Diagonal - Juan Jerónimo Garcés Espinosa - E-Book

  • Herausgeber: RUTH
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
Beschreibung

Los herederos del patrimonio de un emigrante judío, devenido en un poderoso gánster republicano, y tachado de comunista por Fulgencio Batista, continúan con la tradición de su padre de vivir a espaldas de las leyes y arremeter contra las autoridades en el poder, aún en tiempos de revolución cubana. Tres herederos y tres décadas de conspiraciones y de negocios fraudulentos, configuran una realidad resultante de la impronta de un emigrante que, en una travesía diagonal sobre la mar atlántica, llega a las américas y hasta "….la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto": Cuba. Premio Novela Policial 2021.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 365

Veröffentlichungsjahr: 2023

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Página legal

Premio novela del concurso "Aniversario del Triunfo de la Revolución" del Minint, 2021.

Jurado: Pedro de la Hoz González

Nilda Rodríguez

Leonelo Abello

  

Edición y diseño interior: mónica orges robaina

Diseño de cubierta: Alexis Manuel Rodríguez Diezcabezas de Armada

©Juan Gerónimo Garcés Espinosa, 2022

© Sobre la presente edición:

Editorial Capitán San Luis, 2022

ISBN: 9789592116108

Editorial Capitán San Luis,

calle 38, No. 4717 e/ 40 y 47, Kohly, Playa, La Habana, Cuba.

direccion@ecsanluis.rem.cu

www.capitansanluis.cu

https://www.facebook.com/editorialcapitansanluis

Sin la autorización previa de esta editorial, queda terminantemente prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta, o su trasmisión de cualquier forma o por cualquier medio. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

A Lidia Cira, mi madre nonagenaria, la autora espiritual

A Juan Bautista, por el Gerónimo, del indio redentor

A Cuba, mi madre patria,
por los sesenta años y más de libertad
A Darío López, un cubano que me obsequió
esta historia de vida

Nota del autor

Un inmigrante polaco le develó su historia de vida a un nativo cubano en un bar de El Vedado habanero. El hombre me la encomió sin renunciar a la tradición de su jefe, el Polaco: «unos dobles te borran el pasado... por unos instantes».

Esa evolución de los ideales, no sigue un ritmo uniforme en el curso de la vida social e individual. Hay climas morales, horas, momentos, en que toda una raza, un pueblo, una clase, un partido, una secta, concibe un ideal y se esfuerza por realizarlo. Y los hay en la evolución de cada hombre, aisladamente considerado.

José Ingenieros,El hombre mediocre

Capítulo 1

La Habana, 1988, años revolucionarios

Muy cerca del Malecón habanero, en el barrio residencial de El Vedado, la casa de la familia Wilczek estaba detenida en otros tiempos. Era una propiedad horizontal en un tercer nivel, con una terraza porticada con columnas corintias y un jardín frontal con un pino longevo y alargado hasta el alcance de las manos; las mismas que cerraron fallebas, picaportes y tranques de ventanas a la curiosidad del vecindario desde el 4 de marzo de 1960, y a la usanza de la rancia burguesía habanera. La sala era amplia, de cielos muy altos como toda la casa, con seis ventanas de cuerpo entero sobre los laterales, y separada del comedor por un corredor con una puerta vidriera, enorme e historiada, con ramazones de vides, racimos y doncellas seducidas por caramillos de faunos en una floresta de bronce. Los muebles de recibo, hasta el reloj de péndulo de la sala que tenía la presencia de un centinela vivo, eran todos de origen inglés de fines del sigloxix, y las lámparas colgadas eran de lágrimas de cristal de roca y había por todas partes jarrones y floreros de Sévres, y estatuillas de idilios paganos en alabastro. Pero aquella coherencia europea se acababa en el resto de la casa, donde sillones y butacas de mimbre se confun- dían con mecedores vieneses, comadritas nicaragüenses y taburetes de cuero de artesanía local. En el dormitorio principal, además de la cama matrimonial, había espléndidos saltos de cama con el nombre de los dueños bordado en letras góticas, con hilos de seda y flecos de colores en lasorillas. El espacio concebido en sus orígenes para las cenas de gala, a un lado del comedor, fue aprovechado para una pequeña sala de muestras con obras de arte para ser vendidas al instante en que los clientes eructaban satisfechos los adobos y las magias de la buena cocina polaca y criolla. Las baldosas a cartabón habían sido cubiertas con alfombras turcas para mejorar el silencio del ámbito, y un estante de caoba con discos bien ordenados hacían las delicias de los entendidos en ebanistería y de la buena música de conciertos. En toda la casa se notaba el juicio y el recelo de una mujer con los pies bien plantados sobre la tierra, sin embargo, ningún otro lugar revelaba la solemnidad meticulosa de la biblioteca, que fue el santuario de Frank Wilczek, alias el Polaco, antes que se lo llevara la idea de emigrar hacia un sitio lejos del alcance de la rabia batistiana anticomunista. Desde ese 4 de marzo de 1960, la casa, con todo lo que atesoraba, sufrió el abandono a ultranza de su nuevo y enclaustrado inquilino.

El deterioro comenzó por el escritorio de nogal de su padre y las poltronas de cuero repujado que estaban cerca de los muros de citarón que Isa Cuesta hizo cubrir con anaqueles vidriados, donde colocó en un orden casi demente trescientos libros idénticos empastados en cuerillo y con sus iniciales doradas en el lomo en góticas idílicas: I y F. Al contrario de las otras casas, que estaban a merced de los estropicios y los malos alientos del Malecón, con sus desechos de alcantarillas y de barcos indiferentes a la belleza de La Habana, la biblioteca tuvo siempre el sigilo y el olor de una abadía. Nacida ella y forjado él bajo la superstición caribe de abrir puertas y ventanas para convocar una fresca que no existía en la realidad, Frank y su esposa se sintieron al principio con el corazón oprimido por el encierro. Pero terminaron por convencerse de las bondades del método romano contra el calor, que consistía en mantener las casas cerradas en el sopor de agosto para que no se metiera el aire ardiente de la calle, y abrirlas por completo para los vientos alisios de la noche. La suya fue desde entonces la más fresca en el sol bravío y marinero de El Vedado, y era una dicha hacer la siesta en la penumbra de los dormitorios, y sentarse por la tarde en el pórtico de la terraza a ver pasar a los carros de lujo, pesados y herméticos, y los buques mercantes con las luces encendidas al atardecer, que iban purificando con un reguero de sirenas el muladar contaminado de la cercana bahía. Era también la mejor protegida de diciembre a marzo, cuando los alisios del norte desbarataban los ventanales y se pasaban la noche dando vueltas como lobos hambrientos alrededor de la casona en busca de un resquicio para meterse. Esta hermeticidad también mantenía en vilo al vecindario desde la explosión del buque francés La Coubre en 1960, porque desde ese día, tan importante en la historia revolucionaria de Cuba, su dueño cerró toda comunicación con el mundo exterior. Fue un sobreviento acuoso el que removió la hermeticidad tradicional de la casona ubicada en la calle I entre 17 y 19 de la barriada residencial. A las 8 de la mañana del viernes 4 de marzo de 1988 se desató el ataque furioso de la naturaleza, y los vecinos, que estaban en vigilia perenne, se percataron que algunos imprudentes desafiaban el torrente callejero y tuvieron que ingeniárselas para sobrevivir a la succión arremolinada del frenético caudal citadino. Sin embargo, la distracción fue momentánea porque el pino del jardín se doblegó y le abrió una brecha a la ventisca que arremetió contra la tercera terraza, despedazando una maltrecha bombilla que colgaba milagrosamente desde la inauguración de la casona en 1930. La gente se alarmó al ver el cable solitario soltando lágrimas de corto circuito, pero la natura, inmutable, contraatacó secundada por el resplandor del amanecer y abrió, por fin, dos ventanas de la residencia de la soledad y el silencio.

Por los rumores, y no por las evidencias tangibles, se suponía que al menos el tipo oteaba el entorno vecinal a través de las persianas francesas, y por eso pusieron toda su atención en los batientes que eran sacudidos por el viento y fregados por los chorros de aguacero. Los presentimientos del vecindario se hicieron realidad porque el dueño salió a enfrentarse a las fuerzas naturales y se entabló tal patética cruzada entre aquel hombre raro y las ventanas sediciosas que sacó a la gente de los escondrijos, y las voces sin nudos de garganta bisbiseaban que ese cuerpo no era el de un ser humano normal, más bien parecía sacado de un libro tenebroso o que era el resultado de un ensayo perverso. Pero había un detalle curioso que desconocían, y era que, para Francisco, el tiempo no había pasado y mucho menos aceptar que había ocurrido en Cuba una genuina Revolución de Pueblo. Sin embargo, esos mismos que “olían a revolucionarios”, un día soleado le colgaron en la reja del jardín una hermosa invitación para una boda, pero la belleza impresa, con sus corazones y los nombres de los futuros cónyuges en letras góticas, se despedazó por el ataque de la lluvia y el resecado cruel del sol cubano. Los intentos del vecindario se sucedieron sin éxito, pero el más temerario y conmovedor fue una invitación al primer añito de unos jimaguas, para lo cual le armaron frente a la casa una bulliciosa antesala de lo que sería la festividad. Pero nada, por gusto, porque terminó siendo una decepcionante experiencia sentimental ya que nadie vio abrirse una persiana al fisgoneo y mucho menos que se asomara a la terraza lleno de júbilo infantil. Y la gente del barrio les agradecieron a los padres de los jimaguas, payasos, magos, malabaristas, trompeteros, matraqueros, niños llorosos con sus pitos y globos y a las serpentineras cuando se alejaban cabizbajos, calle abajo, en el sepelio de la alegría; hasta que se esfumaron bajo la mirada oculta del Hombre de las Tinieblas. Pasaron varios años para que la gente se olvidara de ese fiasco, y volvieran por los fueros con otro intento muy oloroso y musical: la fiesta del comité. Cada 28 de septiembre el Comité de Defensa de la Revolución organizaba en la cuadra su fiesta de aniversario. El centro de atracción era el caldero para la caldosa, puesta a favor del viento en dirección a la casona. Luego, amplificaron la alegoría con dos ruidosas bocinas de trompeta, y la de mayor tamaño la orientaron con toda buena intención hacia la penumbra de la fachada. Pero ni la música estridente ni el olor penetrante del caldo de Kike y Marina tuvieron la fuerza suficiente para traspasar semejante hermeticidad. Después de tantos fiascos populares, el encierro de aquel hombre solitario alcanzó el calificativo de pariente de los murciélagos porque sus pupilas eran esclavas de las tinieblas. Y las elucubraciones e hipótesis no estaban muy lejos de la realidad que se vivía dentro de aquella sombría morada de la soledad y el silencio.

Por eso, cada vez que se suscitaban estos vientos tan fuertes que sacudían los herrajes maltrechos de las puertas y ventanas, Francisco sabía que la gente desafiaba los azotes inclementes con tal de satisfacer la curiosidad acumulada por varias generaciones. De modo que ese cuarto día de marzo fue la excepción de la regla porque el viento vigoroso lo dejó colgado de las ventanas y a merced de la curiosidad del vecindario, pero su extraña fuerza de hombre solitario lo jaló hacia la penumbra sin dejar rastros en ese atardecer borrascoso de marzo. Pero a pesar del impacto visual, los testigos de ese memorable día coincidieron en un detalle: el tipo se parecía más a un cadáver escapado de una cripta. De esa escalofriante experiencia llegaron a la osada conjetura que se trataba de un ser vivo con más huesos que carne como concebido por la prolija imaginación de un siniestro creador de ciencia ficción donde el sobreviviente se sirve de los restos lucrativos de las tumbas, y esa conclusión fue la de mayor acierto porque en eso precisamente Paco W. transformó la casa de los Wilczek en La Habana: en un valioso panteón, pero en un tercer piso de una casona ecléctica en el centro de El Vedado. Francisco Wilczek Cuesta era la secuela fortuita de un romance loco, sobre un tramo del muro del Malecón habanero, entre Isa Cuesta, una prostituta del legendario burdel de Manrique 507, y Frank Wilczek, el Polaco, un emigrante judío devenido en gánster republicano. De esa mezcla aviesa creció una criatura con una actitud distanciada de todo lo ajeno a sus pensamientos frustrados, pero se comportaba muy diferente cada vez que efectuaba las liturgias honoríficas a sus progenitores muertos. Día tras día, Paco W. iniciaba el ritual por el Túnel de los Suspiros, a pesar de que el singular corredor ya no era ni la sombra de sus tiempos de esplendor, sin embargo, con el altar sagrado ocurría todo lo contrario por tratarse de un compromiso espiritual asumido a partir del pedido que le hiciera su madre y excelsa prostituta casi en el último soplo de vida. Por esa insondable sensiblería, Paco W. salvaguardaba en el retablo una foto que estaba marcada con sus labios y la huella dactilar de su hombre. Junto a la foto había un par de velas similares a las de un santuario jesuita, una caja de fósforos con la Virgen de la Caridad del Cobre y, a poca distancia sobre el piso ajedrezado, una alfombra mullida con dibujos y arabescos chinos, una campanilla, una maraca y diez pesos de la serie de 1930. Cuando se ubicaba frente al altar, chequeaba la ubicación perfecta de cada objeto y después se arrodillaba, se persignaba y encendía las velas. Pero era en ese instante que Paco W. percibía que la luz temblorosa “acariciaba” el rostro de su madre, casi borrándose en el tiempo y en su memoria, y sus juveniles recuerdos eran invadidos por una envidia paradójica porque aquella fútil luz podía hacer lo que ya le era imposible.

No obstante, Francisco lo compensaba recorriendo sus dos salas de exhibición donde se sentía muy a gusto y realizado. Cada objeto personal, cada pintura y obra escultórica atesoradas, eran una simbiosis entre sus caprichos y frustraciones porque delante de cada objeto y cada cuadro, su vida se transmutaba a la dimensión artística de cada pieza de su incrementada y valiosa colección. Pero su ceremonial adquiría mayor relevancia el cuarto día de cada marzo, porque Francisco consideraba esa fecha como la del cambio decisivo y drástico, la que transformó la esencia de su filosofía pragmática: el 4 de marzo de 1960 fue el día de su Mutación, y la ocasión propicia para trazarse nuevos planes que le permitieran seguir causando daños sensibles al sistema político, económico y social imperante desde el triunfo de la Revolución cubana, la responsable definida de sus desgracias; pero, eso sí, sin exponerse a riesgos y, mucho menos, a dar la cara.

Casi simultáneamente con el recorrido triunfal de la Caravana de la Victoria, encabezada por el líder de la Revolución Fidel Castro, Paco W. recibió un telegrama con la noticia inesperada de la muerte del Polaco, su creador legítimo. Desde el principio del texto las causales de su deceso le parecieron dudosas por la forma en que se exponían en aquella lacónica redacción de su hermano Otto. Ese, precisamente, fue el móvil que le hizo asumir la táctica de no arriesgar el pellejo igual que su padre, sino actuar tras bambalinas mediante el empleo de mercenarios. Sí, mercenarios, hombres inescrupulosos que por estipendio sirven en la guerra a otro en el poder. Paco W. Cuesta era una lacra del pasado que preservaba su poder tanto que, como muchos otros ponderados, ahora también lo identificaban como un maceta, los nuevos burgueses dentro de aquel sistema político cubano de igualdades sociales. Incluso, se llegó a conocer que Paco se amparaba tras renovados y bien pagados certificados médicos que le resolvía su heredada y avispada empleada en coordinación con un empleado de correos, y de esa amañada manera evitaba las molestias que pudieran causarle las autoridades del país. Esta artimaña también le valió para no trabajar en entidades estatales, y, con el tiempo, devino en un modus operandi ilegal que le favoreció en su guerra secreta contra el sistema revolucionario regida por sus “leyes sociales clasistas”. Sus aberrantes leyes no eran muchas, pero sí importantes como para archivarlos en un mamotreto que cuidaba celosamente junto a su heredado y artillado arsenal del conocimiento encuadernado: Nostradamus, Víctor Hugo, Homero, Isaac Newton, Aristóteles, Pitágoras, Freud, Hemingway, Dostoievski, Poe, Hitler. Sin embargo, Paco, invariablemente colocaba sus Leyes entre sus dos libros de cabecera: Les misérables y Mein Kampf, la obra cumbre de Victor Hugo y Adolf Hitler, respectivamente.

Sin embargo, Paco W. sentía una especial empatía, como una especie de magnetismo indescifrable con Mi lucha, ya que las bases del Partido Nazi tenían cierta semejanza con sus leyes, y por haberla concebido su creador durante su permanencia carcelaria de cinco años en la penitenciaría de Landsberg, hecho muy parecido a su encierro voluntario.

Por algunos ajustes hechos a las leyes migratorias cubanas, su hermano Otto Wilczek Cuesta visitó la isla a mediados de los 80 después de varios intentos, incluyendo la vía clandestina, pero llegó repleto de arrogancia norteña y full en dólares, aunque fue una estancia de aeropuerto que aprovechó muy bien, porque a los visitantes por la “comunidad” —una solución mediática a la crisis migratoria entre el gobierno de Cuba y Estados Unidos con la cual pretendían detener y controlar el creciente flujo de salidas ilegales— les otorgaron algunas prerrogativas que le permitieron al homosexual comprobar que eran ciertas estas nuevas leyes ya que durante veinte años de los revolucionarios en el poder jamás habían aflojado la tuerca, todo lo contrario, habían establecido un estricto control migratorio sobre el país. Pero antes de regresar a Tampa, y directo del aeropuerto, Otto Wilczek Cuesta llamó a Francisco; que, sorprendido, identificó la invariable voz artificiosa que le puntualizaba los motivos de su fugaz estancia: «Mi hermanito, estoy comprobando si dejaban entrar y salir sin problemas. Después que compre el incomparable tabaco y el exquisito ron de Cuba en el Duty Free del José Martí, me largo, aunque pronto regresaré para cumplir con “El Legado de los Muertos”». Además de enterarse de los “planes” futuros de su hermano —cada vez más afeminado—, Paco percibió el impacto negativo de estos exiliados pacotilleros sobre la población “sufrida y necesitada”, y estas realidades las consideró como una sensible fisura horadable en el socialismo cubano. Embelequero al fin, Paco W. percibió que este filón era similar al que se abría peligrosamente en el bloque socialista europeo, una estructura político-militar surgida precisamente con la derrota del ejército invasor de Hitler. Esta brecha sociopolítica era para Paco como un regalo, y tal vez la cobertura más favorable desde enero del 59 y después de la Crisis de los Misiles en Cuba; sin embargo, en el orden internacional era un cambio en la correlación de fuerzas protagonizado por una nueva generación de líderes soviéticos que pretendían, entre muchas cosas, darle el golpe mortal a la Guerra Fría. Con la misma visión geopolítica del Polaco, Paco W. fue capaz de advertir que las naciones europeas socialistas estaban a punto de desmembrarse, y que esta maniobra política sería el tiro de gracia al comunismo y, por supuesto, a la llamada Guerra Fría; término popularizado por Walter Lippman en su libro Liberty and the News de 1920 también en la biblioteca del padre, y ahora en sus manos de legítimo heredero.

Como muchos otros desafectos, Paco llevaba años percatándose que el bloque socialista, encabezado por la Unión Soviética, mostraban en esas crisis los primeros síntomas de estancamiento, y esta evidencia tangible lo llevó a la acertada conclusión de que los efectos de este peligro político algún día repercutirían en la isla, y que aquel año era el ideal para todas sus teorías, enfiladas, como es de suponer, contra la Revolución cubana. Aunque Paco W. vivía convencido de que el socialismo cubano era muy distinto al europeo, no obstante, olfateó que el sector del transporte, donde tenía buenos contactos y amigotes, y por toda su insoluble y enfermiza problemática, bien podría ser su principal laboratorio de experimentación para sus “clasistas ideas”, cuyo objetivo era desestabilizar de forma solapada al gobierno en el ejercicio del poder. Por eso aquel viernes 4 de marzo de 1988 lo asumió como el nuevo punto de arrancada de su cruzada contra la Revolución para librarse por completo de su nostalgia, y a 28 años del viraje definitivo de su atormentada y solitaria vida. Entonces, concibió y escribió su nueva estrategia en su pérfido dossier sin importarle que el viento y la luz estuvieran allí, husmeando por primera vez en tantos años.

Francisco Wilczek, el heredero del Polaco, se había tomado un tiempo significativo de su vida en plasmar los aspectos que consideraba claves para llevar a feliz término sus conceptos clasistas, y la conservación de su patrimonio cultural y fiduciario. El aberrante proyecto lo denominó PDEI: Plan de Desestabilización y Enriquecimiento Ilícito. Cuando terminó de revisar sus trasnochadas ideas, y a plena luz de la mañana, Paco no solo se sintió como un digno heredero del patrimonio de la familia Wilczek, sino que también pretendía conservarlo, acrecentarlo y vivir de él como todo un maceta, el nuevo parásito, un genuino lumpen dentro de aquella sociedad socialista que promulgaba y fundamentaba un principio democrático: “de cada cual según su capacidad y a cada cual según su trabajo”. Y al parecer Francisco Wilczek Cuesta, por el rigor con que se lo había replanteado, pretendía cumplirlo al pie de la letra.

Capítulo 2

El solar era una edificación colosal de dos plantas, y su fachada rectilínea descansaba sobre una columnata con capiteles jónicos similares a aquellos de la antigua Roma. Las columnas definían la frontera entre el jardín, el portal y la fachada, repleta de portones y ventanales fruto del poder burgués y de ingeniosos artesanos del hierro y la madera. Las enormes puertas de cedro y caoba eran la antesala hacia las amplias salas, saletas, alcobas, comedores, cocina y los dormitorios de la servidumbre, pero todos comunicados por un alargado pasillo y un patio a donde llegaban los rayos de un sol después de alcanzar el zenit. Por la fortaleza de su cuerpo de ladrillos el edificio fue capaz de resistir los embates del tiempo y la sucesión de dueños y habitantes, pasando por condes, condesas, negociantes, usureros, comerciantes, hasta que en 1947 pasó al control de un judío polaco con ambiciones de poder y riquezas capaces de transformar cada espacio del solar en cuartos de alquiler. Una tarde de calles inundadas por las torrenciales lluvias de diciembre y en un bar colindante al solar, el Polaco le encomendó la responsabilidad de la cuartería y del cobro quincenal a Darío López, un temperamental mandadero de la barriada, pero fue el triunfo de la Revolución de 1959 que liberó a los habitantes del solar de los pagos y de los desahucios si no tenían con qué pagar. Las justas leyes revolucionarias cambiaron radicalmente el país, y estos reductos promiscuos, muy similares a la casba argelina, pasaron a ser usufructos gratuitos mediante la Ley de Reforma Urbana de 1960; solo aplicable al inmueble, porque no incluía los reglamentos disciplinarios para sus humildes ocupantes.

En un día frío de enero de 1956 una pareja de mestizos muy pobres, tramoyista él y empleada doméstica ella, trajeron a la vida a un mulatico carismático, pero era tan poco lo que ganaban que ni la sumatoria les alcanzaba para rentar y mucho menos para comprar un apartamento, y por eso sufrieron varios desalojos que los fueron llevando hasta los predios del solar. El carisma del mulatico en los brazos del rutilante tramoyista de CMQ Televisión de Gaspar Pumarejo y un diálogo sin discriminación con Darío, el encargado, fueron suficientes para definir el contrato verbal por la renta de un cuartucho del solar. Este compromiso prevaleció por encima de la Ley de Reforma Urbana y que devino en un lazo amistoso casi indescifrable para los oportunistas que intentaron ocupar por la fuerza el cuartico de los mulatos, por demás muy identificados con los cambios revolucionarios a favor de los humildes de piel sin blancuras. Esta empatía con la Revolución del 59 se hizo más fuerte después que el mulatico y su madre se salvaron sobre la Calzada de Porvenir hasta donde llegaron dos potentes ondas expansivas del estallado buque La Coubre.

Los años fueron deshojando almanaques, y la pujante Revolución iba abriendo nuevos senderos sobre todo para los pobres, y los mulatos del solar vieron en la lejanía del túnel una luz de esperanza que iluminaba los peldaños de la cima universitaria. Después de cinco años de incontables sacrificios, pero que bien valieron la pena, el mestizo carismático se alzó con el diploma de arquitecto. Mientras que Iván Miranda Ruíz lo sostenía, mientras sus padres lo acariciaban como ese sueño diplomado que ellos jamás hubieran podido alcanzar en los tiempos de los gobiernos republicanos. En el momento que estaban celebrando el triunfo, se les aproximó un barbudo espigado y con un paquetico envuelto en un simbólico papel de dibujo Canson. Detrás de las buenas tardes y las felicitaciones por el pergamino familiar, le extendió el regalo al arquitecto recién estrenado, y que este le agradeció muy contento, también por su presencia, un colega que tanto lo alentó durante ese lustro de insomnios creativos. Antes de retirarse, el arquitecto Andy León le comentó que no se preocupara porque ese perfume se lo había regalado su empresa Comintur, por su buen desempeño en el montaje y diseños de tiendas para el turismo de cubanos comunitarios y casas de cambio de oro por chavitos, y le extendió una tarjeta de presentación para que se convenciera de que el perfume no tenía siquiera el aroma del dólar americano, la moneda del enemigo, por aquellos años prohibida su circulación en toda Cuba.

Entre las leyes laborales establecidas por el gobierno revolucionario cubano está la que establece la obligatoriedad de la empleomanía de los graduados de nivel superior. La empresa de Proyectos, descrita en su inesperada boleta laboral, estaba en la esquina de 23 y P, y ocupaba parte del mismo edificio del otrora famoso cabaret Montmartre. Humberto Rodríguez, el administrador de la entidad, no lo recibió como el profesional que ya era, y armó un pésimo show cabaretero que parecía un fantasma malévolo del cabaret. El jefecito lo miró de cuerpo completo y dijo: «Yo esperaba a un “arquitecto con experiencia” y no a un “recién graduado”». Entonces, Iván Miranda se retiró sin titubear y con esa hidalguía propia de los que alcanzan las metas con el sudor neuronal. Al día siguiente, Wicho, el jefe de personal de la empresa, fue hasta el solar y, disculpándose, le pidió a Iván que no le hiciera caso al esclerótico comemierda, porque si el tipo se hubiera detenido a leer bien la boleta se hubiera dado cuenta que era oficial, que no era un plagio y «...que te otorga por derecho legal ocupar una plaza en aquel taller manufacturero de Proyectos». El trance fue tan verosímil y contundente que todos los trabajadores de la empresa de Proyectos se solidarizaron con la causa del recién graduado, en especial Ramiro, el dibujante que le asignaron, y la arquitecta Gladys Figueral Freire, su voluminosa vecina de buró.

Días después, la gorda Figueral lo invitó al hotel Colina, que estaba en plena remodelación, para que se fuera familiarizando con los trabajos a pie de obra y, sobre todo, con el personal del turismo y así empapándose con los detalles de tan importante actividad para el futuro económico de Cuba. Y de mucho le valió porque en poco tiempo, amén de su devoción profesional, Iván recibía el reconocimiento del colectivo más que el de la administración, y esta contradictoria situación lo fue decepcionando a tal punto que un día pensó abandonar la institución. Para entonces, corría el año 1982.

Después de varios años de infructuosos esfuerzos, el 3 de marzo de 1988, Iván Miranda contactó por teléfono con un ingeniero de una codiciada corporación. Cuando Iván le sonrió a la vida Ramiro leía la prensa, pero como era un espigado radar con venas notó su alegría desde que colgó el teléfono. Anotando el nombre del ingeniero, hora y lugar de la entrevista, Iván miró a su dibujante y con señas le trasmitió la importancia de conservar un secreto. «Según Pepe Martí, hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas...», le susurró. Sin embargo, Iván tuvo la ligera impresión de que se trataba de un cumplido del gerente corporativo, y no de una segura opción de trabajo. De todas maneras, pensó en probar por aquel refrán consabido de que “con probar no se pierde nada”; pero, de pronto, se percató de un relevante detalle en la fecha para la entrevista que recién había anotado. «¡Increíble!», se dijo. Era una coincidencia tan inesperada que lo remontó velozmente una veintena de años atrás como si estuviera en una máquina del tiempo. Y se erizó al evocar el pasado y, sobre todo, ese fatídico día que había vivido junto a su madre con tan solo cuatro escasos años, allá, en la Calzada de Porvenir. Entonces, se viró hacia Ramiro, que estaba a la expectativa porque le fascinaban las ocurrencias del arquitecto. Antes de hablarle, Iván observó con profesional admiración lo que su dibujante tenía a sus espaldas: su flamante tesis de grado con su clásica rúbrica R4; y después lo miró bien de frente:

—Hay muchos hombres que dicen serlo y en realidad no lo son. A pesar de tu homosexualidad, para mí eres más hombre que muchos de los que conozco —y Ramiro le agradeció la deferencia con uno de sus acostumbrados gestos afeminados. Luego, con un tono amanerado—: Tengo una entrevista de trabajo para mañana día 4. Por la tremenda coincidencia de la fecha, primero, necesito ir a un lugar que desde niño no visito. Y si preguntan por mí, dile a los “curiosos” que fui para el hotel Colina o para dónde se te ocurra. Total, aquí sabemos que hay mucha gente que vive de mentiras peores.

El 4 de marzo de 1988 Iván Miranda Ruiz arribó a la Calzada de Porvenir en el momento en que se coloreaba el horizonte de rojos y naranjas intensos. Habían transcurrido veintiocho años desde aquel día en que sintió temblar ese escenario, pero el cuerpo se le estremeció otra vez porque tenía ante sí el perfil urbano de la barriada de Luyanó. Con su sagacidad innata notó las transformaciones sobre el muro entre el taller y la avenida, porque ya no estaban las vallas de la Coca Cola ni del Iron Beer, ni la Royal Crown, tres de los refrescos que malcriaron su paladar; ni muchos menos la cerveza del indio, la cerveza Hatuey. De pronto, le sobrevino un reflejo impensado cuando el indio sol se levantaba sobre las edificaciones y lo tocaba suavemente con sus rayos en una fantástica sacudida, porque la luz solar era como un lejano proyector que ponía a rodar sus recuerdos y las imágenes de aquel aciago día en que sintió trepidar la tierra, y, en cuestión de minutos, dos ondas expansivas despedazaban el valor de los hombres y su obra creada. Era una mezcla indescriptible de alegría, dolor y tristeza la que le sobrevino; y en ese instante divino Iván Miranda alzó la cabeza, miró al cielo y le imploró a Dios y a todos los santos que no se repitiera otro día de espanto como aquel del viernes 4 de marzo de 1960.

Era un niño cuando el triunfo de enero del 59, pero ahora sabía lo suficiente sobre historia para valorar que Cuba fue sometida a infinidad de ataques en el terreno político, económico y militar. Mientras caminaba por aquel pedazo de ciudad acompañado de sus tristes recuerdos, ahora Iván Miranda podía comprender el porqué de la reacción del novel gobierno revolucionario frente a las agresiones abiertas, y de esas réplicas contundentes y palpables llevadas a cabo mediante la nacionalización de los monopolios y de todas las empresas de propiedad norteamericana en Cuba. Recordando los trágicos momentos sobre aquel perfil tan singular, ahora veía bien claro cuáles fueron las razones esgrimidas por la oligarquía nativa para declararse hostil, contraria al bregar ejemplarizante, y no albergaba dudas de que el gobierno revolucionario no tuvo otra alternativa que privar a la burguesía de su base económica, nacionalizando también sus bancos y empresas. A pesar de su juventud, Iván comprendía claramente las sinrazones de la basta y sistemática campaña de sabotajes y terrorismo, las incursiones piratas de aviones procedentes del territorio norteamericano, y las agresiones políticas y diplomáticas por el simple hecho de querer ser un país libre e independiente. Y ese día, 4 de marzo de 1988, allí, nuevamente sobre la Calzada de Porvenir, revivía su experiencia infantil, en la medida que iba reconstruyendo con la magia de su prolija imaginación el efecto destructor de las ondas expansivas y el dolor del pueblo de Cuba.

En aquel tiempo convulso de la década del 60, la población urbana sufría de atentados por parte de la oligarquía, y la población rural estaba afectada por los alzamientos en zonas montañosas de los prófugos de la justicia y elementos de la reacción interna, reclutados y abastecidos por la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos de América. Y ese día Iván Miranda lo veía todo como nunca antes. «Todo pensamiento lúcido, se transforma en energía positiva», caviló, abandonando ya la acera. Después, caminó con respeto por encima de las pisadas del delito y del crimen, que eran las invisibles huellas del ladrón en fuga y del negro moribundo, en brazos de un señor que le guiñó un ojo, y que ahora recordaba con excelente nitidez. Sin embargo, a medida que avanzaba sobre ese escenario de sucesos que estremecieron la historia, llegó a la conclusión que las acciones emprendidas contra la bisoña Revolución cubana fueron una cronología de actividades dirigidas a impedir el reforzamiento de la defensa del país en vista de la planeada agresión por Playa Girón, el hecho más revelador, y que le coincidía con la razón por la que estaba allí: rememorar las escenas y las secuelas de la voladura del vapor francés La Coubre, un acto de terrorismo de estado que provocó cientos de muertos y heridos en el muelle de la Pan American, en la periferia del puerto y en otros lugares de La Habana. Iván Miranda sentía un dolor inmenso en el pecho al recordar aquel pasado violento, no obstante, desanduvo resuelto por aquel pedazo de reparto a esa hora de la mañana.

Los vecinos que salían de sus casas bajo la presión de la cotidianidad lo miraban con esa curiosidad del despertar, interesados unos, sorprendidos otros y extrañados la mayoría ante su presencia mañanera. En fin, para aquellos moradores era un tipo raro husmeando por allí en una fecha tan memorable e imborrable, y por eso lo revisaban de arriba abajo, por si acaso. Daniela Martínez cerraba la cancela de su portal cuando se percató de la presencia de aquel mulato curioso. Y la que había sido “amiguita” y vecina de Martha la Francesa, se preguntó qué buscaba aquel desconocido ese día tan revelador; y es que cada 4 de marzo Daniela la recordaba puntualmente porque, después de la abrupta presencia de otros extraños, Martha había “desaparecido”, según le contaron sus abuelas y el vecino del lado de allá de la tapia de ladrillos que separaba las propiedades. Sin dejar de mirar al mulato observador, Daniela evocó ese nefasto instante, cuando sus abuelitas le repetían que no sabían qué pasaba en la calle y en la casa de la Francesa, a pesar que solo un muro las separaba del grave suceso; y decidieron salir a la calle para avisar a la policía, y para decírselo a las gentes del barrio que algo grave estaba sucediendo en la casa de la prostituta... y en eso, ocurrió la segunda explosión.

Recordando aquel triste pasado, Daniela Martínez observaba a aquel mulato refinado sin la más remota noción del motivo de su visita. Intrigada, Daniela se perdió entre los autos y las gentes que salían deprisa, a luchar por la supervivencia en esta isla solitaria.

Entretanto, y sin saber que lo había fichado, Iván Miranda continuó su lento recorrido por aquellas calles, imaginando y suponiendo la posible trayectoria del carterista escabullido en sus recuerdos. Su agudeza de arquitecto le permitía ver con nitidez los móviles del atraco con fuerza, y figurarse el por qué nadie atinaba a detenerlo o a perseguirlo; y era... ¡por el pánico que sentían por los efectos de la onda expansiva de la explosión del buque francés La Coubre! Aquellos instantes de su infancia fueron tan caóticos que ahora Iván valoraba con más fidelidad los hechos acaecidos. «¡Increíble! Estoy aquí otra vez, después de 28 años», se dijo cuando finalizaba su periplo en el mismo punto de arrancada. Una vez allí, percibió un detalle espectacularmente singular para aquel pedazo de ciudad de apariencia insignificante. Como estaba casualmente sobre el vértice que forman las calles López y Porvenir pensó en consultar cualquier mapa de La Habana, ya que sentía la necesidad de confirmar lo que había descubierto: la forma geométrica de la parcela. Muy estimulado por su clarividencia, enrumbó por la calle López ahora conjeturando el supuesto comportamiento de un ladrón in fraganti dentro de una perfecta coartada preparada adrede por la maldad y el destino. Y recordó que la gente salía asustada del interior de las casas, y se agrupaban en el centro de la calle, mientras otros huían de cuanta cosa se desprendía o se fragmentaba por el efecto de las ondas expansivas. «¿Por qué se sintieron aquí con tanta fuerza?», pensó, percatándose de que las casas eran muy similares, y de una sola pieza. Además, eran independientes, con placa libre y con una altura hasta la techumbre plana que podría alcanzarse fácilmente. Y descubrió que entre casa y casa había una tapia escalonada. «Una escalera perfecta», concluyó. Llevado por la curiosidad continuó por López hasta Céspedes, y terminó el recorrido en la Calzada de Porvenir. A Iván no le quedaban dudas porque las características arquitectónicas de los inmuebles de aquel entorno urbano, también podían haber facilitado la escapada del delincuente en fuga. «¿Por qué no?», se dijo. Y el escondrijo del ladrón bien podría haber sido alguna de aquellas viejas casas muy apropiadas para ocultar a un malhechor en estampida. «¿Qué habrá hecho el delincuente en realidad? ¿Se escondió en alguna de estas casas, o continuó por Porvenir hacia la Calzada de Luyanó? ¿Lo atraparían, o logró escabullirse entre la muchedumbre y escapar definitivamente con su botín respaldado por aquella anárquica situación?», se cuestionó con mucha lógica.

Mientras reflexionaba, le sobrevino la imagen de su viejo amigo Daniel Bueno Leal, aquel negro bonachón con el que debatía cualquier asunto, desde todo lo relacionado con las construcciones hasta las barrabasadas propias de la arquitectura popular. Sin embargo, llevaba tiempo sin verlo porque el Negro estaba casi siempre en la CUJAE enfrascado en alcanzar el pergamino de ingeniero civil. Cuando Iván Miranda ya finalizaba aquel contacto estimulante con su pasado, también se acordó que, días atrás, había llamado a la casa de su amigo, y fue su madre la que le salió al teléfono y le respondió muy acongojada y deprimida. Esos sentimientos, tan poco frecuentes en esa mujer tan altiva, lo dejaron muy preocupado porque, a pesar de sus celos maternos, conocía de Matilde Leal su carácter jovial, siempre dispuesta a hacer una buena acción, una negra chévere y campechana bien untada de sus ancestros cimarrones. No obstante, ella le comentó con una sonrisa forzada que Daniel andaba en “nuevos amoríos” por allá por Marianao, municipio hermano de Miramar. «¿Miramar? ¡Coño, se me hace tarde para la entrevista!», pensó. Entonces, dejó por un momento los líos ajenos, y chequeó la hora en su reloj ruso Raketa pensando que ya no era aquel niño intranquilo controlado por una madre impositiva. Ahora era un hombre, sí, pero controlado por la garante de todas las madres dominantes: la vida. Sin embargo, Iván Miranda Ruiz, ya en pos de una guagua, de un taxi, de cualquier cosa rodante, ni remotamente podría imaginarse que su espontánea visita a la Calzada de Porvenir lo colocaba, de facto, sobre el tenebroso sendero de Los Wilczek en La Habana.

Después de mil vicisitudes Iván Miranda llegó al lugar de la ansiada entrevista con unos minutos a su favor, entonces, se acercó despacio buscando el número, y pudo distinguirlo en el frente de aquella casa encumbrada. La residencia había sido construida sobre una elevación rocosa y era muy probable que la roca antes perteneciera al mar, pero lamentó que no brotara el agua por su basamento dada su semejanza con la Casa de la Cascada de Frank Lloyd Wright. Era orgánica en su diseño y su construcción se integraba al entorno natural. Realmente era una joya de concreto, en fin, la imagen a semejanza de sus antiguos dueños burgueses. Después del análisis meticuloso, escaló hasta la entrada principal con una amplia y porticada marquesina protectora de la fachada, del No. 520, de un auto ostentoso; y de un señor muy corpulento y musculoso. El tipazo estaba de espaldas, rumiando, con un pie sobre el parachoques del auto y tan concentrado que no se percató que allí había llegado alguien; el arquitecto Iván Miranda, ratificando, dirección en mano, el lugar de su anhelada entrevista.

—¡Buenos días! —se dirigió al hombre—. ¿Usted trabaja aquí... en este lugar?

Era un cincuentón de piel amulatada y con bigote ancho y canoso cubriéndole los labios. El hombrote giró medio cuerpo, después retornó a su pose y chequeó su reloj de pulsera sin dejar de marcar la defensa con su pesado pie derecho. Iván no demoró en pensar que el dueño del auto era un tipo vanidoso y chambón: yacía lleno de antenas y mucha pacotilla, baratija de la peor. Era un Lada ruso, de color azul ministro y que nada le quedaba de su diseño original. Mientras Iván miraba el auto fútil, el hombre lo miró de arriba abajo y viceversa, con el rabo del ojo retrovisor.

—Por casualidad... ¿tú eres el arquitecto? —le soltó, chequeando la hora. Después liberó un pedazo de alambre que tenía camuflado detrás del mostacho.

—¡Sí! Y usted... ¿quién es? —le preguntó Iván, ahora medio indeciso.

—¡El que ocupaba la plaza que tú sueñas! —dijo, y mordió el “palillo” metálico, despreocupado de empastes y futuras caries.

El forzudo tenía algo de salvaje, y por eso Iván lo observó sin detenerse en sus atributos corporales, por si acaso. Su instinto ya le advertía de su irritabilidad. Luego, miró hacia la entrada principal donde habían hecho un trabajo de albañilería sin los derrames bien terminados. «Jodieron toda la belleza de ese pórtico maravilloso», pensó. Al instante, también se percató que la puerta no era la original porque habían tenido la vulgar osadía de exhibir allí sus dotes de chapucero como si con la nueva de aluminio pretendieran encolerizar a las personas de buen gusto. Fue el motivo que eligió el arquitecto para continuar aquel diálogo improvisado.

—¡Terrible la solución de la puerta, ¿eh?! —le comentó al tipazo, aún sin atreverse a mirarlo de frente—. Al tipo que se le ocurrió, perdió la sensibilidad... ¡o tenía tremendas ganas de joder a la gente que disfruta de las bellezas de la buena arquitectura cubana!

—¡Ambas inclusive! —dijo el hombre, tajante, y presionó más la defensa del auto hasta hacer crujir los tornillos y extraerles el dolor a las soldaduras.

—¿Usted... lo conoce bien? —dijo Iván, y lo miró por fin, sorprendido, algo temeroso de sus reacciones y, por lógica, aquel hombre no podía ser el dueño del Lada.

—¡¿Que si lo conozco bien?! Jajajaja —rió sarcástico. Después miró a Iván con un solo ojo, el izquierdo—. Toda la “gente de ley” que conozco me dicen el Tuerto, porque cuando voy a decirle la verdad a alguien en su cara... ¡se me cierra este ojo —se tocó el derecho— y se me pone negra la cara en todo este lado!

Estupefacto, Iván lo comprobó. «¡Increíble, es cierto! ¡Parece un pirata!», pensó. Toda la piel alrededor de la cavidad ocular se le ennegrecía escandalosamente en una alarmante concentración sanguínea. Muy preocupado por un cuadro clínico fatal, Iván observó que el resto de la epidermis conservaba su matiz mestizo, sin embargo, la tenía llena de pecas y oquedades, las huellas irreparables de un acné agresivo.



Tausende von E-Books und Hörbücher

Ihre Zahl wächst ständig und Sie haben eine Fixpreisgarantie.