Doble vida - Barbara Dunlop - E-Book

Doble vida E-Book

Barbara Dunlop

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Beschreibung

Aquel crimen no podría resolverlo sola… Joan Bateman sentía que la vida que había conocido había llegado a su fin. Llevaba años manteniendo una doble identidad: para la gente de Indigo era una vecina más, pero para los lectores de novelas de misterio era la gran autora Jules Burrell. Pero en cuanto el secreto salió a la luz, la prensa, sus admiradores y Anthony Verdun, su agente de Nueva York, se presentaron en el tranquilo pueblo de Indigo. Anthony tenía intención de utilizar la publicidad para promocionar el último libro de Joan, pero cuando descubrieron que el argumento era cada vez más cercano a la realidad y que el asesino tenía a Joan en su punto de mira, la relación entre la autora y su agente se hizo mucho más personal…

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Seitenzahl: 199

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2006 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

DOBLE VIDA, Nº 155 - Agosto 2013

Título original: A Secret Life

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2007

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. con permiso de Harlequin persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™ Harlequin Oro ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3510-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

1

Anthony Verdun sabía que debería sentirse culpable, pero lo único que se había sentido era libre desde que, a las tres en punto de la tarde del viernes, había despedido a Clarista Phillips. Tomó aire mientras apisonaba bajo sus pies el camino que lo separaba de la entrada de los artistas de Central Park durante su carrera matutina.

Clarista era insuperable con el procesador de textos, pero su actitud provocativa había llegado a resultarle embarazosa. Su fijación con Anthony había culminado con un par de bragas de encaje rojo que le habían llegado a través del correo interno de la oficina junto a una explícita invitación que incluía melocotones, nata y ataduras de seda.

Él no tenía nada en contra de las ataduras de seda, ni de las bragas de encaje, por cierto. Pero era un hombre chapado a la antigua. Prefería una cena y quizá también una copa antes de la primera proposición.

Anthony redujo la velocidad de su carrera al salir del parque para enfrentarse al tráfico de la Sexta Avenida. La camiseta, empapada, se pegaba a su piel y las gotas de sudor humedecían su pelo corto y oscuro. Miró a ambos lados de la calle, cruzó y se encaminó hacia el café Moulin. Las campanillas de la puerta tintinearon sobre el sonido del tráfico y el aroma del café lo recibió como un viejo amigo.

Se acercó a la barra, tomó un periódico y con él bajo el brazo se dirigió a una de las dependientas habituales.

—Un café de Colombia, por favor.

La dependienta le devolvió la sonrisa. El brillo de sus ojos invitaba a la conversación, pero Anthony tenía una larga jornada por delante. Y, después de la experiencia del viernes, no estaba de humor para conversaciones ingeniosas.

Sacó el teléfono móvil del bolsillo de los pantalones de deporte y presionó el botón para hablar a través de la línea directa de Kent Livingston. Mientras esperaba la conexión, miró los panecillos que se exhibían en la vitrina del mostrador y pidió uno alzando el dedo.

Kent contestó al primer timbrazo.

—Livingston.

—Hola, Kent, soy Anthony.

—Anthony —ronroneó Kent—, eres un sinvergüenza.

—¿Eh?

—Felicidades.

Anthony le tendió un billete a la dependienta, intentando centrarse en las palabras de su amigo. ¿Se habría enterado de lo de Clarista? Si así era, la situación era más que humillante.

—Gracias —contestó mientras dejaba la propina, guardaba el cambio y buscaba una salida para tan embarazosa conversación—. Zane Randal está preocupado, teme que las copias de promoción no lleguen a tiempo a Berlín.

—No habrá ningún problema —respondió Kent más serio—, pero lo confirmaré con el departamento comercial. ¿Zane se marcha el viernes?

—El jueves —contestó Anthony.

Empujó la puerta de la cafetería con el codo, cambiando el zumbido de las conversaciones del interior por el sonido de los cláxones de la Sexta Avenida.

—Su publicista le ha conseguido un par de programas de radio.

—Eso es lo que me gusta oír —dijo Kent—. El representante comercial lo recibirá el sábado por la mañana. ¿Se aloja en el Hilton?

—Sí —dijo Anthony, alegrándose de que la gira de Zane estuviera bajo control.

Mientras caminaba hacia la oficina, iba repasando mentalmente otras prioridades concernientes a Kent.

—Tendré que llamarte esta tarde para darte noticias del contrato de Jules Burrell —todavía estaba esperando una llamada de teléfono de Joan para confirmar el plazo de entrega del manuscrito.

—Creo que ese asunto se lo pasaré a Bo.

¿Bo Reese iba a ocuparse de Jules Burrell? No tenía sentido. Como vicepresidente del departamento de promoción de autores, Bo era una de las personas con más autoridad en la editorial Pellegrin. Y normalmente no se ocupaba de los escritores menos reconocidos.

—Me lo imaginaba —respondió, preguntándose si La traición de la ciénaga podría llegar a ser un éxito—. Te llamaré.

Colgó el teléfono antes de que Kent tuviera oportunidad de enterarse de que la noticia lo había pillado desprevenido y aceleró el paso para recorrer las últimas dos manzanas mientras la cafeína comenzaba a hacer efecto en su cerebro.

Saludó al vigilante del vestíbulo con un movimiento de cabeza y subió en el ascensor hasta el piso veintidós, donde saludó a la recepcionista.

—Buen movimiento, Anthony —Rosalind le sonrió y le guiñó el ojo cuando pasó por delante de ella.

Anthony no dejó de caminar. ¿Estaría al tanto de lo de Clarista?

Cruzó la puerta de su oficina, apuró el café y tiró la taza a la papelera. Se daría una ducha rápida antes de comenzar a analizar la situación de La traición de la ciénaga.

—¡Verdun! —vociferó Stephen Baker, irrumpiendo en el despacho—. ¡Menudo golpe!

Anthony se volvió para ver a su jefe, esperando contra toda esperanza que la exclamación no tuviera nada que ver con Clarista. Stephen dejó un periódico en el escritorio de Anthony.

—En el New York Times nada menos.

Anthony desvió la mirada hacia el periódico. Estaba abierto por la primera página de la sección de estilo. Y el nombre de Jules Burrell ocupaba todo un titular. Emocionado, agarró rápidamente el periódico, intentando disimular su sorpresa. Pero cuando leyó el nombre de Joan Bateman en el primer párrafo, el corazón se le paralizó en el pecho.

—No —dijo con voz ronca.

Stephen le palmeó el hombro.

—Un movimiento brillante. Brillante de verdad

—Yo no...

Hijo de...

Joan Bateman iba a despedirlo. No, mejor dicho, Joan Bateman iba a matarlo. Lo único que le había pedido durante todos aquellos años había sido que protegiera su verdadera identidad. Stephen retrocedió sorprendido.

—¿No has sido tú?

—No, no he sido yo.

—Entonces a lo mejor ha sido Joan.

—Imposible.

De pronto se hizo la luz en su cerebro. Clarista. Clarista debía de haber encontrado la manera de acceder a sus archivos confidenciales.

—El viernes despedí a Clarista —le dijo a Stephen, cerrando los ojos un instante.

Su jefe lo miró arqueando una ceja.

—¿Por qué?

—Por uso inapropiado del correo interno —Anthony leyó rápidamente el resto del artículo.

—¿Y tú crees...?

—Por supuesto que lo creo. Juró que me arrepentiría.

—Bueno, pues yo no me arrepiento ni lo más mínimo. Esa mujer nos ha hecho un favor.

—Esto no es ningún favor.

—Las ventas se han disparado.

—Y Joan va a despedirme. De hecho, me temo que despedirá a toda la editorial.

Stephen frunció el ceño.

—Sabes perfectamente que no puedes permitirte una cosa así.

—Yo no la controlo, Stephen.

—Pues será mejor que lo hagas. Vete a Indigo —le ordenó.

—¿Para que pueda despedirme personalmente?

—Para que puedas utilizar tu atractivo y tus encantos —le arrebató el periódico—. No creas que no me doy cuenta de que las secretarias suspiran por ti.

—Nadie suspira por mí —bueno, excepto Clarista. Y tenía la impresión de que no era una mujer particularmente selectiva.

—Arregla este asunto —le pidió Stephen con cierta dureza—. Sedúcela, coquetea con ella. Acuéstate con ella. Éste es uno de esos momentos, Verdun, en los que puedes demostrar el valor que tienes para esta editorial.

Anthony tragó saliva. Había captado el mensaje. Iba a ir a Indigo, donde tendría que remover cielo y tierra para conseguir que Joan no abandonara el redil.

Después de diez años en Indigo, Luisiana, Joan Bateman todavía era considerada una recién llegada. En general, aquél era un inconveniente menor. Pero aquel día se iba a convertir en un problema.

En Boston sabía cómo utilizar su influencia. Sabía quién era quién y cómo acceder a las personas. La familia Bateman podía acceder a un senador, influir en un congresista o sugerir cómo y dónde debía enviar un editor a un periodista.

Pero Indigo era diferente. Allí no tenía ninguna influencia, ninguna conexión política. Y cultivar influencias era su única esperanza de salvar a su adorado pueblo.

Se sentó a la mesa del comedor y revisó la lista de invitados para el té del domingo. Invitaría al alcalde, desde luego, y quizá también a la matriarca Ivonne Valois.

Oficialmente, todo el mundo había expresado su apoyo a los planes para aumentar el turismo. Pero Joan sabía que tenía que haber otros que, al igual que ella, se opusieran a acabar con la tranquilidad de Indigo. Su estrategia era intentar ponerse en contacto con aquellas personas contrarias al plan y animarlas para que expresaran su opinión.

El problema era que no tenía la menor idea de dónde estaban.

Sus principales adversarios eran evidentes: Alain Boudreaux y Marjo Savoy. Dos de las personas que más apoyaban el festival de música. Él era un hombre influyente porque su familia tenía profundas raíces en el pueblo y, además, era el jefe del departamento de policía. Marjo, la directora de las pompas fúnebres, era la directora del comité para la restauración del teatro de la ópera, el eje alrededor del que querían dar un nuevo impulso al turismo.

Joan se colocó un mechón de la melena detrás de la oreja mientras abría su estuche de madera. Iba a hacer las cosas bien. Organizaría una merienda para una media docena de personas influyentes y salpicaría el acontecimiento con algunos comentarios sobre la conveniencia de que Indigo continuara siendo un lugar pequeño y tranquilo.

Ése sería el principio.

Abrió un frasco de tinta negra, mojó la pluma en el líquido y comenzó a escribir.

Y no había terminado de escribir la dirección de la primera invitación cuando sonó el teléfono. No esperaba llamadas, así que dejó que se activara el contestador mientras ella seguía trabajando.

—¿Joan? Soy Heather.

Joan continuó escribiendo. Le devolvería la llamada a su hermana en cualquier otro momento.

—Tienes que decirme si es verdad —su hermana elevó ligeramente el tono de voz—.Y si es verdad, dime en qué estabas pensando. Llámame. Pronto.

—¿Qué? —Joan formuló la pregunta en voz alta.

Por el tono de voz de Heather, tenía que haber ocurrido algo grave. Aunque, por supuesto, «grave» en el mundo de Heather no quería decir necesariamente un asunto de vida o muerte.

Joan siguió escribiendo, pero el teléfono volvió a sonar.

—¿Joan? Soy Alain Boudreaux.

¿Alain Boudreaux? El jefe de policía nunca la había llamado a casa. ¿Se habría enterado de que quería reunir apoyos en contra del festival de música?

—Te agradecería que me llamaras cuando oigas este mensaje.

A Joan le dio un vuelco el corazón. Repasó rápidamente las personas con las que había hablado durante la semana anterior. No era ningún secreto que no quería que aumentara el turismo. Pero creía haber sido suficientemente discreta. De pronto, llamaron a la puerta.

¿Podría haber llegado el jefe de policía tan rápidamente? ¿Estaría muy enfadado?

Quienquiera que fuera, volvió a llamar.

Y la curiosidad se impuso al instinto de supervivencia. Se acercó a la ventana y miró con atención a la persona que estaba en el porche. ¿Anthony? ¿Qué demonios estaba haciendo Anthony allí?

—¿Joan?

—¿Anthony? —le respondió ella.

Anthony se acercó y la miró a través de la ventana.

—Déjame entrar, Joan.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Necesito hablar contigo.

—¿Sobre qué?

—¿Estás enfadada?

—No.

No estaba enfadada, estaba confundida y un poco nerviosa. De hecho, estaba comenzando a desear que aquello fuera un sueño.

Anthony giró el pomo de la puerta y ésta se abrió. No le sorprendió. No había muchos cerrojos en Indigo y ésa era una de las cosas que estaba intentando proteger y por las que se oponía al festival de música y a la rehabilitación del teatro de la ópera.

La puerta se abrió para dar paso a su agente literario, además de su abogado. Como siempre, la visión de Anthony la dejó sin respiración. Vestido con un traje perfectamente cortado, era un urbanita de un atractivo extraordinario, ojos azules, pelo oscuro, mandíbula fuerte y un cuerpo que hacía que muchas mujeres se volvieran al verlo.

—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Ha ocurrido algo malo con la novela?

El libro había salido hacía sólo unos días. Todavía era demasiado pronto para dejarse llevar por el pánico de las cifras de ventas.

Anthony observó atentamente su expresión, se acercó a ella casi con recelo y cerró la puerta tras él.

—No, no ha ocurrido nada con el libro. Las ventas van muy bien.

—Me alegro de oírlo.

Anthony desvió la mirada y ella siguió su curso hasta la mesa.

—Estaba escribiendo unas invitaciones —le explicó Joan.

—No pretendía molestarte.

El teléfono volvió a sonar.

—No contestes —le pidió Anthony.

Él mismo cruzó la habitación, se acercó al teléfono y desconectó el contestador.

Joan tardó un par de segundos en reaccionar.

—Tenemos que hablar.

—¿Sobre qué? —preguntó Joan.

Su teoría de que aquello era un sueño estaba ganando credibilidad.

—Ha ocurrido algo.

Joan cerró los ojos y sacudió ligeramente la cabeza.

—¿Joan?

Abrió un ojo.

—Sigues aquí.

—Sí, todavía estoy aquí —dio un paso hacia ella y alargó la mano vacilante.

Joan inhaló su esencia, deseando estar realmente en un sueño. Porque aquél sería el momento perfecto para inclinarse y darle un beso.

—¿Podemos sentarnos?

Estaba muy serio. A lo mejor la novela no iba bien. A lo mejor quería dejar de ser su agente.

—Adelante, dímelo —le pidió, intentando endurecerse.

Fuera lo que fuera, sería capaz de mantener la compostura. Contaba con años de práctica.

—Ha habido una filtración —dijo Anthony.

Joan miró automáticamente hacia el techo. Anthony dejó caer los hombros y sacudió la cabeza.

—Aquí no.

—Oh.

—Se ha filtrado cierta información.

—¿Información?

—Información sobre ti. Información personal.

Entonces lo comprendió. Y se sintió como si acabara de atravesarla un rayo.

—¡No! —exclamó, sacudiendo la cabeza.

Las palabras de Heather resonaron en su cerebro: «¿En qué estabas pensando?».

En ese momento, Joan no sabía en qué estaba pensando. Había depositado su fe en Anthony. Había confiado en él cuando le había dicho que la cuidaría.

Lo miró con la sensación de estar viéndolo por vez primera.

—¿Cómo has podido...?

—No he sido yo.

—¿Y quién ha podido ser si no? ¿Quién más lo sabía?

—Lo tenía escrito en un archivo confidencial.

—¿Lo escribiste?

—Joan, yo...

Joan quería gritarle. Quería insultarlo. Pero sabía que eso no cambiaría nada. Lo único que podía hacer era intentar controlarse. Y necesitó hasta la última gota de compostura para mantener los labios cerrados. Tenía que pensar. Tenía que haber alguna forma de salvar la situación.

—¿Quién más lo sabe?

Lo sabía su hermana, evidentemente. Y también Anthony. Además de la persona que tenía acceso al archivo confidencial y dos abogados de Atlanta.

Anthony bajó la mirada y cambió de postura.

—¿Quién más lo sabe? —repitió Joan.

—La mayor parte de los lectores del New York Times.

—Lo han... —comenzó a retroceder tambaleante.

—Sí, ayer apareció publicado.

«Oh, no. No, no».

—Y la CNN ha dado la noticia esta mañana.

—Creo que voy a vomitar.

Anthony dio un paso hacia ella y posó las manos en sus hombros.

—Respira.

—No servirá de nada —se enterarían. Todo el mundo se enteraría.

Y la culpa era de ella. Se había confiado. Después de diez años, pensaba que su secreto quedaría a salvo, así que con La traición de la ciénaga se había relajado.

—Aparece una escena de sadomasoquismo. Y la va a leer mi madre. Y mi abuela.

—Pero todo es ficción.

—Pensarán que...

—Pensarán que eres una autora con mucho talento.

—Y que no tengo ninguna moralidad.

—¿Qué más te da?

—Es mi familia.

—Entonces deberían estar orgullosas de ti. Joan, sé que podemos conseguir que esto funcione.

Joan tardó varios segundos en registrar el significado de sus palabras. ¿Hacer que funcione? Por supuesto, él conseguiría que funcionara. A pesar de sus muestras de compasión, debía de estar encantado con el curso de los acontecimientos. Llevaba años persiguiéndola para conseguir ese tipo de publicidad.

—¿Estás seguro de que no has sido tú?

—¡Joan! —parecía ofendido.

—Porque se me ocurre que podrías estar muy contento con una noticia de este tipo.

—No me alegra lo más mínimo lo que ha pasado.

¿Lo creía? ¿Era suficientemente estúpida como para creerlo? En realidad, no importaba. Ya no había nada que hacer. Su familia se distanciaría de ella y Anthony regresaría a Nueva York. Y ella se quedaría sola otra vez.

Una razón más para que Indigo no cambiara. Tomó aire. Acababa de comprender cómo resolver su problema. Se acercó a la mesa, se sentó y tomó la pluma.

—¿Joan? —aventuró Anthony tras ella.

—Ahora mismo estoy ocupada —dibujó una «P» mayúscula con una floritura—, pero muchas gracias por haber pasado por aquí.

Anthony permaneció en silencio mientras ella terminaba de escribir «Por favor».

—Sobre el nuevo manuscrito —dijo, dejando la pluma—, sé que es mucho pedir, pero me gustaría que me dieras un par de semanas más.

—Joan —Anthony se acercó a ella, invadiendo con su esencia todo su espacio.

A Joan se le tensó el estómago, pero decidió ignorarlo.

—Creo que podría ser el festival de música.

—¿El festival de música?

Joan asintió mientras continuaba escribiendo con particular esmero.

—Ocupa todo mi espacio mental y la verdad es que ahora mismo no soy capaz de plantearme ninguna otra cosa.

El teléfono volvió a sonar. Anthony cruzó la habitación a grandes zancadas y lo desconectó.

—He venido a ayudarte.

—¿Sabes escribir con plumilla?

—No puedes fingir que no está pasando nada.

—¿Y qué es lo que está pasando?

—Han descubierto tu identidad —Anthony rodeó la mesa, sacó una silla y se sentó—. Tenemos que hablar de la estrategia a seguir. Tenemos que elaborar un plan.

—Yo ya tengo un plan. Estoy escribiendo invitaciones; voy a ofrecer un té.

—¿Con qué motivo?

—Hay personas en Indigo que quieren incrementar el turismo en el pueblo. A mí no me parece una buena idea —continuó—, y te diré por qué: lo bueno de vivir aquí es la paz y la tranquilidad, la sensación de comunidad, el ritmo de vida. Si traes a un puñado de turistas, todo cambiará en un abrir y cerrar de ojos.

—Así que vas a organizar un té.

—Exactamente.

—No comprendo tu lógica.

—Eso es porque yo soy una artista y tú eres un abogado.

—Ya entiendo.

No, no entendía nada. Pero estaba adoptando una actitud condescendiente. El muy canalla.

—Voy a organizar un té, quiero influir sobre algunas de las personas más importantes del pueblo, quitarles de la cabeza la idea del festival, de la restauración del teatro y del turismo. Mi intención es que Indigo siga siendo tal y como es y proteger así mi forma de vida.

—¿Y no crees que la presencia de tus admiradores en Indigo podría llegar a tener algún impacto en tu estilo de vida?

—¿Para qué van a venir mis lectores a Indigo?

—Para verte, Joan —la miró muy serio.

Pero eso era ridículo. Ella no era una actriz de cine. Nadie iba a ir a Indigo para verla. Su problema era que sus padres leyeran el libro. Se le cayó la plumilla, echando a perder las estúpidas invitaciones que estaba escribiendo.

2

Anthony no estaba dispuesto a permitir que Joan saliera a enviar aquellas invitaciones. Tenía que quedarse en casa hasta que supieran cómo había reaccionado la prensa al conocer su identidad.

—Yo enviaré esas invitaciones —le propuso, alargando la mano hacia los sobres que ella sostenía—. Tú dame las direcciones.

Tampoco le gustaba la idea de dejarla sola en la casa, pero era el mejor de los males.

Joan apartó las cartas de su alcance y señaló hacia la ventana.

—¿Has visto multitudes en la puerta? ¿Las has visto?

—Eso no quiere decir que no hayan venido periodistas al pueblo.

Joan negó con la cabeza.

—Voy a subir a cambiarme a mi dormitorio y después enviaré las invitaciones personalmente.

—Negar la realidad no te va a servir de nada —le advirtió Anthony.

—Y tampoco dejarme llevar por el pánico.

—No me estoy dejando llevar por el pánico —estaba dando los pasos razonables para garantizar la seguridad de Joan y mantener el control de todo aquel asunto.

—Voy a cambiarme —insistió Joan, mirándolo por encima del hombro mientras se dirigía hacia las escaleras.

—Deberías poner barrotes en la puerta.

—No puedes mantenerme prisionera —repuso Joan mientras resonaban sus pasos enérgicos sobre los escalones.

—Pero pienso intentarlo.

Se alegraba de que no estuviera asustada. Estaba mostrando confianza en sí misma. Quizá incluso se mostrara de acuerdo en que le hicieran una entrevista.

A él le gustaba la idea. Una publicidad bien dirigida podría tener un gran impacto en las ventas. Pellegrin ya estaba pensando en una segunda edición. Había posibilidades de que pudieran hablar incluso de una tercera y una cuarta.

Sacó su agenda electrónica y revisó las librerías que estaban conectadas a Internet. Cuando estaba buscando las cifras de ventas, llamaron a la puerta.

Miró hacia la escalera para asegurarse de que Joan no aparecía, se guardó la agenda en el bolsillo y se dirigió al vestíbulo.

Abrió la puerta a una mujer rubia de gesto altivo, vestida con un traje de lino rosa, con pendientes largos y un enorme diamante al cuello.

—¿Puedo ayudarla en algo? —le preguntó.

—¿Quién es usted?

—No creo que eso sea asunto suyo —respondió Anthony.

—¿Dónde está Joan?

—Eso tampoco es asunto suyo.

Definitivamente, no era una periodista, y apostaba a que tampoco era una mujer del pueblo. ¿Sería una de las lectoras de Joan?

—¿Va a obligarme a llamar a la policía? —le preguntó la recién llegada.

Aquello lo sorprendió.

—Haga lo que quiera.

Pero la mujer no sacó el teléfono móvil, de modo que estaba prácticamente convencido de que era un farol.

—¿Joan? —gritó la mujer.

Anthony intentó cerrar la puerta, pero la mujer se interpuso. Aun así, le bloqueó el paso con su propio cuerpo.

—¿Joan? ¿Estás bien?

Resonaron los pasos rápidos de de Joan en las escaleras.

—¿Heather?

—Sí, soy yo. ¿Y quién es este imbécil?

—¿Anthony? —Joan corrió hacia ellos—. ¿Qué haces?

—¿La conoces?

—Claro que la conozco, es mi hermana.

La mujer lo fulminó con la mirada.

—Sí, soy su hermana.

Perfecto, se suponía que cuando un día comenzaba mal, siempre terminaba peor.

Heather se alisó el traje y se sacudió las mangas, como si Anthony la hubiera contaminado.

—Te presento a Anthony Verdun —dijo Joan.

—¿Tienes novio?

—Es mi agente —replicó Joan.

—¿Una especie de abogado?

Anthony cerró la puerta tras Heather y miró por la ventana para asegurarse de que nadie más estaba espiándolos a través de las hortensias.

—Es abogado, de hecho, pero es agente literario. Se encarga de vender mis libros.

Heather lo recorrió de los pies a la cabeza con la mirada.

—Así que es él. Sabía que tenía que haber algo turbio detrás.

Anthony soltó un bufido burlón.

La mujer centró su atención en Joan e hizo un gesto con la mano.

—¿Cómo te convenció para que hicieras esta tontería?

Joan apretó los labios y sonrió.

—Esto es como una secta. Me invitó a caramelos y a cantar en un coro.

Anthony felicitó a Joan en silencio por su valor, pero Heather lo miró con enfado.

—¿Te has olvidado de la parte en la que tienes que decir «felicidades, Joan»? —le preguntó Anthony.

—¿Felicidades?

—Tu hermana está a punto de formar parte de una lista de éxitos.

—Por escribir literatura barata.