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Dos mujeres, un encuentro inesperado en otro tiempo y un espacio que las reúne. Un nombre las une "Remedios" para reconstruir nuestra historia argentina que compartieron entre revoluciones, luchas desmedidas de ambición y poder, y guerras desmesuradas en pos de la "Independencia". Un virreinato oprimido gritaba "Libertad", los enemigos acechaban y la división entre Buenos Aires y el interior se acentuaba. Ellas, desde un presente histórico, se atreven a revivir una realidad oculta que necesita ver la luz y contar la verdad negada. Hombres olvidados y mujeres ignoradas que merecieron formar parte del "altar de la Patria" recorren las páginas de esta novela. Es nuestra historia, es un pasado de dolor y pérdidas inútiles de miles de vidas marcando el camino, dejando huellas y definiendo con sus actos de arrojo el territorio que hoy habitamos. Entre documentos, relatos, recuerdos y música los personajes cobran vida para narrar sus experiencias de vida.
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Seitenzahl: 711
Veröffentlichungsjahr: 2024
SUSANA MERKE
Merke, Susana Dos Remedios en el otro cielo / Susana Merke. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5160-3
1. Novelas. I. Título. CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Agradecimientos
Prólogo
I
Sencillamente Mujer
1–Un duro Otoño me recibe
2–Una aldea plantada en el barro
3–Tormentas en el alma
4–Venganza con mayúsculas
5–Matrimonio o convento
6– Un sol suave trae consuelo
7– Los espíritus acechan con oscuras pinceladas
8–Abrir puertas para soñar
9– Los Andes con sus picos nevados me esperan
10– Resistir para crecer
11– Entre calles alejadas busco respuestas
12–Un refugio para desterrar mi odio
13– La brisa marina alienta mi espíritu
14– Ser libre y quizás feliz
15–Otro mar me recibe
II
Un hombre y una mujer
1–El amanecer nos convoca
2–Manos cansadas de tanto batallar
3–Las venas abiertas a la libertad
4– La soledad nos une
5–Atrapados en los misterios de la noche
6–Amigos fieles
7–Un cielo cada vez más distante
8– Respirar hondo antes de continuar
9–Eterno arrepentimiento
10–Blanco o negro...
11– Ser mujer en tiempos oscuros
12–Frente al espejo
13– Epidemias en el cuerpo y en el alma
14– Madre e hija…
15– El laberinto
16–El sonido del viento
17–Una mansa Primavera asoma
18– Recuerdos que prometimos sepultar
19–Una América condenada
20–Alta traición
21–Banquetes y brindis para el olvido
22– Una bofetada a la Patria
23–Sabor a Primavera
24– Un General tratando de huir del laberinto
25–La hoguera de los recuerdos
26– “Es denuncia y clamor en una voz”. Oscar Agú
27– Encrucijadas a sortear
26–Viejo batallador y hombre sabio
29– Enemigos al acecho
30– La tormenta llega a puerto
III
Sus nombres las unen
1–Sólo una mujer
2– No duerme Buenos Aires
3–Más allá del río y la ciudad
4–La historia nos abraza
5–La dulce libertad
6–Entre castigos y amaneceres
7–Fidelidad y entrega
8–Nombres para rescatar del olvido
9–Libros para recorrer otras vidas
10– “Me arriesgo a pronunciar su nombre”. Jorgelina Garrote
11–La generosidad como bandera
12–Defender la “Patria Vieja”
13–Morir por la Patria es gloria
14–Respetuosa paciencia
15–Una Madre negra y pobre
16–Nos quisieron coser la boca
17–Viajeros en el tiempo
18–El amor es más fuerte
19–Aquí los muertos siguen vivos
20–La vida es el sueño de algún Dios distraído
21–Un amor intenso se multiplica
IV
La Capitana y el General.
1–Un encuentro tan deseado
2–Llevo bastón de laurel
3–Entre humillaciones y maltratos
4–La urgencia no da pausa
5–El fuego se apoderó del olvido
6– “El ocaso dura apenas un instante…”. D. T. Quintana
7– “La noche engulle las últimas infamias”. D. T. Quintana
8–La única verdad era la realidad
9– Diálogo silencioso del hombre con el hombre
10–Una visita inesperada irrumpe en la noche
V
Un puente para trascender
1–La hora señalada
2–Tiempo de pesadillas
3–Una mano me espera
4– El redoblar de los tambores
5– Sin paredes ni techo
A mi fiel compañero mientras caminamos “Juntos a la par”.
“Hay aire y sol, hay nubes. Allá arriba un cielo azul y detrás de él tal vez haya canciones; tal vez mejores voces… Hay esperanza para nosotros, contra nuestro pesar”.
Pedro Páramo. Juan Rulfo.
A todos mis colegas en las letras que prestaron sus versos para introducir los capítulos de la novela. Mi eterno reconocimiento va para ellos.
“La buena ficción ilumina la Historia” Antony Beevor
Una mirada muy íntima habla sobre las historias narradas que se ven obligadas a seducir al lector frente a las emociones generadas y el carácter asombroso de una verdad ignorada. La intención del escritor radica en contar todo aquello opacado para que hechos y personajes emblemáticos resurjan de las tinieblas.
La novela histórica ha sido durante largas décadas la hermana menor de la narrativa, género minusvalorado con frecuencia por la crítica e invisibilizada frente a las nuevas corrientes literarias que se imponían. Aunque fue mirada con cierto recelo por las élites intelectuales, esto no impidió el apoyo incondicional de los lectores. El tiempo, implacable y buen juez, le ha otorgado el lugar merecido, porque más allá del mundo de ficción al que pertenece el texto, es un documento con vida propia que renace cada vez que es abordado.
La investigación como tarea imprescindible precede a la escritura, y en ese mágico caos donde se multiplican documentos, fotografías, cartas y material consultado de distintos historiadores, surge la imperiosa necesidad de orden, clasificación y selección de todo aquello que se negó, ocultó o menospreció. Lo primordial para el autor es encontrar el debido equilibrio entre información y narración.
Además, se impone la reflexión sobre cuáles son sus límites y E. M. Foster, consciente del carácter “mestizo” del género literario recurre a la definición de Käte Hamburger cuando apunta que cualquier escritor “transforma la materia histórica de la novela en materia no histórica”.
Para este siglo XXI escribir una novela histórica implica romper los incondicionales límites entre lo público y lo privado, lo doméstico y lo laboral– institucional, lo individual y lo colectivo. El objetivo es recuperar la palabra, «la voz», «los pensamientos», «los gestos» y con ellos se produce la ruptura de lo establecido con lo nuevo como máxima expresión, comunicación de cambios y puntos de inflexión.
En la escritura es esencial recobrar el imaginario, la representación, las vivencias, percepciones y explicaciones de los procesos históricos, siempre teniendo presente los aspectos, dimensiones y categorías de análisis. Cabe más que nunca la expresión de C. Hernández López cuando dice: “La novela es expresiva de la imaginación del autor y por tanto opuesta a la pretensión de objetividad de los historiadores”.
El fascinante territorio fronterizo que transita la novela histórica incorpora sujetos sociales que no estaban vislumbrados desde la mirada tradicional: «los sin voz», «los anónimos de la historia», y la integración memoria–olvido asoma como el camino a seguir para contar la verdad. Con el paso del tiempo se convirtió en un texto híbrido, un modelo novedoso de escritura, de literatura hipertextual para englobar distintas formas textuales. Allí los recursos literarios suman otras variantes como documentos, cartas, canciones… que permiten al ávido lector contemporáneo sentirse identificado con personajes para ingresar en ese mundo de realidad–ficción.
Nuestra ardua tarea consiste en remar por “mapas de navegación” para transitar caminos y laberintos de la memoria, unidos a los espacios y tiempos de los hombres y mujeres, que pretendemos sacar del anonimato y convertirlos “en faros de orientación para la recuperación de la experiencia vivida”. Son nuestros guías hacia la creatividad y con ellos aprendemos a cómo recordar, qué recordar, qué galerías transitan los recuerdos, qué ocurre en nuestra memoria con los sepultados por la omisión para recorrer el sendero del pasado al presente.
Humberto Eco decía: “Para mí, una novela histórica no es tanto una versión novelada de los hechos reales como ficción que nos permite comprender mejor la auténtica historia”. Quizás el secreto esté en un título atractivo, algunos personajes primordiales que tomarán de la mano a otros desechados por el tiempo, y una época que debe ser mirada desde distintos puntos de vista para entender lo ocurrido.
El contenido de este género literario exige que el estilo verbal muestre, esclarezca y haga real un personaje, objeto o suceso. Por lo tanto, acentúa la identidad del signo, ya que los diversos elementos se fijan por medio de la palabra; esto implica que el significado del signo verbal se potencie mediante símiles concretos, de modo que la palabra pueda denotar con exactitud la realidad.
Nos sentimos acosados por los “héroes” elegidos por la historia enfrentados en arduas disputas con lo “otros”, que hostigan por hablar, contar su verdad; aquellos se ven exigidos a ceder su lugar a los vencidos que no tienen tumba, en gran mayoría, que resguarde sus huesos. La historia oficial se escribió por necesidad de ordenar el país después de la Revolución de Mayo, la Declaración de la Independencia, la lucha fratricida entre el interior y Buenos Aires, el plan Continental de una América libre, hasta cerrar el ciclo con pactos y firmas para llegar al dictado de la Constitución Nacional.
Todo estaba por hacer y en ese apremio de establecer determinadas bases de organización nacional se impone una historia con una mirada unívoca. Después de dos siglos esa historia se estrecha para ingresar en trayectos que nos conducen a la lectura de los revisionistas, de los jóvenes historiadores… Son los que batallan día a día con una veracidad que debe revelarse.
En ese devenir, la literatura se apropia de “ellas”, las mujeres, que hicieron Patria con mayúsculas y no integran el altar justo de la memoria por sus sacrificios, su apoyo incondicional a la causa de América, su acompañamiento absoluto a los hombres en las batallas... Son las fieles mujeres de la Revolución y la Independencia con nombres ignorados y variados colores de piel.
La ficción es la herramienta de todo escritor que ama la historia y en esta novela “Dos Remedios en el otro cielo”, por su estructura, la suma de material imprescindible y la hipertextualidad, quizás no pueda ser encasillada en el concepto de novela histórica tradicional. Si escribimos literatura, la poesía, el ritmo, cómo hablan los personajes con voces extrañas y gestos que dicen más sobre su forma de pensar y actuar, deben estar presentes para lograr la interacción entre literatura e historia, cuando la frontera se convierte en un fino hilo, casi imperceptible, que atrapa con su magia.
Andrés Trapiello decía: “Poner las palabras por escrito en un libro es, según Unamuno, una “tragedia del alma”, y acaso se escriba por miedo a quedarse uno a solas con su dolor, como si escribir fuese un remedio y no un veneno”. Me he cuestionado en infinitas ocasiones durante el proceso de escritura, si tenía derecho a que los protagonistas narraran en 1ra persona y en un presente histórico. Escuché durante años esas voces que noche tras noche me reclamaban otorgarle el lugar por el que lucharon. Ellos continúan esperando la hora de la justicia después de cumplir las exigencias para abandonar el Otoño e ingresar a la Primavera Eterna: pedir perdón, aclarar conflictos, abandonar pasiones y egoísmos, liberar el alma a otro renacer.
Algunos no conocen el perdón, el arrepentimiento y nunca logran alcanzar la meta para cruzar el puente, incluso muchos retroceden a la playa y el barco espera para acarrearlos al Invierno Infinito. Mi eterna duda es si mi propuesta no es un acto de soberbia y qué derecho o libertad me autoriza a ser la voz íntima de los protagonistas, sentir por ellos, pensar y emocionarme, caer en el abismo del pasado que los atormenta… ¿Quién soy yo para expresar desde mi mirada sus angustias y eternos pesares?
Quizás sea la historia la que juzgue mi proceder, quizás ellos me señalen por atrevida. La verdad siempre triunfa.
“En el principio fue el verbo… Así lo recoge San Juan en su Evangelio. La palabra que conforma el mundo, el nombre que lo explica todo. Puede que no fuera tal, puede que antes del verbo existieran cielos, mares, noche, día, estrellas, firmamento. Pero si nadie sabía cómo nombrarlos, no eran nada, absolutamente nada. Así que al principio fue el verbo, como bien dejó escrito Juan. Y a ese verbo bíblico lo siguieron la épica de Homero, la intemperie y el poder de los dioses, el amor y la guerra que relata la Ilíada y, después el delirio del Quijote, y luego, la soledad de Macondo”. Jesús Ruiz Mantilla.
El “otro cielo existe”.
Susana Merke. Profesora en Letras. UNL. Santa Fe. Argentina
“Que el tiempo sea
un horizonte circular,
que transparente por dentro
para poder verse uno mismo”.
Las otras miradas. ItinerariosMaría Beatriz Bolsi
María de los Remedios me bautizaron, paradójico nombre si pienso en la enfermedad que me acosó desde niña: tisis. Mal si los hubo para esa época cuando las dolencias se curaban con pócimas, brebajes y ciertos bebedizos que llegaban a ese lado del mar. Algún iluminado decidió que con mi primer nombre se invocara a la Virgen, de eso estoy agradecida. Me resguardó por años y después se acobardó de mis desplantes mirando hacia otro costado. No iba a seguir perdiendo tiempo con una niña rica y caprichosa, si tantas Marías de buen corazón necesitaban su amparo; con su eterna misericordia no dudó en acudir a los ruegos.
¡Qué decir! Todo acabó y en este espacio sin tiempo, que los de allá nos obstinamos por nombrar de algún modo ilusorio comienza la temida eternidad. Liberé a muchos de mi presencia y los que me amaron me echaron de menos; creo que antes debí emprender este viaje. No me esforcé por permanecer si ya nada tenía sentido; mis días transcurrían una perpetua agonía sin un horizonte a la vista. Harta estaba de sufrir con esa maldita enfermedad que me acosaba y la soledad cada vez más urgente me convocaba a dejar ese mundo ajeno.
No había luces en el camino ni puertas que se abrieran procurándome esperanzas. A mis grandes amores los había perdido –mi padre y José– y Merceditas estaba en buenas manos para crecer, aunque el tiempo cambiaría el rumbo de sus días gracias a todos los santos que iluminaron a mi esposo.
No puedo dar lecciones y menos con las experiencias que padecí, o quizás –pensándolo bien– las terminé generando, como mujer, al tratar de romper imposiciones en una sociedad patriarcal construida por los que se consideraban superiores vistiendo pantalones y accediendo a espacios prohibidos, para las que arrastrábamos polleras y cargábamos hijos.
En la distancia me veo como un objeto al que podían manipular a su antojo obedeciendo y cumpliendo reglas que no toleraba. Todo se debía hacer para simular: buena, callada, sumisa, esposa fiel y mujer abnegada. Poco me interesaban esas virtudes –si merecen ese calificativo– inculcadas desde que abrí los ojos en aquella Santa María de los Buenos Aires. Lo de “buenos aires” era un calificativo atractivo para los que no la conocían e imaginaban la Reina del Plata.
Primero la familia y el qué dirán; la cuestión era no generar susurros oscuros golpeando puertas y ventanas, para después remontar vuelo por calles tenebrosas y caminos de la Patria hasta llegar a oídos de José.
No había arribado a ese mundo para ser un adorno, un objeto para mostrar como trofeo ganado en batalla; debía construir mis días entre errores y aciertos. No lo dudé y así transité mi corta vida. Sé que primaron las equivocaciones, pero era feliz desobedeciendo. De santa no tenía nada y no me interesaba serlo ni parecer, como otras, preservando nombre y linaje entre cuatro paredes, mientras se bañaban en agua bendita para limpiar infidelidades y traiciones.
La opinión de los demás me tenía sin cuidado; los que verdaderamente me quisieron comprendieron mi actuar. A veces me pregunto ¿si uno supiese de antemano el destino que la espera trataría de hacer mejor las cosas midiendo las consecuencias frente a cada arrebato de pasión y soberbia? Tarde para regresar a aquellos años y edificar otra historia. A los zarpazos ciertas noches conocí la felicidad.
Nací en una época y un lugar extraviado; esa certeza me persiguió hasta este lugar donde se abren puertas que nos enfrentan a la verdad. Los dioses se equivocaron y necesito otra oportunidad para demostrar quién soy en realidad, no aquel ensayo frustrado de mujer que intenté ser, mientras juntaba los retazos de mis días para reconstruirme en cada amanecer.
Allá murmuraban que llegué al mundo para brillar con la piel blanca en extremo y esos ojos inquisidores que no sé de quién heredé. Nunca me interesó saber qué rasgos identificaron a mis ancestros prolongándose por generaciones. Tal vez ahora, esa sea otra tarea que deba cumplir para descubrir con exactitud mi proceder arrebatado, cuando la furia me invadía como sinónimo de un temperamento ambiguo.
Seguramente, alguna extraña sangre había dejado sus rastros y esa fuerza innata me empujaba a imponer mi voluntad contra viento y marea. Algunos vientos pude domar, pero con las mareas no fue sencillo, me arrastraron y revolcaron hasta verme derrotada. Mi espíritu era un mar tumultuoso golpeando rocas en playas desiertas; nunca hallé las respuestas que buscaba y él me terminó impulsando a ingresar en las más temibles profundidades de las que nunca pude regresar. Sé que alimenté odios y rencores durante esos tristes días que me faltaban para arribar a este Otoño.
Desembarcar aquí no fue sencillo con esa tempestad cargada de espanto, los árboles desnudos lamentándose entre quejidos agónicos, el frío del Invierno que empujaba para llevarme a su territorio, y la soledad que abatía arrancándome la piel hasta meterse en los huesos.
Las primeras lecciones fueron duras, un arduo camino de espinas por transitar, un páramo sin amaneceres y la tierra calcinada fue la bienvenida. Sólo los fuertes de espíritu permanecimos en una lucha constante por demostrar quiénes éramos en verdad. Creí que me hundiría en el abismo, ya no soportaba la angustia que me consumía y retrasaba mis pasos acercándome cada día más al barco del que había descendido. Si regresaba a él era el final, eso lo tenía claro en mis desvaríos con pausas de lucidez...
Entre sombras persiguiéndome sin tregua descubrí cuál era el secreto para avanzar; comprendí que en el reencuentro con uno mismo estaba el examen cotidiano de regresar y regresar a la otra vida; atrapé instantes negados apropiándome de ese tiempo sepultado para escarbar mi proceder... tiempo, palabra vacía en este territorio, aunque es el único capaz de darnos respuestas y nadie puede huir de los errores consumados.
No puedo negar que fui la consentida de mi padre y con esa fragilidad blanquecina manipulé pretensiones y antojos. Siempre me defendió a pesar de reconocer mis deslices y así, en un frenesí de pasión, terminé eligiendo mi destino. Yo puedo dar fe del libre albedrío del que hablaban los libros que llegaban a mis manos; esa fue mi meta, aunque todos me señalaran con el dedo para desgracia de la familia.
Poco o nada me afectó imponerme al matriarcado de Tomasa –a veces el miedo me asaltaba ante su figura enérgica–, mujer de alcurnia que sólo se rodeaba de apariencias y el “qué dirán” de sus amigas acartonadas, vacías de sentimientos. Sin dudarlo, busqué la complicidad de Antonio y así nos unieron caminatas de sábados por la mañana hasta la Plaza del Fuerte con sus puestos de vendedoras y talleres artesanales; secretos endulzados con prohibidos pastelitos derramando miel entre lágrimas que lo arrasaban, como hombre, cada vez que asomaban para suplicar. En la Recova y con mi padre fui feliz.
“Esta sangre de América insumisa
por donde un indio anima y es fecundo
el negro vientre de mi madre amada,
alienta el corazón con que lo sigo”.
“En las vísperas”. Una vida a contramuerte.
Julio Luis Gómez
La primavera asomaba en la zona sur y comenzábamos ansiosos a contar las verdes hojas de los ombúes, que brotaban con parsimonia para traernos alivio en los veranos de calor asfixiante. Y esa humedad pegajosa atrayendo alimañas y un grosero malhumor era el castigo que pagábamos por la cercanía de El Plata y su puerto desdichado.
Esa imagen de miseria descarnada con voces extrañas y distintos colores de piel, que trataban de hacerse de algunas monedas para subsistir, nunca se borrará de mi memoria. Éramos eso y nada más, una aldea plantada en el barro con ínfulas de Capital de un virreinato que pocos conocían, pero muchos ambicionaban dominar. ¡Cuánta sangre correría hasta llegar a ser una gran ciudad en un territorio rompiendo lazos que lo esclavizaban!
De niña prefería los inviernos sentada frente a la ventana del gran salón que daba a la calle y allí pasaba horas en silencio registrando todo lo que ocurría puertas afuera. Mi cabeza tejía fantasías, para luego transformarlas en historias extraordinarias con lo que mis ojos avispados habían atrapado.
Y las tertulias de los Escalada –quién no murmuraba sobre lo que ahí acaecía– todos rogaban ser invitados a la casona de la Santísima Trinidad, con su ancho balcón sobre la puerta de ingreso custodiada por rejas forjadas y las tejas oscuras asentadas sobre duras maderas. Participar de ellas era formar parte de discusiones exaltadas sobre las ideas liberales que llegaban de Europa, aventurar el futuro de las Provincias Unidas y decidir a qué bando se pertenecía por principios o conveniencia.
Toda una experiencia era escuchar a escondidas y con mi corta edad esos debates, cuando poco comprendía de política, comercio, reyes y Madre Patria, pero el tiempo se encargaría de hacerlos resurgir para enjuiciar aquellos dichos y tomar partido.
Viví una niñez de cuentos de hadas entre espejos venecianos, alfombras europeas y cuadros traídos especialmente de Quito y el Alto Perú, para engalanar paredes y pisos. ¡Cuánta superficialidad vacía de solidaridad y respeto por la miseria que nos rodeaba!
Y pensar que éramos fervientes católicos cumpliendo a rajatabla los ritos que la iglesia ordenaba. Nada se discutía, limosnas generosas para expiar pecados, ganar el cielo y el buen nombre en primer lugar. ¡Cómo dilucidar la verdad!, si era demasiado pequeña para advertir esa división marcada a ultranza entre ricos y pobres, negros y blancos, esclavos y libres.
Hipocresía es la única palabra que encuentro para definir ese miserable actuar. Ahora, me pregunto si a esa iglesia realmente le preocupaban los pobres o eran la excusa para recaudar fondos, que nunca llegarían a los olvidados en los rancheríos y la ignorancia.
Todo transcurría dentro de la normalidad instaurada, y pienso en mi torpe inocencia creyendo que nacíamos con un lugar asignado sin poder elevar quejas o lamentos. No se elegía, el destino lo había decidido, algunos llegaban con una estrella que los guiaba y otros, estrellados contra el piso para cargar la cruz.
Admiraba la pobreza digna, esa que se amasa con sacrificios para nunca torcer los valores enseñados desde la mansa cuna de la desventura. Ser honrados era palabra mayor, decía de la sangre que portaban con orgullo sin importar el color de piel, caminar con la cabeza en alto, dar ejemplo de dignidad frente a los “señores”, tener la conciencia tranquila de que lo poco que se ponía en la olla era fruto del esfuerzo y no de la limosna mezquina, el trabajo sucio por encargo o la mala vida. Ahora sé que ellos merecen la Primavera Eterna para compensar el abismo en que estaban enterrados.
Si todavía me parece ver a las mulatas con las canastas desbordando empanadas y pastelitos, mientras bamboleaban sus cuerpos hechiceros rumbo a la Plaza de la Piedad; y esas voces que se perdían en las calles alejadas entonando coplas fogosas para atraer oportunos clientes: “Empanadas bien sabrosas para los buenos mozos. Empanadas bien calientes para todos los valientes…” Regresar al anochecer con las canastas vacías por la misma calle transitada cuando el sol despuntaba, significaba alimento para la familia por unos días y así paliar la hambruna.
Pienso y no dejo de asombrarme en la tozudez que me gobernaba; de ella me nutrí para sacar coraje siendo aún niña y rechazar sin disimulos al candidato –según mi familia– ideal para contraer matrimonio. Peregrinaba entre emociones confusas y solía volverme lejana, cuando me asediaban pensamientos turbios acompañados de extraños personajes, cuyos rostros eran difíciles de identificar.
A veces, los asociaba con algunos que llamaban mi atención por sus pasos aletargados y miradas perdidas recorriendo la misma calle, al amanecer, de tarde y por la noche, para descubrir en algún rincón el mañana ausente.
Los días transcurrían con noticias que encerraban a mi padre en su escritorio por largas horas, para pensar y tomar decisiones en tiempos revueltos que ya se habían instalado como habituales. Mi madre exigía silencio y no molestar a Antonio; ya no había caminatas de sábados por la mañana a la Recova, su niña –según las mujeres de la casa ya estaba preparada para merecer un esposo–.
Yo seguía en mi mundo de ilusiones enlazadas con ingenuidad y era difícil comprender qué sucedía puertas afuera de la casona, en las reuniones de los cabildantes, entre los nuevos grupos reclamando otro gobierno, y escuchando sobre extraños hombres que desembarcaban con ideas y planes cada vez más difíciles de llevar a la práctica.
La transición de niña a mujer la viví como un espanto; abrí los ojos cierto día y descubrí allá por comienzos de1811, que la Revolución de Mayo sin haber cumplido un año de vida, se derrumbaba entre calles malolientes y paredes de barro –olvidaron fortalecer las bases para sostenerla y hacer de ella un proyecto duradero–, ahora lo veo con claridad.
Todos se creían con derecho a mandar y el proceso revolucionario iniciado corría serios riesgos de sucumbir ante el poder de España, para terminar hundidos en la dominación eterna sin llegar a abrazar los sueños de libertad.
Esos malos augurios invadían casas y plazas; las puertas se cerraban a la calle evitando el ingreso de los murmullos que el viento del sureste traía del puerto; allí todo se sabía a primera hora y de fuentes certeras. Con cada barco que arribaba las noticias eran un hervidero de voces augurando lo peor, sembrando cizaña y desalentando el difícil camino que debíamos peregrinar.
Al escuchar esa posibilidad cada vez más inmediata de caer nuevamente bajo el poder absoluto de los españoles temblaba como una hoja; ahí fue cuando me prometí estar alerta a los comentarios y chismes que traían los criados de su recorrida por la aldea. Ellos fueron los primeros en contar que su apreciado Belgrano, a quien seguían con respeto y admiración, había sido derrotado en el Paraguay. Lágrimas vi correr por esos rostros endurecidos por el dolor, mientras elevaban plegarias a sus extraños diositos.
No todo terminaba ahí, ya que, con opiniones encontradas y acusaciones de todos los colores entre los miembros de la Primera Junta, nos despertamos allá por junio con el invierno haciendo estragos, para aceptar sin remedio que el Ejército del Norte había sido despedazado en Huaqui.
Las derrotas se sumaban y ansiosos esperábamos a los chasquis trayendo los últimos partes, que exasperaban los ánimos de los hombres en el gobierno. Todos tenían los días contados en sus altos cargos y cada fracaso les acercaba la puerta de salida del Cabildo. Gobernar era un compromiso con más sinsabores que logros para permanecer. Por desgracia, Buenos Aires estaba sitiada y la flota de Montevideo amenazaba con una posible Expedición Realista, que pronto se haría presente entre nosotros, para aplastar a los insurrectos.
No quedó apelativo grosero sin que nos adjudicaran, y el desasosiego consumía los días desde que abríamos los ojos –si el sueño nos había vencido durante la noche–, entonces con algún mapa precario sustraído del escritorio de mi padre me sentaba en la cocina con los sirvientes –todos prendidos como moscas alrededor de la mesa–, para tratar de entender dónde estábamos y cuáles eran nuestros cercanos invasores.
Un mapa era para ellos un misterio y con paciencia marcaba países, mares y océanos que les mostraban la magnitud de un mundo ignorado, el lugar de donde provenían sus ancestros, el largo recorrido realizado durante meses por alta mar para terminar siendo moneda de canje en los precarios puertos de las nacientes colonias americanas.
Cierto día nos desayunamos conque los portugueses se aprestaban a iniciar su invasión a la Banda Oriental, y mirándonos a los ojos todos pensamos lo mismo: con ellos no nos faltaba la visita desagradable de ningún extraño y menos mal que estos estaban en Brasil y los considerábamos nuestros buenos vecinos.
Todos los ambiciosos se habían acercado para doblegarnos; sin rendirnos la esperanza aparecía al mirar al otro lado de la cordillera, donde también había comenzado un proceso independentista que pronto necesitaría el apoyo de nuestros hombres.
En un santiamén nos pusimos al corriente que se establecía una alianza militar y política entre ambas revoluciones, la argentina y la chilena. Poco entendíamos del tema, pero alcanzaba para encender una luz con el auxilio del pueblo hermano en marcha. Entre rumores llegó la noticia de una Expedición Auxiliadora cruzando hacia Mendoza en apoyo de la Revolución de Mayo con más de trescientos hombres, entre infantes y caballería.
Con los nervios revolviéndonos el estómago anhelábamos la llegada, como si ellos fueran los enviados de los cielos, y ese día glorioso salimos a la calle para recibir a los atrevidos chilenos entrando a Buenos Aires. Con orgullo venían a resguardar a la Capital del Virreinato del Río de la Plata, sosteniéndose en pie frente a todo aquel que pretendiera usurpar sus logros libertarios.
Recuerdo nuestra euforia aplaudiendo con fervor al patriota Juan Martínez de Rozas, bajo cuya iniciativa fue enviado aquel grupo, el que también recibió el nombre de Tropas Disciplinadas de Penco. Nadie dudó en albergar en ellos la máxima confianza y se les confió el cuidado del polvorín de la ciudad, entre otras tantas actividades realizadas para afianzar nuestros derechos.
Me parece estar leyendo el parte del Cabildo informando la buena nueva que nos ayudaba a seguir creyendo:
“El 14 de junio de 1811 entraron en esta capital trescientos y cuarenta y tantos hombres de tropa entre dragones e infantería, todos uniformados y armados, mandados para ayudar a defender esta ciudad de algún enemigo, por nuestra hermana e ilustre ciudad de Santiago de Chile, a cuya excelentísima junta, ciudad y reino, ha quedado esta capital del Río de la Plata muy agradecida, y en prueba de ello ha recibido sus tropas con las demostraciones más sinceras de alegría”.
Es difícil aún hoy, esclarecer todo lo que ocurrió después de ese bendecido Mayo de 1810, unos pocos meses habían pasado y no teníamos un día de paz; hay veces que se me oscurece la memoria entre tantos sucesos desfavorables en distintos frentes. Mi pobre cabeza necesita un descanso, respirar aire fresco y caminar un largo rato, para continuar mi tarea de reconstruir una historia manipulada por los vencedores tratando de borrar aquel escenario plural.
Nadie duda que recibíamos las borrascas de la ruptura del imperio español en las colonias americanas, las iniciativas de un gobierno joven e inexperto, y para colmo de males, debíamos agregar los conflictos sociales y regionales esperando la ocasión para los reclamos.
“Lo ha esperado tantas madrugadas
para preguntarle por qué está rota
esa amistad que los llevó a ser huella
de un mismo roble en la mañana”.
XVII. Historias del encierro. Cuadernos y palabras. 35
Miguel Ángel Gavilán
Y después de lo padecido en esa tierra, donde todo era incertidumbre y traición, llegar aquí...
Eternas horas sin tiempo sufrí con esa tempestad que me dio la bienvenida, mientras trataba de mantenerme en pie entre nubes estallando como en el fin de los días. A la soledad y el espanto se imponía un aguacero de aquellos para el olvido que me sumergió en la angustia de saberme desamparada.
A tientas y con pasos cortos era una paria andrajosa entre espasmos y lágrimas. Extrañas imágenes me acosaban en mí deambular sin derrotero hasta hallar un espacio más calmo que me acogiera. Rostros desesperados me perseguían y manos hambrientas trataban de arriarme hacia la costa. El barco aún esperaba en puerto recuperar a los que habíamos descendido; no se resignaba a partir sin los elegidos para bajar.
Debí soportar durante días y noches oculta en una cueva hasta verlo soltar amarras y lentamente desaparecer en el horizonte. Con cierta intuición entendí que debía comenzar un recorrido para internarme en mi nuevo espacio; agobiada empecé a transitar una senda que consideré apropiada y por suerte no erré en mi decisión.
Con tardanza descubrí que el paisaje alternaba sus tonos negros y temerosos por otros más amables a la mirada. Estaba en ese Otoño tan próximo al Invierno y no podía esperar nada demasiado acogedor; eso llegaría, con suerte, si perseveraba y crecía humanamente. El desafío era una batalla difícil de ganar pero estaba dispuesta a vestirme de soldado, como debí hacerlo tantos años atrás, para participar en ella de pie y frente al peor enemigo: mi otra vida.
Entre caminatas y descansos al amparo de algún árbol, que preservaba su perenne follaje, escuché a un grupo de hombres discutir… con sólo oír la palabra “orientales” me hice la distraída rondando el lugar para buscar abrigo y estar atenta. ¡Cómo se extraña ese pedacito de tierra que nos perteneció y no supimos cuidar con dignidad y respeto! Se me crispa esta piel reseca con sólo pensar en las decisiones equivocadas de los soberbios que creían saberlo todo, y así nos fue.
Sus voces enardecidas referían hazañas y con orgullo de bravos provincianos repetían, que la sublevación de los pueblos rioplatenses acarreaba raíces desiguales y antiguas. El mayor de todos y quizás el más admirado, afirmaba que no nació como un levantamiento casual haciendo correr la voz pronunciada por otros, para tomarla a vuelo de pájaro haciéndola suya.
De eso sabía mucho, porque desde pequeña escuchaba detrás de las puertas las discusiones acaloradas de Antonio con los considerados ilustres Patricios, visitándolo a diario para buscar soluciones inmediatas a un entorno hostil que los abrumaba. Todo se venía tejiendo en una trama concisa durante inviernos eternos y veranos sin respiro, para que llegado el otoño o la primavera algunos hombres se apropiaran de lo largamente pergeñado y lo llevaran a cabo sin más rodeos.
A cada instante aprendo y así me entero, que la prueba concreta al desafío planteado por aquellos varones estaba en el territorio oriental, cuando los españolistas de Montevideo encabezados por el virrey Elío declararon la guerra al gobierno de Buenos Aires en febrero de 1811. Hasta nuestros hermanos se levantaban en armas contra la aldea hundida en el fango con ese puerto desafortunado y afligido.
Con presunción repetían que el “Grito de Asencio” dio inicio a la revolución en la Banda Oriental –hecho signado por el hartazgo– liderado por dos caudillos regionales Viera y Benavides. No faltó el que agregó, para que quede bien claro, que el Capitán de Blandengues, José Artigas, había desertado de Colonia el 15 de febrero alistándose en las filas revolucionarias de Buenos Aires. ¿Quién podía dudar de su adhesión al gobierno de la otra orilla?
Siempre fuimos hermanos y aún en estos tiempos eso nadie se atreve a discutirlo. La separación fue una circunstancia errónea y caro pagamos haberlos perdido, si nos siguen uniendo la sangre, las costumbres heredadas de los primeros atrevidos pisando esas tierras, el mate amargo, la música que hermana y los ideales nacidos de las entrañas, que jamás dejaron de clamar libertad y justicia.
Escucharlos era estar cerquita de mi tierra y esas voces con su tonada rioplatense, endulzaba mis amargas horas. Me aproximaba al grupo para retener gestos y expresiones para de esa forma no perderme detalle de lo contado. Necesitaba saber, y allí aprendí que esa asonada del interior traducía el rechazo a la tutela de Montevideo, donde primaba el monopolio colonial, la contribución obligatoria y opresiva, junto a las “partidas armadas”, que arrasaban el interior tratando de disciplinar al ámbito rural.
Bueno, de que me iba a extrañar si por mis provincias todo era igual, mientras los engreídos porteños con esos ojos cargados de lujuria no dejaban de mirar expectantes los acontecimientos, que creían fortalecer a la Junta surgida en Mayo de 1810. Los intereses personales cegaron su visión, para convertir los proyectos de una Patria Grande en caudalosas fortunas individuales devoradas por presumidos herederos durante largas generaciones.
No lo puedo negar, la intriga me obligó a imaginar un plano donde ubicar concretamente el lugar de la revuelta –poco instruida en geografía siempre fui– y más teniendo en cuenta que muchos sitios cambiaron sus nombres, para recordar sucesos que la historia fue señalando.
El acto de rebeldía se produjo a orillas del arroyo Asencio, en Soriano, y aquellos valientes reunidos y armados avanzaron sobre la villa de Mercedes. Escucho que Artigas se enteró de la existencia de la protesta armada estando en territorio argentino. Imposible perderse semejante oportunidad frente a la urgencia de una tierra libre, y el momento propicio al alcance de la mano lo llevó a unirse con ese empuje que sólo los grandes pueden sostener.
Los caudillos locales movían vínculos y redes emprendiendo la defensa de la región, –sabían que era la antesala para ingresar al antiguo virreinato– y despertando a vecinos y pobladores convocados no dudaron en elevar un alzamiento, que culminó con la toma de Mercedes y la revuelta de los pueblos de campaña. Viera diría después, que fue imposible contener la energía libertaria de aquella montonera.
Me apasiona escucharlos para revivir la furia y el cansancio de los orientales del interior que no dejaron pasar por alto esa oportunidad; ese grito de agotamiento obligó a don Gervasio, el que después se convertiría en primer Jefe de los Orientales y en el caudillo de la causa federal, a marchar durante tres semanas para regresar a sus pagos. Me parece verlo en la prolongada cabalgata por el litoral, cuando su presencia provocaba constantes adhesiones a la causa, que brotaba de las tripas entre gritos de euforia y era empujada por el viento a los montes ribereños.
No caben dudas y lo sigo admirando a ese intrépido caudillo sembrando semillas de libertad para recogerlas a corto plazo. En Montevideo las paredes temblaban ante aquella realidad observada con gran preocupación. Y no faltaban los murmullos recónditos: “Cada pueblo por donde dejaba sus huellas, quedaba exaltado y en completa sublevación”.
Entre voces fanáticas escucho repetir que existía una sola verdad le guste o no al virrey y sus seguidores, en la Banda Oriental la rebelión contra Montevideo se propagaba surgiendo por todos lados montoneras, sumando insurgentes. Los cabecillas se disputaban el mando respetando las pequeñas victorias, mientras Artigas planificaba con gran lucidez el momento en que se convertiría en “Jefe de los Orientales”. Este osado líder, ni lerdo ni perezoso, allí comenzó a organizar con perspicacia la libertad merecida de las antiguas provincias del virreinato, y si prestamos atención a su proclama no podemos dudar de sus propósitos:
“Un puñado de orientales, cansados ya de humillaciones, había decretado su libertad en la villa de Mercedes: llena la medida del sufrimiento por unos procedimientos los más escandalosos del déspota que los oprimía, habían librado sólo a sus brazos el triunfo de la justicia. (…) Así se verificó prodigiosamente (…) la victoria del 28 de febrero de 1811: día memorable que había señalado la Providencia para sellar los primeros pasos de la libertad en este territorio, y día que no podrá recordarse sin emoción, cualquiera que sea nuestra suerte”.
Ellos continuaron conversando y rememorando las páginas del libro que escribieron con sus actos de bravura; yo retomo mi peregrinación con mis pasos tardíos hablando de dolor. Ese dolor intenso que atraviesa mi pecho con sólo pensar en el triste final de aquel hombre federal hasta la médula, traicionado y perseguido por el Pancho hasta su exilio en Paraguay. ¡Cuánta tristeza debe haber padecido por largos años esperando la muerte!
Lo protegió como a un hijo para convertirlo en su brazo derecho y futuro heredero de la causa. Soberbio como pocos, Ramírez nunca entendió que con su juventud obedecer era sinónimo de aprender. El diablo metió la cola y apareció el Brigadier para torcer los destinos de esos dos grandes hombres que hubieran cambiado el devenir de los días.
Y siempre tornamos a lo mismo, la ambición, el poder, las malas lenguas llevando veneno para generar el caos y romper alianzas firmadas con sangre y honor. No es fácil mirar atrás y ver las oportunidades perdidas con el enemigo acechando, para aprovechar la herida sangrando y la debilidad humana. Nadie pedía perdón; esa palabra no existía, desestimaba la hombría y significaba humillarse frente al otro. Mejor avanzar y destruir al que ayer se sentó a mi mesa y confió en mi honradez.
Estoy tiritando de frío o quizás sea la angustia que recorre mi cuerpo; busco un tronco caído y a duras penas logro sentarme. Se aquieta mi espíritu y allí aparece ese pasado turbulento. Tarde, pero la justicia suele comparecer a paso cansado por aquellas tierras, y más aun desempolvando del olvido la verdad sepultada por la historia liberal inaugurada por Mitre y López.
La leyenda negra sobre Artigas no prosperó y lo recuperó de su sepulcro amargo la memoria de un pueblo que le otorgó la condición de “héroe nacional” con una trascendencia que venció los días y las noches más agrias de la historia.
Aquellas manos negras rioplatenses no pudieron opacar su figura y las voces se aunaron para defender al “hombre” que fue el fundador del federalismo en el Río de La Plata. Su obsesión emancipadora conoció el infortunio y las traiciones, sin embargo jamás aceptó los deshonestos ofrecimientos que recibía a diario para torcer sus proyectos.
Su objetivo era formar parte de esa nación que pretendía dar los primeros pasos y nunca su mirada fue separatista, al contrario, se propuso fortalecer su provincia defendiendo con tenacidad la autonomía de las tierras que aspiraba ver unidas y libres.
¿Y qué puedo decir de su condición humana?, si nació en Montevideo y la Revolución de Mayo lo encontró con 47 años, estanciero y militar. Conocía el campo como las arrugas de su piel por las tareas que desempeñaba, por ser integrante de la policía rural defendiendo la campaña de las incursiones de indios, portugueses y contrabandistas.
Sólo deseo agregar que recorrió durante 20 años las cuchillas orientales para sumar experiencia, convicción y empeño en proteger el territorio que pisaba con honradez y orgullo. Nadie puede discutir que el renombre de caudillo fiel se lo ganó sin honores ni medallas, sólo con la certeza de que su gente lo necesitaba y confiaba en las decisiones que tomaba.
El olvido, al igual que con mi José y Martín Miguel fue por largos años su condena y no evito derramar lágrimas si pienso en su austeridad y discreto pasar. Fiel a Buenos Aires, colaborando en las invasiones inglesas sin que le tiemble la mano, y durante las campañas vistiendo sólo una levita azul con botones dorados sobre la cual ceñía el sable. Nada de uniformes militares y ostentación de grados, sencillamente uno más defendiendo lo que correspondía, si la pobreza y el hambre asolaban cada sitio donde plantaba sus botas.
Mal que le pese a muchos fue el caudillo de mayor prestigio en el litoral argentino, que con inflexible voluntad se encargó de dar grandes disgustos a las autoridades porteñas. Su carisma levantaba las masas e infundía ese aliento popular revolucionario, que pocos tienen el don de sembrar, derecho que le permitió ser el primero en exigir la independencia de las Provincias Unidas, después de largos años de librar batallas contra el enemigo externo acosándolo y el poder centralista de Buenos Aires ordenando absurdas maniobras, para quedar bien con Dios y el Diablo.
¡Cuántos debieron imitarlo!, prefirieron desviar el rumbo, bajar la cabeza y buscar el rédito personal. El Invierno los esperó con los brazos abiertos; no existió otra posibilidad, aunque los lamentos agónicos se escuchen desde aquí.
Si algo definió a don Gervasio fue la lucidez asombrosa que jamás extravió sus ojos de los dos grandes objetivos perseguidos: emancipación y federalismo. Entrañablemente nacionalista practicó un poder sincero y auténtico, donde cada acto de pronunciamiento daba una señal al paisanaje de la campaña, que alerta se preparaba para seguir a su jefe indiscutido.
Todos sabían de los sobornos a los que estaba expuesto, sin embargo conocían esa estirpe que nadie torcía y con fervor festejaban sus cuestionamientos al Triunvirato, al Directorio y a todo gobierno que surgía para desparramar decepción y desconfianza. Ese terruño que amaba, defendía y lideraba era el abrigo de infinitas familias buscando su amparo, mientras huían de los portugueses y de las amenazas del poder español. Él estaba ahí dando soplos de esperanza, infundiendo respeto y cultivando memoria. Eso no tenía precio y la voz del pueblo se impuso a esa otra historia que trataron de forzar.
Muchos de los que caminan por aquí tienen presente la imagen que ningún tiempo pudo ensombrecer, cuando una numerosa peregrinación caminaba a su lado por la costa del río Uruguay dejando en los poblados algunos viejos para esperar la muerte.
Fueron miles de hombres, mujeres y niños arreando lo poco o casi nada que tenían para cruzar el río e instalarse bajo los palmares del arroyo Ayuí. Por esos días ya habían decidido nombrarlo Protector de los Pueblos Libres, después de haber parido en carne propia el abandono y la traición.
Tenían presente los rostros de los enviados por el gobierno porteño como el de ese Sarratea, hombre oscuro que tuvo el coraje de llamarlo “traidor”, siempre esparciendo discordia para desprestigiar la imagen hasta hundirlo. A ellos no los engañaban los señoritos con falsas promesas, pero lo lamentable fue que poco a poco estas presencias endurecían el carácter de su líder, para tornarlo precavido al extremo, receloso y huraño. En algunos podía confiar y cada vez se achicaba el círculo.
Me sigue doliendo el alma si pienso que sólo cuatro personas acompañaron a la tumba los restos de quien fuera un ilustre caudillo del Plata. Ni siquiera un mísero cortejo fúnebre después de treinta años de expatriación, en la más absoluta pobreza y el mayor desamparo.
Eligió el lugar para morir, se negó a regresar a su tierra a pesar de los pedidos que recibía y vivió hasta el último día de limosnas en los arrabales de Asunción en una chacra, viejo, solo y con sus recuerdos de gloria y eternas hazañas.
En mi estado de extravío la noche se acerca con una luna difusa y solitaria dispuesta a custodiarme. No será fácil encontrar compañía en este tiempo sin tiempo donde soy nadie. Descansar, si lo logro, será un alivio y las primeras luces del alba me hallarán más serena para afrontar la adversidad.
“Y nosotros tan lejanos
sostenemos una palma
del mundo”.
La belleza del mundo. 7.
Jorgelina Garrote
Me acurruco como un ovillo, cierro los ojos, pero los espíritus convulsionados que abundan en este territorio confuso, me acechan aguijoneando con su presencia para alterar el sueño que no puedo alcanzar. Temo que con el correr de este tiempo se torne costumbre; me desespero en la oscuridad intensa como un abismo; escucho una voz interior: “el tiempo lo construye cada uno con sus logros”. Poco entiendo y necesito comprender las reglas del juego si quiero participar.
Este es un espacio de sanación íntima con metas a cumplir, logradas ellas avanzamos unos pasos; el secreto está en saber escuchar para comprender al otro, aprender a mirar para ver lo que negamos con vanidad, y así descubrir que todos somos iguales con los mismos derechos y obligaciones para conquistar la verdad.
La permanencia es una cuestión personal, algunos rondan por aquí hace una eternidad entre sombras que se agrandan y luces que se esfuman. Me propongo caminar hacia los destellos que me conducen a un grupo de mujeres, por el tono de sus voces parecen uruguayas. Detengo mis pasos y decido prestar atención a lo que conversan, así me pongo al corriente de temas ignorados como los largos debates sostenidos por los diputados orientales representando a los pueblos del litoral. Debían llevar una propuesta final a la Asamblea del Año XIII y ante el asombro de lo que advierto, mi interés por saber lo ocurrido me alarma.
La más anciana explica con sabiduría: “Aquellos hombres cruzaron el río documento en mano y como era de imaginar no fueron bien recibidos. Sin vueltas, exigían la declaración de la Independencia, la organización de un sistema federativo y la designación de una capital que no fuera Buenos Aires, entre otros puntos que molestaron en exceso.
Fue claro el rechazo a la iniciativa propuesta por aquel grupo de asambleístas; el resto de los participantes se sintieron ofendidos y perjudicados en forma absoluta, y de buenas a primera, como mayor castigo, impidieron a los artiguistas integrar la representación. A eso se sumó la represión ordenada por Buenos Aires a las costas del río Uruguay durante todo 1813 de modo sangriento y prolijamente organizado. Venganza con mayúsculas a los atrevidos que los desafiaron.
Todo se volvió tenso, cuando pesaron más las intrigas diplomáticas y la idea de anarquía; sin dudarlo llamaron bárbaros a los opositores a la política instaurada por los dirigentes porteños. Para completar la situación, no olvidaron declarar infame, traidor y enemigo de la Patria a don Gervasio, poniéndolo fuera de la ley como a un bandido. Los traidores abundaban y la oferta era tentadora; cualquier infiel se vendería a cambio de la recompensa ofrecida por su captura vivo o muerto”.
La indignación de estas mujeres, que acompañan mi aflicción, me acerca al dolor contenido durante décadas y aún brota de su piel. Cerrando el tema, una de ellas aclara, que el único propósito perseguido por los que decían ser hermanos era alejar a Artigas de los pueblos de Entre Ríos y Corrientes, donde se proponía izar la bandera artiguista en nombre de la Independencia. Llegado el momento terminaría con el sitio de Montevideo y se llevaría los laureles.
Me levanto acomodando mis débiles huesos y comienzo a andar entre aturdida y sorprendida; a pesar de lo escuchado recuerdo, que sus mayores días de gloria los vivió allá por 1815, cuando su figura iluminaba las cuchillas entre el Paraná y el océano, entre el río de la Plata y el Matto Grosso.
Perseverancia se puede llamar a su construir sin ser sometido, para derrotar una política incrédula en el poder del pueblo dudando ante el proceso emancipador, mientras la tierra clamaba libertad. Ignoraban, adrede, la triste realidad de las provincias, que decían gobernar, entre negociados azarosos y papeles consumidos en la hoguera, para no delatar los abusivos pactos firmados.
Hay frases que permanecen en la memoria como ley que se defiende a lo largo de generaciones y ese mensaje fue constante: “La Banda Oriental estádispuesta a formar parte de las Provincias Unidas del Río de la Plata con iguales derechos a todas las otras provincias y en pleno goce de sus facultades”.
No debo olvidar que el Congreso de Tucumán evidenció la ausencia de todas las provincias bajo el dominio artiguista; poco importó el vacío a los congresales, que veían una marcada separación de hecho entre el litoral y el resto del territorio.Para Artigas no fue un problema mayor y no se detuvo; sancionó leyes bajo su jurisdicción, repartió tierras con el criterio de que “los más infelices serán los privilegiados” y no dudó en incluir en el reparto a “los negros libres, los zambos, los indios y los criollos pobres”. Completando su obra creó escuelas y bibliotecas para que “sean los orientales tan valientes como ilustrados”.
Quizás sea infinito todo lo que pueda decir sobre este hombre, aunque mi mayor deseo es encontrarlo en alguna de las sendas que recorro y sentarme a escuchar su versión de los hechos. Ese sería un premio que no creo merecer.
Este Otoño comienza a dar señales, sólo debo aferrarlas con mis manos inquietas para apropiarme de la verdad. Entre sueño y realidad escucho una canción que muda mi estado de ánimo; una voz grave y diáfana de alguien arribado a este paraje hace no demasiado tiempo se presenta para acompañar a los compatriotas. Dicen que don Alfredo se atrevió con sus versos y su música a contar lo que otros silenciaron; acá todos lo respetan por su porte varonil y contenido, mientras camina... canta con ese vozarrón intenso y dulce que nadie pudo imitar.
Nada calló de ese país que lo vio nacer y crecer, para encontrar la muerte al regresar del ostracismo en que lo sumió un exilio devastador con la melancolía devorándole el corazón. Defendió ideales para ser la voz del canto latinoamericano enmudecido entre cuchillas y amaneceres que lo tiene como referente indiscutido. El título de la canción anticipa su pensamiento, que en lo más íntimo es una enseñanza para los hijos de los hijos:
“Adagio en mi país”
En mi país, qué tristeza, / la pobreza y el rencor.
Dice mi padre que ya llegará / desde el fondo del tiempo otro tiempo
y me dice que el sol brillará / sobre un pueblo que él sueña
labrando su verde solar. / Tú no pediste la guerra,
madre tierra, yo lo sé. / Dice mi padre que un solo traidor
puede con mil valientes; / él siente que el pueblo en su inmenso dolor
hoy se niega a beber en la fuente / clara del honor...
Un profundo escalofrío recorre este espanto de huesos que me toca cargar, no dejo de embelesarme con lo que acabo de escuchar. Con un sentimiento insondable Zitarrosa nos deja una lección para todos aquellos que perseguimos la libertad y la justicia. Recurre con sabiduría a palabras como “pobreza” y “rencor” como males perdurables, que tiñen de “dolor” y sangre a los pueblos sumidos en constantes enfrentamientos.
No se olvida de la madre tierra que jamás pide la “guerra”; son los hombres hundidos en sus ambiciones los que destruyen, los traidores esparcen odio para destruir el “honor”. Con firmeza de oriental apuesta a un futuro con hermanos alertas que no están dispuestos a dejarse vencer. Es el “pueblo” soñando con cantar una “canción de paz” en cada amanecer. Sólo ese pueblo, que no olvida, es el dueño del destino construido en su andar, con un “canto vibrante” y “una llama encendida” grita “adelante”.
“Pronuncio
tu nombre
y se desliza
desde mis raíces
hasta el gris
rugoso
de las piedras”.
Tiempo de Almendras.
Zunilda Gaite
Si no me equivoco entre tantas idas y venidas, estaba reconstruyendo otros episodios de aquella Buenos Aires y será mejor que regrese a ellos, para cerrar las ideas que quedaron vagando cuando me desvié del camino…
Los meses transcurrieron con avidez y como nada puede ser eterno, por abril de 1813 las noticias de un desembarco realista en Chile convocaron con apremio a aquel grupo de hombres. Pidieron ser liberados de sus obligaciones para retornar a su tierra natal y defenderla como ellos sabían. Su Chile los esperaba con una nueva misión y así partieron los que durante dos años nos cuidaron en esas sombrías horas de nuestra frágil sublevación.
Por aquellos días, mi cabeza estallaba entre decisiones desacertadas que pronto eran revocadas por otros con mayor poder. Poco entendía del asunto, aunque el aire enrarecido traía una tufarada con olor a juego perverso entre autoridad y ambición, donde cada uno trataba de salvarse cuidando bienes y protegiendo familia.
Sólo deseaba sumergirme en los libros y viajar a través de ellos para huir de esa realidad que me asfixiaba, sin embargo con mis frágiles trece años ya estaba pedida por el Teniente Coronel Gervasio Dorna, del Regimiento de Patricios, para contraer enlace.
¡Me parece todo tan absurdo!, las opciones, llegada esa edad, eran dos: matrimonio o convento; nada por discutir, esa cuestión de hablar y hablar era cosa de adultos y sobre todo de madres como la que me tocó en suerte.
Creyeron que me casarían sin estar enamorada del hombre con quien compartiría una vida –me hacía la distraída, pero no lo era–; ya había aprendido que ese paso era decisivo y lo debía dar sin equivocarme. Llovieron amenazas y prohibiciones para doblegarme; sé que ahí brotó la mujer que deseaba ser, aunque después los tiempos se tornaron cada vez más sombríos y al deseo se lo tragó la pena.
Eso creían –pobres tontos– que justo yo, con esa rebeldía a flor de piel que no podía ocultar, aceptaría una decisión sin dar una opinión. “¡Antes el convento o la muerte!”, le respondí a mi padre, mientras el horror ocasionado por la réplica redoblaba la apuesta de Tomasa tratando de asegurar apellido, renombre y buenos negocios familiares. Algo así como certificar los ingresos económicos de la familia hasta el final de los días.
A veces me arrepiento del destrato que tuve con Gervasio y sé que mi rechazo lo llevó a entregarse por entero al ejército, para terminar perdiendo la vida en batalla como un suicida. Dicen, que nunca se recuperó de la ruptura de nuestro fracasado noviazgo...; todo había comenzado cuando descubrí aquellos ojos negros y hechiceros haciéndome temblar. Con mis cortos años conocí el amor sin saber todo lo que él encerraba y el sacrificio para sostenerlo vivo se llevó mi vida.
Y aún tiene el coraje de demandar mi proceder sabiendo lo que amé a José. Ella nunca amó –no conoció el significado de esa palabra sublime que exige entrega y sacrificio–, o quizás lo descartó antes de echarse en los brazos de un desheredado sin bienes ni apellido. A mi padre la unió un gran cariño y el dinero que salía de sus arcas siempre dispuestas a satisfacer las ínfulas de grandeza, que traía desde la cuna como sello de abolengo.
Me parece escucharla después de tantos años justificando la decisión tomada, ya que no era cuestión de regalarme al primer oportunista que se cruzase en el camino: –Qué tontería eso de estar enamorada –decía– mientras caminaba nerviosa por la sala, y no conseguía imponer su mandato –el amor llega con el paso del tiempo y la convivencia, ya lo verás mi hijita–.
No conocían mi alma inquieta, poco sabía yo del amor… y del dolor. Contaba hasta dormirme las estrellas, pequeñas guardianas de mis noches; contaba las heridas que se multiplicaban en mi alma, como las flores en el campo y cuando comenzaban a sangrar, lloraba.
Mi cabeza revuelta por las emociones y obediencias que se desafiaban, sólo hallaban alivio junto al piano amigo y la ventana proyectando mis grandes ojos, que buscaban la calle para encontrar la felicidad amenazada por determinación de los mayores. Y resonaba como un martirio la advertencia: “Sólo te traerá disgustos”. El amor era más fuerte que las premoniciones que me auguraban.
“Aquí. Amasando decires
que se evaporan al toque y huelen a incienso.
Intento retener el aliento, el sabor
perfumado, el aroma sagrado
que reniega los caminos del olvido para ser memoria”.
“Aquí” Oscar Agú.
Antología Literaria 2020. SADE. Santa Fe
Lo vi por primera vez a la salida de misa aquel Sábado Santo en la iglesia de San Miguel Arcángel, entre damas de alcurnia exhibiendo trajes de moda y caballeros de etiqueta alardeando cargos y honores. Sinceramente, todo era una parodia de saludos formales ocultando sonrisas maliciosas. En ese entorno artificial, propio de una sociedad deseosa de mostrar opulencia, con la miseria arrasando como peste a los caseríos nauseabundos de barro y paja, nuestras miradas se cruzaron de soslayo.
No pude más que bajar la cabeza de vergüenza al sentir sus ojos negros clavados en la nuca. Un relámpago de luz estremeció mi cuerpo para revelarme lo impensado: ese joven maduro de más de 30 años, cabello ensortijado y porte de galán de tierra adentro –que algún ángel aturdido ponía en mi camino–, era el hombre que amaría por el resto de mis días. Su figura avasalladora unida a su piel morena fue imposible de resistir. Después llegarían otros tiempos, otras noches y la dolorosa verdad.