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Benito Pérez Galdós' Doña Perfecta stands as one of the finest examples of Spanish realism, offering a devastating critique of religious fanaticism and social intolerance in 19th-century Spain. The novel tells the story of Pepe Rey, a young liberal engineer who arrives in the fictional city of Orbajosa to marry his cousin Rosario, only to encounter the iron will of her mother, Doña Perfecta. Through this family conflict, Galdós masterfully exposes the deep divisions between progressive and conservative forces in Spanish society. The character of Doña Perfecta embodies religious extremism and resistance to modernity, while Pepe represents scientific rationalism and social progress. The novel's tragic conclusion reflects the author's pessimistic view of Spain's ability to embrace change and modernization. Galdós' psychological insight, social observation, and narrative skill make this work a cornerstone of Spanish literature and a powerful indictment of bigotry and narrow-mindedness.
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Veröffentlichungsjahr: 2025
Doña Perfecta
Benito Pérez Galdós
– 1920–
I
Villahorrenda!... cinco minutos!...
Cuando el tren mixto descendente número 65 (no espreciso nombrar la línea), se detuvo en la pequeña estaciónsituada entre los kilómetros 171 y 172, casi todos los viajerosde segunda y tercera clase se quedaron durmiendo o bostezandodentro de los coches, porque el frío penetrante de lamadrugada no convidadas a pasear por el desamparadoandén. El único viajero de primera que en el tren veníabajó apresuradamente, y dirigiéndose a los empleados, preguntólessi aquél era el apeadero de Villahorrenda. (Estenombre, como otros muchos que después se verán, espropiedad del autor.)
—En Villahorrenda estamos—repuso el conductor, cuyavoz se confundió con el cacarear de las gallinas que enaquel momento eran subidas al furgón.—Se me había olvidadollamarle a usted, Sr. de Rey. Creo que ahí le esperana usted con las caballerías.
—¡Pero hace aquí un frío de tres mil demonios!—dijo elviajero envolviéndose en su manta.—¿No hay en el apeaderoalgún sitio donde descansar y reponerse antes deemprender un viaje a caballo por este país de hielo?
No había concluído de hablar, cuando el conductor,llamado por las apremiantes obligaciones de su oficio,marchóse, dejando a nuestro desconocido caballero con lapalabra en la boca. Vió éste que se acercaba otro empleadocon un farol pendiente de la derecha mano, el cual movíaseal compás de la marcha, proyectando geométricas series deondulaciones luminosas. La luz caía sobre el piso delandén, formando un zig zag semejante al que describe lalluvia de una regadera.
—¿Hay fonda o dormitorio en la estación de Villahorrenda?—preguntóel viajero al del farol.
—Aquí no hay nada—respondió éste secamente, corriendohacia los que cargaban y echándoles tal rociada devotos, juramentos, blasfemias y atroces invocaciones, quehasta las gallinas, escandalizadas de tan grosera brutalidad,murmuraron dentro de sus cestas.
—Lo mejor será salir de aquí a toda prisa—dijo elcaballero para su capote.—El conductor me anunció queahí estaban las caballerías.
Esto pensaba, cuando sintió que una sutil y respetuosamano le tiraba suavemente del abrigo. Volvióse y vió unaobscura masa de paño pardo sobre sí misma revuelta y porcuyo principal pliegue asomaba el avellanado rostro astutode un labriego castellano. Fijóse en la desgarbada estaturaque recordaba al chopo entre los vegetales; vió los sagacesojos que bajo el ala de ancho sombrero de terciopelo viejoresplandecían; vió la mano morena y acerada que empuñabauna vara verde y el ancho pie que, al moverse, hacía sonajearel hierro de la espuela.
—¿Es usted el Sr. D. José de Rey?—preguntó, echandomano al sombrero.
—Sí; y usted—repuso el caballero con alegría—seráel criado de doña Perfecta, que viene a buscarme a esteapeadero para conducirme a Orbajosa.
—El mismo. Cuando usted guste marchar... La jacacorre como el viento. Me parece que el Sr. D. José ha de serbuen ginete. Verdad es que a quien de casta le viene...
—¿Por dónde se sale?—dijo el viajero con impaciencia.
—Vamos, vámonos de aquí, señor... ¿Cómo se llamausted?
—Me llamo Pedro Lucas—respondió el del paño pardo,repitiendo la intención de quitarse el sombrero; pero mellaman el tío Licurgo. ¿En dónde está el equipaje delseñorito?
—Allí bajo el reloj lo veo. Son tres bultos. Dos maletasy un mundo de libros para el Sr. D. Cayetano. Tomeusted el talón.
Un momento después señor y escudero hallábanse aespaldas de la barraca llamada estación, frente a un caminejoque partiendo de allí se perdía en las vecinas lomasdesnudas, donde confusamente se distinguía el miserablecaserío de Villahorrenda. Tres caballerías debían transportartodo, hombres y mundos. Una jaca de no malaestampa era destinada al caballero. El tío Licurgo oprimiríalos lomos de un cuartago venerable, algo desvencijado,aunque seguro; y el macho, cuyo freno debía regirun joven zagal de piernas listas y fogosa sangre, cargaríael equipaje.
Antes de que la caravana se pusiese en movimiento,partió el tren, que se iba escurriendo por la vía con la parsimoniosacachaza de un tren mixto. Sus pasos, retumbandocada vez más lejanos, producían ecos profundos bajotierra. Al entrar en el túnel del kilómetro 172, lanzó elvapor por el silbato y un aullido estrepitoso resonó en losaires. El túnel, echando por su negra boca un hálitoblanquecino, clamoreaba como una trompeta, y al oír suenorme voz, despertaban aldeas, villas, ciudades, provincias.Aquí cantaba un gallo, más allá otro. Principiabaa amanecer.
II. Un viaje por el corazón de España
Cuando empezada la caminata dejaron a un lado lascasuchas de Villahorrenda, el caballero, que era joven y demuy buen ver, habló de este modo:
—Dígame usted, Sr. Solón...
—Licurgo, para servir a usted...
—Eso es, Sr. Licurgo. Bien decía yo que era usted unsabio legislador de la antigüedad. Perdone usted la equivocación.Pero vamos al caso. Dígame usted, ¿cómoestá mi señora tía?
—Siempre tan guapa—repuso el labriego, adelantandoalgunos pasos su caballería.—Parece que no pasan añospor la señora doña Perfecta. Bien dicen que al buenoDios le da larga vida. Así viviera mil años ese ángel delSeñor. Si las bendiciones que le echan en la tierra fueranplumas, la señora no necesitaría más alas para subir al cielo.
—¿Y mi prima la señorita Rosario?
—¡Bien haya quien a los suyos parece!—dijo el aldeano.
—¿Qué he de decirle de doña Rosarito, sino que es el vivoretrato de su madre? Buena prenda se lleva usted, caballeroD. José, si es verdad, como dicen, que ha venido paracasarse con ella. Tal para cual, y la niña no tiene tampocopor qué quejarse. Poco va de Pedro a Pedro.
—¿Y el Sr. D. Cayetano?
—Siempre metidillo en la faena de sus libros. Tieneuna biblioteca más grande que la catedral, y también escarbala tierra para buscar piedras llenas de unos demonches degarabatos que dicen escribieron los moros.
—¿En cuánto tiempo llegaremos a Orbajosa?
—A las nueve, si Dios quiere. Poco contenta se va aponer la señora cuando vea a su sobrino.... Y la señorita
Rosarito que estaba ayer disponiendo el cuarto en que ustedha de vivir.... Como no le han visto nunca, la madre y lahija están que no viven, pensando en cómo será o cómo noserá este Sr. D. José. Ya llegó el tiempo de que callencartas y hablen barbas. La prima verá al primo y todoserá fiesta y gloria. Amanecerá Dios y medraremos, comodijo el otro.
—Como mi tía y mi prima no me conocen todavía—dijosonriendo el caballero,—no es prudente hacer proyectos.
—Verdad es; por eso se dijo que uno piensa el bayo yotro el que lo ensilla—repuso el labriego.—Pero la carano engaña... ¡qué alhaja se lleva usted! ¡Y qué buenmozo ella!
El caballero no oyó las últimas palabras del tío Licurgo,porque iba distraído y algo meditabundo. Llegaban a un recodo del camino, cuando el labriego, torciendo la direccióna las caballerías, dijo:
—Ahora tenemos que echar por esta vereda. El puenteestá roto y no se puede vadear el río sino por el cerrillo delos Lirios.
—¿El cerrillo de los Lirios?—dijo el caballero, saliendode su meditación.—¡Cómo abundan los nombres poéticosen estos sitios tan feos! Desde que viajo por estas tierras,me sorprende la horrible ironía de los nombres. Tal sitioque se distingue por su yermo aspecto y la desolada tristezadel negro paisaje, se llama Valleameno. Tal villorrio deadobes que miserablemente se extiende sobre un llano áridoy que de diversos modos pregona su pobreza, tiene la insolenciade nombrarse Villarica; y hay un barranco pedregosoy polvoriento, donde ni los cardos encuentran jugo, y que sin embargo se llama Valdeflores. ¿Eso que tenemosdelante es el Cerrillo de los Lirios? ¿Pero dónde están esoslirios, hombre de Dios? Yo no veo más que piedras yyerba descolorida. Llamen a eso el Cerrillo de la Desolacióny hablarán a derechas. Exceptuando Villahorrenda, queparece ha recibido al mismo tiempo el nombre y la hechura,todo aquí es ironía. Palabras hermosas, realidad prosaicay miserable. Los ciegos serían felices en este país, quepara la lengua es paraíso y para los ojos infierno.
El Sr. Licurgo o no entendió las palabras del caballeroRey o no hizo caso de ellas. Cuando vadearon el río, queturbio y revuelto corría con impaciente precipitación, comosi huyera de sus propias orillas, el labriego extendió el brazohacia unas tierras que a la siniestra mano en grande y desnudaextensión se veían, y dijo:
—Estos son los Alamillos de Bustamente.
—¡Mis tierras!—exclamó con júbilo el caballero, tendiendola vista por los tristes campos que alumbraban lasprimeras luces de la mañana.—Es la primera vez que veoel patrimonio que heredé de mi madre. La pobre hacíatales ponderaciones de este país y me contaba tantas maravillasde él, que yo, siendo niño, creía que estar aquí eraestar en la gloria. Frutas, flores, caza mayor y menor,montes, lagos, ríos, poéticos arroyos, oteros pastoriles, todolo había en los Alamillos de Bustamente, en esta tierra bendita,la mejor y más hermosa de todas las tierras....¡Qué demonio! La gente de este país vive con la imaginación.Si en mi niñez, y cuando vivía con las ideas y conel entusiasmo de mi buena madre, me hubieran traído aquí,también me habrían parecido encantadores estos desnudoscerros, estos llanos polvorientos o encharcados, estas vetustascasas de labor, estas norias desvencijadas, cuyos cangiloneslagrimean lo bastante para regar media docena decoles, esta desolación miserable y perezosa que estoy mirando.
—Es la mejor tierra del país—dijo el señor Licurgo—ypara el garbanzo es de lo que no hay.
—Pues lo celebro, porque desde que las heredé no mehan producido un cuarto estas célebres tierras.
El sabio legislador espartano se rascó la oreja y dió unsuspiro.
—Pero me han dicho—continuó el caballero—que algunospropietarios colindantes han metido su arado en estosgrandes estados míos, y poco a poco me los van cercenando.Aquí no hay mojones, ni linderos, ni verdadera propiedad,Sr. Licurgo.
El labriego, después de una pausa, durante la cual parecíaocupar su sutil espíritu en profundas disquisiciones, se expresóde este modo:
—El tío Pasolargo, a quien llamamos el Filósofo por sumucha trastienda, metió el arado en los Alamillos por encimade la ermita, y roe que roe, se ha zampado seis fanegadas.
—¡Qué incomparable escuela!—exclamó riendo el caballero.—Apostaréque no ha sido ese el único... filósofo.
—Bien dijo el otro, que quien las sabe las tañe, y si alpalomar no le falta cebo no le faltarán palomas.... Perousted, Sr. D. José, puede decir aquello de que el ojo delamo engorda la vaca, y ahora que está aquí ver de recobrarsu finca.
—Quizás no sea tan fácil, Sr. Licurgo—repuso el caballero,a punto que entraban por una senda a cuyos lados seveían hermosos trigos que con su lozanía y temprana madurezrecreaban la vista.—Este campo parece mejor cultivado.Veo que no todo es tristeza y miseria en los Alamillos.
El labriego puso cara de lástima, y afectando cierto desdénhacia los campos elogiados por el viajero, dijo en tonohumildísimo:
—Señor, esto es mío.
—Perdone usted—replicó vivamente el caballero—yaquería yo meter mi hoz en los estados de usted. Por lovisto, la filosofía aquí es contagiosa.
Bajaron inmediatamente a una cañada, que era lecho depobre y estancado arroyo, y pasado éste, entraron en uncampo lleno de piedras, sin la más ligera muestra de vegetación.
—Esta tierra es muy mala—dijo el caballero, volviendoel rostro para mirar a su guía y compañero que se habíaquedado un poco atrás.—Difícilmente podrá usted sacarpartido de ella, porque todo es fango y arena.
Licurgo, lleno de mansedumbre, contestó:
—Esto... es de usted.
—Veo que aquí todo lo malo es mío—afirmó el caballero,riendo jovialmente.
Cuando esto hablaban, tomaron de nuevo el camino real.Ya la luz del día, entrando en alegre irrupción por todaslas ventanas y claraboyas del hispano horizonte, inundó deesplendorosa claridad los campos. El inmenso cielo sinnubes parecía agrandarse más y alejarse de la tierra paraverla y en su contemplación recrearse desde más alto. Ladesolada tierra sin árboles, pajiza a trechos, a trechos decolor gredoso, dividida toda en triángulos y cuadriláterosamarillos o negruzcos, pardos o ligeramente verdegueados,semejaba en cierto modo a la capa del harapiento que se poneal sol. Sobre aquella capa miserable el cristianismo y elislamismo habían trabado épicas batallas. Gloriosos campos,sí, pero los combates de antaño les habían dejado horribles.
—Me parece que hoy picará el sol, Sr. Licurgo—dijo elcaballero, desembarazándose un poco del abrigo en que seenvolvía.—¡Qué triste camino! No se ve ni un solo árbolen todo lo que alcanza la vista. Aquí todo es al revés. Laironía no cesa. ¿Por qué, si no hay aquí álamos grandesni chicos, se ha de llamar esto los Alamillos?
El tío Licurgo no contestó a la pregunta, porque con todasu alma atendía a ciertos lejanos ruidos que de improviso seoyeron, y con ademán intranquilo detuvo su cabalgadura,mientras exploraba el camino y los cerros lejanos con sombríamirada.
—¿Qué hay?—preguntó el viajero, deteniéndose también.
—¿Trae usted armas, D. José?
—Un revólver.... ¡Ah! ya comprendo. ¿Hayladrones?
—Puede...—repuso el labriego con mucho recelo.—Me parece que sonó un tiro.
—Allá lo veremos... ¡adelante!—dijo el caballeropicando su jaca.—No serán tan temibles.
—Calma, Sr. D. José—exclamó el aldeano deteniéndole.—Esa gente es más mala que Satanás. El otro día asesinarona dos caballeros que iban a tomar el tren.... Dejémonosde fiestas. Gasparón el Fuerte, Pepito Chispillas,Merengue y Ahorca Suegras no me verán la cara en misdías. Echemos por la vereda.
—Adelante, Sr. Licurgo.
—Atrás, Sr. D. José—replicó el labriego con afligidoacento.—Usted no sabe bien qué gente es esa. Ellosfueron los que en el mes pasado robaron de la iglesia delCarmen el copón, la corona de la Virgen y dos candeleros;ellos fueron los que hace dos años robaron el tren que ibapara Madrid.
Don José, al oír tan lamentables antecedentes, sintió queaflojaba un poco su intrepidez.
—¿Ve usted aquel cerro grande y empinado que hay allálejos? Pues allí se esconden esos pícaros en unas cuevasque llaman la Estancia de los Caballeros.
—¡De los Caballeros!
—Sí señor. Bajan al camino real, cuando la Guardiacivil se descuida, y roban lo que pueden. ¿No ve ustedmás allá de la vuelta del camino una cruz, que se puso enmemoria de la muerte que dieron al alcalde de Villahorrendacuando las elecciones?
—Sí, veo la cruz.
—Allí hay una casa vieja, en la cual se esconden paraaguardar a los tragineros. A aquel sitio llamamos lasDelicias.
—¡Las Delicias!...
—Si todos los que han sido muertos y robados alpasar por ahí resucitaran, podría formarse con ellos unejército.
Cuando esto decían, oyéronse más de cerca los tiros, loque turbó un poco el esforzado corazón de los viajantes,pero no el del zagalillo que, retozando de alegría, pidió alSr. Licurgo licencia para adelantarse y ver la batalla quetan cerca se había trabado. Observando la decisión delmuchacho, avergonzóse D. José de haber sentido miedo, ocuando menos un poco de respeto a los ladrones, y exclamó,espoleando la jaca:
—Pues allá iremos todos. Quizás podamos prestar auxilioa los infelices viajeros que en tan gran aprieto se ven, yponer las peras a cuarto a los caballeros.
Esforzábase el labriego en convencer al joven de la temeridadde sus propósitos, así como de lo inútil de su generosaidea, porque los robados robados estaban y quizás muertos,y en situación de no necesitar auxilio de nadie. Insistía elseñor a pesar de estas sesudas advertencias, contestaba elaldeano, poniendo la más viva resistencia, cuando la presenciade dos o tres carromateros que por el camino abajo tranquilamentevenían conduciendo una galera, puso fin a lacuestión. No debía de ser grande el peligro, cuando tansin cuidado venían aquéllos, cantando alegres coplas; y asífué en efecto, porque los tiros, según dijeron, no eran disparadospor los ladrones, sino por la Guardia civil, que de este modo quería cortar el vuelo a media docena de cacosque ensartados conducía a la cárcel de la villa.
—Ya, ya sé lo que ha sido—dijo Licurgo, señalandoleve humareda que a mano derecha del camino y a regular
distancia se descubría.—Allí les han escabechado. Estopasa un día sí y otro no.
El caballero no comprendía.
—Yo le aseguro al Sr. D. José—añadió con energía ellegislador lacedemonio,—que está muy retebién hecho;porque de nada sirve formar causa a esos pillos. El juezles marea un poco y después les suelta. Si al cabo de seisaños de causa, alguno va a presidio, a lo mejor se escapa,o le indultan y vuelve a la Estancia de los Caballeros. Lomejor es esto: ¡fuego en ellos! Se les lleva a la cárcel,y cuando se pasa por un lugar a propósito... "¡ah!perro, que te quieres escapar... pum, pum".... Yaestá hecha la sumaria, requeridos los testigos, celebrada lavista, dada la sentencia.... Todo en un minuto. Biendicen, que si mucho sabe la zorra, más sabe el que la toma.
—Pues adelante, y apretemos el paso, que este camino,a más de largo, no tiene nada de ameno—dijo Rey.
Al pasar junto a las Delicias, vieron, a poca distancia delcamino, a los guardias que minutos antes habían ejecutadola extraña sentencia que el lector sabe. Mucha pena causóal zagalillo que no le permitieran ir a contemplar de cercalos palpitantes cadáveres de los ladrones, que en horrorosogrupo se distinguían a lo lejos, y siguieron todos adelante.Pero no habían andado veinte pasos, cuando sintieron elgalopar de un caballo que tras ellos venía con tanta rapidez,que por momentos les alcanzaba. Volvióse nuestro viajeroy vió un hombre, mejor dicho, un Centauro, pues no podíaconcebirse más perfecta armonía entre caballo y ginete, elcual era de complexión recia y sanguínea, ojos grandes,ardientes, cabeza ruda, negros bigotes, mediana edad y elaspecto en general brusco y provocativo, con indicios defuerza en toda su persona. Montaba un soberbio caballode pecho carnoso, semejante a los del Partenón, enjaezadosegún el modo pintoresco del país, y sobre la grupa llevabauna gran balija de cuero, en cuya tapa se veía en letrasgordas la palabra Correo.
—Hola, buenos días, Sr. Caballuco—dijo Licurgo, saludandoal ginete, cuando estuvo cerca.—¡Cómo le hemostomado la delantera! pero usted llegará antes si se ponea ello.
—Descansemos un poco—repuso el señor Caballuco,poniendo su cabalgadura al paso de la de nuestros viajeros,y observando atentamente al más principal de los tres.—Puesto que hay tan buena compaña....
—El señor—dijo Licurgo sonriendo,—es el sobrino dedoña Perfecta.
—¡Ah!... por muchos años... muy señor mío ymi dueño....
Ambos personajes se saludaron, siendo de notar queCaballuco hizo sus urbanidades con una expresión de altaneríay superioridad que revelaba cuando menos la concienciade un gran valer o de una alta posición en la comarca.Cuando el orgulloso ginete se apartó y por breve momentose detuvo hablando con dos Guardias civiles que llegaronal camino, el viajero preguntó a su guía:
—¿Quién es este pájaro?
—¿Quién ha de ser? Caballuco.
—¿Y quién es Caballuco?
—¡Toma!... ¿pero no le ha oído usted nombrar?—dijo el labriego, asombrado de la ignorancia supina delsobrino de doña Perfecta.—Es un hombre muy valiente,gran ginete, y el primer caballista de todas estas tierras a laredonda. En Orbajosa le queremos mucho; pues él es...dicho sea en verdad... tan bueno como la bendición deDios... Ahí donde le ve, es un cacique tremendo, y elGobernador de la provincia se le quita el sombrero.
—Cuando hay elecciones...
—Y el Gobierno de Madrid le escribe oficios con mucha
vuecencia en el rétulo.... Tira a la barra como un SanCristóbal, y todas las armas las maneja como manejamosnosotros nuestros propios dedos. Cuando había fielato nopodían con él, y todas las noches sonaban tiros en laspuertas de la ciudad... Tiene una gente que vale cualquierdinero, porque lo mismo es para un fregado que paraun barrido.... Favorece a los pobres, y el que venga defuera y se atreva a tentar el pelo de la ropa a un hijode Orbajosa, ya puede verse con él.... Aquí no vienencasi nunca soldados de los Madriles; cuando han estado,todos los días corría la sangre, porque Caballuco les buscabacamorra por un no y por un sí. Ahora parece que vive enla pobreza y se ha quedado con la conducción del correo;pero está metiendo fuego en el Ayuntamiento para que hayaotra vez fielato y rematarlo él. No sé cómo no le ha oídousted nombrar en Madrid, porque es hijo de un famosoCaballuco que estuvo en la facción, el cual Caballuco padreera hijo de otro Caballuco abuelo, que también estuvo en lafacción de más allá.... Y como ahora andan diciendo quevuelve a haber facción, porque todo está torcido y revuelto,tememos que Caballuco se nos vaya también a ella, poniendofin de esta manera a las hazañas de su padre y abuelo, quepor gloria nuestra nacieron en esta ciudad.
Sorprendido quedó nuestro viajero al ver la especie decaballería andante que aún subsistía en los lugares quevisitaba, pero no tuvo ocasión de hacer nuevas preguntas,porque el mismo que era objeto de ellas se les incorporó,diciendo de mal talante:
—La Guardia civil ha despachado a tres. Ya le he dichoal cabo que se ande con cuidado. Mañana hablaremos elGobernador de la provincia y yo....
—¿Va usted a X?
—No, que el Gobernador viene acá, señor Licurgo; sepausted que nos van a meter en Orbajosa un par de regimientos.
—Sí—dijo vivamente el viajero, sonriendo.—En Madridoí decir que había temor de que se levantaran en este paísalgunas partidillas... Bueno es prevenirse.
—En Madrid no dicen más que desatinos...—exclamóviolentamente el Centauro, acompañando su afirmación deuna retahíla de vocablos de esos que levantan ampolla. EnMadrid no hay más que pillería... ¿A qué nos mandansoldados? ¿Para sacarnos más contribuciones y un parde quintas seguidas? ¡Por vida de!... que si no hayfacción debería haberla. Con que usted—añadió, mirandosocarronamente al joven caballero,—¿con que usted es elsobrino de doña Perfecta?
Esta salida de tono y el insolente mirar del bravoenfadaron al joven.
—Sí, señor. ¿Se le ofrece a usted algo?
—Soy amigo de la señora y la quiero como a las niñasde mis ojos—dijo Caballuco.—Puesto que usted va aOrbajosa, allá nos veremos.
Y sin decir más picó espuelas a su corcel, el cual, partiendoa escape, desapareció entre una nube de polvo.
Después de media hora de camino, durante la cual el Sr.D. José no se mostró muy comunicativo, ni el Sr. Licurgotampoco, apareció a los ojos de entrambos apiñado y viejocaserío asentado en una loma, y del cual se destacabanalgunas negras torres y la ruinosa fábrica de undespedazado castillo en lo más alto. Un amasijo de paredesdeformes de casuchas de tierra pardas y polvorosas como elsuelo, formaba la base, con algunos fragmentos dealmenadas murallas, a cuyo amparo mil chozas humildes alzabansus miserables frontispicios de adobes, semejantes a carasanémicas y hambrientas que pedían una limosna alpasajero. Pobrísimo río ceñía, como un cinturón de hojalata,el pueblo, refrescando al pasar algunas huertas, únicafrondosidad que alegraba la vista. Entraba y salía la gente encaballerías o a pie, y el movimiento humano, aunque pequeño,daba cierta apariencia vital a aquella gran morada, cuyoaspecto arquitectónico era más bien de ruina y muerte quede progreso y vida. Los innumerables y repugnantesmendigos que se arrastraban a un lado y otro del camino,pidiendo el óbolo del pasajero, ofrecían lastimoso espectáculo.No podían verse existencias que mejor cuadraran, ni quemás apropiadas fueran a las grietas de aquel sepulcro,donde una ciudad estaba no sólo enterrada sino tambiénpodrida. Cuando nuestros viajeros se acercaban, algunascampanas tocando desacordemente indicaban con suexpresivo son que aquella momia tenía todavía un alma.
Llamábase Orbajosa, ciudad que no en Geografía caldeao cophta, sino en la de España, figura con 7,324 habitantes,Ayuntamiento, sede episcopal, partido judicial, seminario,depósito de caballos sementales, instituto de segundaenseñanza y otras prerogativas oficiales.
—Están tocando a misa mayor en la catedral—dijo eltío Licurgo.—Llegamos antes de lo que pensé.
—El aspecto de su patria de usted—dijo el caballero,examinando el panorama que delante tenía,—no puede sermás desagradable. La histórica ciudad de Orbajosa,1 cuyonombre es, sin duda, corrupción de urbs augusta, parece ungran muladar.
[Nota 1: Ya se ha dicho que todos los nombres locales son imaginarios.]
—Es que de aquí no se ven más que los arrabales—afirmócon disgusto el guía.—Cuando entre usted en lacalle Real y en la del Condestable, verá fábricas tan hermosascomo la de la catedral.
—- No quiero hablar mal de Orbajosa antes de conocerla—dijoel caballero.—Lo que he dicho no es tampoco señalde desprecio; que humilde y miserable, lo mismo quehermosa y soberbia, esa ciudad será siempre para mí muyquerida, no sólo por ser patria de mi madre, sino porque enella viven personas a quienes amo ya sin conocerlas. Entremos,pues, en la ciudad augusta.
Subían ya por una calzada próxima a las primeras calles,e iban tocando las tapias de las huertas.
—¿Ve usted aquella gran casa que está al fin de estagran huerta por cuyo bardal pasamos ahora?—dijo el tíoLicurgo, señalando el enorme paredón revocado de la únicavivienda que tenía aspecto de habitabilidad cómoda y alegre.
—Ya... ¿aquella es la vivienda de mi tía?
—Justo y cabal. Lo que vemos es la parte trasera de lacasa. El frontis da a la calle del Condestable, y tiene cincobalcones de hierro que parecen cinco castillos. Esta hermosahuerta que hay tras la tapia es la de la casa, y si ustedse alza sobre los estribos, la verá toda desde aquí.
—Pues estamos ya en casa—dijo el caballero.—¿No sepuede entrar por aquí?
—Hay una puertecilla; pero la señora la mandó tapiar.
El caballero se alzó sobre los estribos, y alargando cuantopudo la cabeza, miró por encima de las bardas.
—Veo la huerta toda—indicó.—Allí, bajo aquellos árboles,está una mujer, una chiquilla... una señorita....
—Es la señorita Rosario—repuso Licurgo.
Y al instante se alzó también sobre los estribos paramirar.
—¡Eh! señorita Rosario—gritó, haciendo con la derechamano gestos muy significativos.—Ya estamos aquí...aquí le traigo a su primo.
—Nos ha visto—dijo el caballero, estirando el pescuezohasta el último grado.—Pero si no me engaño, al lado deella está un clérigo... un señor sacerdote.
—Es el señor Penitenciario—repuso con naturalidad ellabriego.
—Mi prima nos ve... deja solo al clérigo, y echa acorrer hacia la casa... Es bonita....
—Como un sol.
—Se ha puesto más encarnada que una cereza. Vamos,vamos, Sr. Licurgo.
III. Pepe Rey
Antes de pasar adelante, conviene decir quién era PepeRey y qué asuntos le llevaban a Orbajosa.
Cuando el brigadier Rey murió en 1841, sus dos hijos,Juan y Perfecta, acababan de casarse, ésta con el más ricoproprietario de Orbajosa, aquél con una joven de la mismaciudad. Llamábase el esposo de Perfecta don Manuel MaríaJosé de Polentinos, y la mujer de Juan, María Polentinos;pero a pesar de la igualdad de apellido, su parentesco eraun poco lejano y de aquellos que no coge un galgo. JuanRey era insigne jurisconsulto graduado en Sevilla, y ejercióla abogacía en esta misma ciudad durante treinta años, contanta gloria como provecho. En 1845 era ya viudo y teníaun hijo que empezaba a hacer diabluras; solía tener porentretenimiento el construir con tierra en el patio de lacasa viaductos, malecones, estanques, presas, acequias,soltando después el agua para que entre aquellas frágilesobras corriese. El padre le dejaba hacer y decía: "tú serásingeniero."
Perfecta y Juan dejaron de verse desde que uno y otrose casaron, porque ella se fué a vivir a Madrid con elopulentísimo Polentinos, que tenía tanta hacienda como buenamano para gastarla. El juego y las mujeres cautivaban detal modo el corazón de Manuel María José, que habría dadoen tierra con toda su fortuna, si más pronto que él paraderrocharla no estuviera la muerte para llevárselo a él. Enuna noche de orgía acabaron de súbito los días de aquelricacho provinciano, tan vorazmente chupado por las sanguijuelasde la corte y por el insaciable vampiro del juego.Su única heredera era una niña de pocos meses. Con lamuerte del esposo de Perfecta se acabaron los sustos enla familia; pero empezó el gran conflicto. La casa dePolentinos estaba arruinada; las fincas en peligro de serarrebatadas por los prestamistas, todo en desorden, enormesdeudas, lamentable administración en Orbajosa, descréditoy ruina en Madrid.
Perfecta llamó a su hermano, el cual, acudiendo en auxiliode la pobre viuda, mostró tanta diligencia y tino, que alpoco tiempo la mayor parte de los peligros habíandesaparecido. Principió por obligar a su hermana a residir enOrbajosa, administrando por sí misma sus vastas tierras, mientrasél hacía frente en Madrid al formidable empuje de losacreedores. Poco a poco fué descargándose la casa delenorme fardo de sus deudas, porque el bueno de D. JuanRey, que tenía la mejor mano del mundo para tales asuntos,lidió con la curia, hizo contratos con los principalesacreedores, estableció plazos para el pago, resultando de estehábil trabajo que el riquísimo patrimonio de Polentinossaliese a flote, y pudiera seguir dando por luengos añosesplendor y gloria a la ilustre familia.
La gratitud de Perfecta era tan viva, que al escribir a suhermano desde Orbajosa, donde resolvió residir hasta quecreciera su hija, le decía entre otras ternezas: "Has sidomás que hermano para mí, y para mi hija más que su propiopadre. ¿Cómo te pagaremos ella y yo tan grandesbeneficios? ¡Ay! querido hermano, desde que mi hija sepadiscurrir y pronunciar un nombre, yo le enseñaré a bendecirel tuyo. Mi agradecimiento durará toda mi vida. Tuhermana indigna siente no encontrar ocasión de mostrarte lomucho que te ama y de recompensarte de un modo apropiadoa la grandeza de tu alma y a la inmensa bondad detu corazón."
Cuando esto se escribía, Rosarito tenía dos años. PepeRey, encerrado en un colegio de Sevilla, hacía rayas en unpapel, ocupándose en probar que la suma de los ángulosinteriores de un polígono vale tantas veces dos rectos como ladostiene menos dos. Estas enfadosas perogrulladas le traíanmuy atareado. Pasaron años y más años. El muchachocrecía y no cesaba de hacer rayas. Por último, hizo unaque se llama De Tarragona a Montblanch. Su primerjuguete formal fué el puente de 120 metros sobre el ríoFrancolí.
Durante mucho tiempo, doña Perfecta siguió viviendo enOrbajosa. Como su hermano no salió de Sevilla, pasaronunos pocos años sin que uno y otro se vieran. Una cartatrimestral, tan puntualmente escrita como puntualmentecontestada, ponía en comunicación aquellos dos corazones,cuya ternura ni el tiempo ni la distancia podían enfriar.En 1870, cuando D. Juan Rey, satisfecho de haberdesempeñado bien su misión en la sociedad, se retiró a vivir en suhermosa casa de Puerto Real, Pepe, que ya había trabajadoalgunos años en las obras de varias poderosas compañíasconstructoras, emprendió un viaje de estudio a Alemania eInglaterra. La fortuna de su padre (tan grande como puedeserlo en España la que sólo tiene por origen un honradobufete), le permitía librarse en breves períodos del yugo deltrabajo material. Hombre de elevadas ideas y de inmensoamor a la ciencia, hallaba su más puro goce en laobservación y estudio de los prodigios con que el genio del siglosabe cooperar a la cultura y bienestar físico yperfeccionamiento moral del hombre.
Al regresar del viaje, su padre le anunció la revelación deun importante proyecto, y como Pepe creyera que se tratabade un puente, dársena o cuando menos saneamiento demarismas, sacóle de tal error D. Juan, manifestándole supensamiento en estos términos:
—Estamos en Marzo y la carta trimestral de Perfecta nopodía faltar. Querido hijo, léela, y si estás conforme conlo que en ella manifiesta esa santa y ejemplar mujer, miquerida hermana, me darás la mayor felicidad que en mivejez puedo desear. Si no te gustase el proyecto, deséchalosin reparo, aunque tu negativa me entristezca; que en élno hay ni sombra de imposición por parte mía. Seríaindigno de mí y de ti que esto se realizase por coacción deun padre terco. Eres libre de aceptar o no, y si hay en tuvoluntad la más ligera resistencia, originada en ley delcorazón o en otra causa, no quiero que te violentes por mí.
Pepe dejó la carta sobre la mesa, después de pasar lavista por ella, y tranquilamente dijo:
—Mi tía quiere que me case con Rosario.
—Ella contesta aceptando con gozo mi idea—dijo elpadre muy conmovido.—Porque la idea fué mía... sí,hace tiempo, hace tiempo que la concebí... pero no habíaquerido decirte nada, antes de conocer el pensamiento demi hermana. Como ves, Perfecta acoge con júbilo mi plan;dice que también había pensado en lo mismo; pero que nose atrevía a manifestármelo, por ser tú... ¿no ves lo quedice? "por ser tú un joven de singularísimo mérito, y suhija una joven aldeana educada sin brillantez, nimundanales atractivos...." Así mismo lo dice.... ¡Pobrehermana mía! ¡Qué buena es!... Veo que no teenfadas; veo que no te parece absurdo este proyecto mío, algoparecido a la previsión oficiosa de los padres de antaño, quecasaban a sus hijos sin consultárselo, y las más veceshaciendo uniones disparatadas y prematuras.... Diosquiera que ésta sea o prometa ser de las más felices. Esverdad que no conoces a mi sobrina; pero tú y yo tenemosnoticias de su virtud, de su discreción, de su modestia ynoble sencillez. Para que nada le falte, hasta es bonita....Mi opinión—añadió festivamente,—es que te pongas encamino y pises el suelo de esa recóndita ciudad episcopal,de esa urbs augusta, y allí, en presencia de mi hermana yde su graciosa Rosarito, resuelvas si ésta ha de ser algo másque mi sobrina.
Pepe volvió a tomar la carta y la leyó con cuidado. Susemblante no expresaba alegría ni pesadumbre. Parecíaestar examinando un proyecto de empalme de dos víasférreas.
—Por cierto—decía D. Juan,—que en esa remotaOrbajosa, donde, entre paréntesis, tienes fincas que puedesexaminar ahora, se pasa la vida con la tranquilidad y dulzurade los idilios. ¡Qué patriarcales costumbres! ¡Quénobleza en aquella sencillez! ¡Qué rústica paz virgiliana!Si en vez de ser matemático fueras latinista, repetirías alentrar allí el ergo tua rura manebunt. ¡Qué admirable lugarpara dedicarse a la contemplación de nuestra propia almay prepararse a las buenas obras! Allí todo es bondad,honradez; allí no se conocen la mentira y la farsa como ennuestras grandes ciudades; allí renacen las santasinclinaciones que el bullicio de la moderna vida ahoga; allídespierta la dormida fe, y se siente vivo impulso indefinibledentro del pecho, al modo de pueril impaciencia que en elfondo de nuestra alma grita: "quiero vivir."
Pocos días después de esta conferencia, Pepe salió dePuerto Real. Había rehusado meses antes una comisióndel Gobierno para examinar bajo el punto de vista minerola cuenca del río Nahara en el valle de Orbajosa; pero losproyectos a que dió lugar la conferencia referida, le hicierondecir:—"Conviene aprovechar el tiempo. Sabe Dios loque durará ese noviazgo y el aburrimiento que traeráconsigo." Dirigióse a Madrid, solicitó la comisión de explorarla cuenca del Nahara, se la dieron sin dificultad, a pesar deno pertenecer oficialmente al cuerpo de minas, púsose luegoen marcha, y después de trasbordar un par de veces, el trenmixto número 65 le llevó, como se ha visto, a los amorososbrazos del tío Licurgo.
Frisaba la edad de este excelente joven en los treinta ycuatro años. Era de complexión fuerte y un tanto hercúlea,con rara perfección formado, y tan arrogante, que si llevarauniforme militar, ofrecería el más guerrero aspecto y talleque puede imaginarse. Rubios el cabello y la barba, notenía en su rostro la flemática imperturbabilidad de losSajones, sino por el contrario, una viveza tal, que sus ojosparecían negros sin serlo. Su persona bien podía pasar porun hermoso y acabado símbolo, y si fuera estatua, el escultorhabría grabado en el pedestal estas palabras: inteligencia,fuerza. Si no en caracteres visibles, llevábalas él expresadasvagamente en la luz de su mirar, en el poderoso atractivoque era don propio de su persona, y en las simpatías aque su trato cariñosamente convidaba.
No era de los más habladores: sólo los entendimientosde ideas inseguras y de movedizo criterio propenden a laverbosidad. El profundo sentido moral de aquel insignejoven le hacía muy sobrio de palabras en las disputas queconstantemente traban sobre diversos asuntos los hombresdel día; pero en la conversación urbana sabía mostrar unaelocuencia picante y discreta, emanada siempre del buensentido y de la apreciación mesurada y justa de las cosasdel mundo. No admitía falsedades, ni mistificaciones, niesos retruécanos del pensamiento con que se divierten algunasinteligencias impregnadas de gongorismo; y para volverpor los fueros de la realidad, Pepe Rey solía emplear aveces, no siempre con comedimiento, las armas de la burla.Esto casi era un defecto a los ojos de gran número de personasque le estimaban, porque nuestro joven aparecía unpoco irrespetuoso en presencia de multitud de hechos comunesen el mundo y admitidos por todos. Fuerza es decirlo,aunque se amengüe su prestigio: Rey no conocía la dulcetolerancia del condescendiente siglo que ha inventado singularesvelos de lenguaje y de hechos para cubrir lo que a losvulgares ojos pudiera ser desagradable.