2,99 €
Él la hacía sentirse toda una mujer. Harriet Pendleton sabía perfectamente por qué casi todas las mujeres lo elegían a él: Tyler Jordan era sinónimo de perfección. Pero no era por sus ojos azules, ni por sus hombros anchos y fuertes. No, Harriet conocía el alma de aquel hombre que había criado a su hermanita él solo y muchos años antes había hecho que un patito feo como Harriet se sintiera todo un cisne... Ahora había vuelto al rancho de Ty, pero esa vez era Harrie Snow, una atrevida periodista con una imagen muy distinta a la de la adolescente que él había conocido. Así que era lógico que no la reconociera. Lo curioso era que aquel hombre que podría haber tenido a cualquier mujer en el mundo, parecía haberla elegido a ella. Y, aunque la misión de Harriet era recomponer el corazón que él le había roto hacía tantos años, en realidad lo que deseaba era volver a entregárselo todo...
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 217
Veröffentlichungsjahr: 2019
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Cara Colter
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Dentro de mi corazón, n.º 1344- octubre 2019
Título original: 9 Out of 10 Women Can’t Be Wrong
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1328-673-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
TU HERMANO es un sueño para cualquier fotógrafa y una pesadilla para cualquier mujer de sangre ardiente.
—Harriet —dijo Stacey desde el otro lado de la cama—. Tyler no te considera una mujer de sangre ardiente. Duérmete, va a despertarnos a las cinco de la mañana porque tú dijiste que querías ver cómo reunían el ganado. Tu entusiasmo por el rancho empieza a hacer que me arrepienta de haberte invitado. Yo pensaba que íbamos a dormir, ver vídeos y comer pizzas.
—Puedes hacer eso en Calgary —dijo Harriet como si no tuviera la mente bloqueada por lo que había dicho Stacey de que su hermano no la consideraba una mujer de sangre ardiente.
La verdad era que no tenía motivos para hacerlo. Tyler, el hermano mayor de Stacey Jordan, era el hombre más impresionante que Harriet Pendelton había visto en su vida. Era alto, con hombros anchos, esbelto y musculoso por muchos años de trabajo en el rancho. El rostro, más que atractivo, era un auténtico pecado. Cuando la miraba con esos ojos de color chocolate derretido, Harriet sentía que el aire se llenaba de pura energía masculina.
Se ordenó no preguntarlo, pero acto seguido oyó una vocecilla que era inconfundiblemente la suya.
—¿Por qué no me considera una mujer de sangre ardiente?
Como si no lo supiera. Era consciente de que era demasiado de todo. Demasiado alta, demasiado delgada y demasiado pecosa. Eso además de tener los dientes torcidos y unas gafas de cristales demasiado gruesos. Era demasiado fea.
—Harriet, no te considera una mujer de sangre ardiente porque eres mi amiga. Cree que las dos somos unas niñas.
—¡Pero soy mayor que tú! —se quejó Harriet—. ¡Con veintidós años no eres una niña!
—¡Díselo a él! —dijo Stacey con un gruñido— y déjame dormir.
—Algún día seré una fotógrafa famosa y tendré dinero para arreglarme los dientes y operarme la vista.
—Harriet, no seas ridícula. Eres resplandeciente. Cualquiera que te conozca sabe lo hermosa que eres.
«Excepto tu hermano».
Harriet y Stacey eran compañeras de habitación en la escuela de arte de Alberta. Harriet estudiaba fotografía y Stacey publicidad. Stacey había invitado a Harriet a pasar las vacaciones de primavera en el rancho de su hermano, el Bar ZZ, al sur de Calgary.
A Harriet le había parecido muy divertido.
Habría sido muy divertido de no ser por él. Un hombre como aquel hacía que la respiración fuera un ejercicio complicado. No le salían las palabras. Se sonrojaba tanto al verlo que él creía que ese era su color natural. ¡Les había dicho que tuvieran cuidado con el sol! Se cohibía tanto en su presencia que lo hacía todo mal y se tropezaba con sus propios pies. Cuando se cayó y asustó al ganado, él dijo también que debería mantenerse alejada de los animales.
—Me llama Doña Desastres —se lamentó con un grito.
—¡Lo dice de broma, Harriet! Duérmete, por favor.
Se propuso dormir. Se prometió que al día siguiente todo sería distinto. Lo fue.
Al día siguiente, Harriet se cayó del caballo y se rompió el brazo.
La visita a Bar ZZ terminó para ella en el pequeño hospital de High River. Por lo menos supo lo que era estar en sus brazos. Él la había llevado con seguridad y había mitigado el dolor.
Luego se despidieron.
Cuando reveló las fotografías que había tomado, comprendió que nunca se despediría de él.
Tyler aparecía radiante en ellas, como si estuviera iluminado por dentro. Había conseguido con una película lo que no había podido conseguir en la vida real. Lo había retenido para sí.
Le ofrecieron un trabajo en el extranjero gracias a esas fotos.
Lo aceptó gracias a su corazón maltrecho.
TYLER Jordan sabía que estaban mirándolo.
La secretaria, una mujer lo suficientemente mayor como para no hacer esas tonterías, lo miró durante más tiempo de lo que a él le pareció estrictamente correcto y luego volvió a dirigir la mirada a la pantalla del ordenador con una sonrisa sigilosa.
Tyler fingió no haberse dado cuenta y deambuló por la habitación con cierta incomodidad. La zona de espera de Francis Gringle y Asociados le pareció más propia de una película que de la vida real, por lo menos a juzgar por las oficinas que él había visto en la vida real.
No podía creerse que su hermana, una chica criada en un rancho, trabajara y encajara en un sitio así.
Se sentó en un sofá de cuero color mantequilla. Había otro enfrente de él. Se podían ver por todos lados plantas de un verde exuberante. Él no acababa de comprender que una planta pudiera sobrevivir en un sitio sin luz natural. La luz artificial era tenue y la alfombra que cubría las baldosas de mármol era tan vieja y estaba tan gastada que no había duda de que la habían comprado en algún bazar de África.
Oyó un rápido taconeo que se acercaba y, de pronto, ella apareció. Era alta y esbelta, llevaba una falda azul ceñida y una chaqueta corta a juego, lo miró fugazmente y con una seguridad asombrosa si se tenía en cuenta el equilibrio que debería estar haciendo para mantenerse de pie sobre aquellos tacones de aguja, luego se dirigió hacia la mesa y susurró algo a la secretaria. La breve conversación estuvo salpicada de risitas y miradas de reojo.
A él.
Las miradas estaban cargadas de secretos y… complacencia. Miradas que nada tenían que ver con el tenue ambiente y la fama de seriedad que se había labrado la prestigiosa empresa de relaciones públicas.
Tyler frunció el ceño y agarró una revista de la mesa de castaño que tenía delante. Se vio reflejado en la pulida superficie y comprendió lo chocante que resultaba. Sombrero vaquero, camisa blanca de algodón con el cuello desabotonado y vaqueros. Quizá hubiera criado alguna de las vacas de donde había salido el cuero sobre el que estaba sentado.
Una ráfaga de miradas y risitas hizo que frunciera más el ceño y abriera la revista con un gesto violento. Leyó el primer párrafo de un artículo sobre gestión de oficinas.
No tenía una oficina, pero le pareció preferible leer el artículo que bajarse más el ala del sombrero sobre los ojos.
Otra joven apareció, era rellenita y atractiva y lo miró de arriba abajo, luego sacudió el pelo por encima de los hombros y parpadeó varias veces. Si esperaba alguna reacción de él, no la tuvo, de modo que se fue a la mesa para cuchichear con las otras dos.
Oyó algunos retazos de la conversación. Algo sobre que era mejor al natural, algo sobre compartir una bañera de agua caliente y una copa de vino a la luz de las estrellas. Les lanzó una mirada fulminante y sombría que solo consiguió que arreciaran las risitas y que se oyeran unos suspiros.
Renunció a seguir fingiendo que leía la revista, la dejó en la mesa, estiró las piernas y cruzó las botas a la altura de los tobillos. No sabía en qué lío se había metido su hermana, pero por el momento no iba a serle de mucha ayuda ya que tenía ganas de estrangularla.
Una hora y media en coche hasta el centro de Calgary en plena temporada de cría del ganado. Según le había dicho por teléfono, era un asunto de vida o muerte.
Si era de vida o muerte, ¿dónde estaba ella?
Si era de vida o muerte, ¿por qué le había pedido que se pusiera unos vaqueros que no estuvieran rotos y botas limpias? ¿Quién pensaba en cosas así ante un asunto de vida o muerte?
Vida o muerte se podía aplicar para la sala de urgencias de un hospital, pero no para la oficina de Francis Cringle.
Encima, su hermana no aparecía mientras él tenía que soportar esas risitas.
Apenas pudo resistir la tentación de levantarse y frotarse la espalda contra la pared para provocar un poco más de revuelo.
—Señoritas, ¿no tienen nada que hacer?
Se dispersaron como gallinas asustadas ante la llegada de un zorro. Su salvadora, una mujer alta y distinguida, se volvió para mirarlo atentamente.
—¿Tyler Jordan?
Se levantó casi de un salto, se quitó el sombrero y le dio vueltas atropelladamente entre las manos.
—Señora…
Ella sonrió. ¡La misma sonrisa que había tenido que soportar desde que había entrado en esa maldita oficina!
—¿Le importaría acompañarme, caballero?
Caballero. Una palabra que había oído muy pocas veces; generalmente en los restaurantes donde siempre acababa utilizando el tenedor equivocado. La siguió hasta el vestíbulo y tuvo que acortar la zancada para no pisarla.
Le hizo pasar a un despacho, volvió a sonreír y cerró la puerta. La luz que entraba por los ventanales que ocupaban dos paredes enteras lo cegó momentáneamente. Cuando se le acostumbró la vista, pudo distinguir más lujos y a su hermana Stacey. Estaba sentada frente a una mesa enorme que parecía hecha de granito macizo.
—Hola, Tyler —dijo ella con una sonrisa de oreja a oreja mientras daba una palmada a la butaca que había a su lado—. ¿Qué tal está hoy mi hermano mayor?
Si no hubiera sido porque al otro lado de la mesa había un anciano arrugado como una pasa, le habría dicho la verdad. Estaba de muy mal humor.
De vida o muerte…
Su hermana pequeña no había tenido jamás tan buen aspecto. Le brillaban los traviesos ojos, el pelo oscuro y recogido le daba un aire sofisticado y llevaba traje y zapatos como las demás mujeres que había visto ese día.
—No es mi mejor día —contestó él algo malhumorado mientras se sentaba de mala gana junto a ella.
Más cuero. Las botas se le hundieron en la espesa moqueta.
—Me imagino que estás preguntándote qué ocurre… —dijo ella con desenfado.
—De vida o muerte —le recordó él.
—Tyler, te presentó a mi jefe, el señor Francis Cringle. Señor Cringle, mi hermano Tyler.
Tyler se levantó un poco de la butaca y estrechó la mano de Cringle. Le sorprendió la fuerza del anciano.
—Encantado de conocerlo, señor Jordan.
La voz era cálida y amistosa. Era la voz de alguien acostumbrado a vender cosas que la gente no sabía que necesitaba.
—Gracias por venir —continuó Cringle—. Stacey me ha dicho que es un hombre muy ocupado. Me ha dicho también que usted no sabe por qué está aquí.
—Ni idea.
—Su hermana le ha presentado a un concurso y usted lo ha ganado.
Un concurso. Tyler lanzó una mirada amenazante a su hermana. Conociéndola, seguro que habría ganado un descenso en balsa por el Amazonas.
—Verás, Tyler —Stacey empezó a hablar muy rápidamente al darse cuenta de que su hermano estaba perdiendo la paciencia—. La Fundación Contra el Cáncer de Mama ha contratado a Francis Cringle para que se ocupe de la próxima campaña de recaudación de fondos.
Cáncer de mama. Odiaba esa enfermedad, era la enfermedad que había segado la vida de su madre y había dejado a una familia desamparada, como supervivientes de un naufragio, solo que ese naufragio duraría toda la vida.
—Perfecto —no permitió que los recuerdos se notaran en la voz—. ¿Y bien?
—Te acuerdas de mi amiga Harriet, ¿verdad?
—¿Cómo iba a olvidarme?
Harriet Pendelton era una chica que su hermana había conocido en la universidad y que había pasado una semana en el rancho hacía… tres o cuatro años.
Lo normal era que no fuese capaz de distinguir a las amigas de su hermana Stacey, pero Harriet era lo más parecido a una jirafa que había visto jamás. Medía alrededor del metro ochenta, casi todo de piernas y cuello, y estaba cubierta de pecas que entonaban con un pelo indomable. Los ojos eran marrones y con aire preocupado y parecían enormes por unas gafas de cristales muy gruesos. La sonrisa nerviosa y huidiza mostraba unos dientes completamente torcidos.
Si bien era irrelevante en el aspecto físico, aunque él tampoco prestaba mucha atención a las amigas de Stacey, Harriet se había hecho inolvidable por otros motivos. Allá donde ella fuera, la seguía el desastre. Había roto casi todo lo que había tocado, había secado el pozo al dejar un grifo abierto y los terneros se escaparon porque ella no cerró bien el pestillo.
Consiguieron pasar la semana sin que produjera una estampida ni quemara el granero, pero volvió a su casa con un brazo escayolado.
Él debería haber estado encantado de que ella desapareciera, pero todavía se le dibujaba una sonrisa al acordarse de Harriet.
Había conseguido que él se riera y tardó en acostumbrarse a su ausencia.
—Doña Desastres —recordó Tyler—. Creía que me habías dicho que estaba en Europa.
Stacey miró a su hermano como si este no escuchara nada de lo que ella decía.
—Volvió hace meses. Ella hizo la fotografía que ganó el concurso.
—¿Yo qué tengo que ver con todo esto? —empezaba a tener la sensación de que cada vez se alejaban más del asunto principal.
—A eso voy —dijo ella con un tono de reproche por su impaciencia—. La idea es hacer un calendario para recaudar fondos. Ya sabes, todo el mundo lo hace. Los bomberos, la policía…
—No sé nada, no tengo la menor idea de lo que estás hablando.
Ella parecía realmente enojada con él, como cuando de jóvenes ella hablaba de una película, una canción o alguien famoso de quien él no sabía nada. Ella ponía los ojos en blanco y le reprochaba su ignorancia y la vida de recluso que llevaba.
Esa vez se limitó a darle un calendario. Él lo ojeó sin mucho interés y nervioso por estar mirando fotos cuando debería estar ocupándose de sus vacas.
Eran fotos sin interés de tipos con el torso desnudo, con tirantes y con pantalones de bomberos. Parecían cohibidos, lo cual no le extrañó, y posaban en distintas posturas que resaltaban los músculos. Algunos tenían manchas de hollín artísticamente puestas por las mejillas o el pecho.
—¿La gente compra esto? —dijo con incredulidad.
Se acordó del calendario que él tenía junto a la nevera. Cada mes mostraba un magnífico ejemplar de distintas razas de vacas. El almacén de piensos se lo regalaba todos los años en diciembre. La compañía de seguros también regalaba calendarios. Tyler no podía entender que alguien los comprara.
—Las mujeres los compran —dijo su hermana.
Él se dio cuenta de que no le sorprendía que una mujer comprara algo que se podía conseguir gratis. A las mujeres les gustaba gastar dinero, eso se lo había enseñado su hermana.
—Están especialmente dispuestas a comprar calendarios como este si es por una buena causa. Como la investigación sobre el cáncer de mama.
Él levantó la mirada al percibir algo en el tono de voz. Dejó de pasar las hojas y cerró el calendario de golpe. Lo dejó en una esquina de la mesa y se acordó de todas las miradas que había tenido que soportar esa mañana.
Tuvo la espantosa sensación de que no había ganado un viaje o un televisor. Ni nada parecido.
—¿Qué has hecho, Stacey?
—¡Te he presentado al concurso! —reconoció ella con una sonrisa de oreja a oreja—. Harriet tenía una foto maravillosa. Francis Cringle y Asociados hicieron un concurso para encontrar el hombre ideal para el calendario. ¡Has ganado!
—Quieres decir que lo amañaste para que ganara —dijo él secamente.
—No, señor Jordan —intervino el señor Cringle—. En absoluto. Las fotos eran anónimas y su hermana no estaba en el jurado.
—¿Quién fue el jurado? —preguntó Tyler sin importarle mucho la respuesta.
Miró hacia la puerta para ver cuál era la mejor vía de escape.
—Pusimos las fotos en el centro comercial durante una semana —contestó el señor Cringle—. Votaron más de dos mil mujeres. ¿Quiere saber lo más impresionante? El noventa por ciento le votó a usted. ¡El noventa por ciento!
Sintió que se le revolvían las tripas al pensar en todas esas mujeres que se lo comían con los ojos en una fotografía. Sintió también algo más que enojo hacia su hermana.
—Estamos trabajando con el concepto de un calendario con un solo hombre —dijo el señor Cringle—. Distintas fotos que reflejen situaciones de la vida real en las que se puede encontrar un hombre. Me encantó saber que usted tiene un rancho. Las posibilidades son impresionantes.
Tyler se arrepintió de haber sido tan condescendiente cuando Stacey se escapó del colegio y cuando se escapó por la ventana de la habitación. No debería haber permitido que tuviera tanta iniciativa. Desde luego debería haberla metido en vereda cuando empezó a verse con ese hippy. Si hubiera sido capaz de controlarla en una de esas situaciones, quizá él no estuviera sentado allí en ese momento.
Ya era tarde para enderezar el camino de su hermana y tendría que intentar salvarse por sus propios medios.
—Señor Cringle —dijo lentamente—, lo siento. Mi hermana le ha hecho perder el tiempo. No soy modelo de calendario ni lo seré nunca. Tengo un rancho e independientemente de lo que piensen las mujeres que compran calendarios, el trabajo que hago no tiene nada de atractivo. Normalmente, estoy cubierto de barro y excrementos hasta las orejas.
—Tyler… —dijo Stacey—. El calendario no pretende ocultar nada. A las mujeres les encanta ese tipo de fotos. Sudor. Barro. Músculos tensos. Vaqueros desteñidos. Eres perfecto, Tyler.
Tyler miraba con espanto a su hermana. ¿A las mujeres les gustaban esas cosas? ¿Cómo demonios lo sabía ella? Se dio cuenta de que no le gustaba que fuera una adulta.
—Entonces, contrata a un modelo —dijo Tyler con cierto tono de irritación—. Si necesitas barro, yo te lo regalo.
—Los modelos son tan… —Stacey buscó la palabra adecuada—. Falsos.
Tyler solo pudo esperar que ella no lo supiera por experiencia propia.
—Señor Jordan, estoy seguro de que había modelos entre las fotos que se pusieron en el vestíbulo. El resultado me dice que las mujeres saben distinguir entre el hombre rudo que posa y el auténtico. El noventa por ciento significa vender muchos calendarios.
—Sí, claro —Tyler miró a su hermana.
—Señor Cringle, yo me ocuparé —dijo animadamente Stacey.
A pesar de las apariencias, Tyler notó que su hermana tenía lágrimas en los ojos. Esperaba que no pensase que iba a cambiar de opinión con esa treta. Ya la había empleado demasiadas veces. Ese era el problema, que ella sabía muy bien cómo tocarle las fibras sensibles.
Seguramente, el resto del mundo pensaría que él no tenía ese tipo de fibras, pero su hermana pequeña lo conocía muy bien.
Su madre murió de cáncer de mama cuando ella tenía siete años. Un año después, su padre murió en un accidente de coche, aunque Tyler seguía preguntándose si había sido un verdadero accidente. Su padre se había quedado destrozado tras la muerte de su mujer.
Tyler tenía dieciocho años cuando ocurrió el accidente. Era demasiado joven como para asumir la responsabilidad de criar a una niña tan pequeña.
Sin embargo, ¿qué alternativa le quedaba?
¿Que se ocuparan de ella una tía y un tío a los que apenas conocía? ¿Enviarla a una casa de acogida? No lo haría mientras él estuviera vivo. No tenía ninguna alternativa. Su hermana necesitaba que él creciera rápidamente y lo hizo.
—¿Por qué no vamos a comer juntos? —le dijo ella cariñosamente—. Volveremos a encontrarnos con el señor Cringle… a la una.
Tyler decidió no llevarle la contraria delante de su jefe. Se levantó y extendió la mano.
—Señor Cringle…
El hombre los miró con un brillo en los ojos.
—Hasta la vista —dijo Cringle.
—Que espero que sea nunca —dijo Tyler en un susurro mientras empujaba a su hermana hacia la puerta.
—No tengo mucho tiempo para comer —le dijo a ella cuando estuvieron en el vestíbulo—. Los terneros están naciendo mientras yo estoy aquí y no voy a cambiar de idea sobre el calendario. Olvídate de ello. No voy a hacerlo. Nunca.
Ella tenía los ojos empañados.
—Tyler, no seas cabezota.
Las lágrimas le recordaron a Tyler lo cuidadoso que tenía que ser con emplear la palabra «nunca» con su hermana.
Había dicho «nunca» la primera vez que la vio maquillada y los torpes brochazos le habían arrebatado la frescura e inocencia. Acabó pagándole un cursillo de maquillaje y comprándole todos los productos que necesitaba.
Había dicho «nunca» al vestido que ella había elegido para un baile del instituto y él había acabado visitando todos los sitios que cualquier hombre quiere evitar hasta que encontraron un vestido al gusto de los dos.
Había dicho «nunca» al hippy, lo que aumentó su atractivo a ojos de Stacey y le convenció a él de que ya no tenía por qué meterse en los asuntos de Stacey.
A pesar de todo, a pesar de los errores y los bandazos, ella había crecido y se había convertido en una joven que sabía lo que quería y que casi siempre tomaba decisiones bastante sensatas.
Sin embargo, esa vez no había sido así.
—¡Por el amor de Dios, Stacey! ¿En qué estabas pensando cuando presentaste la foto sin mi permiso?
—Fue una broma. Harriet me lo propuso.
Debería haber supuesto que Harriet tenía algo que ver. Harriet y el desastre eran como uña y carne.
—Además —dijo alegremente ella—, ¿cómo iba a imaginarme que ibas a ganar?
Él suspiró. ¿Intentaba despistarlo? Se limpiaba las lágrimas con la manga y la estaba dejando completamente negra. Era imposible no darse cuenta aunque él ya no le comprara la ropa.
—¿No puedes invitarme a comer? —dijo ella con un pequeño hipo—. No te vendrá mal descansar un poco de las comidas de Cookie. Además, ya no me ves casi nada.
Él la miró. Su hermana pequeña ya no era nada pequeña y cada vez que la veía era una mujer más hecha a la ciudad. Quizá no fuera una mala idea aprovechar la ocasión para estar con ella.
—De acuerdo —dijo entre dientes—. Pero algo rápido y barato.
Naturalmente, ella le llevó a un pequeño restaurante francés que no era barato ni remotamente rápido.
A pesar de todo, Stacey le hizo reír al contarle como escondía en su pequeño apartamento un San Bernardo que había encontrado abandonado. Hasta el momento, nadie había contestado al anuncio que había puesto en el periódico.
—El perro —dijo ella con orgullo— sabe abrir la nevera.
¿Un San Bernardo que sabía abrir la nevera?
—Por eso los dueños no han contestado al anuncio —comentó Tyler.
Llegó la comida. Él había rechazado el vino, no tomaba vino con la comida, pero Stacey no le había hecho caso y le estaba sirviendo el segundo vaso del vino blanco de la casa.
—Tyler, sabes que mamá murió de cáncer de mama.
Él dio un sorbo de vino. Ella le había incitado a beber vino con la comida e intentaría darle la puntilla.
—No lo he olvidado —dijo tranquilamente él.
—¿No crees que estamos obligados a combatir la enfermedad que se llevó a nuestra madre? ¿No recuerdas lo espantoso que fue?
Él estaba convencido de que lo recordaba mejor que ella porque era mayor. Él la miró y comprobó que lo estaba arrinconando. No dijo nada y, contra todo sentido común, dio otro sorbo de vino.
—El calendario podría recaudar mucho dinero para la investigación.
Stacey se aseguró de que él la escuchaba con atención y dijo una cifra.
Él casi escupió el vino.
—¿Lo dices en serio?
—Completamente.
—Pero que yo no lo haga no significa que no vayan a comprar el calendario.
—No, pero el noventa por ciento de las mujeres te ha votado a ti. Eso es mucho, Tyler, sobre todo si hace que compren calendarios. En Calgary hay setecientas cincuenta mil personas. Se calcula que unas doscientas mil son mujeres. Si solo el cincuenta por ciento de ellas comprara un calendario, eso significaría mucho dinero. Solo en esta ciudad.
Él notaba que la cabeza empezaba a darle vueltas y no era por el vino.
—Stacey —lo dijo pronunciando cada letra—. No voy a hacerlo.
Evitó decir «nunca».
—Tyler… —ella suspiró y se miró las uñas—. Ni siquiera tendrías que venir a la ciudad. No perderías ni una hora de trabajo.
—He dicho que no.
—Ni siquiera sabrías que el fotógrafo está allí. El fotógrafo ya está elegido. Es de primera categoría.
—No.
—De modo que dices que no a contribuir a una causa que significa mucho para ti y que además no te costaría nada, ni tiempo.
—Exactamente —dijo él con la esperanza de que ella no hubiera notado el ligero tono de duda.
—Si el calendario fuera un éxito, creo que conseguiría un ascenso y podría comprarme una casita con jardín para Basil.
—Basil es el San Bernardo, espero.
Ella asintió con la cabeza.
—Creo que el casero sabe que lo tengo —añadió con tristeza.
—No voy a posar para un calendario solo porque quieres mantener a un perro que es más grande que mi caballo y tiene el dudoso talento de saber abrir las neveras.
Por lo menos, su hermana tenía la intención de organizar su vida en torno a un perro y no a un hippy. Se dio cuenta de que ella no había mencionado todavía al tipo ese. ¿Podría atreverse a pensar que había desaparecido del mapa? ¿O sería porque se había puesto furioso cuando ella una vez había mencionado al hippy y al matrimonio en la misma frase? Decidió que prefería no saberlo.
Ella dio un sorbo de vino y se miró el regazo.