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En busca de un respiro de su estresante vida profesional, un hombre y su pareja se aventuran a una cabaña en medio de un bosque patagónico para desconectarse de todo. Pero lo que comienza como un retiro tranquilo pronto se convierte en una experiencia llena de desafíos inesperados, tanto externos como internos. La falta de conexión con el mundo exterior, el entorno implacable y eventos desconcertantes en la cabaña ponen a prueba no solo su relación, sino también su cordura. En un lugar donde la naturaleza domina y las respuestas parecen siempre fuera de alcance, deberán enfrentarse a sus miedos más profundos y a la incertidumbre de lo desconocido. "Desconexión" es un viaje psicológico y emocional que explora la fragilidad humana frente al aislamiento y el peligro.
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Seitenzahl: 237
Veröffentlichungsjahr: 2025
GUSTAVO GILBERTO
Gilberto, Gustavo Desconexión / Gustavo Gilberto. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5954-8
1. Novelas. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
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Para mi padre y para Lourdes.
Llegó el momento de hacer este viaje. No es en las condiciones que lo imaginé, pero creo que va a resultar sanador. Solo espero no aburrirme. Este tipo de vacaciones se opone a mi naturaleza inquieta.
Desde hace bastante tiempo que con mi novia, Natalia, queremos hacer un viaje en el que, literalmente, no hagamos nada. “No hacer nada”. Si lo pienso con detenimiento, esa frase en sí misma es una paradoja: no hacer nada implica, de alguna manera, estar haciendo algo. Una doble negación, como tantas otras que asumimos como válidas por costumbre. La idea es alejarnos de las típicas actividades turísticas, evitar los recorridos guiados, las excursiones programadas, todo aquello que implica una agenda de vacaciones que parece más agotadora que el día a día.
Siempre fui una persona inquieta, y la noción de “descansar” en un viaje me parece algo reservado para ancianos. Me gusta pensar que soy un poco más aventurero, aunque, si soy honesto, tal vez sea solo una excusa para no admitir que me cuesta relajarme, que tengo dificultades para controlar mi ansiedad. Claro que, hoy en día, todo el mundo parece tener ansiedad. A pesar de todo, nunca entendí a las personas que eligen pasar todas sus vacaciones tumbados en la playa durante horas interminables. Pero esta vez es distinto. Esta vez necesito un descanso de verdad.
Este año fue, sin dudas, el más estresante de mi carrera. En mis catorce años en el área de investigación farmacéutica, jamás enfrenté un período tan desgastante como este último. El proyecto que lideré durante los últimos dos años terminó siendo un fracaso rotundo. Intentamos desarrollar la fórmula para un medicamento que podría haber ayudado a mucha gente.
En los inicios del proyecto, realmente creíamos tener en nuestras manos un fármaco revolucionario, algo quizá tan grande como lo fue la penicilina en los años cuarenta. La idea de estar participando en algo tan significativo generaba un entusiasmo colectivo que parecía invencible. En nuestras mentes, lo más complejo ya estaba resuelto, y solo quedaba ajustar la fórmula exacta, como quien afina los últimos detalles de una obra maestra.
El laboratorio, confiado en la promesa del proyecto, no escatimó en recursos. Contábamos con equipos de vanguardia que harían palidecer a cualquier institución promedio, profesionales traídos de distintos rincones del mundo y un presupuesto que, al inicio, se percibía como ilimitado. Todo estaba dispuesto para llevar a cabo una investigación que tenía un enorme potencial.
Sin embargo, a medida que avanzábamos, la realidad se volvió una sombra persistente. Cada intento por eliminar un efecto secundario derivaba en la aparición de otro, a menudo igualmente intolerable o incluso más severo. Era como si el compuesto tuviera voluntad propia, resistiéndose a cualquier intento de perfección. La tensión se instaló en las reuniones, se intensificaron los debates, y la moral del equipo comenzó a fracturarse. No importaba cuántas horas dedicáramos ni qué tan creativas fueran nuestras soluciones, simplemente no podíamos encontrar un camino viable.
Finalmente, el laboratorio tomó la decisión inevitable: cancelar el proyecto. Dos años de esfuerzo, de noches interminables, de esperanzas y sacrificios, se desvanecieron como polvo al viento. El costo financiero de la investigación era astronómico, algo que la industria farmacéutica entiende como parte de su naturaleza, pero que no reduce la presión constante por entregar resultados. Y aunque sabía que los fracasos son comunes en este campo, enfrentar uno de tal magnitud dejó una herida profunda.
El vicepresidente y mi supervisor directo, Darío Ojeda, me convocó a su oficina la misma tarde en que se tomó la decisión de cancelar el proyecto. El ambiente en el laboratorio ya estaba cargado, con un aire denso que se podía casi tocar. Su oficina, amplia pero decorada con un minimalismo casi clínico, no ayudaba a aliviar esa sensación de tensión. Darío estaba sentado detrás de su escritorio de madera oscura, con la espalda recta y los brazos cruzados frente a él. Su semblante, aunque no del todo frío, reflejaba la carga de las semanas recientes.
Entiende perfectamente que mi equipo y yo dimos todo lo que estaba a nuestro alcance, consiguiendo incluso una extensión de tiempo para repetir pruebas y agotar cualquier posibilidad de éxito. Darío mismo había sido el responsable de gestionar esos meses adicionales, defendiendo nuestro esfuerzo frente a una junta directiva que no parecía dispuesta a ceder más. Aun así, él también está en la cuerda floja. Necesita resultados, algo tangible para justificar el enorme gasto y el tiempo invertido en un proyecto que, en última instancia, no produjo nada útil.
—Tomate unas vacaciones –me dijo, su voz un tanto más pausada de lo usual, como si calculara cada palabra. Su tono, aunque directo, tenía un matiz de preocupación.
A continuación, agregó que hablaríamos sobre futuros proyectos a mi regreso. Pero la verdad es que no tengo conocimiento de que el laboratorio tenga algo concreto en desarrollo. Las propuestas que sonaban en el aire hace unos meses quedaron en pausa, eclipsadas por la obsesión colectiva de salvar este último proyecto.
Por su expresión, deduzco que él tampoco sabe qué hacer conmigo. Si bien nuestra relación nunca fue cercana ni informal, considero que me tiene aprecio, pero, aun así, imagino que la presión que recae sobre sus hombros es abrumadora. Darío es un hombre metódico, siempre cuidando de no mostrar flaquezas, pero esta vez parecía desgastado. No me sorprende la posibilidad de que, ante la necesidad de apaciguar a quienes exigen resultados, mi tiempo fuera del laboratorio termine siendo permanente, una salida disfrazada de pausa.
Aun así, no puedo negar que necesito este descanso. Tal vez sea el preludio para cerrar definitivamente mi vínculo laboral con el laboratorio. O quizás sea simplemente una pausa para cerrar esta etapa fallida y regresar con fuerzas renovadas, listo para afrontar nuevos desafíos. No lo sé, el futuro es un terreno incierto y oscuro que prefiero no explorar por ahora. Lo único que sé con certeza es que estas vacaciones no solo son necesarias, sino indispensables.
Y en este momento, cuando pienso en vacaciones, no estoy pensando en museos, restaurantes, bares en una playa superpoblada, ni fotografiarme delante de monumentos famosos. No, en este momento busco una sola cosa: desconexión.
Por todo esto, creo que llegó el momento perfecto para hacer ese viaje del que tantas veces hablamos, para finalmente pasar unos días en un lugar aislado y tranquilo. Un refugio lejos de todo, donde podamos simplemente existir, sin presiones, sin relojes marcando el tiempo, sin obligaciones persiguiéndonos. Yo realmente siento que el estrés me viene carcomiendo desde adentro, dificultándome ser funcional no solo en lo profesional, sino también en lo personal.
Natalia ha sido paciente, como siempre lo ha sido conmigo, pero incluso ella ya me hizo notar que este agotamiento está empezando a afectar nuestra relación. Sus palabras no fueron un reproche, ni siquiera un llamado de atención. Fueron un reflejo de su preocupación, de su intención de recordarme que no estoy solo, que somos un equipo. Y aunque me dolió escucharlo, también sé que tiene razón.
Si quiero recuperar esa parte de mí que se siente perdida, no hay mejor oportunidad que esta. Un lugar alejado, donde las horas transcurran con la lentitud de un río tranquilo. Un espacio para reencontrarme con ella, conmigo mismo, con todo lo que parece haberse desdibujado en el caos cotidiano.
Ella siempre fue la brújula que aporta equilibrio a nuestra relación. Con su naturaleza calma, su inteligencia intuitiva y su capacidad para ver las cosas desde una perspectiva más amplia, es mi ancla en los momentos de tormenta. Tiene una comprensión de las personas y de las situaciones que nunca deja de sorprenderme, pero también es firme en sus convicciones, algo que admiro profundamente. Ama la literatura con una pasión que es casi contagiosa. Las novelas históricas son su mayor debilidad, puede perderse durante horas en los mundos que recrean, absorbiendo cada detalle. Desde su adolescencia, también le apasiona la fotografía. Sale con su cámara siempre que puede, en busca de paisajes que reflejen la belleza que ella ve en el mundo.
Natalia tiene un talento especial para disfrutar las pequeñas cosas. Es de esas personas que encuentran felicidad en lo cotidiano: el placer de un buen libro en un lugar tranquilo, un paseo por el parque, o el simple acto de sentarse a observar cómo las hojas se mueven con el viento. Su manera de vivir, tan llena de atención y gratitud por lo simple, a veces me hace sentir que ve el mundo de una manera más profunda y detallada que yo.
Intento copiar su manera de ver las cosas, pero personalmente tengo una inclinación casi natural a dejarme consumir por mis ambiciones. Los objetivos que me propongo suelen convertirse en el único foco de mi energía, y en el proceso de perseguirlos, inevitablemente me olvido de vivir. Mi atención se concentra tanto en el destino que el recorrido se desdibuja por completo. Y cuando el objetivo no se alcanza, algo que ocurre con frecuencia debido a lo desmedido de mis aspiraciones, lo que queda es una frustración que parece implacable, un vacío que devora todo lo demás.
Es como si mi vida estuviera siempre condicionada por un “después”, un momento hipotético en el que todo habrá valido la pena, en el que finalmente podré disfrutar. Pero ese momento nunca llega, o llega solo brevemente antes de que otro objetivo lo sustituya. A veces pienso que Natalia ve esta dinámica más claramente que yo, aunque rara vez lo señala directamente. Sin embargo, su manera de vivir, tan enfocada en el presente y en los detalles que otros descuidan, a menudo es un recordatorio silencioso de cuánto estoy dejando pasar mientras persigo algo que nunca parece suficiente.
A pesar de nuestras diferencias, como distintas maneras de ver tantas cosas, la amo profundamente y siento que nos complementamos en muchos aspectos. Ella siempre estuvo ahí para apoyarme, aunque últimamente estuve notando su preocupación por el impacto que mi estrés tiene en nuestra dinámica. Esto es algo que no quiero perder y por eso este viaje es tan importante para nosotros.
Su trabajo como periodista también puede ser estresante, pero ella tiene la capacidad de prevenir que su trabajo invada su vida personal. Puede apagar a la profesional en cualquier momento que quiera, como si tuviera un interruptor, por más intensa que haya sido su jornada laboral. Es una cualidad que me genera particular envidia.
Cuando nos conocimos hace cuatro años, ella estaba cubriendo una conferencia, en la que yo fui a dar una charla, sobre algunos de los avances más recientes de la industria farmacéutica durante los últimos años. No creo en el amor a primera vista pero sin dudas tuvimos una química instantánea. Un año más tarde estábamos viviendo juntos.
Ambos conocemos bastante la Patagonia y ya hemos explorado sus rincones más populares en otras ocasiones. Esta vez, buscamos opciones diferentes, lugares donde la tranquilidad fuera el principal atractivo. Yo pensé en Villa Traful, un destino que siempre me pareció encantador, pero todo lo que encontré disponible con tan poca anticipación implicaba, de una forma u otra, la presencia de vecinos. No es que me moleste la gente, no soy un ser antisocial, pero la específica naturaleza de este viaje exige aislamiento. Quiero un espacio donde solo existamos nosotros y el entorno. Sin interrupciones, sin conversaciones triviales con extraños.
Fue Natalia quien encontró lo que parecía la respuesta perfecta: una cabaña en el corazón del bosque, en las afueras de un pequeño pueblo que, según la descripción, queda a una hora y media de Villa La Angostura. Me mostró las fotos de la publicación, y cada detalle parecía gritar “paz”. Una cabaña amplia, con dos cómodos dormitorios. Una de las fotos del living mostraba algo que me llamó especialmente la atención: una biblioteca llena de libros que parecían antiguos, como si el lugar hubiera acumulado historias a lo largo de los años. La cocina, pequeña pero funcional, mostraba en sus fotos una ventana justo sobre la mesada, desde la cual se podían apreciar los árboles en toda su majestuosidad.
Con excepción de la cocina, cada ambiente parecía desbordar espacio, casi de manera exagerada. Las fotos del exterior, por su parte, mostraban un frondoso bosque que rodeaba la cabaña, con una espesura que parecía prometer que no habría ningún vecino a la vista, ni siquiera a la distancia.
Me convenció de inmediato. Era justo lo que estábamos buscando. Natalia también lo sabía. No quisimos darle más vueltas al asunto, reservamos la cabaña ese mismo día. A veces, lo mejor es dejarse llevar por las primeras impresiones.
Con lo que no nos pusimos de acuerdo tan fácilmente, fue el medio de transporte. Para mí, la ruta puede parecer interminable. Ese tedioso avanzar en línea recta, buscando cualquier excusa para distraerse, se vuelve una tarea cada vez más ardua. Llega un punto en el que la música ya no entretiene, los temas de conversación se agotan (si es que uno tiene la suerte de compartir el viaje con alguien), y aún quedan horas por delante. Hay quienes anhelan este momento, lo ven como un espacio de relajación; algunos incluso encuentran en la soledad del camino una especie de paz mental, casi meditativa. Es algo que nunca pude comprender.
A diferencia de mí, Natalia encuentra un placer especial en viajar por la ruta. Me insistió varias veces para que lo hagamos de esa manera, incluso sabiendo que implicaría dos días completos manejando para llegar a nuestro destino. Su entusiasmo es contagioso, aunque al principio me costó compartirlo. Según ella, tomarnos más tiempo de vacaciones y disfrutar del trayecto en auto forma parte de la experiencia. Insiste en que la calma y la paz que buscamos no empiezan en la cabaña, sino desde el momento en que arrancamos el motor y dejamos atrás la ciudad. Aunque sigo sin estar completamente convencido, decidí aceptar su propuesta, al menos esta vez.
En nuestro último viaje, yo fui quien eligió absolutamente todos los detalles. Una semana en España y diez días en Italia, un itinerario que planifiqué obsesivamente. Ambos ya habíamos hecho previamente el típico viaje a Europa, con paradas obligadas en las grandes ciudades, visitando los museos más importantes y subiendo a lugares emblemáticos como la Torre Eiffel. Esta vez, yo quería algo diferente. Propuse pequeños pueblos con menos turistas, esos rincones que suelen ser opacados por las grandes atracciones pero que tienen un encanto único. Todo, desde cada rincón que visitamos hasta los hospedajes donde nos quedamos, fue decidido a mi gusto. Natalia aceptó sin quejas, adaptándose a mis preferencias y mostrándose abierta a explorar lo que había planeado.
Por eso, ahora me parece justo darle el control. Si ella cree que manejar hasta la Patagonia hará que el viaje sea más especial, no voy a oponerme, aunque sé muy bien que, si le hubiera dado igual, yo habría preferido volar hasta Bariloche y alquilar un auto desde allá. No lo menciono. Esta vez dejo que sea ella quien guíe nuestra aventura, y acepto el extenso viaje en auto sin reproches, recordándome a mí mismo que, después de todo, el trayecto puede sorprenderme.
El día anterior a nuestro viaje, con las responsabilidades laborales finalmente puestas en pausa, nos dedicamos a preparar todo lo necesario. Los bolsos comenzaron a llenarse con ropa deportiva y calzado de montaña, piezas esenciales para nuestro destino en el corazón de la Patagonia. Pero, aprovechando el amplio espacio que ofrece el auto viajando solo de a dos, también incluimos un exceso de objetos que difícilmente entrarían en el límite de equipaje permitido por una aerolínea. Quizá este sea el único punto a favor de no haber optado por el avión.
Entre estas adiciones innecesarias, pero tentadoras, cargamos las reposeras que compré hace dos años y que solo usé en un viaje a la costa. También sumamos una mochila llena exclusivamente de libros, un peso adicional podría parecer excesivo, pero que me parece necesario para un viaje de estas características. Si bien Natalia y yo compartimos el amor por la lectura, nos gustan géneros marcadamente distintos. Aun así, ambos coincidimos en que llevar libros de sobra era una idea imprescindible.
Dejamos el auto listo la noche anterior, con el tanque lleno y todo cuidadosamente cargado. La primera hora de la mañana nos encuentra preparando café para llevar en un pequeño termo, un ritual que nos da una sensación de hogar incluso en el inicio de una aventura. El aire fresco del amanecer acompaña el momento en el que nos subimos al auto y partimos, con la promesa de un viaje que, en muchos sentidos, comienza desde el instante en que dejamos la puerta de casa atrás.
Manejamos el Corolla gris plata turnándonos unas horas cada uno, lo que hace que el viaje se me haga mucho más llevadero. Si mis cálculos son correctos, el auto llegará a cumplir doscientos mil kilómetros cuando estemos de regreso. Siempre lo cuidé con esmero, siguiendo los servicios al pie de la letra y tratando de mantenerlo en buen estado. Nunca me dio grandes problemas, pero ya está por cumplir una década y hace meses que me ronda la idea de cambiarlo.
Tiene sus marcas de uso: algún que otro golpe leve y rayones en la pintura, propios del paso del tiempo y del caos de estacionar en la ciudad. Aun así, sigue siendo un vehículo confiable, con líneas limpias y un motor que nunca me falló. Lo que más me gusta es la caja automática, una característica que, por suerte, se está volviendo más común en esta parte del mundo. En mi opinión, no tiene ningún sentido pasar los cambios manualmente en un auto común, que no uso para correr y cuyo trayecto habitual transcurre en calles atestadas de semáforos y congestionamientos insoportables.
Sin embargo, debo admitir que la caja manual tiene su encanto. Hay algo especial en sentir las revoluciones del motor, en escuchar su rugido suave y saber exactamente cuándo y cómo cambiar de marcha. Es una conexión hombre–máquina que, aunque innecesaria en mi rutina diaria, puede ser gratificante. Manejando lejos del bullicio urbano, es cuando más extraño esa sensación. Tal vez, lo que realmente extraño, es esa nostalgia que me conecta con autos de otras épocas de mi vida, vehículos que marcaron etapas de mi historia personal.
Pasamos la noche en General Acha, un pueblo tranquilo ubicado en el corazón de La Pampa. Creo no haber estado acá antes, aunque el lugar no tiene nada que lo haga particularmente memorable. Las calles son amplias y silenciosas, con pocas personas transitándolas. Las casas, de arquitectura modesta y techos bajos, parecen haber resistido intactas el paso del tiempo, proyectando una sensación de calma, como si nada importante pudiera suceder acá.
El aire es notoriamente más seco que en la humedad constante de Buenos Aires, algo que percibo con cada respiración. La temperatura otoñal desciende considerablemente por la noche, obligándonos a sacar las camperas que habíamos empacado pensando más en el bosque que en este primer tramo del viaje. A pesar de todo, hay algo agradable en la serenidad de este lugar. Tal vez es la ausencia de ruido, de bocinas, de la incesante actividad de la ciudad.
Los hospedajes y restaurantes del pueblo, llenos de viajeros que están de paso, parecen ser el corazón de su actividad comercial. Mesas ocupadas por familias, camioneros y parejas como nosotros se mezclan en un ambiente tranquilo y sin pretensiones. La mayoría de las conversaciones son murmullos apagados, como si incluso los viajeros se contagiaran del ritmo pausado del lugar.
Tal vez exista algún otro punto intermedio con mayor atractivo turístico para pasar la noche, algún lugar que ofrezca algo más que lo estrictamente necesario, pero la verdad es que General Acha nos queda cómodo en el itinerario. No quiero dilatar el viaje más de lo necesario. Para mí, este tipo de paradas son eso: meros tramos entre el inicio y el destino, sin más interés que estirar las piernas, cenar algo sencillo y volver al camino al día siguiente.
No hicimos ninguna reserva previa para esta noche, unos kilómetros antes simplemente buscamos en internet algún hotel sencillo que tenga reseñas mayormente positivas. El elegido, que queda sobre una calle interna, es imposible de pasar por alto: el cartel, que se impone a varios metros de altura transversalmente, es el único de la cuadra y tiene luces fosforescentes azules. Cuenta con estacionamiento, uno de los motivos de nuestra elección. El auto está repleto de nuestras pertenencias, y no tendría ningún sentido bajarlas para cargarlas de nuevo en unas horas, si podemos dejarlo en un lugar seguro.
El interior del hotel está iluminado por frías y potentes luces blancas que proyectan un ambiente casi estéril, y por un momento me hace pensar en un hospital más que en un lugar de descanso. La recepción es pequeña, con una mesa de madera que alguna vez fue pulida pero ahora está desgastada, y detrás de ella hay una mujer de unos sesenta años, con abundante pelo canoso y enrulado, vestida con un cárdigan tejido que parece tan antiguo como el hotel. Está absorta en un programa de cocina que se transmite por un televisor diminuto y de marco grueso, apoyado sobre una repisa inclinada. El volumen está lo suficientemente bajo como para que solo se escuche un murmullo, pero parece atraparla por completo.
Solo cuando le hablo, levanta la vista como si recién notara nuestra presencia. Nos atiende con una mezcla de rapidez y desinterés, realizando las formalidades con un tono mecánico, como si repitiera una rutina que lleva años haciendo sin variaciones. Nos entrega una llave de metal con un llavero de plástico que tiene el número de la habitación grabado y señala con un leve gesto de su mano hacia las escaleras.
—Primer piso. –Murmura, sin molestarse en acompañarnos. Apenas recupera el control remoto para subir el volumen del televisor y vuelve a su mundo culinario mientras nosotros avanzamos con nuestros bolsos hacia las escaleras.
La habitación es considerablemente más chica de lo que imaginé, especialmente considerando que estamos en un lugar donde el espacio no debería ser un lujo como en la ciudad. Pero no es un inconveniente, ya que nuestra única intención es dormir y continuar el viaje al día siguiente. Las paredes están empapeladas con un diseño floreado anticuado que se extiende hasta el techo, un patrón de rosas y hojas en tonos apagados que parece haber sido popular hace varias décadas. A un lado, un televisor de tubo, anclado de manera aparatosa en un soporte metálico, cuelga precariamente de la pared. La instalación interrumpe parcialmente el paso hacia el extremo opuesto de la cama, obligándome a esquivar el borde del mueble cada vez que cruzo la habitación.
El mobiliario es básico y muestra señales de desgaste: una pequeña mesa de luz con bordes astillados y una lámpara cuya luz amarilla apenas alcanza para iluminar el reducido espacio. La cama, de sábanas limpias pero ásperas, ocupa la mayor parte de la habitación, dejando solo un estrecho pasillo para moverse. Natalia entra al baño, que resulta ser igual de modesto, y se da una ducha rápida mientras yo reviso en mi teléfono el recorrido de mañana. Me concentro en planear posibles paradas para cargar combustible, pero el cansancio comienza a pesar. Mis ojos se cierran involuntariamente en más de una ocasión, aunque me esfuerzo por mantenerme despierto hasta que llega mi turno de usar la ducha.
Cuando me acuesto me doy cuenta de que los almohadones, que funcionan básicamente como adorno, son considerablemente más cómodos que la rígida almohada. Hago el intercambio y en cuestión de minutos caigo en un sueño profundo y reparador.
A las siete de la mañana, despertamos con el sonido de la alarma en el teléfono de Natalia. El tono, una melodía suave pero insistente, llena la pequeña habitación. Ambos nos movemos lentamente, aún envueltos en la pesadez del descanso interrumpido. Habíamos acordado madrugar para llegar a destino sin apuro, y el desayuno comienza a servirse a las siete y cuarto. Con algo de esfuerzo, nos ponemos en marcha.
El desayunador es una sala modesta, con capacidad para unas diez mesas, todas vestidas con manteles rojos que aportan un toque de calidez al espacio, aunque contrastan con las pequeñas plantas de plástico que adornan el centro de cada una. A través de las ventanas entra la luz del amanecer, bañando el lugar con un tenue resplandor. Un hombre delgado, de unos cincuenta años, ya está ahí, sentado junto a la ventana. Su figura angulosa parece acentuada por la postura inclinada en la que lee el diario, usando unos antiguos lentes con el marco torpemente reparado con cinta adhesiva. Es el único comensal además de nosotros, el resto de las mesas están vacías.
Una mesera joven, que parece tímida y algo nerviosa, se acerca a nosotros con un tono amable pero reservado. Nos explica que podemos servirnos café y leche a gusto de los dispensadores metálicos ubicados en una mesa junto al mostrador, que da hacia la cocina. Promete traernos la comida en breve.
El menú no ofrece opciones, algo que no sorprende considerando la sencillez del lugar. Nos sirven dos medialunas de manteca, un cuadrado de pastafrola de dulce de membrillo con un aspecto artesanal que resalta en el plato, y un tostado de jamón y queso cortado en pequeños triángulos, como si intentaran hacerlo parecer más abundante.
La pastafrola es, sin dudas, lo mejor del desayuno. Su textura es perfecta: el equilibrio entre la masa tierna y el dulzor del membrillo. El café, en cambio, es decepcionante. Tiene ese típico sabor aguado y amargo que parece una constante incluso en hoteles de mayor categoría.
Antes de salir del pueblo, paramos en una estación de servicio. Mientras Natalia llena el tanque, entro al comercio a comprar unos sánguches para el viaje. El lugar es sencillo pero funcional, con estantes llenos de productos básicos y una heladera que resuena ligeramente en el silencio de la mañana.
Mientras busco la comida, mis ojos se encuentran con el mismo hombre delgado del hotel, que está pagando en efectivo un atado de cigarrillos y una gaseosa de naranja. Su manera de manejar los billetes es meticulosa, como alguien que no quiere dejar nada al azar. Saluda a la cajera y me cruza al salir, pero no me mira, se apura como si quisiera evitarme. Mientras busco la comida para más tarde, lo veo desde la ventana subirse a un viejo y enorme camión verde oscuro, que tiene cromados los espejos, la parrilla y las llantas. Arranca de un estruendo y deja la estación de servicio atrás. Observo cómo el coloso desaparece en la distancia mientras regreso a los estantes, todavía pensando en la peculiaridad de la escena. Por alguna razón, la imagen del hombre y su camión se queda en mi mente un poco más de lo esperado.
Natalia toma el control del volante mientras recorremos los más de doscientos kilómetros de la interminable ruta del desierto. El camino, monótono y vacío, apenas recibe el ocasional tránsito de algún otro vehículo, lo que permite que el trayecto transcurra sin sobresaltos. Ella sabe que para alguien como yo, a quien los viajes largos en auto le resultan tediosos, este tramo rectilíneo, carente de paisajes interesantes o estímulos visuales, puede sentirse como una prueba de paciencia.
Para sobrellevarlo, me sumerjo en la lectura del libro que comencé hace unos días. Mientras paso las páginas, el sonido constante del motor y el tenue vaivén del auto forman un telón de fondo casi hipnótico. Afortunadamente, nunca he tenido problemas para leer en movimiento. A mucha gente le resulta imposible: los mareos, la incomodidad o simplemente la distracción del paisaje suelen hacer que la lectura en un vehículo sea algo fuera de su alcance. Pero para mí, es una de las pocas ventajas que encuentro en estos viajes.
De vez en cuando, levanto la vista para observar el horizonte desolado. La ruta se extiende como un hilo sin fin, atravesando el vasto vacío del paisaje desértico. No hay nada que llame particularmente la atención, salvo el cielo inmenso que parece fundirse con el suelo en un distante abrazo. Natalia, concentrada y tranquila, me mira de reojo y sonríe, sabiendo que ambos estamos encontrando nuestras propias formas de hacer que este tramo sea más llevadero.
El libro que llevo en las manos es una colección de cuentos cortos de H.P. Lovecraft. Aunque ya había explorado algo de su obra en el pasado, la mayoría de los relatos en este compilado son nuevos para mí, lo que me llena de entusiasmo. Sin embargo, en este momento estoy releyendo el que, sin duda, es su relato más icónico: La llamada de Cthulhu.