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Caridad Puig

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Beschreibung

Las atractivas siamesas Moore se han criado en el hospital que las vio nacer bajo la tutela y mecenazgo del doctor George Osborn y los maternales cuidados de una de las pacientes, la rica y anciana expatriada italiana Ángela Cassiani. Ahora, para celebrar su graduación universitaria, las gemelas parten hacia Roma con la intención de visitar la vieja Europa y el deseo de que la experiencia les depare la oportunidad de iniciarse en el mundo adulto. Desconocen, no obstante, que ya desde su partida se teje en la sombra una confabulación de tintes terroristas de las que ellas son un eslabón necesario, y en la que participan la mafia neoyorquina, un sicario sin escrúpulos y nada menos que su adorado padrino, el doctor George Osborn.

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© Caridad Puig Camps, 2013.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2014. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

CÓDIGO SAP: OEBO660

ISBN: 9788490562154

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Prólogo

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

Epílogo

PRÓLOGO

Valentiniano Enobarbo, único hijo de los príncipes Enobarbo, nació en Roma, en el suntuoso y viejo palacio de la via San Teodoro. En la pila bautismal, sus padres lo llamaron Valentino para perpetuar un nombre que generaciones de Enobarbos habían ostentado. Pero él, al cumplir los dieciocho años y adquirir la mayoría de edad, lo primero que hizo fue cambiarlo por Valentiniano, como el del antiguo emperador romano, pasmando a su familia, que consideraba absurda la acción.

Su aspecto era más americano que italiano gracias a su extraordinario parecido con el actor Jeff Bridges. Alto, esbelto y de rubios cabellos, un no sé qué de pícaro le encendía la mirada y ponía un deje de alegría, a veces de insolencia, en su perenne sonrisa. Los halagos que recibía de las mujeres, debido a su semejanza con el actor, más que alegrarlo, lo deprimían. Él no deseaba semejanzas americanas, sino las de un auténtico romano, y le importaba un bledo si su imagen atraía a las chicas como la miel a las moscas.

Se graduó tras haber cumplido estudios clásicos con excelentes notas, y a los diecinueve años entró en la Universidad de La Sapienza de Roma hablando latín y griego con soltura. De carácter pacífico, Valentiniano no deseaba grandes emociones; solo quería ejercer la enseñanza, y tener mujer e hijos.

A su madre, la princesa Elena, le traían sin cuidado los asuntos de la Roma antigua pese al empeño de su hijo en demostrarle que los Enobarbo ya existían entonces.

—Una gran familia —insistía Valentiniano señalando un grueso volumen que exhibía el retrato de un calco de la tumba de Domizio Enobarbo, noble romano que vivió entre el primer y segundo siglo antes de Cristo.

—No seas ridículo, hijo —replicaba ella invariablemente—. Los nombres pueden parecerse, pero existe una laguna de mil quinientos años entre esos personajes y nuestro predecesor.

La princesa se sentía orgullosa de la claridad con que era posible identificar al primer Enobarbo conocido de la familia. Un soldado de fortuna que, habiendo prestado notables servicios al papa Alejandro VI, fue, por decirlo así, heredado por su hijo César Borgia a su muerte en 1503. El primer Enobarbo aprendió de Nicolás Maquiavelo, secretario de Borgia, las artes de la política con tal acierto que al final de su vida podía alardear de nobleza y de fortuna. Sus descendientes aún dieron mejores pruebas de habilidad que su progenitor ya que, con el tiempo, lograron un principado. Siempre arrimados a los papas, los Enobarbo ejercieron cerca del solio pontificio sus funciones de camarlengos y secretarios. Dado que la prosperidad de la familia se había iniciado con el Renacimiento, los gustos de la princesa Elena, apegada a la tradición, eran renacentistas.

Mientras Valentiniano pasaba horas enteras en la piazza della Rotonda, donde se encuentra el Panteón, saboreando la visión del único monumento de la Roma imperial llegado intacto hasta la actualidad, la princesa prefería divertirse con sus amigos en Dal Bolognese, uno de sus restaurantes preferidos, situado entre el esplendor de la piazza del Popolo.

Contrariamente a su esposa e hijo, el príncipe Valentino pasaba su tiempo cumpliendo sus funciones en el Vaticano, dedicando el que le quedaba libre al empeño de encontrar una solución que le permitiera deshacerse del antiguo palacio en el que se veía obligado a vivir; tarea difícil, ya que el vetusto edificio estaba ligado a la Iglesia, y casi imposible desde que del Quirinal llegaban voces amenazando con las intenciones del ministro de Bienes Culturales que pretendía convertir el antiguo edificio en monumento nacional.

—Como si no hubiera bastantes construcciones en Roma tan dignas como la nuestra —se crispaba el príncipe—. ¡Podrían dejarnos en paz! Roma está atestada de monumentos, es una maniobra del secretario de Estado que me tiene ojeriza.

El sueño del príncipe Enobarbo consistía en trasladarse a un apartamento en el Gianicolo, preferentemente a un ático desde donde le fuera posible contemplar la cúpula de San Pedro y quizá cada mañana bajar la cuesta de la tercera de las siete colinas romanas a pie.

La princesa también soñaba con una moderna calefacción, pero prefería un apartamento en la piazza di Spagna o en la via Frattina, aunque tampoco le hubiera disgustado trasladarse al interior de Villa Borghese, cerca de la Porta Pinciana que se abría en las murallas Aurelianas a la via Veneto.

—¿Tú crees que algún norteamericano estaría dispuesto a comprarnos el palacio? —planteó el príncipe Valentino.

—Querido —se impacientó ella—, si fuera posible venderlo, nos habríamos deshecho de este vejestorio hace años.

—¡Apelaré al Papa! —se alzó retador el príncipe—. Juan Pablo II acabará por escucharme.

—Si tu padre no hubiera dilapidado la fortuna y vendido las tierras de tu patrimonio, podríamos gozar de la misma riqueza que la mayor parte de la nobleza romana que se ha enriquecido con sus propiedades... mientras que yo no puedo permitirme ir al peluquero más de un par de veces al mes.

—Deberías frecuentar uno menos caro que Sergio Russo —le aconsejó su hijo, quien, ante la desdeñosa mirada de la princesa, frenó de inmediato sus palabras.

Valentiniano fue el primer Enobarbo en abandonar la morada de sus mayores. Tenía veinticuatro años cuando consiguió graduarse en Historia, y la tesis que presentó tras finalizar los exámenes le brindó la oportunidad.

Era un trabajo de investigación de rigurosa exactitud científica que, no obstante, escondía una historia sorprendente, romántica y azarosa. Contaba los intentos de Honoria, hija de Gala Placidia, quien durante algunos años fue emperatriz del Imperio romano de Occidente, para casarse con Atila, rey de los hunos, siendo ella la causa que movió al bárbaro caudillo a marchar sobre Roma. Pese al contenido didáctico del trabajo, la historia descrita poseía tales acentos cautivadores que, como sucede con muchas tesis meritorias, acabó en el mercado. Un sabueso de Cinecittà que hacía frecuentes visitas a la universidad en busca de oportunidades, olió el buen negocio y le propuso a Valentiniano comprarle la tesis. Un mercader de la Paramount a la caza de nuevas historias estaba interesado en el trabajo, siempre que él fuera capaz de escribir el guion.

Para Valentiniano fue un placer dar vida a sus personajes, facilitarles movimiento, regalarles voz. Vivía con ellos volcando en las escenas la pasión que lo consumía, de modo que aún no habían transcurrido tres meses y el guion estaba concluido. La Paramount realizó una buena película y embutió un puñado de dólares en la bolsa del joven príncipe, además de una tentadora oferta para su futuro. Como muchos romanos, Valentiniano era desgraciado si pasaba fuera de la ciudad más de quince días, razón que le impidió aceptar las ofertas de los americanos que implicaban su traslado a California. Sin embargo, el abultado fajo de billetes verdes le permitió comprarse un apartamento en un edificio tan decrépito como suntuoso era su enclave, situado en el Largo Agnesi, a pocos metros del Coliseo y del Colle Oppio, con vistas al Foro Imperial y a la zona arqueológica.

A Valentiniano le tiraba demasiado la enseñanza. Su deseo era explicar a los estudiantes lo que él sabía de los héroes de Virgilio y de los más prácticos y feroces hombres de la antigua Roma, por cuanto se empeñó en lograr una cátedra y su padre le ayudó a conseguirla pese a su juventud.

Conoció a Onorata Capriospiro en Taormina, la bella localidad situada en la costa este de Sicilia, donde ambos pasaban el mes de agosto en el Santo Domenico, antiguo monasterio construido sobre un acantilado y convertido en hotel de cinco estrellas. Los jóvenes vivieron unas intensas vacaciones entre las azules aguas de la bahía, inmersos en la belleza del lugar. Se enamoraron locamente y decidieron casarse ante la sonrisa benevolente de sus mayores. El único detalle de la muchacha que preocupaba a Valentiniano era su nombre. La joven tenía un apellido tan ilustre como el suyo, pero cada vez que él pronunciaba «Onorata» se enfriaban sus ardores.

Un atardecer, mientras el sol en su caída vestía de oro las tierras, Valentiniano llevó a la joven hasta Selinunte. La columnata de la Acrópolis, construida por los griegos en el siglo V antes de Cristo, se recortaba nítidamente contra los juegos de luces del crepúsculo. La emoción embargó de tal manera a los amantes que rompió en un silencio atronador. Cogidos de la mano, contemplaron extasiados el panorama, y a Valentiniano le resultó natural rebautizar a su novia con el nombre de Honoria, la heroína de su tesis. Ella, como buena siciliana, se plegó a los deseos de su hombre.

Ocho meses después, Honoria y Valentiniano se dispusieron a unir sus vidas ante la paternal mirada del papa Juan Pablo II, quien los casó y bendijo en su capilla privada del Vaticano. Bellísima se veía la novia con su oscura cabellera cubierta por una mantilla blanca que desde generaciones lucían las desposadas Capriospiro. Muy elegante Valentiniano con su uniforme de gala, casi parecía un antiguo romano gracias al amplio manto renacentista que le cubría la espalda. A la hora del convite, el palacio Enobarbo mostró toda su magnificencia acogiendo, entre frescos, mármoles y cúpulas artesonadas, a más de quinientos invitados. Por un día, el vetusto edificio pareció revivir su antiguo esplendor, recuperada para la ocasión su olvidada belleza.

Tras los festejos, los novios partieron de luna de miel hacia Venecia en su flamante BMW, regalo del padre de la novia a los recién casados. Recorrieron la Toscana que Valentiniano, de ideas fijas, llamaba la Galia Itálica. Y fue durante el viaje de novios cuando Honoria escucharía por primera vez las historias de su marido; aquellas historias que al inicio de su matrimonio tanto la impresionaran, que más tarde dejaron de interesarle, y que al cabo del tiempo llegarían a ponerla tan nerviosa como al resto de la familia. Pero ninguno de ellos deseaba disgustarlo, por lo que disimulaban el fastidio que les producían sus continuas lecciones.

—¡Mira, Honoria! —dijo, tras detener el coche junto a la ribera de un fangoso río. Señaló las mansas aguas—. ¡He aquí el Rubicón! En este punto Julio César cruzó con sus legiones.

Y con énfasis, como si él mismo participara en el relato que contaba, narró con pelos y señales el episodio histórico. Su mirada era tan soñadora que se perdía entre siglos de historia. Algo dolida, Honoria se sintió abandonada y le tocó la espalda intentando llegar hasta él a través de sus pensamientos.

—Sin duda, amor mío —sonrió coqueta—, puede decirse lo mismo de nosotros. Hace tres días, cuando nos casamos, también cruzamos nuestro Rubicón.

—¡Jugarse el todo por el todo! —reflexionó él, regresando al presente y reconociendo a su esposa—. Quién sabe si yo sería capaz de hacerlo, de arriesgar incluso la vida por una noble causa...

—Espero que la ocasión no se te presente —bromeó Honoria, quien veía un porvenir dorado abrirse ante ellos.

Una década después, a sus treinta y siete años, Valentiniano se consideraba un hombre afortunado, satisfecho de su trabajo y de su familia. De la universidad no percibía un gran sueldo; el dinero que le permitía vivir con holgura lo ganaba con sus libros de texto, de lectura obligatoria en las escuelas. Trabajaba mucho, pero con placer, y vivía sereno, sin frustraciones. Su matrimonio se había consolidado, dando como fruto dos hijos, el orgullo de sus padres. La primogénita se llamaba Elena, ya tenía once años y era la belleza de la familia. Con su nombre no hubo problemas pues la sugerencia de la princesa Elena de que se llamara como ella fue una solución aceptable. En cambio, con el chico, que ya contaba nueve, tuvo que sostener una agria discusión con sus parientes a causa del nombre que debía darse al recién nacido. Todo se inició cuando propuso que el niño se llamara como él.

—Va-len-ti-ni-a-no... —se burló su madre—. ¡Un nombre que tiene analogías con la nariz de Cirano!

—Es tan largo que tras pronunciarlo no queda aliento suficiente para añadir más —añadió su suegra.

—Con semejante concentración de letras se podría formar un nuevo alfabeto —señaló su suegro.

—Insufrible —dijo su padre, quien carecía de ingenio.

Las lágrimas descendían por las mejillas de la vulnerable Honoria cuando, mirando amorosamente a su marido, decidió:

—Lo llamaremos Valente, de modo que se parezca a Valentiniano y a Valentino.

—¡Buena idea! —accedió su esposo de inmediato.

El pequeño Valente era un guapo chico con la mirada aterciopelada de la madre, y en su seriedad se advertía la sangre siciliana. Su padre opinaba que era la viva encarnación de Marco Antonio y esperaba que, al crecer, su atractivo igualara al del romano.

—Mientras no se tope con una Cleopatra —aducía la madre cada vez que se tocaba el tema.

Un domingo de la última quincena de julio, Valentiniano saltó de la cama antes de que el despertador sonara a las siete de la mañana y empezó a batir palmas para levantar a todos.

—¿Qué ocurre? —se asustó Honoria, abriendo los ojos.

Entonces vio a su marido encantado en la contemplación del Coliseo y de la zona arqueológica, y se cubrió la cabeza con la almohada para volverse a dormir. Pero de nada le valió, ni a ella ni a los chicos, y poco después las enfurruñadas caras de Elena y Valente, junto a la malhumorada Honoria, escuchaban con fastidio los proyectos que Valentiniano había trazado para pasar el domingo, dando al traste con los suyos.

—Habíamos quedado en comer con tus padres en La Casina Valladier —recordó Honoria—, y los chicos querían ir al cine a ver Indiana Jones con sus amigos.

—¡El Santo Grial y todo eso, memeces! —replicó Valentiniano—. Yo propongo algo mucho mejor: una excursión en un trenecillo encantador, provisto de la locomotora más lenta del mundo. Se trata de una antigua línea ferroviaria que descubre el Lacio, poquísimos romanos la conocen. El domingo es el mejor día para usarla porque los trabajadores que normalmente viajan en ella se quedan en casa.

—Qué suerte tienen... —dijo Honoria bostezando.

—Llamaré a mis padres ahora mismo.

—Déjalos dormir, querido. Podemos hacerlo más tarde desde la estación.

Valentiniano abrazó a su mujer.

—Tienes razón, tesoro. Tomaremos el tren en la estación de la piazza del Popolo, luego iremos hasta Castelnuovo del Porto donde visitaremos el Palacio Ducal construido en el siglo XV.

—Nada de romanos para hoy —dijo la niña con una mueca.

—¡Cómo no! —afirmó él alegremente—. Junto al Palacio Ducal se encuentra la Colegiata Santa Maria Assunta, construida en el setecientos sobre un templo romano de la época de Adriano. ¡El viejo campanile se conserva intacto! —Y empujando a su desanimada familia, exclamó—: ¡En marcha!

—¡Yo quiero desayunar! —protestó Valente.

Valentiniano consultó su reloj.

—Si os dais prisa, os llevaré a la cafetería de la piazza di Pietra, donde podéis hincharos de cruasanes, ciambellas y chocolate, todo lo que os apetezca antes de coger el tren.

—Vamos —instó Honoria, resignada—. Los domésticos arreglarán el apartamento antes de irse.

—Afortunados ellos —murmuró Elena, echando una ojeada hacia el cuarto donde dormía la pareja de filipinos.

Poco antes de llegar a la piazza di Pietra, el aroma de los cruasanes calientes escapaba de la cafetería. Los apetitosos olores reanimaron los decaídos ánimos y aumentaron la euforia de Valentiniano. Cuando entraron, Honoria advirtió con cierta envidia que algunos parroquianos vestían aún la indumentaria de la noche pasada. «Vaya juerga», pensó, mirando hacia su esposo, incapaz de tales desmanes. Inmediatamente se arrepintió de sus pensamientos, y los sustituyó por otros de gratitud por tener un marido cabal y bueno... «¡Si no fuera tan intelectual...!».

La princesa Honoria no estaba dispuesta a desperdiciar el tiempo que le quedara; tenía treinta y cinco años, y la última década había transcurrido a tal velocidad que el miedo a un futuro tedioso que consumiera su juventud y belleza hacía mella en su ánimo. Mil fantasías turbaban sus sueños. Conocía los movimientos de una sociedad que actuaba con plena libertad, o libertinaje, mejor dicho, en un mundo que tan solo la versátil Roma podía ofrecer: el mundo de los actores, millonarios, grandes artistas y cortesanas de altos vuelos que se lo pasaban en grande sin que les importara un bledo su reputación. ¡Por Dios, ella no quería llegar tan lejos! Honoria era una muchacha siciliana criada entre rígidas y severas tradiciones. Lo único que deseaba era lo que la mayoría de mujeres entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años. De ahí la caza a la primera arruga, las preocupaciones por el aspecto físico, siempre al acecho de nuevos cosméticos y de la disponibilidad para someterse a toda clase de manipulaciones destinadas a prolongar la belleza, casi nunca por vanidad. Lo que empujaba, no solo a las mujeres, sino también a los hombres, eran las mismas ansias que atormentaban a Honoria: un punto de romanticismo, una emoción, «aunque sea la última», que prestara nuevas alas a una vida que, con el tiempo, se había vaciado como un saco de patatas; algunas centellas, algunos coscorrones aquí y allá que dejaran su huella en un destino que ella imaginaba hueco.

La estación se encontraba semidesierta. Un grupo de jóvenes turistas, que por sus voces reconocieron como estadounidenses, se disponían a asaltar el tren. Un espléndido tren que al parecer había escapado a tantas reestructuraciones.

—¡Perfecto! —exclamó Valentiniano observándolo complacido y consultando su reloj—. ¡Y puntual! ¡Vamos! Tomaremos un compartimento solo para nosotros.

Cuando intentó poner un pie en el estribo, se vio casi arrollado por una alta joven de espléndidas formas.

Honoria la miró con desagrado.

—Vaya educación —dijo.

La chica exhibía unos pantaloncillos que dejaban al descubierto sus largas y bien torneadas piernas. Sus ojos verdes se fijaron unos instantes con indiferencia en Honoria, y luego sonrió abiertamente a Valentiniano.

—Sorry —murmuró, saltando ágilmente al interior del tren.

—Subid —dijo Valentiniano a los niños, ofreciendo la mano a su mujer.

—Has conquistado a esa putilla —ironizó ella.

—No digas tonterías —se ruborizó él.

La marcha se inició con cierto esfuerzo. La locomotora arrastraba tras ella los pequeños vagones, siguiendo los raíles hacia la superficie de luz y de sol, corriendo por el borde de un valle y dejando atrás alguna villa inmersa en el verde. El grupo de jóvenes azuzaba a un perro pastor que trotaba cerca del tren.

—Son americanos —comentó Honoria—, confiemos en que no se comporten ruidosamente.

Pero Elena y Valente también se unieron al grupo siguiendo las evoluciones del animal que permitía la lenta velocidad del tren.

De forma inesperada, la muchacha se plantó junto a ellos, se sentó frente a Valentiniano, y apoyó las piernas entreabiertas en el sillón de delante, los pies calzados con unas Reebok a pocos centímetros de él. La carne color miel de sus muslos brillaba bajo la aturdida mirada de Valentiniano, quien no pudo evitar recorrer con la vista los miembros desnudos hasta las ingles, apenas cubiertas sus partes íntimas por la diminuta prenda, mientras sentía los ojos verdes fijos en los suyos. «Es como un felino —pensó—. Me mira con la misma curiosidad que si yo fuera un ratón». Por un instante se dijo que no sería desagradable que aquella gata se entretuviera jugando con él, pero inmediatamente se avergonzó de sus pensamientos.

—You look like Jeff Bridges... Are you American?

—We are Italian —cortó Honoria, quien había pasado dos años de su juventud estudiando inglés en Irlanda.

La joven la miró con cierta insolencia.

—Tú parece italiana, él no... —Sonrió a Valentiniano. Se expresaba en un italiano chapucero, su voz era ronca y a la vez suave. Escucharla sacó de quicio a la princesa.

—Chicos —dijo a sus hijos en un intento de distraer su atención de la inesperada intrusa a la que ambos contemplaban boquiabiertos—. Estoy segura de que papá tiene alguna historia interesante que contar acerca de lo que estamos viendo.

Valentiniano la miró, sorprendido de que la iniciativa partiera de ella.

—My name is Xenia Moore —dijo la chica, sin darle tiempo a responder. Le señaló con sensual ademán—. ¿Tú cuál nombre tienes?

Él parpadeó un instante, dubitativo.

—Valentiniano Enobarbo —tosió, por fin, aturdido.

—¡Príncipe Enobarbo! —se alzó displicente Honoria—. Y ahora, haga el favor de dejarnos en paz.

—¡Honoria! —enrojeció él—. No es necesario pregonar mis títulos; pero si lo haces, compórtate como una princesa.

Los ojos verdes se dilataron de asombro mientras la admiración entreabría los labios de la chica en una mueca encantadora.

—Really...? Hey, guys —dijo, dirigiéndose a sus amigos—. There‘s a true prince in the car.

En un santiamén los tenían a todos rodeándolos. Llovían las preguntas de los jóvenes, cuya curiosidad era más fuerte que su discreción. Deseaban saber si tenía una corona, si vivía en un palacio y si ofrecía bailes a lo Cenicienta.

Valentiniano se volvió iracundo hacia su mujer.

—Buena la has hecho —dijo mientras intentaba hacer frente al ataque.

La joven de la verde mirada se había retirado en silencio, abandonando su sitio por otro más alejado; pero sus ojos alcanzaban a Valentiniano, resbalando misteriosos y sensuales sobre su cuerpo. Él sentía la intensidad de su mirada como si le escociera. Perplejo, se apercibió de su turbación y trató de controlar el alegre flujo de sangre que saltaba a su entrepierna concentrándose en el paisaje.

Intentando zafarse de las verdes pupilas, preguntó:

—¿Alguno de vosotros entiende el italiano?

—Tutti, tutti! —vociferaron los chicos.

—En realidad, soy profesor —explicó, sintiéndose más a gusto en su papel habitual.

Él ya había hecho frente a los innumerables asaltos de sus alumnas a lo largo de su carrera en la universidad. ¿Qué tenía esta muchacha, aparte de su belleza, para que él se sintiera tan tentado? Quizá la razón fuera que últimamente había olvidado con demasiada frecuencia la presencia de Honoria en su cama. La miró de reojo y recordó su cuerpo desnudo, el modo que ella tenía de hacer el amor, el empeño que él ponía en contentarla, y se prometió repetir la operación aquella misma noche.

El trenecillo avanzaba con lentitud hacia una periferia de Roma decididamente bella. La via Flaminia se entreveía a lo lejos y Valentiniano reconoció en el valle del Tíber la huella de unos acontecimientos que habían influido definitivamente en la historia del mundo: el advenimiento del cristianismo.

—Mirad —dijo, señalando un letrero lejano—, aquel poste dice que nos acercamos a Malborghetto, el arco cuadrifonte que se yergue sobre la via Flaminia. Fue construido en el siglo IV después de Cristo en recuerdo del triunfo de Constantino sobre Majencio. Lo comprenderéis mejor si empiezo la historia remontándome al emperador Diocleciano. Ese hombre fue un selfmade man, como decís en América, pues era hijo de un esclavo liberto que ni siquiera nació en Roma, a quien sus legiones proclamaron emperador. Fue un gran emperador, pero incluso los grandes hombres están sujetos a error; el primero que cometió fue dividir el Imperio en dos: Oriente y Occidente. A Maximiano, su mejor amigo, fue a parar el occidental, mientras que del oriental se hicieron cargo Constancio Cloro y Galerio. Su segundo error fue meterse con los cristianos. Desencadenó una persecución que dejaría a Hitler en pañales. A lo largo del Imperio, más de un millón de personas fueron dadas en pasto a las fieras, e innumerables víctimas murieron bajo tortura o fueron decapitadas al negarse a abandonar su religión. El período se recuerda como «la era de los mártires» o «la gran persecución». Diocleciano creía que los cristianos formaban una fuerza enemiga del Estado que había que eliminar, y así extirpar para siempre la nueva religión. Se cuenta que los mártires cantaban al ir hacia la muerte, rodeados por los rugidos de las fieras, los gritos de la plebe ebria de sangre, mientras las desamparadas figuras de los inocentes intentaban confortarse del cruel destino que les aguardaba entonando sus plegarias y cánticos...

—Tu mujer está durmiendo —interrumpió la voz ronca y sensual de Xenia Moore.

Valentiniano se volvió hacia Honoria que, en efecto, permanecía con los ojos cerrados y la boca entreabierta.

—Shut up, Xenia, let him continue —dijo uno.

—Please, professore —le rogaron otros—, continúe...

Valentiniano los miró agradecido y prosiguió.

—El cristianismo salió fortalecido de aquella gran prueba mientras que el Imperio, derrotado, se preparaba para convertirse a la nueva religión. Quizás un plan divino empujó a los herederos de Constancio Cloro y de Maximiano a luchar entre ellos por la toga imperial. Majencio, hijo de Maximiano, fue proclamado Augusto por el Senado, y el pueblo de Roma era pagano. Constantino, hijo de Constancio Cloro, favorable al cristianismo, fue proclamado Augusto por sus legiones, y descendió sobre Italia como una tromba. Pese a la inferioridad numérica de sus fuerzas, derrotó a Majencio... ¡allí! —dijo, señalando el ponte Milvio—. En su precipitada fuga, Majencio cayó al Tíber y murió ahogado, mientras que Constantino entró triunfalmente en Roma. En su honor se construyó el arco que aún se puede admirar cerca del Coliseo. Yo puedo verlo desde mi casa —añadió, modestamente.

El tren dejaba atrás el valle tiberino para enfrentar las colinas de Campagnano. El grupo se precipitó hacia el último vagón, deseoso de contemplar por última vez los lugares donde se había librado la gran batalla. Valente y Elena parecían tan impacientes por acompañarlos que su padre les hizo un gesto accediendo y los chicos echaron a correr mientras él se volvía hacia Honoria, quien, despierta, le sonreía. Tal vez el responsable de los sueños eróticos que había tenido era el chocolate ingerido en la cafetería, pero ahora se sentía llena de deseos de su marido.

—Lástima que no estemos solos —susurró acercándose a él y mordiendo sus labios.

—Qué casualidad, hace un rato yo pensaba lo mismo. Espera hasta la noche y te lo probaré —dijo guiñándole un ojo. Entonces vio que el enjambre de jóvenes regresaba y la apartó.

—Thank you, prof, ha estado magnífico.

—You deserve a kiss —dijo Xenia. Y estampó durante unos segundos su boca en la de Valentiniano, quien, rojo como la grana, la empujó liberándose de su perfume.

—No se besa a los príncipes sin su permiso —intentó bromear sin conseguirlo.

—Uuhhhh... —coreó el grupo.

Valente, muy serio, se volvió hacia su madre.

—¡Ha besado a papá! Mamá, ¿quieres que le pegue?

—No, hijo —sonrió Honoria, deseando estrangular a la chica con la misma intensidad con que intentaba disimular sus emociones. Ella era una noble siciliana pero, sobre todo, una mujer de mundo. Con la voz cortante como un cuchillo, dijo a su marido—: ¿Por qué no les cuentas el final de la historia? A lo mejor sirve para calmar los ardores de esa muchacha.

—Yes, yes! —gritaron los americanos—. More, more!

—Perdóname —murmuró Xenia, haciendo un mohín—. Yo solo deseaba premiarte, mis besos son muy buscados...

Valentiniano, que aún no había logrado serenarse, guardó silencio. Pero ante la insistencia del grupo, dijo:

—Está bien, calma. Narra la tradición que la víspera de la batalla del ponte Milvio, Constantino vio en el cielo una cruz con las palabras In hoc signo vinces, que significan «Con este signo vencerás». La visión lo conmovió tanto que hizo tallar en el lábaro que le precedió en la lucha una cruz coronada por el monograma de Cristo.

Observó el interés de sus oyentes y se animó.

—Pocos meses después de la victoria, Constantino, que se encontraba en Milán, promulgó el famoso Edicto de Milán por el que se concedía a los cristianos plena libertad de culto y declaraba el cristianismo religión del Estado. Constantino no vivió para ver consolidada en el Imperio la nueva religión que él tanto había defendido. A su muerte, nuevas guerras dividieron a sus tres hijos, quienes combatieron entre ellos en una larga lucha fratricida. Su sobrino Juliano, único superviviente de su estirpe, fue proclamado emperador. Había recibido una primera educación cristiana, pero más tarde se aficionó a las enseñanzas de la filosofía griega hasta tal punto que estas acabaron por hacer de él un ferviente admirador del helenismo y el paganismo. Sin llegar a ejercer una verdadera persecución, Juliano empeñó el tiempo que duró su reinado en intentar restaurar el paganismo en el Imperio, aunque con escaso éxito. Murió durante una expedición bélica contra los persas. La leyenda narra que en trance de morir gritó: «¡Has vencido, Galileo!», reconociendo así la victoria del cristianismo que desde entonces se adueñó del mundo.

—Nosotros no somos papistas —dijo Xenia con orgullo.

Valentiniano sonrió.

—En efecto... las cisiones entre cristianos empezaron ya entonces. ¿De dónde procedéis?

—De Nueva York —respondió un muchacho—. Este viaje por Europa es el premio por nuestra graduación.

—¿Hasta cuándo pensáis quedaros en Roma?

—Partiremos el jueves, Austria es nuestra próxima etapa —dijo Xenia—. Acabas de referirte al concilio de Nicea donde el arrianismo fue condenado, ¿no es cierto?

—¡Qué lista! —se burló Honoria.

—¿Y cómo es que un grupo de jóvenes americanos ha aprendido el italiano? —quiso saber Valentiniano—. Es inusual.

—Hemos seguido estudios lingüísticos —explicó una de las chicas—. Nosotros español e italiano, y los demás alemán y francés. Todos pertenecemos a la misma escuela.

—¿Hasta dónde viajáis vosotros? —inquirió Xenia—. ¿Quizás hasta Viterbo?

—Tenemos planeado atravesar Rignano, donde se conservan restos de la roca de Valentino, llamada también la torre del Borgia, y donde se encuentran las famosas catacumbas de Santa Teodora...

—¡No, imposible! —exclamó Honoria, tajante—. Hemos olvidado telefonear a tus padres, pero como no son ni las diez, podemos llegar a Castelnuovo di Porto, visitar el Palacio Ducal o lo que tú decidas, volver a Roma y mantener nuestra cita con ellos; de esta forma también los niños podrán ir al cine por la tarde como tenían previsto.

Valentiniano pensó que, sin los americanos, la excursión perdía para él todo su atractivo. Sin duda era culpable e injusto con su familia porque su deseo era mandarlos a todos a Roma y proseguir él solo con el grupo; incluso le agradaría convertirse en su cicerón durante el tiempo que aún pasarían en Roma. La boca se le hacía agua al pensar en las cosas que podría enseñarles, en cómo podría hacerles revivir la antigua capital del Imperio. Sin embargo, alzó los brazos en gesto de resignación.

—Lo siento, en la próxima estación nos despediremos.

—¡Uuuhhh! —protestaron los americanos.

—Don‘t worry prof, volveremos a vernos.

—Llegamos —dijo Honoria, incorporándose muy tiesa.

—See you soon —dijo Xenia, la voz muy suave.

Honoria se colgó del brazo de Valentiniano y avanzó con paso firme por delante de la joven.

—Vete al diablo —bisbiseó al pasar por su lado—. Ni te atrevas a pensar que volverás a ver a mi marido... Estás fresca.

Al llegar al andén, Valentiniano se volvió hacia el grupo.

—¡Good luck y buen viaje! —les gritó.

Un enjambre de manos se movió agitando el aire como abanicos entre el humo del tren que arrancaba. Cuando Honoria lo vio desaparecer, lanzó un suspiro de satisfacción.

—Unos chicos estupendos —comentó Valentiniano—, ¿no es así, niños?

—Súper —afirmó Elena.

Valente vio algo en el semblante de su madre que le impidió contestar.

Esa noche el matrimonio hizo el amor con una pasión que al parecer aún no se había mitigado entre ellos. Cuando Honoria se apartó exhausta del cuerpo de Valentiniano, una sonrisa afloraba en sus labios. «Después de todo, debería estar agradecida a esa putilla», pensó saciada y complacida.

Valentiniano abandonó el lecho y se dirigió al baño. Entró en la ducha y abrió los grifos para refrescarse. Una vez bajo el agua tibia, se dijo que el día había sido estupendo. Bajó la vista a su ahora flácido miembro y lo felicitó en silencio. «Y yo que pensaba jubilarte», rio orgulloso.

En los días que siguieron, se preguntó a menudo qué habría sido del grupo de chicos americanos, hasta que el trabajo y la rutina hicieron presa de él y los olvidó.

Una mañana, cuando el calor ya había iniciado su ronda amenazando la ciudad con un tórrido verano, Valentiniano se dispuso a entrar en el aula donde aguardaban sus alumnos. Estaba de pésimo humor. La noche anterior había sostenido una discusión con Honoria acerca de las vacaciones estivales. Ella se empeñaba en pasar tres semanas entre frivolidades en Portofino con sus nuevos amigos, e incluso lo había amenazado con irse con los niños si él no quería acompañarla. Y cuando él repuso que quizás aquella era la mejor solución, su mujer le armó una escena de llantos, improperios y acusaciones. Los planes de Valentiniano consistían en trabajar con un grupo de arqueólogos americanos que estaban excavando en el Campidoglio en busca del cinturón con el que Rómulo ciñó el trozo de tierra sobre el que fundó la ciudad de Roma. Era un hallazgo muy importante, al parecer a punto de ver la luz, y el proyecto le quitaba el sueño. Contaba los días que faltaban para que la universidad cerrara sus puertas y él pudiera dedicarse por entero a colaborar en los trabajos. Tenía planeadas para los suyos unas vacaciones en Sicilia, mientras él permanecía en Roma trabajando en las excavaciones, pero si Honoria deseaba divertirse unas semanas en Portofino, él no tenía nada que objetar. Dejó escapar un largo suspiro y por fin se resolvió a entrar en clase.

El aula estaba abarrotada. Los cursos de Valentiniano eran muy populares gracias a la calidad de su enseñanza y la amenidad que lograba. Nadie como él sabía mezclar pasado y presente en una sucesión de analogías destinadas a demostrar la poca diferencia que existía entre los hombres de la antigüedad y los actuales. Además, al término de sus clases permitía a sus alumnos exponer sus ideas libremente en unos debates que eran muy seguidos incluso entre estudiantes de otras materias que acudían deseosos de participar. Con la cartera bajo el brazo, se dirigió con paso firme a la tarima mientras en el aula se hacía el silencio. Todavía turbado por los problemas caseros, tomó asiento tras su mesa, ordenó los papeles, y alzó la vista.

Entonces la vio.

Sentada en primera fila, cruzadas las largas piernas enfundadas en unas botas vaqueras, Xenia Moore lo miraba sonriente.

Su primera reacción fue de alegría. Miró en busca de sus compañeros, pero no vio a ninguno y su contento se transformó en confusión. ¿Qué hacía aquella chica en Roma? ¡En su aula! ¡Y acomodada en un asiento tan difícil de obtener, reservado a sus mejores alumnos y ayudantes! Admiró unos segundos su belleza hasta que en su mente se abrió paso la idea de que estaba allí por él. De golpe, fingió no recordarla y apartó la vista de sus piernas. Carraspeando una tosecilla, empezó la lección sintiéndose muy incómodo. Su mirada le traspasaba la piel como un aguijón, intoxicándolo con su veneno. «Olvídala, no es más que una joven atractiva», se dijo abrumado. Entonces comprendió que estaba confundiendo sus explicaciones, y las miradas de sorpresa de los alumnos lo sacaron de quicio.

Iba a saltar de la silla cuando Xenia alzó el brazo para interrumpirlo con una pregunta.

—¿Sí, señorita...? —dijo, controlando sus modales con esfuerzo—. Usted es nueva aquí, ¿qué la ha traído hasta mi curso? Y más a estas alturas, cuando está a punto de terminar.

—Soy una oyente de última hora —respondió, la voz cargada de ironía—. Formaba parte de un grupo, pero lo he abandonado. Vuelan hacia Nueva York y yo he regresado a Roma para escuchar alguna de sus famosas clases.

Valentiniano la miró estupefacto. Al cabo, reaccionando ante las miradas de curiosidad que advertía en sus alumnos, intentó concentrarse en los papeles que tenía delante. «Anoche, mi mujer; y esta mañana, Xenia. ¡Por si no tenía ya bastantes problemas!». Se dispuso a proseguir la clase. Su propósito era comparar al señor Berlusconi, cuyo carácter admiraba, con el antiguo romano Sila que, como él, se había lanzado en medio del tumulto político con el único objetivo de salvar los ideales republicanos de Roma. Pero se sintió atenazado por los nervios y le hizo un gesto a uno de sus ayudantes para que ocupara su lugar mientras farfullaba unas excusas a sus alumnos.

—Lo siento, señores, pero creo que me ha atacado la gripe y me voy a casa. Vincenzo continuará la clase.

Apresuradamente, ante la sorpresa de los presentes, agarró la cartera y abandonó el aula. Empleó casi media hora en llegar hasta su coche y salir de la ciudad universitaria de La Sapienza. Decidió ir a comer a Harry‘s, quedaba lejos pero tenía tiempo; el bulevar de Regina Margherita no estaría muy transitado a esas horas. Había sido Honoria quien lo había llevado allí por primera vez. Pensando en ello, recordó que su mujer vestía inusitadamente un traje provocativo, con la falda corta y ceñida. Fue entonces cuando notó el sutil cambio de Honoria. A partir de aquella ocasión, ella insistía en que se aburría y en la necesidad de frecuentar nuevos ambientes más mundanos, como si el ansia de apartarse de las costumbres tradicionales la poseyera.

El semáforo se puso en rojo y frenó bruscamente en el cruce del Largo Marcello. ¿Qué le ocurría a Honoria? En una de sus últimas discusiones, incluso llegó a amenazarlo con buscarse un amante. Y cuando él se limitó a sonreír escéptico, se enfureció como nunca antes la había visto. «No hay quien entienda a las mujeres; en vez de vivir la realidad, prefieren las ilusiones», se dijo arrancando. Poco después, circuló por la via Veneto en busca de aparcamiento. Al fin, harto de buscar, y demasiado educado para aparcar en segunda fila, confió su BMW al portero de Harry’s, quien se apresuró a hacerse cargo de las llaves y le dio la bienvenida.

El interior era confortable y lujoso como un palacio del setecientos transformado. Maderas patinadas por la edad cubrían los muros; pinturas tan oscurecidas por el tiempo, que apenas se entreveían, adornaban arcos y cornisas. Suntuosos cortinajes daban un toque de elegancia al local. La barra ocupaba todo un ángulo, rodeada de mesitas tipo American bar, confiriendo al entorno un tono picante y atractivo. A la derecha se abría un restaurante pequeño y refinado, al frente del cual estaba el maître Desideri que hacía las delicias de Valentiniano. Reservó una mesa para más tarde y fue a la barra para tomar una copa. Pidió un cóctel Rossini y observó el local. Harry’s estaba muy concurrido, principalmente por sus clientes habituales. El ambiente era alegre y despreocupado. Reconoció algunos rostros e intercambió los saludos de rigor.

Iba a dar un sorbo cuando la puerta se abrió y una deslumbrante mujer se recortó en el umbral. Todos los hombres se volvieron hacia ella, la mayor parte boquiabiertos, mientras que a Valentiniano, al ver a su pesadilla, se le escurrió la copa de entre los dedos salpicándole los pantalones.

La recién llegada caminó con la elegancia de un felino, se detuvo un instante frente a él para dedicarle un cordial saludo, que provocó la envidia de todos los varones, y continuó su camino rodeada por varios camareros deseosos de servirla.

Confuso, Valentiniano solo atinó a tratar de limpiar con la servilleta los oscuros cercos de Rossini de su traje.

La llegada de un camarero le hizo levantar la mirada.

—La señora pregunta si el príncipe aceptaría comer con ella. Esto... le hemos explicado que usted ya había reservado una mesa. ¿Quizá desea que lo cambiemos de sitio?

Valentiniano dudó unos instantes. «Dios mío, Honoria se enterará». Se debatía entre la lealtad que debía a su mujer y la curiosidad por conocer las intenciones de la joven. «Después de todo, solo es una comida, nada más». Concluyó que debía aclarar las cosas con Xenia y que no había ningún mal en ello. «¿Y cuáles son tus intenciones?», se preguntó, embarazado.

—De acuerdo —aceptó.

Aparentando una seguridad que no sentía ni por asomo, Valentiniano se incorporó y, seguido por las miradas envidiosas de ellos y las admirativas de ellas, caminó hacia su destino.

I

Xenia y Alex Moore contaban diez años cuando, como cada mañana, miss Marta les anunció la llegada del doctor Osborn y las instó a presentarse en su despacho del Columbia Presbyterian Medical Center de Nueva York. Las niñas sabían que allí, además de su padrino, les esperaba su ración diaria de golosinas, y acudieron corriendo. Cruzaron ante la sonriente miss Porter y, sin llamar, se colaron en la gran estancia cogidas de la mano.

George Osborn se enterneció al ver a las dos pequeñas y, como era usual en él, abrió los brazos. Era la señal para que se acercaran a registrar sus bolsillos. Entre gritos de júbilo, Xenia y Alex se abalanzaron sobre el médico y, tras cubrirlo de besos, lo liberaron de los caramelos que traía preparados para ellas. El doctor Osborn gozaba lo indecible con el ritual. Como siempre, le conmovía el cariño que aquellas criaturas le demostraban, de quienes era deudor, pues a ellas debía su fama.

Las niñas le llenaban de orgullo y amor, como si fueran sus hijas. Había intentado adoptarlas, pero su mujer se opuso, temerosa de que se desencadenaran los celos entre sus propios hijos; de modo que las pequeñas, al carecer de parientes, y como al doctor Osborn le repugnaba la idea de que fueran a parar a una institución, habían crecido con el hospital como único hogar.

Mientras las miraba juguetear con el chocolate, no pudo evitar exhalar un suspiro de complacencia. Sin embargo, lamentó lo efímero del tiempo. Aquellos años se habían volatilizado demasiado deprisa. Rememoró la inolvidable fecha en que empezó todo, la víspera de Navidad de 1975, cuando recibió una llamada urgente en su casa de Nueva Jersey donde celebraba la Nochebuena con su familia. Se trataba de una noticia bomba: dos niñas siamesas habían nacido en el Columbia Hospital, un caso anómalo que solía despertar el interés del público. Mientras circulaba a toda velocidad por el West Side hacia el hospital, Osborn dedujo que si lo habían llamado a él, primer ayudante del equipo de neurología del doctor Richard Topper, era porque este último se encontraba en Aspen pasando las vacaciones navideñas, circunstancia que lo dejaba a él al frente de la situación.

Cuando Osborn llegó al hospital, tuvo que abrirse paso entre los periodistas que ya invadían el departamento de ginecología. Médicos y enfermeras rodeaban la cuna donde las recién nacidas reposaban. Osborn se inclinó sobre ellas, retiró la ligera sábana, y observó que la unión de los cuerpecitos se formaba en la espalda. Por eso habían llamado a un neurólogo, seguramente existían problemas con la columna vertebral.

—¿Dónde están los padres? —quiso saber.

—Solo conocemos a la madre —dijo una enfermera—. Llegó acompañada de una anciana muy rara, e ingresó por Urgencias. Había sufrido un accidente con un camión, pero gracias a Dios estos tesoros están a salvo. El doctor Green no cree que la mujer sobreviva, ha sido trasladada a reanimación.

—Examinaré a las recién nacidas. ¿Han avisado al doctor Topper? —preguntó, rogando que el viejo se encontrara en un lugar donde el teléfono brillara por su ausencia.

—No ha habido forma de ponerse en contacto con él.

Osborn casi saltó de júbilo. Sin poder creer en su buena suerte, ordenó que los bebés fueran trasladados a radiología mientras él iba a hablar con los periodistas.

—¿Es usted el doctor que se encarga del caso?

—En ausencia de mi superior no me queda otro remedio.

Luego, fue a realizar un minucioso reconocimiento a las recién nacidas. Pronto concluyó que la operación de separación era simple, como un juego de niños. Los dos cuerpos eran perfectos, y cada uno poseía intacta su propia columna vertebral. Cualquier cirujano podría realizar la operación sin problemas, pero él se guardaría bien de admitirlo; en cambio, evidenciaría las dificultades y se las arreglaría para presentar un caso que lo hiciera parecer un héroe.

Decidió intervenir inmediatamente antes de que el asunto escapara de sus manos. El único problema residía en cómo enredar a la enfermera de radiología que había visto las placas. Mirando a la buena mujer, vio enseguida que no se trataba de una profesional. Se encontraba allí de guardia por casualidad, no pertenecía al equipo del hospital, y seguramente trabajaba en alguna agencia privada y hoy hacía horas extraordinarias.

Osborn se volvió hacia ella con una expresión grave.

—Imagino que es consciente de la urgencia del caso —dijo. Y golpeó las radiografías, cubriéndolas casi por completo con la carpeta.

La chica enrojeció, nerviosa, y puso todo su empeño en entender a aquel inteligente doctor. Al final del discurso, lo único que estaba claro en su cabeza era que se encontraba ante un genio. Una vez Osborn se hubo asegurado de haber reclutado a una devota admiradora que en el futuro daría prueba de su pericia, ordenó que prepararan el quirófano mientras iba a hablar con la anciana que aguardaba en la sala de espera.

Encontró a una mujer alta, delgada y altanera, con la cara llena de arrugas y el pelo blanco encrespado sobre los hombros. Sostenía una botella de vodka, pero si había bebido lo disimulaba muy bien. Al acercarse, ella se incorporó y le tendió la mano esperando que se la besara. Osborn vio algunos periodistas en la sala, con los ojos clavados en él, y decidió mostrarse cortés. Se inclinó, tomando su mano, y se la llevó a los labios estremecido por la belleza de la anciana.

—¿Es usted pariente de las recién nacidas?

—Soy la condesa Lorsangeliev —dijo la mujer—. Las niñas son mis bisnietas. ¿Cómo se encuentra mi nieta?

Osborn le explicó que se encontraba en la sala de reanimación, que cuando hubiera noticias la informarían, y acto seguido le pidió su consentimiento para operar a las pequeñas.

La condesa lo miró de arriba abajo, atravesándolo con los ojos, y asintió lentamente.

La actuación de Osborn en el quirófano fue espléndida. Alargó la primera etapa con destreza, se enfrascó más de lo necesario en el microscopio electrónico, y, como deseaba crear un aura de verosimilitud en torno a la operación, se esmeró en su trabajo. Por último, se entretuvo en la perfecta sutura de las heridas para que las cicatrices desaparecieran y así las niñas, en el futuro, pudieran exhibir una espalda sin la menor señal.

—Bien, ya he terminado —dijo Osborn—. Ahora solo es cuestión de vendar y colocar un yeso, manos a la obra —pidió al adormilado equipo.

Diez minutos más tarde, el color volvía a las mejillas de las siamesas transformadas en gemelas. El mismo Osborn empujó la camilla para conducirlas a pediatría, donde deberían permanecer en la incubadora hasta que se estabilizaran.

—Habría sido mejor esperar a que las niñas fueran más grandes y fuertes para realizar la operación —dijo la pediatra, acomodando a los diminutos bebés en las incubadoras.

Osborn observó su oscuro semblante y se asustó. La idea de la muerte entró por primera vez en su cabeza al contemplar la fragilidad de los dos pequeños cuerpos.

—No —replicó—, la malformación oprimía la arteria impidiendo la correcta irrigación del cerebro. Habrían perecido.

—Si usted lo dice... A mí me pareció que estaban bien.

—Las radiografías no mienten —dijo Osborn, temblando ante la posibilidad de que la doctora lo verificase.

Permaneció varias horas aterrado por la suerte de las niñas; en parte debido a los remordimientos, en parte porque si morían se practicaría una autopsia. Osborn no quería ni pensar en las consecuencias que le acarrearía. Estaba tan preocupado que, cuando a las siete de la mañana, la doctora, conmovida por lo que creía dedicación a sus pacientes, le trajo una taza de café, esta se le escurrió de las manos y se estrelló en el pavimento.

—Parece que reaccionan —comentó la pediatra—, el pulso es débil pero regular. Ha sido una noche terrible, pero con un poco de suerte creo que acabará bien.

Osborn dejó escapar un intenso suspiro de alivio.

Los periodistas dormían a pierna suelta en los divanes de la sala de espera; todos menos uno que se entretenía charlando con la anciana y tomando notas. Al entrar Osborn en la sala, todos se pusieron en pie. Su imagen los conmovió.

—¿Ha permanecido toda la noche en el quirófano?

—Quizás hubiera hecho mejor en adecentarme un poco antes de venir a hablar con ustedes —dijo—. Las niñas han sido separadas y están bien, ¿quieren echar un vistazo?

Osborn ayudó a la dama a incorporarse, observando que la botella de vodka que sostenía estaba prácticamente vacía.

—Me vendría de perlas un buen trago —le sonrió.

Cuando el grupo se detuvo ante el cristal que protegía la enfermería, encontraron allí a más gente. La noticia de que habían nacido unas siamesas durante la Nochebuena, y que habían sido separadas con éxito, había corrido por el hospital como un reguero de pólvora. Se trataba de un suceso sin precedentes que atraía la atención de todos.

La pediatra olvidó sus dudas cuando controló por última vez los monitores de las incubadoras. Todas las funciones de las recién nacidas eran correctas. Satisfecha, la doctora solo recordaría de aquella noche las horas de abnegada dedicación del dotor Osborn a las pequeñas, y a eso se refirió a lo largo del camino de salida al ser asaltada por los periodistas.

La tragedia, sin embargo, también hizo acto de presencia. Y por partida doble. Esa misma noche la joven madre murió en la sala de reanimación; y la anciana condesa, tras contemplar sanas y salvas a sus bisnietas, brindó por la salud de su dinastía, se llevó a la boca las últimas gotas de vodka, estrelló la botella contra el suelo, y, acto seguido, se desplomó muerta.

Horas más tarde, las cadenas televisivas relataban las alegrías y las tristezas del acontecimiento, señalando sobre todo la actuación del joven doctor Osborn. Así fue como el doctor Topper descubrió lo sucedido en el hospital, en su departamento de neurología, y la noticia casi le provocó un síncope. ¿Por qué no lo habían esperado? La decisión de operar, de cómo hacerlo y cuándo, era suya. «Alguien pagará cara esta falta de ética profesional», se dijo, vengativo.

Entretanto, las niñas reposaban en sus incubadoras, ajenas a la conmoción que su llegada al mundo había provocado.

No había transcurrido del todo la jornada cuando una avalancha de regalos llovía sobre las recién nacidas. Ropas, juguetes y dinero no cesaban de afluir al Columbia. Los periódicos relataron la tragedia enfatizando los detalles de las muertes de las dos únicas parientes conocidas de las gemelas, pobres y desvalidas al parecer, y los mensajes de solidaridad no cesaron de llegar desde todos los rincones de la ciudad. De este modo, y a partir de entonces, la situación cambió para ellas, facilitándoles un porvenir desahogado. Su familia sería el hospital, Osborn su padre, y sus posibilidades económicas, que durante el período de su niñez aumentarían sin cesar, les permitirían en el futuro afrontar los gastos de su educación y vivir con independencia.

Únicamente fue una Nochebuena triste para los hijos de Osborn. El pequeño Junior, de siete años, esperaba con ansia el regalo prometido por su padre, pero debió aceptarlo de manos de su madre que no entendía nada de computadoras. Para él fue una Navidad desagradable, al igual que para su hermana Patty, que no pudo disfrutar de la presencia de su progenitor.

Al día siguiente, una imagen martilleaba el cerebro de Osborn atormentando sus sueños: las placas. Conocía demasiado bien a Topper, sabía que el neurólogo estudiaría a fondo el cuadro clínico de las siamesas, y allí estaban las delatoras radiografías. Se daría cuenta inmediatamente del fraude. Un sudor frío perló su frente. ¿Qué hacer? Hacerlas desaparecer era imposible; sustituirlas sería una solución, pero ¿cómo? Por muchas vueltas que le daba, no se le ocurría ninguna idea brillante. Presa de los nervios, consultó su reloj de muñeca: un Rolex Daytona que le regaló, como muestra de gratitud por sus cuidados, un paciente. Don Vittorio Storino. Un mafioso, convicto de asesinato.

Durante una semana Osborn se mantuvo en estrecho contacto con él mientras lo preparaba para una intervención, asombrándose con frecuencia por su afabilidad y sentido común. Don Vittorio no hablaba mucho, pero Osborn le caía bien y a menudo le pedía que se quedara con él tras la visita.

—Estoy solo —se lamentaba—. Después de la desgracia tuve que mandar a mis hijos a Sicilia, allí estarán mejor protegidos. —Y al ver la mirada perpleja de Osborn, añadió—: Porque usted sabe quién soy, ¿verdad?

Osborn tenía una vaga idea. Había leído en la prensa algo acerca de un crimen pasional cometido por un jefe de la mafia que controlaba el crimen organizado en Nueva Inglaterra, y que por fin había permitido a las autoridades echarle el guante. Al parecer, los crímenes abundaban en su currículum, pero a Osborn le costaba imaginar que aquel benévolo personaje estuviera enredado en tales fechorías.

—Me han dicho que usted es un mafioso.

Don Vittorio se rio con desdén.

—Digamos que soy un hombre de honor dedicado a los negocios y a la protección de mi familia, ¿comprende, doctor Osborn? —Suspiró—. ¿Será usted capaz de quitarme este dolor de cabeza? No puedo permitir que mis muchachos me vean en un estado tan vulnerable.

—Se trata de un tumor, pero confío en extirparlo. Según su grado de malignidad podrá salir de esta, aunque debe estar preparado para afrontar lo peor. —Hizo una pausa y, sin pensar, le formuló una pregunta—: ¿Qué le hizo a su mujer? Quizá soy indiscreto, no tiene por qué contármelo.

La expresión de don Vittorio mudó al instante, y una furia salvaje encendió su mirada. Sin embargo, su voz era tranquila cuando respondió como si se tratara de un suceso banal.

—La estrangulé con estas manos, lentamente, para que sufriera por haberme disonorato con mi mejor amigo, mi consigliere. Los cogí in fraganti, en mi propia cama. Aquel traidor era mi hombre de confianza y le hundí el cuchillo en el estómago; luego, le corté los testículos y dejé que se desangrara. —Se echó a reír y su ferocidad dejó sin aliento a Osborn—. Un buen final para un traidor que ambicionaba mi puesto y conspiraba en mi contra junto a mis rivales. Querían liquidarme. Por eso me entregué a la policía y mandé lejos a mis hijos.

Osborn no podía entender la dualidad de don Vittorio. Tan pronto demostraba nobleza como al instante se regodeaba en una escena criminal. Sabía que era un monstruo, y se preguntaba por qué le había relatado el terrible suceso sin ahorrar detalles. ¿Se trataba de una advertencia? No obstante, puso todo su empeño en la operación y esta resultó un éxito. Don Vittorio quedó tan satisfecho que, cuando se despidieron al cabo de diez días, le estrechó la mano con fuerza mientras ponía el reloj en su bolsillo.

—Recuerde mi nombre, doctor Osborn. Don Vittorio Storino está en deuda con usted. Si alguna vez se encuentra en dificultades, acuérdese de mí.

Ahora Osborn rememoraba sus palabras, aunque no confiaba mucho en las posibilidades de un tipo que estaba entre rejas. Pero no veía otra alternativa. Salió de casa sin dar explicaciones y cogió el coche. Corrió por la autopista Lincoln, atravesó Queens y subió al ferry para llegar a la prisión. Una vez en la penitenciaría, mencionó el nombre de Vittorio Storino y, para su sorpresa, le permitieron entrar. Don Vittorio se alegró de verlo. A pesar de las fiestas navideñas, era su único visitante.

—Lo he visto en la televisión —dijo. Lo escrutó de tal modo que Osborn bajó la mirada—. Doctor, es usted un héroe.

Osborn se dejó caer en una silla con la cabeza entre las manos. Tardó unos segundos en decidirse y, jugándose el todo por el todo, confió en aquel hombre. Comenzó a hablar a borbotones. Cuando terminó, se apercibió de que había despertado su atención. Los ojos de don Vittorio chispeaban de interés.

—Hábleme de las niñas, doctor. ¿Cómo están? Quiero saber la verdad, no lo que cuenta la televisión.

—Están fuera de peligro, y evolucionan favorablemente.

—Bien, eso está bien. Ahora permítame reflexionar unos instantes —dijo. Sacó del bolsillo una agenda muy usada, escrita en un galimatías indescifrable y, tras estudiarla, alzó su oscura mirada—. Puede hacerse, sí. ¿Le parece bien recibir las radiografías mañana por la noche? Solo debe precisarme lo que deben mostrar.

Osborn lo miró estupefacto, consciente por primera vez del gran poder de su organización. Aquel hombre, pese a su encierro, disponía de los recursos necesarios para mover los hilos con discreción, eficacia y en un breve lapso de tiempo.

—A lo mejor ignora cómo llevamos a cabo nuestros negocios —dijo don Vittorio, en tono profesional—. Se trata de un intercambio de favores. ¿Comprende usted a qué me refiero?

—Mientras no me pidan que mate a alguien...

—No, de eso se encargan otros; y le aseguro, doctor, que son muy eficaces. —Osborn se estremeció—. Le aconsejo que lo piense bien antes de decidir. Una vez dentro, es muy difícil abandonar la organización. Y peligroso.

—Estoy con ustedes —se atragantó Osborn—. Si ahora me ayudan, les seré leal en el futuro.

—Hablemos de las radiografías. ¿Prefiere que nosotros nos ocupemos de la sustitución o desea recibirlas usted mismo?

Osborn no podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Es posible? ¿Puedo contar con que mañana por la noche estarán en su lugar en el Columbia?

—Eso he dicho, doctor, puede creer en mi palabra.

Osborn empleó una hora en realizar un croquis de lo que necesitaba. Entonces se lo dio, pero don Vittorio lo rechazó.

—No, usted mismo lo llevará. La entrega debe ser esta noche, dentro de una hora. En el último piso del Empire State hay una escalerilla que conduce al mirador. Deje los dibujos bajo el primer escalón. Muévase, no dispone de mucho tiempo.

Osborn se incorporó de inmediato.

—¿Volveremos a vernos?

—Quién sabe. Vaya, vaya... —sonrió don Vittorio.

Presa de la angustia por no perder la oportunidad, Osborn exprimió hasta el último segundo para llegar a tiempo. Por fin, aparcó frente al colosal rascacielos y entró en el edificio.

Faltaban diez minutos para la hora establecida cuando abandonó el primer ascensor del Empire y subió al segundo que lo llevaría hasta la torre. Una vez allí, cumplió las instrucciones con discreción. De forma disimulada, se deslizó por la escalera y colocó bajo el primer peldaño los dibujos que decidirían su destino. Luego, retrocedió hasta el ascensor, que en ese momento abría sus puertas a unos pocos turistas que salieron a la terraza.

De nuevo en la calle, circuló por Park Avenue con las manos temblando sobre el volante. Decidió tomar una copa para serenarse, y se detuvo ante el Suissotel The Drake. El bar estaba semidesierto. Pidió un whisky doble, que bebió de un trago, y después otro que paladeó lentamente. Al cabo, sintió que la bebida lo tranquilizaba y pagó al camarero dejando una abultada propina. De improviso, el cansancio le cayó encima como una losa. Como no se veía con fuerzas para regresar a Nueva Jersey, se dirigió a recepción y tomó una habitación. Pidió más bebidas y llamó a su mujer para explicarle que, después de visitar a las siamesas, pasaría la noche en el Drake, cerca del Columbia. Tras disculparse como pudo, colgó para realizar otra llamada, ahora al hospital, por si había novedades. La pediatra le explicó que todo iba bien y Osborn pensó que por fin podría descansar. Se metió en la cama y, al instante, se quedó profundamente dormido.

El doctor Topper sintió dispararse su adrenalina al observar la prensa del día siguiente. En primer plano, destacaban las fotografías de Osborn ante las incubadoras de las siamesas. Sin esperar a su familia, abandonó Aspen para correr al aeropuerto de Denver y desde allí tomar el primer vuelo para Nueva York.

Ante la sorpresa de su equipo, el día 27 por la mañana Topper se presentó en el Columbia y los convocó a todos. Su ira contra Osborn creció al ver que no acudía a la reunión.

—¿Dónde está ese mal nacido? —gritó.

Le explicaron que Osborn, después de visitar a las siamesas el día anterior, había anunciado que pensaba tomarse un respiro de un par de días y se había marchado sin dar explicaciones.

—¿Sin mi permiso? —se escandalizó Topper.