Doce visiones para un nuevo mundo - Agustín Fernández Mallo - E-Book

Doce visiones para un nuevo mundo E-Book

Agustín Fernández Mallo

0,0

Beschreibung

Este volumen especial de la Colección Obra Fundamental reúne los relatos de doce destacados escritores contemporáneos, en los que se aborda la cuestión de lo que está por venir conjugando la ciencia ficción con lo cotidiano. La fugacidad de la identidad y lo ilusorio del amor; el abuso de la tecnología en un mundo sin libros; los engaños de una civilización desaparecida tras una hecatombe; los avances científicos y sus mitos prometeicos; las sociedades orwellianas y el control de la humanidad; la soledad de los ancianos en un mundo regido por la inteligencia artificial; el lugar que ocupan las personas dentro de las estructuras laborales; el hundimiento de ciudades monumentales a causa de desastres climáticos; la inexistencia del tiempo; la vida más allá de la muerte o la elección del ser humano entre materia o espíritu, son algunos de los temas tratados en el libro. César Antonio Molina ha sido el autor del epílogo que cierra el volumen. Incluye un enlace para acceder a los relatos dramatizados y las entrevistas a sus autores en formato pódcast.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 356

Veröffentlichungsjahr: 2022

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



DOCE VISIONES PARA UN NUEVO MUNDO

DOCE VISIONES

PARA UN NUEVO MUNDO

¿HACIA DÓNDE CAMINA EL SER HUMANO?

Agustín Fernández Mallo / Ana Merino / Andrés Ibáñez

Care Santos / Cristina Cerezales Laforet / Elena Medel

Irene Gracia / José María Merino / Juan Manuel de Prada

Mercedes Cebrián / Pablo d’Ors / Ricardo Menéndez Salmón

Epílogo de

César Antonio Molina

https://www.fundacionbancosantander.com/es/cultura/literatura/-doce-visiones-para-un-nuevo-mundo

Los doce relatos que integran este volumen nacen del encargo a sus autores, por parte de Fundación Banco Santander, de idear un texto narrativo cuyo fondo fuera una visión del futuro del mundo, que abordara la cuestión de hacia dónde camina el ser humano. Las ideas, reflexiones o personajes que pueblan estas páginas responden exclusivamente, pues, a la libertad creativa de los escritores convocados, sin ninguna participación de la Fundación, cuya responsabilidad se ciñe a la puesta en marcha de la iniciativa como editora de la obra.

COLECCIÓN OBRA FUNDAMENTAL

Responsable literario: Francisco Javier Expósito Lorenzo

Diseño de la colección: Gonzalo Armero

Cuidado de la edición: Antonia Castaño

Imagen de cubierta: Richard Parker, Hacia delante, 2021

[obra adaptada para esta publicación con el permiso del autor]

© De esta edición: Fundación Banco Santander, 2021

© De los textos: sus respectivos autores

© De la imagen de cubierta: Richard Parker

Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

ISBN: 978-84-16950-16-4

ÍNDICE

PRESENTACIÓN

Fundación Banco Santander

DOCE VISIONES PARA UN NUEVO MUNDO

Agustín Fernández Mallo, Ilusorio azul

Ana Merino, Simulador

Andrés Ibáñez, El regreso

Care Santos, Witz, las orugas y el bizcocho de zanahoria

Cristina Cerezales Laforet, Transformación

Elena Medel, Un acuerdo al respecto

Irene Gracia, Alas

José María Merino, Digitalienación. Historia de un atentado

Juan Manuel de Prada, Sin miedo ni codicia

Mercedes Cebrián, Pártamelos finitos

Pablo d’Ors, Mi amigo Ferrer

Ricardo Menéndez Salmón, Penúltimas horas en la Tierra

EPÍLOGO

¿Cómo convertirnos en centauros tecnológicos?, por César Antonio Molina

RESEÑAS DE LOS DOCE AUTORES

PRESENTACIÓN

Fundación Banco Santander

Estamos naciendo a un mundo nuevo que todavía se está conformando; el que conocíamos se despide y el venidero aún no acaba de perfilar su rostro sobre el horizonte. Todos asistimos, entre expectantes y asombrados, a la multitud de acontecimientos que se suceden sin que podamos extraer conclusiones claras que nos saquen de la incertidumbre en que vivimos respecto del futuro.

El coronavirus, aún flotante, nos ha puesto en contacto con transformaciones inauditas que nos han llevado más allá de los paradigmas existentes que teníamos por ciertos hasta ahora. No solo nos hemos confrontado con nuestra vulnerabilidad y fragilidad psicológica más que nunca, sino que también ha emergido de nosotros una resiliencia y flexibilidad que nos capacita para generar nuevas ideas que contribuyan a mejorar el mundo en que viviremos.

Desde Fundación Banco Santander, no podíamos permanecer ajenos a esta época de cambios y transformaciones que vivimos sin incentivar, desde nuestro compromiso de fomentar la cultura y el pensamiento, una reflexión literaria en torno a las distintas visiones de futuro que traerá este mundo que muta ante nuestros ojos.

Hace poco más de un año, en medio de la pandemia, se nos ocurrió la idea de convocar a doce reconocidos escritores contemporáneos —seis hombres y seis mujeres, todos ellos relacionados de una u otra manera con nuestra Colección Obra Fundamental— para que, desde su libertad creativa, nos ofrecieran una visión original e inédita en forma de relato sobre lo que sería el mundo que se avecina, relacionándola además con la pregunta que figura como subtítulo de este libro: ¿hacia dónde camina el ser humano?

Este volumen es, por ello, una encrucijada en la que el lector hallará diferentes caminos por los que han transitado estos doce peregrinos del futuro —a través del cuento o el ensayo de ficción— provistos de su imaginación, trayéndonos al presente doce nuevas realidades con sus personajes e historias.

La fugacidad de la identidad, el uso y abuso de la tecnología, las simulaciones y engaños de la realidad, los avances científicos y los mitos prometeicos, las sociedades orwellianas, los conflictos en el mundo laboral, la acción de nuestra especie sobre el cambio climático, la ciencia ficción en el origen de nuestra cotidianeidad, las preocupaciones de nuestros mayores, la vida más allá de la muerte o la elección del ser humano entre materia o espíritu son algunos de los grandes temas que han tratado nuestros autores en sus relatos. Agustín Fernández Mallo, Ana Merino, Andrés Ibáñez, Care Santos, Cristina Cerezales Laforet, Elena Medel, Irene Gracia, José María Merino, Juan Manuel de Prada, Mercedes Cebrián, Pablo d’Ors y Ricardo Menéndez Salmón hacen converger utopías y distopías en sus creaciones, entregándonos un abanico amplísimo de posibilidades y potenciales. No podemos olvidar tampoco el epílogo ensayístico que nos ofrece el poeta, escritor y exministro de Cultura César Antonio Molina, con una reflexión sobre el futuro que pone un broche de oro a esta recopilación.

Este libro ofrece, asimismo, un valioso y singular material en formato pódcast que podrá descargarse y escucharse gratuitamente desde nuestra web y el código qr impreso en el volumen. Primeramente, una serie de entrevistas y testimonios que darán la posibilidad de indagar en el universo y sentir de los trece autores que participan en el proyecto, además de profundizar en cada uno de los relatos y temas que proponen. Del mismo modo, el lector podrá disfrutar de los doce relatos en producciones dramatizadas por actores y actrices —junto a algunos de nuestros autores, que han puesto voz a sus propios personajes—, que harán las delicias de los amantes de la literatura sonora.

Desde Fundación Banco Santander damos encarecidamente las gracias a estos visionarios por su colaboración entusiasta desde el comienzo de este encargo. Solo esperamos que todos estos relatos y materiales —originales e inéditos—, creados ex profeso para este volumen, lleven el disfrute y la reflexión a todo aquel que se acerque a sus páginas, y planten semillas de nuevos horizontes desde la literatura, el faro que tantas veces ha iluminado el entendimiento del ser humano en los tiempos más convulsos y desafiantes.

DOCE VISIONES PARA UN NUEVO MUNDO

Ilusorio azul

Agustín Fernández Mallo

I

Me proponen escribir un texto acerca de nuestro futuro, así, sin más. En concreto, «¿hacia dónde se dirige la humanidad?», y digo inmediatamente que sí, imposible rechazar tan sugerente misión. Al momento me doy cuenta del lío en el que me he metido. Cómo hablar en unas pocas palabras de semejante asunto, harían falta cientos de páginas, volúmenes enteros para tan siquiera llegar a rozar la piel del especulado futuro. Tras varias semanas dándole vueltas llego a la conclusión de que la técnica literaria que pueda abordar el problema deberá ser de «estilo teórico» —eso que llaman ensayístico—, y convencido de ello me pongo a pensar qué temas a fecha de hoy creo relevantes tanto para mí como para el resto de la gente, y digo para mí como para el resto de la gente porque ese texto solo destilará una tesis verdadera si se da en esa coincidencia de mundos propios y ajenos. Atento a las noticias de los medios de comunicación generalistas, a los libros tanto de ficción como de teoría recientemente publicados, atento también a la poesía que desde hace pocos años se edita y por supuesto a los temas que encienden y apagan las redes sociales, creo percatarme de que hay unos cuantos asuntos que no solo preocupan, y mucho, al mundo occidentalizado, sino que parecen tener un específico calado de futuro, temas que no tienen que ver con las modas ni con las espectaculares noticias pasajeras, ni tan quiera con esos grandes titulares de reyertas y desastres naturales que especialmente en los veranos llenan las páginas de los diarios, sino que se hallan tomados por un peso específico, una densidad que los hace gravitantes al mismo tiempo que discretos, dotados de una ligereza que sobrevuela el espacio y el tiempo y que, por lo tanto —concluyo—, estarán mucho tiempo entre nosotros. Por no demorarlo más, diré que esos temas son dos: la identidad —tanto individual como colectiva— y el cuerpo. Sí, cualesquiera debates sobre el presente y futuro parecen desembocar en esos dos mares, unidos, o más bien dominados, por un tercer tema que, más que un tema en sí, es una técnica antigua pero de pronto reavivada en los últimos años por la irrupción del big data en nuestra cotidianidad, y que no es otra que la estadística.

De modo que ya tenía acotado el ámbito de lo que debería ser mi investigación, trío compuesto por el cuerpo, la identidad y la estadística. Ahora venía lo difícil, me faltaba el detalle, el acontecimiento que me proporcionara el pistoletazo de salida, el modo en que poder comenzar mi narración. Me explico: como es sabido, la escritura creativa funciona yendo del detalle a la generalidad, y no a la inversa. Quiero decir que la persona creativa fija su atención en un hecho cotidiano, en algún detalle que pasa desapercibido a sus conciudadanos, y desde ahí levanta su texto, que si es un buen texto navegará hacia la generalidad, hacia la humanidad al completo; uno de los casos más conocidos es aquel en el que un señor llamado Proust escribió una de las más relevantes obras de la historia de la literatura valiéndose del sencillo sabor que le provocaba una magdalena. No hace falta haber leído a Virginia Woolf ni a W. G. Sebald para saber que ese mecanismo poético y narrativo es cierto. En fin, que lo que yo necesitaba era el detalle, el hecho cotidiano y común, que me proporcionara la epifanía con la que intuir el cuadro completo, para después ir creando sus detalles.

Tal epifanía llegó un día de verano, en la playa. Bien saben mis amigos y allegados que no me gusta ir a la playa; como mucho, un baño rápido y regresar a casa; no veo necesidad alguna en practicar esa forma de ocio, sin duda antinatural y contraria a toda elemental pulsión de supervivencia, que es sufrir bajo el sol. Pero el pasado verano cometí el error —que resultó positivo— de romper esa norma y tras bañarme en una playa cercana a mi casa, en la ciudad de Palma de Mallorca, quedarme un rato en la arena, dejar que fuera el sol y no la toalla quien me secara. Era muy temprano, apenas unos locales y unos cuantos turistas. Observé el azul del mar, observé el azul del cielo, diferentes ambos pero también los dos ganados por la intensidad de lo que no está completo del todo, lo que se está formando, y pensé entonces que el azul es un color que apenas existe en el planeta. Miré a mi alrededor y, en efecto, constaté que así era, casi nada en la naturaleza es azul. Si no fuera por el cielo y el mar, prácticamente podría decir que el azul es color inventado, idea que se vio reforzada al ver que en mi entorno tan solo eran azules unos cuantos bañadores, inclui­do el mío, y una sombrilla bajo la que una familia comenzaba ya a depositar su cacharrería de supervivencia playera. De inmediato me sentí salvado, supe que el color azul era el detalle que necesitaba para articular la narración acerca del futuro de la humanidad. Mis preocupaciones se disiparon, de algún modo todo se escribió en ese instante en mi cabeza. Bendita playa, me dije. Pero sabía también que, antes de que el color azul hiciera acto de presencia en mi texto, debería elaborar toda una serie consideraciones que tenían que ver con los cuerpos, las relaciones entre ellos y el lenguaje. Recogí mis cosas, apenas la toalla y el teléfono, y regresé de inmediato a mi piso, donde bajé las persianas y, durmiendo lo mínimo y comiendo todavía menos, me encerré durante los días que quedaban de agosto a desarrollar la idea que, grandiosa en mi cabeza, de pronto ya me dominaba.

Fue así como empecé a pensar en el amor.

II

El amor es una pulsión que todo lo envuelve, no hay asunto personal en el que a lo largo de su vida un humano emplee más tiempo, pertenencias, dinero y energía física y mental que en el amor. Pero hay un problema, el amor nunca es del todo satisfactorio, nunca se nos aparece del todo perfeccionado, es un paisaje que cuando uno lo cree completo surge una brecha de la que manan incertidumbres y desasosiegos —angustia incluso—. La novedad es que nunca como hoy el amor, tanto de pareja como colectivo, ha tenido más presencia y relevancia en el desarrollo de las personas y las comunidades.

En el siglo pasado, un señor llamado Lacan, psicoanalista de aspecto ciertamente antipático pero originalísimo en sus cavilaciones, enunció una frase en apariencia incomprensible, y por descontado escandalosa, pero cuya veracidad no ha hecho más que crecer y crecer: «no hay relación sexual». Es decir, la relación sexual es imposible. Lo que quería dar a entender aquel hombre es que en el encuentro sexual, y por mucho que digamos lo contrario, no se busca el goce de la otra persona sino el de uno mismo, de modo que, si por «relación» entendemos algo así como «la unión del uno en el otro y del otro en el uno», tal cosa no existe. Lamentablemente usamos al otro como instrumento para nuestro goce. Cuando le preguntaron en qué fundamentaba su idea, salió con una anécdota inesperada; apeló a Voltaire. Cuentan las crónicas que cuando Voltaire vio a un caballo fecundar a una yegua pensó que el encuentro sexual entre los dos animales era perfecto, que no había en su acoplamiento carnal lugar a equívoco porque no tienen lenguaje; la comunicación entre los animales no se fundamenta en el lenguaje sino en una estricta necesidad biológica, de ahí que el encuentro entre sus dos cuerpos siempre sea perfecto, preciso. Por el contrario, los humanos tenemos un lenguaje, cavilamos, especulamos, deseamos y odiamos a través de él, y especialmente en el acto sexual, momento en el que aparecen toda clase de dudas. Por ello la relación sexual, como tal, no existe en nosotros, y esa imposibilidad genera una angustia, que es insalvable; por mucho que uno quiera desviarla, taparla o evitarla, tarde o temprano aparecerá. Pero en realidad aún no he hablado del amor. Ahí voy: para sortear esa angustia que genera la imposibilidad de una plena relación sexual, los humanos hemos inventado un truco único, algo que no solo los animales no tienen sino que nos hace completamente humanos, y se trata de la idea de que en el acto sexual se genera amor, una clase muy especial de amor, el amor romántico —casi platónico—, aquel que nos dice que la unión entre los dos amantes es perfecta, apasionada y, sobre todo, incorruptible y eterna. Se trata de un parche que cumple una colosal función de supervivencia y de cohesión individual y social: tranqui­lizarnos, dar estabilidad a nuestras relaciones con los otros. El homo sapiens se convierte así también en homo amoris.

Ahora bien, en las últimas décadas —y previsiblemente mucho más en un futuro próximo—, esa estabilidad producida por el efecto del amor es aprovechada por los intereses del mercado emocional. La solución a la angustia que por el mero hecho de ser humanos nos constituye ya no es vehiculada a través del amor, sino mediante la inducción a los ciudadanos, por parte del mercado, a toda clase de consumos en serie —compras fuera de escala, pornografía heteropatriarcal, drogas, técnicas terapéuticas que nada curan, etc.—, de tal manera que toda clase de goce —antes amoroso— es vehiculado a través de reglas de un comportamiento hipernormativo establecido por el mercado, quien nos dice que debemos comprar, odiar, gozar e incluso morir de una determinada manera, dictada por el consumo. Estas reglas, analizadas detenidamente, vemos que tan solo redundan en la expansión del ego de quien consume, son un loop sin fin y, por lo tanto, lejos de tranquilizar hacen más grande la brecha de insatisfacción en quien no acepta la total diferencia que existe y que existirá entre dos cuerpos. Y todo esto no puede sino conducir a la frustración del sujeto. Aparece entonces la figura del ciudadano solo, el individuo que confunde su insalvable soledad, inherente a tener un lenguaje verbal y un cuerpo, con la soledad creada e inducida por el mercado, soledad a la cual tal mercado a través del consumo egocéntrico le conduce. Todo esto desemboca, lógicamente, en el fracaso y la depresión, y cuando esta acontece, surge su inevitable consecuencia: la no aceptación de lo diferente en todo su espectro —xenofobia, odio al otro género sexual, nacionalismos excluyentes, violencia de clase, etc.—. Es entonces cuando de aquello que nos unía, de aquella fantasía y estratagema que el humano había inventado para sortear la imposibilidad de tener una relación de igual a igual, el amor, ya nada queda, se ha esfumado; simple y llanamente ha mutado en odio a lo distinto.

III

Tardé dos días completos, con sus soles y sus lunas casi llenas, en redactar ese primer gran párrafo, que me gustó, pero tan solo había hablado de los cuerpos, aún nada de estadística ni de la identidad, y mucho menos del color azul. La tarea que tenía por delante se me antojó todavía más titánica, pero, emocionado por el rumbo que estaba tomando mi investigación, y ajeno a los reclamos de la Mallorca estival que más allá de las persianas, completamente bajadas, me solicitaban, continué escribiendo.

Pensé entonces que si el amor había fracasado y había sido sustituido por los cantos de sirena del mercado, podría ocurrir que otra clase amor estuviera emergiendo, un amor transfigurado, mutado, un amor propiamente del siglo xxi. Me vinieron a la cabeza inmediatamente las redes sociales, y el particular uso que estas hacen de la palabra amigo y amor. En efecto, las redes sociales parecen cambiar el amor romántico o el amor interpersonal —de mí hacia ti— por una especie de «amor estadístico», que consiste en la interacción de un solo individuo con, simultáneamente, toda una imprecisa colectividad. Para entender este cambio de lo personal a lo estadístico y su verdadera dimensión, ahora sí reapareció con derecho propio aquella epifanía playera del color azul.

Se sabe que el azul es uno de los colores que el cerebro más tiempo tarda en identificar; hasta los cuatro años de edad no es común tenerlo conceptualizado. El motivo no es otro que —como he dicho— su escasa existencia en la naturaleza. El mar, visto en conjunto y desde lejos, es azul, pero un vaso de agua de mar nada tiene de azul. Lo mismo le ocurre al cielo: nunca es azul un trozo de aire retenido entre nuestras manos. Que al observar la Tierra desde una estación espacial podamos decir que vivimos en un planeta azul, y no verde, ni gris ni marrón, indica que, vista a gran escala, la envolvente cromática de la Tierra —es decir, la media estadística de la colectividad de los colores terrestres— arroja un resultado que, cuando es visto a pequeña escala, es invisible, no existe. Se trata pues de la verdadera aparición de un color en las grandes escalas. De ahí que, paradójicamente, esa rama de la matemática llamada estadística sea la más fantasiosa —trabaja con grandes números, no atiende al detalle ni a la diferencia—, y al mismo tiempo sea la más realista versión de la realidad. Y tal efecto —me dije— también se da en el amor y en las relaciones interpersonales en general. Cuando hay una gran masa de gente —un partido de fútbol, un concierto, un mitin político o una congregación religiosa—, emerge de pronto entre todos y cada uno de los integrantes una cierta unión, unos especiales afectos que antes no existían, y a los que podemos llamar «afectos estadísticos» o «amor estadístico», amor que desaparecerá en cuanto la concentración de cuerpos se disuelva, amor que directamente no existe si tomamos a dos personas por separado —por ejemplo, una pareja en su ámbito doméstico, cuya vinculación afectiva siempre es de naturaleza radicalmente distinta a la que se da en un mitin político o en un concierto—. Cuando Facebook nos indica que un usuario es nuestro amigo, se está refiriendo a aquella amistad estadística, aquel «amor estadístico», que existe, sí, pero que resultará ilusorio y eufemístico si por amigo entendemos el clásico lazo que se da en el amor entre dos personas individuales. El amor de pareja o la amistad entre dos rechaza, por definición, todo intento de ser extendido a virtudes y comportamientos colectivos. Y es ese interpersonal amor entre dos lo que parece haber fracasado en su intento de sellar la antes descrita brecha («la relación sexual es imposible»), que nos depara el mero hecho de tener un lenguaje. Se practica así un amor estadístico. Del homo amoris que nos definía como humanos que aman al modo romántico, hemos pasado a una suerte de «homo estadístico».

Naturalmente, esto modificará nuestro concepto de identidad personal, que se verá totalmente condicionada por la identidad digital-colectiva de tales amigos y amores estadísticos. No obstante, habrá que tomar las debidas precauciones, ya que el uso narrativo que de las palabras amor y amigo hacen las empresas dedicadas a la gestión empresarial de tales plataformas se fundamenta en la estrategia típica del reciente capitalismo emocional: el control monetizado y disfrazado de seducción de las emociones de los individuos. Digámoslo así: el capitalismo clásico ha mutado en un psicocapitalismo, extrae sus rendimientos de estrategias basadas en el cuidado y agasajo de nuestras emociones, que serán usadas con fines monetarios: la empatía, la solidaridad, el amor a la tierra y demás términos no del todo bien definidos apelan a nuestros sentimientos, y, bien examinados, se aplican siempre al antes referido amor estadístico, amor colectivo y abstracto. No es que no sea cierto o falso tal amor colectivo, sino que, teniendo un valor determinado y por lo tanto su ámbito de aplicación natural, para ser usado con fines económicos es desviado hacia una codificación y un uso que apela no a lo estadístico sino a lo totalmente personal. Es como si de la fortuita y puntual unión que se da cuando, en un concierto de música, intercambias unas emocionadas palabras con otro fan que tienes a tu lado —fan al que no conoces y a quien cuando termine el concierto nunca volverás a ver, o incluso en caso de verle te caería mal—, un tercero se las apañase para hacer pasar ese contacto por una relación de amistad interpersonal, y que además te convenciera de que has de pagarle una determinada cantidad de dinero por ello. O es como si en el rito cristiano de la misa, la conocida frase «daos la paz», que el sacerdote introduce como lazo colectivo y meramente estadístico, fuera tomada al pie de la letra e indicara que realmente entre esos dos desconocidos que se estrechan la mano hay amistad, amor y paz.

IV

Tras una semana de continuada escritura, satisfecho por los hallazgos pero ciertamente fatigado, me tomé un día de descanso. No quiero decir con ello que saliera de mi piso, no, eso sería destruir el estado de gracia en el que me encontraba, sino que, tal como es mi costumbre, encendí el televisor con la única intención de ver imágenes de cualquier tipo, hipnótico torrente que llegaba acompañado de voces y conversaciones salidas de la pantalla, a las que tampoco atendía demasiado, pero al fin y al cabo se trataba de un territorio por el que mis ideas podrían vagar, airearse en la así llamada caja tonta, antes de recogerse de nuevo en mi caja craneal. El caso es que aún no había escrito nada sobre la identidad; sí sobre los cuerpos, la estadística y el color azul, pero no sobre la identidad. Sabía que tarde o temprano debería hacerlo, mi intuición, mi olfato de escritor así me lo indicaba, pero, siendo sinceros, ni tan siquiera sabía qué quería decir acerca de ese espinoso tema. Fue entre spotspublicitarios de gente muy guapa que se mira al espejo y visitas a la nevera como se me apareció la vieja idea de Narciso.

Su historia, en forma de mito, es bien conocida y toma varias configuraciones en función de épocas y culturas, pero, en esencia, trata de un bellísimo varón que desprecia sistemáticamente a todas las ninfas que le pretenden. Debido a tal vanidad es condenado a verse reflejado en las aguas de un estanque, imagen de sí mismo de la que cae enamorado al punto de no poder dejar de mirarse, hasta que en el intento de abrazarse a sí mismo se precipita en el estanque y se ahoga. Es la fundación de la idea del humano en el espejo, la fundación de la identidad individual, acontecimiento que de inmediato trae consigo la pregunta: «¿quién hay ahí, en el reflejo?», y cuya res­puesta se debate siempre entre dos opciones: «ahí está otro y voy a abrazarlo», o «ahí estoy yo y voy a abrazarme», con la consecuencia en los dos casos de ahogarse a uno mismo. En ese problema especular se han fundado prácticamente todas las na­rrativas occidentales hasta la fecha, la búsqueda de una identidad a través de nuestro reflejo en todas y cada una de las actividades que acometemos y las cosas que construi­mos. En última instancia estamos hablando de la clásica construcción de la identidad entendida al modo freudiano, el yo: la autoconstrucción y el más o menos autocontrolado proceso por el que decidimos quiénes somos. En suma, el espejo funda la pretensión de que cada cual puede crear su propia identidad —su propio reflejo.

Ahora bien, la identidad del humano contemporáneo, la mía, la de todos, ¿es también posible autocrearla?, ¿puedo decidir yo lo que soy y lo que no soy? Bien, en tanto asistía a una de esas interminables discusiones de tertulianos televisivos, en las que dicen saber más acerca de la gente que la gente misma, me di cuenta de que no, de que yo ya no puedo definir cuál es mi identidad. Si hasta ahora lo que construía la identidad era el espejo —el tú a tú personal—, cifrada ella en todo lo que media entre tu imagen y tu reflejo, hoy, en el momento en el que la realidad es construida por el tratamiento masivo de datos —caso extremo del big data—, así como por las relaciones establecidas por lo que antes he llamado «amor estadístico», en lógica co­rres­pondencia la identidad de cada cual será creada por una suerte de espejo estadístico: no te miras en la superficie continua y bien definida del espejo, sino que te miras en una fragmentada red de datos que te contienen, de modo que en absoluto te ves a ti mismo aunque la totalidad de la red sí te ve a ti, red total que te asignará entonces una identidad sin que tú puedas decidir nada. En pocas palabras: hoy nuestra identidad está construida desde fuera de nosotros, y así parece que seguirá en las próximas décadas. Aunque se trata de un resultado un tanto desalentador, di un bote de emoción en el sofá; ya tenía encarrilado el tema de la identidad, ahora debía regresar al escritorio y explotar toda la potencia de ese hilo.

En primer lugar, y contrariamente a lo dicho por la psicología convencional o la política identitaria de masas, en efecto la identidad de cada cual no es hoy producto de una construcción personal, pero, en segundo lugar, tampoco es producto de exactamente una construcción conscientemente colectiva; se trata de un proceso que se escapa de nuestras manos, un sutil mecanismo en el que poco o nada cada sujeto puede intervenir. ¿De qué modo es eso posible? Ahora mismo, a lo largo y ancho del planeta Tierra —y esto incluye tanto a los archivos clásicos como a los distribuidos en las metafóricamente llamadas nubes digitales, y ya sea directamente con nuestros nombres y apellidos o a través de otros datos y metadatos nuestros de segunda mano—, hay millares de informaciones en las que cada uno de nosotros aparece fragmentariamente descrito. La identidad individual será entonces la suma e interacción mutua de todos esos trozos de informaciones que no solo no controlamos sino de las que ni tan siquiera tenemos conocimiento. Asusta pensar que la identidad individual, lo que realmente tú eres, no está en ti sino fuera de ti, y que, además, para colmo es construida por otros. Desde un punto de vista contemporáneo, diremos pues que la identidad de cada cual es una red compleja, producto de la suma también compleja de lo que los demás dicen que somos, y no aquel núcleo cerrado y subjetivo de lo que cada cual pen­saba acerca de sí mismo. Conviene hacer hincapié en que no se trata de una identidad asignada por los demás sino aparecida; esto es sutil y conviene explicarlo: no es que alguien o algo nos «asigne» a dedo o arbitrariamente una identidad, sino que, a través de la suma e interacción mutua de datos y dinámicas establecidas con el mundo externo, tal identidad aparece, no puede no aparecer. Y si no podemos ser soberanos en cuanto a la construcción de la identidad individual, aún menos lo seremos respecto a esas otras identificaciones sentimentales, más o menos míticas o fantasiosas, que son las identidades nacionales y colectivas, nuevamente reflujos del concepto de identidad territorial/cultural manado del ideal romántico y del nacionalismo identitario. En definitiva: la identidad como auto­cons­trucción, y ya sea individual o colectiva, es hoy una proyección delirante, una alucinación del ego.

Pero hay algo más extraño si cabe, y que diferencia a esta identidad-red contemporánea de la clásica psicoanalítica o patriótico-romántica; me refiero al hecho de que no haya nadie en concreto «ahí afuera» a quien apelar ni a quien pedir cuentas de tal identidad que nos es construida, pues se trata del solapamiento de millones de metadatos de cada uno de nosotros, rastros que no están controlados ni manipulados por un agente en concreto: no hay una sola persona, corporación, estado o inteligencia artificial manejando tal construcción de nosotros, sino que es la suma interactiva de todos esos pequeños agentes, y para colmo casi siempre no coordinados entre sí, lo que provoca la aparición de nuestra identidad individual. No se trata de una cons­piración sino de una dinámica compleja en el sentido estricto del término: la emersión de un ente que antes no existía. De este modo, nuestra identidad hoy es una «media estadística» de todos esos datos, es ese color azul inexistente en la tierra, y que solo cobra realidad cuando cambiamos de escala y de la tierra pasamos a la Tierra, cuando vemos el planeta de lejos.

Y esto sí que es algo realmente nuevo. Por primera vez en la historia, la identidad de los seres humanos no es construida por una única entidad sino por una red externa, a nuestros ojos incomprensible, abstracta y que nos sobrevuela —forzando la imagen podríamos hablar de una legión de drones abstractos—. Una red en la que, como en toda red, no es posible hallar un claro centro organizador y que, como ocurre en toda red, carece de principio y de final. Pero si la identidad individual —ese escenario en el que cada uno de nosotros desarrolla sus propias «escenas de vida»— no solo no la construimos cada cual, sino que ni tan siquiera existe ahí afuera un ente único que la construya por nosotros, ¿quién la construye? Pues nadie y todos. Se trata de una pregunta capciosa, mal planteada desde su inicio, una aporía sin res­puesta. Es como preguntar si una esfera tiene final, o si alguien ha llegado «al final de Internet». La construcción de la identidad hoy es el resultado de un efecto colectivo, efecto propio de los sistemas complejos, un fenómeno emergente: su resultado final excede a la suma de sus partes. Supuestamente, en algún lugar está esa identidad y en algún plano de realidad nos beneficia o nos perjudica, pero no sabemos dónde se halla ni cuándo ni cómo lo hará.

V

Con esto di por concluido el encargo de redactar un texto acerca de nuestro futuro. Ya podía dejar mi mesa de trabajo con la conciencia de lo decentemente hecho. Había hallado algo que no solo era nuevo sino que definía con bastante justicia hacia dónde se encamina la humanidad: la dispersión de los cuerpos y de sus identidades en un mecanismo inabarcable y netamente estadístico.

Subí las persianas y abrí las ventanas, el sol entró en la estancia como un contundente tsunami de vida, el aire fresco de finales de agosto golpeó mi cara. Abrí una botella de vino blanco, que por si salía victorioso de mi hazaña tenía preparada en la nevera, puse unos frutos secos en un cuenco y me senté en la terraza con intención de no hacer nada, disfrutar del merecido zanganeo lo que quedaba del día. Entre tragos y almendras extraje de mi bolsillo el smartphone, al cual prácticamente ni había atendido en todos esos días, navegué a gusto por páginas de diversas plataformas y redes sociales. Poniendo likes aquí y allá se fueron las horas hasta que, ya casi con la caída del sol y el último azul tiñendo el horizonte, me percaté de que la gestión de las amistades que en ese instante yo estaba haciendo, así como el amor por mí experi­mentado, llevaba necesariamente aparejado un desarrollo por mi parte de habilidades que en poco o nada se diferenciaban de las que una empresa necesita para mantener y ampliar los beneficios de su negocio. Una suerte de marketing de los sentimientos. De modo que también yo mismo había transitado de aquel amor clásico, romántico y platónico en el había sido educado, y que durante siglos nos había definido como homo amoris, a este otro que de algún modo se fundamentaba en los réditos del mercado, el amor del homo economicus. Y no puedo decir que esa certeza, y a pesar de todo lo escrito, me produjera desazón o cargo de conciencia. Sencillamente continué con mi vino, mis almendras y con lo que al menos hasta el día siguiente entendí que era mi tarea, hacer lo más azul posible mi cuerpo.

Simulador

Ana Merino

—Habrá que reiniciar. —Anne revisó el panel de su tableta con gesto de fastidio—. Me temo que nada de lo que hay aquí nos va a servir.

Se la notaba cansada y sin muchas ganas, habían trabajado demasiado y le dolía la cabeza.

—Inténtalo, tal vez la conexión compartida no está funcionando. —Adam miraba alrededor mostrando una actitud esperanzada y jubilosa—. Son un montón de cosas. Estoy seguro de que algunas, con ciertas modificaciones, nos serán muy útiles.

—No lo sé, estas instalaciones son obsoletas. Todo esto tiene pinta de no haber resistido al paso del tiempo. —Anne no intuía las mismas posibilidades que anticipaba su esposo.

—Qué bonito es todo, y qué extraño, ¿verdad? —dijo él mientras empujaba una puerta que daba acceso a la gran nave de experimentos—. Increíble —siguió comentando—, esto fue en su día el mayor y más avanzado simulador de conducción...

—Exactamente, querido: «fue». —Anne le interrumpió e hizo hincapié cambiando el tono de su voz al pronunciar en pasado el verbo ir, para que Adam entendiera su postura escéptica. No quería que su esposo se hiciera falsas ilusiones.

—Vale, aquí se llevaron a cabo muchísimas investigaciones hace tiempo, pero la maquinaria parece estar intacta. —Adam se refería a las burbujas gigantescas y robóticas de metal blanco que tenían en su interior automóviles.

—Intacta, de hace más de cien años..., 147 para ser exactos —puntualizó Anne.

—Ya, pero estas instalaciones han estado a salvo, herméticamente cerradas, y usa­ban energía solar autosuficiente. Descifrar su mecanismo puede servirnos.

—No tienen buena pinta..., creo que aquí, sobre todo, hay chatarra —insistió Anne.

—Vamos a intentarlo, será bueno saber cómo funcionaba todo esto.

—No creo que fuera tan distinto de lo de ahora, en realidad hemos avanzado poco. —Anne quiso quitarle importancia a la situación mientras reconectaba su tableta para que midiera la energía de los aparatos que Adam iba encen­diendo.

—Parece que los generadores solares están respondiendo, ¿no? Hicimos bien en limpiar las placas de fuera. Anne, creo que necesitas tener paciencia, te lo pido por favor —le suplicó su marido con tono cariñoso.

La mujer suspiró mientras se apoyaba en una de las superficies con teclas y, entretanto, una de las pantallas grandes empezaba a iluminarse.

—Hemos logrado lo más difícil, llegar —le dijo Adam mientras la miraba con ternura. Pero Anne no respondió y siguió comprobando los paneles.

El hombre cerró los ojos y quiso imaginarse en otro tiempo, cuando aquel lugar estaba lleno de ingenieros haciendo experimentos. Su bisabuelo había sido el último en salir de allí y el encargado de desconectarlo todo. Tuvieron pocas horas, por eso daba la sensación de que todo lo que estuvieran haciendo había sido interrumpido por unos instantes. Estar allí era como viajar en el tiempo.

—¡Cómo me alegro de que nos dieran los permisos! —Adam seguía ilusionado con la sensación de estar viviendo un momento importante en ese lugar ligado a su historia familiar.

Anne miraba las máquinas y anotaba con el dedo en su tableta. Hacía un esfuerzo por resistir, porque estaba realmente cansada por todo el trabajo físico que habían hecho antes de abrir las primeras compuertas.

—Vaya, parece que ahora responde bien —le dijo Anne a su marido. Comprobar que los circuitos internos empezaban a funcionar la animó un poco, tragó saliva y se concentró en activar algunas cosas.

Una de las cápsulas en forma de huevo gigantesco se abrió cuando Anne presionó varias palancas.

—Mira qué automóvil tan bonito —comentó Adam—, y qué limpio, como si fuera nuevo.

—Al estar cerrado no ha entrado ni una mota de polvo —dijo Anne.

—¿Lo probamos? —A Adam le apeteció mucho sentarse en los asientos de cuero brillante con sus reposacabezas.

—Me da pena mancharlo todo —respondió Anne.

La ropa de ambos era de una tela grisácea y estaba llenísima de polvo. Habían pasado varias horas limpiando las placas y los paneles solares antes de entrar en las instalaciones. Activaron los filtros de oxígeno que habían traído y abrieron los conductos para que volviera a circular el aire desde fuera hacia dentro.

—Si quieres nos desvestimos y asunto arreglado —dijo Adam mientras se quitaba con gusto la especie de mono de tela gruesa que llevaba y lo arrinconaba en el suelo. Debajo vestía una malla oscura. Miró a Anne y la animó a hacer lo mismo—: Aquí estamos a salvo, quítatelo tú también, te sentirás más cómoda.

La mujer no sabía realmente qué hacer:

—No lo sé. ¿Cuáles son los protocolos en este caso?

—Ninguno. Nos han asignado este lugar, aquí podemos hacer lo que nos plazca.

—Uf, no me acostumbro a ser libre —contestó Anne preocupada mientras miraba de reojo a uno y otro lado.

—Somos repobladores, disfrutemos de lo que conlleva.

—¿Y si nos enfermamos? —dijo Anne con algo de angustia.

—Tus medidores indican que el aire ya está limpio y que la radiactividad es muy leve, ¿verdad?

—Vale, me lo quito. Está sucísimo. —Anne se desprendió del denso mono de tela gris y lo dejó en el suelo junto al de Adam. Ella también llevaba ropa interior de un color oscuro.

—Mi padre me contó que aquí su abuelo estudiaba a la gente que conducía, que hacían muchos experimentos con estas máquinas. El mundo estaba lleno de coches, qué raro se me hace —dijo Adam mientras se sentaba en el asiento del piloto.

—Estos asientos son comodísimos. —Anne celebró por fin sentarse, y reclinó el asiento del copiloto mientras se estiraba y comprobaba su funcionamiento. Luego lo volvió a enderezar para mirar su tableta—. Buenas noticias, parece que tenemos conexión compartida incluso con este aparato.

—¿Eso qué quiere decir? —preguntó Adam.

—Que tenemos este mausoleo bajo mi control.

—Te lo dije, no todo es chatarra.

—Vas a tener razón, cariño, pero creo que me estoy durmiendo. —Anne ya no daba más de sí y el cómodo asiento del coche, metido en la estructura de la esfera del Simulador, la invitaba a dar una cabezada. Antes de cerrar los ojos ofreció unas breves instrucciones a Adam—: Puedes hacer lo que quieras, he conectado el aparato para que puedas tener una experiencia simulada.

—¿De verdad? —Adam vio cómo el panel se encendía.

—Recuerda que el volante debe permanecer recto y seguir la dirección de la carre­tera, y abajo están los pedales del acelerador y el freno.

—Sé conducir mejor que tú estas máquinas.

—Diviértete —dijo Anne mientras se quedaba profundamente dormida.

Adam, sentado en la plaza del conductor, se sentía como un niño feliz. Las endorfinas y la sensación de estar conduciendo de verdad le mantenían despierto. En las pantallas que rodeaban el coche aparecía un paisaje verde. Había otros coches en la carretera. A veces debía frenar para evitar a los ciervos, y otras reducir la velocidad porque había zonas en construcción. Notaba cómo el coche se movía simulando todos los movimientos.

«Así que la tierra de mi bisabuelo era verde y estaba llena de carreteras», pensó Adam mientras aceleraba y se alejaba de los coches que habían aparecido al principio. Aho­ra no quedaba ninguna de esas carreteras. Los cambios bruscos de temperatura y el abandono habían hecho que creciera la maleza y los resistentes hierbajos, y solo permaneciera un leve trazo. Por lo visto, los matojos se habían adaptado bien a la radiac­tividad y al polvo volcánico. «Un cóctel corrosivo», decían los informativos al aludir a aquellos sucesos.

Mezcla el descuido de los fallos humanos y el rugir de la tierra y tendrás el apoca­lipsis. Ni los mejores sismólogos de aquel entonces pudieron predecir los fuertes terremotos. Tampoco los ingenieros que habían diseñado las centrales nucleares dos siglos atrás. En la segunda mitad del siglo xx se habían construido demasiadas centra­les nucleares, que los humanos del siglo xxi no supieron gestionar correctamente. Eso les habían explicado de niños a Anne y Adam. Por eso los humanos al final improvisaron, porque no existen instrucciones perfectas para hacer frente a las catástrofes más insólitas. Con los temblores de la tierra, varias de las centrales más antiguas se dañaron gravemente y dejaron escapar su venenosa energía. En realidad, se lo llevaron todo por delante. Así fue como tuvieron que desalojar inmensos territorios. Un día la Tierra empezó convulsionar y los imperios de oriente y occidente se fueron resquebrajando con sus frágiles centrales nucleares y sus bases de datos y sus infraestructuras colapsadas. El enemigo invisible era la energía que habían inventado. El siglo xx se volvió contra ellos, les pasó una espeluznante factura.