Del vicio de los libros - Theodore Roosevelt - E-Book

Del vicio de los libros E-Book

Theodore Roosevelt

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Beschreibung

Puede parecer que este libro trata sobre libros –sobre su almacenamiento, las distintas formas de robarlos, los vicios que suscitan o sus digestiones–, pero la realidad es otra. Se trata de un panegírico. Una apología de la lectura. Una alabanza del lector (...) Gladstone y Roosevelt, Wharton y Woolf, Roberts y Carroll son aquí "lectores". Esta es la clave de los textos que reunimos en este volumen. A veces podrá darnos la sensación de que se enfrascan en otras cuestiones, pero quien preste atención observará cómo no logran reprimir del todo una sonrisa furtiva al saberse entre iguales. Porque, como los tahúres de Las Vegas, estos lectores saben que lo que pasa en los libros se queda en los libros.

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Carroll, Gladstone, Robert, Roosevelt, Wharton, Woolf

Del vicio de los libros

PRESENTACIÓN Y TRADUCCIÓN DE

Íñigo García Ureta

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

EN ALABANZA DEL LECTOR. Presentación de Íñigo García Ureta

DE LOS LIBROS Y DE CÓMO ALMACENARLOS. W. E. Gladstone

EL VICIO DE LA LECTURA. Edith Wharton

LIBROS PARA UNAS VACACIONES AL AIRE LIBRE. Theodore Roosevelt

ALIMENTAR EL INTELECTO. Lewis Carroll

DE LADRONES DE LIBROS, GORRONES Y DEMÁS ESPECIES. William Roberts

¿CÓMO DEBERÍA LEERSE UN LIBRO?. Virginia Woolf

CRÉDITOS

EN ALABANZA DEL LECTOR

Del lector como persona vehemente y excéntrica

Parecerá que este libro trata sobre libros –sobre su almacenamiento, las distintas formas de robarlos, los vicios que suscitan o sus digestiones–, pero la realidad es otra. Se trata de un panegírico. Una apología de la lectura. Una alabanza del lector, y entendamos aquí por lector a aquella persona vehemente y excéntrica que entabla con los libros la misma relación que un gato con una pantufla vieja, si bien sus taras no son necesariamente las de otros adictos a los libros –léase escritores–, del mismo modo que el comensal no siempre es la misma persona que el cocinero, aun cuando ambos compartan un mismo número de identificación fiscal.

Siendo la anterior frase un desatino y para quitarme la sensación de estar haciéndome un lío, procedo a explicar la diferencia refugiándome en un ejemplo manido: el fútbol. Pensemos, por un segundo, en la grada de un estadio. Allá, bajo unos mismos colores, con idénticas bufandas al cuello, se encuentran gentes de todas las edades y todos los oficios: abogadas y panaderos, electricistas y albañiles, periodistas, pediatras y políticos de ambos sexos. De seguro, si en cualquier otro contexto se les preguntara qué les define o cuáles son sus señas de identidad, contestarían que sus hijos, sus convicciones políticas, su fe religiosa, una asumida actitud cívica o su pertenencia a una determinada clase social, y todo aquello que un código postal revela de nosotros por vivir aquí o allá. Sin embargo, en los noventa minutos que dura el encuentro eso se queda en agua de borrajas. Durante el partido no importará nada más que lo que allí los une y que se resume en un escudo, una afición y un equipo al que apoyar hasta el final.

Así, Gladstone y Roosevelt, Wharton y Woolf, Roberts y Carroll son aquí lectores. Ésta es, a mi buen entender, la clave de los textos que ofrecemos a continuación. A veces parecerá que se enfrascan en otros temas, pero quien preste atención observará cómo no logran reprimir del todo una sonrisa furtiva al saberse entre iguales. Porque, como los tahúres de Las Vegas, estos lectores saben que lo que pasa en los libros se queda en los libros.

De la satisfacción del lector

Quienes firman los textos que presentamos fueron también muchas otras cosas. El rico Gladstone fue anglicano, inglés y primer ministro de Inglaterra en cuatro ocasiones, además de contar con un personaje en el Flying Circus de Monty Python.

El americano Roosevelt fue también rico, calvinista, asmático, historiador y el vigésimo sexto presidente de los Estados Unidos. Y no sólo eso: en 1906 fue galardonado con el premio Nobel de la Paz y hoy podemos ver su rostro esculpido en el monte Rushmore.

El profesor Lewis Carroll fue diácono, matemático, tartamudo, incipiente fotógrafo, glorioso autor de Alicia en el país de las maravillas y –así se cree– posible adicto al láudano.

William Roberts fue un impresor que conocía al dedillo las subastas de arte.

Virginia Woolf fue una intelectual, una editora[1], y una autora de primer orden: famosos son sus ensayos sobre la condición de la mujer y sus novelas como La señora Dalloway u Orlando.

Edith Wharton, quien por cierto fue también la primera mujer nombrada Doctor honoris causa por la Universidad de Yale y recibió la Legión de Honor francesa, ganó un Pulitzer en 1921 con La edad de la inocencia y se granjeó en vida una merecida fama como decoradora e interiorista.

No obstante, reunidos en estas páginas sólo son, por convicción y decisión propia, lectores. Como Jorge Luis Borges, están tan satisfechos con sus lecturas que dejan que el resto se enorgullezca por lo que ha escrito.

De si el saber ocupa lugar

Empecemos por el primero de los textos. William Ewart Gladstone (1809-1898) fue un entusiasta coleccionista de libros, un vehemente rival de Disraeli y, como se ha avanzado, también un contumaz primer ministro del Reino Unido en cuatro ocasiones: de 1868 a 1874, de 1880 a 1885, en 1886, y de 1892 a 1894.

Gladstone comenzó a coleccionar libros durante sus días de colegial en Eton, vicio del que no pudo zafarse mientras estudiaba en Oxford y al que se vio sometido hasta el final de sus días, pues durante toda su longeva vida –murió a los 88 años– disfrutó vaciándose los bolsillos en librerías. En un momento dado, al advertir que había acumulado una colección seria, decidió fundar la biblioteca que lleva su nombre en Hawarden, país de Gales. Ésta es una biblioteca peculiar, no sólo por ser la única creada por un primer ministro de Gran Bretaña, sino porque hoy también es un hotel[2].

El ensayo que aquí incluimos parece obra de alguien en verdad obsesionado por la distribución y el almacenamiento, los estantes, los formatos y las bibliotecas. Hoy, con nuestros actuales estudios universitarios de biblioteconomía, esto se nos antoja un capricho exótico, pero de creer a Anne Fadiman todos esos temas eran parte de la obsesión de la época. Así, en Ex libris: confesiones de una lectora[3], Fadiman afirma lo siguiente: «Quien desee entender el talante de W.E. Gladstone y saber más sobre la Inglaterra victoriana encontrará todo lo que necesita en ese pequeño tesoro que es De los libros y de cómo almacenarlos». Y añade cómo al parecer Gladstone siempre llevaba un libro con él dondequiera que fuese. Y cómo, según sus propias estimaciones, leyó más de 20.000 títulos, añadiendo anotaciones de su puño y letra en los márgenes de la mitad de ellos.

Más que una semblanza de la Inglaterra victoriana, debo confesar que De los libros y de cómo almacenarlos me parece un texto casi distópico. Parte de una excusa descacharrante, la supuesta aseveración del teólogo alemán David Friedrich Strauss (1808-1874) de que la doctrina de la inmortalidad ha perdido su mayor argumento al descubrirse que las estrellas del universo están habitadas, por lo que ya no pueden servir para albergar los millones de almas que vagan por el firmamento. De ahí pasa a preguntarse qué sucederá ahora que nos vamos a ver obligados a compartir planeta con las almas de nuestros antepasados, para acto seguido cuestionar de qué espacio podremos disponer para almacenar libros; libros que, como todo el mundo sabe, abultan tanto o más que vivos y muertos. Y entonces procede a compartir algunas recetas para transformar cualquier estancia media en una biblioteca en condiciones. Para no destripar la lectura, avanzo únicamente que contempla tres premisas básicas –«economía, buena disposición y una buena accesibilidad, la que requiera la menor inversión posible de tiempo»–, de tal modo que ningún libro se vea forzado a «encajar con dificultad ni [a] ser embutido en su lugar correspondiente» y así podamos acceder a ellos sin necesidad de escaleras ni otros armatostes que nos escatiman el tiempo y el espacio.

Sin embargo, el aspecto que revela que se trata de un lector adicto no tiene tanto que ver con los centímetros [que según él deberán medir los estantes] como con la propia ordenación de los libros, pues «la disposición de una biblioteca debe de algún modo corresponder y encarnar el pensamiento del hombre que la ha creado». Gladstone sabía de lo que hablaba: al montar su propia biblioteca la dotó con más de 30.000 de sus propios libros, muchos de los cuales él mismo transportó en carretilla para ordenarlos pensando en qué compañía merecían yacer sus autores favoritos pues, como leeremos más abajo, «¿Qué hombre que en verdad ama sus libros y al que aún no le falla el aliento, delega en otro ser humano la tarea de darles cobijo en su propio hogar?».

De otorgar importancia

Edith Wharton amaba el arte y aborrecía la necedad de la alta sociedad a la que pertenecía. Era una mujer resuelta, que durante la Primera Guerra Mundial usó sus contactos con el gobierno francés para que se le permitiera recorrer la línea del frente en motocicleta y escribir sobre lo que veía. Tal vez por eso su humor resulta menos demente que el de Gladstone, pero es infinitamente más cáustico: su voz es la de alguien que no pierde tiempo con zarandajas. Así, bajo el paraguas de lo que debe considerarse la moral –es decir, lo bueno y lo malo– de la lectura, Wharton arremete contra un tipo de lector que considera impostado, inconsciente y falto de imaginación, al que denomina lector mecánico.

Dicho lector se define por a) no cuestionar jamás su competencia intelectual, b) asumir la lectura como una obligación y c) ser incapaz de formarse un juicio personal sobre la valía del título que lee[4]. De ahí que sucumba al vicio de no reconocer qué nos brinda de bueno y de malo la literatura y caiga, por tanto, en falsos moralismos. Según Wharton, al lector mecánico se la meten doblada con virtudes impostadas, pues se queda con lo superficial, confunde la anécdota con el tono y «de forma persistente desdeña el hecho de que cualquier semblanza seria de la vida debe juzgarse no por los incidentes que el autor presenta, sino por el modo en que les otorga o no importancia».

Wharton entiende la lectura como un arte que debe cultivarse y al que no todos estamos llamados. Opina que leer bien sólo está al alcance de un tipo de lector –el lector nato– que posee un don, un don que sin embargo necesita cultivar «mediante la práctica y la disciplina». (Y como tampoco quiero reventar el texto repetiré aquello que se decía en un antiguo concurso televisivo con el que nos bombardeaban los viernes por la noche, «hasta aquí puedo leer».)

De las buenas digestiones

Acabamos de ver cómo hay quien predica que el lector debe cultivar la disciplina, y en esto Lewis Carroll no podría estar más de acuerdo.

Carroll parte de una pregunta pertinente: ¿cuidamos del intelecto con el mismo rigor que adoptamos para nuestro cuerpo? ¿Vigilamos acaso nuestra dieta intelectual? ¿Mantenemos con nuestras lecturas un estilo de vida saludable que nos garantice una mente sana y en buena forma?[5] De hecho, ¿qué debemos hacer para observar una perfecta salud mental? Como respuesta nos brinda su propia receta de lo que debe ser una dieta lectora, que podría resumirse en que uno debe consumir a) alimentos saludables, b) en la cantidad adecuada, c) sin mezclar demasiadas cosas distintas, d) observando oportunos descansos entre comidas y e) con la debida masticación. Podría, sí, pero resumirlo así sería perderse lo que a mi juicio es lo mejor de su texto: la total ausencia de afectación al hablar de la lectura. Ningún resumen llegará a hacer justicia a un texto donde, con la excusa de comparar novelas con hogazas de pan o jarras de cerveza, Carroll nos da una clase maestra de cómo lograr la más clara expresión sin ningún aderezo innecesario. Si se me permite el retruécano, el Carroll lector escribe llamando al pan pan y al vino vino. Tanto, que incluso se permite descojonarse un poquito de la obsesión –antigua y contemporánea– por la jerga médica dejando caer apostillas como ésta:

He escuchado cómo un médico le decía a su paciente –cuyas cuitas eran debidas a la glotonería y la falta de ejercicio– que «el primer síntoma de hipernutrición es un aditamento del tejido adiposo» y sin duda alguna aquellas sabias palabras consolaron muchísimo a aquel pobre hombre, envuelto en una creciente capa de grasa.

De si se casan o no se casan

A pesar de carecer –aparentemente– de toda chispa cómica, el Roosevelt lector comparte con Carroll la franqueza más cristalina. Eso es algo que nos desarma, pues logra que su texto, atiborrado de referencias literarias que hoy nos resultan prehistóricas, posea sin embargo una actualidad perenne. (Es como esos hilos de Twitter que afirman: «Da igual cuándo leas esto».)

Roosevelt sólo se propone contestar a esta simple pregunta: ¿qué lecturas debería llevarse uno cuando viaja para unas vacaciones al aire libre? No obstante, dado que su respuesta es igual de simple («los mismos libros que uno leería en casa»), al final la cosa deja de ser sencilla: se ve forzado a enumerar qué lee, por qué lo lee y cuándo y cómo lo lee. Por fortuna para nosotros, no pierde un segundo en disculparse por tener filias y fobias y sólo pretende convencernos de que uno lee para pasárselo pipa. En esto nos da la primera lección: «A mi edad ya me siento responsable, al menos ante mí mismo, de mis limitaciones, y procuro leer los libros que disfruto a fondo». Y disfruta a fondo, por ejemplo, de novelas con final feliz que le permiten evadirse de la realidad; le gusta que el amor de los protagonistas acabe en boda. Le gustan también los libros de aventuras, sobre todo cuando siente nostalgia de las tierras salvajes. Y Walter Scott. Heródoto. Keats. Aristófanes. El Cantar de Roldán. El Antiguo Testamento. Los dramas de Shakespeare. Schiller. Jane Austen. El humor de Mark Twain. Etcétera.

Porque Roosevelt no es ni ingenuo ni ignorante: en apenas una docena de páginas resume todo aquello de lo que cualquier lector podría aspirar en una vida entera y aún le sobra para soltar alguna perla sobre la crítica de libros: propone que en vez de los «libros de la semana» se reseñen los del «año anterior al pasado», pues «valdría la pena leer un libro del año anterior al pasado que aún es digno de reseña». También cuestiona la prevalencia del valor literario sobre otros posibles valores. Así, a quien se desespera por la actual falta de ética le recomienda hallar consuelo en una novela satírica de Dickens, y a quien se tira de los pelos por el estado de la república le recomienda leer historia, que le brindará «todo el consuelo que podamos extraer al constatar que nuestros bisabuelos no fueron menos tontos que nosotros».

De por qué es mejor prestar dinero que libros

Y nuestros bisabuelos, como nosotros, también pedían prestados libros que a veces no leían. E incluso los robaban. De todo esto nos hablará William Roberts, autor que no figura en la base de datos del ISBN de libros publicados en España, y de quien sólo he podido recopilar alguna información escasa.

Roberts (1862-1940) fue librero, impresor, editor, subastero y un apasionado historiador del mundillo libresco londinense. Entre sus obras se encuentran The Earlier History of English Book-selling [Una historia previa de las librerías inglesas], publicado en Londres por Sampson, Low, Marston, Searle & Rivington en 1889; Printers’ Marks. A Chapter in the History of Typography [Marca de imprenta, un capítulo de la historia de la tipografía], publicado en Londres en 1893 por George Bell & Sons, y varias entregas para catálogo denominado Book-Prices Current: a Record of the Prices at which Books Have Been Sold at Auction [Precios de libros vigentes: relación de los montos que han alcanzado algunos libros en subasta] que al parecer se publicaba anualmente en la capital británica, o The Book-Hunter in London; Historical and Other Studies of Collectors and Collecting [El cazador de libros londinense: estudios históricos y de otros tipos sobre coleccionistas y coleccionismo]. Éste último es la fuente del texto que incluimos. En él Roberts demuestra poseer un fino sentido del humor y un conocimiento exhaustivo de libreros, bibliómanos y bibliópatas (si es que las dos últimas categorías no son la misma).

Roberts nos describe las distintas modalidades de ladrones y gorrones de libros que existen.

Dado que, como me consta, pues así circula el rumor, al parecer hoy por hoy nadie roba libros físicos, habrá quien cuestione la actualidad del tema. (Cuando, durante una pasada edición de la feria del libro de Bilbao, pregunté a mi amigo Luken Camarero[6] si al caer la noche temía por su caseta, me respondió que sólo le causaba reparo un viejo televisor que guardaba dentro, lo único, en sus palabras, atractivo para cualquier caco.)

Sin embargo, con una mera ojeada a mis estanterías puedo atestiguar que esto no es del todo cierto: a mi izquierda, abajo, veo un polvoriento ejemplar de La historia interminable que un cuñado mío sacó de una biblioteca leridana y que aún no he acertado a devolver en su nombre; más acá, a la derecha, diviso un Teatro completo de Marlowe en la vieja edición de Alfaguara, que en su día me prestó el difunto Miguel Martínez-Lage y que sin duda ahora me reclamarán sus herederos. (Antes de juzgarme, revise el lector qué guarda que no haya comprado y recuerde aquel consejo atribuido a Anatole France que reza: «Nunca prestes libros, pues nadie los devuelve. Los únicos libros que tengo en mi biblioteca son libros que me prestaron».)

Sin embargo, y dado que no deseo embarrar aún más mi reputación, dejaré que sea Charles Lamb quien cierre este apartado con una oportuna acotación sobre la diferencia entre prestar libros y prestar dinero:

Pues de aquellos que toman prestado, algunos leen despacio; otros tienen intención de leer, pero no leen y otros ni leen ni quieren leer, sino que toman prestado sólo para darte una muestra de su sagaz opinión. Debo hacer justicia a mis amigos que toman dinero prestado para decirles que al menos ellos no muestran en este capricho ni indiferencia ni chifladura, pues cuando piden dinero prestado nunca dejan de hacer buen uso de él.

De por qué lo mejor se deja para el final

El texto que cierra este libro se titula «¿Cómo debería leerse un libro?», y es la mejor carta de amor a la lectura con la que uno puede toparse. Ésta es una afirmación que cualquiera podrá corroborar, aun a sabiendas de que según nuestra autora «el único consejo que una persona puede darle a otra sobre la lectura es el de no seguir ningún consejo sino el propio instinto, fiarse del sentido común y llegar a sus propias conclusiones». No me siento apto para añadir nada más. Para este lector, Woolf disecciona con maestría qué experimentamos al hundir la nariz entre las páginas y fugarnos mucho más allá de lo que la distancia física nos permite escapar. En apenas veinte páginas logra verbalizar el placer de leer, sin estridencias ni cursilerías, y quien se acerque a sus palabras sabrá por qué hemos dejado lo mejor para el final.

Por eso cierro aquí esta introducción. Lo que sigue no es sino un apunte sobre el humilde arte de traducir los textos.

De los cantantes de orquesta

Aunque tres de los seis textos[7]