Diálogo de Mercurio y Carón - Alfonso de Valdés - E-Book

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Alfonso De Valdés

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Beschreibung

En "Diálogo de Mercurio y Carón" nos encontramos con dos personajes que tratan un tema político, la rivalidad entre Carlos I de España, Francisco I de Francia y Enrique VIII de Inglaterra. Se cuenta principalmente como se enfrentaron y durante su diálogo van apareciendo diversas almas las cuales cuentan sus historias...

"Diálogo de Mercurio y Carón" es también una denuncia a las actitudes extravertidas de los eclesiásticos en el mundo temporal, crítica la religiosidad extrema e intolerante, y señala como imperio ideal al que tiene como propósito la fraternidad de todas las naciones cristianas, regidas por un emperador.

Su autor, Alfonso de Valdés (1490–1532), fue un humanista español representante, junto con su hermano Juan, del pensamiento erasmista español. Alfonso de Valdés es conocio por su sobresaliente papel como escritor y secretario de cartas latinas del emperador Carlos V.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Ähnliche


Alfonso de Valdés

Diálogo de Mercurio y Carón

Tabla de contenidos

DIÁLOGO DE MERCURIO Y CARÓN

Proemio al lector

Parte 1

Parte 2

DIÁLOGO DE MERCURIO Y CARÓN

En que allende de muchas cosas graciosas y de buena doctrina se cuenta lo que ha acaecido en la guerra desde el año de mil quinientos veintiuno hasta los desafíos de los reyes de Francia e Inglaterra hechos al Emperador en el año de MDXXVIII

Proemio al lector

La causa principal que me movió a escribir este diálogo fue deseo de manifestar la justicia del Emperador y la iniquidad de aquéllos que lo desafiaron, y en estilo que de todo género de hombres fuese con sabor leído, para lo cual me ocurrió esta invención, de introducir a Carón, barquero del infierno que, estando muy triste porque había oído decir ser ya hecha la paz entre el Emperador y el rey de Francia, de que a él venía mucha pérdida, viene Mercurio a pedirle albricias por los desafíos que el rey de Francia y el rey de Inglaterra hicieron al Emperador. Por ser la materia en sí desabrida, mientras le cuenta Mercurio las diferencias de estos príncipes, vienen a pasar ciertas ánimas que con algunas gracias y buena doctrina interrumpen la historia. Esta invención me pareció al principio tanto buena cuanto a la fin me comenzó a desagradar, de manera que lo quise todo romper. Mas siéndome después loado por algunas personas cuya prudencia está lejos de engañarse en semejantes cosas, y de cuya gravedad y bondad no se puede presumir ni tener sospecha de adulación, quise dar más crédito a su parecer que al mío. Y mostrelo a uno de los más señalados teólogos, así en letras como en bondad de vida que en España yo conozco, por cuyo consejo enmendé algunas cosas de donde los calumniadores pudieran tener achaque para calumniarme. Aconsejábame allende de esto que así como pongo ánimas de muchos estados que se van al infierno y sola la ánima de un casado que va al paraíso, pusiese de cada estado de aquéllos un ánima que se salvase, diciendo que de otra manera los otros estados se podrían quejar, siéndoles aquí los casados preferidos, y que con esto no solamente quedaba excluida la calumnia, mas la obra muy perfecta. Y aunque en esto no me pareció tener menos razón que en las otras cosas de que me había avisado, excuseme diciendo que mi intención había sido honrar aquellos estados que tenían más necesidad de ser favorecidos, como es el estado del matrimonio, que al parecer de algunos está fuera de la perfección cristiana, y el de los frailes que en este nuestro siglo está tan calumniado. Y a esta causa, poniendo un casado que subía al cielo hice mención de un fraile de San Francisco que había llevado aquel camino. De manera que (a mi parecer) ninguna razón tendrán los otros estados de quejarse de mí ni decir que quise favorecer mi partido, pues ni yo soy fraile ni casado. Todavía por no desechar el consejo de un tal varón, si viere agradar lo que ahora publico, no se me hará de mal de añadir en otra edición lo que en ésta parece faltar. Algunos eran de parecer que debía poner aquí mi nombre, y no lo quise hacer por que no pareciese pretender yo de esto alguna honra no mereciéndola, porque si la causa del Emperador está bien justificada, muchas gracias a él, que la justificó con sus obras. Si la invención y doctrina es buena, dense las gracias a Luciano, Pontano y Erasmo, cuyas obras en esto hemos imitado, y pues a mí no me queda cosa de que gloria alguna deba esperar. Locura fuera muy grande si, poniendo aquí mi nombre, diera a entender que pretendía debérseme. Y si hubiere alguno tan curioso que quiera saber quien es el autor, tenga por muy averiguado ser un hombre que derechamente desea la honra de Dios y el bien universal de la república cristiana.

INTERLOCUTORES PRINCIPALES

MERCURIO. CARÓN.

Parte 1

MERCURIO.- Despierta, despierta, Carón.

CARÓN.- Mejor harías tú de callar.

MERCURIO.- ¿No me conoces?

CARÓN.- No me conozco a mí velando, y ¿conocerete a ti durmiendo?

MERCURIO.- Luego, ¿duermes tú ahora?

CARÓN.- Ya tú lo ves.

MERCURIO.- Véote los ojos cerrados, mas la boca abierta, hablando.

CARÓN.- ¿Nunca viste hablar a nadie durmiendo? Déjame ya.

MERCURIO.- Cata que soy Mercurio y te vengo a pedir albricias.

CARÓN.- ¿Albricias, Mercurio? ¿Así te burlas de los mal vestidos?

MERCURIO.- Si me burlo o no, ahora lo verás. Mas dime primero, ¿por qué estás tan triste?

CARÓN.- Necedad sería encubrirte mi dolor. Has de saber que los días pasados vino por aquí Alastor. Y dándome a entender que todo el mundo estaba revuelto en guerra, que en ninguna manera bastaría mi barca para pasar tanta multitud de ánimas, me hizo comprar una galera en que no solamente eché todo mi caudal mas aun mucho dinero que me fue prestado. Y ahora que la cosa está hecha, me dicen que la paz es ya concluida en España. Y si esto, Mercurio, es verdad, serme ha forzado hacer banco roto.

MERCURIO.- ¿Qué me darás de albricias si te quito de ese cuidado?

CARÓN.- Ya sabes, Mercurio, que cuanto yo tengo es tuyo. Pide lo que quisieres.

MERCURIO.- Pues eres tan liberal, no quiero sino que a todos los sacerdotes que hubieren vivido castos hagas exentos del pasaje.

CARÓN.- Poca cosa me pides.

MERCURIO.- ¿Eres contento?

CARÓN.- Y aun recontento.

MERCURIO.- Pues hágote saber que oí en este día los reyes de Francia e Inglaterra han desafiado públicamente con mucha solemnidad al Emperador.

CARÓN.- ¿Qué me dices Mercurio?

MERCURIO.- Esto que oyes, Carón.

CARÓN.- ¿Mándasme que te crea?

MERCURIO.- Sí, y aun más te quiero decir (porque no pienses haber comprado tu galera en vano), que aún no sé si te bastará para pasar tanta y tan pesada gente como vendrá.

CARÓN.- Dime, por tu vida, la causa porque te acabe ya de creer.

MERCURIO.- Has de saber que yo dejo toda la cristiandad en armas, y en sola Italia cinco ejércitos que, por pura hambre, habrán de combatir. Tu amigo Alastor, solicitando al papa que no cumpla lo que ha prometido a los capitanes del Emperador que lo pusieron en su libertad, mas que en todo caso procure de vengarse. Allende de esto, el Vaivoda de Transilvania no ha dejado la demanda del Reino de Hungría. El rey de Polonia hace gente para defenderse de los tártaros. El rey de Dinamarca busca ayuda para cobrar su reino. Toda Alemania está preñada de otro mayor tumulto que el pasado a causa de la secta luterana y de nuevas divisiones que aún en ella se levantan. Los ingleses murmuran contra su rey porque se gobierna por un cardenal y quiere dejar la Reina, su mujer, con quien ha vivido más de veinte años y mover guerra contra el Emperador. El rey de Francia tiene sus dos hijos mayores presos en España. Los franceses, pelados y trasquilados hasta la sangre, desean ver principio de alguna revuelta para desechar de sí tan gran tiranía. ¿No te parece, Carón, que habrás bien menester tu galera?

CARÓN.- La vida me has dado Mercurio. Nunca tú me sueles traer sino buenas nuevas. ¿Cómo no me dices nada de España?

MERCURIO.- No, porque sola esa provincia está en paz y mantiene fuera de casa la guerra.

CARÓN.- ¿De dónde les vino a ésos tanta felicidad?

MERCURIO.- Tienen tal príncipe, que él es causa de toda su felicidad.

CARÓN.- ¿No habría modo para revolverlos?

MERCURIO.- Con mucho trabajo y poco fruto ha entendido en eso tu amigo Alastor.

CARÓN.- ¿Cómo?

MERCURIO.- ¿Bien has oído hablar de un teólogo que llaman Erasmo?

CARÓN.- Y aun no pocas veces he deseado que me viniese a las manos ese hombre, porque me dicen ser él muy enemigo de la guerra y que no cesa de exhortar a todos los hombres que vivan en paz.

MERCURIO.- Tal le aprovecha. Procuró, pues, tu amigo Alastor, que todos los frailes se levantasen contra él, diciendo que era hereje porque sabía haber muchos que se pondrían en defenderlo y pensaba sacar de aquí algún alboroto con que desasosegase a toda España, porque así como so especie de religión se contienen los ánimos de los hombres en obediencia y sosiego, así cuando en ésta hay alguna división o discordia, todo lo sacro y profano anda alborotado.

CARÓN.- ¡Oh, qué sabio consejo! Veamos, y eso, ¿no hubo efecto?

MERCURIO.- No, porque tienen los españoles por inquisidor general un don Alonso Manrique, arzobispo de Sevilla, que bastaría su prudencia y bondad para apaciguar cuantos escándalos en el mundo levantar se puedan.

CARÓN.- Luego, ¿ese arzobispo estorbó el buen consejo de mi amigo Alastor?

MERCURIO.- No solamente lo estorbó, mas apaciguó la cosa de manera que ya no queda memoria de contienda ni debate.

CARÓN.- ¡Ojalá me viniese a las manos ese arzobispo, que le traería al remo diez años en pena de su maleficio! Veamos, Mercurio, ¿no habría medio para enviar alguna otra discordia?

MERCURIO.- Eso allá lo has de platicar con Alastor, que yo soy más amigo de concordia.

CARÓN.- Dime, Mercurio, ese rey de Francia que dices haber desafiado al Emperador, ¿es por ventura un Francisco primero de este nombre que fue preso en la batalla de Pavia y llevado en España y de allí por el Emperador puesto en su libertad?

MERCURIO.- Ese mismo.

CARÓN.- ¿Es posible que reine entre los hombres tanta maldad que quiera ahora ese Rey en lugar de dar gracias por el beneficio recibido mover guerra a aquél de quien lo recibió?

MERCURIO.- ¿Quién te ha hecho Catón, tan religioso?

CARÓN.- No pienses que lo digo porque de lo hecho me pese, que bien sé no me lo creerías, mas porque todos tenemos este don de natura, que así como un rey se huelga con la traición hecha en su provecho mas no con el traidor, así nosotros holgamos con una cosa mal hecha si de ella pensamos haber provecho, mas no con el que la hace.

MERCURIO.- Querría que dieses una vuelta por el mundo y vieses de qué manera está y el trato que anda entre los hombres y verías cuán al revés está de como tú te lo finges.

CARÓN.- No me pesaría de verlo si tuviese seguridad muy cierta que no me harían quedas allá; mas, pues tú, Mercurio, lo has visto, bien me lo podrás contar.

MERCURIO.- ¿Tendrás tanto espacio para escucharme?

CARÓN.- Guiará entre tanto mi lugarteniente la barca, y nosotros sentados en este prado podremos hablar y a las veces reírnos con algunas ánimas que vendrán a pasar.

MERCURIO.- Soy contento, mas mira, Catón, si la barca se anega, no quiero que sea a mi costa.

CARÓN.- No seas, Mercurio, tan temeroso y acaba ya de contarme eso que dices, pues estamos de nuestro espacio.

MERCURIO.- Tomome el otro día un ferventísimo deseo de ver muy particularmente todas las tierras del mundo y las leyes, usos y costumbres, ceremonias, religiones y trajes de cada una de ellas. Y después de todo ello con los ojos bien mirado, con el entendimiento bien considerado y comprehendido, no hallé en todo él sino vanidad, maldad, aflicción y locura. Enojado comigo mismo de ver en toda parte tanta corrupción, con deseo de ver algún pueblo que por razón natural viviese, acordándome de lo que Jesucristo instituyó y habiendo visto aquellas santísimas leyes que con tanto amor tan encomendadas les dejó, determiné de buscar aquéllos que se llaman cristianos, pensando hallar en ellos lo que en los otros no había hallado. Informándome, pues, de las señales con que Jesucristo quiso que los suyos fuesen entre los otros conocidos, rodeé todo el mundo sin poder hallar pueblos que aquellas señales tuviesen. A la fin topando con tu amigo Alastor, y sabida la causa de mi peregrinación, me dijo: «De pura compasión te quiero desengañar, Mercurio. Si tú buscas ese pueblo por las señales que Cristo les dejó, jamás lo hallarás. Por eso, si tanto deseo tienes de conocerlo, toma la doctrina cristiana en la mano y, después de bien leída y considerada, acuérdate de todos los pueblos y provincias que has en la tierra andado y aquéllos que, viviendo con más policía exterior que otros, viste vivir más contrarios a esta doctrina cristiana, sábete que aquéllos son los que se llaman cristianos y los que con tanto deseo tú andas buscando». Como yo esto oí (aunque no diese entero crédito a las palabras de Alastor), todavía, por saber si era verdad, atiné hacia Europa donde me acordé haber visto ciertas provincias que por la mayor parte vivían derechamente contra la doctrina cristiana. Y llegado allá, por poderlo mejor comprehender, subime a la primera espera y desde allí comencé a cotejar lo que veía en aquellos pueblos con la doctrina cristiana, y hallé que donde Cristo mandó no tener respecto sino a las cosas celestiales, estaban comúnmente capuzados en las terrenas. Donde Cristo mandó que en Él sólo pusiesen toda su confianza, hallé que unos la ponen en vestidos, otros en diferencias de manjares, otros en cuentas, otros en peregrinaciones, otros en candelas de cera, otros en edificar iglesias y monasterios, otros en hablar, otros en callar, otros en rezar, otros en disciplinarse, otros en ayunar, otros en andar descalzos, y en todos ellos vi apenas una centella de caridad. De manera que muy poquitos eran los que en sólo Jesucristo tenían puesta su confianza. Y donde Cristo mandó que menospreciadas las riquezas de este mundo, tengan solamente por fin enriquecer con virtudes sus ánimas, vilos andar por el mundo robando, salteando, engañando, trafagando, trampeando, hambreando. Y de aquellas riquezas que Cristo les mandó menospreciar y de aquellas que les mandó buscar vi en ellos muy poco cuidado. Hallaba en la doctrina cristiana ser verdadero sabio el que sabía abrazar la doctrina de Jesucristo y vi que tenían por necio al que ella se allegaba y por sabio al que de ella se apartaba. Más adelante hallaba ser aquel verdaderamente poderoso que podía domar y sojuzgar sus apetitos y pasiones, y vi que no tenían por poderoso sino al que podía hacer mucho mal, aunque por otra parte de todos los vicios se dejase vencer. Hallaba ser bienaventurado el que, menospreciadas las cosas del mundo, todo su espíritu tiene puesto con Dios, y vi tener entre ellos por bienaventurado al que, allegando muchas cosas mundanas, ningún respecto tiene a Dios. Hallaba mandar Jesucristo que no tuviesen unos de otros envidia, y vi que en ninguna parte tanto como entre ellos reina. Hallaba serles mandado que, a imitación de los ángeles, guardasen sus cuerpos muy limpios de la suciedad de la lujuria, y vi que entre ellos ningún género de ella se deja de ejercitar. Quiso Jesucristo que no jurasen, mas que tuviesen tanta sinceridad que con su simple palabra fuesen creídos, y veíalos a cada paso jurar, blasfemar y renegar, y que tan poca verdad reina entre ellos que ninguna cosa, aun con juramento, unos a otros se creen. Hallaba serles mandado que menospreciasen toda ambición y vanagloria, y veía los unos tan hinchados con dignidades, que ni aun a sí mismos conocían, y los otros tan hambrientos de vanagloria, que ninguna maldad dejaban de poner por obra por alcanzar una dignidad. En muchas partes hallaba reprendidos los que hacían diferencias de linajes, teniéndose en más los unos que los otros, dando a entender ser verdadera nobleza solamente la que con virtud se alcanza y por el contrario, vileza la que de vicios es poseída, y vi entre ellos tantas diferencias por venir unos de un linaje y otros de otro, que allende las muertes que a esta causa a cada paso se cometen, es cosa extraña ver cuán hinchado está entre ellos el noble con su nobleza y cuán sometidos y abatidos los que no lo son. Quiso Jesucristo que no se enojasen unos con otros ni se dijesen malas palabras, mas que procurasen de hacer bien a los que les hiciesen mal, y vilos no solamente decirse unos a otros injurias, mas matarse y lisiarse como brutos animales y tener por muy gran afrenta no vengarse de la injuria recibida. Díceles Jesucristo que den sus limosnas secretamente, en manera que no sepa la izquierda lo que da la derecha, y ellos solamente hacen secreto las malas obras dignas de castigo, y si dan alguna limosna o hacen alguna obra pía, luego las armas pintadas o entalladas y los letreros muy luengos, para que se sepa quien la hizo, mostrando hacerlo no por amor de Dios, mas por respecto del mundo. Díceles Cristo que no daña al ánima lo que entra por la boca, mas los vicios que salen del corazón y ellos en el comer muy supersticiosos y en el pecar tan largos y abundantes, que al que yerra en aquello no tienen por cristiano, y al que se guarda de esto, otro reputan por bestia y es de todos menospreciado y escarnido. Cristo loa la pobreza y amenaza los ricos, y ellos huyen la pobreza como enemiga y siguen y adoran las riquezas prefiriéndolas a cualquiera otra cosa y haciendo su dios de ellas. Reprende Cristo a los que procuran los primeros asientos y lugares en las congregaciones, y ellos con tanta ambición los buscan que aun aquéllos que se alaban de seguir la perfección cristiana están en continua discordia sobre sus precedencias, y aun muchas veces se quiebran a esta causa las cabezas, cosa por cierto digna que de unos sea reída y de otros muy llorada. Quiso Jesucristo que estuviesen tan apartados de tener pleitos, que si alguno por justicia les pidiese la capa, le diesen también el sayo antes que pleitear con él, y en todo el mundo junto vi tantos pleitos como entre ellos. Y vi que por defender cada uno lo suyo y aun por ocupar lo ajeno tienen de contino no solamente pleitos, mas muy crueles guerras, y finalmente los vi a todos tan ajenos de aquella paz y caridad que Jesucristo les encomendó, dejándosela por señal con que los suyos fuesen conocidos, que en todo el mundo junto no hay tantas discordias ni tan cruel guerra como en aquel rinconcillo que ellos ocupan. De manera que cotejando en estas y en otras muchas cosas la doctrina cristiana con la vida de aquella gente, hallé que aquéllos debían ser los que Alastor me había dicho. Y por mejor informarme, bajado a la tierra pregunté qué gente era aquélla y todos me decían que eran cristianos. Cuando yo aquello oí comencé a decir: ¡Oh, cristianos, cristianos! ¿Ésta es la honra que hacéis a Jesucristo? ¿Éste es el galardón que le dais por haber derramado su sangre por vosotros? ¿No tenéis vergüenza de llamaros cristianos, viviendo peor que alárabes y que brutos animales? ¿Así os queréis privar de la bienaventuranza de que en este mundo y en el otro, siguiendo la doctrina cristiana podríais gozar? ¿Este ejemplo dais de vosotros a todas las otras naciones? ¿Para qué queréis conquistar nuevos cristianos si los habéis de hacer tales como vosotros? Estas y otras palabras me verías decir con tanto enojo, que parecía arrancárseme las entrañas. Quise ver más particularmente lo que hacían, y vi venir unos tan hinchados con poco saber, otros con riquezas, otros con favores y otros con falsa especie de santidad, que no estaban en dos dedos de hacerse adorar por dioses. Y vi a otros andar en hábitos de religiosos, y que por tales les hacían todos reverencia hasta el suelo, y aun les besaban la ropa por santos. Y como yo veía lo que debajo de aquel hábito andaba encubierto parecíame que representaba alguna farsa. Entré en los templos y vilos llenos de banderas y de escudos, lanzas y yelmos, y pregunté si eran templos dedicados a Marte, dios de las batallas, y respondiéronme que no, sino a Jesucristo. Pues ¿qué tiene que hacer (decía yo) Jesucristo con estas insignias militares? Vi asimismo tantos y tan suntuosos sepulcros, y pregunté si eran de santos. Respondiéronme que no, sino de hombres ricos. Salido fuera, vi enterrar un hombre fuera de la iglesia, y pregunté si era moro o turco, pues no le enterraban en la iglesia como a los otros. Dijéronme que no, sino tan pobre que no tuvo con qué comprar sepultura dentro de la iglesia. Pues, ¿cómo?, decía yo, ¿al que más dinero tiene se hace más honra en la iglesia de Jesucristo? En otras iglesias veía tantos pies, manos, brazos y niños pintados en tablas y hechos de cera, y en muchos de ellos cosas tan vergonzosas que aun por las plagas cuanto más en los templos, no deberían ser admitidas, y pregunté qué era aquello. Dijéronme que una imagen que allí estaba hacía milagros. Y a la verdad, ninguno vi que hubiese presentado cosa alguna por haberse librado de la sujeción de los vicios y puesto en la libertad de las virtudes. Vi que estaban muchos hombres y mujeres hincados de rodillas para recibir el cuerpo de Jesucristo, que tan gran bien en la tierra les quiso dejar, y quíseme juntar a recibirlo con ellos, y llegó un sacristán a pedirme dineros. Y como no los tenía, le dije: ¿Y así también vosotros dais por dineros el cuerpo de Jesucristo? Salime de allí gimiendo, y queriendo entrar en otro templo. Hallelo cerrado. Rogué que me abriesen, y dijeron que estaba entredicho y que no podía entrar si no tenía bula. Y sabido adonde tomaban las bulas, fui a tomar una, y pidiéronme dos reales por ella. ¿Cómo?, (digo yo) ¿no deja Jesucristo entrar en sus templos sino por dineros? Quisiéronme echar mano, diciendo que blasfemaba; yo escapeme huyendo. Pregunté cómo vivían los sacerdotes de Jesucristo y mostráronme unos sentados al fuego con sus mancebas e hijos, y otros revolviendo guerras y discordias entre sus próximos y hermanos. Entonces dije yo, ¿y cómo?, ¿los ministros de Jesucristo, autor de paz, andan revolviendo discordias? Pregunté dónde estaba la cabeza de la religión cristiana, y sabido que en Roma, me fui para allá, y como llegué estuve tres días atapadas las narices del incomportable hedor que de aquella Roma salía, en tanta manera que no pudiendo allí más parar, me pasé en España donde hallé hombres que de noche andaban a matar ánimas por las calles con deshonestísimas palabras. Fuime a un reino nuevamente por los cristianos conquistado, y diéronme de ellos mil quejas los nuevamente convertidos, diciendo que de ellos habían aprendido a hurtar, a robar, a pleitear y a trampear. Hube compasión de los unos y de los otros, y harto de ver tanta ceguedad, tanta maldad y tantas abominaciones, no quise más morar entre tal gente, y maravillándome de los incomprehensibles juicios de Dios que tales cosas sufre, me torné a ejercitar mi oficio. Todo esto te he querido decir porque de oí, mas no te maravilles de cosa que oyeres decir.

CARÓN.- Con tan elocuente compañero no sentiría yo el trabajo de guiar la barca. Dime, Mercurio, ¿crees tú que Jesucristo se huelga que tal gente como ésa se llamen cristianos?

MERCURIO.- Si se huelga o no, allá se lo haya. Cuanto por mí, yo te prometo que me tendría por muy afrentado si se llamasen mercurianos.

CARÓN.- Lo mismo me haría yo, y aun los castigaría muy bien si, no queriendo seguir mi doctrina, se quisiesen honrar con mi nombre.

MERCURIO.- Así me parece que hace ahora Jesucristo.

CARÓN.- ¿De manera que no esperas ver el fin de los males que padecen hasta que se hayan enmendado?

MERCURIO.- En ninguna manera lo espero.

CARÓN.- Con razón. Ven acá, Mercurio. Entre tanta multitud de cristianos ¿no hallaste alguno que de veras siguiese la doctrina cristiana?

MERCURIO.- Hallé tan pocos que me olvidaba de hacer mención de ellos, pero esos que hay dígote de verdad que es la más excelente cosa del mundo ver con cuánta alegría y con cuánto contentamiento viven entre los otros, tanto, que me detuve algunos días conversando con ellos y me parecía conversar entre los ángeles. Mas como los cuitados por la mayor parte son en diversas maneras perseguidos no osan parecer entre los otros ni declarar las verdades que Dios les ha manifestado; mas por eso no dejan de rogar continuamente a Jesucristo que aparte del mundo tanta ceguedad, viviendo siempre con más alegría cuando más cerca de sí ven la persecución. ¿Has oído lo que los filósofos disputan de las virtudes de la ánima?

CARÓN.- Muchas veces.

MERCURIO.- ¿No te parece cosa imposible que algún hombre pudiese alcanzar aquella perfección?

CARÓN.- Y aun más que imposible.

MERCURIO.- Pues si vieses de la manera que éstos (que te digo) viven, conocerías haber muchas imperfecciones en la doctrina de esos filósofos que a ti te parece tan dificultosa de seguir, comparada a la vida de éstos.

CARÓN.- Espantado me has con eso. Yo te prometo de informarme muy bien de la primera ánima que viere subir por la montaña de cómo habrá vivido. Y ahora pues tan cumplidamente me has eso contado, y tenemos bien proveída la barca, no se te haga de mal contarme lo que entre ese Emperador y reyes de Francia e Inglaterra ha pasado.

MERCURIO.- De buena voluntad lo haré, porque en este camino yo me he muy bien de todo informado; mas no querría que los jueces me estuviesen esperando.

CARÓN.- De eso seguro puedes estar, que hoy vacaciones tienen.