Dedos meñiques - Filip Florian - E-Book

Dedos meñiques E-Book

Filip Florian

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Beschreibung

En un pueblecito de los Cárpatos, se descubre una fosa en una fortaleza romana. 'Fueron víctimas de un pelotón de fusilamiento comunista? Y, 'por qué cada noche desaparecen de la tumba huesos de los dedos de la mano? Los lugareños esperan que un equipo de cinco antropólogos forenses, especializados en analizar "de­saparecidos" de la Junta argentina, solucione el enigma. Mientras tanto, Petrus, un joven arqueólogo, pasa los días de lluvia escuchando a su tía evocar viejas batallas y a sus amigos cotillear y adivinar el destino en el po­so del café: el amor y el dinero aparecen de manera milagrosa; el jefe de policía hace declaraciones a los periódicos; el coronel Spiru, jefe investigador militar, merodea por los alrededores de la fosa y, en las montañas, la mano del destino conduce de nuevo a un humilde sacerdote por los caminos de la historia.

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FILIP FLORIAN

DEDOS MEÑIQUES

TRADUCCIÓN DEL RUMANO DE J. LLINÀS

ACANTILADO

BARCELONA  2011

A Mirela, que hace el mejor café del mundo. Su risa me derrite.

CAPÍTULO I

1

Todas aquellas personas que no habían resistido la tentación de redactar una monografía de su ciudad—un maestro, un abogado, dos monjes, un veterinario y un jefe de estación—habían vivido con la convicción de que, después de que el castro romano hubo sido abandonado (o incendiado o azotado por una plaga exterminadora o castigado por Dios), la tierra se lo había tragado para siempre. Creían que estratos de arena, arcillas, sedimentos de todo tipo y mantillo se habían asentado a lo largo de la historia, gruesos, densos, sobre Principia, sobre thermae, canabae y horreum, se decían a sí mismos que una vegetación carnal, agresiva, había ocupado las colinas. Al mismo tiempo que fijaban los orígenes de la urbe y de los primeros testimonios documentales, los autores de aquellas enternecedoras crónicas dejaban los vestigios de lado, hasta 1932, cuando, anotaban ellos, un equipo entusiasta de arqueólogos había sacado a la luz unos cuantos muros derrumbados. El momento quedaba consignado de manera sucinta, pero lo que parecía impresionarlos no era la aparición de las ruinas, que salieron a la luz después de dos milenios de oscuridad, sino la presencia en el grupo de profesores y de estudiantes de un cierto personaje. Había referencias hostiles o admirativas (en ningún caso neutras) a aquel personaje y en la obra del abogado Stratulat, junto a un retrato al carbón, dabas con una descripción detallada de una mujer de pelo muy corto, que llevaba siempre pantalones de montar y botas de caña, posesora de una pitillera de ámbar de veinte centímetros de largo. Hablaba un inigualable francés, informaban unas líneas del maestro, se movía despacio, rolliza, templaba autoritaria a los jornaleros contratados para las excavaciones, mientras que sus blusas vaporosas destilaban un perfume de higos. Gavrilescu, el veterinario, la comparaba con una gallinita copetuda de monte, de plumas erizadas, capaz de provocar durante la época de celo crudelísimas luchas entre los gallos; el ferroviario la había visto circulando únicamente en las cuchetas de lujo del expreso, siempre acompañada por señores elegantes (entre ellos, a menudo, un ministro y un general) cuyos restos de pasión se consumían en las mesas de ruleta y de bacará del casino. Los textos del maestro y del abad desprendían, en cambio, irritación y lamentaban el hecho de que, en el verano y el otoño de aquel año, la joven generación o, en un sentido más amplio, el rebaño de creyentes, estaba predispuesto a extraviarse. El maestro estaba contrariado porque en la Escuela de señoritas se había extendido la moda de cortarse el flequillo y de recortarse las coletas, los alumnos de instituto y los de liceo se apiñaban para participar como voluntarios, no sólo durante las clases, en el descubrimiento de construcciones antiguas y el archimandrita Macarie constataba con malicia que el número de cabezas de familia en la iglesia, en la santa misa, disminuía de manera preocupante y que la tranquilidad de muchas parejas, según el contenido de las confesiones, estaba en peligro. El único que ignoraba completamente a aquella criatura exótica y los sucesos que provocaba, el único de cuyos escritos no podías deducir ni siquiera que la encantadora amazona hubiera nacido nunca, era el otro fraile, el padre Ioanichie. Como promotor que era de una teoría de pura descendencia bíblica, veterotestamentaria, no dudaba de que sobre la ciudadela habían caído en algún momento, a la vez, la ira del Padre y la del Hijo, unidas en una fuerza devastadora y purificadora, capaz de cubrir con flores, matas y árboles, a lo largo de diecisiete siglos, un lugar de lascivia humana. Y este servidor de Dios cuya tumba se hallaba entre las de los hermanos ordinarios, en el patio del monasterio, había estado seguro de que el desenterramiento de la primera piedra del viejo castro romano había significado el revivir del mal, del vicio, que él, por su parte, descifraba en la conducta de la gente, en sus arrebatos.

Yo había encontrado las seis monografías en un oscuro escondrijo de la biblioteca pública, al cabo de una semana de búsqueda. La fortuna del descubrimiento vino acompañada de un ataque de úlcera tal que, tras vanos intentos, finalmente pudo el gris de mis doloridas facciones, fruto de la agria tristeza, enternecer a la dama que regentaba la institución. La señora Mia (así se presentó) había sacado con una expresión cómplice la cadena de llaves que se balanceaba entre sus senos gigantescos y, torturada por la obesidad, había abierto la puerta de una habitación pequeña que también estaba, como todas las otras, bajo la influencia del clima sin estaciones de tales espacios: un aire oxidado, mezcla de polvo, papel macerado y veneno para cucarachas. Era un trastero estrecho destinado a escobas, trapos para el suelo y bombonas de butano que no cumplía su cometido. Lo que tenía delante, bajo la cortina de telarañas y las cacas de ratón, constituía una antigua donación del ayuntamiento (memoria viva de la localidad, me había susurrado la gordinflona), compuesta por órdenes del día del regimiento de guardia, esbozos de monumentos, libros de honor del sanatorio, del casino y de los hoteles, carteles de los bailes de caridad, cartas de dotes, expedientes académicos y testamentos de próceres, programas de carreras automovilísticas por la costa, himnos de los boy scouts y de los centinelas, decisiones del consejo referentes a la denominación de las calles principales, proyectos de edificios nunca construidos, como el teatro, el patinadero y la ermita de la gruta de Santa Verónica. Me llevó toda una mañana y medio blíster de ranitidina extraer los manuscritos, de los cuales esperaba tanto, del montón de documentos amarillentos, planos, registros y carpetas. Al final de aquella operación, mi camisa a cuadros se había vuelto de un gris uniforme, la boca y las ventanas de la nariz se me habían llenado de un polvo asfixiante, insípido, y las nociones de jabón y de baño caliente me parecían más tentadoras que nunca. Mi ingenuidad me había hecho suponer que estudiaría los cientos de páginas con calma, con infusiones de orégano y pan tostado al lado, con las melodías de los hermanos Mills fluyendo a la sordina, con una botella de agua caliente en la barriga, estirado en la cama blanda, reconfortante, de la habitación que había alquilado en casa de la tía Paulina. Pero mientras revolvía las pilas de registros, horas y horas, la bruma de buena voluntad de la bibliotecaria había desaparecido, la amargura avinagrada había cubierto de nuevo sus rasgos. Me clavaba la vista con sus ojos pequeños, hundidos entre los hinchados párpados, respiraba jadeando, casi asmáticamente y afirmaba que las piezas raras, del fondo de reserva, no se podían consultar más que en la sala de lectura.

Había escogido el lugar más iluminado al lado de una de las ventanas que daban al sur y, cada vez que conseguía irme del asentamiento arqueológico, recorría atentamente aquellos textos olvidados. Entre una compañía habitualmente desagradable, formada por las amigas de la señora Mia y jubilados que rellenaban boletos de lotería, esperaba descubrir un suceso antiguo o por lo menos un indicio referente a las osamentas de las ruinas. Tenía que tratar con caligrafías muy diversas, desde la excesivamente cuidada del antiguo abad hasta la rebelde, difícil de descifrar, del veterinario. La sintaxis y la ortografía también diferían, así como el estilo narrativo, pero, por encima de todo, había un molesto tono común, una especie de acuerdo secreto entre los cronistas para tratar polémicamente los mismos acontecimientos. El jefe de estación, por ejemplo, achacaba la anulación de la visita de Francisco José a un complot de principios de siglo de los ferroviarios magiares, el maestro veía en aquel brusco cambio del programa imperial una lección dada a Carol I, el doctor Gavrilescu explicaba el incidente por el desajuste entre la fecha del viaje y la temporada de caza del zorro y el abogado Stratulat suponía que la decisión de la corte de Viena era consecuencia de unas razones galantes, imposibles de incluir en el comunicado oficial. En este punto, a pesar de encontrarse en grados tan alejados de la jerarquía eclesiástica, Macarie y Ioanichie coincidían sin embargo en sus convicciones, al interpretar el gesto del último Habsburgo-Lotharingia como una infamia arrojada por el catolicismo a la cara de la ortodoxia. En lo que se refiere a los hechos que me interesaban, de los cuales dependía la continuidad de las investigaciones en el castro romano, estaba claro que, si no encontraba información en alguna de las obras, no la encontraría en ninguna otra. Sin embargo, entre las cubiertas de color marrón que protegían la variante del jurista no se hallaba nada capaz de explicar la presencia de decenas de esqueletos en el perímetro de la ciudadela. Había llegado al final de aquel relato un día miércoles (lo recuerdo con precisión ya que la gente volvía del estadio, de un partido de Copa), eran cerca de las seis, la hora de cerrar, y, como en la comida había ignorado las galletas y el requesón, el estómago me estaba atormentando terriblemente. Las convulsiones de la úlcera y mi decepción habían amansado de nuevo a la bibliotecaria, quien había sentido la necesidad, en la desierta sala, de sentarse a mi lado y parlotear algo sobre cómo la gente huía de los libros. El sol se había vuelto diminuto y estaba a punto de desaparecer detrás de una cumbre frondosa cuando sentí sus dedos húmedos entre mis piernas.

No podía renunciar a leer el resto de los manuscritos, me iba demasiado en ello, pero, en las nuevas circunstancias, dependía del horario de los demás. Cada vez que la sala de lectura estaba vacía, evitaba entrar, y cuando las últimas personas se marchaban, me apresuraba a acompañarlas. La gordinflona, aunque llevaba a menudo gafas—romboidales con un cordón dorado—se comportaba después de aquel engorroso episodio como si yo fuera transparente, imposible de distinguir. Su falsa indiferencia tenía algo de amenazador, aunque, en comparación con la terquedad del jefe de policía o con la firmeza de los antiguos detenidos políticos y de los periodistas llegados de Bucarest, parecía cosa de niños. Aquellos señores mayores, atormentados y a la vez fascinados por el pasado como los jóvenes periodistas, anticomunistas tardíos, no aceptaban que el sinfín de restos mortales fuera más que la consecuencia de una ejecución sumaria, consumada al borde de una fosa común, en los años cincuenta. La opinión de los historiadores no les interesaba, las dudas del médico forense les parecían sospechosas, fruto de la cobardía, y el hecho de que los fiscales no hubieran identificado ni una bala era considerado un signo de complicidad durante decenios con los autores de la masacre. Eran creyentes de su propia teoría, que originaba comentarios y artículos de prensa categóricos. La ausencia de algunos dientes probaba, en su concepción, las torturas previas al fusilamiento, las fracturas de los cráneos eran una prueba del uso de la pistola y de la porra, la colocación de los miembros a una cierta distancia de las clavículas y de las pelvis demostraba que no se había tratado de un entierro cristiano, sino que habían sido arrojados en grupo, desde una cierta altura, los cuerpos sin vida. El personaje del momento era sin embargo Maxim, que había ordenado la suspensión de las excavaciones arqueológicas hasta el esclarecimiento del caso y no se cansaba de conceder entrevistas a periódicos, semanarios, agencias de noticias, emisoras de radio y televisión. Su olfato de policía, un sentido profesional aparte (afirmaba él sin cesar) le decía que se hallaba ante un crimen odioso que no quedaría sin castigo. A fin de convencer a las cámaras, pero también a micrófonos y magnetófonos, el mayor se pasaba continuamente los dedos por el bigote negruzco, apretaba los maxilares y, con voz grave, pedía comprensión por la discreción que le exigían las pesquisas. En cuanto a las monografías, posible fuente de desaparición de las controversias, ignoraban las necrópolis medievales, no mostraban ningún interés por los lugares en que los antepasados habían encontrado su descanso eterno. El veterinario aludía a una incierta enfermedad de los caballos que habría matado ejemplares de entre los más esbeltos antes de la primera lugartenencia principesca, pero no tenía noticia del asentamiento temporal de un cementerio entre los muros de la ciudadela.

Aquella mañana en que el estruendo de bocinas y de la charanga había invadido la ciudad, estaba releyendo las páginas del monje Ioanichie. Dejé la historia de los lobos que rodeaban en invierno el monasterio (una descripción de esas bestias como esbirros del diablo: corrían alocadamente siguiendo sus mismas huellas, muchos, como piojos, hacían no un sendero, sino una zanja profunda en los cimientos de los muros, al querer derrumbarlos, caían extenuados después, recogían fina nieve con sus lenguas largas como serpientes, se recobraban y se lanzaban a roer y arañar las puertas con sus colmillos puntiagudos como agujas de sastre y con sus garras cortantes como navajas, algunos golpeaban las vigas de encina claveteadas con la testuz porque precisamente ahí, bajo la piel erizada, les habían crecido cuernos) y, desde el primer piso, desde una de las ventanas de la biblioteca pública, seguí la extraña procesión de la calle mayor. El individuo con sombrero de fieltro a quien llevaban como solista en el capó de un coche parecía ser Luci, el mismo que acababa de cortar la hierba del patio de la señora Embury. ¿Qué tenía que ver él con la música?

2

En uno de aquellos lugares ocultos desde donde los ángeles vigilan el mundo para que Dios Nuestro Señor todo lo sepa (palcos acolchados con musgo, colgados de las estrellas como las barquillas de los globos, atalayas de madera de acacia con cimientos en lo alto de los cielos y agujas hacia la tierra superpuestas al cuerpo del Sol de manera que los ojos de los mortales, cegados, no sientan ni presientan su presencia) no es posible que hubiera pasado desapercibida la perseverancia de tantas bocinas ni tampoco el alboroto de tambores, platillos y trompetas. Y el ruido venía del valle, de la zona de la estación o de más lejos, del sanatorio tuberculoso, y, en el aire tibio de antes del mediodía, hacía que ocurrieran muchas cosas… Se interrumpían plácidos paseos, los balcones de los hoteles se habían animado, había desaparecido el sopor de los taxistas y de los camareros de las terrazas de verano, los vendedores salían a los umbrales de las tiendas, los puestos de dulces y souvenirs, los puestos de helados y los catalejos de delante del cine, los viejos dispositivos ópticos que apuntaban a las montañas, eran abandonados por los niños que estaban de vacaciones. En la entrada del parque, al lado del dromedario lleno de adornos orientales, el fotógrafo escrutaba a través de las gafas ahumadas el horizonte, intentaba distinguir algo en la curva de delante de correos, ahí donde tendría que haber aparecido el ruidoso convoy. Para las chicas de liceo que esperaban en un banco el autobús de la línea 3, el que llega a la cascada, el señor Saşa había lanzado la hipótesis de que, en el sanatorio, para desayunar, habían echado gas en lugar de bromuro en el té de los enfermos de pulmón.

Después, en la parte de abajo del bulevar, había aparecido un insólito tiro: un Mercedes blanco, reluciente, que tiraba de una carroza fúnebre de la época en que los caballos valían su peso en oro. Seguían coches con los faros encendidos, con cintas de duelo atadas a los retrovisores. Avanzaban despacio, con una especie de devoción vial, pero era difícil adivinar hacia dónde se dirigían, ya que habían dejado atrás la iglesia y el cementerio. Ningún sacerdote acompañaba el cortejo, en cambio el chófer de la limusina de delante, usando un megáfono, cantaba Eterna memoria en un falsete atormentado. La primera en advertirlo fue la señora Fotiade, la farmacéutica, que había rogado a la Santísima Virgen por la paz de todos. También ella había reconocido al hombre al volante y, afectada de palidez, mordiéndose los labios con los dientes pequeños, de gato, se retiró al laboratorio entre tubos de ensayo y sustancias curativas.

Repartidos por las ventanas de los automóviles, los cobres y los tambores brillaban a la luz de finales de junio como láminas de oro mientras sus músicos los manejaban con pasión, como negros seducidos por el boogie-woogie. Lo que se elevaba por encima de la columna no era sin embargo una marcha fúnebre, los sonidos se estorbaban unos a otros, cogían un berrinche, chocaban y rebotaban quién sabe dónde, entrechocaban las cabezas como los carneros en un alboroto ensordecedor. De entre la tropa de intérpretes de ocasión (estafadores, chulos, tíos con puños de hierro), Luci, que se encontraba en posesión del bombo, era el único que buscaba el compás de la delicadeza. Cuando el Mercedes blanco se paró delante del ayuntamiento y toda aquella larga fila como una lombriz corpulenta, infinita, quedó inmóvil, fue él quien confirió nobleza al minuto de silencio. Las alarmas y las bocinas se habían calmado, la orquesta había callado y Luci, sentado con las piernas cruzadas en el capó de un jeep, con uno de sus elegantes sombreros calado hasta las cejas, con el pendiente plateado brillando en el lóbulo de la oreja izquierda, se esforzaba por reencontrar algo que es posible que fuera, en ausencia del oboe, un pequeño fragmento del concierto en re menor de Marcello. A su alrededor se había hecho el silencio, incluso demasiado silencio, sólo el dromedario del fotógrafo, Aladin, bramaba sin cesar.

De la carroza fúnebre se podía decir que había sido una carroza hermosa. Con rollizos ángeles grabados en el frontispicio, con escenas bíblicas pintadas en los laterales, con las cortinillas de terciopelo carmesí sujetas con cañutillos. La habían afectado las lluvias y los demasiados trayectos al cementerio, la pintura se había desprendido, pájaros, ratones e insectos habían dejado su marca mediante un sinfín de agujeros y fisuras. Olía a pipí porque dentro había encontrado refugio hasta hacía poco una perra con cachorros. Delante del triste vehículo, unos cuantos hombres encendieron puros (uno fumaba en pipa), bajaron el ataúd, lo llevaron a pasos lentos, sugiriendo devoción, y lo depositaron sobre un pedestal metálico, justo en la entrada principal del ayuntamiento. Ajustaron en la parte de arriba un objeto voluminoso, cubierto con una sábana y dos coronas pequeñas de flores amarillas de diente de león.

El chófer del Mercedes (que llevaba chanclas, pantalones cortos ajustados y una camiseta de los Chicago Bulls abombada por la barriga) dirigía atentamente el ritual funerario, gritando sin cesar «Señor, ten piedad». A su señal, sin que desconsideraran su relación con el tabaco, los tipos se apresuraron a descubrir la cruz y a levantar la tapa del ataúd. Se había extendido un murmullo entre los espectadores, como ocurre cuando el alivio de una multitud se confunde con el asombro o con vivencias muy intensas. Entre las tablas de abeto, con las manos juntas y torcidas sobre el pecho, con las piernas giradas y despatarradas, yacía un títere del tamaño de una persona, hecho de trapos y paja, con un vestido de mendigo. Tenía la cara anchota, sofocada por la barba. En la cruz de al lado de la cabeza había pegado un cartel electoral que representaba a un candidato solar, seguro de sus poderes, y debajo, en una placa, estaba escrito «Aquí descansa Victor Lazu, un mierda que quiso llegar a alcalde».

3

¿Qué habría hecho yo, Dios mío, de verdad, si no me hubiera contado la tía Paulina sus sueños cada mañana? Vía de escape en cualquier caso no había, quizás sólo si me hubiera escondido en el armario o me hubiera encerrado en el baño, pero no habría tenido ningún sentido, lo prefería así, con infusiones y rebanadas de bizcocho con nuez, en la veranda, con la diminuta lluvia que no paraba de caer, con la radio a la sordina, la tía Paulina y yo repantigados en las mecedoras de mimbre. Se estaba bien, sopor, sólo que hacía un poco de frío, la infusión de orégano no llevaba nunca azúcar, suerte que tenía bizcocho de sobras, por lo demás sus historias no me molestaban en absoluto, yo no formaba parte de los personajes, escuchaba solamente, como un testigo de los sucesos imaginados o vividos por otros. El reloj lo había perdido adrede entre la ropa sucia, me llevaba las manos a los oídos cuando algún locutor anunciaba la hora exacta, qué importaba el tiempo cuando a la tía Paulina la visitaba a menudo, casi regularmente, un señor de frac, con camisa de seda blanca y pajarita granate, un señor de mediana edad, de pelo ligeramente gris, con las mejillas recién rasuradas, bastante alto, sin rastros de debilidad en el cuerpo, un señor en el verdadero sentido de la palabra. Me bastaba para entenderlo todo pensar en el siempre frágil ramo de acianos silvestres, a juego con los ojos de ella, que le ofrecía galantemente, oliéndolo antes de depositarlo en su regazo. Lamentablemente también hacía tictac un reloj en el estómago, quién sabe cuándo me lo había tragado, uno que no podía parar, me entraba hambre (¡ah, cómo lo odiaba!), me mordía la lengua, aplazaba el momento de decirlo en voz alta, me quemaba por dentro. La úlcera ha sido siempre acérrimo enemigo del diálogo, me aguantaba no obstante un rato, y el señor la invitaba ceremonioso, según todas las reglas de las buenas maneras, a un paseo en la limusina Plymouth del treinta y dos, nunca otra marca ni otro año de fabricación, un paseo por el bulevar. De dónde salía la idea de bulevar sólo el buen Dios debía de saberlo, en la ciudad no había habido nunca nada parecido, ni siquiera un sitio que llevara tal nombre, en fin, es posible que él conociera alguno, no lo pongo en duda, por tanto un paseo por el bulevar, con el motor en primera, lento, ligero, cerca de la acera, no por espíritu de previsión sino para que vieran todos quién era la tía Paulina y en qué compañía andaba. Decía que iba al lavabo, un momento sólo, disculpe, me precipitaba en la cocina y masticaba dos o tres trozos de pan tostado, ni siquiera la mitad de una rebanada, todo volvía a ser de color de rosa, el coche aparcaba a la entrada del parque. El chófer abría grave las puertas, creo que era imprescindible que fuera un chico joven, rubio, con uniforme gris con faldones, y la pareja bajaba estudiadamente, lanzando miradas con naturalidad a su alrededor, se dirigía después despacito, por el paseo, pisando hojas marchitas de castaño (el otoño era la única estación), hacia el quiosco donde tocaba la banda. El señor repartía dinero a los mendigos, preocupado permanentemente por la conversación, no dirigía la mirada ni un instante a las manos que se extendían a izquierda y derecha, y ella parpadeaba, con los labios ligeramente en punta, lo suficiente para quedar bien, susurraba palabras románticas sobre aves migratorias, de vez en cuando se colaba un discreto apretón del brazo, naturalmente casual, la música se acercaba más y más, como ligada a los saludos mecánicos, movimientos oblicuos de cabeza, cada vez más frecuentes alrededor del quiosco. Figuras desconocidas, respetables y a la vez llenas de respeto, y por entre las pobres de los bordes, las harapientas sin lavar, ¡lo último!, ¿quién crees? Mioara, la farmacéutica, Paraschiva con su bastón y mi querida Jeni, mis vecinas, querido, ay de ellas. Gente buena, elegante, una hilera de extranjeros, siempre más y más, y alrededor, al lado de ella, conocidos de su juventud y de después salían en uniformes de guardias, de vigilantes, de pobres soldados o, incluso peor, ¡gente hecha y derecha!, de pelo blanco, aparecían vestidos con uniformes de colegio. Y de nuevo decía que quería ir al lavabo, seguramente un resfriado, tía Paulina, es lo que ocurre con estas lluvias, vuelvo enseguida. Otra vez en la cocina, una lonchita transparente de queso, un mordisco a un huevo duro. En el quiosco, el director de la banda se inclinaba reverencioso, la música no se detenía, y las dos sillas del centro esperaban libres a que la pareja se sentara cuanto antes, nadie habría osado nunca ocuparlas, se aplaudía entre melodías, el señor tocaba por un inocente error el zapato de piel de serpiente, con tacón de aguja, y retiraba en el acto su propio zapato de charol. El incidente, llamémoslo afortunado, se extinguía con un vago rubor de mejillas, se aplaudía, aplaudían ellos también, los zapatos volvían a encontrarse, a veces también los codos y los hombros, se encendían las farolas, el cielo se volvía amoratado, el director de la banda buscaba sus miradas y no olvidaba inclinarse una vez más (el otoño era la única estación) y por encima de la música descendía el fresco. Soñaba con la sopa de pollo, la úlcera acaba consiguiendo alterar el carácter de las personas, soñaba también con tallarines, ellos volvían a estar en la limusina, ella con un chal de mohair azul marino por encima del vestido azul celeste, se multiplicaban las luces en la ciudad, brillaban, el asiento de atrás estaba a oscuras, el chófer miraba al frente, impenetrable, el señor, que estaba con las manos quietas sobre las rodillas, narraba la vida de un ilustre tenor italiano. Me ardía terriblemente el estómago, insoportablemente, tengo hambre, tía, tengo hambre, ah, vaya, qué bien que lo diga, me he dejado llevar por las historias, el resto se desvanecía.

Por las tardes salía de casa, lloviznaba, recorría el camino hacia el castro romano, el agua chorreaba a cada paso, antes o después levantaba el cuello de la gabardina, el paraguas era una especie de medicamento. Hombre inspirado fue aquel que había esparcido gravilla por el sendero, ¿de qué le había servido? A mí me iba muy bien, me guardaba por lo menos en parte del barro. La senda parecía olvidada desde la interrupción de las excavaciones arqueológicas, soplaba siempre un viento seco entre los muros de la ciudadela, lo sentía en los huesos.

En la mecedora de mimbre había escuchado una vez cómo una mujer pelirroja desencantaba a Virgil, el sobrino de Paulina, le sacaba la alianza sin que se diera cuenta, él parecía una estatua, después la mujer anudaba en el anillo una mecha del cabello de ella, cortada de la sien derecha, lo hacía girar siete veces delante del corazón del hombre y dejaba la alianza en su palma. Desparecía un rato, Virgil avanzaba por un puente alto, en algún lugar muy alto, por encima de un río, miraba siempre a los lados, nunca hacia el tumulto de las aguas. El té amargo, las nueces del bizcocho bañadas en caramelo. La mujer pelirroja surgía de la nada, bailaba con los brazos arqueados como si estrechara contra su pecho a su pareja, Virgil, inmóvil, miraba en dirección contraria, se distinguía sólo su perfil, el baile le evitaba, de la mujer no quedaba más que un aire de ajenjo. Y no obstante el té tenía un aroma extraordinario, pocas plantas esconden una tal virtud. El puente se balanceaba, bailaba también el puente, el río se teñía de un rojo cada vez más acentuado, hasta que adquiría el matiz de la melena de la mujer, finalmente Virgil pisaba tierra firme, entre flores, miles de flores, el sol salía de muchos sitios a la vez, había seis, contados, seis soles en el cielo. Pasados unos días, el cartero había traído la carta de la madre de Virgil, Lucica, la hermana pequeña de la tía, la leí yo, con mi voz imposible, mi padre me decía cuando era niño que hablo como si estuviera comiendo grosellas, ella había perdido las gafas, ahora escuchaba. Virgil se había quedado dormido en la bañera con el grifo abierto, el agua se había escurrido hasta el aerotermo que calentaba la habitación, habían saltado los fusibles, qué casualidad, ¡de verdad! Virgil se había quemado donde la piel es más fina, o sea ¿dónde?, espera un segundo, tía Paulina, está escrito aquí, mira, entre las piernas y en las axilas, creo que el pobre chico habría preferido una úlcera, deja, hijo, suerte que ha salido con vida, estos sueños…

Salía a menudo hacia las ruinas cubiertas de musgo y líquenes, de hierbas diminutas y hojas mohosas. Y me daban lástima. La gabardina y el paraguas me defendían de la lluvia interminable, el caminillo se perdía entre colinas y mis botas cada vez eran derrotadas por los charcos, estaban empapadas como una esponja.

El señor surgía de nuevo, el frac, el ramo de acianos, la limusina, la banda, solos, ellos dos, en el asiento trasero del automóvil. Un chasquido de dedos, el chófer abría una botella de champán francés, vasos de cristal, el traqueteo monótono del motor, semáforos, el señor tiraba tranquilamente la pajarita por la ventana, se desabrochaba los dos primeros botones de la camisa, tarareaba una cancioncilla, ella se derretía como una vela de la que no deja de gotear cera, el joven del volante miraba perseverante al frente: según todas las apariencias su cuello era inmóvil. Dos pastillas de ranitidina, daría lo que fuera para que no me operaran. Fuera de la ciudad, bosque, bajo las luces de los faros se extiende un claro de un amarillo trémulo, el chófer toca un violín escondido hasta entonces en el maletero, tango, flotan juntos, las suelas de los zapatos aplastan las hojas secas, a ella se le antoja que se oyen graznidos de grulla (el otoño es la única estación), la vela se ha consumido más de la mitad. Se apagan los faros, las estrellas están completamente ausentes, el violín llora, lástima que el señor no renuncie por nada del mundo a las buenas maneras. Orinas a menudo, querido, me reprendía tía Paulina, y yo comía a duras penas, en la cocina, una galleta o una manzana madura. El chófer abandonado en el campo, noche, casas a uno y otro lado del camino, el coche, un Plymouth del treinta y dos, nunca otra marca ni otro año de fabricación, trepida, vuela, el señor observa impasible que se han quedado sin frenos, baja una calle interminable, en pendiente, qué bueno que habría sido tener alas. Para hoy, cocido de vaca, ¿no? Y no era otoño, sino finales de junio.

4

El profesor Lazu enseña biología. Y es el candidato cuyo entierro simbólico (de chabacano lo había caracterizado la bibliotecaria) se había oficiado no hacía mucho. He aquí su aspecto una tarde de martes: la tez, como la de todos los fumadores compulsivos, tiene un matiz cenizo, las ojeras no son como las provocadas por el insomnio o la gripe, los mechones largos, que salen de las sienes, caen casi siempre a ambos lados exponiendo la coronilla pelada, la escasa barba le ha robado el aire de exaltado y valeroso oficial del ejército blanco anticomunista (es la opinión de una señora, una farmacéutica que muchos años después de su separación todavía sigue soltera). No han cambiado las cejas tupidas, la nariz ligeramente aguileña, los labios carnosos y los mofletes rollizos (rasgos por los que la farmacéutica todavía guarda en un cajón de la cómoda, debajo de su lencería íntima, un disco rayado de Tom Jones, cuyas melodías bailaron en otros tiempos).

En compañía del fotógrafo (el dromedario está fuera, delante del café, atado a un poste metálico) el profesor bebe bitter, vaso tras vaso, y habla sobre el jefe de policía. El señor Saşa tiene delante una botella de cerveza y una bolsa de patatas, escucha. Ambos están con la barbilla apoyada en la palma de la mano, con el codo en la mesa, uno con el izquierdo, el otro con el derecho, flota la música por encima de ellos, hay grupos e intérpretes de los que Puşa sigue esperando que ahuyenten su dolor de muelas. En las pausas entre cedés, se oyen bastantes cosas. En primer lugar: «¡… que hubieran enviado un sargento mayor y se solucionaba, qué puñetas! Se los llevaba por alteración del orden público, por estacionamiento prohibido, por cualquier cosa, les ponía unas cuantas multas, aquí están los baños termales, hay enfermos, viene gente a descansar, no a que les suba la tensión. Tendrías que ver cómo se tranquilizaban esos perros si Maxim se ponía a maquinar algo, pero no ha querido, no señor, no ha querido, ¡está claro!». A continuación (y en la frente del señor Lazu late un vaso sanguíneo, finito, azulado, es como un río poco importante de un mapa): «… y me contaba una tontería tras otra, sobre las osamentas esas, sobre el peritaje. Grande como es él, con la barriga, se inclinó en un momento dado por encima del escritorio, me cogió el brazo y, con un aliento a cebolla oxidada, éste engulle una cebolla hasta con el café, señor mío, estoy seguro, bien, me susurró que ya no puede dormir de ninguna de las maneras, ni con somníferos. Según dice, después de acostarse su mujer, baja de la cama, se desliza hasta el salón, descalzo, que no le oiga ésa, aparta todas las figuras de encima del televisor, una bailarina, un cisne, un torero, algo así, y coloca en su lugar un cráneo de niño, pequeño, grisáceo, que encontró ahí, en la fosa, y que de día tiene escondido en el balcón. Dice que lo guarda en una bolsa detrás de los botes de encurtidos para que no lo encuentre nadie. Tal cual. Y se pasa la noche delante de la cabecita esa y observa durante horas la brecha de la frente, una especie de florecita con nueve o diez pétalos, te lo imaginas, ¿no? Él la ve como una margarita… (tose) y por la mañana, cuando clarea un poco, coge la cabecita en brazos, la acaricia, palpa los ojos, el agujero de la nariz, la boca, las orejas y dice que, poco a poco, entiende todo lo que… (aquí ha intervenido ABBA, con Lay All Your Love On Me)». Después: «… para decirme a la cara, o sea para jurar, así, como delante de un tribunal, que a causa de los esqueletos de la ciudadela no tiene tiempo ni para respirar, menos todavía para prestar atención a bocinas y trompetas, aunque… (tos aguda, seguida de Vaya con Dios, Time Flies)». El fotógrafo se ha ausentado un rato de la mesa, no está en el baño, sino enfrente del café, le ha llevado al dromedario una bolsa de patatas deshidratadas. Cuando vuelve, encuentra al profesor apoyado en una pared, adormilado. Puşa encoge los hombros y sigue vaciando vasos.

El forense se agacha y coge de la hierba un pedacito de papel. Es rojo y está húmedo. Le da la vuelta por un lado y por otro, parece ser el envoltorio de un caramelo. Lo tira.

—¿Es cierto que le tuvieron allí de rodillas, sólo con la camisa puesta?—le pregunta al mayor.

—¿Qué?—masculla el otro.

—Había helado, ¿no? O, bueno, hacía mucho frío. Sea como sea, estar en camisa tanto tiempo, con la cabeza destapada…

—¿Qué quiere decir? ¿Dónde…?

—Le decía de los escalones de la milicia. ¿De qué están hechos? ¿Piedra? ¿Mosaico? ¿Qué tiene usted ahí? Tiene que haber habido nieve. O hielo. Sólo una hora, una hora y media de estar en el suelo puede significar reumatismo. O una afección renal.

—¡Señor! ¡Señor! Yo no… O sea, ¿tú qué…?

—¡Tranquilícese, señor mayor! ¿Está temblando o qué demonios? Se ha quedado blanco…

—¿Tú qué quieres, eh, en realidad? ¿De qué va esto?

—De verdad, no hay ningún problema. Han pasado tantos años, caía enfermo en el acto si eso era lo que tenía que pasar, ahora ya no hay ningún riesgo, todo está en regla. O por los puñetazos, o por las patadas… Lo mismo. Si entonces no aparecieron síntomas de…

—¡¿Tú no lo entiendes, eh?!—sisea Maxim (no grita porque a su alrededor, a ocho, a diez, a catorce metros, nadie tiene una cinta métrica que lo mida con precisión, pero en cualquier caso cerca, hay muchos conocidos, dos fiscales, soldados, unos periodistas, un antiguo detenido político y uno de los arqueólogos).

—No hablo de fracturas o de hemorragias internas, se habrían visto enseguida, se habría notado. Existía el riesgo, no obstante, por tantos golpes, de que apareciera algún coágulo, ya sabe cómo va, cuestiones que dependen de la neurocirugía, es más delicado.

—¡Dilo, hombre, de una vez! ¿Qué pasa?—suelta entre dientes el jefe de policía y se coloca justo delante del forense, con las piernas separadas, las manos en jarras, sus narices a punto de tocarse.

—¿¡Qué suerte, no!? ¡Con tantos choques! Térmico, mecánico, puede que también emocional. O sea, pienso, es posible que haya habido también un choque emocional, ¿no? No es fácil ser miliciano y andar a cuatro patas, que te tiren de la corbata y que te saquen fuera como a un perrito, para hacer pipí… ¡Eh, es desagradable! ¿Y quién te lo hace? Unos vagabundos, así, porque es la revolución… ¡No, es desagradable! He visto al tipo aquel, era el del Mercedes blanco, ¿no?, ¿ese con chanclas y camiseta?

(Los ojos del mayor se han hecho pequeños, fulminan, el color de las mejillas es carmesí).

—Tiene un organismo sano. Come cebolla, mucha cebolla, ¿verdad? Se nota. A lo mejor le ha ayudado la cebolla, quién sabe… Pero utilice en lo sucesivo un enjuague bucal, con el aroma que le guste, ¡no hace daño! Yo prefiero el jazmín.

—¡Ma-ri-cón! ¡Ma-ri-cón!

Vista desde arriba, digamos desde el grueso muro de la puerta del castro (un lugar desde el que también los centinelas romanos habían mirado en otro tiempo, aunque más hacia el exterior de la fortificación y demasiado poco hacia el recinto), la escena era la siguiente: dos hombres, uno de caderas anchas, vestido con un traje beige, y el otro fuerte, con bigote, con el uniforme de Asuntos Internos, se paseaban tranquilamente al lado de la fosa común, al lado de las personas preocupadas por las osamentas. Se pararon en un momento dado, cuando el policía le cortó el paso al otro para decirle algo confidencial o no exactamente adecuado para decirlo a viva voz, a lo mejor un chiste verde. El hombre del traje beige reía con ganas, su cuerpo se sacudía a causa de las carcajadas. Se dirigió después, solo, a otros, seguramente para contarles también a ellos lo que había oído. El oficial debió de acordarse de una cita o de algo importante, porque se marchó apresuradamente.

X, periódico de información, opinión y análisis, núm. 1712, 3 de julio de Y, 16 páginas, Zlei, página Descubrimientos-Investigaciones, artículo «Las víctimas se multiplican, los fiscales callan»:

El último día ha llevado al registro cuatro nuevas víctimas de la masacre de las afueras del balneario W. Según el ritmo a que se exhuman y clasifican los restos humanos, queda claro que el balance de la ejecución ordenada en el pasado por los líderes del partido superará la cifra de 100 o incluso 150. La fosa común—descubierta por casualidad el primer día de vacaciones por aquellos niños a quienes presentamos en una de las crónicas anteriores—parece un abismo sin fondo.

Sigue siendo sospechosa la actitud de los fiscales militares, quienes se niegan a aceptar la evidencia. Si es tolerable el método para establecer el número de los asesinados, según los cráneos, es incomprensible por qué no se reconoce públicamente que se trató de muertes por fusilamiento. Existen, sin embargo, algunos indicios de que los fiscales y, junto con ellos, el forense que participa en la investigación estarían reconsiderando su posición. Ayer, por primera vez, por orden del coronel-magistrado Spiru, los responsables oficiales de las investigaciones dejaron de hacer declaraciones a la prensa. En comparación con el intento de antedatar la escalofriante fosa común de W e, implícitamente, absolver a la Policía Secreta de cualquier culpa, el silencio—este silenzio stampa que los criminalistas se han impuesto del mismo modo que los futbolistas de la selección nacional—podría ser un paso hacia adelante. Es posible que, a partir de ahora, a los asesinos, a sus comandantes y a los cómplices, que todavía ocupan cargos-clave ya no se les proteja con tanto celo.

Por ahora, el único representante de una institución importante que confirma el crimen político sigue siendo el comandante de la policía local, el mayor Maxim, entrevistado repetidamente por nuestro periódico. Este hombre hace esfuerzos solitarios para ir hacia atrás en el tiempo, a los años cincuenta y sesenta, para buscar a los asesinos. A los que apretaron el gatillo y a los que dieron la orden. La última declaración, que el mayor nos ofreció en exclusiva, es la siguiente: «Se ejercen presiones sobre mi persona, grandes, muy grandes, para que renuncie. No voy a renunciar. Independientemente de los riesgos. Hay tantas vidas humanas, también hay niños…».

Nota explicativa: Si ha descubierto en el texto las letras X, Y, Z y W, sepa que no se trata de las incógnitas de un sistema de ecuaciones (es decir de una cuestión algebraica) sino de símbolos gráficos inofensivos que revelan una cierta reserva en lo que se refiere a identidades, cronologías y localizaciones exactas.

Una comida en Casa Matilda: el coronel-magistrado desmigaja rebanadas de pan en la sopa de ternera, uno de los fiscales jóvenes, el capitán, lagrima a causa de la guindilla, el otro, el teniente mayor, no se defiende en absoluto con los cubiertos ante una trucha a la parrilla, el teniente de gendarmes, ni mucho menos en su salsa, estornuda a menudo y se limpia la nariz con las servilletas del establecimiento, que luego amontona en su bolsillo. El local no es como un comedor, en las paredes hay dibujos al carbón y acuarelas que representan a una señora de entreguerras, seguramente la abuela o la tía del propietario, Matilda, sobre las mesas hay lamparillas que imitan quinqués, en un rincón una chimenea, ahora sin fuego, con azulejos de Kuty. Ellos cuatro son los únicos clientes.

Desde la puerta de la cocina, de detrás de una cortina de pana verde, la camarera oye la conversación, reconoce las voces. Sabe que el viejo malhumorado que come ruidosamente la sopa y todavía espera una ración de higadillos de pollo ha contradicho al del pescado y le ha dicho que el jefe de policía no es idiota sino un espabilado que juega sus cartas. ¿Qué cartas, señor coronel? Éste es tonto de remate, ha intervenido el calvo de las albóndigas y la guindilla, pero el viejo mismo les ha explicado que Maxim (ella había captado desde el principio de quién estaban hablando) justamente iba a ser destituido y por eso se ha agarrado con uñas y dientes a la fosa común, para parecer un héroe y que no le puedan echar. El pobre teniente (al oficial de gendarmes le conoce de verse por la ciudad) estaba resfriadísimo y ha abierto la boca sólo para pedir la sal y un poco de pan. El tipo de la trucha, que se había saltado el primer plato pero había pedido dos postres, papanaşi y manzanas en caramelo, decía que a las artimañas hay que responder con artimañas y ha propuesto que al mayor se le garantice la jefatura de la policía local si renuncia a sus chifladas historias, con las que los ha vuelto locos a todos. Después, ha añadido sorbiendo el vino seco, ya se las verá con los jefes del inspectorado.

La chica entra con los otros platos (higadillos, codillo con judías, salchichas con col dorada y papanaşi