Dos errores y un acierto - Christine Merrill - E-Book

Dos errores y un acierto E-Book

Christine Merrill

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Beschreibung

Ellos solos se metieron en aquel embrollo… Lord Kenton aceptó encantado la propuesta que la encantadora Cynthia Banester le había ofrecido, y que consistía en salir al cenador iluminado por la luz de la luna. Pero una vez allí, lo retuvo a punta de pistola para obligarlo a casarse con ella. Cosa que por su parte él estaba intentando conseguir por cualquier medio. Pero el único movimiento que tuvo que hacer para conseguirla fue acariciar sensualmente el escote de su vestido. Ella necesitaba un título, y él una fortuna. Pero había dos problemas: ¡él no era el verdadero lord Kenton y ella no era rica!

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Christine Merrill. Todos los derechos reservados.

DOS ERRORES Y UN ACIERTO, N.º 521 - Febrero 2013

Título original: Two Wrongs Make a Marriage

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-2646-5

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Uno

¡Raptada, deshonrada y obligada a casarse con su secuestrador para evitar el escándalo!

Era un plan casi demasiado perfecto y Jack Briggs apenas podía contener su contento a pesar de que aquel no era precisamente el momento más adecuado de mostrarlo. El guion que había puesto en marcha al comienzo de la temporada de bailes y reuniones sociales de Londres estaba empezando a dar sus frutos, aunque de pronto e inesperadamente, pero de un modo que de puro perfecto resultaba imposible de poner en palabras. Iba tener una esposa rica y de buena cuna, y la tendría meses antes de lo previsto.

La señorita Cynthia Banester no era la clase de mujer que había pensado conquistar. No había tenido tiempo material de poner en marcha el trabajo de base necesario para orquestar una campaña que le permitiera pedir su mano. Pero era de buena crianza, rica y más que guapa. Incluso se atrevería a decir que era preciosa, ya que su pelo rojo y su figura redondeada le resultaban muy de su gusto. Desde luego, era una mujercita muy deseable.

Pero lo más importante: era en sí misma todo cuanto el conde de Spayne le había pedido que incorporase a la familia al casarse. Por supuesto, Jack había pensado que podría presentar a la elegida a su familia para someterla a su aprobación antes de pedir su mano, pero aquel rapto inesperado lo había cambiado todo. Ahora que las armas estaban en todo lo alto no había marcha atrás. Tendría que quedársela, tanto si al conde le gustaba como si no.

La muchacha le sonrió con esperanza y preocupación, como si su propia felicidad dependiera de su cooperación, y se colocó entre él y la puerta del cenador en el que estaban.

—Lo siento, lord Kenton, pero no puedo permitir que os marchéis. Si intentáis salir, no me quedará más remedio que dispararos.

La boca del cañón de la pequeña pistola con que le apuntaba describía la silueta de un ocho en el aire, a pesar de que ella intentaba mantenerla firme, y si el arma se disparaba tanto intencionadamente como por accidente la señorita Banester se convertiría en la segunda mujer guapa que abría fuego sobre su persona. Pero que no controlase su puntería podía resultar a la larga más peligroso que un apresurado salto desde la ventana del tocador de una cortesana, ya que teniendo en cuenta lo cerca que estaban el uno del otro podía alcanzarlo en alguna parte de su anatomía que desease conservar de una pieza.

Mantuvo las manos en alto, sonrió e intentó obrar su magia con ella.

—Nada más lejos de mi intención, querida. ¿Acaso no he venido hasta este lugar por mi propia voluntad, cuando vos me habéis pedido que nos alejáramos del resto de invitados?

—Solo porque pretendíais coquetear conmigo —respondió ella. Su juicio era exacto, pero había hablado con tal frialdad que le sorprendió—. Me consideráis lo bastante tonta como para abandonar un salón repleto de gente y salir a un jardín a oscuras con un hombre al que apenas conozco.

Empuñó el arma con más fuerza y por un momento el cañón permaneció inmóvil, antes de que su oscura boca se dirigiera alarmantemente en la dirección de su entrepierna.

—Podría ser, lo reconozco, pero no podéis culparme por ello. En la mayoría de los casos vuestro repentino interés por un tête-a-tête significaría precisamente eso, pero ahora veo que este no es el caso. Quizás, si tuvierais a bien bajar el arma, podríais aceptar mi palabra. Estoy seguro de que podríamos hablar de vuestras razones para este encuentro, sin la necesidad de recurrir a la violencia. Si he hecho algo que os haya podido molestar, estaré encantado de presentaros mis disculpas.

Manteniéndose a distancia, eso sí, y con todo el ímpetu que su inevitable descubrimiento pudiera permitir.

Sonrió anticipándose a lo que iba a suceder. El cenador al que lo había llevado quedaba a escasa distancia de la casa, desde donde podrían oírlos. Un grito de placer y los encontrarían de inmediato. Su reputación quedaría destrozada y él se ofrecería en un gesto de nobleza, aunque con la debida resignación, a pedir su encantadora y blanca mano. Si conseguía convencerla de que abandonase la pistola, el final de la hostilidad marcaría el comienzo de la seducción. Recoger los pedazos de una inocencia mancillada y presentarlos ante el altar de una iglesia siempre sería mejor que intentar arreglar un agujero en la chaqueta o en el cuerpo.

Ella lo miró con sus hermosos ojos verdes entornados. Desconfiaba.

—Si dejo de apuntaros, ¿de qué otro modo podré protegerme de vuestros avances?

«De ninguno». Ella parpadeó varias veces, casi como si hubiera oído sus pensamientos, e hizo un mohín con los labios. La luna se reflejaba en el cobre de sus bucles e iluminaba suavemente su magnífico busto, lo que le hizo preguntarse cómo sería el resto del cuerpo que ocultaba aquel femenino y discreto vestido de muselina. Curvas tan voluptuosas le sugirieron una sensualidad terrena que no estaba presente en las inocentes damas a las que había estado cortejando. Aunque sus amigas la llamaban Thea para acortar su nombre de pila, Cynthia, a él le gustaría más encontrar alguna variante basándose en el Cyn, que en su origen significaba pecado. Era una mujer increíblemente tentadora, y todo lo que se podía desear en una compañera de cama. Iba a ser muy agradable perder la libertad para entregársela a ella.

Bajó un ápice las manos y las volvió con las palmas hacia arriba.

—¿De verdad es necesario que me mantengáis a distancia así? Debéis comprender que si me mantenéis aquí retenido tal y como deseáis, vuestro honor quedará comprometido. Cuando nos descubran, como es muy probable que ocurra, me veré obligado a casarme con vos.

Ella asintió con determinación y tanto sus bucles como sus senos se movieron en la misma dirección.

—Eso es precisamente lo que espero que hagáis.

Su declaración resultaba muy inesperada, pero le ahorró tiempo de cortejo.

—Los métodos que empleáis para conseguir que os pida en matrimonio son bastante poco ortodoxos —dijo, bajando un poco más las manos—, pero no pienso tenéroslo en cuenta si nos casamos. No me opongo a la institución del matrimonio en sí y estoy dispuesto a considerar la posibilidad de que lleguemos a contraerlo, pero no permitiré a la mujer que se despose conmigo que lleve un arma al dormitorio.

—Perfectamente comprensible —replicó ella, pero no dio signos de ir a entregarle el arma.

—En fin, que si estáis decidida a quedaros conmigo, no estaría mal que nos conociéramos un poco antes —sonrió, y la boca se le hizo agua al pensar en besar aquellos labios.

—No tengo objeción alguna que hacer a conoceros mejor, pero estoy segura de que podemos hacerlo a distancia —respondió, asiendo con más fuerza la pistola.

—¿Estáis segura? —preguntó cambiando de postura con la idea de aprovechar mejor la luz de la luna, que estaba iluminando su perfil. Luego tendió hacia ella una mano. Era vano intentar semejante pose, pero había oído a las mujeres cantar sobre situaciones parecidas y hasta que no hubiera guardado el arma en el bolso, tenía que intentar lo que fuera por ganarse su buena voluntad—. No pasaría nada porque nos sentáramos juntos a contemplar las rosas —respiró hondo y añadió—. El aire está perfumado y la luz de la luna tiñe sus pétalos de plata.

—Estoy segura de que os seguirán pareciendo igualmente encantadoras después de que nos hayamos casado.

—Y ese momento llegará, no lo dudéis. Tenéis mi palabra. No ocurrirá nada con lo que no disfrutéis.

Los dos iban a disfrutarlo, si no se equivocaba.

—No estaría bien visto.

—Un par de besos en una pareja el día de su compromiso no llamaría la atención.

El arma seguía sin moverse.

—Podéis besarme una vez, cuando mis padres nos hayan descubierto y puedan presenciarlo.

Maldición. Siempre había encontrado jóvenes predispuestas a satisfacer la curiosidad que les inspiraba tales cosas, o bien predispuestas a que se aprovecharan de ellas una vez sabían que no corrían el riesgo de ser descubiertas. Pero aquella parecía empeñada en lanzarse al desastre.

—Una vez estemos casados, espero que me beséis más de una vez —respondió él—. Además de otras cosas —añadió enarcando las cejas, preguntándose hasta qué punto sabría ella de esas otras cosas. Porque si lo que pretendía era esa clase de encuentros en los que el hombre dormía sobre las sábanas y la mujer bajo ellas, se equivocaba de lado a lado.

—Estáis hablando del acto que consuma el matrimonio —respondió con toda dignidad, algo que él encontró sumamente erótico, precisamente por su franqueza.

—He de admitir que me encanta consumar.

—No tengo objeción alguna que hacer al respecto.

—Está bien saberlo —contestó, imaginándose su piel blanca tornándose rosa tras una lección sobre consumaciones.

—Pero no será esta noche. Primero he de estar casada.

—Hemos —le corrigió—. Yo también habré de casarme. Y si no os molesta que os lo pregunte, ¿por qué he sido yo el elegido? Veréis, no es que tenga nada que objetar. Pretendía encontrar esposa en estos meses y mis afectos no habían recaído aún en nadie, pero es que apenas nos conocemos.

—Ha sido difícil llamar vuestra atención —replicó.

Lo cual era extraño, dado que siempre le habían atraído las pelirrojas de senos generosos, y ella lo era más que muchas otras, de modo que si hubiera hecho algún esfuerzo por llamar su atención estaba seguro de que habría respondido. De hecho, con tanto hablar de acostarse su cuerpo estaba respondiendo involuntaria y abiertamente.

Entonces volvió a ver hacia dónde apuntaba el cañón de su pistola y sintió que la presión que ocultaban sus pantalones cedía.

—Tenéis mi más devota atención esta noche, si es cierto que no os la concedí antes —se encogió de hombros—. En Almack’s y sitios así, las jóvenes parecen esforzarse especialmente por tropezarse con todo el mundo. ¿De verdad habéis expresado en algún momento vuestro interés por mi persona?

Ella se mordió el labio.

—Hasta hace poco, no me había dado cuenta de lo importante que era para mí casarme... con vos —hubo una pausa extraña, como si acabara de acordarse en aquel momento de que estaba enamorada de él en particular—. Sois el soltero más codiciado de la Temporada, lord Kenton, y mi timidez me apoca en las reuniones sociales. No sabía cómo llamar vuestra atención de no ser así. Y ya sabéis lo que se dice: que debemos ser cortejadas, pero no cortejar.

—¿Shakespeare? —adivinó, latiéndole el corazón. No había mejor manera de ganarse su atención que citando al Bardo. Pero aquella mujer no podía conocerlo hasta tal punto, o no le habría hecho salir a aquel jardín—. ¿Y decís que os es urgente encontrar marido?

—Oh, sí —asintió con vigor.

Su mirada se desvió de nuevo al pecho y tuvo que obligarse a recapacitar sobre cuál era la razón primordial por la que una joven podría necesitar un matrimonio urgente. Si daba a luz a un niño antes de nueve meses lo mejor sería esperar que se pareciera a su madre que a su padre.

Spayne debería haber sido más minucioso en sus explicaciones antes de enviarle a aquella misión. Le había pedido una nuera rica, pero debía saber que los matrimonios solían traducirse en hijos, y teniendo en cuenta su propio pasado, no tenía razón para quejarse de la legitimidad. Si Spayne estaba tan desesperado por tener un heredero como para actuar como lo había hecho, ¿le importaría en exceso que el hijo fuese suyo o de otro?

En aquel momento la luz de la luna se coló con todo su esplendor por entre la celosía del cenador y pudo ver las pecas que salpicaban la piel blanca de sus hombros como si fueran gotas de canela y azúcar sobre un pudin de leche. Las objeciones del conde podían irse al diablo acompañadas del conde en persona. Todo hombre tenía sus necesidades y el lujurioso cuerpo de la señorita Cynthia Banester se ajustaba de tal manera a las suyas que parecía un regalo del cielo.

Levantó en alto las manos en un gesto de indefensión.

—Nada más lejos de mi intención estorbar la determinación de una mujer que sabe lo que quiere. Pertenecéis a una familia respetable, y parecéis decidida a conquistarme.

Lo mismo que él estaba decidido a tenerla a ella, y aunque se estaba mostrando muy escrupulosa aquella noche, si había sido víctima de algún tropiezo anterior, él no iba a poner objeciones a la naturaleza poco habitual de aquel aspecto de su relación. Un pequeño engaño era deseable cuando ambas partes lo esperaban.

—Soy vuestro, y puesto que no vais a permitir que os bese, sellemos de otro modo nuestro acuerdo.

Y le tendió una mano para que se la estrechara.

Ella lo miró un poco de lado, como quien intenta descubrir dónde está el truco, y le ofreció con cautela su mano izquierda, cubierta con un elegante guante.

—La derecha —adujo él—. Con la izquierda no sería oficial.

Lo miró unos instantes a los ojos, luego contempló la pistola que tenía en la mano y a continuación la dejó sobre el banco que tenía a su lado para poder ofrecerle la mano diestra.

Él se la estrechó y tirando con determinación se sentó en el banco y a ella sobre sus rodillas, sujetándole ambas muñecas para que no pudiera volver a empuñar el arma. Su peso le resultó muy agradable y su miembro, que había perdido el vigor ante la visión del cañón de una pistola, cobró vida de nuevo.

—¡Soltadme inmediatamente! —dijo ella, revolviéndose.

—Enseguida. En cuanto me asegure de que no vais a volver a encañonarme y una vez haya quedado establecido que yo soy el agresor y no la víctima. Si pretendéis que nos descubran, a mi orgullo no le sentaría nada bien que el resto del mundo creyera que me habéis atrapado en un matrimonio a punta de pistola.

Le rodeó la cintura con el brazo y la empujó para acercarla a él, de modo que quedó casi a horcajadas sobre sus piernas. Ella intentaba patalear, pero solo consiguió crear una fricción que inflamó su imaginación, al mismo ritmo que su cuerpo.

—Es mejor que piensen que el culpable soy yo, aprovechándome de una niña inocente. Admitiré que ha sido vuestra belleza la que me ha hecho perder la cabeza y que he actuado con precipitación para asegurarme de conseguiros. Cuando vuestro padre exija un matrimonio rápido, yo accederé.

—¿De verdad haríais eso por mí?

Dejó de resistirse y el movimiento cesó.

Saberla tan agradecida le hizo sentirse casi un héroe, a pesar de que hubiera pretendido aprovecharse de ella. Le estaba haciendo un favor.

—Por supuesto, querida —dijo—, pero tenemos que esforzarnos en vender bien esta historia para que todo el mundo se la crea. Yo soy el villano desbordado por el deseo, y vos sois la inocente e inmaculada muchacha, atrapada en mis garras.

—Es que lo soy.

—Claro. Os estoy sujetando las manos.

Y le llevó los brazos a la espalda.

—Dios mío... —musitó ella.

El contacto teniéndola en su regazo era íntimo, y si la joven tenía alguna noción de anatomía tendría claro lo que estaba pasando y explicaría su repentino silencio.

Con un solo dedo le rozó la mejilla y se enredó uno de sus bucles en él.

—Ahora voy a disfrutar del beso que me habéis prometido. Cuando haya terminado, tendréis que gritar y hacer que la casa entera salga en nuestra busca para que pueda pedir vuestra mano de un modo convincente.

Sus ojazos verdes lo miraban fijamente, más expectantes que asustados, y él se sintió algo mareado, seguramente porque la sangre que tenía que estar en el cerebro se le había ido a otra parte. Cuando lo miraba así no era capaz de pensar con claridad, aunque sería mejor dar semejante paso con la cabeza bien despejada. Estaba convencido de que se le estaban escapando muchos detalles en aquel asunto, algunos seguramente de vital importancia y que le empujarían a posponer la decisión hasta al menos el día siguiente. Pero le bastó con mirar de nuevo su boca para olvidarse de las reservas que pudiera tener, vencer los últimos centímetros que los separaban y mientras sus senos se apretaban contra su chaleco, besarla en los labios.

Hasta hacía bien poco, Jack había acumulado poca experiencia con verdaderas damas. No se podía contar entre ellas a esposas aburridas o viudas calenturientas que buscaban un poco de aventura y a las que él se la había brindado encantado. Pero nunca había besado a la clase de joven que estaba besando en aquel instante, de experiencia limitada, cauta y nada mundana, pero con toda la gracia, inocencia y dulzura de una Julieta. De modo que se esforzó por ser el mejor Romeo posible, demostrándole todo el ardor del primer amor pero con una pizca más de confianza que el joven de destino aciago. Si aquel beso debía durarle hasta la noche de bodas mejor que fuera memorable.

Ella abrió la boca por la sorpresa y sus labios fueron como la primera rosa de mayo, y la suavidad de su interior le enardeció de inmediato. Era una pasión que aquella noche tendría que quedar sin respuesta, pero no por ello debía renunciar a hacerla desear más.

Seguramente consiguió su propósito porque cuando se separaron notó que su boca lo seguía buscando aunque cuando ya recorría la curva de su cuello con los labios.

—Tus labios son como cerezas —susurró—, y tus pechos tan blancos... —por mucho que deseara saborearlos, no sería buena idea usar dos referencias alimenticias en la misma frase— ...tan blancos como las plumas de una paloma.

Casi podía oír los abucheos y el pisoteo del público expresando su disgusto por tamaña hipérbole. No era más que un cómico con el bolsillo lleno de frases trilladas que no tenía derecho a improvisar. Pero sus palabras debían haber servido a su propósito, porque el suspiro de Cyn fue de satisfacción y no de protesta. «¿Puedo atreverme a acariciarlas? No puedo. Pero he de hacerlo». Colocó las manos bajo sus senos y empujó hacia arriba al tiempo que hundía la cara en ellos, cubriendo su piel de besos aun sin exponer su parte más tentadora.

En respuesta, aquella diablesa se pegó a él y hundió las manos en su pelo hasta que él la abrazó con un brazo mientras que su otra mano seguía acariciándole un seno. El sentido común de Jack peleaba con su conciencia en la pugna por encontrar una razón por la que no alzarle las faldas y llevar la velada a su conclusión más lógica.

Pero aquella noche no podía ser. Tenía que esperar un poco y podría tener de ella cuanto quisiera, hasta hartarse. En unos meses lord Kenton sufriría una trágica muerte y ella pasaría a ser una viuda rica. Él se libraría entonces de su esposa y quedaría notablemente más rico. Antes de poder visitar aquel territorio inexplorado, dispondría de tiempo más que suficiente para investigar los lugares no cartografiados en la anatomía de Cyn. Era difícil imaginar que iba a pagársele por ser amo y señor de aquel delicioso bocado, pero si algún hombre debía sacrificarse, ¿por qué no ser él?

Suspiró satisfecho y hundió más su cara entre sus pechos. Entonces recordó que antes de seguir adelante tenían que encontrarlos, de modo que suspiró y le propinó un buen pellizco en el trasero que la hizo gritar.

—¡Cynthia!

Como si la hubieran avisado, su madre entró en el cenador y se encontró con su hija, vestida pero despeinada, en brazos de lord Kenton.

—¡Madre!

Tras un momento de confusión Cyn recordó el papel que se esperaba de ella y se llevó teatralmente el dorso de la mano a la frente. Estaba sobreactuando. Cuando dispusieran de tiempo podría enseñarla a hacerse la inocente comprometida con más convicción. Por el momento tendría que valer.

Todo surtió el efecto deseado. La madre corrió junto a su hija para darle la mano.

—¿Cómo os atrevéis, señor?

Jack volvió a poner los brazos en alto, tal y como había hecho cuando la joven lo apuntó con la pistola.

—Que Dios me asista, lady Banester, pero no he podido evitarlo. Un poco de vino, la luz de la luna, el vals... y el supremo encanto, la dulzura, la fresca perfección de vuestra hija... ha sido mi perdición.

Los invitados empezaban a congregarse en la puerta, impidiéndole escapar de haber querido hacerlo.

Clavó una rodilla en tierra. Estaban lejos de la entrada, de modo que la mayoría de la gente congregada pudo verle llevarse la mano al corazón.

—Desde luego haré lo que el honor exige, y lo haré complacido. No lamento mi precipitada acción, si con ello he conseguido que esta dulce niña me acepte en una unión que hará de mí el más feliz de los hombres —bajó la cabeza en señal de rendición—. Decidme que me aceptáis, señorita Banester. Tomad mi mano, mi corazón, todo. Lo pongo a vuestros pies.

Por el rabillo del ojo vio que la sospecha brillaba en los ojos verdes de su amada. De no ser tan hermosa, le habría molestado que criticase su actuación. Se sentía en plena forma aquella noche y notaba que tenía a la audiencia comiendo de su mano. Incluso se oían los suspiros de las jóvenes que contemplaban la escena desde la puerta. Cualquiera de ellas aceptaría su proposición sin dudar. Ahora que ya había pedido su mano, su enamorada lo miraba como si ya no estuviera segura de quererlo.

Pero era demasiado tarde para cambiar de opinión. Su madre lo había visto todo y palmoteaba entusiasmada con las manos muy abiertas delante de su generoso busto, un rasgo que su hija había heredado.

—Gracias, lord Kenton, por proteger a mi niña.

—¿Pero qué demonios... —a diferencia de su imponente esposa, el menudo sir William Banester tuvo que abrirse paso a empujones entre la gente—. Kenton, por amor de Dios, levantaos del suelo. Si queréis la mano de mi hija podéis tenerla, pero podríais habérsela pedido en el salón, como un caballero normal. Vamos, ya basta de tonterías. Mañana por la mañana hablaremos de ello. Thea, vamos.

—Sí, papá.

Su prometida intentó parecer arrepentida y feliz, pero lo miró a hurtadillas, como sorprendida de que su plan hubiera resultado.

No era de extrañar. A él también le sorprendía.

—Hasta mañana, amor mío —dijo, extendiendo un brazo a modo de despedida. Ya habría tiempo de tratar todos los detalles—. Iré a visitaros como es debido, si vuestros padres me reciben. Tenemos mucho que hablar.

Y miró a lady Banester como lo haría el más esperanzado Romeo.

—Por supuesto, lord Kenton. Será un honor.

E hizo una reverencia tan llena de gracia que a Jack estuvo a punto de escapársele la verdad: que era él quien debía sentirse honrado de que tal dama lo recibiera y de ir a casarse con su igualmente hermosa hija.

Entonces recordó: allí él no era el humilde Jack Briggs, actor itinerante, sino lord Kenton, el soltero más codiciado del momento. Los Banester deberían considerarse afortunados de haber conseguido semejante partido para su hija. Y él también debía sentirse satisfecho, ya que aquella misma noche escribiría al conde para anunciarle que su plan estaba a punto de culminarse con éxito.

Dos

Cynthia se acercó al ventanal de la tienda para tener una luz mejor y examinar los dos encajes que tenía en las manos; admiraba su suavidad y su caída, pero era incapaz de decidir entre ambos. El de Flandes era hermoso pero caro, y un poco espeso para el rostro de una joven sin nada que ocultar. En comparación, el de Bruselas parecía casi demasiado simple para un evento tan especial.

—¿Cuál os parece mejor, madre? —preguntó, mostrándoselos.

—Llévate los dos —respondió su madre sin dudar.

—Solo voy a casarme una vez, así que no voy a necesitar un segundo velo.

—Pero si más adelante cambias de opinión...

—¿En cuanto a Kenton, o al velo?

—Ambas cosas, querida. Lo mejor es tener siempre una segunda opción donde elegir.

Thea suspiró. Había sido una tontería pedir la opinión de su madre y debería haberse imaginado cuál iba a ser su respuesta. Su padre siempre bromeaba sobre su incapacidad de decidir ni siquiera entre dos males, si es que el diablo decidiera abrir una tienda en Bond Street.

—Madre, he de hacer una selección. Ya no tenemos dinero para extravagancias innecesarias.

—Puede que nosotros no, pero Kenton sí. Una vez te hayas casado, no tienes más que enviarle a él las facturas. Es vizconde, niña. Él se ocupará de todo.

Thea bajó la mirada. Ese había sido su plan desde un principio, un plan que estaba saliendo a la perfección. Habían pasado tres semanas ya desde que lo acorraló tras arrancarlo de la mesa de juego con vagas promesas de un paseo a la luz de la luna por los jardines y la urgente necesidad de una conversación privada, a lo que él había acudido como un cordero al matadero, y antes de que llegase la medianoche ya estaban comprometidos. Desde entonces él había estado yendo regularmente a su casa, cada visita vigilada convenientemente por una carabina para evitar el ardor que había mostrado aquella primera noche cuando estaban solos. Habían bailado en fiestas, la había acompañado a musicales y se había comportado como un perfecto caballero en cada salida.

La iglesia estaba reservada, se habían publicado las amonestaciones, las invitaciones estaban enviadas y el menú se había elegido. De haber escrito de su puño y letra el guion de un compromiso perfecto, no podría haberlo hecho mejor.

Y Kenton no había puesto pegas a su falta de intimidad, ni había dado muestra alguna de darse cuenta de en qué situación se encontraba. ¿Por qué no le molestaba que le hubiera coaccionado apuntándole con su pistola como un salteador de caminos? Se merecía ostracismo y desprecio como respuesta. De hecho, ella se temía estarse encaminando al fracaso más absoluto, una vez conociera la valía de las conexiones de la familia como ella calibraba las de aquellos dos velos. Cualquier otro hombre habría estado más dispuesto a recibir un balazo que a aceptar su mano.

Su madre le dio unos golpecitos en la mano con su abanico de marfil y lo dejó de nuevo en el mostrador de la mercería.

—Otra vez estabas pensando en él, ¿no?

—No, mamá.

Su madre sonrió.

—Por supuesto que sí. Cuando intentas ocultar tus sentimientos, cariño, eres más transparente que el cristal. Pero en este caso no es necesario que los ocultes. Es natural pensar en esas cosas cuando se es joven y se está enamorada.

—No fiéis demasiado en ello, madre —respondió Thea con firmeza—. Vos conocéis mis razones para pretenderlo, y no tienen nada que ver con el amor.

Su madre la miró de lado.

—A juzgar por cómo habló al descubrirte, yo diría que lo has hechizado. Sus alabanzas fueron muy efusivas, y he visto cómo te mira desde entonces.

En eso tenía razón. Su prometido le dedicaba una atención respetuosa y total: la llevaba a pasear a Hyde Park, la acompañaba a la ópera y se comportaba como si se conocieran desde hacía años y no días. Debería sentirse halagada por ello, y en el fondo lo estaba, pero también estaba experimentando una extraña combinación de culpa e incomodidad.

—Ese es precisamente el problema, madre —explotó—. ¿Por qué se comporta así? No he hecho nada para ganarme ni su más mínimo afecto.

Cualquier persona que llevara un tiempo en la ciudad sospecharía de la familia Banester, de sus excentricidades, de su tendencia al despilfarro y a las obsesiones. Pero al parecer lord Kenton era demasiado nuevo allí para saberlo, o quizá demasiado rico para que le importara.

Su madre la miró de arriba abajo y se tocó el encaje de su vestido.

—Has heredado ciertos rasgos que pueden doblegar al hombre más fuerte. Cuando yo tenía tu edad, contaba por decenas los admiradores, y cuando actuaba la mitad de los caballeros de la época arrojaban rosas al escenario, mientras la otra mitad intentaba colarse en mi camerino. Pero cuando conocí a tu padre...

—No me contéis historias, madre.

Dejó el encaje en el mostrador y se tapó los oídos. No quería oír más anécdotas ridículas sobre el ardiente cortejo de un joven sir William. La carrera anterior de su madre no era precisamente un secreto entre los de su clase, y le había costado emplear a fondo su encanto y gran parte del dinero de su padre para que esa verdad cayera en el olvido, pero ahora que su fortuna había desaparecido no podían permitirse que el antiguo escándalo resucitara.

—Está bien —respondió su madre, que a pesar de sus cuarenta años seguía componiendo mohines tan deliciosos como los de una chica con la mitad de sus años—, pero al menos permíteme cierto orgullo. Si has conseguido encandilar a Kenton sin esfuerzo es porque la manzana no ha caído muy lejos del árbol, por mucho que hayamos querido cambiar tu naturaleza.

—Yo no soy actriz, madre, y no deseo deslumbrar a lord Kenton con ninguna ilusión.

Por eso había decidido emplear un arma. No había sido justo, pero sí eficaz, frío y real.

Su madre presintió que perdía determinación y volvió a darle un golpecito con el abanico.

—No malgastes el tiempo sintiendo lástima por él, Thea. Un caballero debería haber medido los riesgos de salir al jardín a solas con una joven. Las consecuencias son solo culpa suya.

—Puede que no ande bien de la cabeza —sugirió. Eso explicaría su rápida predisposición a aquel enlace—. Su comportamiento es bastante extraño, ¿no os parece? Son muchos los hombres que vuelven de la India con fiebres y enfermedades. Pero lo cierto es que tiene buen aspecto.

«Y es endiabladamente guapo», añadió para sí.

—Su complexión no indica nada más que una constitución fuerte que garantiza virilidad, algo que no tardarás en apreciar, si es que no lo has hecho ya. Si el beso que yo interrumpí es...

—¡Madre!

Su madre sonrió llevándose un dedo a los labios para indicar que aquello sería un secreto entre ellas. Desde aquella primera noche había querido dar a entender que había visto algo más del comportamiento de Kenton aquella noche y de la ardiente respuesta de su hija, y que se mostrara complacida con ello no era propio de una madre, lo mismo que el comportamiento de Thea no había sido propio de una dama.

—Lo que quiero decir —continuó, cambiando de tema—, es que las historias de Kenton sobre sus viajes son demasiado grandiosas como para creerlas. Tantas aventuras, tanto salvarse por los pelos, tantos tigres y té...

Y peor aún: tanto hablar de damas enjoyadas y escapadas románticas de detalles velados tras una seda oriental... eran historias muy excitantes, pero ya había tenido más que suficiente con las de su madre. Debería haberse buscado un marido más corriente pero no, allí estaba, suspirando como una colegiala por lord Kenton.

—Si su vida ha sido tan maravillosa como parece, ¿por qué volver a Inglaterra?

—Creo que por su padre. El conde de Spayne apenas viene a Londres a pesar de no vivir lejos de la ciudad, y se dice que su salud está en declive, por lo que seguramente no estaba conforme con que su heredero se pasara la vida lejos de casa. Una educación continental y algunos viajes exóticos están bien, pero solo si se administran con moderación.

Thea enarcó las cejas. Era curioso que su madre se expresara de ese modo teniendo en cuenta que se había pasado sus años de formación viajando con una compañía de actores.

—Solo me pregunto si no exagerará la felicidad de su pasado. Me parece un hombre satisfecho, pero me pregunto si no estará olvidando deliberadamente algún contratiempo.

O quizás fuera demasiado estúpido para comprender lo que le había ocurrido. Su patético intento de secuestro no había tenido efecto alguno en su estado de ánimo, a menos que se tuviera en cuenta su inexplicable y total enamoramiento.

Pero aún más frustrante resultaba su ilógico deseo de creerle. Antes de idear aquel plan, se había creído inmune a su atractivo y a su encanto. Había conseguido resistirse a él los últimos meses, lo cual había resultado bastante fácil manteniéndose a distancia. Pero de cerca sus relatos inflamaban su curiosidad y los escuchaba boquiabierta.

Y sus besos inflamaban algo completamente distinto. ¿Se le había ocurrido pensar que su primer beso estaría acompañado de una poesía irreverente y apasionada? No se atrevía a compartir esos detalles con su madre, que ya estaba de por sí demasiado animada a darle consejos al respecto basándose en la escena que había presenciado. Ya se imaginaba la respuesta que le daría si le contaba que el hombre con el que iba a casarse había alabado sus pechos de un modo tan enfático que el corazón a punto había estado de salírsele de debajo.

Claro que quizá de ese modo podría enterarse si todos los hombres besaban como Kenton. Sus labios le habían resultado tan abrasadores como el sol de la India, y tan deslumbrantes. La única razón por la que necesitaba un marido era por su fortuna, pero no podía evitar sentirse un poco agradecida porque le hubiera ofrecido mucho más.

Sintió otro golpecito de abanico.

—Vuelves a estar perdida. En verdad, querida, que sé que es normal estar distraída, pero eso no voy a alentarlo. Debes tener la cabeza en su sitio cuando conozcas a su familia. Puede que no te hayas dado cuenta de que el tío de Kenton es el señor Henry De Warde. Si pudieras hacerle saber de alguna manera las dificultades por las que nos está haciendo pasar...

—Ya se me había ocurrido —dijo, todo romanticismo apagado de inmediato—. Va a ser una dura prueba no decirle todo lo que pienso de él cuando lo vea cara a cara.

—Has de ejercitar la diplomacia, querida. Y puede que un ápice del encanto que has utilizado para engatusar a Kenton.

Thea pensó en la pistola, que debía seguir escondida bajo las almohadas del cenador, a menos que Kenton la hubiera recogido por ella cuando su madre se la llevó.

—Si tengo la oportunidad de exponerle el caso al señor De Warde, emplearé una persuasión aún más firme que esa.

No dudaría en meterle una bala entre sus ojos de sapo si con ello pudiera recuperar aunque fuera solo una décima parte del dinero que le había timado a su padre.

—Dudo que tu nuevo marido lo permita, querida. Una persuasión más firme que la que empleaste con Kenton implicaría quedarte como Dios te trajo al mundo.

—¡Madre!

Lady Banester suspiró.

—Yo me limité a aprobar tu elección de vestido cuando por fin te decidiste a armarte para la caza. Tenía un escote bastante más revelador que los que sueles llevar, y ya ves que surtió el efecto deseado en tu pieza. Debemos elegirte la ropa interior buscando resultados similares.

Thea se sonrojó.

—Una vez nos hayamos casado, eso ya no será necesario.

Lady Banester tiró de una tela de seda de color champán para poder poner su mano a contraluz y que Thea pudiese comprobar su transparencia.

—Perfecto. No te olvides de ponerte de espaldas al fuego de la chimenea. Aunque estés casada ya, has de saber retener la atención de un hombre, querida. Es mucho más fácil cuando no tienen ninguna otra actividad fuera del matrimonio. No tienes más que mirar a tu padre...

—...para ser consciente de hasta qué punto puede salir mal ese plan —intervino Thea—. Ya sería más que hora de que pensarais en asuntos mucho más serios, madre. Ambos. Lo digo en serio. Tenéis casi cuarenta años.

—Y sigues sin tener hermanos, aunque te aseguro que no porque hayamos dejado de intentarlo. Pero con todo el dinero que conlleva, es posible que no tuviéramos nada que sea de nuestra propiedad. No sé de dónde habríamos podido sacar una dote ahora que apenas tenemos dinero para pagar las facturas. Gracias a Dios que nos has quitado esa preocupación.

—Os prometo que no tendréis que preocuparos por nada, madre.

Conseguiría el dinero de Kenton fuera como fuese.

—Como he dicho antes, compraremos camisones y quedarás encinta en un abrir y cerrar de ojos. Eso es lo que quiere lord Kenton, y lord Spayne también. Debemos pensar en el futuro y un vientre fecundado es el mejor modo de ganarse el corazón del padre. Y en cuanto a lo que quiera el hijo... —sonrió como si fuera obvio—. Una vez casados, quizá puedas persuadir a Kenton de que hable con el señor De Warde. Si le explicamos la situación...

—¡No! —aquella historia era mortificante en extremo. No podía imaginarse compartiendo con su nuevo marido los peores detalles—. Le diré cuanto necesite saber para que pague las deudas en las que hemos incurrido y después acudiré al señor De Warde y apelaremos a su sentido de la decencia. Seguro que devolverá el grueso de la cantidad que se ha quedado cuando sepa que ahora somos familia. Y no habrá más necesidad de seducir o de engañar.

Ni de usar pistolas bajo la luz de la luna.

—Claro, claro, cariño —contestó su madre en tono conciliador—. No hay necesidad de llevar las cosas al extremo. Recojamos las compras y vayámonos a tomar un helado.

Y con un gesto displicente, añadió la seda transparente al montón de sus compras.

Tres

Había que reconocer que la señorita Cynthia Banester era una novia preciosa. Ahora era ya lady Kenton, gracias a Jack. Y desde luego parecía tremendamente complacida de serlo. Desde que se habían sentado no había dejado ni un instante de estar pendiente de que ni su plato ni su copa estuvieran vacíos como muestra de su devoción por él.

—¿Más champán, querido? —sonrió.

—Gracias, amor —respondió sonriendo mientras le llenaba la copa. Jack sintió la picazón de un orgullo un tanto inapropiado por lo bien que habían salido las cosas. La ceremonia había parecido auténtica, con su permiso, su vicario y los buenos deseos de toda la familia.

Pero iba a ser su esposa solo mientras él siguiera interpretando el papel de lord Kenton. Cuando tocara a su fin, seguiría su camino y ambos saldrían ganando. Él tendría el dinero, y ella permanecería a salvo bajo los cuidados del conde, que era un agradable caballero de edad, a pesar de sus manías. Y no tendría que pasar toda una vida junto a él. Seguramente dejaría de sonreír en cuanto atisbara su verdadero carácter. Otras mujeres le habían asegurado que era inconstante, veleidoso e inestable, y dudaba mucho que el dinero, un título falso y un matrimonio igualmente falso fuesen a cambiarle.