Diario del ladrón - Jean Genet - E-Book

Diario del ladrón E-Book

Jean Genet

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Beschreibung

«1932. España estaba entonces llena de parásitos, sus mendigos. Íbamos de pueblo en pueblo, por Andalucía porque hace calor, por Cataluña porque hay dinero, pero todo el país nos era propicio. Así que fui un piojo más, y con conciencia de serlo. En Barcelona frecuentábamos sobre todo la calle del Mediodía y la calle del Carmen. A veces dormíamos seis en una cama sin sábanas y al amanecer íbamos a mendigar por los mercados. Salíamos en grupo del Barrio Chino y nos desperdigábamos por el Paralelo con un cesto colgado del brazo porque las amas de casa preferían darnos un puerro o un nabo antes que un céntimo. A eso de las doce volvíamos con lo cosechado y nos preparábamos una sopa. Voy a describir las costumbres de los parásitos.» Tras la reedición en 2021 de «Diario del ladrón» en Francia, siguiendo el texto original de 1948 y recuperando términos, frases y hasta párrafos censurados en su momento por pornográficos, se hacía urgente una nueva traducción de este monumento poético y erótico de la literatura del siglo XX.

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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DIARIO DEL LADRÓN

JEAN GENET

DIARIO DEL LADRÓN

TRADUCCIÓNLYDIA VÁZQUEZ JIMÉNEZ

CABARET VOLTAIRE2023

 

PRIMERA EDICIÓN abril 2023

SEGUNDA EDICIÓN julio 2023

TÍTULO ORIGINAL Journal du voleur

Publicado por

EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.

[email protected]

www.cabaretvoltaire.es

©1949, 2021 Éditions Gallimard

©de la traducción, 2023 Lydia Vázquez Jiménez

©de esta edición, 2023 Editorial Cabaret Voltaire SL

IBIC: FA

ISBN-13: 978-84-19047-24-3

Producción del ePub: booqlab

Dirección y Diseño de la Colección

MIGUEL LÁZARO GARCÍA

JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA

 

FOTOGRAFÍAS

Cubierta: Retrato de Jean Genet a la edad de 16 años.Colección Privada ©Archives Charmet/Bridgeman Images

Bajo las sanciones establecidas por las leyes,quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorizaciónpor escrito de los titulares del copyright, la reproducción totalo parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico oelectrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusióna través de Internet- y la distribución de ejemplares de estaedición mediante alquiler o préstamo públicos.

NOTA DE LA TRADUCTORA

Dos son las ediciones «completas» de Diario del ladrón: la edición original y clandestina de 1948 (Skira) y la que se publica oficialmente («obra clandestina al descubierto», dirá Sartre) unos meses después, en 1949 (Gallimard). La edición de Gallimard es el resultado de una revisión de la primera edición, solicitada por el editor al autor.

Si en general los especialistas hablan de «versión ligeramente expurgada» (Héron, 2003: 11) con «modificaciones relativamente poco importantes» (Lambert y Philippe, 2021: 1534), es por comparación con lo que sufrieron en su paso a Gallimard otras obras del mismo autor. Ciertamente, Pompas fúnebres y Querelle de Brest, en la edición de las Œuvres complètes de nuestro autor en Gallimard en 1953, padecen alteraciones importantísimas, con supresiones de páginas enteras y transformaciones notables. No obstante, las diferencias entre las dos versiones de Diario del ladrón, la de 1948 y la de 1949, sí son relevantes: a veces conllevan la sustitución de palabras de significado sexual explícito por eufemismos; otras, la supresión de términos, frases y hasta párrafos enteros considerados pornográficos. Gaston Gallimard pide personalmente a Jean Genet que modifique todos sus textos con el fin de evitar la censura (Dichy, 1993: 26). En el caso de Diario del ladrón, el autor tenía que suprimir o reescribir los pasajes considerados demasiado eróticos o pornográficos, pero lo cierto es que Genet hace más cambios que los solicitados por el editor. El escritor se justificaría años más tarde (1964) ante Madeleine Gobeil explicando, a propósito de sus primeros relatos, que «la emoción poética debería ser de tal fuerza que ningún lector se sintiera emocionado de manera sexual», añadiendo que nunca deseó que sus libros fueran considerados «escritos pornográficos» (L’Ennemi déclaré: 17).

Sin embargo, el caso de Diario del ladrón es, y en comparación con sus otras obras, un caso especial. Mientras que de Santa María de las Flores, Milagro de la rosa, Pompas fúnebres y Querelle de Brest pueden encontrarse en librerías, sin ningún problema, las versiones originales sin censurar, de Journal du voleur solo se encontraba, hasta 2021, la versión censurada de 1949, convertida en «versión corriente» por Gallimard, que la ha ido reeditando hasta hoy en la colección de bolsillo «Folio» y otras colecciones. Por fin, dentro de la nueva edición de obras de Genet titulada Romans et poèmes (2021), se ha publicado la versión no censurada de Journal du voleur de 1948.

La única traducción hasta hoy de Diario del ladrón al español es la de M.ª Teresa Gallego e Isabel Reverte para la editorial Planeta, en 1976. El texto traducido es el de la versión censurada de Gallimard de 1949, por lo que se respetan las modificaciones y supresiones realizadas por Genet a la edición de 1948. Pero la versión española ejerce además una censura complementaria, de forma que dicho texto queda realmente edulcorado y, si bien la calidad de la traducción permite apreciar la calidad poética del texto, esta se ve muy mermada por el cercenamiento y la falta de fuerza erótica del mismo.

Por todo ello, nos parecía que, tras la reedición francesa en Gallimard-La Pléiade en 2021, se hacía urgente una nueva traducción, fiel a la edición de 1948 no censurada, de este monumento poético y erótico, obra de uno de los más grandes escritores franceses del siglo XX, Jean Genet.

DIARIO DEL LADRÓN

 

 

a Sartre,al Castor

 

 

El traje de los forzados es de rayas, rosa y blanco. Si, guiado por mi corazón, elegí el universo donde me complazco, al menos tengo el poder de descubrir en él los numerosos sentidos que deseo: existe una relación estrecha entre las flores y los presidiarios. La fragilidad, la delicadeza de aquellas son de la misma naturaleza que la brutal insensibilidad de estos.1 Si tengo que representar a un forzado —o a un criminal—, lo adornaré con tantas flores que él mismo, al desaparecer cubierto por ellas, se convertirá en otra, gigante, nueva. Por amor corrí una aventura que me arrastró hacia lo que se denomina el mal y que me llevó a la cárcel. Aunque no siempre son bellos, los hombres consagrados al mal poseen las virtudes viriles. Voluntaria o accidentalmente, se hunden con lucidez y sin quejarse en un elemento reprobador, ignominioso, semejante a aquel en que, si es profundo, precipita el amor a los seres.2 Los juegos eróticos descubren un mundo innombrable revelado por el lenguaje nocturno de los amantes. Un lenguaje así no se escribe. Se susurra de noche al oído con voz ronca. Al amanecer, se olvida. Al negar las virtudes de vuestro mundo, los criminales aceptan desesperadamente organizar un universo prohibido. Aceptan vivir en él. Su atmósfera es nauseabunda: saben respirarla. Pero los criminales están lejos de vosotros; como en el amor, se apartan y me apartan del mundo y de sus leyes. El suyo huele a sudor, esperma y sangre. Al final, propone la abnegación a mi alma sedienta y a mi cuerpo. Perseveré en el mal por su erotismo. Mi aventura, nunca programada por la rebeldía ni por la reivindicación, solo será, hasta este día, un prolongado apareamiento, cargado, complicado por una extraña ceremonia erótica (ceremonias figurativas que llevan a presidio y lo anuncian). Si es la sanción, para mí también la justificación, del crimen más inmundo, será el signo del más extremo envilecimiento. Este punto definitivo al que conduce la reprobación de los hombres tenía que presentárseme como el lugar ideal de la más pura conjunción amorosa —es decir, la más turbia—, donde se celebran ilustres bodas cenicientas. Deseando cantarlas, me sirvo de lo que me ofrece la más exquisita sensibilidad natural, suscitada ya por el traje de los forzados. Además de por su colorido y por su rugosidad, el tejido evoca ciertas flores cuyos pétalos son ligeramente peludos, detalle que me basta para asociar a la idea de fuerza y de vergüenza todo lo naturalmente más valioso y frágil. Esa asociación, que dice mucho de mí, no se impondría a otra mente, pero la mía no puede evitarla. Así pues, ofrecí a los presidiarios mi ternura, quise ponerles nombres encantadores, designar sus crímenes, por pudor, con la más sutil metáfora (bajo cuyo velo no habría ignorado la suntuosa musculatura del asesino, la violencia de su sexo). ¿Acaso no prefiero imaginármelos así en la Guayana, a los más fuertes, a los más «duros», empalmados, velados por el tul del mosquitero? Y cada flor deposita en mí una tristeza tan grave que todas deben significar el pesar, la muerte. Busqué, pues, el amor en función del presidio. Cada una de mis pasiones me hizo esperarlo, entreverlo, me ofrece criminales, me ofrece a ellos o me invita al crimen. Mientras estoy escribiendo este libro los últimos forzados vuelven a Francia. Los periódicos nos lo anuncian. El heredero de los reyes siente un vacío semejante si la república lo priva de la ceremonia sacra de la coronación. El final del presidio nos impide acceder con nuestra conciencia viva a las regiones míticas subterráneas. Nos han despojado del movimiento más dramático: nuestro éxodo, el embarque, la procesión por el mar, siempre con la cabeza gacha. El retorno, esa misma procesión en sentido contrario, no tiene ya sentido. En mí mismo la destrucción del presidio corresponde a una especie de castigo del castigo: me castran, me operan de la infamia. Sin preocuparse por decapitar nuestros sueños de sus glorias, nos despiertan antes de tiempo. Las prisiones centrales tienen su poder: no es el mismo. Es menor. La gracia elegante, un poco doblegada, acaba desterrada. La atmósfera es allí tan pesada que no queda sino arrastrarse. Reptar. Las prisiones centrales se empinan, más tiesas, más negras y severas; la grave y lenta agonía del presidio era el esplendor más perfecto de la abyección.3 Finalmente, las prisiones centrales, ahora henchidas de machos malvados, se ven negras de tanta sangre cargada de gas carbónico. (Escribo «negro». El traje de los detenidos —«cautivos», «cautividad», «prisioneros» incluso, palabras demasiado nobles para nombrarnos— me lo impone: es de sayal pardo.) Hacia ellas irá mi deseo. Sé que en el presidio o en la cárcel las apariencias suelen ser burlescas. Sobre el pedestal macizo y sonoro de los zuecos la estatura de los condenados siempre deja que desear. Tontamente, su silueta se rompe delante de una carretilla. Frente a un carcelero, agachan la cabeza y sujetan en la mano la capellina de paja —que los más jóvenes adornan, o así querría yo, con una rosa robada que les ha regalado el carcelero— o una gorra de sayal pardo. Mantienen una postura de miserable humildad. (Si les pegan, algo en ellos, sin embargo, se yergue siempre: el cobarde, el traidor, la cobardía, la traición —sumidos siempre en la más pura y dura de las cobardías, en la más absoluta de las traiciones— acaban endurecidos al ser «templados» como el hierro dulce se endurece al ser templado.) Se obstinan en el servilismo, qué más da. Sin desdeñar a los contrahechos, a los dislocados, esos son el objeto de mi ternura.

Ha sido necesario, me digo, que el crimen vacile mucho tiempo antes de obtener el triunfo rotundo que son Pilorge o Ange Soleil. Para rematarlos (¡el término es cruel!) fue necesario el concurso de numerosas coincidencias: a la belleza de sus rostros, a la fuerza y a la elegancia de sus cuerpos debía añadirse su gusto por el crimen, las circunstancias que hacen al criminal, el vigor moral capaz de aceptar un destino así, y, por fin, el castigo, con su crueldad, cualidad que permite al criminal resplandecer, y sobre todo ello se extienden oscuras regiones. Si el héroe combate la noche y la vence, es a costa de quedarse con sus jirones. La misma vacilación, la misma cristalización de venturas presiden el éxito de un policía puro. Amo a los unos y a los otros. Pero si adoro su crimen es porque conlleva el castigo, «la pena» (porque no puedo suponer que no la hayan atisbado. Uno de ellos, el antiguo boxeador Ledoux, respondió sonriente: «Antes de cometerlos es cuando habría podido lamentar mis crímenes») en la que quiero acompañarlos para que mis amores se vean colmados de todas las maneras.

En este diario no quiero disimular las otras razones que me hicieron ladrón. La más simple fue la necesidad de comer. No obstante, en mi elección nunca intervinieron la rebeldía, la amargura, la ira, ni ningún otro sentimiento parecido. Con un cuidado maniático, un «celo extremo», preparé mi aventura como se dispone un lecho, una habitación para el amor: el crimen me la puso dura.

 

 

Llamo violencia a una audacia serena que ama el peligro. Se la distingue en una mirada, unos andares, una sonrisa. Y te revuelve por completo. Te desconcierta. Esa violencia es un reposo que te agita. Suele decirse: «Un tipo con buena facha». Los rasgos delicados de Pilorge eran de una violencia extrema. Su delicadeza era, sobre todo, violenta. Como violenta era la imagen de la única mano de Stilitano, inmóvil, sencillamente apoyada en la mesa, y que volvía inquietante y peligrosa la calma. He trabajado con ladrones y rufianes cuya autoridad me arrastraba, pero pocos se mostraron realmente audaces cuando el que más lo fue —Guy— no hizo uso de la violencia. Stilitano, Pilorge, Michaelis eran unos cobardes. Y Java. Ellos, aunque estuvieran tranquilos, inmóviles y sonrientes, dejaban escapar —por los ojos, la nariz, la boca, el hueco de la mano, la bragueta hinchada, bajo la sábana o la tela de ese brutal montículo de la pantorrilla— una ira radiante y sombría, visible en forma de vaho.

Pero casi nunca hay nada que lo revele, únicamente la ausencia de señales habituales. El rostro de René es, de entrada, encantador. La curva cóncava de la nariz le da un aire travieso, aunque la palidez plomiza de su tez resulta inquietante. Su mirada es dura; sus gestos, tranquilos y seguros. En los urinarios, golpea a los maricas sin inmutarse, los registra, los desvalija; a veces, a modo de golpe de gracia, les propina un zapatazo en la jeta. No me gusta, pero su calma me subyuga. Opera en la más turbadora oscuridad, junto a los meaderos, el césped, los bosquecillos, bajo los árboles de los Campos Elíseos, cerca de las estaciones, en la Porte Maillot, en el Bois de Boulogne (siempre de noche), con una seriedad que excluye todo romanticismo. Cuando vuelve, a eso de las dos o las tres de la mañana, lo hace con un buen cargamento de aventuras, se lo noto. Cada parte de su cuerpo, nocturno, ha participado en ellas: sus manos, sus brazos, sus piernas, su nuca. Pero él, ignorante de tales maravillas, me las cuenta con un lenguaje preciso. De su bolsillo saca los anillos, las alianzas, los relojes, el botín de la velada. Los deposita en un gran vaso que pronto estará lleno. Los maricas no lo sorprenden; sus costumbres, tampoco: solo existen para hacer posibles sus golpes. De su conversación, cuando se sienta en mi cama, mi oído capta retazos de aventuras: un oficial en calzoncillos al que le roba la cartera4 y que, señalando con el índice, le ordena «¡váyase!». La respuesta de René, burlón: «¿Te crees que estás en el cuartel?». Un puñetazo demasiado fuerte que le arreó en toda la cabeza a un viejo. El que se desmaya cuando René, rabioso, da con el cajón que contiene una reserva de ampollas de morfina. El marica sin blanca al que obliga a que se arrodille ante él. Escucho con atención esos relatos. Mi vida de Amberes se fortalece, prolongándose en un cuerpo más firme, según unos métodos viriles. Animo a René, le doy consejos, él me hace caso. Le digo que nunca hable él el primero:

—Deja que se acerque el tipo, déjalo que merodee alrededor tuyo. Asómbrate un poco de que te proponga hacer el amor. Aprende a saber con quién tienes que hacerte el sueco.

Cada noche, unas pocas palabras me valen como información. No me paro a pensar en ellas. Mi turbación parece nacer de que asumo a la vez el papel de víctima y el de criminal. De hecho, incluso, emito, proyecto por la noche a la víctima y al criminal que hay en mí, hago que se reúnan en algún lado y, cuando llega la mañana, me embarga la emoción al enterarme de que faltó poco para que la víctima muriera y el criminal fuera enviado a presidio o a la guillotina. Así mi turbación se prolonga hasta esa región de mí mismo: la Guayana.

Sin hacerlo adrede, los gestos de esa gente,5 sus destinos son tumultuosos. Su alma soporta una violencia no deseada. La domestica. Aquellos para quienes la violencia es el clima habitual son simples. Cada uno de los movimientos que componen esa vida rápida y devastadora es simple, recto, nítido como el trazo de un gran dibujante, pero al confluir esos rasgos en movimiento estalla la tormenta, el rayo que los mata o me mata. Sin embargo, ¿qué es su violencia al lado de la mía al aceptar la suya, hacerla mía, quererla para mí, captarla, utilizarla, imponérmela, conocerla, premeditarla, discernirla y asumir los peligros que conlleva? Pero ¿qué eran mi violencia, querida y necesaria para mi defensa, mi dureza, mi rigor, al lado de la violencia que soportan ellos como una maldición, como el ascenso de un fuego interior al tiempo que una luz exterior los enciende vivos y nos ilumina? Sabemos que sus aventuras son pueriles. Ellos mismos son estúpidos. Aceptan matar o que los maten por una partida de cartas en la que el adversario o ellos hacían trampas. Pero gracias a tipos así son posibles las tragedias. Semejante definición de la violencia —mediante tantos ejemplos contrarios— os muestra que me serviré de las palabras, no para que describan mejor un acontecimiento o a su héroe, sino para que os instruyan acerca de mí mismo. Para entenderme será necesaria la complicidad del lector. Con todo, le avisaré cuando mi lirismo me haga perder el norte.

Stilitano era alto y fuerte. Caminaba con paso a la vez ligero y pesado, rápido y lento, ondulante, era ágil. Gran parte de su poder sobre mí —y sobre las putas del Barrio Chino— residía en ese gargajo que Stilitano se pasaba de un carrillo al otro y que a veces estiraba como un velo delante de su boca.

«Pero ¿de dónde se saca ese escupitajo?», me decía yo, «¿de dónde le sube, tan consistente y tan blanco? Los míos nunca tendrán la untuosidad o el color del suyo. Solo serán unos hilillos vidriosos, transparentes y frágiles».

Es, pues, natural que me imagine lo que será su polla si la unta para mí con una materia tan hermosa, con esa preciosa tela de araña, tejido que en secreto yo denominaba «el velo del paladar». Llevaba una vieja gorra gris que tenía la visera rota. Si la dejaba tirada en el suelo de nuestra habitación, se convertía de repente en el cadáver de una pobre perdiz con el ala roída, pero cuando se la ponía un poco ladeada sobre la oreja, el borde opuesto de la visera se levantaba para descubrir la más gloriosa de las mechas rubias. ¿Hablaré de sus bellos ojos claros, modestamente entornados —pero de Stilitano podía decirse: «Su porte es inmodesto»—, sobre los que se cerraban unas pestañas y unas cejas tan rubias, tan voluminosas, tan densas que daban sombra, no una sombra nocturna, no, sino la sombra del mal? Y, finalmente, ¿acaso no me trastorno cuando veo que en el puerto desenrollan e izan penosamente, a sacudidas, poco a poco, una vela en el mástil de un barco, primero temblorosa, luego resuelta, porque veo en esos movimientos el signo de la evolución de mi amor por Stilitano? Lo conocí en Barcelona. Vivía entre los mendigos, los ladrones, los maricas y las putas. Era guapo, pero cabe preguntarse si tanta guapura no se la debía a mi degradación. Mi ropa estaba sucia y vieja. Tenía hambre y frío. Fue la época más mísera de mi vida.

1932. España estaba entonces llena de parásitos, sus mendigos. Íbamos de pueblo en pueblo, por Andalucía porque hace calor, por Cataluña porque hay dinero, pero todo el país nos era propicio. Así que fui un piojo más, y con conciencia de serlo. En Barcelona frecuentábamos sobre todo la calle del Mediodía y la calle del Carmen. A veces dormíamos seis en una cama sin sábanas y al amanecer íbamos a mendigar por los mercados. Salíamos en grupo del Barrio Chino y nos desperdigábamos por el Paralelo con un cesto colgado del brazo porque las amas de casa preferían darnos un puerro o un nabo antes que un céntimo. A eso de las doce volvíamos con lo cosechado y nos preparábamos una sopa. Voy a describir las costumbres de los parásitos. En Barcelona vi a esas parejas de hombres en que el más enamorado le decía al otro:

—Esta mañana llevo yo el cesto.

Cogía el cesto y salía. Un día Salvador me arrancó el cesto de la mano y me dijo:

—Voy a pedir para ti.

Estaba nevando. Salió a la calle helada, cubierto con una chaqueta toda rota, hecha un harapo —los bolsillos estaban descosidos y colgaban—, una camisa sucia y tiesa. Tenía cara de pobre desdichado, artero, pálido y mugriento porque no nos atrevíamos a asearnos por el frío. Hacia mediodía volvió con las verduras y algo de grasa. Aquí señalo ya uno de esos desgarros, terribles porque los provocaré a pesar del peligro, que me han revelado la belleza. Un amor inmenso y fraternal hinchió mi cuerpo y me empujó hacia Salvador. Salí del hotel tras sus pasos, lo veía de lejos implorando a las mujeres. Al haber mendigado ya, para otros o para mí mismo, me conocía la fórmula: mezcla la religión cristiana y la caridad; confunde al pobre con Dios; es una emanación tan humilde del corazón que parece impregnar de perfume a violeta el vaho ligero y directo que exhala el mendigo que la pronuncia. En toda España se decía en aquella época:

—Por Dios.*6

Sin oírlo, me imaginaba a Salvador murmurando esa frase ante todos los puestos y todas las amas de casa. Lo vigilaba como un chulo a su puta, pero con qué ternura en el corazón. Así, España y mi vida de mendigo me dieron a conocer los fastos de la abyección, pues hacía falta mucho orgullo (es decir, amor) para embellecer a aquellos personajes mugrientos y despreciados. Precisé mucho talento. Me vino poco a poco. Si me resulta imposible describiros el mecanismo, al menos puedo decir que, lentamente, me esforcé por considerar aquella mísera vida como una necesidad voluntaria. Nunca intenté convertirla en lo que no era, no busqué adornarla, enmascararla; al contrario: quise afirmarla en su sordidez exacta y los signos más sórdidos se convirtieron para mí en señales de grandeza.

Quedé consternado una noche cuando, tras un registro durante una redada —hablo de una escena que tuvo lugar en una época anterior a la que narro—, el policía, sorprendido, sacó de mis bolsillos, entre otras cosas, un tubo de vaselina. Se atrevieron a bromear al respecto, puesto que contenía vaselina gomenolada. Al tomarme declaración podían reírse todos a carcajada limpia, y yo a veces con ellos —dolorosamente—, y desternillarse al oír cosas como:

—¿Es para metértela por la nariz?

—Ojo con acatarrarte, no le vayas a pegar a tu hombre la tosferina.

Me cuesta traducir a la jerga de los vagabundos la malvada ironía de las fórmulas españolas, explosivas o venenosas. Se trataba de un tubo de vaselina con una de las extremidades enrollada sobre sí misma. Es decir, que se había utilizado bastantes veces. En medio de los objetos elegantes retirados de los bolsillos de los detenidos en la redada, era la mayor señal de abyección, esa que se disimula con sumo cuidado, pero también signo de una gracia secreta que pronto iba a salvarme del desprecio. Cuando me encerraron en la celda, y tras sobreponerme a la desgracia de mi arresto, la imagen del tubo de vaselina me obsesionó. Los policías me lo habían mostrado triunfalmente porque era la mejor forma de enarbolar su venganza, su odio, su desprecio. Pues bien, aquel objeto miserable, sucio, cuyo destino parecía al mundo entero —a esa delegación concentrada del mundo que es la policía, y sobre todo a ese grupo de policías españoles que olían a ajo, sudor y aceite, pero de aspecto flamante, física y moralmente fuertes— lo más vil, se convirtió para mí en algo tremendamente valioso. Contrariamente a muchos objetos distinguidos por mi ternura, este no fue aureolado; permaneció en la mesa: un tubito de vaselina, color gris plomizo, deslucido, medio roto, lívido, cuya asombrosa discreción y esencial correspondencia con todas las cosas banales de una comisaría (el banco, el tintero, el reglamento, el medidor de altura, el olor) me habrían desolado debido a la indiferencia general, de no ser porque el contenido mismo del tubo, a causa quizá de su carácter untuoso, al evocar un candil de aceite, me hizo pensar en una linterna funeraria.

(Al describirlo, recreo ese pequeño objeto, pero aquí interviene una imagen: bajo una farola, en una calle de la ciudad donde estoy escribiendo, el rostro macilento de una viejecita, un rostro romo y redondo como la luna, muy pálido, del que no sabría decir si es triste o hipócrita. Me abordó, me dijo que era muy pobre y me pidió unas monedas. La dulzura de aquella cara de pez luna me informó inmediatamente: la vieja salía de la cárcel.

«Es una ladrona», me dije.

Al alejarme de ella, una especie de ensoñación profunda que venía de mis entrañas y no de mi mente me indujo a pensar que la persona con la que acababa de tropezarme quizá fuera mi madre. No sé nada de aquella que me abandonó en la cuna, pero tuve la esperanza de que fuera esa vieja ladrona que mendigaba de noche.

«¿Y si fuera ella?», me dije al alejarme de la vieja.

«¡Ay, si fuera ella iría a cubrirla de flores, de gladiolos y de rosas, y de besos! ¡Iría a llorar de ternura sobre sus ojos de pez luna, sobre ese rostro redondo y estúpido!»

«Y ¿por qué?», seguí diciéndome, «¿por qué llorar?».

Mi mente no necesitó mucho tiempo para sustituir las marcas habituales de la ternura por cualquier gesto, incluso por los más infames, los más viles, que cargaba yo de significado igual que un momento antes los besos, o las lágrimas, o las flores.

«Me conformaría con babearle encima», pensaba yo, rebosante de cariño. La palabra «rosa» pronunciada en voz alta me recuerda a la palabra «babosa». «Babear sobre su cabello, vomitar en sus manos. Pero me encantaría que esa ladrona fuera mi madre.»)

El tubo de vaselina, cuya función era engrasar mi polla o la de mis amantes, habría hecho surgir el rostro de aquella que, durante una ensoñación por las callejuelas negras de la ciudad, fue la madre más querida. Me sirvió de preparación a tantas alegrías secretas, en lugares dignos de su discreta banalidad, que se volvió la condición de mi felicidad, cuya prueba fehaciente era mi pañuelo manchado de esperma.7 En aquella mesa estaba el estandarte que proclamaba a las legiones invisibles mi victoria sobre los policías. Yo estaba encerrado en una celda. Sabía que el tubo de vaselina pasaría la noche expuesto al desprecio —lo contrario de una Adoración perpetua— de un grupo de policías guapos, fuertes, recios. Tan fuertes que el más débil, apretando apenas dos dedos suyos, podría hacer surgir, primero con un pedo ligero, breve y sucio, un chorrito de vaselina que seguiría brotando en medio de un silencio ridículo. No obstante, estaba seguro de que aquel insignificante objeto, tan humilde, les plantaría cara, que, por su sola presencia, sabría poner nerviosa a toda la policía del mundo, haciendo que cayeran sobre ella todos los desprecios, los odios, las rabias blancas y mudas, quizá un poco burlonas —como un héroe de tragedia que se divierte al atraer la cólera de los dioses—, indestructible, fiel a mi júbilo y orgulloso. Querría hallar nuevas palabras en la lengua francesa para cantar sus alabanzas. Pero también me habría gustado batirme por él, organizar masacres en su honor y engalanar así de rojo la campiña a la hora del crepúsculo.8

La belleza de un acto moral depende de la belleza con que se exprese. Decir que es bello decide ya que lo será. Falta probarlo. Se encargan las imágenes, es decir, las correspondencias con las magnificencias del mundo físico. El acto es bello si provoca y si hace surgir el canto de nuestras gargantas. A veces la conciencia con la que pensamos un acto considerado vil, el poder expresivo que debe significarlo, nos empuja a cantar. ¡Qué bella es la traición si nos lleva a cantar! Traicionar a los ladrones no significaría solamente resituarme en el mundo moral, pensaba yo, sino reubicarme en la homosexualidad. Al hacerme fuerte, me convierto en mi propio dios. Dicto. Aplicada a los hombres, la palabra «belleza» me indica la cualidad armoniosa de un rostro y de un cuerpo a los que se añade a veces la gracia viril. Entonces la belleza se ve acompañada de movimientos magníficos, dominadores, soberanos. Nos imaginamos que unas actitudes morales muy particulares los determinan y, por el cultivo en nosotros mismos de tales virtudes, esperamos conferir a nuestros pobres rostros, a nuestros cuerpos enfermos, ese vigor que poseen de manera natural nuestros amantes. Por desgracia, esas virtudes —que ellos tampoco poseen— son nuestra debilidad.

Ahora que escribo, pienso en mis amantes. Me gustaría untarlos enteros de vaselina, de esa suave materia, ligeramente mentolada; me gustaría bañar sus músculos en esa delicada transparencia sin la que la verga de los más bellos es menos bella…

Me explican que, cuando se extirpa un miembro, el que queda se hace más fuerte. Yo esperaba que el sexo de Stilitano acumulara el vigor de su brazo amputado. Me imaginé durante mucho tiempo un miembro sólido, una porra capaz de la mayor impudicia, aunque al principio me intrigaba sobre todo la parte que Stilitano me dejaba ver: el pliegue único, pero curiosamente preciso, de la pernera izquierda de su pantalón de lona azul. Quizá este detalle no me habría obsesionado tanto en sueños si Stilitano no se hubiera llevado la mano izquierda ahí cada dos por tres, y si, igual que esas mujeres que hacen reverencias, no hubiera señalado el pliegue al pellizcar delicadamente la tela con sus uñas. No creo que perdiera nunca su sangre fría, pero frente a mí estaba especialmente tranquilo. Con una sonrisa ligeramente impertinente pero despreocupada, miraba cómo lo adoraba yo. Sé que me amará.

Antes de que franqueara, con su cesto en la mano, la puerta de nuestro hotel, yo estaba tan emocionado que besé a Salvador en la calle, pero él me apartó:

—¡Estás loco! ¡Nos van a tomar por mariconas!*

Hablaba francés bastante bien por haberlo aprendido en el campo, en la zona de Perpiñán, adonde iba a vendimiar. Ofendido, me alejé de él. Tenía la cara violeta como una lombarda. Salvador no sonrió. Estaba escandalizado:

«Y para esto», debió de pensar, «me levanto yo de madrugada y salgo a pedir en medio de la nieve. No sabe ni comportarse».

Tenía el pelo hirsuto y mojado. Detrás de los ventanales nos miraban unos rostros, pues los bajos del hotel estaban ocupados por la gran sala de un café que daba a la calle y que había que cruzar para subir a las habitaciones. Salvador se limpió la cara con la manga y entró. Dudé un momento, luego entré. Yo tenía veinte años. Si posee la limpidez de una lágrima, ¿por qué no me bebería con el mismo fervor la gota tambaleante que cuelga de la nariz? Ya tenía yo bastante entrenamiento en la ignominia como para ser capaz de hacerlo. De no ser porque me daba miedo que Salvador se indignase, lo habría hecho en el café. Sin embargo, él se sorbió los mocos y adiviné que se los tragaba. Con la cesta en el brazo, abriéndose paso entre mendigos y maleantes, se dirigió hacia la cocina. Me precedía.

—¿Qué te pasa? —le pregunté.

—Has dado el cante.

—¿Y qué hay de malo?

—No hay que besarse así en la calle. Esta noche, si quieres…

Dijo todo aquello con una mueca sin gracia y el mismo desdén. Yo solo quise mostrarle mi gratitud, darle un poco de calor con humilde ternura.

—Pero ¿qué te has creído?

Alguien lo empujó sin disculparse y me separó de él. No lo seguí hasta la cocina. Me acerqué a un banco donde quedaba un sitio libre junto a la estufa. No me preocupaba saber cómo, a pesar de que me apasionaban la belleza y la corpulencia, llegaría a enamorarme de aquel mendigo piojoso y feo, maltratado hasta por los más indefensos, a quedarme prendado de sus nalgas angulosas… ¿Y si por desgracia tuviera un sexo magnífico?

El Barrio Chino era por entonces una especie de guarida más poblada de extranjeros que de españoles, y maleantes piojosos todos ellos. A veces íbamos vestidos con camisas de seda verde almendra o amarillo lirio, calzados con alpargatas desgastadas y nuestro cabello todo pegado parecía cubierto de un barniz a punto de cuartearse. No teníamos jefes, sino más bien directores. Soy incapaz de explicar cómo llegaban a serlo. Probablemente era debido a una serie de operaciones ventajosas en la venta de nuestros tristes botines. Se ocupaban de nuestras transacciones y nos daban el soplo de los golpes, de los que se quedaban con una parte razonable. No formábamos bandas mejor o peor organizadas, pero dentro de aquel vasto y sucio desorden, en medio de un barrio que apestaba a aceite, orina y mierda, había hombres perdidos que se ponían en manos de otros más hábiles. Tanta miseria resplandecía de juventud en la mayoría de nosotros, e incluso algunos poseían un brillo misterioso que los hacía aún más deslumbrantes: esos muchachos cuyos cuerpos, miradas, gestos tienen un magnetismo que hace de nosotros su objeto. Y así fue como me fulminó uno de ellos. Para hablar mejor de Stilitano, el manco, esperaré unas páginas. Que se sepa, ante todo, que no lo adornaba ninguna virtud cristiana. Todo su fulgor, su poder, le venía de la entrepierna. Su verga, y lo que la completaba, todo ese aparato era tan bello que solo puedo llamarlo órgano generador. Pensaríais que estaba muerto, porque se alteraba rara vez, y lentamente: se hallaba en estado de vigilia. Fabricaba durante la noche, gracias a aquella bragueta suya bien abotonada, y eso que lo hacía con una sola mano, una luminosidad con la que resplandecía su portador.

Mis amores con Salvador duraron seis meses. No fueron los más embriagadores, pero sí los más fecundos. Había logrado amar aquel cuerpo enclenque, de rostro gris, barba rala y ridículamente repartida. Salvador se ocupaba de mí, pero por la noche, a la luz de una vela, yo le escardaba los piojos, esos compañeros nuestros, entre las costuras de su pantalón. Los piojos vivían en nosotros. Daban a nuestra ropa una animación, una presencia que, al desaparecer, la dejan como muerta. Nos gustaba saber —y notar— que pululaban los bichos translúcidos. Sin estar domesticados, eran tan nuestros que el piojo ajeno que no fuera de ninguno de nosotros dos nos daba asco. Los cazábamos, pero con la esperanza de que durante el día eclosionaran las liendres. Los aplastábamos con las uñas, sin repugnancia y sin odio. No tirábamos el cadáver —o despojo— al vertedero: lo dejábamos caer, chorreando nuestra sangre, sobre nuestra deslucida ropa interior. Los piojos eran el único signo de nuestra prosperidad, por ser signo del anverso de la prosperidad. Era lógico que, al intentar rehabilitar nuestro estado para justificarlo, justificáramos a la vez el signo de dicho estado. Los piojos, al ser tan útiles para el reconocimiento de nuestra insignificancia como lo son las joyas para el reconocimiento de lo que llaman triunfo, resultaban valiosísimos. Sentíamos vergüenza y a la vez estábamos orgullosos. Viví mucho tiempo en un cuarto sin más ventana que una lumbrera que daba al pasillo y donde cada noche cinco rostros pequeños, crueles y tiernos, sonrientes o crispados por el anquilosamiento de una postura incómoda, sudorosos, buscaban esos insectos cuya virtud compartíamos. Estaba bien que yo fuera el amante del más pobre y del más feo en medio de tanta miseria. Por eso mi estado era privilegiado. Me costaba, pero cada victoria conseguida —mis manos mugrientas, orgullosamente expuestas, me ayudaban a exhibir, altivo, mi barba y mi pelo largo— me daba fuerzas —o debilidad, que aquí venía a ser lo mismo— para la victoria siguiente, que en vuestro lenguaje se traduciría, lógicamente, por degradación. No obstante, el destello y la luz eran necesarios en nuestra vida; teníamos, en esa sombra, un rayo de sol que atravesaba el cristal mugriento; teníamos el témpano, la escarcha, pues esos elementos, si bien indican calamidades, evocan alegrías cuyo signo, aislado en nuestra habitación, nos bastaba. De las Navidades y de la celebración de Nochebuena solo conocíamos lo que siempre las acompaña y las hace más dulces para quienes las festejan: las heladas.

Para los mendigos, cultivar las heridas supone un medio de conseguir un poco de dinero —lo justo para vivir—, pero, si bien es cierto que la apatía los llevó a la miseria, también es verdad que se necesita, para estar por encima del desprecio, una virtud viril: como hace el río con la roca, el orgullo horada y parte en dos el desprecio, lo revienta. Adentrándose más en la abyección, el orgullo se hará más fuerte (si ese mendigo soy yo mismo) cuando posea la ciencia, la fuerza o la flaqueza de aprovecharme de un destino así. A medida que va apoderándose de mí esa lepra, yo tengo que apoderarme de ella y vencer. Me volveré, pues, cada vez más ignominioso, me convertiré en un objeto cada día más repugnante, hasta llegar al punto final, que aún no sé cuál es, pero que debe estar regido por una búsqueda estética y moral. La lepra, con la que comparo nuestro estado, provocaría, dicen, una irritación de los tejidos, y el enfermo se rasca, y entonces se le pone dura. La masturbación se vuelve algo frecuente. En un erotismo solitario, la lepra se consuela y canta su pena. La miseria nos encumbraba. Paseábamos por España una magnificencia secreta, velada, nada arrogante. Nuestros gestos eran cada vez más humildes, cada vez más apagados a medida que se volvía más intensa la brasa de humildad que nos hacía vivir. Así se desarrollaba mi talento, a fuerza de dar un sentido sublime a una apariencia tan pobre. (Todavía no me refiero al talento literario.) Para mí resultó ser una disciplina muy útil, y aún hoy me permite seguir sonriendo tiernamente a lo más humilde de la escoria, ya sea material o humana, y hasta a los vómitos, hasta a la saliva que babeo sobre el rostro de mi madre, hasta a vuestros excrementos. Conservaré la imagen de mí mismo como mendigo.

Quise ser como esa mujer que, escondiéndose de la gente, conservó en su casa a su hija, una especie de monstruo horrendo, deforme, que gruñía y andaba a cuatro patas, estúpido y blanco. Al parir, seguramente su desesperación fue tal que se convirtió en la esencia de su vida. Decidió amar a aquel monstruo, amar la fealdad salida de su vientre, donde lo había fabricado, y encumbrarlo devotamente. Dentro de sí misma dispuso un altar donde colocó la imagen del monstruo. Con cuidados piadosos, con manos suaves a pesar de las callosidades por las tareas cotidianas, con la testarudez propia de los desesperados, se enfrentó al mundo, al mundo enfrentó ella el monstruo, que adquirió las proporciones del mundo y su poder. A partir de él se ordenaron los nuevos principios, combatidos sin cesar por las fuerzas del mundo que iban a atacarla, pero chocaban con las paredes de la casa donde tenía a la hija encerrada.9

Pero, como había que robar de vez en cuando, conocíamos también las bellezas claras, terrenales, de la audacia. Antes de irnos a dormir, el jefe, el caballero, nos aconsejaba. Con documentos falsos, por ejemplo, íbamos a distintos consulados para que nos repatriaran. El cónsul, compadeciéndose de nuestros lamentos y nuestra miseria, de nuestra mugre, o harto de ellos, nos daba un billete de tren hasta un puesto fronterizo. Nuestro jefe lo revendía en la estación de Barcelona. Nos indicaba también los robos que se podían cometer en las iglesias —algo a lo que no se atrevían los españoles— o en los chalés elegantes; finalmente, también nos traía a los marineros ingleses u holandeses con los que teníamos que prostituirnos por unas pesetas.

Así que robábamos de vez en cuando, y cada golpe nos obligaba a salir por un instante a respirar a la superficie. Una vela de armas precede a cada expedición nocturna. El nerviosismo que provocan el miedo y, en ocasiones, la angustia, favorece un estado próximo a las disposiciones religiosas. Entonces tiendo a interpretar el menor accidente. Las cosas se tornan indicio de buena suerte. Quiero invocar los poderes desconocidos de los que me parece depender el éxito de la aventura. Ahora bien, intento atraerlos mediante actos morales, primero hago uso de la caridad: doy más y mejor a los mendigos, cedo el sitio a los ancianos, los dejo pasar delante de mí, ayudo a los ciegos a cruzar la calle, etcétera. Así es como si reconociera que el robo está presidido por un dios a quien agradan las buenas acciones. Esas tentativas por lanzar una red al azar en la que se dejara atrapar ese dios del que no sé nada me agotan, me enervan, agudizando aún más ese estado religioso. Confieren a la acción de robar la gravedad de un acto ritual. Se llevará a cabo de verdad en el corazón de las tinieblas, a las que se añade que se realizará con nocturnidad, mientras la gente duerme, en un espacio cerrado y quizá uno mismo enmascarado de negro. Caminar de puntillas, en silencio, haciendo gala de esa invisibilidad que necesitamos hasta en pleno día, programando a tientas y en la sombra gestos de una complejidad, de una precaución insólitas —el mero hecho de girar el pomo de una puerta exige una multitud de movimientos, cada uno de los cuales tiene el destello de la faceta de una piedra preciosa (al descubrir oro me parece haberlo desenterrado: he excavado en distintos continentes, en islas oceánicas; los negros me rodean, amenazan mi cuerpo indefenso con sus lanzas envenenadas, pero la virtud del oro surte efecto y un vigor pujante me derriba o me exalta, las lanzas se bajan, los negros me reconocen como uno de los suyos y me integro en la tribu. La acción perfecta: por descuido, al meter la mano en el bolsillo de un guapo negro adormilado, sentiría bajo mis dedos cómo se le empina la polla y retiraría mi puño con una moneda de oro descubierta en el fondo del bolsillo y sustraída)—;10 la prudencia, la voz susurrada, el oído alerta, la presencia invisible y nerviosa del cómplice y la comprensión de la menor señal por su parte, todo nos concentra el ser, nos condensa, hace de nosotros una bola de presencia que tan certeramente sabe describir Guy: «Uno se siente vivo».

Pero, en sí misma, esa presencia total que se transforma en una bomba de una potencia que me parece tremenda confiere al acto una gravedad, una unicidad terminal —cada robo que se comete es siempre el último, no porque no se piense en perpetrar otros después de ese (no se piensa en nada), sino porque tal condensación de uno mismo no puede tener lugar (no en esta vida, pues dicha concentración nos conduciría, nos empujaría fuera de ella)—, y esa unicidad de un acto que se despliega, como la corola de la rosa, en una serie de gestos conscientes, seguros de su eficacia, de su fragilidad y, sin embargo, también de la violencia con que revisten dicha acción, le confiere aquí, de nuevo, el valor de un rito religioso. A menudo, incluso, se lo dedico a alguien. Stilitano fue el primer beneficiario de tal homenaje. Creo que me inicié gracias a él, es decir, que la obsesión de su cuerpo me impidió echarme atrás. Dediqué mis primeros robos a su belleza, a su tranquila impudicia. También a la singularidad de aquel magnífico manco cuya mano cortada a ras de la muñeca se estaba pudriendo en alguna parte, bajo un castaño, me dijo, en un bosque de Centroeuropa. Durante el robo, mi cuerpo se expone. Sé que refulge con cada uno de mis gestos. El mundo está atento a mi éxito, precisamente porque desea que tropiece. Pagaré caro un error, pero, si consigo enmendarlo, me parece que habrá júbilo en la morada del Padre. O bien caigo y, de desgracia en desgracia, acabo en presidio. Pero entonces el preso, en su evasión, se tropezará inevitablemente con los salvajes según el procedimiento antes descrito, sucintamente, en mi aventura íntima. Atravesando la selva virgen, si encuentra un placer que custodian las antiguas tribus, estas lo matarán o lo salvarán. El camino por el que escojo volver a la vida primitiva es muy largo. Necesito, antes que nada, que mi raza me condene.

Salvador no me procuró ningún orgullo. Si robaba, eran objetos menudos de un escaparate. Por la noche, en los cafés donde nos amontonábamos, él se deslizaba tristemente entre los más guapos. Esa vida lo agotaba. Cuando volvía yo, me daba vergüenza verlo acurrucado, encogido en un banco, cubriéndose los hombros con la manta de algodón verde y amarilla con la que salía a pedir los días de viento frío. También tenía un viejo chal de lana negra que yo me negaba a ponerme. En efecto, si mi mente soportaba, deseaba incluso, la humildad, mi cuerpo joven y violento la rehusaba. Salvador hablaba con voz entrecortada y triste:

—¿Quieres que volvamos a Francia? Trabajaremos en el campo.

Yo decía que no. Él no entendía mi repugnancia —que no mi odio— por Francia, ni que mi aventura, si se detenía en Barcelona, tuviera que proseguir profundamente, cada vez más profundamente, en las regiones más recónditas de mí mismo.

—Pero si trabajaré yo solo. Tú solo tendrás que pasearte.

—No.

Lo dejaba ahí, en su banco, con su triste pobreza. Me iba junto a la estufa a fumar las colillas que había recogido durante el día, en compañía de un joven andaluz despectivo cuyo jersey sucio de lana blanca le marcaba, exagerándolos, el torso y los bíceps. Tras frotarse las manos, una con otra, como los viejos, Salvador se levantaba del banco. Iba a la cocina común a preparar una sopa y poner un pescado en la parrilla. Una vez me propuso bajar a Huelva para la recogida de las naranjas. Fue una noche que había sufrido tantas humillaciones, tantos desaires mendigando para mí, que se atrevió a reprocharme mi poca maña en el cabaret La Criolla.

—Coño —me dijo—, si cuando te sale un cliente vas y le pagas tú…

Discutimos delante del dueño, que quiso echarnos del hotel. Salvador y yo decidimos robar al día siguiente un par de mantas y escondernos en un tren de mercancías con dirección al sur. Pero yo fui tan hábil que aquella misma noche volví con el capote de un carabinero. Al pasar junto a los almacenes portuarios donde montan guardia, uno de ellos me llamó. Hice lo que me exigió en la garita. Después de que se corriera,11 quizá, sin atreverse a decírmelo, quiso lavarse en una fuentecilla, así que me dejó solo un momento y yo salí corriendo con su gran capote de paño negro. Me envolví en él para volver al hotel, y descubrí el regocijo del equívoco, todavía no las alegrías de la traición, pero ya se instalaba la insidiosa confusión que me conduciría a negar las oposiciones fundamentales entre ambos. Al abrir la puerta del café vi a Salvador. Era el más triste de los mendigos. Su cara tenía el aspecto del serrín que cubría el suelo del café, y casi la misma composición. Inmediatamente reconocí a Stilitano, de pie en medio de los jugadores de ronda.* Nuestras miradas se cruzaron. La suya se demoró en mí y yo me sonrojé. Me quité el capote negro y enseguida me lo quisieron comprar. Stilitano, sin inmiscuirse aún, observaba el lamentable mercadeo.

—Daos prisa si lo queréis. Decidíos. Seguro que el carabinero vendrá a buscarlo —dije yo.

Los jugadores se arremolinaron. Todos estábamos acostumbrados a esos razonamientos. Cuando de un empujón me encontré junto a Stilitano, este me dijo en francés:

—¿Vienes de París?

—Sí, ¿por qué?

—Por nada.

Aunque fue él quien me abordó, al contestar reconocí en mí la naturaleza casi desesperada del gesto al que se atreve el invertido cuando aborda a un joven. Para ocultar mi turbación, hice como que me había quedado sin aliento, por la precipitación del instante. Él dijo:

—Te has defendido bien.

Yo sabía que ese elogio era un hábil cálculo, pero, en medio de los mendigos, ¡qué guapo era Stilitano! (Aún ignoraba su nombre.) Tenía uno de los brazos, cuya extremidad lucía un vendaje enorme, pegado al pecho como si lo llevara en cabestrillo, pero sabía que le faltaba la mano. Stilitano no era un asiduo del café, ni del hotel, ni siquiera de la calle.

—¿Y a cuánto me dejas el capote a mí?

—¿Me lo pagarás?

—¿Por qué no?

—¿Con qué?

—¿Tienes miedo?

—¿De dónde eres?

—De Serbia. Vengo de la Legión. Soy desertor.

Me sentí más ligero. Y destruido. La emoción provocó en mí un vacío que vino a colmar el recuerdo de una escena nupcial. En una fiesta donde los soldados bailaban entre sí, yo contemplaba su vals. Me pareció entonces que dos legionarios habían desaparecido, arrastrados por la emoción. Si al principio de Ramona su baile fue casto, no parece que siguiera igual después de desposarse intercambiando ante nuestra vista sendas sonrisas como cuando se intercambian los anillos… A todas las conminaciones de un clérigo invisible, la Legión contestaba que sí. Ambos eran a la vez la pareja con velo de tul y el hombre vestido con uniforme de gala (correaje blanco, forrajera escarlata y verde). Intercambiaban, alternándolas, su ternura viril y su modestia de esposa. Para mantener la emoción en su punto álgido, hicieron su danza más ligera y más lenta, mientras sus pollas,12 adormecidas por el cansancio de una larga caminata, detrás de una barricada de tela rugosa, se amenazaban, se desafiaban imprudentemente. Las viseras de charol de sus quepis chocaron entre sí dándose unos golpecitos. Yo sabía que Stilitano me tenía dominado. Quise hacerme el listo:

—Eso no prueba que tengas con qué pagar.

—Confía en mí.

¡Un rostro tan duro, un cuerpo tan bien formado me pedían que confiara en ellos! Salvador nos observaba. Se dio cuenta de nuestro acuerdo y de que habíamos decidido su pérdida, su abandono. Feroz y puro, yo era el escenario de una magia que se renovaba. Al terminar el vals, los dos soldados se soltaron. Y cada una de aquellas dos mitades de un bloque solemne y aturdido se tambaleó, se puso a caminar de nuevo —feliz de poder escapar de la invisibilidad, a la par que apenada— buscando a alguna chica para el siguiente vals.

—Te doy dos días para que me lo pagues —dije—. Necesito pasta. Yo también estaba en la Legión, y también deserté. Igual que tú.

—Eso está hecho.

Le tendí el capote. Lo cogió con su única mano y me lo devolvió diciendo:

—Enróllalo.

Y, burlón, añadió:

—A la espera de que nos enrollemos nosotros.

La expresión «enrollarse con alguien» es de sobra conocida. Hice lo que me decía. El capote desapareció de inmediato en uno de los escondites del dueño. Quizá ese simple robo me iluminara la cara, o puede que Stilitano solo quisiera mostrarse amable, el caso es que me dijo:

—¿Invitas a un trago a un veterano de Bel-Abbès?