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John Walton

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Beschreibung

El detective de ficción ha sido durante más de un siglo un icono de masas. Sus orígenes hay que buscarlos en un tipo de investigador que en la vida real era un simple trabajador asalariado, pero la industria cultural popular lo adoptó y lo transformó en un personaje duro y atractivo con un código moral propio. En este ensayo pionero, John Walton combina historia social y cultural para relatar el intrincado proceso de génesis y evolución de una leyenda, que tiene sus raíces en la creación de las primeras agencias de investigadores y que culmina con la edad dorada del género negro. Un análisis magistral en la que los hechos históricos y la ficción se funden para crear una narrativa única y memorable.

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Seitenzahl: 420

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Ähnliche


DETECTIVES

LA REALIDAD Y LA LEYENDA

John Walton

Traducción de Joan Andreanó-Weyland

Título original inglés: The Legendary Detective.

Autor: John Walton.

Publicado bajo licencia de The University of Chicago Press (Chicago, Illinois, EE. UU.), por acuerdo con International Editors’ Co.

Todos los derechos reservados. Publicado originalmente en inglés en los EE. UU. en 2015.

© The University of Chicago, 2015. Todos los derechos reservados.

© de la traducción: Joan Andreanó-Weyland, 2020.

© de esta edición: RBA Libros, S.A. 2020.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona

rbalibros.com

Primera edición: enero de 2020.

REF.: ODBO647

ISBN: 9788491876106

AURA DIGIT • COMPOSICIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

PARA MIA Y AIDAN, AMANTES DE LOS LIBROS

CONTENIDO

Introducción: La historia1. El detective2. Hombres y mujeres trabajadores3. Asuntos de agencias4. Detectives en acción5. Crímenes de detectives6. Investigación y reforma7. El detective histórico8. Crear una leyendaAgradecimientosNotasBibliografíaCréditos de las imágenes

INTRODUCCIÓNLA HISTORIA

Con la ley en la mano, estoy etiquetado y con licencia de detective privado […] No se trata de una posición muy saludable. No gusto a los policías. No gusto a los matones. Soy como un hogar temporal entre la ley y el delito; es un poco como si trabajara en ambos extremos contra lo que hay en medio […] Mis normas éticas son las mías.

CARROLL JOHN DALY, The Snarl of the Beast (1927)

EL CASO DEL DETECTIVE

A los veintiún años, Samuel Dashiell Hammett entró a trabajar en la Agencia Nacional de Detectives Pinkerton, en la que ejerció como detective privado entre 1915 y 1922 con interrupciones debidas al servicio en filas en la Primera Guerra Mundial y sus posteriores hospitalizaciones. Aprendió el oficio en Baltimore, en una de las veintidós oficinas regionales de la firma en aquella época. Aunque el término inglés private eye* procede del logo de la Pinkerton, la agencia prefería denominar operativos a sus agentes de campo, una posición que Hammett desempeñó en Spokane y San Francisco. Conocido por sus colegas como Sam Hammett, obtuvo una notable reputación por sus habilidades para la vigilancia, para reventar huelgas y para la investigación. En 1920 tomó parte en las acciones de la agencia Pinkerton en la huelga de mineros de Butte-Anaconda, en Montana, y en 1921 en la defensa de la estrella del cine mudo Fatty Arbuckle durante su juicio por homicidio en San Francisco.

La Agencia Nacional de Detectives Pinkerton, nombre procedente de unos modestos orígenes en Chicago durante la década de 1850, fue la primera y, durante algún tiempo, la más grande agencia de detectives de Estados Unidos. Fue la empresa que lideró y marcó las pautas de un nuevo negocio que floreció a partir de la década de 1870, con la expansión del comercio y la industria. Hacia mediados de la década de 1930, Pinkerton poseía sucursales en veintisiete ciudades de Estados Unidos, tenía al menos mil doscientos operativos solo para el espionaje industrial (el más rentable de muchos departamentos) e informaba de ganancias por valor de 2,3 millones de dólares. Entre sus trescientos clientes estaban General Electric, Inland Steel, RCA, B. F. Goodrich, American Cyanamid, Continental Can, Campbell Soup, los estudios Warner Brothers, Kroger Grocery, Shell Oil, Montgomery Ward y General Motors (que empleaba a otras siete agencias de detectives, con un coste bianual de 994.855 dólares). Solo las primeras siete agencias de detectives contaban con 1.475 clientes en todas las ramas de la industria y el comercio.1

Había otras agencias, entre setecientas y ochocientas más, diseminadas por cincuenta ciudades de Estados Unidos; solo en Nueva York había 187. Hacia 1935 y con cuarenta y tres sucursales, la gran rival de la Pinkerton, la Agencia Internacional de Detectives William J. Burns, había tomado el relevo en el liderazgo de una industria que daba empleo a decenas de miles de personas y que aquel año proporcionó unas ganancias de 80 millones de dólares. Además de las grandes agencias, gran parte de las compañías más grandes de Estados Unidos empleaban detectives propios de uno u otro tipo con el fin de vigilar a los trabajadores. Hasta que comenzó a darles mala reputación, reventar huelgas era un lucrativo servicio ofrecido por las grandes firmas y por firmas especializadas en conflictos laborales a las que les encantaba esa reputación. En los hoteles, los detectives de la casa mantenían el orden entre los huéspedes y expulsaban o gestionaban a las prostitutas, mientras que en los grandes almacenes se vigilaba a clientes y empleados en busca de robos. Las compañías de tranvías, omnipresentes en aquella época, empleaban detectives para «vigilar trenes» en busca de conductores que timaran a la empresa.

Las grandes empresas, como Pinkerton y Burns, solían trabajar para corporaciones, pero cientos de firmas independientes atendían las necesidades de individuos y pequeños negocios con problemas. Estas pequeñas agencias solían tener un propietario-director y dos o tres operativos de campo empleados en función de los casos. Según fuera necesario, se añadían operativos, algo que requería una gran reserva flotante de agentes disponibles en todo momento. Algunas agencias independientes se especializaban en casos matrimoniales (infidelidades, divorcios, rupturas de promesa y cazafortunas), que las grandes agencias consideraban indignos de su profesionalidad. Las agencias independientes eran versátiles y a veces ayudaban a la policía en asuntos delictivos, sobre todo relacionados con fraudes, extorsiones, chantaje y personas desaparecidas. Muchas compañías preferían emplear agencias independientes a tener sus propios detectives. Rara vez, o nunca, llegaban estos detectives privados a investigar delitos de gravedad como asesinatos, que eran el terreno de la policía municipal.

Sam Hammett se retiró del trabajo de detective en 1922 y empezó una carrera como escritor de ficción bajo el nombre de Dashiell Hammett, mientras mantenía a su familia (su esposa y su hija recién nacida) como creativo para una joyería de San Francisco. Empleando como inspiración sus experiencias personales, Hammett comenzó con historias cortas, muchas de ellas protagonizadas por el anónimo «agente de la Continental», un operativo de campo para la ficticia Agencia de Detectives Continental. El agente de la Continental era un tipo basto, fornido, sardónico y gruñón: un tipo de clase trabajadora. Recibía órdenes del Viejo, quien dirigía la oficina de San Francisco de la agencia nacional, «un anciano amable y educado que albergaba tan poca cordialidad como la soga de un verdugo».2 Aunque Hammett no fue el único exponente del subgénero de historias de detectives hard-boiled, fue el mejor, y se hizo con una reputación a escala nacional por sus prolíficas contribuciones a las florecientes revistas pulp, así llamadas por imprimirse en papel barato, con un alto contenido de pulpa de madera.

Las historias del agente de la Continental de Hammett aparecieron primero en la clásica revista pulp de misterio Black Mask, en 1923. Cosecha roja (1929), su sensacional primera novela, es una historia de conflicto laboral y corrupción local que tiene lugar en «Poisonville», y se basa en acontecimientos sucedidos en Butte y Anaconda (Montana) entre 1917 y 1920. El realismo de la historia procede del violento mundo de las luchas mineras y del uso del agente por una agencia especializada en disputas industriales. Existen pruebas sólidas de que en 1920 Hammett se encontraba en Butte, trabajando para la oficina de Spokane de la Pinkerton.3 Mientras estuvo allí seguramente presenció el conflicto entre los mineros y la Anaconda Copper Company, y habría absorbido la larga historia de violencia de la región, incluidas la tortura y el linchamiento en 1917 de Frank Little, organizador sindical de Industrial Workers of the World, presuntamente con ayuda de agentes de la Pinkerton. La brutalidad que se describe en Cosecha roja, buena parte de ella fruto de la Agencia Continental, era real.

Como investigador privado, Hammett ayudó a la policía a resolver el robo de 125.000 dólares en monedas de oro del barco de pasajeros SS Sonoma cuando atracó en San Francisco en 1921.4 En El halcón maltés (1930), la más famosa de sus novelas, el investigador privado Sam Spade resuelve el caso de una talla preciosa robada a bordo del barco de pasajeros La Paloma, que transporta a un trío de conspiradores a San Francisco. El éxito comercial de la novela, y las posteriores tres adaptaciones cinematográficas, han eclipsado los acontecimientos reales en los que se inspiraba la historia.

Como fuente de realismo, Hammett también aprovechaba la autoridad del libro Celebrated Criminal Cases of America, del jefe de la Policía de San Francisco Thomas Duke, y extraía de él elementos para sus historias. El libro incluso aparece en El halcón maltés: Spade guarda un ejemplar en su mesilla de noche. La novela El hombre delgado (1933) hace acopio de citas del libro de Duke para probar que el canibalismo se había dado en Estados Unidos y no era una mera invención de la historia.

En la historia corta ¿Quién mató a Bob Teal?, de 1924, Hammett escribió: «Los que recuerden este caso sabrán que la ciudad, la agencia de detectives y la gente involucrada en él tenían nombres distintos de los que les he dado aquí. Pero también sabrán que los datos que aporto son ciertos».5 ¿Se trata de un recurso literario, de un sincero aparte o un poco de ambos? En cualquier caso, Hammett sabía de qué estaba hablando. Como el agente de la Continental, era un hombre trabajador que conocía su oficio. Raymond Chandler, su coetáneo y amigo, dijo que lejos de toda ambición artística, Hammett «intentaba ganarse la vida escribiendo acerca de algo de lo que tenía información de primera mano. Se inventaba una parte, como hacen todos los escritores, pero estaba basado en hechos, estaba creado a partir de lo real».6 Sam Spade, el antihéroe del hard-boiled, encarna la ambivalencia cultural que asociamos al investigador privado —en parte agente de la ley, en parte figura del submundo criminal—, una ambivalencia que refleja la figura histórica del detective privado.

La obra de Dashiell Hammett ilustra la relación entre los negocios y la cultura popular: cómo las representaciones culturales surgen de la economía de servicios y cómo, a su vez, se convierten en mercancías a la venta. Este estudio se centra en la interdependencia de dos empresas comerciales: las agencias de detectives y la producción de cultura popular. Los capítulos que siguen mostrarán cómo el negocio de la investigación privada se ha desarrollado en tándem con el negocio de narrar historias. Hammett proporciona un puente entre ambos mundos. Los hechos de la industria de detectives y las ficciones de la industria cultural siguen brotando desde una raíz común y se entrelazan a medida que crecen. Anthony Lukas describe esta situación como «el culto al detective estadounidense», en el que una de las mayores, y a la vez más controvertidas, industrias del país queda fijada en la memoria colectiva como la historia de idealizados solitarios que persiguen a retorcidos criminales.7 El agente de la Continental, enraizado en el mundo laboral del detective privado, contrasta muchísimo con el mítico Sherlock Holmes, creado en la era victoriana. Aun así, el detective privado de la leyenda acepta a figuras procedentes de entornos ricos. Genio excéntrico o caballero errante de orígenes trabajadores, el detective privado ha influido en la literatura barata, la radio, las películas, la literatura para adolescentes, las tiras cómicas, las promociones de productos, los clubes literarios y los circuitos de conferencias como una figura coherente y reconocible de la cultura popular. Aunque abro la investigación hablando de dos actividades —el negocio de la investigación privada y la industria de la cultura popular—, estos fenómenos interdependientes contribuyen a la creación de un producto único: el detective de leyenda.

LA INVESTIGACIÓN

Curiosamente, para la relevancia histórica de la industria de la investigación y del investigador privado de ficción, su conexión histórica es bastante misteriosa. Se han escrito muchas obras acerca del detective en la literatura negra y, aunque menos, también han sido numerosas las escritas acerca de los Pinkerton, de los espías en los sindicatos y de los revientahuelgas. Sin embargo, pese a su demostrable dependencia mutua, rara vez se ha examinado la relación entre ambos mundos. Sostengo que estas dos instituciones surgieron bajo circunstancias históricas comunes y que perseguían objetivos paralelos, en tanto buscaban controlar y representar el mundo que las rodeaba, respectivamente. Mi objetivo no es sencillamente analizar la historia empresarial de las agencias de detectives, y sus operativos, ni describir la cultura popular de las historias de detectives. Más bien intentaré mostrar cómo estas dos instituciones surgieron en tándem, se entrelazaron e influyeron mutuamente, crearon sus propias historias y burlaron las distinciones entre hecho y ficción, mientras, simultáneamente, inventaban una memoria colectiva cómoda. El detective privado es una figura reconocida de inmediato, concebida con facilidad, pero rara vez explicada.

La intriga que rodea la imagen del detective privado se basa en su ambigüedad inherente, una dualidad que procede tanto del submundo delictivo de mala reputación como del reino de los agentes públicos de orden y protección. Aunque se supone que sirven a los virtuosos, las habilidades de los detectives proceden de su asociación íntima con maleantes. Los detectives realizan los trabajos sucios de la sociedad. El sociólogo Everett Hughes escribe acerca de «gente buena y trabajo sucio», cómo responde la sociedad al dilema de que se hagan cosas malas en su nombre. Aunque Hughes desarrolló su idea en el contexto de la Alemania nazi, sostiene que de la tolerancia social a un trabajo realizado por gente que emplea métodos que se saben odiosos surge un problema general: «El problema reside en determinar hasta qué punto esos parias que realizan los trabajos sucios de la sociedad están actuando como agentes para el resto de nosotros». La reacción social incluye «escasa disposición a pensar en el trabajo sucio [y] este silencio común permite que surjan ficciones grupales».8 He aquí una importante pista para la leyenda del detective privado. Se trata de un empleo perseguido por un problema de legitimidad: si su reconocido trabajo sucio puede justificarse, y cuándo y cómo. Este problema preocupó desde el inicio a quienes trabajaban como, empleaban a o escribían acerca de detectives. Los investigadores más famosos reconocían las actividades indecorosas y a los poco escrupulosos miembros de su oficio, pero aseguraban que ellos eran diferentes, que eran una nueva generación de profesionales. Sus memorias personales, en las que ensalzaban sus propias figuras, inspiraban a historiadores y a novelistas. Como Hughes observó, el dilema animaba a que las ficciones se dispararan. El detective de leyenda es producto de este especial conjunto de condiciones sociales.

El detective privado, una de nuestras figuras culturales más conocidas, nos ofrece un caso clínico de cómo se construyen socialmente las leyendas. Aunque a veces ambos términos se puedan usar de manera indistinta, el término leyenda captura de un modo más eficaz que el vocablo mito las fuerzas explicativas en juego. Pero mito tiene una connotación de error, engaño o escepticismo, de algo en lo que se ha obligado al pueblo a creer. «Leyenda» tiene más peso y más matices, y hace referencia a una comprensión colectiva en la que hechos y ficción se funden en sólidas narrativas. Los mitos invitan a ser refutados, mientras que las leyendas provocan investigación, así como una apreciación de sus contenidos y orígenes. Nada de todo esto queda capturado en la provocativa, si bien resbaladiza, noción de «tradiciones inventadas», que hace referencia a prácticas, rituales y representaciones específicas.9 Empleo leyenda y sinónimos prácticos como figura e imagen para identificar y debatir nociones culturales que la gente comparte y sobre las que actúa de modo colectivo.

La primera agencia de detectives se fundó en París en la década de 1830, cuando el exdelincuente y confidente policial Eugène Vidocq se unió a las fuerzas del orden y posteriormente lanzó su propia oficina privada, que dio lugar a un nuevo tipo de negocio.10 Inglaterra siguió un sendero un tanto diferente cuando los «cazadores de ladrones» mercenarios fueron sustituidos por la fuerza de policía metropolitana y por detectives privados en cantidades relativamente menores. Allan Pinkerton fundó en 1850 la primera agencia estadounidense de detectives, especializada en la protección de las vías férreas y de las compañías postales de ladrones tanto de sus filas como de fuera. A finales del siglo XIX, en Estados Unidos la cantidad de agencias de detectives creció de un modo drástico conforme la mano de obra, compuesta sobre todo por trabajadores inmigrantes, comenzaba a sindicarse. Como hemos señalado, las grandes agencias de detectives trabajaban para compañías, habitualmente vigilando a los trabajadores. Algunas compañías mantenían en nómina a sus agentes o contactaban con asociaciones de empleo, que actuaban, de facto, como agencias de detectives. Las agencias más grandes se convirtieron en imponentes compañías en una próspera industria de servicios. Los servicios que proporcionaban comprendían recogida de información (espionaje laboral), protección de la propiedad y cumplimiento de las políticas del empleador, como reventar huelgas. Agencias independientes más pequeñas hacían algunas de estas cosas, pero se concentraban en servicios matrimoniales, personales y financieros. Dado que su producto era un servicio, las agencias de detectives se veían afectadas de manera directa por las condiciones económicas y los cambios de política gubernamentales y empresariales. De un modo concertado, el desarrollo industrial, los mercados laborales, las acciones colectivas de empleadores y sindicatos y la regulación estatal de industria y mano de obra, así como la regulación y licencias de las propias agencias, dieron forma al funcionamiento de las agencias de detectives.

En aquella época, la industria cultural era un tipo de negocio totalmente diferente, igualmente sujeto al mercado y a sus cambiantes exigencias, pero dedicada a un producto, tanto material como imaginativo, más que a un servicio. Las historias de detectives no eran sino un género más proporcionado por el negocio de la edición, la difusión y la cinematografía, pero era el género más popular y rentable de la época. La génesis y el desarrollo de las historias de detectives tuvieron lugar en el medio impreso, que creó adaptaciones para la radio y las películas. La noción de «industria cultural» llega a nosotros desde la teoría social, y fue creada como una crítica de las fuerzas culturales que engendran dominación, hegemonía capitalista y alienación individual.11 Pese a lo penetrante de ese análisis, la industria cultural merece un estudio más amplio. Se trata, según Terry Eagleton, de «un proyecto vital […] que no se debe dejar a la melancólica mitología de izquierdas y derechas de unos medios monolíticos e impenetrables».12 Por «industria cultural» nos referimos aquí a los productores y productos de la cultura popular, y específicamente a las varias empresas y actores del negocio que crearon al detective en diarios ilustrados, revistas populares, novelas baratas, literatura pulp, radio, películas y toda una gama de productos de consumo. En este estudio se analiza la industria cultural en cuanto a los modos en que los desarrollos en las tecnologías de impresión, una cada vez mayor alfabetización, la distribución en masa, las editoriales, las «fábricas de ficción», los escritores, editores y las emisoras de radio y productoras cinematográficas dieron forma a la figura del detective privado.

El punto clave es la convergencia entre estos negocios: se desarrollaron bajo condiciones coetáneas de urbanización y comercialización. Desde sus comienzos con Vidocq, el negocio detectivesco fomentó una leyenda, en memorias literarias, que hizo las veces de publicidad de la agencia. Inspirándose en Vidocq y en los misterios urbanos, un género literario contemporáneo, Edgar Allan Poe escribió la primera historia de detectives. Las agencias de detectives imitaron el nuevo estilo literario con crónicas embellecidas de sus hazañas, que pensaban tanto para vender como para publicitarse. Con sus negros literarios, Pinkerton generó en forma de libros muchísimas historias con escasa base real. Arthur Conan Doyle tomó el relevo de Poe y a veces empleó elementos de la realidad, como en El valle del terror, una novela que para disgusto de la agencia incluía un cruel agente de Pinkerton en los campos de minas de carbón de Pensilvania. Las agencias se presentaban ante los clientes y, más tarde, ante comisiones de investigación, con informes y testimonios que ficcionalizaban sus métodos y promovían una imagen idealizada de profesionalidad. Realidad y representación se moldeaban recíprocamente en un juego en constante movimiento.

Esta convergencia se revela en la historia natural de las compañías. La agencia de detectives surge en una nueva situación histórica, en la que el crecimiento de las ciudades y del comercio engendra conflictos que quedan más allá de la capacidad estatal de vigilancia. Emprendedores que poseen cierta familiaridad con el mundo del delito y del crimen salen a la palestra con un nuevo servicio: la detección. Debido a sus turbios orígenes y métodos invasivos, el nuevo servicio es sospechoso. Se percibe a las agencias como males necesarios, por lo que se enfrentan a un continuo esfuerzo por legitimarse, en sí mismo un estímulo para crear una imagen. Supeditadas a su origen, estas fuerzas se dan de modos diferentes en las distintas naciones. En los Estados Unidos de finales del siglo XIX y principios del XX, un conjunto de condiciones únicas impulsan la mayor industria de detectives y su figura más celebrada, el investigador privado.

Estas empresas, sus clientes, carteras y críticos producen conjuntamente una leyenda. El detective de leyenda es una figura internacional que debe mucho a su desarrollo en Estados Unidos, pero con pedigríes muy distintos en Inglaterra y Francia y amalgamas culturales de sorprendente portabilidad geográfica. La relevancia de la leyenda del detective varía internacionalmente, desde su ubicuidad en Estados Unidos a su marginalidad en sociedades en que la detección del crimen es una función exclusivamente estatal. A escala nacional, el detective de leyenda existe junto a otros iconos culturales como los cowboys (vaqueros), los forajidos y los okies.* Las leyendas y sus procesos de creación pueden compararse con provecho. ¿Cómo se construyó la formidable figura del vaquero, a partir de una escuálida base empírica, en contraste con el detective, históricamente ubicuo? ¿Es cierto, como asegura Eric Hobsbawm, que «el investigador privado ha matado al Virginiano»?13 ¿Algunas leyendas, como la del detective y la del okie, surgen de modos similares? Preguntas comparativas como estas revelan prácticas de producción cultural que previamente no se habían considerado problemáticas y que, por lo tanto, no se habían investigado ni comprendido demasiado.

La historia del detective privado es incluso más atractiva porque es una historia que no fue creada para ser contada; una que, en gran parte, ha sido silenciada, suprimida y sustituida por la ficción. Muchas de las actividades de las grandes agencias eran arteras, e iban de lo ofensivo y apenas legal a lo delictivo y destructivo. Rara vez se guardaban registros de los asuntos, y ciertamente no se entregaban a inspección. Cuando el caso se daba por concluido, los informes entregados a clientes y a los archivos de las agencias se solían destruir. Aunque algunas investigaciones federales conseguían requerimientos sobre algunos registros, en cuanto los detectives federales se acercaban las agencias no dudaban en eliminar con rapidez tanto informes de casos como datos financieros. Esta supresión surgía tanto de las promesas de confidencialidad de la agencia como de la necesidad de ocultar métodos turbios. El secretismo se cernía sobre la industria. Los agentes respondían a números clave más que a nombres, y a menudo no se conocían entre ellos. Se empleaba lenguaje codificado y sinuosos canales de comunicación para preservar el anonimato. Aun así, han sobrevivido pruebas, enterradas en archivos, filtradas por personas de la organización, o extraídas por la fuerza y vueltas a ensamblar por investigadores con recursos. En gran medida, la historia de una operación, antaño a escala industrial, requiere una reconstrucción a partir de afloramientos fortuitos.

A los historiadores les encanta investigar organizaciones secretas a partir de descubrimientos de transcripciones, así como sociedades de la antigüedad a partir de fragmentos arqueológicos. En este caso la paradoja es que se consiguió, realmente, eliminar al ubicuo detective y sustituirlo por una imagen muy retocada, y esto lo hicieron los propios actores, aunque de modos que produjeron una historia incluso más reveladora. En lo que sigue de libro intentaré recuperar esa historia y explicar su transformación cultural. La leyenda revela en qué se convirtió el detective en la memoria colectiva y cómo sucedió eso. Hechos y ficción se funden. Agentes, detectives y escritores son devueltos a sus épocas y recuperan sus voces.

1EL DETECTIVE

LOS PRIMEROS DETECTIVES

El primer detective y fundador de una agencia privada de detectives fue François-Eugène Vidocq (1775-1857). También fue un famoso criminal, un ladrón y un habitual de las cárceles desde la adolescencia hasta que en 1811 se unió a la fuerza policial parisina como informante con un conocimiento valiosísimo del submundo criminal. En efecto, su actividad delictiva persistió y facilitó sus quince años de carrera como jefe de la oficina de la Sûreté. En aquella época, el trabajo policial consistía sobre todo en capturar ladrones y restituir propiedades privadas. Los bienes hurtados solían aparecer una vez que el detective-negociador llegaba a un acuerdo a cambio de cierta cantidad de dinero. El ladrón prudente podía también comprar protección policial. Vidocq se encontraba en el centro de este mundo, y se retiró, rico, tras fundar en 1827 su propia agencia de detectives, el Bureau des Renseignements. La agencia prosperó, con oficinas en una de las exclusivas galerías acristaladas de París, un personal de 40 agentes y un modelo de negocio que engendró un buen número de agencias rivales.1 Vidocq y sus imitadores habían descubierto un lucrativo nicho en la pujante economía urbana, sobre todo en las áreas de recuperación de robos y recaudación de deudas.

Vidocq personificaba las fuerzas que moldeaban París a principios del siglo XIX. Era un inmigrante en la ciudad, que se unió a toda una legión de delincuentes de poca monta. En aquella época, la población de la ciudad se multiplicó por cuatro, llegando a los dos millones en 1860. El historiador francés Louis Chevalier describe una situación de «deterioro social» conforme nuevas minorías «étnicas» (es decir, regionales) sobrecargaban las infraestructuras de la ciudad, creando arrabales, congestión y enfermedades como la epidemia de cólera de 1832. La pobreza era ubicua, y se reflejaba en una clase social compuesta por prostitutas, vendedores ambulantes, mendigos y huérfanos callejeros, los gamin. Los antiguos gremios de artesanos sufrían las amenazas de las nuevas clases trabajadoras.2 En medio de este aparente desorden, la policía se basaba en sus informantes: «En toda comunidad urbana habría siempre un cierto grado de complicidad entre la policía y aquellos que la policía consideraba potencialmente peligrosos».3 Vidocq era un talento natural para un papel que combinaba conocimiento del crimen y socios en el submundo con despreocupación y habilidad para los negocios. Aun así, el nicho del detective procedía de una peculiar conjunción de Estado y economía: una policía al límite y un crecimiento explosivo.

Parte importante del éxito de Vidocq fue la publicación, en 1828, de sus memorias por un negro literario, tituladas Mémoires de Vidocq.4 Conforme las memorias se traducían al inglés con el título Vidocq! The French Police Spy e inspiraban una obra de teatro en Londres con el mismo título, Vidocq, que ya era una celebridad en París, comenzaba a convertirse en leyenda. El pícaro detective se codeaba con Honoré de Balzac y Victor Hugo y les ayudaba con sus retratos del submundo criminal de París. Los misterios de París, de Eugène Sue, que reflejaban ese submundo, inauguraban un nuevo género literario que pronto sería imitado en otras ciudades. El sitio de Vidocq en la historia quedó fijado para la eternidad en 1841, cuando Edgar Allan Poe publicó la primera historia de detectives, «Los crímenes de la calle Morgue», protagonizada por el astuto y aristocrático C. Auguste Dupin, inspirado en Vidocq. Chevalier señala: «La leyenda de Vidocq, alguien que combinaba en una sola persona orden y desorden, policía y crimen, trabajo sucio y alta política, era un elemento importante en el pensamiento popular. La enorme silueta, ahora protectora, ahora aterradora, no solo acechaba desde detrás en las más importantes obras contemporáneas, sino que también dominaba los miedos y creencias de la gente».5

En Gran Bretaña, la investigación privada siguió un sendero diferente, en parte como reacción a la Francia de la época. Desde finales del siglo XVIII el Estado había acosado y reprimido a los movimientos por la reforma parlamentaria y el derecho de asociación de los trabajadores. Espías del gobierno se infiltraban en las redes de la incipiente Sociedad Correspondiente y grupos de trabajadores sospechosos de violar las leyes de Agregación, que prohibían los sindicatos. Oliver «el espía» provocó un escándalo de escala nacional cuando, al mismo tiempo que promovía la militancia como vía para la reforma, informaba de los nombres de los rebeldes a las autoridades, que arrestaban, juzgaban y, en algunos casos, ejecutaban a los líderes. E. P. Thompson asegura: «El empleo de informantes se había convertido, literalmente, en una práctica rutinaria por parte de los magistrados en los grandes centros industriales, […] pero esta práctica era considerada por una gran parte de la opinión pública como ajena al derecho inglés [y] por todo el país creció el clamor contra “el sistema de espías continental”».6

A diferencia del patrón continental, en las ciudades británicas la vigilancia se dejaba a los tribunales de magistrados, que recibían las peticiones criminales y detenían a las personas acusadas para los juicios. El Tribunal de Magistrados de Londres empleaba a seis agentes llamados «cazadores de ladrones» o «corredores de Bow Street», debido a la situación del tribunal en la calle Bow, cerca de Covent Garden. A principios del siglo XIX, Londres se había convertido en la ciudad más grande del mundo, doblando su población en setenta años (1750-1820) con todo el potencial para el desorden que procede de la inmigración, los arrabales en crecimiento, la agitación de la clase obrera y el delito… o, al menos, el miedo al delito. El Londres de Dickens necesitaba una fuerza de policía metropolitana, una que pudiera presumir de respetabilidad sin emplear servicios de espías ni informantes criminales. En 1829, el parlamento aprobó la ley de Policía Metropolitana, que proporcionaba patrullas diurnas y nocturnas de policía por las calles de la ciudad. Una política preventiva subrayaba la presencia de la autoridad, identificada mediante uniformes de tipo militar, cascos que proporcionaban una mayor altura y una conducta profesional que comunicaba orden. A menudo llamados «bobbies» o «peelers», por su proponente parlamentario Robert Peel, estos oficiales no consiguieron hacerse respetar de inmediato. La mitad de los reclutas originales fueron despedidos por embriaguez, y los espías policiales saturaban el movimiento sindical. Aun así, la fuerza metropolitana se esforzaba por eliminar ese tipo de conductas poco profesionales y forjarse la reputación de proporcionar orden público.7

La palabra «detective» procede del latín detegere, que significa ‘exponer’ o ‘revelar’, una práctica con connotaciones odiosas en Gran Bretaña. Habría que esperar hasta 1842 para que se añadiera a la fuerza una rama de investigación, orientada a la prevención, y a que los primeros detectives comenzaran a trabajar y buscar aceptación. En Inglaterra los detectives privados eran casi desconocidos. Charles Frederick Field se retiró de la Policía Metropolitana a mediados de la década de 1850 para pasar a la práctica privada, aunque se metió en problemas por seguir presentándose como funcionario público. Ignatius Paul Pollaky fundó Pollaky’s Private Inquiry Office en 1862, ciertamente entre las primeras de su clase, y prometía investigaciones discretas en casos de elección, divorcios y libelos. Más conocidos como «agentes interrogadores», estos investigadores trabajaban sobre todo en temas matrimoniales. Un estudioso de la época escribe: «Si no hubiera sido por la ley de Causas Matrimoniales de 1857, responsable de los tribunales de divorcios tal como los conocemos, nunca habríamos tenido los centenares de detectives privados y agencias que hacen de la investigación matrimonial una profesión. […] Los propios términos “detective privado” e “investigador privado” nunca se habrían utilizado».8

LA EXCEPCIONALIDAD ESTADOUNIDENSE

En Estados Unidos, la agencia de detectives logró su éxito más importante hacia la década de 1850, cuando Allan Pinkerton fundó en Chicago la North-Western Police Agency. Los primeros detectives fueron criaturas del ferrocarril, que se remontaban a los años 1830 en las líneas regionales sureñas y del Medio Oeste. Los ferrocarriles del Medio Oeste se expandieron en la década de 1850, y tras la guerra de Secesión, la construcción de líneas férreas entre el río Misuri y Sacramento (California), financiada masivamente por fondos federales, dio como resultado en 1869 la primera conexión «transcontinental», entre los ferrocarriles Central Pacific y Union Pacific.9 Estos primeros ferrocarriles ofrecían nuevas oportunidades tanto para los negocios como para el crimen. Los osados atracos a trenes se multiplicaban, y también lo hacían las mercancías hurtadas y los ladrones entre pasajeros. A veces los empleados del ferrocarril y los miembros de seguridad sucumbían a la tentación. La seguridad suponía toda una serie de problemas especiales: los trenes que cruzaban jurisdicciones políticas carecían de protección policial continua. Se crearon policías específicas para la vía férrea, pero no eran rivales para la astucia y la movilidad geográfica de los delincuentes.

Pinkerton tuvo la idea de ofrecer un nuevo servicio a los ferrocarriles: una policía privada que emplearía métodos de investigación no solo para atrapar a los ladrones y recuperar el botín, sino también para evitar el robo. Contrató a antiguos y experimentados investigadores de la policía para que vigilasen los trenes y las estaciones y alertasen de los delitos, y para que observaran los refugios de los depredadores del ferrocarril: cantinas y pensiones en los que los ladrones reunían información acerca de potenciales objetivos. Cuando ofreció este nuevo servicio, Pinkerton adoptó los métodos del espía a la tarea de policía de incógnito. Al principio Pinkerton firmó contratos de protección con un consorcio de seis compañías ferroviarias encabezado por la Illinois Central Rail Road. El contrato, fechado el 1 de febrero de 1855, distinguía agentes de tres categorías salariales (y, es de suponer, de habilidades) que ofrecerían protección contra cualquier amenaza a las vías, el correo o «las depredaciones de cualquier banda» que afectara a dos o más de las compañías. Aunque los agentes de la Pinkerton se hicieron famosos por perseguir ladrones de trenes como Butch Cassidy y The Sundance Kid, su principal tarea era la vigilancia, en especial de los trabajadores del ferrocarril. En lengua contractual, los agentes de Pinkerton comunicarían «en todo momento cualquier información que tengan concerniente a los hábitos o asociaciones de los empleados de dichas compañías [ferroviarias]».10

Figura 1.1. El logo de la Pinkerton incorporaba el antiguo, y frecuentemente empleado, símbolo del ojo que lo ve todo. Fundada en 1850, la agencia tuvo varios nombres antes de adoptar el nombre de Pinkerton, el logo y su afirmación de cobertura a escala nacional tras la guerra de Secesión.

En 1858, la joven agencia fue rebautizada con el nombre de Pinkerton’s Protective Police Patrol, la primera en un campo de empresas similares que crecían en paralelo al comercio y la industria. El modelo de negocio se extendió. Gracias a las agencias, los atracadores de trenes acabaron siendo arrestados o muriendo en tiroteos, junto con algunos detectives. Los agentes de la Pinkerton, o sencillamente los «pinks», se convirtieron en una conocida institución estadounidense gracias a unas excelentes mercadotecnia y relaciones públicas, simbolizadas por su marca registrada del «ojo privado». Pinkerton se apropió del clásico «Ojo de la Providencia» u «Ojo que todo lo ve», un antiguo símbolo presente en las religiones egipcia y hebrea y que anteriormente se había empleado para múltiples propósitos, como símbolo de la francmasonería y como parte del diseño del Gran Sello de Estados Unidos y del billete de un dólar. Bajo el ojo, en el logo original de la Pinkerton, el lema de la agencia prometía: «Nunca dormimos».

Igualmente importante fue que Allan Pinkerton comenzó una serie de populares libros en los que celebraba sus aventuras y las de su agencia, como The Expressman and the Detective; Strikers, Communists, Tramps and Detectives; y The Model Town and the Detectives. Publicados entre la décadas de 1870 y 1880, los autores de la mayoría de los dieciséis volúmenes fueron negros literarios, y unían melodrama al trabajo detectivesco. El dramaturgo y novelista Cleveland Moffett siguió la tradición con una serie de «Historias auténticas de los archivos de Pinkerton», que apareció en el McClure’s Magazine y que posteriormente se recogieron en un libro. Moffett y los negros literarios de la Pinkerton inventaron diálogos entre atracadores de trenes y atribuyeron intrépidas acciones a los detectives en historias que incubaron el género del true crime, historias de delitos auténticos.

El negocio de Allan Pinkerton florecía y se extendía más allá de sus contratos ferroviarios. Se unió al esfuerzo bélico de la guerra de Secesión, y protegió trenes, investigó a especuladores y usureros, espió planes confederados y dirigió el servicio secreto. Admitió haber ganado una buena suma de dinero trabajando para el gobierno. Pero la atención pública era a la vez una bendición y un problema. En 1861, el Chicago Tribune atribuyó a la Pinkerton el descabezamiento de un complot que supuestamente debía matar a Abraham Lincoln durante su discurso de inauguración, aunque no queda nada claro cómo consiguió el diario la historia de una operación secreta, o si en realidad fue una invención de publicistas de la agencia. Los diarios del sur negaron que existiera complot alguno, y el Chicago Democrat denunció la historia: «¿Cuánto tiempo más ha de ser la población de este país engañada por estos detectives privados? […] ¿Cómo van a conseguir casos si no es inventándoselos? No hubo jamás ninguna conspiración excepto en el cerebro del detective de Chicago».11 La sospecha pública sobre las actividades de los detectives, originadas en Europa, reaparecieron en Estados Unidos como un rasgo intrínseco del oficio.

Tras la guerra, las agencias de detectives se ajustaron a una economía pujante, y en especial al auge de la industria pesada. Las industrias siderúrgicas de Chicago fabricaban las vías y los coches-cama que circulaban sobre ellas. Los detectives extendieron sus servicios. Aplicada en principio a los robos por parte de los empleados, la experiencia en trabajo de incógnito y vigilancia de las agencias se adaptó bien a investigar los esfuerzos obreros por crear sindicatos. El espionaje industrial y el espía laboral surgieron y crecieron hasta convertirse en la principal fuente de ingresos. Servicios de protección surgidos para trenes y vías se adaptaron con facilidad a las plantas industriales.

La «Edad Dorada»* de Estados Unidos (1878-1899) recibe su nombre de un conjunto de cambios sociales y económicos que combina crecimiento económico, concentración industrial y creación de riqueza, por un lado, con excesos y desigualdades, por otro, y que dio lugar a un extendido reordenamiento de las clases sociales y la geografía. Se disparó la urbanización. Entre 1870 y 1920 la cantidad de gente que vivía en las ciudades se duplicó y pasó del 25 al 50 % de la población.

Figura 1.2. Allan Pinkerton (sentado, a la derecha) durante su participación en la guerra de Secesión. También aparece Kate Warne (de pie, centro), que, cuando Pinkerton la contrató en 1856, se convirtió en la primera mujer detective privada.

En 1920, en el noreste la población urbana alcanzó el 75 %. Es notable que hacia 1900, el 60 % de los residentes en ciudades consistiera en inmigrantes o hijos de inmigrantes. De costa a costa, ya en la década de 1880, las grandes ciudades estadounidenses eran predominantemente lugares de inmigrantes de primera o segunda generación: Chicago, con un 87 %, Nueva York, con un 80 %, o San Francisco, con un 78 %.12 Una red transcontinental de vías férreas conectaba las ciudades del país con las periferias rurales: entre 1860 y 1880 se triplicaron las millas de vías instaladas, y volvieron a triplicarse en la década de 1920. De un modo oportuno y adecuado a la época, las vías férreas transcontinentales eran desacertadas tramas financiadas por el gobierno en un laberinto de corruptelas, destinadas a la bancarrota.13 Se trataba de la era del monopolio, de los grandes conglomerados como la Standard Oil de Rockefeller, la U.S. Steel de J. P. Morgan y muchas más, desde la fabricación de maquinaria agrícola al refinado azucarero o el envasado de carne. La infraestructura en expansión y la abundancia de mano de obra apoyaron un crecimiento económico sin precedentes que favoreció a todos los sectores, pero en medida desigual.

La Edad Dorada se vio sacudida por sucesivos auges y caídas. En las décadas de 1870 y 1890 hubo graves depresiones que causaron problemas en forma de desempleo y reducciones salariales. Los problemas de la mano de obra motivaron el primitivo movimiento sindical. En varias localidades aisladas se produjeron una serie de protestas salariales y por recortes de puestos de trabajo que culminaron en la huelga general de 1873-1874. Aunque la huelga fracasó, marcó una nueva realidad en la sociedad estadounidense. «La importancia de las huelgas no reside en su éxito o fracaso, sino más bien en la disposición de los huelguistas a expresar sus quejas de un modo directo, dramático y frecuentemente revelador».14 Precipitadas por la depresión, las huelgas ferroviarias de 1877 enfrentaron en conflictos violentos a un sector sindical mejor organizado contra la Guardia Nacional. El descontento social cada vez ocupaba más la atención pública.

Las huelgas ferroviarias proporcionaron el telón de fondo a la sensacional lucha de los mineros irlandeses inmigrantes «Molly Maguires», en las excavaciones de carbón de antracita de Pensilvania. El conflicto enfrentó a los mineros con la Philadelphia and Reading Railroad, empresa que había acabado dominando el trabajo en las minas. La batalla de los mineros por un salario justo y su sindicación frente a una dirección empresarial agresiva acabaron en violencia y en la ejecución por horca de diez presuntos conspiradores de las comunidades irlandesas. En realidad, los auténticos Molly Maguires, una sociedad secreta de campesinos irlandeses que luchaba contra terratenientes opresores, no coincidían con las organizaciones fraternales y sindicales que libraban la lucha minera en Pensilvania. La errónea conexión surgió de la antipatía de los propietarios de las minas por los sindicatos y de la literatura popular sensacionalista que retrataba el movimiento de un modo simplista, como resultado de terrorismo extranjero. En la segunda serie de libros dedicados a las hazañas de su agencia, Pinkerton publicó The Molly Maguires and the Detectives, una sesgada intriga que convertía en héroe al agente de la Pinkerton James McParland, demonizaba a los irlandeses y servía sobre todo como «argumentario de venta de su agencia de detectives». Una notable mejora en la prosa, en comparación con la del primer libro de la serie, The Expressman and the Detectives, sugiere que el jefe ya había recurrido a los negros literarios.15

Los disturbios urbanos alcanzaron su expresión más dramática en mayo de 1886 en la plaza de Haymarket, en Chicago. A la estela de una huelga general por la jornada de ocho horas, los líderes sindicales convocaron una manifestación en el centro de la ciudad para protestar por un sangriento enfrentamiento el día anterior ante la fábrica de equipamiento agrícola McCormick. Mientras los conferenciantes animaban a la multitud de tres mil trabajadores, sobre todo de origen alemán, y mientras la policía se disponía a disolver violentamente a la multitud, una bomba de origen desconocido explotó matando a siete policías y tres civiles e hiriendo a muchos más.16 Nuevamente la prensa culpó a «salvajes extranjeros», y un juicio espectáculo llevó a la ejecución en la horca de cuatro anarquistas. Las personas juiciosas y críticas no estaban convencidas de su culpabilidad, ni de la inexistencia de posibles provocadores infiltrados. Charles Siringo, el famoso «detective vaquero» de la Pinkerton, aseguró haber estado trabajando para la agencia durante las manifestaciones de Chicago con otros agentes que, según dijo, contactaron con anarquistas e intentaron sin éxito evocar amenazas violentas, y que después escribieron «llamativos informes que le resultaban convenientes a la agencia» y ofrecieron «falso testimonio» con respecto a la planificación de actos violentos.17

El historiador Paul Boyer señala: «Los disturbios urbanos ya eran conocidos desde el período de preguerra, pero en la Edad Dorada tomaron un cariz más amenazador, como expresión directa de malestar laboral».18 Como en el caso europeo, lo que generó nuevos mecanismos de control social fue el miedo a la descomposición moral, a la chusma, a la carencia de ley, a exigencias laborales de una parte de las riquezas y a la erosión de la autoridad normativa. Las sociedades por la reforma moral y el poder coactivo de la policía crecieron en paralelo. La expansión del poder policial, empero, suscitó profundos temores a otro mal, el Estado tiránico. La agencia privada de detectives daba una respuesta a este dilema.

Tan solo a mediados del siglo XIX, con el crecimiento de las ciudades industriales —y los espectros de las bandas proletarias, del delincuente violento y del gandul degenerado—, consiguió el miedo al desorden social sobreponerse a la desconfianza hacia el Estado omnipotente. […] Pero los escándalos revelaron que muchos de los detectives públicos estadounidenses, como los cazadores de ladrones británicos antes que ellos, eran poco más que recaudadores que cobraban un pellizco a criminales que conocían y arrestaban solo a aquellos que no pagaban el diezmo. […] De modo que apenas resultó sorprendente el hecho de que la detección «municipal» de crímenes fue devuelta, en su mayor parte, a manos privadas. Los primeros detectives privados estadounidenses fueron antiguos agentes municipales. […] Hacia la década de 1850 habían surgido seis agencias privadas en el país; hacia 1884 había catorce tan solo en Chicago.19

La rápida urbanización, los poderosos conglomerados corporativos y un comercio cada vez más extendido gracias a las redes de vías férreas del este y del Medio Oeste proporcionaron los cimientos materiales para agencias de detectives cada vez más necesarias. En 1871, un periodista de Nueva York observaba: «Todas las grandes ciudades comerciales poseen en abundancia “agencias de detectives”, como se hacen llamar».20 Pinkerton continuaba dominando la industria, pero sus rivales se le acercaban. Thomas Furlong operaba desde San Luis como agente especial para la Missouri Pacific Railroad y empleaba representantes regionales, entre ellos el joven William J. Burns. Furlong aprendió la lección de Pinkerton y publicó sus propias memorias, convenientemente agrandadas, Fifty Years a Detective, impulsando tanto la reputación de su agencia como el género de historias de crímenes auténticos.

Gus Thiel, antiguo agente de la Pinkerton, fundó su propia agencia en 1873 en San Luis, especializada en «detección ferroviaria» (es decir, en espiar a los empleados) y, hacia el oeste, en disputas mineras. Hacia 1909, la Agencia de Detectives Thiel mantenía oficinas en quince ciudades. En 1879, James Wood abandonó el Departamento de Policía de Boston para crear «la agencia de detectives pionera en Nueva Inglaterra». William Baldwin fundó la Agencia de Detectives Baldwin (que más tarde se asociaría con Thomas Felts) y trabajó para la línea férrea de Virginia y en operaciones mineras de carbón. James Farley fundó en 1902 la primera agencia dedicada completamente a reventar huelgas, y operaba en toda la nación desde Nueva York. En 1909 la industria se vio sorprendida por la inauguración en Nueva York de la William J. Burns National (más adelante sería International) Detective Agency, que para 1920 se había expandido a treinta ciudades y había iniciado una intensa rivalidad con la Pinkerton. La competición entre la Burns y la Pinkerton se centraba en afirmaciones acerca de cuál era más eficaz y, en especial, más «profesional» (es decir, menos dada a prácticas impropias como la intimidación, la ruptura de huelgas y el trabajo matrimonial). La búsqueda de respetabilidad (con resultados bastante irregulares) moldeó el carácter de estas dos grandes firmas y, ciertamente, de varios modos, de la industria al completo.

HOMESTEAD

Cuarenta años después de su debut en Estados Unidos, la agencia de detectives había conseguido un lugar familiar, si bien ambivalente, en el modo de hacer negocios de la nación. Entonces, en 1892, los sucesos en torno a una huelga en Homestead (Pensilvania) lo cambiaron todo. Una catástrofe que desafiaría la conciencia nacional comenzaba de un modo poco prometedor con una disputa laboral en la fábrica de Homestead de la Carnegie Steel Company, a nueve kilómetros río arriba de Pittsburgh. El conflicto se centraba en innovaciones tecnológicas en el proceso laboral que conllevaban reducciones salariales para buena parte de los 3.800 trabajadores representados por el sindicato más grande del país, la Amalgamated Association of Iron and Steel Workers. Con Andrew Carnegie en su Escocia natal, el enérgico jefe de operaciones de Homestead, Henry Clay Frick, rechazó una oferta de rebaja salarial hecha por los sindicatos en las negociaciones e impuso un cierre patronal. Sindicatos y población local se movilizaron para bloquear cualquier llegada de trabajadores de fuera mientras continuaban presionando para negociar. Los registros censales estadounidenses de 1890 ya no existen, pero el censo de 1880 describe una población representativa, si bien más pequeña, de seiscientas personas, entre ellas una mayoría de residentes inmigrantes y de primera generación de origen alemán, inglés e irlandés. Entre los empleados en la fábrica y trabajadores domésticos, las personas nativas de primera generación eran más numerosas que los inmigrantes llegados hacía poco. Los trabajadores metalúrgicos eran en su mayoría nativos de primera generación y más de la mitad de los hombres estaban en empleos especializados.

Frick se mostró inflexible. Aseguró que había amenazas de daños a la propiedad (algo que en esta fase los trabajadores se habían comprometido a evitar) y alzó una verja alrededor de la planta; en un desafortunado paso, pidió refuerzos. Las oficinas de la Pinkerton en Chicago, Filadelfia y Nueva York reunieron pronto una fuerza de trescientos guardias, de los que cuarenta eran empleados regulares de la agencia y el resto reclutados de las calles, como era habitual en situaciones de reventar huelgas. En un guiño a la ley federal que prohibía el transporte de fuerzas armadas privadas a través de fronteras estatales, los hombres de la Pinkerton llegaron en un tren y las armas y la munición, en otro. El plan era transportar a los guardias en dos barcazas que remontarían el río Monongahela, desembarcar dentro del perímetro vallado del lado del río de la planta y asegurar la fábrica, quizá para trabajadores de reemplazo, si las cosas hubieran llegado a ese extremo. Los trabajadores, que esperaban problemas, mantenían una vigilancia fuera de la fábrica y a lo largo del río. Mientras las barcazas se disponían a atracar, una furiosa multitud irrumpió a través de la verja, se enfrentó a las fuerzas de la Pinkerton y advirtió que todo aquel que pusiera pie en tierra iba a resultar dañado. Hubo intercambio de amenazas; ambos bandos se enrocaron. Entonces se dispararon tiros, aunque es imposible saber quién disparó primero. En el enfrentamiento siguiente, murieron cuatro trabajadores y dos guardias, y mucha más gente resultó herida.

El enfrentamiento duró toda la noche y llegó a la mañana siguiente, cuando los agentes de la Pinkerton, atrapados en las barcazas y enfrentados a una multitud inamovible, acordaron rendirse a cambio de un desembarco pacífico y una salida segura de la ciudad. La multitud se tranquilizó momentáneamente cuando se le aseguró que la Pinkerton respondería de acusaciones de asesinato por las muertes a tiros de los cuatro trabajadores. La situación pareció controlada hasta que las líneas que se habían formado a cada lado de la hilera de guardias de la Pinkerton en retirada se convirtieron en un furioso griterío de insultos y, posteriormente, de despiadados abusos físicos. Pese a todas las circunstancias que contribuyeron a la violencia en Homestead, este acto final de humillación, infligido a un enemigo en retirada por una muchedumbre frenética, se convirtió en el tema central de la posterior percepción pública, en gran parte gracias a narraciones sensacionalistas en la prensa.21