Derrida en 90 minutos - Paul Strathern - E-Book

Derrida en 90 minutos E-Book

Paul Strathern

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Beschreibung

El desconstructivismo de Derrida es nada menos que un intento de destruir toda "escritura" demostrando su inevitable falsedad. El escritor escribe con una mano, pero ¿qué hace con la otra? Todo escrito, todo texto, insiste Derrida, contiene su propia agenda escondida, sus propias suposiciones metafísicas. El propio lenguaje del escritor distorsiona inevitablemente lo que piensa y escribe. Se socava así la "verdad" de todo conocimiento; llega el posestructuralismo. En Derrida en 90 minutos, Paul Strathern presenta un recuento preciso y experto de la vida e ideas de Derrida, y explica su influencia en la lucha del hombre por comprender su existencia en el mundo. El libro incluye una selección de escritos de Derrida, una breve lista de lecturas sugeridas para aquellos que deseen profundizar en su pensamiento, así como cronologías que sitúan a Derrida en su época y en una sinopsis más amplia de la filosofía.

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Siglo XXI

Paul Strathern

Derrida

en 90 minutos

Traducción: José A. Padilla Villate

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Derrida in 90 minutes

© Paul Strathern, 2000

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2002, 2014

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1682-1

Introducción

«Nada amo más que recordar y que la memoria misma» afirmó Derrida en remembranza de su buen amigo el filósofo Paul de Man, que había fallecido recientemente. Pero, a la vez, confiesa Derrida: «Nunca he sabido cómo contar una historia». Estos dos rasgos están lejos de ser contradictorios para el autor. Como dice de sí mismo: «Pierde la narración precisamente porque conserva el recuerdo». La imagen sigue siendo «legible»; al incorporarla a una «historia» se desdibuja inevitablemente su legibilidad y se impone una interpretación. Hasta aquí, todo va bien, de modo que la sorpresa llega al descubrir que la semblanza subsiguiente no contiene ni una sola imagen de su amigo, y en absoluto un recuerdo suyo. Ni que decir tiene que no hay ni siquiera un indicio de historia acerca de él, pues eso impondría una interpretación. Sin embargo, todo este «recordatorio» está dedicado a interpretar los logros intelectuales del amigo. Según sus propias palabras, Derrida «dialoga oblicuamente» con la obra de De Man, interpretándola oscuramente mediante «una explicación prudente» y «una batería de actuaciones representativas» a cargo de personalidades como Heidegger, Austin, Hölderlin y Nietzsche.

Toda aproximación clara, de sentido común, a la obra de Derrida trabaja, por tanto, con una severa desventaja. Peor aún, va completamente en contra de la intención del autor. De modo que es justo advertir al lector de que mi intento de alcanzar claridad en la descripción que sigue de la vida y la obra de Derrida sería visto por este como contraproducente e indefectiblemente sesgado. El ingenio, por otra parte, está sin duda permitido. Derrida es un decidido partidario de los chistes, las agudezas y el ­humor, aunque hemos de sufrir un nuevo revés, pues se trata de un humor intelectual es­pecíficamente francés, que deriva de aquella tradición modernista del arte y el pensamiento europeo continental conocida como «el absurdo». Enfrentados a una situación absurda, los inocentes intrusos que viven fuera de este te­rritorio intelectual privilegiado suelen reír. Semejante ingenuidad revela un lamentable malentendido. El absurdo es una idea de la mayor seriedad. Ocurre algo parecido con el humor de Derrida. No es cosa de risa. No es divertido (salvo para intelectuales franceses). Tal humor no se hace con el fin de provocar la risa. Aunque Derrida comparta con Woody Allen sus ­antecedentes judíos, no puede decirse lo mismo, ni en lo más mínimo, en cuanto a un humor común. Otra cuestión es si es el hipocondríaco de Manhattan o, por el contrario, el gran inte­lectual parisino quien mejor ilumina nuestra varia humanidad, quien es más «serio».

Vida y obra de Derrida

Es central en la filosofía deconstructivista de ­Derrida su insistencia en que «no hay nada fuera del texto». A pesar de ello, y cualquiera que sea la forma textual que tome, el hecho de que Derrida nació en Argelia en 1930 parecería ser inexpugnable ante el asalto deconstructivista. La suya era una familia petit bourgeoise de judíos «asimilados», que formaban parte de la clase colonial francesa a la vez que eran extraños a ella. Creció en la capital, la ciudad de Argel, situada al borde del mar. Los europeos vivían allí una despreocupada y vana vida mediterránea que transcurría entre el negocio, el café y la playa, y que tan diestramente fue evocada por el escritor y filósofo francés nacido en Argelia Albert Camus en El extranjero. Derrida vivió en la Rue Saint-Augustin, algo que había de desempeñar el importante papel de coincidencia afortunada en su autobiografía de 1991, a la que llamó Circunfesión, un título que implicaba los dos tópicos principales de circuncisión y confesión, aunque al final del libro nos quedamos sin conocer detalles de ninguna de las dos. En cierto lugar, aparentemente refiriéndose a sí mismo, Derrida escribe: «se circuncida a sí mismo, la “lira” en una mano y el cuchillo en la otra». Pero unas páginas más adelante dice: «La circuncisión sigue siendo la amenaza que me hace escribir aquí». El elemento de confesión es igualmente confuso. En cierto momento se dirige al lector con respecto a su madre: «Le mentí todo el tiempo, igual que hago con todos vosotros». Sigue una larga cita de las Confesiones de san Agustín. La «circunfesión» de Derrida tiene muchas citas latinas de san Agustín, con quien trata de identificarse. En efecto, san Agustín nació el año 354 d.C. en la colonia romana de Numidia, cuyo territorio forma parte ahora de Argelia. Otras semejanzas con el filósofo del cristia­nis­mo temprano son más fugaces. Además de iden­tificarse con san Agustín, Derrida fantasea también sobre él e imagina al santo cristiano como «un pequeño judío homosexual (de Argel o de Nueva York)», e incluso se ­refiere a su propia «homosexualidad imposible». En otro momento confiesa: «No conozco a san Agustín». Ya con todo este bagaje asegu­rado, podemos adentrarnos en terrenos más objetivos.

En 1940, cuando Derrida contaba diez años de edad, Argelia se vio arrastrada a la Segunda Guerra Mundial. Aunque el país no fue testigo de combates y no vio ni siquiera un uniforme alemán, la guerra arrojó una sombra pestilente sobre la vida de la colonia francesa, que se había convertido en un protectorado del imperio nazi. De nuevo, Camus capta la atmósfera del periodo, esta vez en La peste. Francia había sido invadida y la Argelia francesa estaba siendo gobernada por el régimen colaboracionista de Pétain. En línea con los decretos nazis, se introdujeron leyes racistas en 1942, trayendo a la superficie el antisemitismo latente en la población europea. Derrida fue informado por un maestro de que «la cultura francesa no está hecha para pequeños judíos». Era privilegio del primero de la clase izar todas las mañanas la bandera francesa en la escuela, pero, en el caso de Derrida, esta tarea fue asignada al segundo. Se introdujo un sistema de cuotas que limitaba el número de judíos (el 14 por 100) en los lycées (institutos). El director del liceo al que asistía Derrida decidió por su cuenta reducir la cuota al 7 por 100 y Derrida fue expulsado. Este tipo de situaciones degeneraba en la calle en insultos e incluso en violencia.

No es difícil imaginar el efecto que pudo tener todo esto en un alumno excepcionalmente inteligente y sensible. Es igualmente comprensible que el hombre que emergió de esta experiencia negara cualquier influencia de su vida temprana en su pensamiento posterior. Después de todo, su objetivo confesado era el de interrogar a la filosofía, no a sí mismo. Por consiguiente, sintió siempre aversión a comunicar detalles personales que parecieran proporcionar un lazo causal entre su vida y su obra. Y con cierta justicia. Debiera recordarse que el superviviente maduro pensó su filosofía a pesar de los intentos de sabotear su vida intelectual y social.

Durante una parte de su primera adolescencia, Jacques no recibió ninguna educación. Fue inscrito en el lycée judío no oficial, pero casi siempre hizo novillos. Era consciente de «pertenecer» al judaísmo; a pesar de que había crecido asimilado a la sociedad europea, sentía ahora que no era parte de ella. Su penosa experiencia le llevó a rechazar toda clase de racismo, si bien, en palabras de su colaborador George Bennington, también sentía «desasosiego respecto de una identificación gregaria, de militancia o pertenencia, incluso judía».

Al reanudar su educación una vez terminada la guerra, Derrida se comportó como un alumno desordenado, triunfante solo en el campo de juego. Soñaba con llegar a ser un jugador profesional de fútbol. Semejante ambición pudiera no ser tan iletrada como parece a primera vista. Diez años antes, Camus había jugado de portero en el Racing de Argel, y fue por entonces cuando Derrida escuchó, por casualidad, en la radio una charla sobre Camus que le atrajo hacia la filosofía. El héroe de Derrida era un hombre de pensamiento y de acción.

A pesar de su rebeldía de adolescente, el intelecto excepcional de Derrida era evidente. A los diecinueve años fue enviado a París para preparar el ingreso en la École Normale Supérieure, la institución de educación superior de más prestigio en Francia. Vivir solo en medio de las frías y grises calles de París después del mar y la luz del sol de Argel resultó ser una experiencia perturbadora. Derrida se vio atraído por la filosofía existencialista y nihilista de Sartre, que causaba entonces furor en los cafés, frecuentados por estudiantes, de la Rive gauche (la Orilla izquierda) parisina. Sartre afirmaba que la «existencia precede a la esencia» y sostenía que no hay una humanidad esencial. Nuestra subjetividad no nos ha sido dada, nosotros mismos la creamos a través de nuestra acción. La manera como elegimos vivir nos hace lo que somos.