Doctor inalcanzable - Louise Bay - E-Book

Doctor inalcanzable E-Book

Louise Bay

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Beschreibung

He renunciado a los hombres para centrarme en el trabajo de mis sueños, que empiezo el lunes, pero mi mejor amiga me convence para que me divierta una última noche, así que me organiza una cita a ciegas. Acepto porque él se va a ir a África con Médicos sin Fronteras en unos días. Sin duda, es la mejor cita de mi vida. El doctor África me hace reír y me pone tanto, tanto, que quiero hacerle un examen físico completo. Es así como se convierte en el doctor Aventura-de-una-noche, y no siento el más mínimo remordimiento por ello. El lunes por la mañana me siento entusiasmada y emocionada a la vez, hasta que me topo con… ¿Lo habéis adivinado ya? Al parecer, a nuestra cita no asistió el doctor África, sino que le sustituyó su hermano, también médico, y ahora trabajo en el mismo hospital que el hombre con el que pasé la mejor noche de mi vida. ¿Os he mencionado ya que es mi nuevo jefe? Creo que voy a tener que ir directamente a Urgencias para encontrar cura a lo que siento por el doctor Inalcanzable.

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Título original: Dr. Off Limits

Primera edición: julio de 2023

Copyright © 2021 by Louise Bay

© de la traducción: María José Losada Rey, 2023

© de esta edición: 2023, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-19301-55-0

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Fotografías de cubierta: Kuikson/TTstudio/depositphotos.com

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

1

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Epílogo

Nota de la autora

Contenido especial

1

Sutton

Al cabo de cinco días iba a empezar a trabajar en uno de los hospitales más prestigiosos de Londres, respondiendo al título que tanto me había costado hacer mío: doctora Scott. Era muy probable que la mera idea me llevara a acabar hospitalizada por un ataque de pánico antes de que llegara esa fecha.

—¿Cómo van hoy los porcentajes? —me preguntó Parker.

—No demasiado bien. —Me estremecí al sentir la correa apretada alrededor de la barbilla. Repasé los cierres del casco y, al instante, el arnés que acababa de atarme me pellizcó los muslos. Normalmente, estar al aire libre, en medio de árboles enormes, respirando un aire mucho más fresco que el que teníamos en Londres, habría sido un cambio bienvenido sobre el que habría podido hacer un estudio en profundidad; pero ese día no. Mientras contemplaba los cruces de cables entre los árboles y los supuestos puentes entre ellos por los que debía caminar, decidí que podía vivir sin este tipo de experiencias.

—Las probabilidades de que tenga un ataque de pánico acaban de subir al noventa y dos por ciento.

—Pero ayer habían bajado al cuarenta —dijo Parker, con el mismo tono que una adolescente a la que le han dicho que tiene que estar de regreso en casa a las nueve de la noche.

—La experiencia de ayer consistió en un autobús descapotable, un guía turístico entusiasta y apasionado por la historia de Londres y mimosas, muchas mimosas. Hoy se trata de algo muy diferente. En todos los sentidos.

Mi mejor amiga era muy consciente de la ansiedad que se había apoderado de mí porque iba a empezar en el hospital. Ella había sido testigo de los años que había pasado estudiando, de los largos días que se habían convertido en noches aún más largas, de mi inexistente vida social, sacrificada a los dioses del estudio, de la forma en que solía elevar una pequeña plegaria para que los clientes cancelaran las citas para cortarse el pelo y así poder dedicar cuarenta y cinco minutos más al estudio. A lo largo de los años, mis oraciones habían sido escuchadas las suficientes veces como para superar cada etapa del camino hacia el título de Medicina. Mi nuevo trabajo había tardado mucho en llegar, pero era la culminación de cada segundo de denodado esfuerzo que había invertido en los siete últimos años.

—Pensaba que este circuito de cuerdas estaría a la altura —argumentó Parker—. Vaya juego de palabras me ha salido… —farfulló a continuación.

—Pero no busco mi muerte inminente.

—Supongo que no he pensado en eso. ¿Quieres que vaya primera?

Negué con la cabeza. Siempre había pensado que era mejor no saber lo difíciles que podían ponerse las cosas; mejor arriesgarse que acobardarse antes de intentarlo. Si hubiera sabido a lo que iba a enfrentarme cuando decidí convertirme en médica mientras me dedicaba a hacer cortes de pelo y hablaba con la gente de sus vacaciones seis días a la semana, nunca se me habría ocurrido rellenar la matrícula. Durante los años transcurridos desde entonces, todo había sido muy duro, aunque, si hubiera imaginado antes lo difícil que iba a ponerse, me habría rendido mil veces; así que estaba convencida de que la ingenuidad y la ambición ciega eran una combinación poderosa.

Uno de los instructores enganchó mi arnés al cable de acero y me invitó a avanzar.

—Adelante. Las flechas indican la dirección, y hay instructores colocados a intervalos regulares a lo largo de todo el recorrido.

—¿Vais todos vestidos de negro para que, si nos caemos desde una altura de cincuenta metros y morimos, estar preparados para la fiesta? —pregunté.

Entrecerró los ojos.

—Vaya, toda una optimista, ¿no?

—Es solo una pregunta —respondí.

—Nos vestimos de negro para no distraer a nadie con colores brillantes.

—Ya, claro… —dije sin comprometerme.

—Y nadie ha muerto en este circuito —añadió.

El elefante que me oprimía el pecho decidió levantarse y darse un paseo. «Ningún fallecido» podía parecer un listón bajo en un historial de seguridad, pero podría haber sido peor.

—Al menos hoy. —El instructor me dio un pequeño empujón para que avanzara de la plataforma en la que nos encontrábamos al primer «puente», que llevaba hacia el siguiente árbol. El mal llamado puente era una serie de listones de madera separados entre sí unos cincuenta centímetros y unidos por cadenas que tintineaban con el viento. Una persona más fantasiosa que yo habría podido decir que sonaba como si estuviéramos en una casa de hadas, pero yo sabía que probablemente se trataba de una banda sonora falsa, cuya única utilidad era ahogar el sonido de los gritos.

Di un paso adelante sobre el primer tablón y me agarré a los cables horizontales colocados a ambos lados de mi cabeza.

—Hace años, cuando te planteaste por primera vez formarte para ser médica, ¿sabías que llegarías a este momento? —preguntó Parker.

—¿A qué momento te refieres? ¿A este en el que me veo enfrentada a las fauces de la muerte?

Al dar el siguiente paso, me di cuenta de que, por el momento, solo estaba a un metro del suelo. Lo más probable era que solo me rompiera un dedo del pie si me caía y el arnés de seguridad no cumplía su función. Di los siguientes pasos con más confianza hasta ser consciente de que no era tan malo como pensaba. Los listones se sucedían a una distancia cómoda. No estábamos a demasiada altura y toda la construcción parecía bastante sólida; habría podido describir mi vida de la misma forma después de volver a ponerme en pie tras unos años difíciles. Tenía trabajo, un techo sobre mi cabeza, cereales en la despensa y leche en la nevera.

Subí a la siguiente plataforma y me giré cuando Parker avanzó por el otro extremo del puente.

—¿Estás bien? —le pregunté cuando llegó hasta mí.

—Lo estaré cuando acabemos aquí. —Me sonrió—. Pero al menos estás pensando en tu muerte inminente en vez de en el primer día de trabajo.

—No hay mal que por bien no venga —convine. Ella sabía que yo odiaba ese tipo de frases porque eran una completa tontería. No todas las nubes dejaban ver el sol. Cuando una puerta se cerraba no se abría otra por arte de magia, y yo no quería saber nada de los árboles que no dejan ver el bosque. Odiaba ese tipo de tópicos. Me gustaba la realidad. Y la realidad era que la vida era dura y que para conseguir cualquier cosa hacía falta trabajo duro, dedicación y sacrificio.

—Vale, a por el siguiente —indiqué, siguiendo las flechas—. Este parece un poco más alto, pero no está tan mal. —Los listones del siguiente puente estaban dispuestos de forma más desordenada: algunos, cruzados; unos eran pequeños; otros, grandes. Con un poco más de confianza, crucé y mi amenazante ataque de pánico remitió poco a poco. Eso fue hasta que estuve a punto de subir a la plataforma y todo el puente empezó a temblar.

Entonces grité.

¿Se habían caído las cuerdas metálicas que sujetaban el clip de mi arnés? Giré la cabeza: era Parker, que se había subido al puente antes de que yo terminara.

—¿Es seguro que pasemos las dos a la vez? —pregunté al instructor que tenía delante.

Me ofreció la mano, la cogí y dejé que me ayudara a subir a la plataforma.

—Es perfectamente seguro. Podría haber cien personas al mismo tiempo y estarían perfectamente seguras.

No estaba segura de que cupieran cien personas, pero yo no iba a ser una de las cien locas que se subieran a ese puente para averiguarlo.

—A continuación, tienes que usar ese muro de escalada para llegar a la plataforma de arriba y arrastrarte en modo comando a través de la red hasta la siguiente parada.

Alcé la cabeza para poder ver hacia dónde señalaba. Unos cinco metros por encima de nosotros, la siguiente sección no solo era más alta, sino que tampoco podías ponerte de pie. La gente se arrastraba por una red de cuerdas y se veía obligada a mirar hacia abajo.

—¿Quién ha diseñado esto? ¿Un equipo de sádicos?

—A algunas personas les gusta la presión —dijo Parker, acercándose por detrás—. Como a ti. Siempre te estás presionando para hacerlo mejor.

—La diferencia es que a mí me gusta esforzarme en un escritorio delante de un ordenador. De esa manera no se corre un riesgo mortal. —Me agarré a los pivotes de plástico azul en forma de guijarros del rocódromo e inicié el ascenso.

—Entonces la cena del sábado por la noche te irá como anillo al dedo.

—Nooo… —gemí.

—Solo es una cena. Y será una distracción maravillosa. He visto una foto, y te aseguro que no vas a poder mirar otra cosa ni pensar en nada mientras estés sentada delante de ese tipo. Además, tienes un culo fantástico desde aquí abajo. Tienes que enseñarlo más.

Llegué a lo alto de la pared de escalada y, sin mucha elegancia, me subí a la plataforma. Rodé hasta ponerme a salvo y me quedé tumbada boca arriba, preguntándome si habría una salida de emergencia y si Parker podría perdonarme si la abandonaba.

—Este, para que conste, es un lugar terrible para una cita.

—La noche del sábado es en un restaurante. Con sillas y todo. Y aunque hay una vista preciosa desde las alturas, hay ascensor, no se necesitan arneses.

—Es como si todos mis sueños se hicieran realidad a la vez. Pero no, no voy a tener una cita a ciegas. Lo último que quiero es iniciar una relación con alguien en este momento. Estoy a punto de empezar la residencia en uno de los mejores hospitales del país. No quiero distracciones a partir del lunes. Quiero estar completa y absolutamente concentrada en mi trabajo. Ya va a ser bastante difícil sobrevivir los dos próximos años; no necesito intentar mantener una relación.

—Todo irá bien.

—Necesito demostrarme algo a mí misma. Te garantizo que habrá muchos médicos esperando que fracase. Entrar en la facultad de Medicina de la forma en que lo hice ya es controvertido; no quiero darle la razón a nadie.

—No entiendo que romperse el culo trabajando pueda ser controvertido. Sé que muchos de tus compañeros vienen de Oxford, Cambridge y sitios así, pero todos tuvieron que superar los mismos exámenes.

No dije nada. No tenía sentido. Parker tenía razón: el esnobismo que existía en los círculos médicos sobre dónde habías estudiado, tanto en el instituto como en la universidad, y quiénes eran tus padres no tenía sentido y no era justo. Sin embargo, hacía tiempo que yo había aprendido que la vida no era justa y que quejarse no servía de nada.

—De todos modos, empiezas a trabajar el lunes —continuó Parker—. La cita es el sábado por la noche. No voy a presentarte a tu futuro marido, ni siquiera a un posible novio. Es una forma distinta de pasar la noche, eso es todo. Además, se marcha a Médicos sin Fronteras la semana que viene, así que, aunque quisieras volver a distraerte con él, no sería una opción.

Suspiré. Parker tenía razón: debía disfrutar de mi último fin de semana de libertad antes de que el agotamiento y los turnos de trabajo hicieran que los fines de semana ya no existieran para mí.

—Voy a tener que arrastrarme por esta red hacia atrás, creo. Ya has visto demasiado mi culo por hoy. —Me agaché y colgué las piernas por el borde de la plataforma, tratando de encontrar un punto de apoyo en la red.

—Fantástica técnica —dijo el instructor. Estaba bromeando, ¿verdad?

—¿Lo ves? Se acierta sin intentarlo —alegó Parker.

—Estoy tratando de evitarte la vista de mi trasero, no de ser un genio con los puentes de cuerdas.

—Te sorprendes a ti misma. Será lo mismo el sábado por la noche, cuando llegues al final de la cena y te des cuenta de que has pasado una velada maravillosa y no has pensado para nada en el lunes.

Gemí.

—Deja de intentar convencerme. —Sabía que no debía hacer caso a lo que decía. Quería que me convencieran. El problema era que, cuando no estaba trabajando o estudiando, me sentía culpable. Como si el tiempo libre, la diversión o la relajación fueran algo que no me mereciera. Parker era la única persona que me recordaba que a veces podía ser humana.

—Puede que sea la última vez que practiques sexo en dos años si estás tan empeñada en no tener relaciones mientras estás en el hospital.

Quizá debía ponerme en contacto con un chico de otro hospital que también estuviera empezando para tener citas sin compromiso durante los dos próximos años. Al menos, eso era coherente con mi historial de citas hasta el momento. Nunca había encontrado tiempo para dedicarme a las relaciones porque intentaba mantener un techo sobre mi cabeza. Tenía que concentrarme en mi futuro.

—Pensaba que habías dicho que la noche del sábado era una cena. No sexo.

—Podría convertirse en sexo. Es decir, este tipo está muy bueno.

—Si me enseñaras su foto, quizá cambiaría de opinión.

—No. —Por la tensión de su voz, me di cuenta de que estaba bajando la red—. Es una cita a ciegas. Así dedicarás parte del tiempo a pensar en cómo será. Te distraerás más. ¿Qué tienes que perder? Es solo una noche de tu vida.

—Te diré lo que tengo que perder: una noche con Nick y Vanessa Lachey y un montón de aspirantes a influencers de Instagram. Dios, voy a echar de menos Netflix.

—Exacto. Te divertirás mucho más con un médico buenorro al que no tengas que volver a ver.

Tuve que admirar su persistencia. Intentaba de verdad hacer lo que creía que era mejor para mí. Como siempre. Aunque ella era tan feliz con su prometido, Tristan, que sentía que mi vida necesitaba una pequeña inyección de género masculino. No podía culparla por eso. Era adorable verla tan enamorada. Y había puesto tanto empeño en distraerme esa semana que me sentía mal diciéndole que no.

—Voy a decirte una cosa: si llegamos al final del día sin acabar en el hospital y podemos tomarnos una mimosa en algún momento, iré a esa cita con tu hombre misterioso. —A decir verdad, sentía un poco de curiosidad por conocer a alguien que iba a trabajar con Médicos sin Fronteras. Aunque no me imaginaba haciéndolo yo, me gustaba la idea de pasar tiempo con alguien que no había seguido el camino tradicional. Quizá de esa forma una expeluquera podía encontrar algo en común con otro médico. Para variar.

2

Jacob

Consideraba que un día era bueno si pasaba una hora sin que uno de mis cuatro hermanos pequeños me llamara o me enviara un mensaje. Estaba seguro de que creían que estaba sentado en una habitación a oscuras, esperando a que alguno de ellos me necesitara, en lugar de mantener un exigente trabajo en el Royal Free, uno de los mejores hospitales del país. Así que ignoré la llamada de Beau y volví a guardarme el teléfono en el bolsillo.

—Buenas noches, doctor Cove —me dijo Dina, una de las recepcionistas de urgencias, cuando me crucé con ella en el pasillo. Sonreí, asentí y di gracias al cielo porque cuando me había dicho que le gustaría chupármela en la fiesta de Navidad del año pasado, me había negado lo más educadamente que había podido. No porque no fuera preciosa. Ni porque no me gustaran las mamadas, ¿acaso a alguien no le gustaban? No, era porque no quería cruzarme con una fila de mujeres que hubieran tenido mi polla en la boca en los pasillos del hospital, en esa ocasión sobrias y bajo el resplandor de las luces fluorescentes, mientras mis zapatos chirriaban en el suelo de linóleo recién fregado.

Podéis llamarme anticuado.

«Tu vida privada es tuya» era casi un mantra en nuestra familia. Aunque a mi padre no lo veía mucho cuando era niño, me había ladrado algún que otro consejo. Siempre podía contar con él para un «Podrías ser mejor, ¿no?» o un «¿Por qué no te entregas al cien por cien?» cada vez que le enseñaba una nota que no fuera un diez en un examen. No eran tan duros los consejos que les daba a mis hermanos, pero lo que siempre nos había dicho a todos era «Tu vida privada es tuya». Lo había repetido cuando cada uno de nosotros había ingresado en la facultad de Medicina, cada vez que alguno había conseguido un trabajo y cuando alguno se había metido en líos, sin importar si eran relevantes o no.

Había muchos consejos de mi padre con los que no estaba de acuerdo, pero siempre había vivido según ese mantra sobre la vida privada. De hecho, un amigo con el que había ido a la universidad había dejado el Royal Free el año anterior porque se había tirado a demasiadas enfermeras y doctoras en formación. Había pedido un ascenso y le habían dicho que cargaba con «demasiado equipaje».

No había ninguna norma sobre confraternización en el hospital. O tal vez la había y todo el mundo la ignoraba. El personal médico pasaba demasiado tiempo en ese lugar como para que no hubiera sexo e incluso romances. Era fácil ligar con alguien en el trabajo. Y cuando uno estaba agotado después de largas horas dedicadas una labor muy exigente, y quería desahogarse o tener algún contacto humano con una persona que no estuviera enferma o moribunda, era lógico que buscara a alguien cercano.

Pero yo no era así.

En parte, por el consejo de mi padre y, en parte, porque…, bueno, por mi apellido. Yo era un Cove. El primogénito de los doctores Carole y John Cove. Ese apellido iba acompañado de un perfil. Nunca había sido solo «Jacob» o «el doctor Cove». Siempre era «Jacob Cove; sí, un Cove», o «el hijo del doctor Cove» o «Cove… ¿Eres hijo de Carole Cove?». Esa era la etiqueta a la que estaba acostumbrado, y no quería cambiarla por «Jacob Cove, el tipo que se ligó a todas las del departamento de Medicina Pediátrica». O «Jacob Cove, el decepcionante hijo de los Cove». No quería que gente a la que tenía que ver todos los días —y a la que dar o de la que recibir instrucciones— supiera detalles íntimos sobre mí y mi vida sexual. No quería que el apellido Cove se asociara a otra cosa que no fueran médicos capaces de cambiar a mejor el futuro. Era ambicioso y quería ser un médico innovador en cardiología pediátrica o incluso el asesor del Gobierno en materia de salud infantil. Nunca había querido que me negaran un ascenso por haberme acostado con la persona equivocada o con demasiada gente. No merecía la pena. Cuando la gente oía mi nombre, la asociación debía ser con la excelencia, no con el sexo.

El teléfono vibró en mi bolsillo y lo saqué. Era un mensaje de Beau.

Contesta. Necesito que me hagas un favor.

Nada nuevo bajo el sol. Antes de que pudiera responder, su nombre apareció en la pantalla.

Respondí mientras atravesaba las puertas de salida hacia las escaleras y empezaba a bajar. Beau era el más tenaz de todos los Cove, y eso era mucho decir.

—La respuesta es no —ladré al teléfono.

—Ni siquiera sabes lo que quiero. Y no es malo.

—Siento discrepar. Si necesitas mi ayuda, tiene que ser malo. —Beau era un pícaro. Una temporada en Médicos sin Fronteras iba a irle muy bien.

—Lo digo en serio. Lo único que necesito es que vayas a comer algo que te hará la boca agua y que bebas un vino que quizá sea demasiado bueno incluso para tu sofisticado paladar. —Debía de necesitar mi ayuda de verdad si estaba halagándome.

—Suéltalo de una vez. ¿Qué necesitas?

—Necesito que vayas a una cita por mí. Será solo una cena y unas copas. Nada del otro mundo.

—¿Quieres que vaya a una cita? ¿Ahora eres mi chulo?

—No te estoy organizando una cita a ciegas. Me la organizaron a mí, al parecer con una chica preciosa. De hecho, estoy muy cabreado por perdérmela; no quiero dejar colgado a nadie en el último minuto.

Me detuve en la puerta de la planta baja para poder terminar la llamada en privado.

—Esto se me está pareciendo mucho a una cita por lástima. ¿Por qué…?

—No, en serio, no lo es en absoluto. Por lo que dicen, es una chica muy guapa. Y es médica. Puedes hablar de temas interesantes con ella. Está en casa de Tommy, creo. Es nueva en Londres o algo así. Su amiga comentó algo al respecto, pero no me acuerdo bien. No puedo ir porque… —Se echó a reír—. No te lo vas a creer, pero estoy en el hospital. Creo que me he roto la nariz.

—¿Qué? —¿Por qué se reía?

—He tenido entrenamiento de rugby esta tarde. Me han dado un codazo en la cara.

Solo Beau podía reírse de que le hubieran roto la nariz.

—¿Perjudicará a tu viaje? —Tenía que subirse a un avión en menos de una semana.

—Ni idea —dijo—. Imagino que antes tendrán que comprobar si está rota. Pero no habrá manera de que vaya a salir del hospital a tiempo para llegar a la cita.

—¿La cita es esta noche?

—Sí, ¿por qué crees que te he estado llamando sin parar durante una hora?

Mierda, acababa de terminar el turno. Estaba agotado. Solo me quedaba pasar a ver a un paciente y luego podía irme a casa y meterme en la cama.

—¿No puedes pedírselo a Zach?

—Está en Norfolk.

Había olvidado que iba a pasar el fin de semana con nuestros padres.

—¿Y alguno de tus compañeros?

—Como si confiara en alguno de ellos…

No le faltaba razón. Suspiré, aceptando que no iba a disfrutar de la noche tranquila que había anhelado.

—Vas a deberme mucho por esto.

—Eres el mejor hermano mayor del mundo. Hemos quedado en lo alto de la NatWest Tower. Se llama Sutton. A las nueve menos cuarto. Yo pago la cena igual. Le he facilitado al restaurante mi tarjeta de crédito. Si fueras cualquier otro Cove, te diría que no hicieras nada que yo no haría, pero tratándose de ti es una tontería malgastar palabras. Disfruta y punto.

Colgó antes de que pudiera preguntar el apellido de Sutton. La próxima vez que lo viera, iba a matarlo.

—¿Te vas a casa? —me preguntó una mujer desde atrás.

Dina apareció de la nada, y forcé una sonrisa.

—No tendré esa suerte.

Ladeó la cabeza.

—Qué pena. Necesito que me lleven.

—Pues buena suerte. Tengo que ver a un paciente.

Odiaba llegar tarde, pero debía detenerme a ver a Barnaby. Llevaba casi dos meses ingresado y era el mayor de cinco hermanos. Sus padres no tenían tiempo para visitarlo a diario.

Entré en la sala seis y vi a Barnaby mirando por la ventana. Me apoyé en la mesa de las enfermeras.

—¿Alguien ha venido a visitar a Barnaby hoy?

Annette, la enfermera encargada, negó con la cabeza y arrugó la nariz. A nadie le gustaba que los niños no recibieran visitas.

Yo no llevaba su caso, pero Barnaby había pasado tanto tiempo hospitalizado que era imposible que no me fijara en él cuando entraba a ver a mis propios pacientes.

Saqué del bolsillo trasero una tarjeta para la máquina expendedora. La había cargado con veinte libras antes de coger la llamada de Beau.

—Barnaby, amigo —dije, acercándome a la cama del fondo—. He encontrado algo que lleva tu nombre. —Levanté la tarjeta ante su cara.

Barnaby me miró con el ceño fruncido.

—¿Qué es?

Me encogí de hombros.

—Parece una tarjeta para la máquina expendedora.

—No puede ser mía. Yo no tengo. —Estaba bastante seguro de que los padres de Barnaby no tenían mucho dinero.

—Tienes razón. Es mía, pero tengo que dejar la comida basura, ya sabes, porque soy demasiado viejo, así que… te la regalo.

Me miró y luego miró la tarjeta. La arrojé sobre la mesa.

Asintió.

—Gracias.

—¿Qué estabas viendo? —Señalé el televisor con la cabeza.

—Nada —dijo.

Miré el reloj de la enfermería. Probablemente, iba a tardar más de media hora en llegar a la NatWest Tower y ya eran casi las ocho y diez. ¿Por qué tenía que elegir Beau un restaurante en la City para quedar cuando el West End estaba mucho más cerca?

—No le digas a nadie que te lo he dicho, pero echan Peaky Blinders en BBC iPlayer y es muy buena. Créeme.

—No tengo auriculares —constató—. No podría verla aunque quisiera.

Pobre chico.

—Oh, iré a por unos. Tenemos de sobra. —Me di la vuelta. No estaba seguro de dónde podía encontrar unos auriculares, y menos en los cuarenta segundos de los que disponía antes de irme. Corrí por el pasillo hacia el armario de suministros. Quizá alguien hubiera perdido unos. Me crucé con Angie, una auxiliar sanitaria saliente de turno. Sonrió y agitó la mano; el tintineo del auricular que llevaba suelto por la cintura captó mi atención.

—Oye, ¿Angie? —Se detuvo y se dio la vuelta—. ¿Me vendes los auriculares?

Se quitó el que tenía en la oreja.

—¿Qué?

—Los auriculares. ¿Cuánto cuestan? —Saqué la cartera del bolsillo trasero.

Angie me miró con el ceño fruncido.

—No son nada especial. Me costaron unas cinco libras. ¿Para qué los quieres?

No tenía tiempo para explicárselo. Saqué un billete de veinte libras.

—¿Me los vendes?

Se encogió de hombros y me los dio, pero no cogió el dinero.

—Devuélvemelos mañana. —Angie no cobraba más que el salario mínimo.

—Por favor, déjame pagártelos.

—Puedes quedártelos —dijo.

Le metí el billete morado en la mano y me los dio.

—Eres muy raro, doctor Cove —me dijo en un tono que me indicaba que no le importaba en absoluto; solo me seguía la corriente.

—Muchas gracias —dije, y corrí hacia Barnaby.

Al final, quizá podía llegar a tiempo al restaurante.

3

Jacob

El control de seguridad de la NatWest Tower era igual que el de un aeropuerto: había que pasar los bolsos por un escáner y atravesar un arco detector de metales. Había ido a bastantes restaurantes de postín, pero nunca me habían cacheado tan a fondo.

Cuando por fin llegué a la planta cuarenta y dos, llevaba tres minutos de retraso. Algo que odiaba.

—Mesa a nombre de Beau.

Beau me había dicho que Sutton era médica. Si tenía suerte, sería lo bastante joven como para no haber oído el apellido Cove en su vida. Era una esperanza estúpida, aunque me conformaba con que quizá me hiciera un favor y fingiera. No quería pasarme la noche escuchando que pensaba que mis padres eran increíbles. Lo eran, sí, pero no necesitaba oírlo de labios de una perfecta desconocida. Por mucho que quisiera a mis padres y estuviera orgulloso de su maravillosa reputación, a veces tenía la sensación de no haberme emancipado. Siempre estaban ahí: en las entrevistas para la universidad y cuando solicitaba plaza en un hospital. En las fiestas de Navidad y en las despedidas. Lo primero de lo que querían hablarme los desconocidos era de mis padres.

Había mucho que vivir. Y mucho que aguantar. A veces me habría gustado ser arquitecto.

—Creo que vamos a cenar juntos —dijo una voz femenina a mi espalda. Me giré y me encontré con una mujer preciosa que me miraba con expectación, y todo mi cuerpo se llenó de gratitud hacia mi hermano por haberse roto la nariz. Llevaba el pelo, largo y castaño, retirado de la cara de forma desenfadada, y tenía un lunar en la mejilla derecha. Su sonrisa era grande y cálida, y, justo en ese momento, decidí que tenía que invitar a Beau a una copa la siguiente vez que lo viera.

—Tú debes de ser Sutton —dije, y me agaché para besarle la mejilla.

—Menudo lío llegar hasta aquí —alegó—. Por eso vengo tarde.

Me tragué una risita. Los dos habíamos llegado a las ocho y cinco. Pero si no hubiera habido un control de seguridad, ambos habríamos llegado antes.

—Pero he oído que las vistas merecen la pena —añadió.

—Eso es, definitivamente, cierto —afirmé, sin apartar los ojos de ella.

Se sonrojó y le puse la mano en la espalda mientras la maître nos conducía al comedor.

—Quien te lo haya dicho tenía razón: la City tiene un aspecto fantástico desde aquí —dije, contemplando las vistas. El restaurante tenía ventanales del suelo al techo. El sol había desaparecido casi por completo, dejando una neblina rosada en el horizonte, lo que hacía que las luces de los edificios que nos rodeaban brillaran como estrellas.

—Es sensacional —corroboró Sutton, y no pude evitar sonreír ante su entusiasmo—. Estamos justo en medio de la City, pero es un lugar sumamente tranquilo.

Nos sentamos en ángulo recto; la mesa estaba dispuesta de forma que los dos pudiéramos ver el paisaje. La posición parecía bastante íntima, a pesar de que Sutton y yo acabábamos de conocernos. Nuestras rodillas se tocaron, y me alejé para que ella no se sintiera incómoda. Me miró a los ojos, preguntándose, sin duda, como yo, si debíamos reconocer el contacto.

—¿Puedo ofrecerles algo de beber? —nos preguntó la camarera.

—Sutton, ¿qué te gustaría?

Se mordió el interior de la mejilla.

—Tomaré lo mismo que tú —dijo finalmente.

—Bueno, mañana no trabajo —le contesté. No añadí «Y mi hermano paga» porque no quería que pensara que era un gorrón y que estaba allí solo para disfrutar de una comida gratis. Los médicos de los hospitales públicos no estaban bien pagados, pero podía costearme una cena y unas copas en cualquier restaurante del mundo, e incluso el avión privado para llegar hasta allí, gracias a un negocio paralelo que me había salido bien cuando era estudiante. Pero ella no tenía por qué saberlo.

—Yo tampoco —repuso—. Y nunca he dicho que no a un margarita.

Los margarita no eran precisamente mi bebida preferida. Pero ¿por qué no?

—Dos margaritas, por favor.

—Eres médico, ¿verdad? —preguntó Sutton mientras miraba a la camarera que se alejaba con nuestro pedido.

Asentí. Estaba casi seguro de que no sabía mi apellido, porque hacía más de dos minutos que la había conocido y no había mencionado a mis padres.

—Y tú también, ¿no?

—Algo así… En realidad, quiero hacerte una propuesta.

—¿Tan pronto? Si aún no hemos bebido nada…

Soltó una risita y sus hombros se relajaron de forma visible. Estaba nerviosa, algo que me resultó entrañable. Llevaba el pelo recogido, lo que dejaba al descubierto su largo cuello; la grácil curva me hacía sentir deseos de alargar la mano y tocarla.

—He sido la primera en sacar a colación la medicina, y no debería haberlo hecho. Estoy a punto de empezar el programa de la residencia. Si te parece bien, ¿podemos no hablar de medicina, ni de la facultad, ni de hospitales ni de nada de eso? No quiero pensar en ello. Estoy tan nerviosa como un gato de cola larga en una habitación llena de mecedoras.

¿Un gato de cola larga? Quise reírme, pero su expresión me decía que no bromeaba. Me encogí de hombros.

—Me parece bien.

Su propuesta fue inesperada; para la mayoría de los médicos, el trabajo es su vida, y la idea de no hablar de medicina en toda una noche era como recorrer la Gran Muralla China en veinticuatro horas: algo absolutamente imposible. A mí la idea me resultaba intrigante. Los Cove hablaban de medicina todo el tiempo, y así había sido desde que tenía uso de razón.

—Deberíamos poner una multa si rompemos esa regla —sugirió, con un brillo inesperadamente juguetón en los ojos.

—Por lo que veo, no te andas con tonterías. ¿Qué tipo de multa?

Se encogió de hombros, y, por primera vez, fui consciente de la piel que dejaba expuesta el top azul eléctrico de hombros asimétricos que llevaba. Era la única vez en mi vida que el azul me pareció sexy y no me hizo pensar en las mascarillas del hospital.

La camarera volvió con los margaritas en unos vasos de gran tamaño, con los bordes decorados con mondas de naranja esculpidas en extrañas formas.

—Hemos empezado con los margaritas —dijo—. Tal vez podamos poner de multa un chupito de tequila.

Sutton ya era más intrigante de lo que esperaba. Sabía con certeza que esa noche iba a ser divertida. Y el pobre Beau se la había perdido.

—Hecho. La prohibición empieza… ya. —Levanté la copa.

Ella alzó la suya como respuesta, y el desafío en su mirada me llamó la atención. Era una luchadora. Lo transmitía su actitud, y eso me parecía muy atractivo.

Di un sorbo a mi bebida, pero Sutton hizo una pausa, con el vaso aún en el aire en señal de celebración.

—¿Sabes?, no estoy segura de si tendré algo de lo que hablar si excluimos la medicina.

Imité el sonido de un timbre y detuve al camarero que pasaba.

—Un chupito de tequila para la señorita —le pedí—. Una jugada muy pobre por tu parte, si me permites decirlo. Has fallado nada más empezar. Vas a tener que esforzarte un poco más a partir de ahora.

Se rio y bebió un sorbo de su margarita.

—Me parece justo. Te toca. Cuéntame algo de ti.

El camarero llegó con el tequila y le indiqué que era para Sutton.

—No hasta que te lo bebas.

Dejó el margarita y cogió el chupito. Antes de que pudiera desearle suerte o decirle que no lo hiciera, se lo bebió de golpe.

Tomé otro sorbo para disimular la cara de satisfacción que debía de tener.

—¿Qué decías? —preguntó ella sin perder el ritmo, con una sonrisa temblando en la comisura de sus labios.

—Tengo cuatro hermanos.

Arqueó las cejas.

—Vaya. ¿Y son todos…? Guau…

Me reí entre dientes.

—¿Son todos qué? ¿Unos coñazos? Afirmativo.

—¿Todos chicos?

—Desgraciadamente. ¿Y tú?

El brillo que había danzado en sus ojos desde que la había retado a beber se atenuó un poco.

—Tengo unos hermanastros que no conozco. Viven en Texas.

—La medicina es un trabajo difícil para mantener relaciones, incluso familiares.

—Ding, ding, ding, ding. Parece que necesitamos más tequila para nuestro afortunado ganador —se rio Sutton.

—Oye, eso no cuenta. Era una observación general.

Rezongó.

—Renegar de un trato es muy poco atractivo. Yo no he hecho eso, ¿verdad? —me desafió, sin perder el encanto.

Le sostuve la mirada.

—No me gustaría que pensaras que no soy atractivo. —Era cierto: quería que se sintiera tan atraída por mí como yo por ella.

Llamé a otro camarero y pedí otro chupito. Quizá debí haber pedido la botella. Al paso que íbamos, los dos íbamos a estar borrachos antes de los entrantes.

Me bebí el chupito, intenté reprimir una mueca y llené los vasos de agua de los dos. No quería que la noche acabara antes de empezar.

—De acuerdo. Ahora estamos en paz —dije—. Empecemos de nuevo. ¿Qué aficiones tienes?

Pedimos la cena cuando volvió la camarera, pero fue una de esas situaciones en las que no veía el momento de devolver el menú y volver a la conversación con Sutton.

—Déjame pensar qué decir sin meter la pata… —dijo ella, retomando la charla donde la habíamos dejado—. Me gusta ducharme, viajar en transporte público… —Hizo un gesto como si estuviera pensando profundamente. Intenté reprimir una carcajada. Para cualquier persona ajena a la medicina podría parecer aburrida, pero yo sabía en qué etapa se encontraba: no había nada más que trabajar y estudiar—. Estoy exagerando. Cuando siento mucha ansiedad, me gusta ir a bibliotecas o galerías de arte. No sé si podría considerarse un pasatiempo, porque no voy por los libros ni por el arte, solo me tranquiliza estar allí. O quizá mi cuerpo se ve obligado a calmarse porque nada sería más embarazoso que un ataque de ansiedad en un lugar tan tranquilo.

Miré cómo se juntaban y separaban sus labios carnosos mientras hablaba. No llevaba pintalabios. Aparte de algo de maquillaje alrededor de los ojos, no parecía haberse aplicado nada más. Empecé a pensar en las implicaciones, como que no iba a haber ningún pintalabios que me manchara la camisa. Me pregunté cómo se desabrochaba ese top con un solo hombro. ¿Tenía una cremallera lateral o era elástico? ¿Llevaba sujetador o no?

—¿No estás de acuerdo? —preguntó ella—. ¿Te he aburrido hasta morir?

Negué con la cabeza, tratando de fingir que no había desconectado para imaginármela desnuda.

—En absoluto. —Mi tolerancia al alcohol había disminuido en los últimos meses, pero seguro que podía tomarme más de un chupito—. Quizá la próxima vez consigas un dos por uno: librarte de la angustia yver algo de arte, o pedir prestado un libro, dependiendo del lugar que elijas.

—Tal vez, pero he descubierto algo que me va bien. ¿Por qué echarlo a perder? Poder relajarme en un lugar es de ayuda si tengo un problema que resolver y estoy bloqueada o…, ya sabes, necesito un poco de paz. En fin, te toca a ti —concluyó, dando un sorbo a su margarita.

¿Qué podía contarle?

—Paso mucho tiempo en Norfolk. Mis padres se mudaron allí después de jubilarse, aunque teníamos en la zona una casa de vacaciones donde pasábamos los veranos de niños.

—¿Te llevas bien con ellos?

—Siempre me he sentido muy unido a mi madre. Es el centro de la familia.

—¿Y tu padre?

Inspiré hondo.

—También. Quiero decir, lo quiero y eso… —¿Por qué no había respondido a su pregunta con un «Sí, somos una familia unida»? Habría sido la verdad. Aunque no fuera toda la verdad—. Pero tiene altas expectativas. Al crecer, a veces me daba la impresión de que no las cumplía.

Levanté la vista de mi margarita y me encontré con una mirada amable, abierta y, en cierto modo, familiar por su parte. Algo en ella me hacía sentir como si la conociera de toda la vida. Como si no tuviera sentido ocultarle nada porque ella ya conocía mi esencia.

Me dedicó una sonrisa tranquilizadora.

—¿Y tus hermanos?

—Me quejo de mis hermanos porque son muy molestos la mayor parte del tiempo, pero lo que más me gusta hacer es estar con mi familia. Podemos hablar de lo que sea.

—Eso debe de ser agradable. Las cosas entonces van mejor ahora con tu padre.

No era una pregunta, sino una observación, y muy acertada. La relación con mi padre se había transformado con los años. Nunca estaba seguro de si el cambio había venido de su parte o de la mía. ¿Había madurado yo o por fin me veía él como un hombre capacitado?

—¿Y te sigue gustando la medicina? —preguntó. Alcé las cejas. Sin pestañear, levantó la mano para llamar la atención del camarero y pidió tres chupitos más—. Quiero que respondas y luego seguir si es necesario —explicó.

—Sí, me sigue encantando marcar la diferencia en la vida de la gente. Me encanta hacer diagnósticos. Me encanta la interacción con los pacientes. Incluso cuando se trata de algo sencillo como una pierna rota o una tortícolis; nunca me aburriré de la sensación al tranquilizar a alguien diciéndole que lo suyo no es tan grave como cree.

—Lo entiendo.

Le sonreí.

—Quiero hacerte más preguntas.

—Yo también quiero; al principio disfrutaré y luego algo me hará entrar en barrena y saldré pitando de aquí, buscando la biblioteca más cercana.

Me reí.

—Me parece justo.

El camarero volvió con dos vasos de chupito y la botella y nos dijo que disfrutáramos de la noche. Nos servimos y bebimos dos chupitos cada uno antes de que llegaran los entrantes.

—¿Podemos pedir también una cesta de pan? —preguntó Sutton—. Lo necesito para empapar el alcohol o vas a tener que sacarme de aquí en brazos.

No parecía tan mala opción. Pero todavía no; antes quería conocerla un poco más.

Pusieron la cena en la mesa antes de que estuviéramos borrachos. Salvados por los carbohidratos.

—Háblame de Norfolk —dijo—. ¿Es tu biblioteca?

Suspiré y me lo pensé.

—¿Sabes qué? Creo que lo ha sido. Ha habido momentos… —Intenté pensar en cómo decirlo sin hablar de medicina; no podía tomar más tequila—. Algunos momentos de mi carrera han sido increíblemente estresantes y… No se lo he dicho a nadie, pero mis padres viven en las afueras de un pueblo de la zona, justo en los pantanos. Es un lugar precioso y es fácil no hacer nada allí, ¿sabes?

Asintió como si supiera exactamente a qué me refería.

—Hay senderos costeros por todas partes, y me gustaba pasear por ellos para aliviar el estrés del trabajo. En una ocasión descubrí un viejo bote de remos que parecía abandonado en las marismas. Tenía hambre, así que me subí, saqué el aperitivo y me senté allí bajo el sol, comiendo una barrita de proteínas. En fin, hacía viento porque es la costa y es Norfolk, así que decidí tumbarme en la barca para escapar del aire. Y me quedé allí tumbado, pensando en… todo, y en nada. Contemplé las diferentes formas de las nubes y deseé haber prestado más atención a la geografía; hay tantas nubes diferentes… Escuché los sonidos del mar, el viento entre los juncos y la hierba, las gaviotas y las focas a lo lejos. Era casi como una especie de cámara para disipar el estrés. Me levanté horas después y me sentí… increíble. Desde entonces, ir a Norfolk ha sido para mí como pulsar el botón de reinicio, ya me entiendes.

—Me gusta la idea de tener un botón de reinicio. Tendré que ir en busca de esa barca. No puedo pasarme horas tumbada en una biblioteca o en una galería de arte sin que llamen a la policía. Créeme, lo he intentado.

Me reí.

—Lo raro es que he vuelto a esa barca durante años después de aquella primera vez. Cada vez tuvo el mismo efecto. Y un día fui a buscarla y había desaparecido.

—Tal vez su dueño se la llevó.

—Tal vez. Es que sentí… Esto va a sonar… No, olvídalo.

Deslizó la mano sobre la mía.

—Dímelo.

Nos miramos a los ojos y me di cuenta de que estaba interesada de verdad en mi historia. No en la historia de Jacob Cove, hijo de Carole y John Cove, el mayor de los cinco hermanos Cove, conocido como doctor Cove. Estaba interesada en mí, sin más.

—Sentí que la barca había hecho su trabajo conmigo y, como ya había pasado la parte de mi carrera, de mi vida, en la que de verdad la necesitaba… pues desapareció.

Asintió. Se hizo un silencio confortable entre nosotros.

—Como si fuera magia o algo así. —No lo dijo en tono de broma, como una científica hastiada a la que le dicen que, por ser Tauro, está destinada a sentir x o y. Lo dijo como si aceptara plenamente lo que yo sentía por esa barca, como si, en realidad, fuera mágica. Como si me hubiera curado cuando lo había necesitado durante todo el tiempo que lo había precisado.

—Para cualquier otra persona sonaría estúpido…

Negó con la cabeza.