Dos huérfanos en China - Héctor Sánchez Minguillan - E-Book

Dos huérfanos en China E-Book

Héctor Sánchez Minguillan

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Beschreibung

Un joven pierde a sus padres a causa de un accidente de automóvil cuando regresaban de un viaje a China. Entre las maletas que le entregan, encuentra el diario escrito por su madre en aquel país y, tras leerlo, decide realizar el mismo viaje que sus padres hicieron antes de morir. Sin embargo, como no quiere viajar solo, pone un anuncio en internet buscando acompañante. Responde al cabo de pocos días un joven chino que no había vuelto a su país natal desde que fue adoptado por una pareja catalana. Los dos jóvenes, cada uno marcado por el recuerdo de sus padres, parten pues hacia su destino.

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Obra ganadora del Premio Eurostars Hotels de Narrativa de Viajes 2012.

Toda la información sobre el Premio Eurostars

de Narrativa de Viajes en:

www.premioeurostarsnarrativa.com

© Héctor Sánchez Minguillán, 2013.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2013.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: OEBO285

ISBN: 978-84-9006-858-8

Composición digital: Víctor Igual, S. L.

Índice

Dedicatoria

Un motivo como otro cualquiera

Se busca compañía

En suelo chino

La cantante eclipsó la muralla

De pedales y paladares

En la ciudad tortuga

Una de guerreros

Mi asma taoísta

Se abre el telón y aparecen tres pandas

En las alturas

Samye

La separación

En el paraíso

Soy Jimmy y quiero conocerte

Una de abanicos

Los últimos pasos

UN MOTIVO COMO OTRO CUALQUIERA

Fui a China para copiar el viaje que mis padres hicieron antes de morir. Tomé la decisión, en parte, porque me aburría. Mi vida se parecía a un columpio roto, o sea a un chirimbolo que provoca desencantos y que se entrega sin sangre a la oxidación. Mis padres murieron cuando venían del aeropuerto, recién llegados de China. El taxista que los traía a casa sufrió de repente un infarto y el coche se salió de la carretera y dio varias vueltas de campana. Como todo el mundo sabe, la gente no acostumbra a ponerse los cinturones en la parte trasera de un taxi.

Habían estado un mes y medio en China. Yo tenía en la bandeja de entrada de mi correo un puñado de mails que ellos me habían ido escribiendo mientras recorrían el gigante asiático. Los mensajes estaban escritos con esa celeridad que uno presupone en el viajero, al que se le imputa escaso tiempo para la redacción de cartas. Las explicaciones acerca de sus aventuras eran concisas, y tanto las anécdotas que vivían como las excursiones que realizaban estaban contadas con la sequedad propia de los telegramas. Lo que no faltaba en los textos era la precisión geográfica desde donde se animaban a escribirme, así como la descripción detallada de los albergues donde pernoctaban. Por algún tipo de inclinación con visos de llamarse simplemente manía, mis padres me contaron en sus mails el estado higiénico de todos y cada uno de los lugares en que pasaban la noche. De esta manera me enteré de que un hostal de una ciudad llamada Lijiang, por poner un ejemplo, tenía los aseos algo dejados y además se hallaban fuera de la mayoría de las habitaciones, eran comunitarios y, para ejercitar las funciones higiénicas de rigor, uno tenía que mostrar al resto de los huéspedes el diseño de sus chanclas, su toalla personal y su ropa interior, combinación que en mi padre fue siempre de propiedades grotescas. Creo que no hubo mail en el que no hicieran una referencia, por mínima que fuera, a la suciedad o limpieza de los distintos baños que se encontraron. Debo reconocer que aquellos informes paternos acerca de los sanitarios chinos me importaban más bien poco.

Lo que me animó a ir a China fue un diario que encontré entre las pertenencias que la policía me entregó después del accidente. Tardé bastantes días en darme cuenta de la existencia de dicho diario. Cuando aquel material me fue entregado, estuve tentado de lanzarlo a la basura directamente. No lo hice, por supuesto. Lo tuve arrinconado en el cuarto de mis padres, esperando a que un día tuviese en mis venas la curiosidad necesaria para echar un vistazo. Una vez hube recobrado el ánimo, abrí las maletas como si fuera un niño que abría por error los regalos que un vecino raro había pedido a los Reyes Magos. Además de la clásica ropa sucia junto a la ropa comprada encontré, no sin estupor, varios ejemplares del Libro Rojo de Mao, carteles comunistas del año catapum y pequeñas figuras de escayola. La maleta que supuestamente había sido de mi madre ofreció un desorden que alteró el concepto de persona ordenada que yo tenía de ella. En la maleta había vestidos tradicionales chinos, joyeros de madera cubiertos de ilustraciones y dos cajas antiguas de porcelana con caracteres chinos de imprenta. También estaba la cámara digital, cuyas fotos, cuando las vi, me entristecieron por ser las últimas que mis padres se habían hecho en esta vida. De un paquete aparte (que estaba envuelto con sábanas y en cuyo interior había un mar de envoltorios) desenterré varios ábacos de madera, todos idénticos, y un precioso ajedrez chino que me correspondía por decreto, pues mis padres, en uno de los últimos mails, anunciaron por descuido que aquel regalo me pertenecía.

El diario en cuestión era de color rojo, y ese detalle fue el que me privó de verlo en un principio, ya que estaba en la maleta de mi padre junto a los pequeños libros de Mao. No fue hasta después de dos semanas cuando descubrí el diario. ¿La razón? Recibí la visita de unos amigos de mis padres y tuve la seguridad de que los viejos libros comunistas habían sido adquiridos para repartirlos entre sus allegados. Me constaba que se trataba de un souvenir de lo más exótico para los occidentales. Fui a la habitación, abrí la maleta de mi padre y cogí varios ejemplares. De vuelta al salón entregué los libros a quienes estaban allí. A los pocos segundos, uno de los invitados se vio sorprendido por un pormenor que quiso saldar mediante una broma.

—No sabía que Mao escribía en castellano —dijo sin evitar una sonrisilla.

Esa misma noche leí el diario y quedé estupefacto por toda la información que descubrí no precisamente de China, sino la concerniente a la intimidad de mis progenitores. La encargada de escribir aquellos párrafos había sido mi madre, por lo tanto fue de ella de quien me llevé las mayores sorpresas. Mi padre salía retratado de un modo inusual, pero aquella imagen, para mí novedosa, provenía exclusivamente de la visión que mi madre tenía de él. Desconozco si mi padre tuvo acceso al diario. Todo indicaba que estuvo al margen y aquello estimuló la franqueza, a veces despiadada, de la que mi madre hizo uso. Durante el viaje, mis padres las habían pasado canutas y el amor que anidaba entre ellos, al que yo jamás atribuí falla alguna, se estuvo tambaleando. En China se pusieron un ultimátum de común acuerdo que, dependiendo de las experiencias que tuvieran, los llevaría a la reconciliación definitiva o a una ruptura imperiosa en cuanto regresaran a España. Según los últimos días del diario, la cosa no estaba todavía clara. En el viaje habían vivido buenos y malos momentos, y la decisión acerca del futuro resultaba, por medio de mi lectura objetiva, de lo más ambigua. No supe a ciencia cierta si mis padres, segundos antes de morir dando vueltas dentro de un taxi, se habían dado el cariño que les impulsaba el hecho de iniciar una nueva etapa o se habían evitado mientras cada uno miraba por su ventanilla. Aquella duda me dolió profundamente. Todavía no encuentro una razón dotada de sensatez por la cual decidí en ese momento copiar el viaje que ellos habían hecho. No era tan tonto como para pensar que en ese viaje hallaría respuestas. Quizá me busqué una excusa para salir un poco de mi rutina y que me diera un poco el aire. Creo que ya he dicho que mi vida no era precisamente una fiesta. El caso fue que me tomé el motivo de ese viaje como un extraño tributo hacia mis padres, y una cosa tuve clara: quería visitar los lugares por donde ellos habían dejado sus últimos vestigios como pareja.

SE BUSCA COMPAÑÍA

China me daba respeto. Había hecho escasos viajes en mi vida y siempre con la compañía de alguien. Por otra parte, no poseo lo que se entiende por espíritu aventurero y viajar no supone una prioridad para mí. Pertenezco más bien a la especie de mortales que se contentan con los documentales de la televisión para acreditar lo vistoso que es el mundo. Me tengo por una persona solitaria; sin embargo, en cuanto tuve la certeza de que haría el viaje sentí la necesidad de hacerlo junto a otra persona. El desamparo resulta controlable, a veces incluso gustoso, cuando uno lo vive entre sus cuatro paredes. Pero la perspectiva de sentirme desamparado en un país que yo presumía complicado no me hacía ni pizca de gracia.

Tuve otra certeza: no quería que la persona elegida fuera de mi entorno. No me apetecía inmiscuir a ningún amigo en un viaje que estaba planificado como una experiencia íntima relacionada con mis padres. Quería que mi acompañante no guardara relación conmigo y quizá lo hacía con el pretexto de no sentirme juzgado. No lo sé. La naturaleza del viaje era proclive a que yo suscitara lástima en ese futuro acompañante, y supongo que la lástima duele menos cuando la siente por ti un completo desconocido.

Puse un anuncio en Internet: «Busco persona para viajar a China dentro de tres semanas aproximadamente y durante un mes y medio. El viaje está planificado de antemano. Pago el billete de avión». Es preciso remarcar que lo de pagar el billete debió de provocar en los interesados una contrariedad antes que una ventaja. El anuncio me revelaba como una persona desesperada. Es de suponer que mucha gente me descartaría por otorgarle a mi generosidad un rasgo sombrío que les inducía más recelo que otra cosa. No los voy a juzgar, pues los entiendo a la perfección. Hoy en día los actos de altruismo están vistos como falsas dedicaciones en cuya trastienda se ocultan otros propósitos. La desconfianza se ha convertido casi en un derecho. El caso es que no me llamó nadie en siete días. Era bastante desolador que nadie en este mundo quisiera acompañarme. Comencé a tomarme en serio la posibilidad de viajar solo, a pesar de los nudos que se formaban en mi estómago cada vez que especulaba tal hipótesis, unos nudos como puños que a la postre laceraban mi apetito. Al octavo día recibí una llamada. Contesté con mucha calma, aun sabiendo que me disponía a hablar con la persona que, potencialmente, tenía todos los números para venirse conmigo.

Durante los días en que esperé esa llamada, reconozco que tuve la esperanza de que llamase una mujer. Era evidente que una compañía femenina ofrecía una serie de riesgos muy agradecidos. Dicha eventualidad me había conducido a penosas elucubraciones en las que una preciosa muchacha se me entregaba a las primeras de cambio. China pasaba a un segundo plano y el viaje se convertía en una pasión itinerante a la que nos entregábamos sin freno. Lo malo fue que mis fantasías llegaron a ser excesivamente idílicas y, con buen criterio, mi lado más juicioso comenzó a exigir un compañero masculino porque entendía que ninguna mujer estaría a la altura de aquellas quimeras. Además, la más que probable tensión sexual que hubiese vivido junto a una mujer habría originado que en mis pensamientos no hubiese lugar para el recuerdo de mis padres. Los habría eclipsado. Cuando cogí el teléfono y al otro lado sonó una voz de hombre preguntando por el anuncio, sentí las mismas dosis de alivio como de decepción. Es increíble el poder que ejerce sobre uno toda expectativa.

Se llamaba Jordi y era chino, una combinación que a bote pronto me supo a tomadura de pelo. Habló desde el principio en catalán, y lo cierto es que me sonó mucho mejor que el catalán de algunos periodistas de TV3. Jordi me resumió en cuatro frases la rocambolesca historia de su vida, como si la candidatura al viaje tuviera mayores opciones si venía acompañada de una cierta extravagancia. Me cayó bien enseguida, pero le confesé sin ambages que la afinidad entre dos personas se cimentaba mejor bajo el amparo de un encuentro físico. Nunca me ha gustado el teléfono por las facilidades que otorga para crearse un disfraz. Quedamos en un bar esa misma noche. Antes de colgar me dijo que tenía veintidós años y que no tenía pareja. Debió de creer que eran datos relevantes.

Jordi había nacido, supuestamente, en algún lugar de China. Sus padres lo abandonaron a las primeras de cambio en un portal del barrio de Sant Pere de Barcelona. Nunca supo nada de ellos. Después de mucho trasiego burocrático del que Jordi no se enteró lo más mínimo, acabó en un centro de acogida a la espera de unos padres que lo adoptaran. Entonces aparecieron en escena Jaume y Núria. Como dato curioso, Jordi me dijo que la primera noche que pasó en casa de sus nuevos padres (se lo habían contado hacía unos meses), en estos se mezcló la flamante alegría de tener un hijo en casa con el horror de las imágenes de los tanques en Tiananmen que salieron en los informativos, una noticia que caló hondo en Jaume y Núria, quienes comenzaron a ver en China un país del que querían saberlo todo. La circunstancia de que Jordi perdiera a sus padres biológicos me hizo sentir bien. Entiéndase: supuse que contaría con su comprensión con respecto al propósito de mi viaje. También sospeché que entre nosotros se instaurarían esos lazos de corte más íntimo por ser dos personas portadoras de una misma pérdida. Lo llaman empatía. Naturalmente no dije nada de esto a Jordi: solo le expliqué la muerte de mis padres y el propósito del viaje, consistente en seguir la estela que ellos dejaron.

Para Jordi era su primer viaje a China. Con toda lógica, di por hecho que la visita al país lo mantendría en un estado constante de excitación. En mi caso, el viaje tenía un componente de tristeza porque la muerte de mis padres era muy reciente. En el caso de Jordi, presumí que sería distinto. Su curiosidad por China estaría avalada por razones sentimentales, pero también ociosas. Era evidente que su interés por el país debía de ser considerable, pues allí estaba su linaje. A pesar de ello, Jordi se mostró en la cita como si planeara un picnic para el día siguiente. Dio la sensación de que quería visitar China después de haber abortado otras opciones de viaje que consideraba mejores. Ante esta indiferencia que mostraba, no pude por menos que preguntarle si llevaba años esperando un viaje de tales dimensiones, con aquellas connotaciones delicadas que cualquier otro destino no ofrecía para él. Me dijo que, evidentemente, sentía hacia China un interés exclusivo, pero lo que le había motivado a acompañarme era que yo pagara su billete. Soy muy catalán, añadió. Me quedé de piedra, entre otras cosas porque la gravedad de su voz hacía sospechar que hablaba en serio. Podía haber sido un comentario jocoso, pero Jordi no sonrió. De repente pensé en la situación: me iba a China para especular sobre el amor que mis padres se dieron entre ellos con un chino al que China parecía importarle tres narices y que, entre otras singularidades, se confesaba más catalán que La Moreneta. Aunque todo parecía muy extraño, debo decir que estaba encantado con las primeras piezas que el destino estaba moviendo en los prolegómenos del viaje. Te acepto como acompañante, le dije a Jordi en plan solemne. Él se limitó a asentir. Había en su rostro una serenidad pasmosa que rozaba la insolencia. Creo que supo mi veredicto antes de que yo lo formulase.

EN SUELO CHINO

No voy a explicar con detalle los preparativos del viaje. En ellos hay toda una gama de actividades que suponen un muestrario de lugares comunes. La obtención del visado, la confección prematura del equipaje, las lecturas acerca del país que se va a visitar, el aprendizaje en otro idioma de expresiones banales, la llegada al aeropuerto y la facturación como componente axiomático de que la cosa va en serio: todo ello lo hicimos Jordi y yo como imagino que debe de hacerlo la mayoría de la gente que viaja. Todo el mundo sabe que antes del viaje se vive con extrema impaciencia la llegada del día señalado. Se vive por y para ese día. Hay nervios, sensación de irrealidad y el entorno social que uno frecuenta deja de tener importancia: sigue siendo el cansino atrezo de siempre pero ahora se difumina, parece descomponerse. La perspectiva del viaje provoca un estado de semiinconsciencia, de estar y no estar, de vivir días prestados. Una vez en el avión, se abraza la certeza de que no hay marcha atrás. Es una evidencia agradable, a la par que punzante. Inyecta miedo, pero también la sensación de que la vida es un juego. Siempre he pensado que en los aviones se aglutina la esencia de todo lo que nos impulsa. Dentro de ellos vuelan las ilusiones, los retos, los abandonos y los fracasos, todo lo que, en definitiva, hace que nuestra vida tenga algo de sentido.

Jordi y yo nos habíamos visto dos veces más antes del despegue. Fueron dos reuniones en las que tratamos asuntos del viaje para dejar algunas cosas claras. Las charlas tuvieron el pragmatismo propio de dos ejecutivos que planifican un viaje de negocios. En ningún momento nos dejamos llevar por el entusiasmo y tampoco nos hicimos preguntas íntimas para intentar conocernos. Yo le expliqué el itinerario que nos disponíamos a hacer, que calcaba meticulosamente el mismo que hicieron mis progenitores. De vez en cuando abría el diario de mi madre delante de él para verificar que una ciudad determinada se encontraba en la ruta. A Jordi le traía sin cuidado el trazado. Repetía sin descanso que yo mandaba, puesto que yo pagaba el billete. Le pregunté si quería visitar algo en particular, un sitio por el cual sintiera curiosidad, necesidad de conocer o ambas cosas a la vez. Todo le daba igual. Jordi parecía tener muy claro que su función era la de acompañarme. Y así era. Su apatía facilitaba que mis planes se cumplieran pero confieso que, al mismo tiempo, me adjudicaba una responsabilidad que me venía grande.

Durante el vuelo sentí una extrañeza que me acompañaría durante el mes y medio que estuvimos en China. En el avión había muchos chinos. Todos se movían y hablaban mediante una liturgia algo esperpéntica. Observarlos era asistir a una puesta en escena que prologaba lo que me esperaba en el país del arroz, una especie de anticipo para el espía que, como turista en ciernes, ya llevaba dentro. Jordi era igual que ellos y sus rasgos físicos hacían que yo, maquinalmente, lo encuadrara junto al resto de los pasajeros. Solo cuando se dirigía a mí para decir algo en castellano o en catalán me devolvía la certeza de que él pertenecía a los cánones que imponía mi cultura. Él era como yo, pero sin serlo. Era como ellos, pero también sin serlo. Nunca logré asumir algo tan aparentemente simple.

Llegamos a Beijing sobre las diez de la mañana. Mientras esperábamos las maletas sentí ansia por salir del aeropuerto. Estaba impaciente, deseoso por descubrir el nuevo mundo en el que estábamos. Jordi parecía encontrarse en la sala de un ambulatorio y esperando a que un hombre con bata blanca saliera de una puerta para pronunciar su nombre. Su tranquilidad exasperaba. Durante el vuelo no habíamos hablado prácticamente nada. A mitad de trayecto me atreví a preguntarle si sabía en qué parte de China habían nacido sus padres. Me dijo que no lo sabía. Añadió que no le importaba. Su actitud flemática resultaba alarmante. No quería imaginar cómo reaccionaría en caso de que tuviéramos algún problema de envergadura. Por momentos llegaba a pensar que me había equivocado con la elección del acompañante. Las maletas salieron casi las últimas. La mía tardó tanto que llegué a temer un posible extravío.

Nos metimos en un autobús que se dirigía al centro, si se puede decir que Beijing tenga un centro propiamente dicho, el cual sería en ese caso, por razones históricas y no geográficas, la Ciudad Prohibida. La primera impresión que tuve de la ciudad fue la de un paisaje deslucido, gris y cargado de autopistas. Cientos de carriles para miles de coches. Edificios enormes por todas partes. La idea de hallarte en un extrarradio eterno. Un cielo denso que asfixiaba con solo mirarlo. El sol escondido detrás de una imponente bruma. Hormigón. Ruido. Prisa. Beijing como una M-30 inagotable y tediosa.

El autobús pasó por delante de la plaza de Tiananmen y de la Ciudad Prohibida. Todo era de dimensiones gigantescas. Nos bajamos en la siguiente parada y detuvimos un taxi. Mi madre había tenido la idea de grapar en las hojas del diario cada una de las tarjetas de los albergues donde estuvieron. Le enseñé al taxista la tarjeta del albergue de Beijing. El hombre leyó los caracteres chinos como si se enfrascara en una adivinanza y luego se dirigió a Jordi. Mi acompañante le hizo gestos para que dejase de hablar. I don’t speak chinese, le dijo. El taxista pareció llevarse la mayor decepción de su vida. No entendió lo que dijo Jordi y siguió hablando en su idioma imposible, emitiendo sonidos cantarines sin ton ni son. Finalmente nos metimos en el taxi y dejamos que el hombre improvisara sobre la marcha. Teníamos la sensación de que conocía nuestro destino pero algo se le escapaba. Dejamos que se las apañara él solito, sin importarnos el precio del trayecto. Yo no paré de mirar por la ventanilla en todo momento. Fuera había multitud de gente por todas partes. Jordi parecía encontrarse ajeno a los acontecimientos y con ese aspecto meditabundo que no se quitaba de encima. Quizá estaba asimilando que los chinos iban a confundirlo constantemente como a uno de ellos y comenzaba a darse cuenta de que su físico iba a perturbar su condición de turista.

Llegamos al albergue. En recepción nos atendió una chica muy simpática con una voz extremadamente aguda. A lo largo del viaje me percataría de que era un tono habitual en las mujeres chinas. Cogimos una habitación doble y nos echamos una siesta de campeonato. Los efectos del jet lag