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Destino Cuba agrupa un conjunto de crónicas escritas por Ana María Radaelli, argentina radicada en Cuba desde finales de los 60. Diversos son los lugares del mundo que esta notable periodista ha visitado reportando acontecimientos sobresalientes ocurridos en los últimos años. "Una taza de té verde", "Estampas de Mariel", "Buenos Aires mano a mano", "Mella y la prensa clandestina", "El Unicornio Azul", "Pinceles de Poto-Poto", "¡Ave César!", "Todos somos musulmanes" y" El regreso de Peter Pan", son solo algunas de las cincuenta crónicas que conforman esta obra singular en la que el lector conocerá sucesos, lugares y personalidades que la autora nos entrega, donde poesía, remembranzas y definiciones ocupan un lugar bien destacado.
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Seitenzahl: 321
Veröffentlichungsjahr: 2016
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EDICIÓN•Ernesto Pérez Chang
COMPOSICIÓNYDISEÑO•Axel Rodríguez García
© Ana María Radaelli, 2013
© Sobre la presente edición: Editorial Arte y Literatura, 2013
ISBN 978-959-03-0678-5
EDITORIAL ARTE Y LITERATURA
Instituto Cubano del Libro
Obispo no. 302, esq. a Aguiar, Habana Vieja
La Habana, Cuba
CP10 100, La Habana, Cuba
e-mail: [email protected]
www.cubaliteraria.cu/editorial/Arte_y_Literatura/index.html
De guardia hasta las tres•8
buenos días, Hanoi•12
Pesadilla de Haiphong•20
Los «inventos» de Thi Khiu•23
Por tierras liberadas del Sur•28
Crepuscular•42
Una taza de té verde•44
Una utopía y un festival•53
Estampas de Mariel•59
Guantánamoby night•71
Torturado en la Base•78
Undestroyerpara el patrón•82
El tesoro de la Isla del Tesoro•84
Perú, dos años después•92
Buenos Aires mano a mano•100
Los 35 hijos de Ana Rosa•107
El unicornio azul•115
Con los ojos abiertos•120
La case Tcheguevara•127
Pinceles de Poto-Poto•133
Aprendiz de cubano•137
Para celebrar una infancia•144
Un Primero de Mayo muy especial•149
¡Ave César!•153
Mella y la prensa clandestina•159
El caramelo y la naranja•169
Temporada muerta (I)•175
La Tormenta del Siglo•179
Sudestada•185
Cambalache•190
El otro Ernesto Guevara•195
Temporada muerta (II)•208
Cuestión de liderazgo•216
Dos pesos la hora•223
A desalambrar•230
Donde caen las estrellas•235
Ciudadshopping•242
Desde el infierno•249
Todos somos musulmanes•255
Con oleajes de rostros...•259
El penal del fin del mundo•262
De la Noche de los lápices… a la noche de los libros•269
Este maldito bloqueo•273
Gracias por el fuego, Mario querido•278
Un chico de la CIA y los cinco Héroes•
A la memoria de Alberto Rubiera,
periodista, maestro.
Para Michel
Caré, Ángel de la Guarda vitalicio.
Para mi hijo Marcelo y mis nietos,
Verónica, Lorena y Marcos Alejandro.
Mientras devano la memoria
forma un ovillo la nostalgia
si la nostalgia desovillo
se irá ovillando la esperanza
Viste uniforme de miliciana, el aire es caliente y pesado, está de guardia hasta las tres, pero el relevo siempre llega un poco antes, ojalá, pasado mañana se irá al campo por dos semanas, a recoger papas, o café, no sabe bien.
Ni un soplo de viento. Las palmas reales, de un negro tinta china, parecen incrustadas en la noche ardiente que la luna replatea.
Suda a mares.
Un luminoso y parpadeante rubí rasguña el cielo, es un avión, traduce de inmediato, y ella está en el avión, lleva tantos días viajando, en cada una de las escalas agoniza un poco, se muere de a poco, todo fue tan rápido, para no tener tiempo de compadecerse, para desasirse de todos y de todo sin mirar atrás, Praga que no vio, Viena que adivinaba detrás de los bosques blancos de escarcha, Moscú apenas presentida, de lejos, cúpulas bizantinas envueltas en turbantes de gasa gris dorada izándose sobre un río de hielo, y la noche que empieza a deshilacharse detrás de la ventanilla, cuando las nubes enlucidas por la luna se van tiñendo de un tímido color ambarino que se arrima al azul sonrosado, sigue el díaempujando a la noche, pronto, muy pronto va a amanecer, los oídos taponados le duelen, han comenzado a bajar, y ya hay que abrocharse los cinturones, antes, apagar el cigarrillo, el descenso es cada vez más vertiginoso, semejante a la angustia que le crece segundo a segundo, clarea, ya amaneció, entre rafagazos de nubes distinguelos campos sembrados, verde brillante y carmelitoso, azul-amarillo naranja, todo tan prolijo, tan bien dibujado, la tierra es roja, no rojiza, sino decididamente roja, ¿me estarán esperando?, con tantos desvíos y extravíos y tardanzas peligrosas, ¿sabrán que llego eneste vuelo?, el avión brama, se estremece, toca pista, traquetea, frena y, desaforado, sigue, sigue, pega un brinco y se arrastra, se inmoviliza por fin en un silbido agudo, lancinante, y sin mirar a nadie ella se levanta y empieza a abrirse paso hacia la puerta, quiere ser la primera en bajar, pero no es fácil moverse en medio de ese desconcierto de brazos y piernas y paquetes y bolsos y maletines y abrigos que suben y bajan, giran como aspas, se traban, se enredan, se desanudan, sí, gracias, por favor,perdón,tieneque ser la primera enbajar, y ese miedo, ahora, de que nadie la esté esperando, o de que no la reconozcan, qué estupidez, entonces qué hago, qué haría, y ya está en la escalerilla, siente que penetray se hunde en una masa espesa, maciza, de aire endurecido y abrasador, quema, no puede respirar, se ahoga, está vestida para afrontar las nieves de Praga y de Viena y de Moscú que no vio, hacía frío, tanto, el bochorno de la mañana caribeña recién nacida la sofoca, la derrite, la disuelve, mira al cartel, lee, silabea el nombre del aeropuerto, Jo-sé Mar-tí, y le parece mentira, pero es cierto, cierto, y vuelve, incrédula, a leerlo y a deletrearlo, y una voz, a su lado, la arranca de su ensimismamiento, ¡Bienvenida, compañera!, y ese compañera tintinea con aire de caireles en los oídos ahora ensordecidos por el rugido de las turbinas de un avión que acaba de llegar o que está a punto de partir, se acerca tambaleante a esa voz, y el paisaje apenas entrevisto de tierra muy roja, empenachada de palmas reales, se diluye en los ojos ardidos de sol, de una luz primigenia, inaugural, ¡Bienvenida, compañera!, y la voz ya tiene cara y cuerpo y manos brillantes y renegridas que se enlazan a las suyas, tan pálidas, tan frías y trémulas, entonces, agotada, exhausta por primera vez desde hace ocho días, se desmadeja, se entrega y, en un último esfuerzo, se abraza a esa voz y le sonríe con toda la cara mojada.
Sigue sudando a mares. Las estrellas hacen mutis, qué lástima. ¿Lloverá? En el trópico nunca se sabe.
Una finísima lasca de luna se ha quedado enredada entre las ramas de una ceiba majestuosa, como todas las ceibas.
Todavía le quedan dos horas y media de guardia.
La Habana, 1969
Era la primera vez que salía de la Isla. Emoción de mirar al revés el paisaje que había ido a mi encuentro pocos años antes.
Instalada en un curtido y ruidoso y muy seguro avión soviético, teniendo por delante un viaje por demás largo y complicado, hubiera querido dormir, pero el sueño se me escapaba. Puntuales y muy nítidas llegaban a mi memoria imágenes de las combativas manifestaciones parisinas —¡Yanquis, fuera de Viet Nam! era la consigna—, en las que había participado siendo estudiante. Recordaba los mítines de la Mutualité, donde nos era posible escuchar, por ejemplo, a Madeleine Riffaud, poeta, periodista,escritora y documentalista francesa, heroína de la Resistencia, corresponsal de guerra del diarioL´Humanitéen Argelia, también en Viet Nam del Sur,durante siete años, junto al Frente Nacional de Liberación, y en Viet Nam del Norte bajo las bombas, una mujer extraordinaria que nos convocaba a no cejar en la denuncia. Sus relatos y documentales, siempre impactantes, desgarradores, hacían que regresáramos a la residencia estudiantil con un nudo en la garganta, rumiando nuestra impotencia frente al martirio impuesto a todo un pueblo por esa guerra despiadada, pero también deslumbrados ante el derroche de coraje, disciplina y abnegación sin límites de los vietnamitas. Demás está decir que Madeleine Riffaud era nuestro paradigma.
La guerra de Viet Nam nos había marcado de forma indeleble. En la Universidad, los estudiantes se definían por su posición frente al conflicto: estar a favor o en contra de la agresión norteamericana era la vara de medir amigos y compañeros, lealtades y traiciones.
Lejos estaba entonces yo de pensar que un día me sería dado cumplir un anhelo tan secreto como para no osar formulármelo en voz alta: ir a Viet Nam como reportera. Y lo estaba cumpliendo, enviada por laTricontinental,para no creerlo, esa mítica revista del Tercer Mundo y sus movimientos de liberación... La víspera del viaje me había entrevistado con la queridísima Melba Hernández, heroína del asalto al cuartel Moncada, presidenta del Comité Cubano de Solidaridad con Viet Nam, quien, después de hablarme mucho y con toda la pasión que la caracteriza, me había advertido: «Este viaje te cambiará la vida. Al regresar, ya no podrás ser la misma que un día se fue…». ¿Estaría ella exagerando?
Decenas de horas de vuelo y escalas me separaban de Hanoi. Paciencia. Primero, Gander, Shannon y Moscú. Después, Tashkent, Karachi, Rangún y Vientiane. De estas tres últimas, guardo imágenes difíciles de archivar.En el aeropuerto de Karachi, Pakistán, los empleados exhiben una miseria de andrajos sucios que vuelve insoportable el esplendor de las boutiques Ives Saint-Laurent y Caron y Cardin… En la cafetería, un muchacho harapiento, que oficia de mozo, nos trae una jarrade agua. Tiene una mano lastimada y cubre la herida conun trapo inmundo, manchado de sangre. El agua es marrón, turbia, y en la superficie bullen globitos. En Rangún, Birmania, las jóvenes empleadas del aeropuerto son esqueléticas, desdentadas, y también andrajosas. Las tiendas, ya se sabe: encandilan con rutilantes vestidos, chales y pantuflas de finas sedas entretejidas dehilos de oro y plata, recamadas de pedrería. En Vientiane, Laos sumido en la guerra, un laosiano gordo, inmenso,bamboleante, envuelto en rica túnica, atraviesa el salón de espera. Lo sigue y rodea un enjambre de siervos desnutridos y semidesnudos, armados de grandes abanicos con los que van echando aire al señor gordo, que camina lentamente, desdeñoso, sin mirar a nadie.
A las ocho de la mañana del 16 de octubre de 1974, toqué, al fin, tierra vietnamita, y después de atravesar, con mucha dificultad, el caótico puente sobre el Río Rojo, pude escribir en mi agenda, con una emoción difícil de adjetivar, las palabras mágicas: «¡Buenos días, Hanoi…!». Ya ubicada en el añoso Hotel de la Reunificación, que aloja a periodistas llegados de los cuatro puntos cardinales, me era imperioso echarle un vistazo a la ciudad, que me llamaba a gritos. Y si así no era, así yo lo sentía, tan grande era mi impaciencia.
Como el Madrid de Neruda, Hanoi, sola y solemne, me sorprendió con su alegría de panal pobre. Yadesde horas tempranas es intenso y fragoso el trajín dela ciudad, cuando un mar de bicicletas desborda calles y bulevares. Solo las tarjas azules nombrando las calles y losblancos palacetes enrejados recuerdan la ocupación francesa. Las tiendas tienen poco y nada que mostrar, pero una multitud de pequeños comerciantes-artesanos venden, al menudeo, desde cigarrillos —fuerte tabaco negro— hasta huevos de pato, pasando por sandalias guerrilleras, hechas con tiras de neumáticos que se anudan en la suela, para bien aferrarse al lodo resbaladizo, o abanicos, guitarras, jaulas, así como estrambóticos enseres domésticos que son todo un alarde de ingenio y destreza.
Hay flores, muchas flores en los balconcitos de las casas que se apretujan y parecen, a veces, encimarse.
Es difícil, entonces, creer en la guerra. Sin embargo, no se tarda en percibirla. Está en losjeepsy camiones verde olivo que se abren paso entre el bicicleterío haciendo sonar el claxon frenéticamente, en la elocuenciade las pancartas y banderolas que penden por todas partes y que no hace falta traducir, en los refugios antiaéreos que abren sus bocas ciegas a lo largo de todas las calles, en las ruinas de los barrios brutalmente castigados, cuando el presidente Nixon, el 6 de abril de 1972, reinició los ataques aéreos sobre todo el territorio de la República Democrática de Viet Nam, en «valiente» respuesta a la ofensiva sudvietnamita que iba de victoria en victoria. El 16, los B-52 se ensañan con Hanoi y Haiphong. En diciembre del mismo año, oleadas masivas arrasan literalmente ciudades, comunas y aldeas: ciento cuarenta bombarderos estratégicos, además de unos setecientos aviones tácticos, son de la partida. Para esa fecha, Hanoi es atacada en trescientos cincuentaitrés puntos, entre ellos, ocho embajadas y el importante centro sanitario de Bach Mai, en el corazón de la ciudad. ¿Cómo haces, Hanoi, para seguir floreciendo?
La guerra también es visible en la solemne dignidad con que todos llevan la pobreza de sus ropas, en la flacura de esa ancianita que recoge en la calle briznas de ramas caídas, seguramente para hacer fuego, en las bicicletas que uno adivina debajo de una carga descomunal de cachivaches y bultos de todo tipo, con un peso de hasta quinientos kg, me dicen, guiadas por dos vietnamitas, a pie, a cada lado del engendro, gracias a dos barras que fungen como extensión del manubrio, que tampoco se ve... Está también y sobre todo en la mirada angustiada de los niños, que ya conocen el terror de las bombas. Son tantos los que han perdido el oído por destrucción del tímpano, que no se tiene aún el censo completo de los afectados.
Me siento a fumar un cigarrillo a orillas del Lago de la Espada Restituida con mis nuevos amigos: Hoang Trong Tai, jefe del Departamento de Relaciones Internacionales con los países socialistas, veterano combatiente de Dien Bien Phu (con quien me entiendo en francés); Lan, una joven periodista que habla muy bien el español y que parece una figulina con su sobrero cónico y sus anchos pantalones negros, y Ninh, chofer, intérprete y ángel de la guarda solícito y fraterno.
Por ellos me entero de que hace muchos años, tantos que ya nadie recuerda, Viet Nam, una vez más, había sido invadido por hordas venidas desde muy lejos. Inmerso en profundas cavilaciones, el emperador paseaba un día por el lago cuando de pronto vio surgir, justo frente a él, una gran tortuga que llevaba sobre su carapacho una espada reluciente. Intuyendo el mensaje, el emperador tomó la espada, se lanzó al ataque y derrotó a los invasores, que huyeron a la desbandada. Tiempo después, de nuevo paseando por el mismo lago, se le apareció la misma tortuga. El emperador, también esta vez, comprendió el mensaje: colocó la espada sobre el carapacho de la tortuga, que no tardó en desaparecer bajo las aguas. «En los años sesenta, volvió a aparecer la tortuga con la espada sobre el carapacho. La tomamos... y todavía no la hemos devuelto», me dice Tai con una gran sonrisa, para rápidamente agregar: «Pero, puedo asegurarle, que no hemos de tardar mucho en hacerlo». Y esta vez se ríe, y con ganas. Ya la luz del día se nos escapaba, tiñendo con reflejos oro y grana el templete, que parecía ondular en la perfumada quietud de las aguas.
Me enamoré de la dulzura de Hanoi, de sus parques con estanques cubiertos de flores de loto, con sus altos macizos de ligustros podados en forma de animales, con sus puentecitos colgantes como medias lunas invertidas, con sus sauces llorones barriendo el agua de los canales. Entre jacintos y flamboyanes descubrí la pagoda de Mot Cot, que se alza sobre una sola columna, emergiendo, tal una flor de loto, en medio de un estanque verdiazul. Y el lago del Bambú Blanco, el del Oeste y tantos más, islotes de sosiego en el hormigueo trepidante de la herida ciudad de los crisantemos.
De regreso al hotel, Hoang Tai me entrega un papelito, «para leer más tarde», dice. Es un fragmento del poema «Salutación a la primavera», de To Huu.El sol alumbra/ ¿no te colma la dicha?/ ¿Verdad que en el país no hay montaña ni río/ que de grandes hazañas no haya sido testigo?La poesía es aquí parte del cotidiano vivir. Recuerdo entonces el testimonio de unmarinedesertor, publicado en laTricontinental,que en Estocolmo había declarado: «Matamos a muchos vietnamitas. Cuando registrábamos los cadáveres, siempre encontrábamos poemas. Aun las cartas de sus mujeres, o para sus mujeres, eran poesía. Entonces comprendí que estábamos matando a un pueblo de poetas».
Hanoi, 1974
Un amasijo de escombros calcinados y hierros retorcidos, sobre todo en los barrios aledaños al puerto, es la visión que ofrece Haiphong bajo un cielo de ceniza que vuelve más siniestro, si cabe, el paisaje de la ciudad aniquilada por orden expresa del presidente de los Estados Unidos, quien también impuso el minado de los puertos y aguas territoriales norvietnamitas: en 1972, más de diez mil minas submarinas y bombas magnéticas fueron lanzadas sobre todos los puertos marítimos y fluviales del país.
Emociona descubrir una bandera cubana que flamea al viento cargado de lluvia. Es la enseña del barcoImías,anclado en una ría desde hace más de un año ante la imposibilidad de moverse, y el encuentro con su capitán y la tripulación nos llena a todos de alegría. Vuelan entonces las preguntas, mientras contamos y pedimos que nos cuenten, añoranzas y nostalgias y proyectos y esperanzas, todo junto entreverado... De pie firme esperan los cubanos delImíasla victoria vietnamita, y el consecuente desminado de las aguas, para poder volver a casa.
La fábrica de tapices no dejaría de sorprenderme, pues su exterior es pura ruina, un amontonamiento de cascotes y chatarra carbonizada que en nada anuncia el trabajo esplendoroso de las muchachas tejedoras. Un reino de serpientes y dragones alados, de princesas sonrientes jugando entre flores, todos tan ajenos a la tragedia de los humanos, ponía una nota surrealista en el decorado, mientras escuchábamos los datos ofrecidos por la directora: nunca se dejó de producir, inclusive teniendo que bajar a los refugios unas treinta veces al día… Como surrealista me supo el hecho de que, al despedirnos, las muchachas, de pie sobre los escombros, cantaran para nosotros —y en español—, Siboney, esa bellísima y emblemática canción cubana... «Siempre cantamos», me explica Hoang Tai ante mi asombro emocionado, «y así, con nuestras voces, tapamos el estruendo de las bombas».
Ha sido mi primer impacto brutal con la guerra de aniquilamiento que sufre este pueblo.
El cielo gris de Haiphong se deshacía en jirones de lluvia cuando dejamos la ciudad, lo que queda de ella. Ni rastros del astillero, ni de la fábrica de cemento, ni del centro industrial y su importante barrio obrero, nada.
De regreso a Hanoi, detrás del cristal de la ventanilla, las grotescas montañas de escombros y chatarra se diluían, ondulantes, fantasmales, como en una pesadilla.
Hanoi, 1974
Después de tres días de viaje, he llegado por «carretera» a Dong Hoi, provincia de Quang Binh (500 km al sur de Hanoi), enclavada en una región concienzudamente destruida dada su proximidad con el Paralelo 17, que divide en dos un país que fue y será uno solo, indivisible. Durante la presidencia de Johnson, 2 774 ataques devastaron la ciudad. El pueblo la reconstruyó. Bajo la administración de Nixon, los bombardeos de los B-52 y F-111 la borraron del mapa.
Un millón de bombas ha caído sobre esta provincia, más que en ningún otro lugar del mundo.
A la luz de un quinqué, Nguyen Thi Khiu, bajita y muy menuda, se me aparece como una viva estampa de Viet Nam. Sonríe sin parar, con los ojos y con una boca que descubre el brillo charolado de unos dientes negros, retintos por el betel. Habla muy pausadamente, mientras sus manos fuertes, nudosas, ágiles, imprimen una fuerza inaudita a su relato. Se la nota encantada por esta inesperada visita y hace muchas preguntas sobre Cuba y Fidel.
Después de una taza de té verde, comienza a contarnos su historia de niña pobre, al extremo de perder a su padre cuando la invasión japonesa provocó una de las hambrunas más terribles jamás vistas (dos millones de muertos), tan menesterosa como para vivir con toda su familia en un sampán por carecer de un mínimo pedacito de tierra, tan miserable como para alimentarse solo de paja de arroz y fresas silvestres del bosque, tan decidida a cambiarlo todo como para unirse a la lucha guerrillera contra el colonialismo francés.
«Pero, después de 1954, una vez establecida la paz, la vida cambió para mí, para todos», dice, y la cara se le ilumina, «porque desde que se implantó el gobierno revolucionario, empezamos a poder comer, a vestirnos, a trabajar». Sintiéndose en deuda con la Revolución, «por primera vez, la vida era bella», ingresó en una cooperativa pesquera y se dio a la tarea de organizar a las mujeres, puesto que la pesca en el mar estaba reservada a los hombres. Y aunque el trabajo fue muy difícil para ellas, ya en 1972 tenían seis barcos con seis compañeras cada uno, «a pesar de la guerra de destrucción total lanzada por los yanquis».
Al principio de los bombardeos, los compañeros pidieron que no saliéramos, ¿qué pasaría con los niños si de pronto quedaban huerfanitos de madre y padre al mismo tiempo? En tierra siempre sería posible encontrar refugio... En verdad, teníamos mucho miedo, nunca antes habíamos visto aviones a chorro, pero frente a ese planteamiento, yo organicé una reu-nión para explicar mi idea sobre el asunto: ¿Y si buscamos refugio en el mar? Basta con amarrarnos sogas alrededor de la cintura, a su vez amarradas al barco, y sumergirnos cuando veamos llegar los aviones. Mi plan tenía dos finalidades: protegernos de los obuses y salvar los cadáveres si por casualidad moríamos... Y así lo hicimos, y cuando una muchacha tenía miedo, yo le amarraba una piedra a la soga y la sumergía conmigo, ya que, como responsable del barco, debía proteger la vida de cada una de ellas. Teníamos que hundirnos a más de dos metros de profundidad para evitar los proyectiles. Después, todos dijeron que mi iniciativa había sido muy buena, ya que gracias a ella pudimos salir al mar todos los días, aun bajo una lluvia de bombas... La producción se mantuvo sin decaer, y puedo decirles que durante 1966, 1967 y 1968, años durísimos de guerra, no murió ni una sola compañera.
A estas alturas, en el silencio de la noche negra de DongHoi, aposentada sobre una tierra herida de muerte que se abre en miles y miles de cráteres lunares, enaquella cabaña apenas iluminada por la luz de un quinqué, frente a esa mujer pequeñita que parecía muy divertida contándonos sus «inventos», un estremecimiento de total irrealidad, una vez más, me hizo vacilar. Cambiar la cinta de la grabadora me daría unos segundos de respiro... Acepto, gustosa, otra taza de té verde.
En 1967, sufrimos un ataque particularmente intenso, que duró desde las ocho de la mañana hasta la caída de la tarde. En esa ocasión, un barco de nuestra cooperativa fue alcanzado por las bombas, y dos pescadores murieron y otros cuatro fueron gravemente heridos. Mi barco estaba a un kilómetro del barco hundido. Los aviones yanquis daban vueltas y más vueltas sobre nuestras cabezas, y algunas muchachas pescadoras dijeron que lo mejor era desembarcar, pues el fuego enemigo era demasiado intenso. Pensé que no era bueno salvarnosnosotras y dejar a nuestros compañeros solos y heridos enel mar. Hay que tener sentimiento de clase, ¿usted no cree? Sabía que nosotras tambiénpodíamos morir, pero en ese caso moriríamos junto a nuestros compañeros. Una vez que todas aceptaron esos planteamientos, comenzamos a aproximarnos al barco bombardeado, y a 60 metros de distancia fuimos cañoneados, pero no hundidos. Salvamos a los heridos, y comencé a remar con todas mis fuerzas para llegar a la costa y llevarlos al hospital. Los milicianos nos ayudaron a cargarlos, y actualmente esos cuatro compañeros están vivos y trabajan como siempre, pescando en el mar...
Durante ese ataque, mi madre recibió un proyectil en la cabeza y mi esposo también resultó herido. A todos los llevé al hospital bajo una lluvia de balas. Mi esposo murió pocos meses después en otro bombardeo.
Había días en que hombres y mujeres salíamos juntos en caravana, y los aviones venían enseguida a atacarnos. En una ocasión, se dio la orden de arriar las velas para que no nos detectaran, pero yo pensé que eso era símbolo de derrota, y me negué rotundamente. Mi barco continuó con todas las velas desplegadas y los otros siguieron el ejemplo. ¡Y ese día tuvimos una producción de más de una tonelada de pescado!
Y se ríe, como de una travesura, de algo, en definitiva, común y corriente. Y yo la miro, tan menudita, aparentemente tan frágil, y la vuelvo a mirar con embeleso sabiendo que se trata, nada más, ni nada menos, de una Heroína Nacional en esta tierra de gigantes.
Hanoi, 1974
Difíciles resultaron las muchas horas invertidas en recorrer, siempre en jeep, los escasos 25 km que separan Dong Hoi de Vinh Linh, donde hacemos alto antes de atravesar el río-frontera. Como pasada por una batidora, siento que tengo el cerebro en los pies y el estómago en la cabeza. Duelen todos los huesos. Los ojos también.
Aquí, en Vinh Linh, entre 1964 y 1973, los aviones yanquis arrojaron sobre una zona de 800 km2 unas setecientas mil toneladas de bombas, siete toneladas por habitante, que mataron a más de ciento veinte mil personas. En su empeño de cortar el Norte del Sur, y evitar a toda costa el trasiego de hombres y armas por la ya mítica ruta guerrillera «Ho Chi Minh», esta ha sido la región que ha recibido el mayor número de bombas de racimo y de napalm, de fósforo, y de Agente naranja, un desfoliante letal que ha arrasado con bosques y selvas, y contaminado, quizá para siempre, los ríos y la tierra, con consecuencias en los humanos que ya empiezan a manifestarse, por ejemplo, en el nacimiento de niños aquejados de deformidades monstruosas. Sin embargo, los americanos aquí perdieron doscientos noventaitrés aviones, entre ellos superbombarderos B-52, y sesentainueve barcos de guerra.
Con enorme emoción cruzamos el río-frontera Ben Hai. Ya estamos en el Sur, en la provincia de Quang Tri, liberada en un 80%, y cuya capital está todavía en manos del enemigo. Desde nuestro albergue en Cam Lo, con prismáticos, es posible divisar la bandera del ejército títere de Saigón.
Entró con la cabecita gacha, como queriendo hacerse más pequeñito de lo que ya era. Cuando alzó los ojos y me miró, vi que tenía prendido en el fondo de las pupilas todo el horror de la guerra. «Es un alumno excelente», me dijo el compañero del Partido, para agregar rápidamente: «Y tiene muy buena letra». Entonces, de nuevo, la irrealidad, ahora pesadilla, el creer que estoy soñando, y tiemblo de espanto porque claramente veo que las manguitas de su camisa blanca cuelgan vacías.
Y muy despacito, como para que yo no me asuste, Le Van Dang, catorce años, alumno de la escuela de Cam Lo, comienza, en un susurro, a contarme su historia. El 11 de junio de 1972, por la noche, oyó los aviones venir.
Cuando salí a ver qué sucedía, cayó una bomba y mis brazos volaron en pedazos. Mi mamá me recogió y me llevó al refugio... Cuando me desperté y pregunté qué me estaba pasando, me dijeron que tenía los brazos cortados, y lo primero que sentí fue una gran tristeza, ya no podría ir a la escuela ni ayudar a mis padres en el campo. Peor todavía, ahí supe que uno de mis hermanitos había muerto en el ataque y que mi mamá también había perdido un brazo. Pero, en el hospital, los médicos y los tíos enfermeros me dijeron que no debía estar triste, porque, aun sin brazos, yo podría seguir estudiando, que yo no era el único niño en esas condiciones...
Con vergüenza y un hilo de voz le pregunto si le resultó difícil regresar a la escuela.
Bueno, sí, tuve que empezar de nuevo, desde la primera clase. Al principio, no sabía cómo escribir, me hacía amarrar el lápiz al muñón derecho con un cordelito, pero no resultaba. Finalmente, el maestro me dio una buena idea: servirme de los dos muñones para sostener el lápiz, y así he logrado escribir de nuevo. Ya estoy en tercer grado y la escuela me dio un diploma de felicitaciones.
Tan flaquito, diminuto, sus ojitos chispean cuando, con la boca, saca del bolsillo de su camisa un bolígrafo que enseguida atrapa con los dos muñones. Emocionada, acepto el real privilegio de ser la portadora de una carta suya dirigida «A todos los niños de Cuba y del mundo...», que escribe ahí mismo, en mi carné de viaje, mientras hago esfuerzos desesperados para no echarme a llorar.
Día tras día, sin excepción, en las comunas liberadas de Quang Tri, siguen muriendo niños y adultos que, en trabajos de labranza, tropiezan con bombas en una tierra saturada de agentes tóxicos y explosivos. Los que no pierden la vida, quedan para siempre atrozmente mutilados.
Visita a un hospitalito para niños quemados por napalm y supernapalm. Por primera vez, y para vergüenza mía, me puse tan enferma que temí un desmayo. Es prácticamente insoportable tanto dolor, ver a esas criaturas, muchos bebés todavía, que son en realidad masa informe, gelatinosa, y a las madres inmóviles al lado de sus hijos, mudas de espanto, petrificadas en el sufrimiento, ni un llanto, ni un quejido, nada, fantasmas de la desdicha, estatuas atornilladas en el piso, fijos los ojos en la cuna o la camita, instaladas en un territorio de horror donde una palabra, una caricia, no pueden alcanzarlas.
Por la noche, los compañeros del FNL proyectan un documental sobre la liberación masiva de prisioneros encerrados por largo tiempo en las diabólicas «jaulas de tigre». No repuesta todavía de mi visita al hospitalito de quemados, quedo sin habla. En la visión dantesca de esos esqueléticos y esperpénticos seres humanos carbonizados hasta el huesito por el sol, moribundos, que van al encuentro de la gente de pueblo que los aguarda, no caminando, sino arrastrándose, reptando como pueden, retorcidos para siempre en las más disímiles posturas, delirantes todas, se compendia la infamia, la ignominia, la ruindad de esta guerra inmunda, de este genocidio planificado con esmero y delectación, para vergüenza de la Humanidad.
Nguyen Thi Chuyen tiene veintiséis años, aunque parezca apenas de catorce, y una sonrisa radiante difícil de asimilar. Antes de ser arrestada, en diciembre de 1968, participaba en la lucha de liberación del Sur.
Las torturas comenzaron en la comisaría del distrito de Huong Thuy. Me obligaban a tomar agua enjabonada hasta que mi vientre quedaba muy hinchado, entonces los carceleros saltaban sobre mí y el agua salía por la boca, el ano, la nariz... Luego vino el tormento con electricidad en los senos, la vagina, las yemas de los dedos, o me colgaban del techo con cuerdas de paracaídas y me golpeaban con alambres anudados, todo para que yo confesara mi participación en el vietcong, como ellos dicen. En varias ocasiones me enterraron hasta el cuello y me patearon la cabeza, muchas veces sufrí la tortura de que me metieran en un saco cerrado que luego sumergían en un tanque de agua... Pero, lo peor, fue la tortura con serpientes.
El pudor sella la boca de la muchacha. La intérprete me dirá después, en un aparte, que el tormento, ampliamente aplicado, consistía en introducir serpientes vivas por la vagina de las prisioneras. Enardecidos por la humedad y el calor del cuerpo, los reptiles se disparan hacia adentro y hacia arriba mordisqueando y desgarrando las entrañas, para gran regocijo de los esbirros.
Nguyen Thi Chuyen recorrió un largo camino de prisiones sudvietnamitas. Después de Huong Thuy, fue Thua Phu, en la que permaneció encerrada en una celda de diez metros de largo por cinco de ancho junto a... cien prisioneras más, y en donde fue nuevamente torturada siguiendo el mismo y trágico ritual. En mayo de 1972, la trasladaron al penal de la isla de Con Dao (antes Poulo Condor, de infame reputación), «donde las condiciones de vida fueron las peores que conocí. Debido a la desnutrición, la tuberculosis, la disentería y la falta total de medicamentos, sin contar el agotamiento por los trabajos forzados, entre mayo y julio del 72 murieron cientos de compañeras. Fue entonces cuando yo quedé paralizada».
En agosto del 72, se la trasladó a la prisión número 4 de Con Dao. En noviembre comenzó el proceso de identificación de los presos, todos desnudos y constantemente golpeados. Ante la actitud rebelde de estos,los soldados lanzaron sobre ellos granadas de productos químicos tóxicos.
Las mujeres vomitábamos sangre. Ahí perdí a cuatro compañeras. Luego empezó otra farsa: la de hacer de nosotros delincuentes comunes. En marzo de este año, 1974, un grupo de nosotras fuimos trasladadas por avión, en un C-130, a Bien Hoa. El 5 de marzo me liberaron, un año después de la firma de los Acuerdos de París, que todas ignorábamos. En Con Dao conocí de cerca a cien compañeras. A la hora de la liberación, solo reconocí a ocho.
Madre y padre murieron en la guerra. Tiene un hermano, reclutado por la fuerza, en el ejército títere sudvietnamita, y una hermana que ha perdido la razón como consecuencia de las torturas. Después de llegar a tierra liberada, gracias a los esfuerzos del Gobierno y el FNL, Nguyen Thi Chuyen recupera lentamente la salud de un cuerpo acanalado de cicatrices. Todavía sufre de parálisis en ambos brazos. Solo piensa en restablecerse para seguir peleando.
Nguyen Tran Dang, originario del distrito de Phu Vang, provincia de Thua Thien, tiene cuarentaidós años, y era campesino, miembro de la Asociación de Agricultores de su aldea, antes de caer preso el 26 de julio de 1967. Después de ser seriamente «interrogado» para obtener información sobre los movimientos de la guerrilla por aquella zona, se lo trasladó al Segundo Buró, en la ciudad de Hué. El libreto de las torturas sufridas es muy similar al de Nguyen Thi Chuyen. En vista de que los torturadores no lograron arrancarle ni una palabra, lo trasladaron a Da Nang, donde estaba la gran base yanqui, y yanquis fueron sus nuevos verdugos.
Entonces conocí otros métodos de tormento. Me encerraron en una celda minúscula, de 1,6 m de ancho por 1,8 m de alto y un metro y cuarto de largo. En su interior había dos proyectores de 300 v, uno sobre la cabeza y el otro en el piso. El calor no se podía resistir, era para volverse loco, y así me tuvieron durante tres horas. Me preguntaron si podría aguantar cuatro días más... Como yo no hablaba, me sometieron a otra tortura: perforarme las piernas, también una rodilla, con un taladro eléctrico. Me desmayé, por supuesto. Entonces me sacaron de ahí y me tiraron en una celda, en donde estuve varios días sin poder moverme, ni tomar agua siquiera. Querían que yo reconociera a supuestos jefes guerrilleros presos, querían hacerme firmar una confesión escrita por ellos, querían y querían, pero yo, nada. Me trasladaron a Qui Nhon, a una celda tan pequeñita que tenía que hacer mis necesidades ahí mismo, luego pasé a Bin Hoa, después a Phu Quoc, una cárcel especial, para después, junto a veinticuatro compañeros más, en un avión C-130, ser trasladado a la Prisión especial B-2, en la que permanecí once meses en situación desesperada.
A pesar de sus espantosas condiciones físicas, varios prisioneros, entre ellos mi entrevistado, empezaron a sublevarse, por lo que nuevamente se lo trasladó, esta vez a la Prisión especial A-3. Identificado como «jefe de los rebeldes», se lo encerró en una «jaula de tigre», a pleno sol. «Recubierta por dentro con alambres de púa, no me podía sentar, tampoco parar, ya que son muy pequeñitas, así que debía tener mucho cuidado, los pinchazos dolían horriblemente. Lo mejor era buscar una posición y tratar de quedarse inmóvil... Así me tuvieron tres meses, al cabo de los cuales me llevaron a un campo de concentración, que nosotros llamábamosel campode los inválidos».
Ante la negativa de firmar un papel en el que «pedía clemencia», arreciaron las torturas. A pesar de la incomunicación, se corrió la voz, en 1973, de que se habían firmados los Acuerdos de París.
Éramos un pequeñísimo ejército de fantasmas baldados, pero aún así empezamos la lucha por nuestra liberación, que obtuvimos a fines del 73. Me quedan, como usted puede ver, muchas secuelas de las torturas, muchos huesos fracturados, un ojo perdido, la mano derecha casi inútil por los dedos rotos... La pierna de la rodilla que me taladraron ha quedado para siempre paralizada, la otra, taladrada en la pantorrilla, cojea...
Me sorprende el hecho de que sepa cuánto tiempo pasó en cada lugar. «¡Claro que uno pierde la noción del tiempo!, pero no se olvide de la solidaridad de los compañeros. Cada vez que uno regresa de la tortura, de los castigos en solitario, siempre hay alguno que le dice: Estuviste cinco días. Estuviste dos semanas. Estuviste cuatro meses, y así nos informamos mutuamente».
Muerto el padre durante un bombardeo, sufre la pena de saber a su madre y a su hermana todavía prisioneras en Con Dao. Aún no ha podido reunirse con su esposa que, al caer preso él, se internó en la selva para proseguir el combate. Como Nguyen Thi Chuyen, también él espera reponerse lo más pronto posible «para luchar y luchar y luchar» por su amado Viet Nam.
Se empeña en levantarse los amplios pantalones. «Quiero que vea usted misma y luego lo cuente allá, a todo el mundo», me dice. Y ahí están, horrorosas, indelebles, las huellas del taladro eléctrico made in Usa.
La batalla de Quang Tri, en 1972, fue una de las más encarnizadas de toda la guerra de agresión: sobre un área de 20 km2, los yanquis lanzaron una cantidad de explosivos equivalente a siete bombas atómi-cas del tipo de Hiroshima y Nagasaki. En un período de tres meses, la muy antigua ciudad de Quang Tri, 3 km2de superficie, recibió un total de cien mil toneladas de