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¿PODRÁ SER UN NUEVO COMIENZO PARA ELLA? Cuando Margaret Adams entierra a su difunto marido, se da cuenta de que había enviudado mucho antes de que Bob cayera muerto en el noveno hoyo de su querido club de golf. Ahora que sus hijos han crecido y su desgraciado matrimonio ha terminado, Maggie se propone encontrar lo que la haga feliz. ¡Entonces entra en Cactus Lanes, una bolera de Las Vegas! Tiene un llamativo letrero de neón, unas legendarias patatas fritas con chile y un espíritu comunitario, y por eso atravesar sus puertas no solo hace sonreír a Maggie, sino que le cambia la vida. A medida que hace amigos que siempre ha anhelado (conoce al guapísimo propietario Frank Martinez), Maggie se da cuenta de que no se trata de ganar o perder, sino de elegir tu propio camino y seguir con determinación la ruta que te permita ser tú misma.
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Seitenzahl: 439
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
Destinos cruzados en Las Vegas
Título original: Misbehaving at Cactus Lanes
© Patricia Santos Marcantonio 2024
© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Publicado por One More Chapter, una división de HarperCollinsPublishers Ltd
© De la traducción del inglés, María Romero Valiña
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Imagen de cubierta: Lucy Bennett/HarperCollinsPublishers Ltd
Ilustración de cubierta: © Joanna Kerr/Meiklejohn
ISBN: 9788410641648
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Agradecimientos
Notas
Para quienes logran una segunda oportunidad en la vida y en el amor
Toc, toc, toc.
Recé para que al final triunfara el buen gusto. Para que el que fue mi marido durante casi cuarenta años, el cual estaba a punto de ser enterrado, se uniera a su creador con dignidad y sin una maldita referencia al golf.
Toc, toc, toc.
Pero no hubo suerte.
Tres hombres con trajes negros salieron de entre la multitud junto a la tumba. Sostenían palos de golf como soldados portando rifles en un desfile militar, excepto que estos tipos eran ancianos con sobrepeso y vestían ropa cara. Con una sincronización perfecta, colocaron una pelota de golf cada uno y la golpearon hacia un campo vacío junto al cementerio para homenajear a mi difunto esposo, Robert Thomas Adams.
Toc, toc, toc.
Cada vez que una bola golpeaba el suelo como una bala gorda y redonda, los dolientes detrás de mí emitían una oleada de lágrimas y sollozos. El pastor que estaba a mi lado puso los ojos en blanco discretamente ante la despedida. Esos ojos en blanco parecían decir: «Por Dios, ni dignidad ni buen gusto en este funeral». Aunque, ¿cuándo ha tenido la muerte buen gusto? Sin embargo, tenía razón.
De todos modos, no podría haber impedido el saludo con pelotas de golf. Bob había escrito los detalles de su funeral en su testamento años atrás, después de ver un homenaje similar en Golf Channel. Deseo del difunto o no, la vergüenza de todo aquello me hizo querer meterme en el hoyo también.
Toc, toc, toc.
Dentro del brillante ataúd de cobre, el cuerpo de mi marido llevaba su mejor polo, pantalones cortos y zapatos de golf. El atuendo también estaba escrito en su testamento, y supuse que debería estar agradecida de que no fuera fan de la WWF. A su lado se hallaba su preciado palo, un driver Callaway, con el cual había ganado el campeonato de la división sénior del club de campo durante siete años seguidos. Su testamento también había solicitado que su cuerpo fuera dispuesto de modo que sus dedos sin vida sostuvieran el mango como lo había hecho en vida, pero el director de la funeraria no podía lograr esa disposición a menos que lo enterraran de pie. Así que tomé la decisión de no hacerlo.
Toc, toc, toc.
La multitud ante la tumba era considerable. La mayoría de la gente eran conocidos de negocios y golf de Bob, pues había pertenecido a tres ligas y servido como sargento de armas de la Asociación de Hombres del Club de Campo Clearview. Ese grupo envió un espectacular arreglo floral con la figura de un golfista hecho con rosas. El suéter de golf favorito de Bob estaba inquietantemente recreado a base de pétalos rojos y blancos.
Eché un vistazo a mis hijos. Durante todo el oficio en la iglesia y junto a la tumba, Mike y Kyla estaban afligidos y angustiados. Llorosos y gimoteantes. Con los ojos rojos y las narices enrojecidas de tanto llorar. Eran la viva imagen del dolor.
Y así es como yo debería haber lucido también. En otras palabras, como una viuda. Durante toda la mañana, sorbí y me sequé los ojos con un pañuelo porque no sabía qué hacer con las manos en un intento de proyectar el dolor que debería haber sentido. No es por alardear, pero fue una actuación digna de una nominación al Globo de Oro. Había llorado cuando Bob murió diez días atrás. Lágrimas por un ser humano que el mundo había perdido y que nunca regresaría. Lágrimas por el dolor que su muerte había causado a nuestros hijos. Y sí, por el hombre con el que había vivido durante casi cuarenta años. Aunque nos habíamos acostumbrado el uno al otro como quien memoriza el PIN de la tarjeta del banco. También nos habíamos convertido en compañeros de piso que se hacían compañía en lugar de compartir risas y amor. Una de esas parejas que odiaba ver en los restaurantes. Casados, sentados en la misma mesa cenando y sin hablar el idioma del otro. Pero apostaría a que la mayoría de las parejas casadas durante tanto tiempo no eran diferentes. No importaba, seguía siendo trágico para ambos.
Ahora, con mis tacones Manolo Blahnik hundiéndose en el césped del cementerio, una terrible revelación me golpeaba la cabeza. No todas mis lágrimas habían sido por Bob.
Bob.
Pronto sería enterrado bajo un césped donde ya no podría hacer chips ni putts[1]. Quería gritar a los allí reunidos: «¡Me he quedado sola!».
—Oh, diablos —murmuré.
Toc, toc, toc.
De repente, mi vestido negro me quedaba tres tallas más pequeño. Me preocupaba que mis hijos notaran la total ausencia de verdadero dolor en mi rostro. Deseaba llevar un sombrero con un largo velo negro como el que Gladys George llevaba en El halcón maltés. Pero mi velo tendría que ser grueso como una alfombra peluda para que nadie pudiera ver mis mejillas sin lágrimas.
Mirando fijamente el ataúd, repasé mis razones para no llorar en el funeral. Conmoción emocional. Sí, eso era. El repentino final de la vida de un hombre a los setenta y ocho años. Un nuevo vacío en mi vida.
Siempre destaqué en justificarme y poner excusas, tanto que podría haber ganado un Premio Nobel. Pero otra emoción superó a todas esas. Un poderoso sentimiento de culpa por no ser capaz de llorar se ciñó sobre mí. Yo era una buena persona, y las buenas personas lloraban en los funerales.
No podía tener un maldito respiro.
Toc, toc, toc.
Cuando cayeron las últimas pelotas de golf, el oficio funerario terminó.
—A papá le habría encantado el homenaje —dijo Kyla con voz entrecortada.
Toqué el hombro de mi hija.
—Estaría lanzando pelotas junto a ellos si pudiera. —Mi comentario provocó otro ataque de llanto en ella.
Maldita sea.
—A mí me ha parecido un poco cursi —opinó Mike, ajustándose las gafas de sol.
Quise aún más a mi hijo por decir lo que yo estaba pensando.
—¡Mike! —regañó Kyla a su hermano, pero se quedó callada cuando la gente se acercó a nosotros para darnos más abrazos y muestras de condolencia.
El funeral se celebró temprano para evitar el calor de Las Vegas; aun así, la temperatura nos alcanzó y empezamos a sudar como monos en una maratón. Eso indicaba que era hora de ir en busca de aire acondicionado, algo habitual si vivías en el sur de Nevada.
El pastor tomó una de mis manos entre las suyas, pronunció las típicas palabras de consuelo y se marchó, probablemente para presidir el siguiente funeral, aunque sin lanzamiento de pelotas de golf. Mientras los dolientes se iban, me volví paranoica. ¿Cuántos se habrían fijado en mi apariencia durante el oficio? ¿Habrían notado que mis ojos estaban más secos que el desierto a un paso de Las Vegas? Con suerte, habrían pensado que era una mujer valiente.
—Margaret, eres tan fuerte en este momento triste —me dijeron algunas personas.
—Margaret, lo estás llevando tan bien —declararon otros.
Yo me limité a asentir agradecida, dando un resoplido artificial. Otra gran actuación para rivalizar con Meryl Streep.
Iría derecha al infierno.
Después de que todos se dirigieran a sus coches, no pude alejarme del reluciente ataúd, como si marcharme significara ir a un lugar aún más aterrador. Mi refugio durante todo mi matrimonio habían sido las películas de Lifetime[2]. Cuando la vida no encajaba con lo que esperaba que fuera, me imaginaba en una que sí lo hacía. Era mi manera de evitar una dosis más fuerte de ansiolíticos o una botella de whisky antes de dormir. Comencé a imaginar una película. Sobre una mujer, una versión más delgada de mí, que acababa de perder a su esposo de toda la vida. Se preguntaba qué demonios le esperaba mientras la música subía de tono justo a tiempo para un anuncio de detergente con partículas blanqueadoras. No se pierda el avance del programa de la próxima semana.
—Es hora de irnos, mamá. —Mike me cogió del codo y me guio hacia la limusina.
Jerome Anderson, el marido de Kyla, me sostuvo suavemente del otro codo como si tuviera doscientos años. Sonreí a mi yerno. Era auditor de cuentas, tenía treinta y cinco años, aunque aparentaba setenta por sus modales exagerados. Se preocupaba exclusivamente por su esposa, su hijo pequeño y hacer que los números cuadraran antes del 15 de abril, final del año fiscal. Pero todo indicaba que era un buen esposo y padre. Un activo valioso para cualquiera.
—¿Estás bien, mamá? —preguntó Mike.
—Eso creo.
—Estamos todos contigo, mamá —afirmó Kyla. Pude ver cómo le lanzaba a su hermano una mirada de preocupación.
A Kyla se le daba fatal lanzar miradas disimuladas.
Volví la vista hacia atrás, hacia la tumba, que ahora parecía aún más triste sin nadie alrededor. Filas de sillas vacías bajo una carpa, un falso césped artificial rodeando el agujero. Flores que ya se marchitaban debido al calor. Toqué el tee[3] de golf en mi bolsillo. Estaba entre las pertenencias de Bob cuando se desplomó en el hoyo nueve del club de campo. Tenía la intención de guardarlo como recuerdo del hombre con el que había vivido tanto tiempo, el padre de nuestros hijos. Presioné mi dedo índice contra el extremo afilado del tee.
—Esperad.
Volví al ataúd y lo coloqué sobre el extravagante arreglo floral de la tapa. Ahora el tee estaba donde le pertenecía.
En la limusina, Kyla y Mike me flanquearon, y cada uno sostuvo una de mis manos. Jerome se sentó en un asiento lateral. El interior del largo automóvil olía intensamente a lavanda, el aroma ideal para calmar a los dolientes, o eso había leído. El olor solo consiguió darme dolor de cabeza.
Apreté las manos de mis hijos. Bob sentía adoración por el brillante cabello rojo y los ojos azules de Kyla. Creía que eran el centro del universo conocido. Y ya que era el día del remordimiento, me sentí culpable por no haber podido evitar que Bob la mimara, ni impedir que colocara el yugo de la perfección alrededor de su delicado cuello. Lo cual me había dejado a mí el eterno papel de madre policía mala.
Tres años mayor que Kyla, Mike tenía la mandíbula cuadrada y la línea del cabello ligeramente retraída de Bob. Había rechazado cualquier yugo que su padre intentara imponerle. Mi hijo también prefería moverse por los bordes para poder captar la imagen completa en lugar de verse a sí mismo como el epicentro de todo. Tenía mi sentido del humor y mi piel gruesa, lo que él consideraba un requisito imprescindible para su trabajo como redactor de una revista de noticias.
—¿Cómo está Jonathan? —pregunté. Todos habían decidido que era mejor dejar a mi nieto de nueve años con una niñera.
—Bien. Tuvimos una charla con él para explicarle que su abuelo se ha ido al cielo —respondió Kyla.
—¿Y?
—Está confundido, pero estará bien —respondió y luego se sorbió, conteniendo las lágrimas.
—Una ceremonia conmovedora. Los asistentes han sido muy respetuosos. —Jerome se removió inquieto, como si se cuestionara si sus comentarios eran apropiados.
Todos asentimos y viajamos en silencio. Mike se aflojó la corbata, Kyla se revisó en un espejo compacto y Jerome se quitó pelusas del pantalón. Me moví en el asiento y pensé: «Ninguno de nosotros sabe cómo comportarse». El modo de comportarse durante el duelo era algo delicado.
Una escolta policial había acompañado a la limusina hasta el cementerio en East Vegas. Ya sin ella, la limusina se detenía y arrancaba con el tráfico en su camino hacia mi casa en la parte sur de la ciudad. El viaje fue el más largo que jamás había hecho. Más largo incluso que cuando iba a visitar a la madre de Bob, que me odiaba, o cuando llevé a los niños a Disneyland yo sola porque Bob estaba demasiado ocupado trabajando. Fuera de la limusina climatizada, otro día caluroso y de una luz deslumbrante pasaba a toda prisa. Las ventanas tintadas hacían que todo pareciera gris y extraño.
Mientras la limusina esperaba en un semáforo en rojo, noté un llamativo cactus de neón sobre las puertas de una bolera en una esquina. No era un simple neón como el de un cartel de cerveza, sino más bien una pieza de arte expresionista. Para verlo mejor, me incliné pasando por delante de Mike y abrí la ventanilla. La pieza de neón era aún más bonita, con colores que evocaban los verdes de un nuevo verano. Las palabras CACTUS LANES se iluminaban sobre la planta. Cada letra se encendía, el cartel se oscurecía y luego las letras se iluminaban de nuevo en una invitación amistosa.
C-A-C-T-U-S L-A-N-E-S
El neón evocaba un recuerdo lejano. Algo en esas luces parpadeantes me reconfortaba más que todos los abrazos y apretones de manos a los que había sido sometida en el funeral. Ojalá supiera por qué.
El semáforo cambió y la limusina avanzó. Girándome en mi asiento, observé el cartel y su guiño invitador hasta que doblamos la esquina.
C-A-C-T-U-S L-A-N-E-S
Por primera vez desde que Bob había muerto, sonreí. Mi hijo y mi hija me miraron como si estuviera corriendo desnuda junto al coche. Kyla subió la ventanilla.
Mi hija cumplió su amenaza de organizar una espléndida e impecable recepción para el funeral. Una semana antes, se había hecho responsable de los preparativos. Me ordenó que descansara y dejara la planificación y ejecución en sus eficientes manos. Cedí sin discutir porque no tenía fuerzas para desafiar sus deslumbrantes habilidades organizativas, así que me quedé en mi habitación, leí, dormí, vi películas antiguas y firmé cheques para pagar sus encargos. Me había dicho: «Mamá, me aseguraré de que todo sea perfecto».
El resultado: una recepción que merecía un reportaje en Vogue Especial Funerales, si existiera tal cosa. La perfección era tanto la vocación como el vicio de mi hija. Impulsaba a Kyla hacia delante y volvía locos en silencio a todos los demás a su alrededor. Había sido así desde niña. Solía organizar los diminutos zapatos de Barbie por estilo y sus atuendos según la ocasión. Formal, deportivo y profesional. Su propio armario estaba igual. Camisas, faldas y zapatos en orden o coordinados por color. Una vez leí que los asesinos en serie eran muy ordenados, lo que me llevó a vigilar de cerca a mi hija durante semanas para asegurarme de que no estuviera matando perros del vecindario y enterrándolos en el patio trasero a medianoche. Sin embargo, entendí que estaba exagerando y que Kyla superaría esa necesidad de precisión algún día. Desafortunadamente, ese día aún no había llegado. Aunque, por fortuna, mi hija no estaba liquidando perros. Al menos que yo supiera.
—Está todo precioso, Kyla. —Eso era cierto.
Omití añadir que la perfección tenía un precio: frialdad cuando debería haber calidez, especialmente cuando se trataba de una muerte. Todo el ambiente me dejaba más fría que dormir sin calcetines.
—Gracias, mamá —respondió ella entre lágrimas, su dolor la volvía completamente vulnerable—. Lo echo mucho de menos.
—Lo sé, cariño.
—¿Qué haré sin él?
—Vivirás.
Su columna se enderezó como si esa no fuera la respuesta que esperaba. Secándose las lágrimas, entró en la otra habitación, probablemente para comprobar si la perfección continuaba en otras partes. Se había encargado de todos los detalles de la recepción, hasta de los que no se veían. Desde las flores dispuestas con sumo cuidado por la casa hasta el libro de visitas con monograma y una foto ampliada de su difunto padre en un caballete en el vestíbulo. Incluso había elegido la foto. Aquella en la que Bob sostenía el palo de golf ahora enterrado con él. Lucía su habitual media sonrisa, como si guardara la otra mitad para una buena partida en el campo.
Kyla había contratado a un camarero para servir las bebidas y a dos aparcacoches para organizar los numerosos vehículos que pronto llegarían a mi gran casa. Había elegido un servicio de catering especializado en servicios funerarios. En otras palabras, a alguien que no serviría comida llamativa.
El personal contratado se apresuraba en prepararlo todo para la llegada de los invitados siguiendo las directrices de mi hija. Me quedé de pie en medio del vestíbulo sintiéndome como un bulto con vestido negro. Quería ayudar de alguna manera o en algún lugar, así que entré en la cocina porque fregar los platos o limpiar las encimeras significaba que no tendría que pensar.
La cocina era el sueño de cualquier interiorista. Encimeras de mármol y acero inoxidable. Iluminación ámbar. Armarios de roble. Dos hornos. Electrodomésticos tan relucientes como caros. Bob había contratado a un constructor y un decorador para crear la cocina. Aunque yo abogué por algo hogareño y pequeño, él se opuso. Tal decoración chocaba con la estética de opulencia de la casa. Así que terminé con un salón de baile como cocina. Había bromeado diciéndole que debería ponerme un vestido de gala solo para tomar una taza de café allí, pero mi difunto marido había nacido sin sentido del humor.
La última vez que vi a Bob con vida fue en la cocina. Se dirigía a jugar un partido rápido de dieciocho hoyos antes de la cena. Normalmente, saludaba con la mano a nadie en particular, aunque yo era la única en la habitación. Yo estaba inclinada sobre el periódico bebiendo café y no levanté la vista hacia él.
—Que tengas un buen juego, Bob. —Era mi respuesta habitual, porque años atrás había dejado de importarme si lo tenía o no.
Ahora la lujosa cocina estaba ocupada con los responsables del catering del funeral. Sobre una de las encimeras, Consuela Rivera colocaba canapés de salmón ahumado en una bandeja de plata.
Sonreí al verla.
—Con, me alegro tanto de que estés aquí.
Llegando hasta mi barbilla, Consuela me rodeó con sus fuertes brazos y me apretó. Su pelo negro y rizado olía a champú de fresa. Luego me soltó.
—¿Cómo estás? —Su voz era áspera como el roce del papel de lija.
—No lo sé.
—Eso no suena bien. —Sus ojos se entornaron con preocupación.
Quería cambiar de tema porque, si había alguien que pudiera darse cuenta de que no había llorado, sería Consuela.
—Gracias por estar aquí, Con. Significa mucho para mí.
—Siempre estaré aquí para ti. —Su sonrisa me recordaba a la luz de un faro, un destello sincero que me guiaba el camino a casa.
Durante los últimos once años, había limpiado la casa todos los martes y jueves. Cuando Bob no estaba, lo que ocurría la mayoría de las veces, yo la ayudaba en las tareas y después salíamos a almorzar o charlábamos en el patio trasero con queso, crackers y botellas de cerveza. Consideraba a Consuela como una amiga más que una empleada. A sus cincuenta años, estaba hecha para el trabajo y el amor a la familia, ya fuera la suya o las personas que consideraba parientes lejanos. Y yo me sentía agradecida por pertenecer a esa categoría.
—Un momento. ¿Por qué llevas un delantal, Con?
—Kyla me contrató a mí y a mis primas para ayudar con la recepción —aclaró mientras saludaba con la mano a dos jóvenes hispanas atractivas que le devolvieron el saludo.
—Quería que hoy fueras una invitada. Por favor, quítate el delantal.
Me puso una mano en el brazo. La tenía áspera por el trabajo.
—Me vendrá bien el dinero extra para mi nieto. Va a ir a la universidad y necesita todo el que pueda darle. —Su sonrisa brilló—. Quiero a mi hija, pero gana una miseria en su trabajo. Y su marido…, el malnacido no vale para nada.
A los tres meses de emplear a Consuela, había aprendido todo sobre su familia. Sus puntos buenos y malos, aunque a veces me sentía un poco incómoda sabiendo tanto. Aun así, me halagaba que me apreciara lo suficiente como para compartir conmigo parte de su vida. Tenía muchas conocidas en el club de lectura y el club de jardinería, pero ninguna buena amiga, porque para eso tendría que haber compartido algo de mi vida con ellas. Consuela la veía con sus propios ojos, así que no hacía falta que se la contara.
—Bueno, si vas a trabajar, entonces te ayudaré. Necesito algo que hacer además de interpretar el papel de viuda. —Me avergoncé al instante del comentario.
—Estamos bien, pero gracias por la oferta, señora Adams —dijo una de las primas—. Y lamento mucho su pérdida.
Asentí con la cabeza.
—Bueno, dejad que al menos meta los platos en el lavavajillas. —Me puse un delantal que colgaba de una silla—. Además, se me da bien llenar bandejas y hacer café. Una vez trabajé como camarera y me daban muy buenas propinas.
—Genial —respondió la joven.
Tan pronto como empecé a ayudar a Consuela con los aperitivos de salmón, Kyla entró, con la cabeza por delante del cuerpo. Conocía ese andar. El andar decidido. El andar de quien consigue que se hagan las cosas. El andar de quien pasa por encima de la gente.
—Mamá, ¿qué haces aquí? Los invitados llegarán en cualquier momento. Quítate el delantal.
—Me gustaría ayudar, cariño.
—No tienes que hacerlo. Contratamos a esta gente. —Kyla señaló a las mujeres más jóvenes y a los del catering—. Separa esos crackers como te dije. Las quiero uniformes. —Luego dirigió su atención a Consuela—: ¿Está listo el café?
El tono condescendiente de Kyla me hizo sentir como si hubiera metido un dedo mojado en un enchufe.
—Iba a sacar la cafetera ahora mismo. —La sonrisa de Consuela había desaparecido.
Con me tenía como una amiga, pero consideraba a Kyla como una empleadora con mayúsculas. No me ofendía que pensara así, porque la verdad era que mi hija siempre le ladraba órdenes como si fuera su sirvienta.
—Consuela y sus primas están trabajando duro y haciendo un buen trabajo, Kyla. Dejémoslas tranquilas. —Me quité el delantal.
—Pero, mamá…
Con suavidad, la giré hacia la puerta de la cocina.
—Con siempre hace un trabajo excelente con todo.
—Estaré vigilando por si acaso —les dijo Kyla.
—Estoy segura de que lo harás. —Al salir, le dediqué otra expresión de disculpa a mi amiga, que me sonrió con comprensión.
Que Dios la bendiga.
Nos quedamos fuera de la cocina.
—Kyla, te lo he dicho mil veces. Odio cómo le hablas a Consuela. Es una falta de respeto.
—Es una empleada a sueldo. Están acostumbradas a recibir órdenes. —Kyla se alisó el vestido.
Mi mandíbula se tensó de frustración.
—Es mi amiga. Le debes una disculpa.
—Quizá más tarde.
No parecía que fuera a hacerlo de verdad.
—Que no se te olvide.
Kyla miró hacia el comedor donde el camarero había montado la barra.
—Espero que tengamos suficiente vino.
—Bueno, si nos quedamos sin vino, pueden irse a sus casas.
—No quiero que eso ocurra. —Kyla se marchó con prisa, presumiblemente para continuar con su campaña de precisión, dejándome sola y derrotada.
Bob había dejado su huella en ella, como si nuestra hija fuera un trozo de cemento húmedo.
«No, tiene que ser así, no de esa manera. Debe ser perfecto», aconsejaba Bob a Kyla en todo, desde los deberes hasta el golf. «Perfecto, perfecto, perfecto. No quiero otra cosa». Le hablaba como si fuera una subordinada en su empresa de ingeniería.
Los ojos de Kyla se redondeaban hasta alcanzar el tamaño de pelotas de golf y se volvían vidriosos con lágrimas.
—Sí, papá. Tienes razón. Seré perfecta. Lo prometo.
Cuando intervenía, que era a menudo, él me decía que aspirar a la perfección era el camino del mundo.
—No de este mundo. —Pero ignoraba mi opinión.
En su habitación, intentaba consolar a Kyla haciéndole saber que su padre estaba muy equivocado.
—No tienes que ser perfecta, Kyla. Nadie lo es. Solo sé buena y amable y hazlo lo mejor que puedas.
Apretaba sus pequeñas manos.
—Oh, sí, tengo que ser perfecta. Papá tiene razón.
Kyla lo adoraba. Incluso cuando él no sacaba tiempo para ver la televisión con ella, para pasar el rato en las vacaciones o incluso asistir a las reuniones de padres y profesores conmigo. No soy el doctor Phil[4] , pero creo que se aficionó al golf solo para estar con su padre. Y funcionó. En el campo de golf eran colegas. Por supuesto, quitando eso, la dejaba de lado como a Mike y a mí. Su desesperación por llamar su atención me partía el corazón.
Maldito Bob. Maldito Bob muerto.
La casa estaba ruidosa, lo cual resultaba un tanto irónico considerando que era una recepción funeraria. No había habido tanto alboroto desde los días en que Bob subía el volumen de la televisión mientras veía el U. S. Open, el Masters o uno de los cientos de torneos de golf que parecían celebrarse durante todo el año.
—El golf es un deporte tan silencioso. ¿Por qué tienes la tele a todo volumen? —solía preguntarle.
—Le añade emoción —respondía él con un guiño.
—Quizá deberías hacerte revisar el oído.
Sin apartar los ojos de Phil Mickelson, que embocaba otro putt, Bob se llevaba la mano a la oreja y gritaba:
—¿Qué has dicho?
Al principio pensé que podría estar bromeando, pero luego recordé que el lóbulo del humor de su cerebro se lo habían extirpado al nacer.
La multitud de invitados al funeral se extendía por toda la planta baja y salía hacia el amplio patio. Charlaban, sostenían bebidas en las manos y llevaban pequeños platos con los aperitivos cuidadosamente seleccionados por Kyla del menú del catering. Durante la primera hora, la gente siguió dándome el pésame. Más tarde, parecieron olvidarse de mí, lo cual agradecí. Pensé en subir a ver Casablanca, que había grabado de TCM. Pero tenía una obligación con la muerte de Bob y los niños, así que me incliné ante el deber como siempre.
Era el Samwise Gamgee[5] de Las Vegas.
Antes había estado con los familiares que le quedaban a Bob, que consistían en primos tan ancianos que sus apretones de manos se sentían como tocar rollos de papel higiénico empapados. Cuando Bob vivía, apenas había hablado con ellos en cumpleaños y otros funerales. Eso era bueno porque no teníamos nada en común excepto Bob, y ahora ni siquiera eso. Su familia era «acomodada», un término que merece comillas. No lo suficientemente ricos como para comprar una isla, pero todos vivían en casas opulentas y tenían importantes carteras de inversiones. Nada de abrazos de consuelo por su parte, se mantenían distantes como una cordillera. Creo que después de todos estos años, todavía me consideraban una cazafortunas, lo que me parecía hilarante.
De vez en cuando, veía a Mike entre los dolientes y me hacía un gesto con el pulgar hacia arriba. No vi a Kyla y esperaba que no estuviera molestando a Consuela y sus primas con más órdenes.
Moviéndome entre la gente, prestaba atención a sus conversaciones. En los funerales de mis padres, había aprendido cosas sobre ellos escuchando a los dolientes, cosas que nunca supe. Como que mi padre había querido ser jugador profesional de béisbol, pero se lesionó la muñeca en un accidente de bicicleta que acabó con sus sueños a los quince años. O que mi madre tocaba el acordeón mejor que Lawrence Welk[6] y lo dejó cuando se casó. Descubrir sus sueños incumplidos debería haberme hecho tener más afinidad con ellos, pero solo me hizo sentir peor.
Deteniéndome en una esquina, escuché a escondidas a dos hombres mayores de una de las ligas de golf de Bob. Tal vez el grupo del martes. No podía distinguirlos bien. Jack Jonas era el más corpulento de los dos, con una cabeza calva y reluciente. Louis Tucker tenía una densa alfombra de pelo blanco y vasos sanguíneos rotos en la nariz.
—El bueno de Bob Adams —dijo Jack moviendo su vaso de whisky, haciendo tintinear los cubitos de hielo.
—Un ataque al corazón en el hoyo nueve. —Louis dio un mordisco a una baguette cubierta de crema de espinacas—. Amaba el golf —habló con la boca llena.
—Bueno, si hay que morir, que sea después de una buena ronda, siempre lo digo.
—He oído que lo enterraron con sus zapatos de golf.
—Los lleva puestos ahora mismo.
—Espero que sean cómodos. Los llevará puestos por toda la eternidad.
Richard Steven, un hombre delgado como un hierro nueve, se unió a ellos.
—Bob era un gran golfista. —Llevaba un gin-tonic en la mano.
—Me pregunto si su hándicap le servirá para entrar en el cielo —comentó Jack.
—Si es así, entonces estoy jodido.
—Bueno, hasta que lo inviten arriba, estoy seguro de que Bob estará practicando sus golpes en el campo de entrenamientos del purgatorio.
Los hombres rieron y luego Jack se fijó en el montón de crema de espinacas en el plato de Louis.
—Eso tiene buena pinta. Creo que voy a probarlo.
Continué escuchando a escondidas, pero no oí nada nuevo sobre Bob. Deseaba que sus amigos susurraran algo sobre cómo había mantenido a una amante sensual en un lujoso apartamento del centro, o cómo había sido un jugador compulsivo, o quizá un hombre gay encerrado en el armario. Algo, lo que fuera, para darle algo de personalidad a Bob y aliviar la culpa que no había logrado sacudirme por no haber llorado en el funeral. Sin embargo, solo comentaban su perspicacia para los negocios y sus habilidades en el golf. No lo llamaban divertido, generoso… Ni siquiera buena gente. Era solo Bob el hombre de negocios, o Bob el compañero de golf. Suspiré con tristeza por mi difunto marido. ¿Había sido su vida tan emocionalmente árida que solo los negocios y el golf tenían importancia? Al parecer, ni sus hijos ni su esposa compañera de piso que no lloraba por él la tenían.
Mi nivel de culpa se disparó.
Las esposas de los otros compañeros de golf de Bob esperaban en fila para ir al baño. Gert Thompson llenaba su ropa con un inmenso pecho que parecía expandirse como el universo. A su lado, delgada como el palo de una escoba, estaba Sarah Crenshaw, quien formaba parte de la junta de la biblioteca a pesar de solo leer biografías de famosos. Me escabullí por el otro lado del pasillo para que no vieran, pero podía oírlas, lo cual era fácil. La voz de Gert llegaba más lejos que la de un presentador en un combate de boxeo.
—Pobre Margaret. Sola en esta casa tan grande.
—Debería estar acostumbrada a estar sola. Bob nunca estaba en casa. Siempre jugando al golf o de viaje de negocios. Al menos eso es lo que dice mi Joseph. Cómo aguantó tanto tiempo es un milagro.
—Nunca he visto a una mujer aguantar tanta mierda.
—Aun así, ¿qué es una mujer sin un hombre?
—¿Más feliz?
Las mujeres soltaron una risita y rápidamente la ahogaron antes de que alguien pudiera oírlas.
Me golpeé la frente contra la pared al escuchar su descripción tan acertada. Entonces, alguien me cogió de la mano.
Mitchell Cross.
Detestaba estrecharle la mano. Trabajaba en la oficina de mi marido como ejecutivo de marketing. A sus sesenta años, Mitchell se había divorciado dos veces de mujeres rubias mucho más jóvenes que él, con cinturas diminutas y evidentes implantes de pecho. Aunque yo no encajaba en el patrón, coqueteaba descaradamente conmigo delante de Bob. No lograba entender su interés, a menos que fuera a proponerme unirme a él en un plan para liquidar a mi marido al estilo de Perdición. Cada vez que Mitchell coqueteaba, tenía la desagradable sensación de que me miraba hasta la talla de las bragas. Realmente creía que se había comprado unas lentillas de rayos X en Amazon.
Mitchell me atrajo hacia él y yo me eché hacia atrás. Me lagrimearon los ojos por su carísima colonia, a la que yo había apodado «Macho en celo».
—Lamento mucho tu pérdida, Margaret —me dijo, atrayéndome más cerca.
—Qué amable —respondí, alejándome un paso.
—Los días venideros serán difíciles y solitarios. —Mitchell me abrió la palma de la mano y deslizó sus dedos de manicura perfecta arriba y abajo—. Bob era un buen proveedor.
Liberé mi mano de la suya con toda la educación que pude sin tener que darle un puñetazo.
—Y un buen compañero.
Esbocé una débil sonrisa neutral.
Sus dedos subieron por mi brazo.
—Sola del todo, Margaret. Qué pena. Siempre he admirado tu… —me miró directamente al pecho—, tu valentía. Pero no hay necesidad de que estés sola.
Rescatando mi brazo, deseé desesperadamente un bote de desinfectante de manos.
—Disculpa, Mitchell, pero tengo que revisar que no falte de nada.
—Si alguna vez necesitas que alguien te consuele, aquí estoy yo.
—Prueba las bolas de queso.
—Bolas de queso, mmm… —Mitchell se relamió los labios. Dio un paso adelante, pero Carol Cunningham se interpuso entre nosotros. Me abrazó con fuerza.
Por suerte, Mitchell divisó a otra mujer y se dirigió hacia ella, lanzándome un último guiño lascivo. Tenía un buen par de pelotas de golf por intentar ligar con la viuda en un velatorio.
—Estoy tan triste por ti, Margaret. —Carol era una mujer corpulenta, sus rizos blancos parecían virutas de un bloque de hielo—. Todavía no he superado la pérdida de mi Henry. —Empezó a llorar—. Entiendo por lo que estás pasando.
Le di unas palmaditas en la ancha espalda mientras pensaba en una forma amable de escapar.
Carol comenzó a golpear las paredes con el puño con tanta fuerza que un cuadro tembló.
—Lo echo tanto de menos que no sé cómo seguir adelante. —Me sujetó con tanta fuerza que apenas podía respirar.
—El tiempo lo cura todo —le dije, forcejeando para liberarme.
—Pues es mentira, maldita sea. —Carol contuvo las lágrimas, pero no por mucho tiempo—. No puedo creer que hayan pasado doce años. —Sollozó tan fuerte que más de una persona se volvió para mirar.
Me escabullí en dirección opuesta.
Hacia las tres de la tarde, la gente comenzó a salir por las ornamentadas puertas de cristal y hierro. De tantos abrazos y apretones de manos, me sentía magullada como un aguacate que lleva una semana en el frutero.
Consuela, sus primas y los del catering lo limpiaron todo. Intenté recoger algún vaso o plato para ayudar, pero Kyla me hizo volver al salón para que me sentara. Mike subió a ver un partido preliminar del Mundial en el televisor de mi dormitorio. Aunque le encantaban los deportes, no sufría el fanatismo de su padre, por lo que daba gracias al cielo, al paraíso y al Valhala a diario.
Kyla supervisó a los trabajadores y no tuvo nada malo que decir cuando terminaron, lo que significaba que habían hecho un trabajo mejor del que esperaba y no pudo encontrarles ningún fallo.
Cerca de las cinco, Consuela y sus primas dejaron la cocina impecable. Insistí en que se llevaran la comida sobrante del catering.
—Pero, mamá, puedes congelarla para más tarde —dijo Kyla.
—No voy a comerme todo ese montón de cóctel de gambas, los quesos, el untable de espinacas y los crackers. Ellos tienen familias grandes y seguro que lo disfrutarán más que yo.
Kyla se encogió de hombros y se fue.
—Llámame cuando estés lista e iremos a tomar algo —me dijo Consuela.
—De acuerdo. Saluda a Joey y a los niños.
Me dolía verla marchar.
En la puerta, Kyla me dio un abrazo.
—Mamá, sigo pensando que deberías venir a quedarte con Jerome y conmigo todo el tiempo que quieras. ¿Verdad, Jerome?
Él no respondió de inmediato. Ella lo animó con un ligero codazo en la tercera costilla.
—Nos encantaría —reaccionó él al fin.
—Gracias por la oferta, pero no es necesario.
Jerome y yo nos llevábamos bien. Desafortunadamente, él era tan meticuloso como Kyla obsesiva. Yo ni siquiera me acercaba un poco a su nivel de pulcritud y exactitud, así que vivir con ellos me volvería lo bastante loca como para tirarme desde la presa Hoover. Lo mejor era que me quedara en casa, así ahorraría problemas a todo el mundo.
Kyla le dio una patadita a Jerome en la pantorrilla.
—Puedes venir todo el tiempo que quieras —soltó mi yerno con voz chillona.
—Deja de torturar a tu pobre marido. Estaré bien. Ahora id a casa. Ha sido un día largo para todos. Y, Kyla, los preparativos de la recepción han quedado preciosos.
Los ojos se le iluminaron.
Mike apareció por detrás y empujó a Kyla hacia la puerta.
—Vámonos, hermana. Deja que descanse.
—No seas tan brusco. Llámame si necesitas algo, mamá. No importa la hora que sea, puedo estar aquí en veinte minutos.
Miré mi reloj.
—Si puedes hacerlo en ese tiempo, tendré que llamarte Kyla Diesel.
—¿Kyla Diesel? No lo entiendo.
—Quiere decir que tendrías que conducir como alguien de las películas de Fast & Furious —le explicó Mike.
—¿Fast y qué?
—Vete a casa, por favor, Kyla. —Bajé la cabeza y suspiré. Como mi difunto marido, Kyla nunca pillaba mi humor ni mis intentos de tenerlo.
Jerome cogió la mano de Kyla y la condujo hacia el coche. Ella lloró todo el camino.
Mike me tomó la mano.
—Probablemente tú también estés preocupado por mí, hijo, pero estaré bien.
—De acuerdo. Pero si me entero de que no es así me chivaré a Kyla.
—¡Dios mío, no! Mike, es un viaje largo hasta San Bernardino. Quédate a dormir.
—Necesito tiempo a solas, mamá.
—Lo entiendo perfectamente.
—Lo sé. Por eso te quiero.
Nos entendíamos, pero no lo suficiente como para admitir ante mi hijo que no había derramado ni una lágrima por su difunto padre en todo el día.
—Compraré un café enorme para mantenerme despierto. Te enviaré un mensaje cuando llegue a casa —prometió Mike mientras caminaba hacia su coche. Se detuvo y miró la casa con un atisbo de pesar en su apuesto rostro.
Cerré las puertas dobles y las aseguré para mantener fuera a cualquier otro doliente. Mis tacones resonaron en el suelo de mármol del vestíbulo. El código morse hacía eco en la casa vacía.
«¿Y-A-H-O-R-A Q-U-É? ¿Y-A-H-O-R-A Q-U-É?».
«Sé fuerte y compórtate como un hombre, Margaret». Enderecé la espalda para reforzar la charla motivacional. Debía aprender a estar sola. Los niños ya no eran niños y hacía tiempo que no lo eran. Tenían sus propias vidas y se habían marchado.
—Ahora estás sola, mujer. —Me doblé y solté una carcajada, porque en realidad ya había estado sola desde que mis hijos se mudaron.
Me quité los zapatos y me froté los pies. Se me había formado una ampolla del tamaño de una moneda en la parte posterior del talón izquierdo. Saqué del armario de abajo un par de zapatillas azules y mullidas y gemí de placer al sentir la comodidad en mis pies. En la sala, puse el CD de los grandes éxitos de The Who. Admito con orgullo que soy una gran fan del rock and roll. Lo había sido desde que escuché la canción «Satisfaction» de los Rolling Stones. Bob prefería la música clásica y más de una vez me dijo que debería haber dejado atrás el rock.
—Nunca —le respondía mientras subía el volumen de los Stones, los Beatles, los Kinks o la banda que estuviera escuchando en ese momento.
A pesar de toda la prosperidad que obtuve gracias al matrimonio, mi posesión más preciada era la antología Time Life de éxitos del rock and roll que había comprado en tres pagos de 29,95 dólares cuando aún era camarera. Si algún día terminaba en una residencia de ancianos, deseaba un lugar donde mi música hiciera temblar los pasillos. Caminaría con mi andador hacia el bingo al ritmo de «The Immigrant Song» de Led Zeppelin. De alguna manera, esa imagen me consolaba sobre la vejez.
Subí el volumen de la música como hacía cuando Bob se iba a jugar al golf o a trabajar. A veces, bailaba como si estuviera en Woodstock. Pero incluso con mi adorada música rock retumbando, la casa parecía haber duplicado su tamaño y su vacío.
Once años atrás, cuando Kyla se casó, quise reducir el tamaño de la casa. Bob se resistió como siempre. Le gustaba su proximidad al club de campo y su amplitud. Cinco mil metros cuadrados de grandeza repartidos en cinco dormitorios y cuatro baños.
—Podrías practicar el chip en el comedor —le había dicho de broma a Bob.
—No se puede hacer chip sobre mármol —me había respondido él todo serio.
Su total falta de sentido del humor había sido una piedra en el camino en nuestra vida juntos.
En el comedor, pasé la mano por la lisa mesa de madera. Bob y yo comíamos allí dos veces por semana porque el resto del tiempo él almorzaba en la oficina o en el club de golf. Cuando nos sentábamos juntos, hablaba de los golfistas profesionales como si los conociera personalmente. Pensándolo bien, es posible que los hubiera conocido, ya que pasaba tanto tiempo en los campos de golf. Introducía términos de golf en nuestras conversaciones. Me hacía un resumen detallado de sus últimos partidos. De sus bogeys, birdies y eagles, que sonaban como el nombre de un bufete de abogados. Incluso podía oír a la recepcionista contestar al teléfono: «Bogeys, Birdies & Eagles. ¿En qué puedo ayudarle?».
Cuando intentaba dirigir nuestra conversación hacia la política, los libros, las películas o el medio ambiente, Bob la reconducía al golf o a cómo afectaba al juego.
«Oye, he oído que el presidente tiene un hándicap de sesenta». O: «He leído el último libro sobre las técnicas de golf de los campeones». «El calentamiento global no es real. Siempre hace calor en el campo de golf».
Solo se animaba al hablar de backspin, fade y mulligan. Bunkers, chips y drops. Estos tres últimos podrían haber sido un bufete de abogados diferente, especializado en defensa penal. «Bunkers, Chips & Drops. ¿Qué delito ha cometido usted?».
Aunque no tenía ni idea de lo que significaban la mayoría de los términos ni quiénes eran los jugadores, algo del lenguaje golfístico se me había pegado, como si hubiera hecho un curso de lingüística deportiva. Al principio de nuestro matrimonio, aprendí a jugar al golf para que Bob y yo pudiéramos estar más unidos y tener algo que compartir además de los hijos y vivir en la misma casa. Pero sus largos suspiros de desaprobación ante mis ridículos swings me hacían jugar peor que alguien con el manguito rotador roto. Lo dejé después de dos años con un hándicap que rondaba los cientos. Así que, con la cortesía habitual, escuchaba las charlas de golf de Bob durante la cena con una sonrisa que podría haber sido pintada con acrílicos.
Después, él veía las noticias y los deportes mientras yo disfrutaba de películas antiguas y leía libros. Así era nuestra vida después de los niños, excepto por las ocasionales cenas o bailes en el club de campo, donde Bob parecía sentirse más a gusto.
Salí del comedor y deambulé por la imponente casa con demasiadas habitaciones. Después de todos esos años, seguía sintiéndome una intrusa porque mi vida había empezado con mucho menos.
Mi madre, mi padre, mis dos hermanos y yo nos habíamos apretujado en una casa de tres dormitorios en Henderson. Como era la única chica, me tocó mi propio dormitorio y nunca dejé que mis hermanos lo olvidaran. Mi infancia había sido sólida y estable como patinar sobre cemento. No tan alegre como la de los Cunningham en Viviendo a tope, ni tan miserable como la que tuvo Joan Crawford en su vida real.
Mi padre trabajaba en la construcción, normalmente edificando casinos, porque la mayoría de los medios de vida en Las Vegas estaban relacionados con el juego de una forma u otra. Brusco como una excavadora y con unas manos gigantescas, consideraba a los ricos la plaga de la tierra, solo porque él no era uno de ellos. Si hubiera vivido, tendría mucho que decir sobre el tamaño de mi casa de lujo con sus grifos de cobre, garaje para cuatro coches, barandillas decorativas de hierro forjado en las escaleras, suelos de madera noble, techos altos y múltiples chimeneas en una ciudad donde rara vez hace el frío suficiente para necesitarlas. Donde las palmeras rodean la piscina con su propia cabaña y una decoración de buen gusto inunda cada habitación.
Papá habría querido saber cuánto había costado todo, luego habría negado con la cabeza cuando se lo dijera. Pero se habría sentido impresionado en secreto, porque él vivía con el dinero justo para sobrevivir y no mucho más.
Mamá había trabajado en la cafetería de mi escuela de primaria. Se conformaba con que hubiera ingresos suficientes para que viviéramos en una casa respetable, nos compraran ropa nueva cada curso escolar y nos llevaran de vacaciones familiares una vez al año a un parque nacional. Tener lo suficiente debería bastarle a cualquiera, según su lema. Ahora que lo pienso, lo decía muy a menudo. Tener lo suficiente es suficiente. Sin expectativas de más. Eso debería haberme condenado ya entonces, pero no dejé que ocurriera, al menos en ese momento.
Gracias a los préstamos estudiantiles, el trabajo y los ahorros de todos los empleos que tuve durante el instituto, pude asistir a tiempo completo a la Universidad de Nevada, en Las Vegas, para convertirme en maestra de primaria. Compartía un pequeño apartamento con una amiga y hacía lo que quería. Salía toda la noche cuando me apetecía. Estudiaba hasta el amanecer si lo necesitaba. El aire era más fácil de respirar, y no era porque entonces pesara dieciocho kilos menos. Al comenzar mi tercer año de universidad, adoraba mi vida. Me encantaba mi carrera y mis logros. Entonces, como suele ocurrir cuando eres feliz, el destino te golpea. Una noche, mi padre despertó a toda la casa con gemidos de dolor mientras orinaba en el baño. Tres meses después, falleció a causa de un cáncer de próstata avanzado. Tras su funeral, regresé a casa, reduje mi horario de clases y trabajé a tiempo parcial en un restaurante para ayudar a mi madre, que se desmoronó como un puzle de mil piezas tirado al suelo. Mis dos hermanos ya se habían mudado a California, así que me tocó a mí ayudar a recomponerla.
Entonces, un día, Bob entró en el restaurante… y siguió viniendo, dejándome propinas enormes. Empezó a cortejarme con flores y me llevaba a restaurantes elegantes y conciertos. Me arreglaba cuando venía a recogerme en su coche caro. Él me miraba y sonreía. Yo sentía que quizá había superado sus expectativas.
Pero luego él abría la boca.
—No estás mal del todo.
Debería haber salido corriendo entonces, pero no lo hice.
Aunque tenía veintiséis años y era lo bastante mayor para saberlo, quedé deslumbrada —o más bien aturdida— por un hombre que llevaba camisa y corbata al trabajo. Le encantaba el golf, aunque no tenía cuerpo de atleta. Era un hombre normal, de aspecto y estatura corrientes. Sus mejillas tenían un toque angelical y su pelo empezaba a retroceder como la marea. Pero tenía un aire de caballero, como si lo hubiera criado la BBC, educado y de voz suave. Un gran contraste con los hombres con los que había salido antes. Hombres con camisas de trabajo y vaqueros recién lavados. Con suciedad incrustada en las uñas. Hombres musculosos y con gorra de béisbol. Brutos y escasos de sensibilidad, que me llevaban al cine, a bares o a bailar, y yo me besaba con ellos en sus camionetas.
Una vez le pregunté a Bob por qué le gustaba.
—Eres sensata y no me dejas salirme con la mía. Además, eres graciosa.
Me pareció extraño, ya que nunca parecía entender mis bromas.
Después de siete meses, me propuso matrimonio y me convencí de que lo quería. Era un hombre agradable y amable que probablemente me trataría bien, pero en realidad me había enamorado de la posibilidad de algo más. Malditas expectativas.
Bob dijo que me quería cuando me pidió que me casara con él y el día de nuestra boda. Después de eso, no lo dijo mucho, como si aquellas otras veces hubieran sido suficientes.
A mi madre le había caído mal el marido de su hermana menor porque era mucho mayor y no tenía dinero. Pero no puso ninguna objeción a Bob, que me llevaba dieciséis años. Me resistía a pensar que su riqueza fuera un punto a favor, pero sospecho que así era. Muchas veces, mi madre había declarado que su propia familia, así como la de mi padre, no valía ni el suelo del que provenían. Había presionado mucho a favor de Bob, diciendo que nunca conseguiría otro hombre como él y que tendría una vida acomodada a su lado. Por su parte, Bob prometió ayudarla económicamente.
¿Cómo podía rechazar semejante oferta?
Me había rendido a sus pies.
Qué vergüenza.
Nuestro banquete de boda fue un acontecimiento extravagante en el club de campo, donde los parientes de Bob me lanzaban miradas que podrían quemar dinero. Por otro lado, mis hermanos me miraban radiantes como si me hubiera casado con un Kennedy. Cada vez que visitaban Las Vegas, algo que no ocurría a menudo, seguían felicitándome por haberme enganchado a semejante fortuna, como si eso fuera el único logro de mi vida. Y quién sabe, tal vez lo era. Echando un vistazo a nuestra casa, me daban una palmadita en la espalda y decían: «Bien hecho, hermana».
Quería decirles que no me había ganado nada de aquello más que por decir: «Sí, quiero».
En nuestra luna de miel en Hawái, perdí mi virginidad oficialmente. Aunque en realidad la primera vez había sido con mi primer novio, Chuck Rutherford, un camionero que siguió su camino.
Así que me convertí en Margaret Adams. Y al igual que mi infancia, mi vida de casada no fue feliz al estilo Cunningham ni miserable al estilo Joan Crawford.
Simplemente fue.
En cinco años, las expectativas de algo más en mi matrimonio se evaporaron como agua en la acera. Pero para entonces ya teníamos hijos y me quedé para criarlos. Bob no era un mal padre, solo uno ausente, y eso me hizo esforzarme más por ser una mejor madre. No era un mal marido, aunque no estaba del todo presente. Intenté ser una mejor esposa; sin embargo, me cansé después de unos años y me limité a ser educada. Soñaba con dejarlo y llevarme a los niños, pero ¿adónde? No tenía estudios acabados y me preocupaba que con todo su dinero consiguiera mejores abogados y se quedara con los niños.
Así que me quedé.
Después de que Mike y Kyla se independizaran, ya no tenía excusa para no hacer las maletas. Pero de repente tenía cincuenta años y estaba aún más asustada. Luego cumplí sesenta y me preguntaba qué demonios había pasado. ¿Qué le había ocurrido a aquella chica universitaria llena de energía que quería más de la vida?
Al parecer, se quedó enterrada.
Ding, ding, ding.
Señoras y señores, les presento a… la reina de las excusas. Quizá todos esos años que me llevaron hasta este momento fueran la verdadera razón por la que no lloré en el funeral de Bob. En realidad, él no tenía la culpa, y eso me daban ganas de llorar.
Tenía una segunda oportunidad para hacer algo bien.
Con mis esponjosas zapatillas, caminé hasta el vestíbulo, que era un tanto pretencioso. Incluso cuando Bob estaba vivo, la casa me provocaba una sensación de vacío que me quitaba el aliento. Con Bob desaparecido permanentemente, algo más invadió mi cuerpo. Cogí la gran fotografía del difunto Robert Thomas Adams, la miré de cerca y la hice añicos contra el suelo.
Con cuidado de no pisar los cristales rotos, me arrastré escaleras arriba, a la vez emocionada y terriblemente asustada por lo que iba a hacer ahora que por fin era libre.