Djadi, el niño refugiado - Peter Härtling - E-Book

Djadi, el niño refugiado E-Book

Peter Härtling

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Beschreibung

Djadi tiene once años cuando huye solo de Siria y acaba llegando a Fráncfort. Nadie sabe lo que ha vivido en su huida por el Mediterráneo ni lo que ha perdido por el camino. Djadi se encuentra completamente solo en Fráncfort cuando Jan y Dorothea lo acogen en la casa que comparten con otros mayores y se ocupan de él. Día a día aprende el idioma, las costumbres de su nueva "familia" y a adaptarse al colegio. Pero es la gran conexión y amistad con Wladi, un hombre de setenta y cinco años, lo que le ayuda a Djadi a convivir con sus miedos. Poco a poco aprende a confiar en las personas que lo acogen en su casa compartida.

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Seitenzahl: 96

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Índice

Seis y uno

El médico y el lenguaje

Control

«Yo»

Libros ilustrados

Asustado

¿Dónde está Wladi?

Visita oficial

En casa

Djadi se convierte en Djadi

Junto al mar

Lina

Esperando a Wladi y a Kordula

Negro, negro por dentro

Dos en el banco

Ser alumno

Ahora empieza todo

Solo unas frases

Wladi

Dos piedras

Créditos

SEIS Y UNO

Llegó, con Jan, de forma inesperada a nuestra casa. Como caído del cielo. Era demasiado bajito para su edad, demasiado delgado, tenía las piernas torcidas como un cowboy y un rostro duro con unos grandes ojos negros. Jan lo agarraba de la mano. Los demás, que estaban en la cocina, se acercaron a ellos y los miraban atónitos.

—¿Qué significa esto? —preguntó Gisela de forma un poco brusca—. ¿Quién es este?

El chico los miró uno a uno. Todos apartaban la vista al notar su mirada.

—¿Qué piensas hacer con él? —preguntó Detlef.

—Lo he conocido en el centro de ayuda para jóvenes —dijo Jan—, estaba solo y de momento me lo he traído. En cualquier caso, lo primero que tiene que hacer es acostumbrarse a nosotros.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Dorothea, a la que nada de lo que ocurriera en la vivienda que compartían podía hacerle perder la calma.

—No te entiende. —Jan se acercó un poco más al chico, como si tuviera que protegerlo de las preguntas tontas.

—¿Lo sabes? —Dorothea se agachó para estar más cerca del niño—. Tengo la impresión de que nos entiende muy bien.

—Es posible. —Jan intentó convencerla—: Ha llegado completamente solo. Con un hombre mayor que quería deshacerse de él cuanto antes. Ha perdido a sus padres. Ni rastro de hermanos. Supongo que los demás han cargado con él por compasión.

—Si es que se puede hablar de compasión en esos casos —opinó Wladimir.

—Por lo que he entendido —continuó Jan—, el chico se llama Djadi.

—¿Djadi? —Dorothea lo observó con gesto pensativo.

—La gente que lo trajo procede toda de Homs. Dijeron que Djadi apareció de pronto. Por eso no sabían nada de su familia. Lleva ya un tiempo en Alemania.

Djadi alzó la mirada hacia su protector.

Gisela le hizo una seña invitándolo a sentarse a la mesa.

—¿Habrá comido algo este chico?

Todos se sentaron, pero Jan y Djadi se quedaron de pie. Eso irritó a Wladi:

—¡Sentaos, maldita sea!

Jan sacudió la cabeza:

—No. Primero, un trámite obligatorio en nuestra casa compartida. Como Djadi no nos conoce y nosotros no sabemos nada de él, os lo voy a presentar.

—¿Estás seguro? Si no entiende nada. —Todos los que estaban sentados a la mesa hablaban a la vez.

—Intentémoslo. —Jan se giró hacia el muchacho, de forma que quedaron uno frente al otro—. Tú —señaló al pequeño—, tú eres Djadi. —Se llevó la mano al pecho—: Yo, yo soy Jan. —Señaló al chico—: ¡Djadi! —Se señaló a sí mismo—: ¡Jan!

El niño siguió serio, asintió y dijo dubitativo:

—Jan.

Jan aplaudió:

—Bravo, Djadi. —Luego se acercó con Djadi a la mesa, al sitio donde estaban Wladi y Kordula—. Estos dos, estos a los que la vida ha tratado tan bien, son Wladi y Kordula. Wladi era, hace ya mucho tiempo, profesor.

Wladi sonrió con cariño, su cara enrojecida resplandeció. Se apoyó sobre Kordula:

—Esta es mi mujer, Kordula. Ella era profesora, como yo, y lo sigue siendo.

Jan avanzó un paso hacia Dorothea.

—Esta es mi Dorothea. Vivimos juntos. Es psicóloga. A veces cura a niños como tú.

Dorothea se rio, se señaló a sí misma y dijo:

—Doro. Esa soy yo.

Una sonrisa cruzó a toda prisa la cara de Djadi. No estaba claro si fue una sombra fugaz o un rayo de luz.

—Y estos… —Jan se puso en cuclillas al lado de Djadi, sonrió, se giró pesadamente y señaló a Detlef y Gisela Knorr—. Estos dos se llaman como las pastillas de caldo, pero son difíciles de disolver. Trabajan como asesores fiscales y son la única oficina abierta al público en esta casa.

Gisela y Detlef asintieron solícitos y exclamaron al unísono:

—Hola, Djadi.

Consiguieron que Djadi hiciera el eco y respondiera en voz baja:

—Yo, Djadi.

Después de las presentaciones Gisela se atrevió a preguntarle a Jan:

—¿Y bien? ¿Vamos a ser todos nosotros los padres de este jovencito, padres y madres? ¿Te has vuelto loco, Jan?

Jan acercó una silla a la mesa y empujó a Djadi hacia ella.

Wladi untó un panecillo con mantequilla y miel y se lo acercó a Djadi por encima de la mesa.

—Come —le pidió a Djadi. El chico mordió el panecillo y Wladi exclamó triunfante—: ¡Me ha entendido!

Jan se sentó al lado de Djadi, soltó una carcajada seca:

—Ha entendido al panecillo. No a ti.

Sonó el timbre, alguien llamaba a la puerta.

—¿Es uno de vuestros clientes? —preguntó Wladi a Detlef y Gisela.

Gisela sacudió la cabeza enérgicamente:

—No tenemos ninguna cita.

Volvieron a oírse unos golpes en la puerta. Fue como una señal para Djadi. Se puso muy tieso en su silla, con la boca abierta, como si le costara respirar. Miró a Jan con gesto interrogante, deslizó la mirada por toda la habitación, se puso de pie de un salto, corrió hacia el sofá que estaba junto a la pared y desapareció debajo de él.

Los seis de la mesa lo observaban desconcertados.

—Ha desaparecido —constató Gisela.

—Voy a ver quién le da tanto miedo al chico. —Jan se puso de pie, luego oyeron que hablaba con alguien en el pasillo.

—Parece la voz de la señora Besermann, la del bajo —susurró Kordula—. Probablemente le molesta otra vez mi bicicleta en el portal.

—Vamos al despacho. —Detlef y Gisela desaparecieron.

—¿Le pongo otro panecillo delante del sofá, como si fuera un cebo? —preguntó Wladi.

—Espera un poco —le pidió Jan, que ya había vuelto y les había contado que la señora Besermann solo quería entregar un paquetito. Luego Jan y Wladi hablaron sobre las guerras, que dejan a tanta gente sin patria, tantos refugiados.

—Me dan ganas de llorar —suspiró Wladi.

—Déjalo de momento —lo frenó Dorothea.

—Yo me tumbaría en el sofá —dijo Wladi, allí se sentía a salvo.

Jan no lo veía claro:

—Podría hundirse bajo tu peso, Wladi, y el chico se llevaría otro buen susto. —Entonces sorprendió a todos poniéndose de pie—: Vámonos. Saldrá y nos buscará.

Pero no salió. Cuando se reunieron a comer a mediodía, Djadi estaba sentado en la silla que había abandonado a toda prisa cuando llamaron a la puerta. Estaba muy tieso y miraba fijamente la mesa. Aliviada, Gisela preparó té.

—¿Y qué bebe el muchacho? —preguntó Wladi.

—Chai —dijo Jan.

Djadi lo miró fugazmente y trató de sonreír. Gisela asintió con cara de aprobación al oírle sorber.

—En realidad, el enano encaja muy bien aquí.

Wladi la miró sorprendido:

—Caramba, no esperaba eso de ti.

Gisela reaccionó de un modo inusualmente brusco:

—Después de tantos años compartiendo casa deberías conocerme muy bien.

Jan se levantó, cogió su cartera y se volvió hacia Wladi y Kordula.

—Bueno, voy a ver a los del centro de ayuda para jóvenes. Y si Djadi tiene que ir al médico, vendré a por él.

Detlef asintió satisfecho.

—Bien, amigo. Todos te aprecian como trabajador social.

Jan se puso en camino. Casi todas sus preguntas quedaron sin responder, lo más que recibió fueron advertencias y reproches. En realidad, Djadi no existía. Era una casualidad. Un huérfano sin acompañantes. Un apátrida. Alguien molesto para la administración. No encajaba. Las autoridades no contaban con excepciones como él.

Jan estaba en el despacho 37 delante de la mesa de la señora Dieffenburg.

—Ya lo he oído —gruñó la mujer—. Ya me han advertido de todo.

—¿De mí?

—Sí, de usted y de ese chico surgido de la nada.

—No salió de la nada, sino de un bote bastante roto que cruzaba el Mediterráneo.

—¿Eso les ha contado?

—De momento no habla. Pero yo sé cómo y con quién ha llegado hasta aquí. La gente del bote lo trajo consigo. Es huérfano. No tiene familia. Y por eso mi mujer y yo queremos hacernos cargo de él.

—¿Cómo se imagina que va a ser todo esto?

—Muy fácil. —Con estas dos palabras Jan consiguió que la señora Dieffenburg explotara.

—Bueno. Ese chico…

—Ese chico —la interrumpió él—, ese chico está completamente solo. ¿Quiere mandarlo de vuelta por el Mediterráneo o meterlo en un centro de refugiados?

La señora Dieffenburg miró fijamente a Jan.

—Qué disparate.

Jan respondió a su sombría mirada con una sonrisa:

—Acoger al niño en mi casa no es algo que se me haya ocurrido así sin más, me parece algo necesario.

—Está bien. Lo tendrá todo por escrito. ¡Y serán controlados! Ustedes y todos los de su vivienda compartida. Además, necesito el informe del médico. Usted, como trabajador social, debería conocer todos los detalles.

—¡Estupendo! —Jan se puso de pie, se inclinó levemente. La mujer ignoró la mano que él quiso tenderle para despedirse. Fuera, en el pasillo, tuvo que sentarse. Lo había conseguido. Ahora solo quedaba llevar a Djadi al médico.

Entró corriendo en la cocina, donde sabía que estaban todos.

—No os lo vais a creer. Según la administración, Djadi no existe. Ahora tengo que ir con él al médico.

—¿Al médico de medicina general o al pediatra? —preguntó Kordula.

—Al médico —murmuró Jan.

—Pocas veces se reciben respuestas tan sensatas —replicó Kordula.

Djadi los recorrió a todos rápidamente con la mirada. Y cuando Jan se acercó a él y le dijo: «Vamos a quitarnos esto cuanto antes», él se escurrió de la silla y desapareció debajo del sofá escapando como una lagartija.

—Ha vuelto a desaparecer —aseguró Detlef secamente.

Acordaron en silencio esperar a que Djadi volviera a aparecer. Al cabo de un rato se rindió. Recibieron al niño con una sonrisa que en el caso de Jan resultó algo forzada.

Que no podían ir inmediatamente al médico, en eso estaban de acuerdo Jan y Wladi. El muchacho debía tranquilizarse, esa era la idea.

Para tranquilizarlo, a propuesta de Dorothea, vieron con él libros de fotos para ir poniendo nombre a los objetos o criaturas que aparecían en las imágenes. Djadi parecía interesado, se estrechaba contra el que le deletreaba las palabras en cada momento, pero no dijo nada. En una de las páginas aparecía un altivo cazador apuntando a un ciervo.

Kordula, que estaba entonces con él, señaló primero el hombre, luego el arma.

—Cazador —dijo, y tras una breve pausa añadió—: Arma.

Djadi siguió el dedo de Kordula con la mirada. Abrió los labios, soltó un grito. Todos se quedaron de piedra esperando.

—¡Kalashnikov! —gritó, y se tapó la boca con la mano como si hubiera roto su silencio sin querer.

El dedo índice de Kordula se quedó suspendido en el aire. Suspiró.

—Pobre chico.

—No tiene sentido llevarle ahora mismo al médico, aunque las autoridades así lo quieran —opinó Wladi.

Y, así, tuvieron unos días sin estrés. Djadi dejó de buscar refugio debajo del sofá. Pasaba la mayor parte del tiempo con Wladi, que paseó con él por la ciudad, tomaron helados, alguna vez también le llevó al cine y luego le contó la película porque Djadi no había entendido nada.

Ya más animado, Djadi se apropió de las palabras mágicas de ánimo de Wladi. Cada vez que Wladi se perdía en sus pensamientos y quería salir de ellos murmuraba la fórmula: Hopse popse pipse. En algún momento Djadi salió de su habitación, miró a Wladi, sonrió, exclamó:

—¡Hopse popse pipse!

No entendió por qué todos se rieron. Encogió los hombros y escondió la cara entre las manos.