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José Pedro Bellán

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Esta edición electrónica en formato ePub se ha realizado a partir de la edición impresa de 1918, que forma parte de los fondos de la Biblioteca Nacional de España.

Doñaramona: cuentos

José Pedro Bellán

Índice

Cubierta

Portada

Preliminares

Doñaramona: cuentos

JOSÉ PEDRO BELLAN

DOÑARRAMONA

SINE QUE NON

EN EL PRADO

LA SEÑORA DE DEL PINO

Acerca de esta edición

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JOSÉ PEDRO BELLAN

José Pedro Bellan no es sólo un desconocido para nuestro gran público,—gran, en el sentido numérico,—el cual se encuentra incapacitado para elegir sus manjares literarios, sino que tampoco es familiar en nuestro reducido mundo de las letras, a pesar de que hace varios años que escribe y que tiene en su haber—antes que el presente—dos libros de indiscutible mérito-. "Amor", un drama raro e intenso y "Huerco", historias fantásticas. Débese esto a la vida aislada, casi misantrópica, que hace este escritor a quien hastían casi todos los espectáculos que nos placen a los más. Siente, como Ibsen, la necesidad de estar aislado, exasperado por la trivialidad de los hombres de cuyas luchas y miserias no es más que un distraído espectador. Caúsale repulsión la popularidad, fácil gloriola, y no quiere desperdigar su vida gastándola en roces continuos con los otros hombres. Quiere reconcentrarla para gustarla en toda, su egoísta intensidad, como un avaro su tesoro, como un enamorado su bien. De ahí que escriba simplemente por necesidad psíquica, como todos los verdaderos artistas y no por vanidad como lo hacen muchos arrivistas, esclavos del ansia de figurar a cualquier precio. Impresos sus libros, no se ha preocupado mayormente por su éxito de librería, ni corrió detrás de los periodistas mendigando sueltos elogiosos, ni dirigió dedicatorias hipócritas y acarameladas. Como nunca frecuentó cenáculos literarios tampoco tiene de esos amigos para todos los usos, de esos amigos que ayudan a subir en comandita poniendo en práctica el principio del apoyo mutuo y haciendo sonar ruidosamente, venga bien o no, el parche sonoro del bombo mutuo.

Todo ello no es óbice para que Bellán posea un bello talento y positivas y sólidas cualidades de escritor. Tanto en sus dramas como en sus cuentos—formas en que ha preferido hasta ahora verter su inquietud,—acusa un temperamento original y fuerte, alimentado por bien extrañas alegorías. Su primer libro de cuentos, "Huerco", seduce y desorienta al mismo tiempo. Trátase de una obra excepcional en nuestro ambiente, por la rareza de sus narraciones atormentadas, producto de violentas y frecuentes pesadillas mentales. Habría que ir a Poe y Maupassant para encontrar escenas semejantes, en las cuales interviene muchas veces la fatalidad omnipotente y oscura y bailan su danza macabra los fantasmas de la neurosis. La impresion es rara porque no es normal ni vulgar, porque profundiza y hiere y porque abre en el fondo de todas las almas vastos y siniestros abismos que en vano tratamos de colmar con rosas o de cegar con fáciles músicas que encantan el oído. Los cuentos de Bellan son todos de excepción y describen con extraordinaria eficacia, sombríos estados de conciencia que reclaman ser clasificados dentro de los dominios de la psiquiatría. Por medio de ellos, el autor demuestra una emotividad delicadísima, presta a vibrar al menor roce, una tendencia natural e irresistible hacia las dolorosas introspecciones que permiten explorar hasta las más intrincadas brumas psicológicas,—selva oscura.—"Huerco" tiene pocos cuentos, trece, número simbólico, pero todos selectos y emocionantes. A través de ellos aparece la vida con un perfil muy distinto a como la vemos generalmente. Un manto desolador pone una negrura sobre cada celaje, una espina sobre cada rosa. Son caracteres humanos, sin ningún velo generoso, sin ninguna curva que esfume la agresividad de los ángulos. Sobre esas energías desbocadas e irresponsables no hay vestigios de la huella de la educación ni del ambiente. Se muestran en toda su temblorosa debilidad como un cuerpo deforme que se hubiera despojado de las bellas vestiduras que lo hacían aceptable y se nos ofrecen en toda su espantosa y repulsiva desnudez. El pesimismo implacable aprieta como la losa a la boca desdentada del sepulcro. A veces un relámpago de ironía, brilla como una pincelada excéntrica. Primorosos en ese orden son los cuentos "No se sabe cómo"... y "Perfiles de maridos". Las demás narraciones pintan estados de alma abstrusos y complicados en los cuales domina una angustia profunda que parece buscar en el fondo del misterio el temblor más hondo que pueda soportar sin quebrarse el alma humana. Dos cuentos, "Yermo" y "Un suicidio" dan la nota álgida en esa agria literatura que parece ser la característica de este escritor, acusando en él un temperamento anormal agitado continuamente por hondas tempestades íntimas. Rebélase a través de dolorosos monólogos, contra, las fuerzas ocultas que privan a su insaciable sed de ideal superior las sendas escondidas que conducen a las fuentes eternas. La muerte y la vida se dan un abrazo estrecho y se miran cara, a cara como buenas cómplices. Un subjetivismo poderoso siempre despierto y vigilante, que podríamos definir como una mirada fija y penetrante vuelta totalmente hacia el interior, favorece tal tendencia en este sombrío perseguidor de espectros que en el fondo no es otra cosa que un alma clara y diáfana que se sorprende ingenuamente de que la razón de las cosas no se encuentre como una flor al alcance de la mano que la ansía. "

"Doñarramona", ensayo de novela, tiene un plan distinto y parece haber seguido, en efecto; otro-camino. Pero no. Ese poema de la miseria intelectual de una familia tan parecida a muchas otras familias, está dentro, por completo, de la concepción virtual que de la realidad tiene Bellan. "Doñarramona" es una sátira sangrienta que deja el ánimo derrotado y sin fe. Esos seres que viven sin vivir, apretujados entre las rejas de las ventanas de su caserón colonial y triste; que sienten vergüenza de sus lacras irredimibles pero que se comprenden desarmados contra ellas; esos seres que pisan sin despertar un rumor, como sombras en la nave de una iglesia desierta; que hablan sin levantar la voz, temerosos del eco de sus propias palabras, sin una sola aspiración que pueda disculparlos, hacen el efecto de una pesadilla sin descanso, de una maldición sin, olvido. Esa Doñarramona que cruza el océano, se sienta a la mesa en su nueva casa como si fuera su puesto designado de antemano. La mirada que dirige a los que componen la familia a la que se agrega, es una mirada, de tranquila confianza: aquí estoy bien; se dice. Y en efecto; ese es su sitio. No es una distinta, es una más. Cuando se la anuncia, un escándalo quiere condensarse en aquel ambiente, inmóvil como un pantano. Pero cuando llega, nada parece haber cambiado, nada se ha roto. Trae de España alguna exterioridad religiosa, rezos a hora fija, vanas aparatosidades. Todo ello no hace más que encubrir una voluptuosidad impetuosa que contagia inmediatamente a todos los demás con fresco olor de carne madura y sana que no quiere malograrse en castidades monstruosas. En apariencia, después de un instante de sensación, todo vuelve a su cauce, todo sigue pasando allí como si no pasara nada, y los días ruedan iguales, unos detrás de otros, como las cuentas de un rosario entre unos dedos cansados. Cuesta pensar que haya quien viva así, tan sin objeto, sin variedad, sin armonía. El autor ha recargado las tintas sin darse cuenta, sugestionado por la misma basura humana que expone y revuelve. Se ensaña, en personajes tan desesperadamente insignificantes y parece sentir un placer en acumular sobre ellos fealdad tras fealdad. Otro hubiera pasado por alto sobre tanta miseria repulsiva. BelLan no; se detiene en esos pedazos de carne, en los cuales se buscará inútilmente una chispa de inteligencia, de generosidad, de sacrificio. Hace que se espíen los unos a los otros, felices en el malsano gusto de comprobar las debilidades ajenas. Y cuando las han comprobado, se sienten tranquilos y solidarios, satisfechos de ello, dichosos de poder justificar la propia falta en la existencia de las faltas de los demás. Espoleadas por una, sexualidad sin ningún encanto, producto quizás de la hipocresía y de la sordidez de sus vidas, las mujeres,—menos la menor, Dolores, que se liberta,—son míseros harapos consumidas por fiebres eróticas. Una bestialidad morbosa parece ser lo único capaz de estremecerlas en espasmos, continuos, dándoles una enfermiza ilusión de vida. Un folletín pornográfico basta para, remover la podredumbre en una, mientras que la otra no tiene más que un pensamiento obsesionante y lujurioso: ¡si me hubiera casado! En medio de ellas se mueve silenciosamente ese Alfonso, hombre de largas barbas ya, pero que no ha conocido aún caricia alguna de mujer. Es un ser pausado, casi invisible, sin brío, cuya única varonilidad parecen ser esas barbas que se acaricia a menudo en sus frecuentes instantes irresolutos. Doñarramona trae al principio un poco de bullicio en aquel ambiente sordo y frío. Introduce un poco de economía en los gastos diarios del hogar, pronuncia algunas palabras. Pero poco a poco, como saturada por la pesadez de la atmósfera que la rodea, se convierte en un fantasma como los otros, que cruza las habitaciones sin hacer el menor ruido, sin dejar ninguna huella de vida detrás de sus pasos. Ella, que viene de España a causa de la persecución francamente decidida de un mozalbete que ansia su carne, siente que poco a, poco la domina la voluptuosidad y llega a entregarse en silencio, como todo lo que sucede entre tales seres, sin una protesta, sin experimentar el menor placer, sin conciencia del acto que realiza. Una especie dé fatalidad aplasta y domina a todos esos personajes sin voluntad; una fatalidad sin poesía y sin grandeza que repugna sin emocionar, que entristece sin estremecernos lo más mínimo. Parecen engendrados para dejar una bruma grasienta ante nuestros ojos, una desagradable acritud en nuestro paladar, un eco disforme y áspero en nuestros oídos.

"Doñarramona, ¿es realidad? En Bellán triunfa el subjetivo, omnipotentemente. Por mucho que, parezca realista en esta narración, no lo es mucho más allá de las fantasmagorías de "Huerco". No sigue a sus personajes; hace que ellos obedezcan a su pensamiento, aunque esto los falsee y los violente. Acumula sobre ellos toda una montaña de desdén y los hace monstruosos y subhumanos a fuerza de exagerar sus lacras, artificiosos por mucho quererlos verdaderos. La obra no termina, y se ve bien claramente que la última escena, la capital, es la obra misma y que el autor no ha hecho más que empujar sus personajes a ese episodio desde las primeras páginas, como quien empuja piedras a un pozo. Tanto se ha obsesionado con esta finalidad que olvida en absoluto el estilo, ese fresco ropaje de las ideas que costaba a Flaubert combates interminables y victoriosos, que agotó a Julio de Goncourt y que al mismo Zola preocupaba hasta el punto de hacerlo modificar muchas veces cuartillas enteras. El lenguaje es desaliñado e inarmónico a menudo, falto de gracia, que es un ritmo vibrante y aristocratiza todo, que es como el alma misma de la belleza, y cuya posesión dió a los griegos el cetro eterno en los campos del arte con los diálogos alados de Platón, los versos inmortales de Homero y las estatuas esbeltas de Praxíteles. No hay en Bellan el amor por la frase pulida y armoniosa que da un encanto musical y sustancioso a la expresión del pensamiento por medio de la palabra. Conozco su modo de producir y sé que jamás retoca lo escrito, lo cual es, sin duda, una grave falta que esterilizará muchos de sus esfuerzos. Un argumento lo atormenta largo tiempo, lo preocupa, lo absorbe, lo martiriza; vive hundido en él, no por voluntad sino a pesar de su voluntad. Pero a medida que lo vierte en el papel, va apartándose de lo que ha escrito como si esa fijeza que dan las letras señalara, para él una verdadera muerte. Pierde todo interés ante sus ojos, un personaje que lo sugestionaba en el periodo germinativo y que ahora habla y acciona rígidamente en las cuartillas en que lo ha inmovilizado. Ni siquiera intenta modificarlo, ampliarlo, corregirlo. No. Le toma una especie de espanto invencible, lo aborrece cordialmente. Con lo cual el personaje queda inmutable con todas las fallas con que lo dibujó en el primer diseño que no retocará jamás. Es curiosa esta incidencia en un escritor que se desliga de su producción ya fija como si no sintiera por ella el amor del padre por el vástago, del artista por su creatura,.

Bellan es, además de un cuentista excelente, un dramaturgo de primera fuerza. Su drama "Amor", un drama de acción y no de palabras, así lo prueba, y así lo prueban también otros dramas que tiene concluídos y que arrancarán el aplauso de los entendidos así como se representen. Su producción en este aspecto tiene, como en los demás, una originalidad profunda. ¡Desdeñando, o no estando conformado para abordar el drama de costumbres o el regional o el de crítica social, se mueve insuperablemente en los cataclismos pasionales que arrastran a las almas como míseras marionetas obedientes en un todo a la presión de una mano invisible. No aborda sino casos de excepción, y aquí tampoco sus personajes son reales, porque son condensaciones de realidad. Huye de los espectáculos vulgares de la vida diaria que inspiran el teatro de Florencio Sánchez, insuperable pintor de costumbres. Su subjetivismo se impone en sus dramas más despóticamente quizás que en sus cuentos y sus personajes están siempre atormentados por ansias irredimibles, marchan doblegados por fatalismos incompasivos, aplastados por fallos irrevocables. No son hombres ni mujeres esos que se mueven sobre la escena en plena acción: son pasiones anidadas en cuerpos sonnámbulos, incapaces de reaccionar contra la maldición que los aniquila, impotentes para deshacer el abrazo que los ahoga. Alguna vez, aquí también, un pequeño y audaz rayo de sol apuñalea tanta sombra y ve su luz brillante y efímera, pero es sólo por un instante, como para hacer más espesas aún las tinieblas que lo rodean. Todo lo demás—característica de la obra de Bellán,—es atormentado y sombrío, cuando no, como en "Doñarramona", repugnante y desconsolador.

Alberto Lasplaces.

DOÑARRAMONA

La casa de los Fernández y Fernández, edificada en la calle 25 de Agosto, conserva intacta la huella colonial. Es una construcción sólida, chata, pelada, con dos pares de ventanas rectangulares, cruzadas por barrotes de hierro y cubiertas por sendas persianas de color verde, aletargadas, flojas, que se levantan de tarde en tarde, a la altura de un metro, con el único fin de lavar los marcos de las puertas cubiertas de polvo. Se entra a ella después de atravesar un ancho zaguán, obstruído por helechos, jaulas de pie, globos de cristal, perros de yeso y tres o cuatro estatuitas de biscuit, perdidas en los rincones.

En seguida el patio, enorme, con baldosas color lacre y pileta de piedra, hacia el fondo, junto a la cocina. Salvo una parra, que trepando por unos tirantillos de hierro lo cubre totalmente, el patio no presenta una sola planta. Es una superficie desierta y tranquila, con un gran movimiento de luz.

Las habitaciones, hechas sobre un plano más elevado, son ocho y comunican entre sí. Todo el lujo de la casa está en ellas. El mueblaje es pesado e indestructible: camas, roperos, cómodas, mesas, todo de Jacarandá.

Los cortinados llenan las alcobas de una paz húmeda. Al principio, cuando se entra en ellas, es difícil distinguir los objetos que las llenan. Para andar sin tropiezos, es necesario esperar la acomodación del iris o conocer la, simetría tradicional de la familia.

La sala es grande y rectangular, bastante rectangular. Los sofás en hilera, junto a las paredes, forman un marco color rojizo.

Uno de ellos, hacia la mitad de una fila se destaca por su tamaño, por su ornamento: tiene aspecto de sitial. A poco, sobre él, un gran cuadro de Carlos V.

De entre las pesadas colgaduras, se muestran las repisas, cargadas con objetos de familia, antiguos, heredados: abanicos abiertos, horquillones, hebillas, cinturones, puñales; consolas de pie, con copas de cristal, ánforas de arcilla, unas atestadas de florones, simples las otras. Un mantón de tonos verdes, rodea el pie del ánfora sencilla y suave de la samaritana. Es todo un museo pegado a las paredes, un museo que se exhibe en silencio y que nadie ve. Y en el centro del espacio libre, sobre un pedestal en forma de columna, existe una pequeña estatua de Santa Filomena, vaciada en yeso.

El cuarto inmediato está dedicado a los ejercicios del alma.

Un gran Cristo de plata, sostenido por una base de caoba que desciende hasta el suelo tapizado, resplandece en la semi-obscuridad. Le cercan los cirios, enormes, eternos, con grietas y costurones cuajados.

Frente a él, hay tres reclinatorios, separados entre sí, por escasa distancia. El olor a incienso, se espande a través de las cortinas.

Sigue a esta habitación un dormitorio con dos camas, altas, negras, de patas formidables. A pesar de ser la pieza más grande de la casa, es la más obstruida. A causa de los muebles hay que deslizarse por ella. Un ropero como un arca, cómodas de innumerables cajones, cuyas manijas, caídas en un mismo sentido y en una misma dirección, semejan escaleras bronceadas; fuertes lavatorios con molduras regias; mesas de noche ahitas de cristalería; poltronas, sillones, sillas, altas y bajas...

Sobre la cabecera de cada cama, hay un gran cuadro del Señor.

Existe una notable diferencia entre los objetos que se exhiben en la sala y los que se muestran en los cuartos íntimos. Aquí, el Señor es rubio, barbilindo, con la piel pálida y la expresión tímida. Sus ojos grises, miran de un modo suave, cándido, igual que los niños buenos, obedientes, sin arranques ni travesuras.

Un manto azul le cubre el busto y sobre el manto está el corazón, suspendido en el vacío, muy bonito, de una tonalidad informe. La mano derecha surge de entre la vestidura, completamente abierta. Una mancha rojiza:, un poco gorda y estrictamente circular, le ocupa el centro del dorso.

Y hay más cuadros, de todo tamaño. En uno de ellos la virgen reposa en un asiento invisible, y tiene al hijo sobre uno de sus muslos. A sus pies, las ondas de nubes parecen servirle de piso. Una gran cantidad de criaturas de diez a doce meses, con alitas, asciende hasta ella. Y así siguen sucediéndose en un sentido excesivamente concreto, las imágenes religiosas.

La habitación, contigua está menos atascada y presenta una variedad en la galería.

Existe una cama idéntica y con idéntico cuadro de Jesús; una representación del Purgatorio, donde grandes llamas se abren para dejar ver las espaldas de los individuos: éstos están; quietos y miran hacia arriba con insistencia.