Diario ártico - Josephine Diebitsch Peary - E-Book

Diario ártico E-Book

Josephine Diebitsch Peary

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Uno de los escasos relatos en la historia de la exploración polar protagonizado por una mujer inusual. Cuenta su vida durante el año que pasó en Groenlandia con ocasión de la expedición de 1891 comandada por su marido, Robert Peary, que habría de ser una de las figuras centrales en la pugna ártica. En la bahía McCormick, al norte de la isla, construyen un refugio en madera y allí convive, en duras condiciones, con la población local. Tras el impacto que le provocan sus extrañas costumbres, nuestra dama comparte experiencias con las mujeres inuit, de cuya vida, hábitos y cultura deja registro detallado en estas páginas. Nos habla del cosido y tratamiento de las pieles con las que se visten, de la comida, de la vida familiar en el interior del iglú, de sus desplazamientos en trineo, del emparejamiento o de hábitos terribles como el infanticidio cuando se quedan viudas. Presencia escenas de extrema violencia hacia ellas y hasta un episodio de Pibloktop, o histeria ártica, fenómeno ligado a la dureza de su condición femenina. Información enormemente valiosa para la incipiente etnología de la época que desconocía la vida cotidiana de las poblaciones aborígenes árticas, pero también asoma en estos diarios el aguijón de la aventura extrema, la observación y registro de la belleza feroz de ese entorno hostil, junto a un plácido canto a la vida al aire libre y el placer de los pequeños detalles. Isabel Coixet se inspiró en esta valerosa mujer para el personaje principal de su película Nadie quiere la noche.

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SOBRE LOS AUTORES

JOSEPHINE DIEBITSCH PEARY (Washington D.C., 1863 - Portland, 1955)

Hija de emigrantes alemanes en Estados Unidos, su padre fue traductor en el Smithsonian Institute de Washington. Conoció muy temprano al que iba a ser el famoso explorador del Polo Norte, Robert Peary, con quien se casó y realizó sus dos primera exploraciones al ártico. Su papel siempre fue más allá del estrictamente familiar. Abrazó la causa polar, apoyó y buscó patrocinadores para las expediciones de su marido y fue la primera mujer blanca en hibernar en la larga noche polar, además de contribuir al conocimiento de la cultura inuit con sus detalladas observaciones.

En 1893, durante su segunda expedición a Groenlandia, dio a luz una hija a 77º 44’ latitud norte, donde jamás ninguna mujer blanca lo había hecho. Escribió tres relatos sobre su experiencia que fueron en su día verdaderos éxitos de ventas: Diario ártico. Un año entre los hielos y los inuit, que traducimos por primera vez y Snow baby y Children of the Artic enfocados a lectores juveniles.

JAVIER CACHO

Escritor, científico y divulgador polar. Es autor de Shackleton, el indomable, Amundsen-Scott: duelo en la Antártida, Nansen, maestro de la exploración polar y Yo, el Fram, todos ellos en la editorial Fórcola.

SOBRE EL LIBRO

Uno de los escasos relatos en la historia de la exploración polar protagonizado por una mujer inusual. Cuenta su vida durante el año que pasó en Groenlandia con ocasión de la expedición de 1891 comandada por su marido, Robert Peary, que habría de ser una de las figuras centrales en la conquista del Polo Norte. En la bahía McCormick, al norte de la isla, construyen un refugio en madera y allí convive, en duras condiciones, con la población local. Tras el impacto que le provocan sus extrañas costumbres, nuestra dama comparte experiencias con las mujeres inuit, de cuya vida, hábitos y cultura deja registro detallado en estas páginas. Nos habla del cosido y tratamiento de las pieles con las que se visten, de la comida, de la vida familiar en el interior del iglú, de sus desplazamientos en trineo, del emparejamiento o de hábitos terribles como el infanticidio cuando se quedan viudas. Presencia escenas de extrema violencia hacia ellas y hasta un episodio de Pibloktop, o histeria ártica, un trastorno psíquico ligado a la dureza de su condición femenina.

Información enormemente valiosa para la incipiente etnología de la época que desconocía la vida cotidiana de las poblaciones aborígenes árticas, pero también asoma en estos diarios el aguijón de la aventura extrema, la observación y registro de la belleza feroz de ese entorno hostil, junto a un plácido canto a la vida al aire libre y el placer de los pequeños detalles. Isabel Coixet se inspiró en esta valerosa mujer para el personaje principal de su película Nadie quiere la noche.

Su diario se diferencia del de otros exploradores occidentales anteriores en que destila felicidad. Aquel lugar, pese a todos los aspectos negativos, tenía una belleza especial que, desde el primer momento, impregnó su alma de bienestar y serenidad.

JAVIER CACHO

Diario ártico

Un año entre los hielos y los inuit

JOSEPHINE DIEBITSCH PEARY

Diario ártico

Un año entre los hielos y los inuit

JOSEPHINE DIEBITSCH PEARY

TRADUCCIÓN DE RICARDO MARTÍNEZ LLORCA

INTRODUCCIÓN DE JAVIER CACHO

COLECCIÓN SOLVITUR AMBULANDO | N.° 8

Diario ártico

Un año entre los hielos y los inuit

JOSEPHINE DIEBITSCH PEARY

Título original: My Artic Journal. A Year Among Ice-Fields and EskimosPrimera edición original: Longmans Green and Co, 1894

Título de esta edición: Diario ártico. Un año entre los hielos y los inuit Primera edición en LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES, abril de 2019 © de esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES, 2019www.lalineadelhorizonte.com | [email protected]

© de la traducción y prólogo: Ricardo Martínez Llorca

© de la introducción: Javier Cacho

© de la maquetación y el diseño gráfico: Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá

ISBN ePub: 978-84-17594-33-6 | IBIC: WT, RGR

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

MAPA DE LA EXPEDICIÓN EN LA EDICIÓN ORIGINAL DE 1894

ÍNDICE

LA DAMA BLANCA Javier Cacho

DIARIO ÁRTICO

REGRESO A GROENLANDIA

LA DAMA BLANCA

JAVIER CACHO

Ver zarpar una embarcación siempre ha congregado a familiares, amigos y curiosos. Por eso, siguiendo esa tradición que hunde sus raíces en los primeros seres humanos que decidieron desafiar el mar, el 6 de junio de 1891 una multitud abarrotaba los muelles del puerto de Brooklyn. Era una ocasión muy especial, no se trataba de un barco cualquiera, aquel buque llevaba una expedición polar que enfrentaría los rigores del corazón del Ártico.

A una orden, periodistas, autoridades y familiares comenzaron a descender con desgana la pasarela. Cuando la cubierta se despejó todos los ojos pudieron centrarse en una figura femenina que permanecía a bordo. Vestida con discreta elegancia, su rostro angelical contrastaba con las caras de los rudos marinos que la acompañaban. Para todos los que llenaban los muelles ella era el auténtico objeto de atención, curiosidad y admiración o desdén en proporciones muy similares. A su lado, Robert Peary, el jefe de la expedición, se sentía orgulloso de que su encantadora esposa, Josephine, se fuese a convertir en la primera mujer en participar en una expedición al Ártico.

Todo el que se encontraba en los muelles era consciente de que Josephine Peary era una mujer muy especial. Para unos era el arquetipo del amor conyugal, dado que hacía falta estar muy enamorada para seguirle en la aventura de pasar un año en unas latitudes inhóspitas, desafiando gélidas temperaturas y bestias sanguinarias que podrían terminar con su vida, como ya le había ocurrido a más de un avezado explorador. Para otros muchos, quizás la mayor parte de aquel gentío, aquello era una locura propia de una desvergonzada; una mujer que se preciase no debería convivir un año en una cabaña de reducidas dimensiones con otros cinco hombres; además, ¿qué probabilidades de sobrevivir podía tener una frágil mujer en un mundo de una dureza inconmensurable y del que los pocos hombres que se habían atrevido a desafiarlo, y habían regresado con vida, describían con horror?

Desde hacía semanas la prensa dedicaba grandes espacios a esta aventura. Parecía regodearse en los aspectos más bárbaros, así la entrevista al cocinero del barco resaltaba que este, que ya había visitado la zona, había tenido que comer la carne de distintas razas de perros y recordaba el repugnante sabor de cada uno de ellos. Con toda esta información arraigada en el imaginario popular, aquel lugar de sacrificios, padecimientos y comidas inmundas no parecía propio de hombres civilizados y mucho menos de una dama.

Sin embargo, hacia aquel lugar se dirigía Josephine Diebitsch Peary, segura de sí misma, consciente de los peligros, curiosa por conocer de primera mano ese mundo del que tanto había oído hablar a su marido y anhelante por vivir sus mismas experiencias. Este libro, que es el diario que escribió durante su estancia allí, es su visión de aquella tierra y sus habitantes, del impacto que le produjeron las aventuras que allí vivió y de las emociones que fue atesorando durante aquellos meses.

Una mujer adelantada a su tiempo

Josephine era hija de inmigrantes prusianos que tuvieron que rehacer su vida en los Estados Unidos. Enérgica, inteligente y trabajadora, compaginó sus estudios con un empleo en la Smithsonian de Washington; en dicha institución la calidad de su trabajo llevó a la dirección a pagarle el mismo salario que a sus compañeros, algo que no era corriente en aquella época.

Su ingenio, belleza y elegancia hacían que no pasase desapercibida entre los hombres que la rodeaban, pero ella no se sintió atraída por ninguno de ellos hasta que, con diecinueve años, conoció a un joven oficial de la Armada, Robert Peary, del que se enamoró perdidamente, aunque era nueve años mayor que ella. Es posible que fuera esa madurez que daba la edad lo que le hizo preferirle sobre el resto de pretendientes.

Mantuvieron un noviazgo de seis años, muy largo si lo comparamos con los patrones de nuestra época, dado que Robert, obsesionado por alcanzar la fama, temía que el matrimonio le hiciese perder su libertad de movimientos, que en aquellos momentos ya se dirigían hacia las tierras polares. La boda no hubiese reportado interés para incluir en estas líneas, de no ser porque la madre de Robert, que era hijo único, les acompañó durante todo el viaje de luna de miel y posteriormente se mudó para vivir con ellos en el hogar de la pareja.

Dos meses después, la paciencia de Josephine llegó al límite y planteó a su marido que eligiese entre las dos. Aunque la madre de Robert hizo las maletas y se marchó, nunca desapareció de la vida de su hijo, hasta el punto de que la joven esposa pronto comprendió que siempre ocuparía el segundo puesto en el corazón de su marido. Lo que no sabía en ese momento es que años después la ambición por el Ártico de Robert Peary volvería a entrometerse en su relación y ella tendría que asumir pasar al tercer puesto en la prioridad afectiva de su marido —y durante algún tiempo al cuarto, pero no adelantemos acontecimientos—.

Su bautismo polar

Uno tiende a pensar que las expediciones árticas comienzan cuando se llega a esos remotos parajes, olvidando que el propio viaje de aproximación ya es parte de la aventura y por lo tanto lleva riesgos asociados. Esto fue lo que sucedió. En un momento determinado el barco que los transportaba hizo una maniobra violenta y el timón golpeó con fuerza a Peary, rompiéndole la pierna y condenándole a permanecer tendido sobre un camastro hasta que los huesos soldasen, cosa que podría durar varios meses. Con el jefe incapacitado, los científicos se plantearon dar por terminada la expedición y regresar a puerto. Puede que así hubiera ocurrido de no haber estado allí Josephine que, sin dudarlo, asumió el papel de portavoz de su marido y ordenó al capitán continuar.

EN MCCORMICK CON MANÉ Y SUS HIJAS

Al llegar a su destino, una playa de piedras completamente desierta del norte de Groenlandia, fue ella quien, después de recorrer la zona con algunos de los científicos, decidió cual iba a ser el lugar para instalar el campamento. Las frases que esa noche anota en su diario: «Flores de todos los colores […] brotan por todas partes […] formando una alfombra de hermosura indescriptible», no dejan lugar a dudas sobre el impacto que le había producido la belleza del entorno. Ese día se enamoró del Ártico para siempre.

Días después, y mientras todavía se preparaba la cimentación del edificio, «Mr Peary» —que es la forma en que Josephine se refiere a su marido en su diario—, no pudo aguantar más la ansiedad y ordenó que le trasladasen a tierra. Cuatro fornidos marinos le bajaron postrado y atado a una plancha de madera, primero a un bote y luego a la playa. Esa noche, una de las últimas en que el barco les acompañaba, y mientras el resto de los científicos aprovechaba para dormir en el confort de los camarotes, ellos dos durmieron en la playa sin más cobijo que una tienda de campaña.

Allí Josephine soportó como pudo el frío, la humedad y las incomodidades, velando a su marido. Una y otra vez el viento amenazó con hacer saltar por los aires la lona, mientras sonidos y ruidos, completamente desconocidos para ella, le hacían pensar en la proximidad de un oso que, de un zarpazo, podría destrozar su exigua protección y terminar con ellos. Pese a que esas horas se le hicieron eternas, ni despertó atemorizada a su marido, ni le hizo partícipe de sus miedos cuando este estaba despierto. Era una expedicionaria como los demás, y como tal se comportaría. Eso sí, no volvería a separarse de su rifle, que se había dejado en el barco, y tendría todo el tiempo a mano su colt 45 que, para sorpresa de sus compañeros, manejaba con seguridad y precisión.

Monos polares

Poco después pudieron terminar de construir el pequeño edificio que les daría cobijo durante un año. Era una sala única de forma rectangular. En uno de los extremos unos mamparos delimitaban un espacio de escasos nueve metros cuadrados que era el dormitorio del matrimonio. El resto, de aproximadamente el doble de superficie, era la cocina, comedor y el dormitorio de los otros cuatro miembros de la expedición. Allí celebraron, unos días más tarde, el tercer aniversario de su boda. Fue una fiesta sencilla, pero llena de candor y buen humor. Aquella noche Josephine escribió en su diario: «Puede que nuestros platos fueran de estaño, pero jamás se sentó a cenar una pandilla más alegre». El embrujo del espíritu de equipo y de exploración se había adueñado de ella y ya no le abandonaría por el resto de su vida, pese a las duras pruebas que tendría que pasar. Una de ellas fue la llegada de los habitantes de la zona a su idílico rincón.

La aparición de los primeros esquimales1 fue celebrada por todos, en especial por su marido. Peary necesitaba a los hombres para que les ayudasen a cazar, y a sus mujeres para que les confeccionasen los trajes de pieles, la única indumentaria adecuada para soportar los rigores del frío. Sin embargo, para Josephine fue una sorpresa no exenta de espanto. El fuerte olor que emanaban sus ropas, la mugre que cubría sus cuerpos y los cabellos apelmazados por la suciedad, le resultaron tan repulsivos que a punto estuvieron de provocarle nauseas. Pero lo que verdaderamente le horrorizó, y le llevó al borde de la histeria, fueron los pequeños inquilinos (piojos, pulgas, chinches y demás insectos) que habían colonizado los pliegues de sus ropas y pululaban por sus cabellos.

También fue un choque brutal para ella sus conductas sociales y hábitos de salud y limpieza. Así, uno de los peores momentos de su vida, que llega a producir hilaridad cuando uno lo lee en su diario, fue tener que pasar con su marido una noche en un iglú de un asentamiento esquimal. La entrada en el recinto fue una de las impresiones más fuertes que tuvo que soportar; después de reptar por el angosto pasadizo repleto de objetos, entre ellos carne cruda, se encontró con un grupo de cuerpos semidesnudos que abarrotaba totalmente el interior. Sentados sobre pieles de reno, que «podían moverse de la cantidad de insectos que contenían», hombres, mujeres y niños apoyaban sus pies descalzos sobre una masa amorfa de carne de morsa cruda, de la que cortaban pequeños trozos para comérselos directamente. Todo ello soportando un hedor indescriptible y viendo cómo mayores y pequeños hacían sus más íntimas necesidades fisiológicas, sin el más mínimo pudor, en un rincón. Después de soportar todas esas pruebas, hasta parece natural que llegara a desahogarse en su diario diciendo que «se parecen más a monos que a humanos».

Una convivencia agobiante

No es sencilla la convivencia en una comunidad reducida, aislada, rodeada por una naturaleza agresiva y recluida entre cuatro paredes durante meses por la noche polar. Todos los exploradores que, hasta ese momento, habían vivido esa experiencia hablaban de su agobiante dureza, del hartazgo que produce el ver siempre las mismas caras, de oír siempre las mismas historias, y de la crispación de un trato continuo que pronto se hace opresivo. Aquella expedición tampoco fue una excepción, agravada por el trato autoritario de Robert Peary y por el hecho de que este estuviese gozando de una vida sexual normal con su mujer, mientras que el resto de expedicionarios se veían obligados a un celibato de un año entero. Luego, como era de prever, los roces y disensiones surgieron, y se fueron profundizando con el paso del tiempo.

Tampoco el carácter de Josephine facilitaba mucho las cosas. Su rostro angelical no era incompatible con una voluntad y determinación que no se amilanaba ante nada ni nadie. A diferencia de su esposo, que podía convivir sin problemas con la suciedad, tanto si procedía de los esquimales, como de sus propios hombres, nuestra exploradora no era así. Si bien fue capaz de admitir la mugre de los esquimales y sobrellevarla como algo implícito a su condición, no quiso aceptarla cuando procedía de sus compañeros, hombres que venían de un mundo civilizado. Y no se recató de expresar su opinión, primero de forma clara, y después de la manera más hiriente posible. Ni ella ni el resto de expedicionarios estaban dispuestos a ceder, y las relaciones se deterioraron progresivamente; nuestra dama se recluía en su habitación y ellos rehuían su trato, en parte por no verse expuestos a sus incisivos comentarios.

Con lo que Josephine no podía transigir era con ese enjambre de diminutos insectos que traían los esquimales. Evidentemente no podía fumigarlos, pero sí al menos trazar un cordón sanitario. Así, como las mujeres esquimales iban a preparar las pieles que ellos luego iban a utilizar, decidió que lo hicieran en su habitación, para evitar que las abigarradas colonias de piojos, chinches y demás bichos que poblaban sus iglús pasasen a sus nuevas ropas. Eso sí, las hacía coser sentadas en el suelo, no las dejaba que tocasen su cama y cuando se iban procedía a desinfectar meticulosamente todo lo que hubiera estado en contacto con ellas. Y cuando observó que sus compañeros de expedición acarreaban tan infames criaturas con total indiferencia, la barrera que ya se había establecido entre ellos se acrecentó y el trato se redujo al mínimo imprescindible.

Un diario muy diferente

Con todo esto podría pensarse que la expedición polar supuso para Josephine una tortura interminable y que las páginas de su diario estarían plagadas de sinsabores físicos y emocionales. Nada más lejos de la realidad. Precisamente, su diario se diferencia del de otros exploradores occidentales anteriores, en que destila felicidad. Aquel lugar, pese a todos los aspectos negativos, tenía una belleza especial que, desde el primer momento, impregnó su alma de bienestar y serenidad.

Todos los días, siempre que el tiempo no fuese muy adverso, salía a dar un largo y solitario paseo, por supuesto armada, para empaparse de aquella naturaleza en estado puro que la rodeaba. Mientras que, para sus compañeros, y en particular para su marido, aquel era un entorno que había que soportar para poder alcanzar los objetivos que se habían propuesto, para ella era algo que la arropaba haciéndola sentir y vivir en plenitud.

Su diario también se diferencia del de sus compañeros varones, tanto de esta expedición como de otras muchas, en la forma detallada y concienzuda con que retrata la cultura esquimal. Puede que los otros exploradores estuviesen tan concentrados en sus investigaciones o en la preparación del equipamiento de sus viajes, que los esquimales que les rodeaban eran para ellos poco más que un decorado exótico, o mano de obra barata que pudiera serles de utilidad para sus planes. No fue así en el caso de Josephine, puesto que los preparativos y proyectos eran cosa de su marido, ella pudo centrarse en los seres humanos que le rodeaban. Costumbres distintas, comportamientos diferentes, creencias desconcertantes… nada escapaba a su mirada escrutadora. Así su diario se fue salpicando de la cultura de aquellas personas que habían permanecido aisladas de la influencia de otras sociedades.

Su mirada se centra, en especial, en las mujeres, con las que tuvo una intensa convivencia, pese a la repugnancia que sentía por su hedor, suciedad y costumbres. Así nos cuenta el trabajo que realizaban, sus obligaciones domésticas, la forma de cuidar a los hijos, incluso el tipo de divorcio que imperaba entre ellos y que permitía que la mujer, después de un año de casados si creía que se había equivocado en la elección del marido, pudiera romper el vínculo matrimonial regresando a la casa de sus padres.

Da cuenta del machismo de esa sociedad que trata a las mujeres como objeto de intercambio entre los maridos. Algo que ellos realizaban con total naturalidad, sin considerar los sentimientos de las mujeres que, como Josephine pudo comprobar, se veían obligadas a aceptar esa componenda sin opinar. Se horroriza por la violencia con que los hombres trataban a sus mujeres. Las golpeaban con total impunidad, en algún caso las dejaban tan maltrechas que durante días no podían levantarse, y todo ello sin que el resto del poblado hiciera nada por impedirlo, ni siquiera por censurarlo. En una ocasión, presenció cómo una mujer tuvo que huir con su hija, después de que el marido le hubiera clavado varias veces un puñal en la pierna, y la hubiese amenazado con matar a la niña. Por fortuna, en este caso el clan evitó que el marido saliese en su persecución.

Igualmente fue testigo, y fue la primera en documentarlo, de un caso de «histeria ártica», que los esquimales denominaban «Pibloktoq», en el que una mujer aparentemente enloquecida era confinada en un iglú para impedir que saliese al exterior desnuda con temperaturas extremas. Aunque los psiquiatras no han llegado a comprender exactamente este trastorno mental, se piensa que tenía su origen en el sometimiento social de las mujeres al capricho de los hombres en aquellos clanes minúsculos y bajo los efectos opresivos de la noche polar.

Finalmente, describe, sin juzgar, la crueldad de una sociedad que lleva a las mujeres al infanticidio en caso de muerte del marido, dado que ella por sí sola no va a poder alimentar a su familia y ningún hombre la va a tomar como esposa si tiene un niño pequeño. Relata cosas curiosas, como que los hombres tienen sus propias comidas, al igual que las mujeres y los niños, y que ninguno de estos grupos puede comer lo que es exclusivo de los otros; aunque ella se encargó de que dos mujeres trasgredieran esa norma comiendo huevos, eso sí, a escondidas, ya que solo les estaba permitido a los hombres. O la forma de besarse, consistente en frotarse las caras. Nada escapaba a su escrutadora mirada.

La espera no solo fue angustia

Con la entrada de la primavera se organizaron las salidas de los grupos de apoyo, a los que luego seguiría Peary, para continuar hacia el norte y dilucidar de una vez si Groenlandia era una isla o se prolongaba hasta el polo norte. Fueron meses de inquietud. Puesto que no existía la radio, en cuanto salieron los expedicionarios una cortina de silencio envolvió todo lo relacionado con ellos. Josephine no podía hacer nada, tan solo esperar. Para añadir tensión a esos momentos, hubo rumores de que algunos esquimales querían aprovechar que se habían dividido para matarlos y quedarse con sus pertenencias. Y para aumentar todavía más su angustia, cuando se acercaba el plazo previsto para la vuelta de Peary, los esquimales comenzaron a consolarla por la pérdida de su marido, dado que uno de ellos así lo había visto en un sueño.

No fue un periodo fácil para ella y de nuevo así lo refleja en su diario. Sin embargo, no era el tipo de mujer que espera encerrada en casa la vuelta de su esposo; era una expedicionaria que dedicaba su tiempo a explorar, cazar, convivir con los esquimales y, sobre todo, a disfrutar de un lugar que, después de la noche invernal, eclosionaba en toda la gama de colores y al que llegaban bandadas de miles de aves llenándolo todo de vida.

Al final, con una pequeña demora respecto a la fecha acordada, Peary vuelve triunfante. Había llegado hasta el límite septentrional de Groenlandia y, por lo tanto, había demostrado que era una isla. Poco después regresaron con el barco a Estados Unidos y el país se rindió a sus pies. Ni siquiera la muerte casual de uno de los científicos, al final de la expedición, ensombreció su gloria. Los honores llegaban de todos los estratos de la sociedad americana, pero el matrimonio se encargaría de que solo se les atribuyeran a ellos dos, ignorando a los otros miembros del equipo.

Por fin, Robert Peary había encontrado el camino para alcanzar la fama que tanto había ansiado desde pequeño. Pero su deseo de gloria no se contentaba con ese triunfo, se había despertado en él la ambición de conquistar el polo norte para, de esa forma, entrar con letras doradas en el libro de la Historia. A esa empresa dedicaría veintitrés años de su vida, sin importarle tener que abandonar a su familia tantas veces como hiciera falta y durante todo el tiempo que fuera necesario. Si en aquel momento Josephine hubiera podido prever el futuro que le esperaba, quizás hubiera hecho algo para evitarlo.

Sacando partido a la popularidad

Sabían que tenían que aprovechar el éxito de la expedición para organizar otra lo antes posible. Para lo cual, era necesario conseguir dinero y, puesto que todo el mundo quería escuchar su aventura, Peary se embarcó en una agotadora gira de conferencias. Estuvo viajando tanto tiempo que su mujer se quejaría por verle menos que cuando estaban en el ártico.

Tampoco Josephine permaneció ociosa. Las minuciosas anotaciones que había tomado, durante los doce meses que pasó en Groenlandia, también podrían interesar al público, y comenzó a preparar el diario para su publicación. Fue un trabajo arduo. Nunca es sencillo convertir en un texto literario unas notas manuscritas, a veces redactadas atropelladamente para vencer al sueño o el cansancio. Además, dado que las páginas de su diario habían sido el aliviadero psicológico de las tensiones con sus compañeros, tuvo la delicadeza de evitar en el texto final todos aquellos comentarios que hubieran podido perjudicar el prestigio de los otros expedicionarios.

No tuvo ese comportamiento con los esquimales. El texto que se publicó refleja exactamente la sorpresa, el bochorno e, incluso, la repugnancia que le produjo su primer contacto con ellos. Así como la evolución que fue experimentando y donde se atisba un respeto y afecto, especialmente hacia las mujeres, que había trascendido su apariencia física o costumbres sociales. Por todo ello el libro que aquí presentamos y que apareció con el título My Artic Diary. A Year Among Ice-Fields and Eskimos era de un gran valor antropológico que el paso del tiempo no ha hecho más que incrementar.

Mientras Josephine preparaba su libro, su marido seguía recorriendo el país de costa a costa, entre multitudes enfervorizadas por su hazaña. No era para menos, había hecho el viaje en el trineo más largo y más rápido de la historia polar. Peary supo amortizar su popularidad. En poco más de tres meses pronunció 165 conferencias, llegando a cobrar hasta dos mil dólares por algunas, unos honorarios asombrosos para la época. Con esa desorbitada fuente de ingresos y sus patrocinadores dispuestos a seguir financiándole nuevas aventuras, los preparativos de la siguiente expedición se realizaron a un ritmo vertiginoso.

Vuelta a los hielos

En menos de un año todo estuvo listo y, a los pocos días de dar comienzo el verano de 1893, el muelle volvió a estar ocupado por una multitud, todavía mayor que hacía dos años, para despedirles de nuevo. La única diferencia es que, sobre la cubierta del barco, Josephine no podía ni quería ocultar que estaba en un avanzado estado de gestación. Nuevamente la prensa y la opinión pública se dividieron. Para unos, ella era el arquetipo de amante esposa que, incluso en sus circunstancias, era capaz de seguir a su marido en una aventura propia de hombres. Para otros, era una insensata que, por un capricho personal, estaba poniendo en peligro a la criatura que llevaba en las entrañas.

Por suerte el viaje en barco se desarrolló sin incidentes y, al mes de llegar a su nuevo emplazamiento en Groenlandia, Josephine, bajo los cuidados de una comadrona que le acompañaba, dio a luz a una niña. Era la criatura de raza blanca que había nacido más cerca del polo norte, y precisamente esa característica del color de su piel hizo que durante los meses siguientes todos los esquimales de la región se acercasen a conocerla. Como era tan blanca les parecía que era de nieve, y no solo querían verla, sino también tocarla para asegurarse de que estaba caliente; cosa que su madre, dados sus reparos a la suciedad, evitaba golpeando con un paraguas las manos que se acercaban demasiado a su hija.

La llamaron Marie Ahnighito, pues el segundo nombre era el de la mujer esquimal que confeccionó el primer vestido de pieles a la pequeña. Un claro homenaje de Josephine, tanto a esa persona, como al resto de las mujeres esquimales.

ROBERT PEARY, AUTORRETRATO DE 1909

Problemas económicos

Esa vez la expedición estaba prevista para dos años, por lo tanto, cual no sería su sorpresa cuando al verano siguiente vieron aproximarse un barco. En su país, la incertidumbre por lo que hubiera podido pasar durante el parto, y el miedo a que un bebé recién nacido no pudiera sobrevivir en un entorno tan poco civilizado, hizo que se organizase un viaje de socorro para saber qué había ocurrido y traerles de vuelta. Puesto que la expedición estaba prevista para dos años, Peary se negó en redondo a regresar, pero ordenó que lo hicieran su mujer y su hija.

Para ella fue un momento muy doloroso. Dejaba atrás a su marido y un lugar cuya belleza le había atrapado, y no podía comprender las preocupaciones de sus familiares, amigos y el resto de la sociedad. Si allí se criaban saludables los hijos de los esquimales, ¿por qué no podía criarse la suya, ahora que los peores momentos habían pasado? Por si fuera poco, cuando llegó a casa descubrió con amargura que la situación económica de la expedición, y la suya propia, eran desastrosas.

Desde hacía tiempo la mitad de la paga que su marido recibía como oficial de Marina iba a parar a su suegra. Mientras hubo una masiva entrada de dinero procedente de las conferencias, la economía doméstica no se había resentido. Sin ese aporte adicional, los gastos que tenía que hacer frente eran tres veces mayores que los ingresos. En cuanto al presupuesto de la expedición: las arcas estaban vacías. El alquiler del barco que había ido a buscarlas se había pagado con la suma con la que se pensaba contratar el del año siguiente. Tenía que buscar financiación o no podría fletar otro barco para recoger a los expedicionarios. La situación era desesperada.

En esa marea de incertidumbre económica, también había buenas noticias. Su libro había tenido una magnífica acogida y sus aventuras polares la habían convertido en una celebridad. Supo hacer uso de su fama para vender pasajes en el barco a científicos, aventureros o turistas; le daba igual quien fuese, con tal de que pagasen. Pero ni de esa manera consiguió reunir lo suficiente. Entonces le ofrecieron hacer como su marido: dar conferencias. La simple propuesta le horrorizó más que los insectos de los vestidos de los esquimales, ya que tenía una profunda aversión a hablar en público. Pero no había otro remedio y aceptó el reto.

Su primera aparición en un escenario fue todo un éxito. A diferencia de Peary, al que le encantaba la teatralidad y daba las conferencias disfrazado de explorador polar con ropa de pieles y un tiro de perros de trineo a sus pies, Josephine vestía con elegancia y hablaba con distinción, sin ocultar que la única razón para estar allí era conseguir dinero para el viaje de vuelta de su marido. Sin embargo, hablaba de lo que había sentido, y sus palabras llegaban al corazón de los oyentes, haciendo volar la imaginación de aquellas personas de su mismo sexo que sabían que nunca podrían vivir esas experiencias. Poco después, y con la ayuda de una cuestación que publicaron varios periódicos, se consiguió la cantidad suficiente para alquilar un segundo barco.

Con las manos vacías

Verdaderamente Peary hubiera preferido que ningún barco fuese a buscarlo y haber tenido que volver sorteando mil peligros hasta el asentamiento civilizado más cercano. Al menos así hubiera hecho algo espectacular, porque en dos años de expedición no había logrado nada y sabía que, si volvía sin algo que ofrecer a sus patrocinadores, su trayectoria como explorador habría terminado.