Domando un corazón - Diana Palmer - E-Book

Domando un corazón E-Book

Diana Palmer

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Jazmín 2339 Cappie Drake y su hermano decidieron trasladarse a Jacobsville para solucionar sus problemas económicos y para huir del ex novio de Cappie, que estaba a punto de salir de la cárcel. Ella pronto se sintió atraída por su nuevo jefe, el veterinario Bentley Rydel, un hombre duro que vivía el momento, que amaba con verdadera pasión… pero a quien todavía le faltaba la mujer adecuada. Aquel rudo texano poco sospechaba que estaba a punto de ser domado por una hermosa mujer.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 184

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

 

28036 Madrid

 

© 2010 Diana Palmer

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Domando un corazón, jazmin 2339 febrero 2023

Título original: Tough to Tame

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

 

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411416450

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CAPPIE Drake echó un vistazo a la consulta de veterinaria donde trabajaba. En sus ojos se reflejaba la preocupación. Buscaba a su jefe, el doctor Bentley Rydel. Últimamente estaba en pie de guerra y ella había sido el objetivo de la mayor parte de su sarcasmo y hostigamiento. Era la última contratada en la clínica. Su predecesora, Antonia, había dimitido y huido el mes anterior.

–Se ha ido a comer –le llegó un susurro desde detrás.

Cappie dio un brinco. Su compañera, Keely Welsh Sinclair, la miraba con una sonrisa. La chica, más joven que ella, tenía diecinueve años mientras que Cappie había cumplido los veintitrés, acababa de casarse con el atractivo Boone Sinclair, pero había mantenido el trabajo en la clínica a pesar de su fastuoso nuevo nivel de vida. Le encantaban los animales. Lo mismo que a Cappie. Pero se había estado preguntado si el amor por los animales era suficiente para soportar a Bentley Rydel.

–He perdido el albarán de entrega de la medicina de la dilofilariasis –dijo Cappie con una mueca–. Sé que tiene que estar por aquí, pera no hacía nada más que gritarme y me bloqueé. Me ha dicho cosas terribles.

–Es otoño –dijo Keely.

–¿Perdón? –Cappie frunció el ceño.

–Es otoño –repitió.

Cappie la miró sin expresión.

–Todos los otoños el doctor Rydel tiene peor carácter del habitual y desaparece una semana. No deja ni un número de teléfono en caso de emergencia, no llama y nadie sabe dónde está. Cuando vuelve jamás dice dónde ha estado.

–Ha estado así desde que me contrató –señaló Cappie–. Y soy la quinta auxiliar de veterinaria de este año, me ha dicho la doctora King. El doctor Rydel espantó a las demás.

–Tienes que gritarle tú o limitarte a sonreír cuando se pone así –dijo Keely en tono amable.

–Yo nunca grito a nadie

–Pues es un buen momento para empezar. De hecho…

–¿Dónde demonios está mi maldito impermeable?

–Decías que se había ido a comer… –dijo Cappie pálida.

–Evidentemente ha vuelto –dijo Keely haciendo una mueca mientras el jefe irrumpía en la sala donde dos señoras estaban sentadas al lado de dos portagatos.

El doctor Bentley Rydel era alto, sobre el metro noventa, con ojos azul claro que brillaban como el acero. Tenía el pelo negro como el azabache, espeso y normalmente revuelto porque se pasaba las manos por él constantemente en los momentos de frustración. Tenía los pies grandes, como las manos. La nariz tenía que habérsela roto en algún momento, lo que confería aún más carácter a su rostro anguloso. No era guapo en el sentido convencional, pero las mujeres lo encontraban muy atractivo. Él no las encontraba atractivas. Sería difícil encontrar a alguien más misógino que Bentley Rydel en el condado de Jacobs, Texas.

–¿Mi impermeable? –repitió mirando a Cappie como si fuese culpa suya.

Cappie alzó la cabeza, que apenas llegaba al hombro de Bentley, respiró hondo y dijo:

–Señor, el impermeable está en el armario en el que usted lo dejó.

El veterinario arqueó las cejas. Cappie carraspeó y sacudió la cabeza. El movimiento soltó el pasador que llevaba y su largo cabello rubio cayó suelto sobre sus hombros.

Mientras ella pensaba en su próxima respuesta que, seguramente, pondría fin a su trabajo allí, Bentley contempló su cabello. Siempre lo llevaba recogido en una estúpida coleta. No se había dado cuenta de que lo tuviera tan largo. La miró con los ojos entornados.

Keely, fascinada, consiguió no mirar embobada. Se volvió a las señoras y dijo:

–Señora Ross, si trae… –miró la ficha– a Luvvy, le echaremos un vistazo.

La señora Ross, una mujer menuda, sonrió y arrastró el portagatos con ruedas mirando de soslayo una escena que no quería perderse.

–¿Doctor Rydel? –dijo Cappie al ver cómo la miraba.

–Está lloviendo –dijo él frunciendo el ceño.

–Señor, eso no es culpa mía –replicó ella–. No controlo el tiempo.

–Seguramente –bufó, se dio la vuelta, abrió el armario, sacó el impermeable y salió por la puerta.

–¡Espero que se disuelva! –murmuró Cappie entre dientes.

–¡Lo he oído! –gritó Bentley sin darse la vuelta.

Cappie se ruborizó y se metió tras el mostrador tratando de no encontrarse con la mirada de Gladys Hawkins, porque la señora casi lloraba de aguantarse la risa.

–Ahí, ahí –dijo la doctora King, la veterinaria de más edad, con una sonrisa amable, dando una palmada en el hombro de Cappie–. Has hecho bien. Cuando llevaba aquí un mes, Antonia se encerraba en el baño a llorar al menos dos veces al día, y jamás respondió a Rydel.

–Nunca he trabajado en un lugar semejante –dijo Cappie–. Quiero decir, que la mayoría de los veterinarios son como usted… agradables y profesionales y no gritan al personal. Y, por supuesto, el personal tampoco grita…

–Sí, así es –dijo Keely con una risita–. Mi marido dice que yo soy una peluquera de animales excepcional, y que la próxima vez que venga aquí, le explicará bien clarito lo que hace una peluquera –sonrió–. Le abrió los ojos.

–Hacen mucho más que lavar y peinar –reconoció la doctora King–. Son nuestros ojos y oídos entre exploración y exploración. Muchas veces, las peluqueras salvan vidas notando pequeños problemas que podrían convertirse en mortales.

–Tu marido es un cielo –dijo tímida Cappie.

–Sí, lo es –se echó a reír–, pero es testarudo y temperamental.

–Apuesto a que pasó de bravo a manso –reflexionó King.

–No era ni la mitad de bravo que el doctor Rydel.

–Amén. Lo siento por la pobre mujer que se lo lleve.

–Créeme, aún no ha nacido –replicó Keely.

–Tú le gustas –suspiró Cappie.

–No le desafío –dijo Keely sencilla–. Y soy más joven que la mayoría del personal. Me ve como una niña –Cappie abrió mucho los ojos y Keely le dio una palmada en el hombro–. Alguna gente lo hace –su sonrisa se desvaneció al recordar que era así como la veía su madre, que fue asesinada por un conocido de su padre.

La ciudad entera había hablado de aquello. Keely lo había superado en los fuertes brazos de Boone Sinclair.

–Siento lo de tu madre –dijo Cappie sentida–. Todos lo sentimos.

–Gracias –respondió Keely–. Nos empezábamos a conocer cuando fue… asesinada. La confesión de culpabilidad de mi padre por su implicación en el suceso lo llevó sólo una corta temporada a la cárcel, pero no creo que vuelva a las andadas. Teme demasiado al sheriff Hayes.

–Ése sí que es un cielo –dijo Cappie–. Guapo, valiente…

–… suicida –cortó Keely.

–¿Perdón?

–Le han disparado dos veces, se metió en dos tiroteos –explicó la doctora King.

–Sin valor no hay gloria –dijo Cappie.

Sus compañeras se echaron a reír. Sonó el teléfono, entró otro cliente y la conversación volvió al trabajo.

 

 

Cappie volvió tarde a casa. Era viernes y hubo muchos clientes. Nadie pudo irse antes de las seis y media, ni siquiera la pobre peluquera que se había pasado la mitad del día con un husky siberiano. El animal tenía un pelo muy espeso y era mucho trabajo cepillarlo y lavarlo. El doctor Rydel había estado más sarcástico de lo habitual, mirando a Cappie como si ella fuera responsable de la afluencia de pacientes.

–¿Eres tú, Cappie? –gritó su hermano desde el dormitorio.

–Soy yo, Kell –respondió ella.

Se quitó el impermeable, dejó el bolso y entró en la habitación donde su hermano estaba rodeado de revistas, libros y un ordenador portátil. Su hermano le dedicó una sonrisa.

–¿Un mal día? –preguntó ella sentándose en la cama a su lado.

Él se limitó a sonreír. Su rostro estaba tenso, la única señal del dolor que lo devoraba todo el día. Periodista. Había estado destinado en el extranjero y allí había sido víctima de un fuego cruzado y alcanzado por la metralla. Ésta se había alojado en la columna, demasiado peligroso el sitio como para quitársela. Los médicos decían que algún día la esquirla podría moverse a un lugar de donde se pudiera extraer. Pero hasta entonces Kell estaba prácticamente paralizado de cintura para abajo. Curiosamente, la revista no le había dotado de ninguna clase de seguro médico, e igual de curiosamente, él había decidido no llevarlos a los tribunales para obligarles a pagar. Cappie se había sorprendido al principio de que su hermano hubiera elegido esa profesión. Había pasado varios años en el ejército. Cuando había salido, se había hecho periodista. Vivía extraordinariamente bien. Se lo había comentado a una amiga que trabajaba en un periódico y le había sorprendido. La mayoría de las publicaciones no pagaban así de bien a sus periodistas, había señalado viendo el Jaguar nuevo de Kell.

Bueno, al menos tenían sus ahorros para sobrevivir, aunque lo hicieran tan austeramente después de haber pagado la peor parte de los gastos médicos. Su escaso salario, aunque bueno, apenas daba para llenar de comida la nevera.

–¿Te has tomado los analgésicos? –preguntó ella y él asintió–. ¿No te han hecho nada?

–No mucho. Hoy no –forzó una sonrisa.

Era guapo, con un espeso cabello corto más rubio que el de ella y ojos grises plateados. Alto y musculoso, o lo había sido antes de la herida. Se movía en una silla de ruedas.

–Algún día podrán operarte –dijo ella.

–Espero que sea antes de morirme de viejo –sonrió.

–No digas eso –se inclinó a besarlo en la frente–. Tienes que tener esperanza.

–Supongo que sí.

–¿Quieres comer algo?

–No tengo hambre.

–Puedo hacer una sopa de maíz –era su plato favorito.

–Estoy destrozando tu vida –dijo él con gesto serio–. Hay lugares para ex militares donde podría quedarme y…

–¡No! –explotó ella.

–Hermanita, esto no está bien –hizo una mueca de dolor–. Jamás encontrarás un hombre que te quiera con este equipaje –empezó él.

–Ya hemos tenido esta discusión hace unos meses –señaló ella.

–Sí, desde que dejaste tu trabajo y te viniste aquí a vivir conmigo después de que… me hirieran. Si el primo no hubiera muerto y no nos hubiera dejado esta casa, ni siquiera tendríamos un techo bajo el que meternos. Me mata verte luchar con todo.

–No seas melodramático –le reprendió–. Kell, sólo nos tenemos el uno al otro –añadió sombría–. No me pidas que te eche a la calle para poder tener vida social. Ni siquiera me gustan mucho los hombres, ¿no te acuerdas?

–Recuerdo sobre todo por qué –su gesto se endureció.

–Kell –se ruborizó–, prométeme que no volveremos a hablar de esto.

–Podría haberte matado –apretó los dientes–. Tuve que amenazarte para que presentaras cargos.

Apartó la mirada. Su único novio había resultado ser un maniaco homicida. La primera vez que había sucedido, Frank Bartlett había agarrado el brazo de Cappie y le había hecho un hematoma. Kell le había dicho que lo dejara, pero ella había dicho que no se lo había hecho a propósito. Kell sabía que no era así, pero no había podido convencerla. En su cuarta cita, el chico la había llevado a un bar, tomado unas copas y cuando ella le había dicho con amabilidad que no bebiera más, la había sacado fuera y la había zarandeado. La gente del bar había salido en su defensa y una persona la había llevado a casa. El chico había aparecido después, llorando rogando que le diera otra oportunidad. Kell había metido la pata diciendo que no, porque Cappie estaba enamorada y no lo escuchaba. Estaban viendo una película en una casa alquilada cuando ella le había preguntado por sus problemas con el alcohol. Él había perdido los nervios y comenzado a golpearla. Kell se las había arreglado para subirse a su silla de ruedas y llegado al salón. Sin otra cosa que el pie de una lámpara como arma, había dejado inconsciente al agresor. Ella estaba aturdida y sangraba, pero él le había explicado cómo atar al tipo de los pulgares, lo que había hecho mientras Kell llamaba a la policía. Cappie había sido trasladada al hospital y el chico a la cárcel por agresión.

Con el brazo roto en cabestrillo, Cappie había declarado contra él, al lado de Kell como apoyo moral. La sentencia no había sido muy dura. El chico fue condenado a seis meses de cárcel y un año de libertad vigilada. Juró vengarse y Kell se tomó la amenaza más en serio que Cappie.

Tenían un primo lejano que vivía en Comanche Wells, Texas. Había muerto un año antes, pero los trámites del testamento se habían alargado. Tres meses antes, Kell y su hermana habían recibido una carta en las que les informaban que habían heredado una casita en un paisaje de postal. Al menos tenían un lugar donde vivir. Cappie había tenido dudas sobre desarraigarse de San Antonio, pero Kell había sido extrañamente insistente. Tenía un amigo en el cercano Jacobsville que conocía un veterinario con el que podría trabajar Cappie como auxiliar. Así que se habían mudado.

Ella no había olvidado al muchacho. Había sido algo muy doloroso porque había sido su auténtico primer amor. Por fortuna para ella, la relación no había pasado de algunos besos y caricias, aunque él había querido más. Ése había sido otro asunto complicado: la estricta moralidad de Cappie. Él le había acusado de comportarse de un modo que no tenía nada que ver con la vida moderna, de vivir con su sobreprotector hermano a pesar de su edad. Le había dicho que necesitaba soltarse el pelo. Resultaba fácil decirlo, pero Cappie no quería una relación informal y así se lo había dicho. Cuando bebía más de lo normal, decía que era ella la culpable de que bebiera y la golpeara, porque ella lo tenía muy frustrado. Cappie no compartía esa opinión. Le había parecido el hombre más dulce y caballeroso cuando lo había conocido. Su hermana había llevado un perro al veterinario donde ella trabajaba. Él se había quedado sentado en la camioneta, pero cuando había visto a Cappie, había saltado de su asiento y ayudado a su hermana que había quedado completamente sorprendida. Cappie no se había dado cuenta.

Después de que todo aquello terminó, Cappie se enteró de que al menos dos mujeres a las que conocía habían sufrido el mismo tipo de maltrato por parte de sus novios. Algunas habían tenido suerte como ella y se habían liberado de la relación. Otras estaban atrapadas por miedo en relaciones que jamás habrían querido. Era difícil saber por las apariencias cómo iba a ser un hombre cuando se estuviera a solas con él. Al menos el doctor Rydel resultaba evidente que era violento y peligroso, se decía. Claro, que ella no quería mantener ninguna relación con él fuera del trabajo.

–¿A qué viene eso? –preguntó Kell.

–Nada, pensaba en uno de mis jefes –confesó–. El doctor Rydel es un horror. Me da pánico.

–¿Seguro que no es como Frank Bartlett?

–No –dijo rápidamente–. No creo que jamás pegase a una mujer. No es de esa clase. Sólo gruñe y jura y maldice. Le encantan los animales. Una vez llamó a la policía porque un hombre trajo un perro lleno de cortes y heridas. El hombre había maltratado al perro y decía que se había caído por las escaleras. Luego testificó en contra del hombre y fue a la cárcel.

–Bien por el doctor Rydel –dijo con una sonrisa–. Si es así con los animales, no creo que sea la clase de persona que pega a una mujer –tuvo que reconocer–. Un amigo me dijo que su clínica era un buen sitio para trabajar –frunció el ceño–. Tu novio le dio una patada a tu gato en la primera cita.

–Y yo lo disculpé –dijo con un gesto de dolor.

Poco después el gato había desaparecido. Se preguntaba qué le habría pasado, pero reapareció cuando se separó del novio.

–Frank era tan guapo, tan… simpático –añadió tranquila–. Supongo que me sentí halagada porque un hombre así me mirara. No soy guapa.

–Lo eres en el interior.

–Eres un encanto de hermano. ¿Qué tal esa sopa?

–Me la comeré si la preparas –suspiró–. Siento estar como estoy.

–Como si pudieras ayudar –murmuró entre dientes y sonrió–. La prepararé.

La miró alejarse pensativo.

Apareció con una bandeja y la sopa de los dos. Sólo se tenían el uno al otro, nadie más en el mundo. Sus padres habían muerto hacía mucho, cuando ella tenía diez años. Kell, que era atlético y sano en esa época, sencillamente se había hecho cargo y sustituido a sus padres. Se había alistado al ejército y habían viajado por todo el mundo. Una buena parte de su educación había sido completada con cursos a distancia, pero había conocido mucho mundo. En ese momento, Kell pensaba que era una carga, pero ¿qué había sido todos esos años en que había renunciado a su vida social para hacerse cargo de una niña? Le debía demasiado. Sólo deseaba poder hacer más por él.

Lo recordaba con su uniforme, un oficial, tan digno. Había terminado prisionero en una cama y una silla de ruedas. Ni siquiera tenía una automática porque no se la podían permitir. Continuaba trabajando, a su modo, escribiendo una novela. Era una aventura, basada en algo de lo que había aprendido en su carrera militar y los amigos con los que había trabajado, decía, en las operaciones encubiertas.

–¿Qué tal va el libro? –preguntó ella.

–Creo que va bastante bien –dijo entre risas–. He hablado con un amigo de Washington sobre estrategia política e innovaciones en robótica militar.

–Conoces a todo el mundo.

–Conozco a casi todo el mundo –la miró y suspiró–. Me temo que la factura de teléfono de este mes va a volver a ser exagerada. Además tengo que pedir algunos libros más sobre África.

–No importa –lo miró orgullosa–. Haces mucho, mucho más que mucha gente en mejor forma física.

–No duermo tanto como la mayoría de la gente –dijo irónico–. Así que puedo trabajar más horas.

–Tienes que hablar con el doctor Coltrain para que te dé algo para dormir.

–Ya lo he hecho, me ha dado una receta.

–Que ni siquiera has comprado, me lo ha dicho Connie, la de la farmacia.

–Ahora no tenemos el dinero –dijo tranquilo–. Me las puedo arreglar.

–Siempre el dinero –dijo triste–. Me gustaría tener más talento y ser más lista, como tú. Quizá así podría conseguir un trabajo mejor pagado.

–Eres buena en lo que haces –replicó con firmeza–. Y te gusta tu trabajo. Créeme, eso es más importante que una buena nómina. Yo lo sé.

–Supongo que sí –suspiró–, pero ayuda poco a pagar facturas.

–Mi libro va a dar millones –dijo con una sonrisa–. Seré el más vendido en la lista del New York Times. Me llamarán para hablar en la tele y nos compraremos un coche nuevo.

–Optimista –acusó ella.

–Eh, sin esperanza, ¿qué nos queda? –miró a su alrededor–. Paredes sin pintar, con desconchones, un coche con trescientos mil kilómetros y un tejado con goteras.

–Maldita sea –murmuró ella mirando la mancha en el techo–. Seguro que otro de esos estúpidos clavos se ha salido de la chapa. Me encantaría poderme permitir sólo un tejado en condiciones.

–Bueno, la chapa es más barata y queda bien.

Ella lo miró escéptica.

–Es barata –insistió Kell–. ¿No te gusta el sonido de la lluvia en el tejado? Escucha. Es como música.

Era como un tamborileo, pero se echó a reír.

–Supongo que tienes razón. Mejor no desear tener más de lo que tenemos. Nos arreglaremos, Kell –aseguró ella–. Siempre lo hacemos.

–Al menos estamos juntos en esto, pero deberías pensar en la residencia militar.

–Cuando esté muerta y enterrada, podrás marcharte a una residencia –afirmó–. De momento, cómete tu sopa y calla.

–Vale.

 

 

Había dejado de llover cuando se levantó para ir a trabajar a la mañana siguiente. Se alegró. No había querido salir de la cama. Había algo mágico en quedarse tumbada mientras llovía, en esa seguridad y ese calor. Pero quería conservar su trabajo. No podía hacer las dos cosas.

Estaba metiendo el impermeable en el armario cuando un enorme brazo apareció por encima de su hombro y le dejó allí otro impermeable.

–Cuélgueme esto, por favor –dijo Rydel con un gruñido.

–Sí, señor.

Colgó la prenda, cerró y se dio la vuelta. El veterinario seguía mirándola.

–¿Algún problema, señor? –preguntó formal.

–No –frunció el ceño.

Pero parecía como si llevara el peso del mundo sobre los hombros. Sabía lo que era sentirse así porque quería a su hermano y no podía ayudarlo.

–Cuando la vida nos da limones, hacemos limonada –se aventuró.

Rydel soltó una carcajada.

–¿Qué demonios sabrá de limones a su edad? –preguntó.

–La edad no tiene nada que ver, doctor Rydel –dijo ella–, es el kilometraje. Como si fuera un coche. Tienen que decorarme con accesorios de oro macizo para conseguir sacarme del aparcamiento.

–Supongo que yo estaría en un desguace –dijo él suavizando un poco el gesto.

–Lo siento –dijo ella tras una breve risa.

–¿Por qué?

–Porque es difícil hablar con usted –confesó.

Respiró hondo y por un instante pareció extrañamente vulnerable.

–No estoy acostumbrado a la gente. Me relaciono con ella en la clínica, pero vivo solo –frunció el ceño–. Su hermano vive con usted, ¿no? ¿Por qué no trabaja?