tiempo atrás en El Demà. La sola mención de los Badía me puso los pelos de punta y cometí un error. Navegué en Google con mi móvil, ¡en qué hora!, hasta dar con el artículo original. Es este que ha llamado tu atención nada más entrar.

—¡Casto, pareces nuevo! ¿Google con tu móvil? ¿Con el de empresa?

—Sí, con el de empresa —reconocí con resignación—. En él, Eudald Roset narra cómo recibió su iluminación, su comprensión del nacionalismo y el camino a seguir por el catalanismo moderno, meditando frente a la tumba de los hermanos Badía. Me conozco el párrafo de memoria. Lo escribí yo. Años antes lo copié de la entrevista que hizo un periodista a Arias Navarro, en la que el último presidente del Gobierno de Franco contaba cómo acudía al Valle de los Caídos para recibir inspiración y consejo ante la tumba del dictador. La anécdota me pareció tan buena, que la reescribí para todas las tendencias posibles, llevándola a veces hasta lo grotesco solo por divertimento. Y ahí está, repetida en una de sus versiones más esperpénticas, porque tanto si le prestas credibilidad como si no, deja retratado un personaje entre ridículo y peligroso.

—Pero tú no has trabajado sobre ese personaje, ¿no? Eudald no es una creación tuya… —Fernando iba anticipándose a mis conclusiones.

—No. Yo no sé quién es Eudald más allá de su cara pública. No sé por qué repite mis palabras. Con la máxima rapidez que he sido capaz, he reunido toda la información disponible del personaje. A veces no con la prudencia conveniente.

—Vamos, Casto, no fastidies. No puedo creer que seas tan pardillo. Pero, ¿de dónde salen todos esos textos tuyos ahora en boca de Eudald? Si tú no has hecho un perfil para Eudald, ¿por qué hablas por su boca?

—Los políticos vienen y van. Hay muchos sentados en su escaño cuya ocupación nadie conoce. A veces buceamos en la escena política en busca de argumentarios, vivencias, discursos, anecdotarios de esta o aquella tendencia. El objetivo es rellenar currículos. Buscamos en otros países y reescribimos artículos o discursos. Españolizamos anécdotas rusas o eslóganes americanos. Créeme, es mucho más divertido buscar paja para el perfil de un político que para un dentista. Como te puedes imaginar, la sección catalana me tocó a mí.

—Sí, a mí también me endosaron documentar posibles pasados y contenidos para la escena catalana. El conocimiento del idioma fue un valor para ficharnos tanto a ti como a mí. Algún master que luce más de un personaje en su expediente académico es creación mía. Un buen trabajo que resistiría una investigación no demasiado quisquillosa.

—Nunca vi que utilizaran ninguna de mis elaboraciones. Las fui desquiciando más por pura diversión que otra cosa. En cualquier caso, estaban destinadas a apoyar a algún personaje con pobre bagaje; nunca a crear un primer espada. A medida que he ido recopilando información sobre Eudald, me he asustado cada vez más. No hay nada en su perfil que no esté fabricado. Es un fake total. Por eso me vine aquí, buscando tranquilidad, seguridad y tu consejo. Y ya ves la que tengo liada.

—He organizado todo lo que he reunido —proseguí—. Comencé subrayando en rojo lo que me pareció un aporte literal mío y en verde, lo que simplemente me era familiar y quizá producción de otros compañeros. Pronto tuve que usar más colores: el morado para el absurdo, destacando pasajes que fueron meros descartes o incluso delirios, y amarillo para relacionar unos textos con otros. A los pocos minutos, el paisaje de subrayados y flechas relacionales esparcidos sobre la cama y el escritorio era tal, que empecé a preguntarme si Eudald Roset no sería el resultado de una noche de borrachera imposible de recordar, porque alguien había compactado todos esos disparates en un personaje.

—Si Eudald no es tu criatura, puede que sea la de otro y entonces has metido tus pies en jardín ajeno.

De repente, el sentido y la garantía del trabajo que me había dado buen vivir durante los últimos 30 años, acababa de dar un vuelco de 180 grados.

—Quizá haya llegado el momento de desaparecer por mi cuenta, antes de que alguien decida hacerlo por mí.

—No. No puedes. Sería peor. Tu búsqueda no ha sido muy significativa. Debes volver a casa. No sabes cuántas alarmas habrás encendido, pero no pueden ser muchas. Es lógico que si ves algo que te llama la atención lo investigues. Es parte de tu trabajo. Lo que no debes hacer es ocultar que lo has visto. Quizá no sea algo demasiado importante. Ponlo en conocimiento de tus superiores y ofrécete a ayudar. Ya lo hiciste una vez y te salió bien.

—Cierto.

—Mientras, vamos a ver qué has encontrado y si podemos intuir qué hay detrás. Vamos a ver quién es Eudald Roset. La noche va a ser larga. ¿Tienes whisky?

—Pediré una botella. ¿Hielo?

—¿Estás de broma? —rio Fernando mirando por el ventanal.

Capítulo 3

1985. Madrid

Hace 30 años, yo era un hombre muy solo. En una ciudad ajena, sin apenas vínculos familiares y sobreviviendo a una relación venenosa. Un hombre frustrado, que salía adelante con más voluntad que fortuna, y con un regusto de maltratado, más retórico que real. Por eso, cuando apareció casualmente un conocido de juventud, la relación se hizo fácil y firme con naturalidad.

Fernando y yo nos conocíamos desde los 16 años, aunque prácticamente hasta la fecha no habíamos cruzado más de cuatro palabras. Nuestro pasado estaba lleno de lugares y acontecimientos comunes y el trabajo de ambos era tan similar que podíamos charlar durante horas confiados, coincidiendo siempre en lo importante. En resumen, nos convertimos en muy amigos demasiado deprisa.

Fernando gozaba de una proyección profesional más interesante que la mía.

—Simplemente he tenido más suerte —decía—. Nuestra formación es similar y ambos estamos en el mismo sector, el de los polímeros plásticos, tú en nacional y yo en internacional.

—No es una diferencia menor —protesté—, yo viajo a Talavera y tú a Düsseldorf.

—He tenido la suerte de conocer a las personas adecuadas. Hay que estar ahí en el momento justo. Podía haberte tocado a ti.

Me sentía cómodo tratando con él y, por qué negarlo, también un tanto interesado. Pensé que sus contactos podrían aportarme alguna ventaja.

Y de repente, sucedió. Tras siete u ocho meses de trato muy cercano y de lo que yo creí amistad, Fernando me propuso una aventura profesional: una delegación de su empresa en Rosario (Argentina). El asunto tenía una pinta estupenda. Se iniciaba integrándome en la central de Buenos Aires para después partir a Rosario, donde había un mercado abierto y hambriento de servicio y producto. Yo era un buen trabajador, conocedor del tema, metódico y constante. No iba a ser fácil, mas no había riesgo. Una casa, una posición y dinero, bastante dinero. Y… ¿qué dejaba atrás?

Un par de entrevistas con unos jefes —de otras empresas del grupo y, por tanto, poco conocedores del mercado de polímeros—, que valoraron mi capacidad de trabajo y dotes de dirección, una última reunión con un coordinador de recursos humanos y un contrato sobre la mesita de café del Hotel Claridge en Madrid.

Torcí el gesto cuando me comunicó el lugar de la cita. Años antes tuve un encuentro laboral en el mismo hotel, con dos representantes de una empresa valenciana, en el que hice un ridículo espantoso. Era un recuerdo molesto, pero no comenté nada. Nunca he sido supersticioso. Fue casualidad que la mesa que Fernando seleccionó fuera la misma, en el mismo rincón discreto de mi anterior experiencia. Eso me incomodó. Aun así, lo que había en aquella mesita de café me pareció El Dorado, ¡mejor que El Dorado!, era el resultado de tanto esfuerzo, de tanto trabajo sordo y de haber vencido tanta contrariedad. Aquella mesa rebosaba justicia.

Siempre se me ha dado muy bien analizar las cosas y las circunstancias, ventajas de ser jugador de ajedrez. Perdí la ingenuidad hace muchos años y soy desconfiado y perspicaz. Para otras cosas soy un zote, pero cuando hay algo que no marcha bien lo pillo al vuelo, por lo que el espejismo duró solo unos instantes. El contrato dejó de ser una promesa de futuro y me pareció una trampa.

Tal vez resonaran en mi cabeza las palabras siempre motivantes de mi mamá, asombrada de que me ganara bien la vida: “Si tú no sabes hacer nada, hijo”. Puede que de repente me preguntara qué méritos reales exhibía yo para que realizaran aquella inversión y aquel alarde de confianza. Es posible que los directivos y el coordinador me empezaran a parecer sospechosos. ¿Quiénes eran en realidad? Incluso el semblante de Fernando se me desdibujó hasta el punto de que me di cuenta de que ni siquiera era un viejo amigo, sino una cara familiar de la que no sabía nada en realidad. Demasiada suerte sobre la mesa. Demasiada fortuna en ese boleto. Las mariposas que revoloteaban en mi estómago comenzaron a darse cabezazos y me vi haciendo el ridículo de nuevo en el mismo rincón y me dije: no, otra vez no. Podía haber rechazado la oferta y marcharme; en cambio, decidí abrir el melón, consciente de que al hacerlo ya no habría vuelta atrás.

—Esto no es real, Fernando —al apartar el contrato casi tiro la taza de café—. No voy a firmar este contrato porque este contrato no es real. No hay delegación en Rosario ni yo estoy aquí para eso. ¿No es cierto? Ese no es vuestro negocio.

Un hombre y una mujer jóvenes, hasta esos momentos ensimismados uno en el otro, fijaron su mirada en nosotros. Cuando Fernando volvió a hablar, su atención retornó sobre sí mismos.

—No. Es cierto. No lo es —se hizo un silencio incómodo y Fernando encogió los hombros en ademán de “¿qué le vamos a hacer?”—. Todo esto se basa en la confianza, así que quizá sea mejor dejarlo aquí. Hacer como si no hubiera pasado nada y no volver a vernos. Estamos a tiempo.

—¿Se basa en la confianza? ¿Todo esto es falso y se basa en la confianza? Dime, Fernando, ¿hasta dónde puedo saber?

Fernando ladeó un poco la cabeza como calibrando la situación. El hombre de la mesa cercana se levantó y se sentó con nosotros. La mujer se dirigió a la puerta y salió de la cafetería. Tuve tiempo para apreciar que era algo más joven que él y en buena forma física, casi una atleta. El hombre, un ejecutivo con traje de varios miles de euros que bordeaba la treintena, estadounidense de origen latino y con aspecto lobuno, se identificó como Jesús Salvador, estrechándome la mano con más firmeza de la necesaria. Fernando era su empleado. Jesús hizo un leve gesto y tomó la iniciativa de la conversación, ahora entre él y yo. Lo que se iba a decir a continuación, era ya más de lo que debía saber.

—Somos una agencia no independiente…

Hizo una pausa esperando mi asentimiento, para asegurarme de que yo sobreentendía una participación gubernamental.

—Creamos perfiles para gente importante o útil que necesita protección. Les damos una nueva identidad. Una identidad real cedida por alguien que quiere cambiar también de vida.

—O sea, como yo no soy importante, entiendo que no es a mí a quien queréis sino mi identidad… ¿Y qué pasa conmigo si no voy a ser más yo?

—Oh, nada. Existe Rosario. Bueno, no Rosario exactamente, pero te esperan en una delegación de una empresa de plásticos para uso agrícola en el sur de Argentina. Allí hay una casa, un buen sueldo y un entorno que te hará feliz. Sin duda, un futuro más cómodo y exitoso del que nunca tendrás aquí. ¡Somos casi legales! No vamos por ahí eliminando gente. Otro Casto García existirá con tu perfil y tu pasado en otro extremo del mundo, en Canadá o Polonia. Nada puede hacer que os crucéis otra vez. Todo el mundo gana.

—¿Y no es más fácil para un gobierno crear una identidad falsa sin tanta complicación?

—No. Quien quiere cambiar de identidad es por algo grave. Demasiada gente al corriente implica mucho riesgo. Además, no todos son interés del gobierno; también trabajamos para el sector privado, empresarios, deportistas… Por otra parte, el perfil tiene que ser trazable. Tiene que ser creíble. Real a ser posible al 90%. No vale un perfil falso. Hay un cliente específico para ti, con tu aspecto, que se formará en una cultura similar a la tuya y que tendrá tu pasado. No eres demasiado raro como para no poder ser clonado, ni tienes un historial que no justifique que hayas podido acceder a un nivel de vida o a una buena posición. Tu identidad no levantará sospechas y, por otra parte, tú no dejas nada atrás que pueda resultar un incordio. Pero hoy todo esto se ha ido al garete —Jesús hizo un gesto de resignación—. Al garete contigo, claro, porque hay otros candidatos.

—¡Madre mía! No estaréis pensando en eliminarme para usar mi identidad —protesté, intentando aparentar una tranquilidad que estaba lejos de sentir.

—No, demonio —rio abiertamente—. Ya te he dicho que no vamos eliminando gente. Descarta esa concepción. Hacemos el bien, no el mal. Protegemos gente. Además, un muerto es un certificado de defunción, una identidad perdida. Es más útil alguien feliz en el otro rincón del mundo, sin vínculos ni ganas de volver.

—Y ahora, ¿cómo continúa esto? —intenté acompañar la pregunta con una conducta gestual de entrega, tendiendo las palmas abiertas hacia ellos y el cuerpo hacia adelante como si quisiera participar.

Yo no tenía clara la calidad filantrópica de aquella agencia. De hecho, las personas a proteger mediante un cambio de identidad no me generaban ninguna confianza y la vinculación gubernamental, en el caso de ser cierta, no me parecía ningún argumento a favor de que aquella historia no acabara para mí en una zanja. Mi actitud pareció divertir a Jesús que me vio con ganas.

—Eres una persona intuitiva y lista. Fernando es un buen reclutador y sin embargo no ha conseguido hacerse contigo. Creímos que te habíamos asimilado y ¡ya ves!, nos has puesto al descubierto —dejó unos segundos de pausa teatral…—. Puedes trabajar con nosotros, pasar a formar parte de un gran equipo. No es necesario trabajar a pie de calle como Fernando, porque tú eres un excelente escritor, un hombre culto y conocedor de las personas. Podrías sernos muy útil seleccionando y elaborando perfiles para ayudar a proteger a gente de bien y luego ya iremos viendo. Siempre hay un puesto para gente inteligente.

No quise preguntar si tenía otra opción. Acepté, no sin escuchar primero los términos más generales de la propuesta, que fue bastante indefinida en su contenido. Me dieron la dirección de un gestor en el barrio de El Viso, al que acudí para recibir instrucciones sobre mi situación laboral y mis ingresos, y de una nave en un edificio industrial en la calle San Romualdo, a la que fui con Fernando para recibir formación para mis primeros trabajos.

Al salir nos dimos un apretón de manos. Ya no volví a ver a Jesús hasta mucho tiempo después. Me demoré para asegurarme de que se iban y ellos hicieron lo mismo, así que me dirigí a mi vehículo. Cuando me acercaba, un Mercedes gris grafito abandonó su plaza justo detrás de mi Citroën. Al pasar a mi lado, pude ver que la conductora era la mujer del hotel. No se detuvo a recoger a sus compañeros. Su matrícula reflejaba la luz de un modo que la hacía ilegible. Tuve la sensación de que, si me hubiera negado, el final habría sido distinto y nada bueno.

Capítulo 4

Lerma, 16 de diciembre de 2017

Cuanto más repasábamos los textos, más reconocible se hacía mi huella. Eudald Roset era un Frankenstein hecho de retales de piel arrancados de historias o datos recopilados por mí, pero no era mi criatura.

La filosofía de Protección y Derecho —tal es el nombre de la agencia de la que nunca encontré registro ni rastro fiscal—, consiste en crear identidades discretas. Localizamos personas cuya identidad pueda trasladarse a otras. Personas que quieran desaparecer, desvincularse de su vida por un incentivo lógico, para que alguien pueda vestirse con su historia y su nombre.

Fernando y yo repasábamos en voz alta lo que ya sabíamos, buscando el modo de interpretar aquella novedad.

En cualquier caso, siempre se trata de dotar al nuevo usuario de una visibilidad normal y sumergir a quien cede su identidad en un anonimato de confort. Nunca de sacar a la palestra una identidad creada. Los clientes buscan no ser reconocidos y no pretenden triunfar en la vida pública.

—Hemos protegido a testigos, investigadores o jueces perseguidos, o a cualquiera cuya vida fuera amenazada y cuyo renacimiento algún gobierno o institución estuviera decidido a costear.

—Bueno, Casto, tampoco vamos a negar que traficantes, defraudadores, mafiosos y criminales de guerra pagan mejor y se les ha dado cobertura. Aunque esos clientes nunca estaban a nuestro alcance, eran de los jefes.

—No todos —corregí a Fernando—. Más de un antiguo terrorista que “dio facilidades” vive hoy vendiendo coches de segunda mano o regentando una armería en EE UU, gracias a mí. Quizá en tus tiempos todo era más ético…

—Me gustaría creerlo así. Yo no trabajé para ningún indeseable. En un principio incluso se protegía a los cedentes y si alguno no encontraba su lugar se le apoyaba, pero poco a poco la perspectiva cambió. Ese tutelaje comenzó a verse como un gasto no productivo y a partir de entonces, tras un tiempo prudencial, eran abandonados al albur de su nueva vida, no sin una advertencia severa. Las segundas oportunidades tienen un precio. Tras el suicidio de Adolfo Díaz, la política a este respecto se endureció más de lo razonable —el rostro de Fernando se ensombreció al mencionar este caso.

—Sí, es verdad. A partir de entonces, cuando un cedente se instalaba en una nueva vida, había que cortar sus lazos con el mundo que dejaba atrás y asegurarse de que no le quedara puerto al que regresar.

—Te convertiste en una estrella en ascenso rápidamente. El niño mimado. ¿Cuántos cedentes llegaste a tener en cartera, Casto?

—Cientos. Pero no era una excepción. Todos acumulábamos muchos candidatos, muchos perfiles, cuanto más genéricos mejor. Un amplio abanico de posibles, en espera de clientes sobre los que coser un nuevo traje adaptado a sus hechuras —recordaba Casto—. Pero nada como Eudald Roset. Eudald es un collage mal pegado de anecdotarios, giros, discursos y poses. Casi es una colección de chistes. A Eudald no le han hecho un traje a medida, lo han vestido a pedazos de colores chillones y lo han lanzado a escena.

—No te equivoques, Casto. Eudald Roset no es un superviviente ocultándose, sino un plantón, un caballo de Troya invitado a la arena de la Cataluña política con algún propósito inconfesable. El dinero y la red de intereses necesarios para sostener algo así, son extraordinarios. Promoverlo habrá costado años de preparación y seguimiento y tú eres hoy la única persona, aparte de los interesados, que lo sabe.

Volví a mirar por el ventanal hacia la plaza. Mi mirada ya no buscaba descansar con la belleza fría de ese rincón castellano, sino algo fuera de lugar. Tuve miedo. Mucho miedo.

Capítulo 5

Madrid, 1985

Nadie se engaña acerca de la naturaleza de su trabajo. Si parece que haces algo ilegal y te pagan como si lo fuera, es porque lo es. Sabía que al aceptar la propuesta de Jesús Salvador había cruzado la línea, mas no me importó demasiado. Tenía la certeza de que no me habrían dejado volver atrás.

Por otra parte, se lo merecieran o no, proteger a alguien no era tan malo. Los cedentes parecían beneficiarse también del cambio accediendo a una vida mejor, tanto, que yo mismo estuve a punto de firmarla. Me dejaron ver varias líneas de éxito para convencerme: unas de protegidos, que resultaron ser gente ejemplar, y otras de cedentes que disfrutaban de una nueva vida tranquila y satisfactoria. No tenían mal aspecto y, aunque se adivinaba que todo no podía ser vino y rosas, sonaba convincente.

Tras esta primera y angelical panorámica del propósito de nuestra labor, me introdujeron a Free World, el sustrato básico de cualquier historia. Free World era un gran anaquel del que se podía obtener información, o algo parecido, de lo que había sucedido en cualquier parte del mundo occidental, cualquier día del año.

Free World funcionaba mediante un gran ordenador IBM, inicialmente en los bajos de la embajada americana, que fue sustituido por un modelo más moderno y trasladado a las instalaciones de la calle San Romualdo, donde se financió su actualización y mejora con capital privado al margen de la ley. Aparte del flujo de información proveniente de la NSFNET (National Science Foundation´s Network), subvencionada y potenciada por el Gobierno norteamericano, miles de personas inconexas y en diferentes países trascribían ecos de sociedad, noticias, habladurías, novelas o datos de su vida y de personas relevantes, a disquetes que se introducían en la memoria de la máquina. Todo el mundo metía datos y preguntaba resultados. Los perfiles e identidades, que en un principio se creaban con más arte que conocimiento, en 1985, ocho años tras el bautizo de Free World, podían insertarse en entornos sólidos y adornarse con attrezzo muy verosímil.

Los paisajes que en esos años ofrecía Free World al introducir una fecha o un personaje eran ridículos comparados con los que se obtienen en la actualidad, aunque eran suficiente para saber qué buscar. Y mucho más que lo alcanzable por medios tradicionales. Los requisitos, por otra parte, eran menores. Si era más complicado que hoy buscar información, también resultaba más difícil comprobarla y cazar un gazapo importante. La ilusionante evolución desde la rudimentaria y gubernamental ARPANET a Internet, una vez creado el lenguaje HTML y la WWW en 1990, encontró su autopista con el interés privado tras la liberalización de su uso público en 1993 y su independencia de la NSFNET. De 1993 a 2006, Internet alcanzó la cota de 2.000 millones de usuarios.

Los que en los ochenta habíamos empezado con las pantallas verdes o incluso con la información en tarjetas perforadas, alucinamos hoy al ver cómo al iniciar una búsqueda Free World nos ofrece un universo de colores y conexiones con todo tipo de archivos de imagen y sonido, con una profundidad de contenidos o variables y un abanico de fiabilidad desde la ciencia al chismorreo.

Había otros departamentos de Asia y África, pero eran especializados. El 80% de la actividad provenía del gran libro de Occidente, donde la comunicación fluía por “cables más gruesos”.

Ignoro cuánta gente —ni qué gobiernos— llegó a trabajar en esta recogida de datos y cuánto era generado por los ordenadores. Cada dato consultado y cada relación establecida, cada nuevo personaje o hecho introducido, quedaba registrado y a disposición del resto. No era extraño trabajar en una documentación y que esta se comportara como un organismo vivo, creciendo y variando su universo de relaciones.

En los primeros días, para familiarizarme con la herramienta, se me propuso que consultara hechos conocidos por mí e introdujera en Free World variables procedentes de mi propia experiencia, aportando documentación. Me hubiera encantado quedarme haciendo aquel trabajo toda la vida. Una vez alineé mi mente con el verde y negro y el papel lineado, empecé a gozarla. No he visto nunca nada tan divertido. Incluso aquel primitivo sistema deja a la actual Wikipedia a la altura de un puzle para un niño de cuatro años. A poco que te asomaras a su contenido con un punto de mira, todo se iba abriendo como un árbol, relación a relación, conectando con otras unidades informativas que a su vez se ramificaban de nuevo. En cuanto introducías un hecho de tu vida, los protagonistas del mismo aparecían en un sinfín de nichos más, las relaciones se modificaban y al volver a hacer nuevas consultas los resultados ya eran diferentes y los lazos se multiplicaban. Si la policía de cualquier país dispusiera de esta herramienta, la criminalidad habría caído en picado, pero ese bucear en la vida de los demás era del todo ilegal.

Hoy en dos clics tenemos al alcance lo que entonces costaba meses reunir, pero el salto ya estaba dado. De tener a no tener. Hoy, ha mejorado la cantidad, la calidad y sobre todo la rapidez. Hemos pasado del telégrafo al e-mail, mas el primero que pudo hablar con alguien a 500 km de distancia, cambió el mundo.

Cuando comprendí el alcance de aquel juguete no pude menos que blasfemar.

—Es como ser Dios. Apasionante.

—Solo Dios crea —me corrigió Fernando—. Nosotros simplemente hacemos trampas.

Pronto llegó el momento de ir más allá del trabajo de biblioteca y empezar a compaginar esta actividad de reunir información con una labor más activa. De bibliógrafo a redactor. Me confiaron cosillas sencillitas e inocuas.

Buscaba perfiles según el manual. Principalmente personas de mediana edad de vida anodina: carreras profesionales no significadas, parejas esporádicas, alejamiento familiar y entornos de escasa relación social. Hoy no es difícil. Internet está lleno de páginas donde mucha gente sola busca compañía de uno u otro tipo. Entonces buscábamos en las páginas de los periódicos, en los clubes sociales, en las listas de damnificados, despedidos, desempleados, consultorios radiofónicos, asociaciones de separados, divorciados, juzgados, hospitales, etcétera… La prospección era farragosa, aunque lo cierto es que no faltaban desgraciados que hubieran cambiado su vida a la menor oportunidad.

Señalaba posibles candidatos y abría fichas con sus nombres y características, los introducía en el ordenador y gente de campo iba añadiendo datos. Los investigaban primero y luego, si parecían cubrir las expectativas, se hacían acercamientos en perfil bajo para poder completar sus datos. Fechas, comidas, visitas, películas, libros, salidas, vacaciones… todo iba apareciendo en el archivo. Un perfil se construía paulatinamente. Se anotaban datos y se abrían preguntas que se iban respondiendo poco a poco. Con los avances técnicos que se incorporaban a velocidad vertiginosa —siempre disponíamos de lo último—, la información y la capacidad de acceder a todos los rincones aumentaba exponencialmente.

Los archivos se confeccionaban durante años. Cada vez más deprisa y más completos. Podía haber tres o cuatro centenares de archivos abiertos en mi cuenta. Ignoro los agentes que trabajaban en paralelo. Cuantos más candidatos y mayor solidez de los perfiles, más jugosos eran los ingresos. Pero cuando había una verdadera recompensa era cuando uno de esos perfiles cobraba vida. La venta se había hecho efectiva.

Trabajaba como autónomo, facturando a gabinetes de abogados, empresas de selección de personal, alguna ONG, incluso a empresas de alimentación o grandes almacenes, bajo conceptos como “estudios de respuesta ante estímulos publicitarios”, “selección de candidatos”, “análisis de consumo”, etcétera. No era una factura mensual ni un importe fijo que fuera protestable o previsible y siempre eran importes generosos. No tenía vehículo en propiedad, pero disponía de una amplia gama para usar y divertirme. Era titular de una vivienda unifamiliar, independiente, en las afueras, en una buena zona. Nunca pagué nada por ella. La casa me encantaba.

Cuando comencé a trabajar sobre el terreno —como hizo Fernando conmigo—, disponía de varias viviendas para invitar o reunir gente. Un catálogo de falsos domicilios de diferentes tamaños, en barrios diferentes y ambientados de distintos modos, adecuados para representar uno u otro papel. Tuve que aprenderme calles, transportes públicos y la disposición y el contenido de cada vivienda para manejarme en ellas como si fueran mi domicilio habitual. Siempre estaban a punto, con la nevera y el bar llenos, la cocina con notitas y los aparadores con novelas y fotos.

Al principio abría muchos archivos y pensé que la pérdida de candidatos sería permanente. No es extraño que alguien cambie de trabajo o encuentre una buena pareja y su vida adquiera interés dejando de ser tan poco satisfactoria. Todo el mundo tiene oportunidades de mejorar, tanto su situación personal como laboral. Quien es feliz o tiene buenas expectativas no desea cambiar de vida, así que trabajé con ahínco en la prospección, para mantener un cupo importante de candidatos disponibles. Sin embargo, con el tiempo me di cuenta de que no perdía tantos como creí que sucedería. Tardé en comprender que sus vidas eran intervenidas para que continuaran encalladas sin futuro y siguieran siendo intrascendentes.

No era casual. Era una manipulación perversa. Era fácil, por ejemplo, distraer a un hombre de una relación sentimental prometedora cruzando otra provocada en su camino, hacerle perder un puesto de trabajo o bloquear una oferta, reventarle unas vacaciones o generarle gastos inesperados dañando su situación económica. La vida de los sujetos se dirigía con pequeños pellizcos y tenía que suceder algo realmente definitorio para que escaparan de la red de nuestro interés.

Por el contrario, si estos sujetos caían moralmente o sus circunstancias empeoraban tendiendo al deterioro personal, se deslizaban pequeñas ayudas destinadas a cuidar la inversión de tiempo y dinero que se había dedicado al candidato. Esas ayudas llegaban en forma de un incentivo laboral, una noche divertida, un viaje… En una ocasión, incluso pagamos un pequeño premio de lotería a un enfermero al que un crédito consumía.

En cierto modo, se conseguía un equilibrio. Al igual que en el sistema económico occidental se mantiene a una parte de la población en precariedad para frenar las exigencias del resto y tener mano de obra barata a discreción, Protección y Derecho trataba de mantener un amplio elenco de personas disponibles, ávidas de cambiar de vida y aceptar una propuesta que para nosotros era un bono negociable en otro mercado. Lo cierto es que adornaban esta realidad con bastante arte. La maldad intrínseca del sistema no era tan evidente como yo la retrato desde aquí. Y el dinero siempre es un buen adormecedor de conciencias escrupulosas. Nuestro propio espíritu de supervivencia hace que las cosas nos parezcan más aceptables de lo que son.

Llevaba un año documentando archivos cuando llegó la primera demanda. Fue muy fácil de cumplir. Había que dar una cobertura a un infiltrado que había colaborado con la policía mexicana, descubriendo la red de un traficante de personas en Ciudad Juárez.

Rescaté a un ingeniero, soltero, de 52 años, algo mayor que el peticionario, pero en buena forma. Una persona gris sin familia ni casi amigos, con un trabajo mediocre. Lo tentamos con un empleo en Antel, operadora estatal de telefonía en Montevideo. Era un hombre con poco espíritu aventurero, así que hubo que ofrecerle un pequeño periodo de prueba, en el que se le facilitaron las cosas de modo que todo le pareció mucho mejor de lo que después iba a resultar. Vendió su vivienda en Zaragoza y se desplazó a Uruguay. Apenas tenía dos primos con los que siguió en contacto felicitándose en navidades y poco más. No hizo falta cortar el cordón que le unía a España de puro tenue que era. Creo que al final incluso formó una familia y no le fue mal los primeros años. Luego, le perdí la pista. Una vez transcurridos los meses iniciales, ya no nos preocupábamos de los cedentes. Los receptores eran los que constituían nuestra fuente de ingresos.

El colaborador de la policía adoptó su nueva identidad. Tanto el ingeniero zaragozano como el peticionario sabían francés y Canadá fue una buena opción. Se instaló en Ottawa. El perfil cedente no era alto ni la demanda del peticionario tampoco. Se gestionó un trabajo en una empresa de importación de productos de Centroamérica y se ingresó en su nueva cuenta un dinero inicial, justificado por la venta del inmueble en Zaragoza. Era un trabajo para el Gobierno mexicano o quizá no. Pensándolo bien, no podría asegurarlo. Fue sencillo. Años después, el protegido desapareció. Se inició una búsqueda, pero el pagador declinó sufragar los costes. Quiero creer que se trató de un trabajo limpio y el peticionario encontró su nueva vida. Sinceramente, espero que no fuera localizado por el cártel mexicano del que huía. Confío en que el cártel no pagara mejor.

Hice un par de perfiles sencillos más y gracias a los ingresos que me prodigaron, me acostumbré a vivir muy bien. Los que nos incorporamos a la agencia en esos años iniciales nos convertimos en auténticos expertos porque fuimos conociendo los avances del sistema uno a uno y aprendiendo a utilizarlos desde el principio, además de exhibir una cultura del esfuerzo, ajena al concepto del todo a un clic.

La plantilla de Protección y Derecho se estructuraba piramidalmente, individuo a individuo; no se formaban grupos y cuando alguien despuntaba con un índice alto de efectividad, ganaba dinero, mucho. Disponíamos de una buena casa, un buen coche y tiempo y medios para acudir a los sitios de moda o de interés, En resumen, una vida agradable. Y, aunque tu conflicto interno esté ahí, acabas aceptándolo con normalidad y te emparejas, te casas y tienes hijos. Mi vida estaba vigilada y no sonó ninguna alarma.

Todo iba sobre ruedas.

Capítulo 6

Lerma, 16 de diciembre de 2017

—Eudald Roset es un nacionalista de manual. Si lo hubiera creado yo no lo habría hecho mejor, pero yo no he sido, Fernando, te lo prometo. No he tenido nada que ver. Las primeras preguntas pertinentes son: ¿qué es Eudald Roset? ¿Qué es este Frankenstein lanzado a la palestra pública? ¿Es un ensayo? ¿Por qué, para qué y, sobre todo, quién ha creado a Eudald Roset?