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Antes de morir, la madre de Victoria le había dicho que fuera a Madrid, y ella no sabía el porqué de su ultimo deseos, pero sabía que, por alguna razón desconocida, su destino estaba en esa ciudad y hacia allí se dirigió viajando como paje de Lord Lynke, un aristócrata inglés que iba a contraer matrimonio con una de las mujeres más ricas de España; Doña Alicia. Lord Lynke fue engañado por la "mascarada" hasta que un intento de medianoche, a la vida de Victoria, la llevó a sus brazos para protegerse y su embuste cayo por tierra, pues el destino quiso que de alguna forma, sus corazones se acercasen y que ella se rindiera al creciente amor por él, pero antes debería conocer el secreto de su nacimiento, el secreto que se encuentra en algún lugar de Madrid, la capital española y el destino quiso, que los dos sumergieran en una dulce aventura inesperada…
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Seitenzahl: 249
Veröffentlichungsjahr: 2019
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DULCE AVENTURA
Barbara Cartland
Barbara Cartland Ebooks Ltd
Esta Edição © 2019
Título Original: “Sweet Adventure”
Direitos Reservados - Cartland Promotions 2019
CAPÍTULO I
Lord Lynke estaba de muy mal humor al bajar en San Sebastián. La tierra parecía estremecerse bajo sus pies, lo cual no era de sorprender después de la tempestad que habían soportado en la Bahía de Vizcaya.
A Lord Lynke, en lo personal, la tormenta no lo había molestado. Era un excelente marino, además de ser un firme convencido de que el estómago más inquieto puede aplacarse con un vaso del mejor coñac. Esta convicción, sin embargo, fue un pobre consuelo para su personal, que no pudo obtener el mejor coñac o no le resultó eficaz el remedio. Habían caído postrados uno a uno, mientras Lord Lynke los maldecía por su debilidad, al mismo tiempo que experimentaba cierta incontrolable excitación ante las opiniones del Capitán, quien calculaba que con veinticuatro horas de una tormenta así, el barco se partiría en dos.
A pesar de los tres días de retraso, habían llegado a San Sebastián sanos y salvos. Eso, en lo que al barco y a Lord Lynke se refería, porque habían sufrido varias bajas. Durante la tormenta, dos marineros habían caído fuera de borda sin poder recibir ningún auxilio; otro tanto había sucedido a su criado personal. Su secretario, a quien consideraba un amigo, se había roto una pierna.
Para completar las catástrofes, el día anterior al divisar la costa española, el paje de Lord Lynke había tenido un accidente. El muchacho había resultado una molestia considerable durante todo el viaje. Se había caído de los aparejos, a los que se le había prohibido subir, en forma terminante, y se había fracturado el cráneo. En esos momentos permanecía tendido en una habitación a oscuras, y se estaba organizando su regreso a Inglaterra, junto con el secretario de Su Señoria.
—¡Que el diablo se los lleve a todos!— murmuró Lord Lynke entre dientes, mientras caminaba por la calle empedrada, sin hacer caso de las miradas de admiración y asombro que despertaba a su paso.
No había duda de que era un hombre por demás atractivo y elegante, con su chaqueta de terciopelo, de largos faldones, y su chaleco bordado con hilos de oro. La corbata de encaje y el cabello empolvado, recogido hacia atrás con una cinta negra, hacían un agradable contraste con su rostro apuesto, bronceado por el sol. La empuñadura de su espada, que asomaba entre los pliegues de su chaqueta, relucía en destellos a la luz del sol.
Se alejó del muelle por una larga calle angosta que conducía al centro de la población. Él sol primaveral, tibio y clorado, resaltaba el color de los viejos ladrillos de las casas y bañaba los alegres interiores descubiertos a través de las ventanas enrejadas. El cielo era muy azul y aun en los charcos de las calles el agua parecía tomar el tono azul del manto de la Virgen.
El suelo aún parecía estremecerse bajo sus pies. Lord Lynke no recordaba una tormenta más furiosa que esta última, la peor de sus muchos años de navegación. Sin embargo, sentía cierta satisfacción advirtiendo que había salido de ella sin sufrir siquiera un rasguño.
Lo que más le enfurecía era el accidente sufrido por su secretario, Anthony Clayton. El viaje sería muy aburrido sin nadie con quien conversar, ni en quién confiar. Lo que era más, ofrecería un triste espectáculo en la corte madrileña, cuando llegara sin más compañía que sus cocheros, sus palafreneros y un valet inexperto. Había preparado todo para impresionarlos con su carruaje, sus caballos, su secretario personal y su paje con título de nobleza.
Maldijo otra vez al recordar lo sucedido. El joven Roderick Lañe era baronet, además de ser un chico en extremo inteligente. Lord Lynke consideró un golpe genial llevarlo en este viaje, porque, entre otras cosas, Roderick hablaba español.
Lord Lynke había confiado sus ideas sólo a Anthony Clayton.
—Todos esperan que tú y yo hablemos español, más o menos, Tony— le había dicho—, así que todos hablarán con buen cuidado frente a nosotros. Pero un paje será alguien a quien no darán importancia. Lo considerarán un chico tonto, seleccionado sólo por ser aristócrata. Nunca pensarán, ni por un momento, que entiende su idioma. Los sirvientes hablarán sin reservas frente a él.
—Parece que estás tomando todo este proyecto muy en serio —había opinado Anthony Clayton con una sonrisa.
Lynke, encogiéndose de hombros con aire petulante, había replicado.
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
Al dar vuelta a la calle, con el ceño fruncido y enfrascado en sus
pensamientos, una diminuta figura chocó contra él. Aunque el culpable era pequeño, el impacto fue violento y bastante doloroso.
—¡Socorro, señor! ¡Socorro!— exclamó en español una vocecita asustada. Por un momento dos manos sucias se aferraron a su chaqueta de terciopelo azul. Entonces, con increíble velocidad, el niño, por lo que pudo ver se trataba de un niño pequeño y sucio, se colocó atrás de él, buscando su protección, al mismo tiempo que aparecía un hombre furioso, enarbolando una vara.
—¡Ven aquí, tú, aborto del infierno!— gritó el hombre, también en español—. ¡No creas que escaparás esta vez! Te juro que te daré una paliza con la que te romperé hasta el último hueso de tu esqueleto.
Por la violencia de sus amenazas y su modo de sacudir la vara en el aire, no cabían dudas de que estaba dispuesto a cumplir sus amenazas.
—¡Socorro, señor! ¡Socorro!— oyó gritar Lynke, mientras dos manecitas tiraban de las colas de su chaqueta.
Lynke intentaba liberarse del aterrorizado chiquillo, pensando que aquel pleito no le incumbía, cuando el hombrón que enarbolaba la vara gritó con impaciencia:
—¡Quítese de mi camino, señor!
Aquél era un insulto que Lynke jamás toleraría:
—¿Me está usted hablando a mí, buen hombre?— preguntó en un español dificultoso.
—¿Ya quién más le hablaría?— respondió el otro con insolencia, avanzando un paso hacia Lynke. Eran dos hombres de complexión y estatura similares—, el chico es un ladrón y un mentiroso. Le pago por limpiar la parte trasera de mi tienda. Pierde el tiempo y me roba.
—No es verdad— negó la vocecita—, no robé nada. Sólo me comí una manzana que había desechado por estar demasiado podrida para venderse.
—¡Bah! Sólo son mentiras tuyas— el español hizo un movimiento para lanzarse atrás de Lynke y tomar al chicuelo ahí refugiado; pero un rápido movimiento de Su Señoria se lo impidió.
Hugo Lynke no supo por qué se había convertido en defensor del chiquillo sucio escondido detrás suyo. Sólo sabía que le disgustaba la actitud impertinente del hombre que se le enfrentaba.
Se metió la mano en el bolsillo.
—Aguarde un momento— dijo—, pagaré por lo que el chico ha
robado. ¿Cuánto es?
Los ojos del hombre brillaron de codicia al ver las monedas.
—Son por lo menos cinco pesetas el valor de lo que se ha comido, señor. Pero el tiempo que ha perdido asciende a mucho más.
—Pagaré sólo por lo que ha robado— aclaró Lynke con lentitud. Seleccionó una moneda de las que tenía en la palma de la mano. Hizo volar en el aire la moneda de cinco pesetas, que fue a caer al arroyo. El hombre corrió a recuperarla.
Lynke continuó caminando. Había avanzado ya bastantes pasos cuando escuchó una voz que decía a sus espaldas:
—¡Gracias, señor! ¡Muchísimas gracias!
Se volvió asombrado, al oír que las palabras pronunciadas eran en perfecto inglés. Observó al sucio chiquillo que acababa de salvar. Estaba descalzo, las ropas que lo cubrían eran simples harapos; sus manos y su rostro estaban ennegrecidos de hollín.
—¡Le estoy en extremo agradecido, señor!— continuó el chico en un inglés culto y claro.
Su rostro era muy delgado, de huesos salientes y piel apergaminada por la desnutrición. Era difícil definir sus facciones, cubiertas de mugre. Pero lo más asombroso era este detalle, los ojos que miraban a Lynke eran azules, de un azul tan profundo como el del mar que acababa de dejar.
—¿Quién eres tú?
—Me llamo Víctor, señor.
—¿Cómo sabes ingjés?
—Mi padre era escocés.
—¿Era?— preguntó Lynke—. ¿Ha muerto ya?
—Sí, señor.
—¿Y tu madre era española?
—Sí, señor.
—Una buena combinación. Eso explica que hables dos idiomas.
Lynke palpó en su bolsillo de nuevo y sacó una moneda mayor de la que había dado al enfurecido español.
—Toma, hijo. Cómprate algo de comer y la próxima vez que robes, procura que no te vean— aconsejó.
Extendió la mano con la moneda en ella y una esbelta manita la tomó. Lynke, que estaba a punto de marcharse, preguntó de pronto:
—Supongo que tu padre era marinero.
—No, señor— oyó decir al chico con orgullo—, mi padre era un
caballero. Era un partidario del legítimo Rey de Inglaterra, señor.
—¡Un jacobino!— exclamó Lynke.
—Esto, desde luego, explicaba la ascendencia del chiquillo. Su padre habría sido partidario del viejo pretendiente al trono; uno de los muchos escoceses exiliados en España dieciocho años atrás, después de su fracasad© intento de rebelión en 1719. El padre del chico habría participado en ese desventurado intento de llevar a Jacobo Estuardo a ocupar el trono de Inglaterra.
—¿Dices que tu padre ha muerto?— preguntó en voz alta.
—Sí, señor, murió hace tres años.
—¿Y tu madre?
—También ha muerto. Hace seis meses fue arrollada por un carruaje y murió a causa de las heridas recibidas.
Los ojos azul oscuro se nublaron por un momento. Lynke volvió a meter la mano en el bolsillo, esta vez buscando una moneda de oro. Era lo menos que podía hacer por el hijo de un compatriota. Entonces, al sacarla, se le ocurrió una repentina idea, quizá tan descabellada que por un momento no se atrevió a mencionarla. Sin embargo, cuanto más la pensaba, más sentido adquiría.
Aquel chiquillo hablaba tanto español como inglés. Su español era, por cierto, mucho mejor que el del pobre Roderick Lañe, que yacía inmóvil en El Halcón del Mar; aunque sin duda alguna sus modales debían ser muy inferiores. Pero el resultado era el mismo y lo más importante de todo era que él necesitaba un paje.
Volvió la moneda de oro a su bolsillo.
—Oye— dijo—, creo que podría ofrecerte un empleo. ¿Quieres venir conmigo a Madrid?
—¿Como qué?— preguntó el chiquillo.
Divertido por la actitud del pequeño rapaz, Lynke bromeó ofreciéndole un puesto de ayudante de cocinero o de mozo de sus cocheros.
El chico hizo una leve inclinación de cabeza, pero entonces levantó la barbilla con orgullo para decir:
—Le agradezco, señor, su bondadosa sugerencia, pero yo no sirvo a ningún sirviente.
Dijo estas palabras con tanta dignidad que Lynke necesitó esforzarse para no soltar la carcajada.
—Comprendo— respondió con gran cortesía—, y lamento mucho haber cometido un error tal. El puesto que te ofrezco es el de paje.
Aun al decirlo, pensó que estaba cometiendo una locura. Entonces acudió a su mente el consolador pensamiento de que si el chiquillo resultaba imposible de entrenar tendría tiempo de despedirlo mucho antes de llegar a Madrid. La voz del muchacho interrumpió sus pensamientos.
—¿Su paje personal?
—Mi paje personal— confirmó él.
—En ese caso, señor, encantado de aceptar su oferta.
Lynke miró al chico para continuar con brusquedad:
—Tus deberes empiezan ahora mismo. Dime cómo llegar a la mejor posada de la ciudad.
—El Gallo de Oro es la mejor, señor. La encontrará usted al finalizar esta calle. Antes de acompañarlo, ¿me permitiría despedirme de mis amigos y asearme?
—Muy bien. Nos encontraremos en la posada dentro de una hora.
Se volvió para marcharse, pero de nuevo el chico lo detuvo.
—Lamento molestarlo, señor, pero hay dos cosas que debo decirle antes que se vaya. Primero, que como su paje necesitaré ropa adecuada. Segundo, ¿me puede decir cuál es su nombre, mi?
Lynke sonrió.
—Se ve que tienes espíritu práctico y eso me gusta. En lo que se refiere a la ropa, envía al mejor sastre de la población para que me vea en la posada a la hora de nuestra cita. Pero, para que no te sientas mal, cómprate algo decente, en tanto él te prepara ropa adecuada.
Dos monedas de oro cambiaron de mano.
—Y ahora, en cuanto a mi nombre— continuó—, soy Lynke, del Castillo de Hatharton, en Sussex, Inglaterra.
El muchacho hizo una reverencia.
—Gracias, mi. Me pondré a su servicio en una hora.
Con la rapidez de una gacela asustada, el muchachito desapareció y Lynke se quedó por un momento de pie, indeciso, antes de encogerse de hombros y emprender el camino en dirección a la posada.
El Gallo de Oro no estaba muy lejos y Lynke entró y advirtió que, sin ser un lugar lujoso, al menos era limpio y acogedor. El posadero puso a su disposición una sala privada y envió mozos para indicar a los marineros el lugar al cual llevarían los baúles de Su Señoria. La caballeriza en la parte posterior de la posada, era bastante aceptable.
Ordenó la cena y pidió que de inmediato le mandaran una botella de vino a la salita.
—¡Ahora mismo, Excelencia!— dijo el propietario, con una exagerada reverencia, complacido de tener un huésped tan distinguido y con bolsillos tan bien provistos.
—Dentro de una hora un chico vendrá a preguntar por mí—informó Lynke—, vea que sea conducido hasta aquí.
—Sí, sí, Excelencia.
—Tal vez venga acompañado de un sastre, también a él quiero verlo.
—Muy bien, Excelencia.
Lynke estiró las piernas frente al fuego. Se sentía muy aburrido sin tener con quién hablar y pensó en lo tedioso que le resultaría el viaje a Madrid en medio de esa soledad en que se hallaba ahora.
Murmuró una repentina maldición, pero reconoció para sí que no tenía derecho a lamentarse de su suerte. Pero que él fuera culpable de lo que le estaba sucediendo no era un gran consuelo, en realidad.
Podía recordar a su tío, el Duque de Newcastle, Secretario de Estado para Asuntos Extranjeros, y escuchar su voz firme y precisa:
—Me siento avergonzado de ti, Hugo.
—No sé por qué— había contestado él, preguntándose al mismo tiempo qué sabía de él ahora su tío.
—Creo que tú sabes la razón tan bien como yo. Envié a buscarte en cuanto terminó mi entrevista con Rustington.
—¡El golpe había caído sobre él! Lynke sabía que debía suponerlo. Sin embargo, trataba de simular ignorancia sobre ese nombre.
—Rustington— había continuado el Duque con un aire impresionante—, lo ha descubierto todo.
—¡Espero que no!
Había dicho aquello sin pensar, y el efecto de sus palabras había ensombrecido aún más el semblante del Duque
—¡Hugo! Eres el hijo de mi hermana favorita. He hecho lo mejor que he podido por ti. Desde la muerte de tu pobre padre, he tratado de guiarte y ayudarte. He fracasado en forma lamentable. Esto es evidente tanto por tu forma de vivir, como por las horribles revelaciones que Rustington me ha hecho hoy.
—Lamento que mi conducta te contraríe tío, pero debo recordarte que ya no soy un jovencito. De hecho, me acerco cada día
más a una edad avanzada y considero que, por lo tanto, tengo derecho a comportarme como me plazca.
El Duque de Newcastle había suspirado.
—A los veintinueve años, mi querido Hugo, estás cometiendo el mismo error que tantos otros tontos han cometido. A ninguno de nosotros se nos permite hacer lo que nos place. Tenemos responsabilidades, no sólo hacia otras personas, sino también hacia nuestro país. Un escándalo en este momento representaría un agravio a la monarquía.
—No había pensado en eso— había reflexionado Lynke.
—Eso me imaginé— contestó el Duque con sequedad—, pero, por desgracia, Lady Rustington es dama de honor de Su Majestad la Reina. Fue sólo por esa razón que Rustington vino a verme, en lugar de tomar el asunto en sus manos, y resolverlo por medio de un duelo o divorcio.
—¡El divorcio!— exclamó Lynke asombrado.
—Sí, el divorcio. Se necesitaría un Acta del Parlamento, pero un hombre que sabe que su esposa ha actuado como lo ha hecho Lady Rustington, tiene todo el derecho de solicitar una acción tan irrevocable como ésa.
—¡Pobre Charlotte!— había murmurado Lynke—, pero, por supuesto, yo no la abandonaría.
El Duque de Newcastle mostró una expresión de incredulidad.
—Disculpa, mi querido Hugo, pero te recuerdo que no has apoyado a las damas con las que te enredaste en escándalos similares o aún más desagradables. Tenemos el caso, si mal no recuerdo, de Lady Winslow, de esa linda señora Fitzgerald, de Lady Margaret…
Lynke levantó las manos.
—Está bien, tío. Te suplico me ahorres recordar la lista de mis indiscreciones. Pero Lady Rustington es diferente. Yo… yo la amo.
El Duque se permitió una triste sonrisa.
—El amor es una palabra que adquiere muchos significados. Estoy convencido, Hugo, de que tú no amas a nadie, más que a ti mismo. Debo recordarte, también, que Lady Rustington es diez años mayor que tú. Lo que, es más, ella no está ansiosa de pasar el resto de su vida a tu lado, como crees. Ha pedido de rodillas a su esposo que la perdone.
El rostro de Lynke se había oscurecido.
—Debe haberse sentido obligada a ello. Estoy convencido de que
Charlotte preferiría morir a inclinarse ante esa tumba viviente que es su marido.
—Sin embargo, lo ha hecho. Lo importante es que Rustington se ha mostrado en extremo generoso y comprensivo, aunque, desde luego, ha puesto sus condiciones.
—¿Y cuáles son esas condiciones?
—Que abandones Inglaterra de inmediato.
—¡Ale niego a hacerlo!— protestó Lynke—, estoy comprometido para una carrera en New Market la semana próxima. Tengo dos caballos que correrán allí y hay involucradas altas apuestas. Si Rustington piensa que logrará echarme de aquí, está equivocado.
—Me temo que no tienes alternativa al respecto— afirmó el Duque con sequedad—, ya he aceptado las condiciones de Rustington en nombre tuyo.
—¿Qué dices?
—Sí, Hugo, así es. He trabajado toda mi vida por dos cosas: preservar la grandeza de Inglaterra en el área internacional y mantener la paz interna. En estos momentos no podemos permitir un escándalo en los círculos que rodean la corte inglesa. El joven pretendiente al trono, el Príncipe Carlos Estuardo, está aguardando su oportunidad del otro lado del canal. El pueblo está inquieto y el Rey, preocupado.
—No sin razón— murmuró Lynke—, mucha gente quisiera que Carlos Estuardo ocupara el trono.
El Duque pasó por alto el comentario.
—Por lo tanto, he organizado tu salida rumbo a España.
—¡A España!— exclamó Lynke—. ¿Por qué a España? Es un país del que no sé nada, excepto que me hiciste aprender su idioma cuando estaba en la escuela.
—Fue una precaución muy sabia, a la luz de lo sucedido.
El Duque fue hacia su escritorio y tomó unos papeles.
—Hay dos razones por las que debes ir a España— continuó—, primero, porque la Reina de España, Isabel Famesio, sugirió hace poco que un matrimonio entre la pupila del Rey, Doña Alicia, y un noble inglés sería ventajoso para ambos países. No prestamos demasiada importancia al tema porque nadie entendió, entonces, la razón de tal sugerencia. Y, además, porque no había nadie adecuado para sugerir como pretendiente.
—¿Y ahora me consideras adecuado a mí?— preguntó Lynke.
—Por el contrario, creo que eres por demás inadecuado—respondió el Duque con frialdad—, pero al ir a España como aspirante a la mano de Doña Alicia, se te abrirán las puertas de los círculos reales y diplomáticos.
—No es ninguna misión atractiva. ¿No crees que el castigo excede con creces al crimen?
—El castigo, como tú lo llamas, puede resultar menos severo de lo que imaginas. Doña Alicia es la hija del difunto Duque de Carcastillo. Se casó, siendo muy joven, con el Conde de Talavera. El murió en un accidente de cacería poco después del matrimonio. Doña Alicia ha heredado no sólo sus propiedades, que eran considerables, sino también las de su padre. Es una de las mujeres más ricas de España y, según se dice, una de las más bellas también.
—¿Y en verdad piensas que me casaría con una mujer que no amo?
El Duque de Newcastle dio un violento puñetazo en el escritorio.
—¡Amor! ¡Amor! Sigues insistiendo en el amor, Hugo. ¿Cuántas mujeres has amado durante el último año? ¿En los últimos cinco años? ¿En los diez años que tienes de haber salido del colegio? ¡Podría jurar que no recuerdas ios nombres ni de la mitad de ellas! ¿Llamas a eso amor? Deseas a una mujer por breve tiempo y supones que le estás entregando el corazón.
El Duque hizo un gesto despreciativo.
—Cuando conozcas a Doña Alicia, sin duda alguna te sentirás enamorado de ella. De cualquier modo, pretenderás amarla, para poder controlar sus vastas posesiones en España, como las tuyas de Inglaterra. Esta es una orden, no sólo mía, sino también de Su Majestad.
—¿De Su Majestad el Rey?— preguntó Lynke asombrado.
—Sí. He discutido el asunto tanto con él como con el Primer Ministro y ambos han coincidido con la idea.
—Pero, ¿España desea esto también?
—Esa, Hugo, es la primera pregunta inteligente que haces—contestó su tío—, no nos imaginamos las razones por las que Isabel Famesio ha hecho esta sugerencia. Tal vez sea un nuevo intento de recobrar Gibraltar, que jamás entregaremos a España, por supuesto. . .o tal vez sean otros los motivos. El gobierno español ha eludido el cumplimiento de sus compromisos comerciales, desde que se firmó la paz en Utrecht. Han empleado diversas sutilezas para obstaculizar nuestro comercio en América.
—¿Y qué puedo hacer sobre eso?— preguntó Lynke.
—Mucho— contestó el Duque—, Sir Benjamín Keene, nuestro embajador en Madrid, nos ha escrito con frecuencia pidiendo ayuda. Sospecha que España prepara algo bajo esta aparente amistad, pero en su posición le resulta muy difícil averiguarlo. Ese será tu trabajo, Hugo. Un poco de espionaje inteligente, que será fácil, ya que nadie sospechará que tú te interesas en otra cosa que no sea el amor.
El Duque habló con sarcasmo y Lynke se echó a reír.
— ¡En verdad, tío, nunca había oído un plan más ridículo, ni infantil que éste!— exclamó—, si imaginas, que yo sería útil en un plan semejante, estás equivocado. Además, creo que estás loco al creer que sería capaz de casarme con esa heredera española.
El Duque se incorporó; su mirada era fría y su larga nariz parecía temblar de irritación.
—Me temo, Hugo, que no tienes alternativa. Uno de nuestros barcos mercantes, El Halcón del Mar, te esperará en la bahía de Southampton dentro de una semana. Puedes llevar todos los sirvientes que desees. Te tratarán con la mayor cortesía y se te ofrecerá toda clase de facilidades para tu viaje. Serás un visitante distinguido de un país amigo, llevarás las presentaciones mías, como Secretario de Estado, y del señor Walpole, como Primer Ministro.
—Suena muy atractivo, pero— dijo Lynke con aire burlón.
—No hay “pero” que valga— lo interrumpió el Duque de Newcasde—, si no lo aceptas, serás secuestrado y cuando recobres la conciencia, en medio de un gran dolor de cabeza, te encontrarás en un barco rumbo a Canadá.
—¿Lo dices en serio?— preguntó Lynke con incredulidad.
—Lo digo muy en serio. ¿Sabes, Hugo? Yo tenía que escoger entre tú e Inglaterra… y he escogido a Inglaterra.
Mirando las llamas de la chimenea de la posada española, Lynke volvió a recordar el rostro de su tío diciéndole que había elegido a Inglaterra.
El Duque no era hombre de mucha imaginación. Sin duda nunca sería un gran hombre. Sin embargo, para él su país era lo más importante; más que su familia, más que él mismo.
Por primera vez en su vida, Hugo Lynke sintió cierto afecto por el hombre que había enfrentado la difícil tarea de controlar su irresponsabilidad y de frenar sus locuras.
—¡Maldición… pero casarme con una heredera que sin duda me odiará tanto como yo a ella!
Inclinó la cabeza sobre el pecho y lo invadió una profunda nostalgia por todo lo que había dejado atrás: sus caballos en Newmarket, sus amigos reunidos en tomo a las mesas de juego, las mujeres hermosas que lo echarían de menos en todos los alegres sitios de St. James. Recordó de pronto a Charlotte, con su cabello, cayendo sobre sus hombros y colgándose de su cuello. Podía ver sus labios rojos temblorosos, el voluptuoso palpitar de sus senos.
¿Era amor lo que sentía por ella? se preguntó. Echaba de menos su mundo, sus amigos, sus conversaciones, sus risas, los tiernos momentos vividos con mujeres como Charlotte, que habían llenado su existencia.
Se sentía tan nostálgico como un chico en su primer día de internado. Pero desde el fondo de sus pensamientos, surgió una vocecita que decía:
—Yo no sirvo a ningún sirviente.
Río de buena gana. Aun España podía tener sus momentos alegres.
CAPÍTULO II
El señor Padilla acompañó a su cliente hasta la puerta y volvió al mostrador cubierto de encurtidos. El piso no estaba muy limpio y había telarañas en el techo, pero toda la mercancía que vendía el señor Padilla en su establecimiento era de primera calidad.
Padilla era gordo y de movimientos lentos, pero tenía un ojo experto en seleccionar los mejores jamones, y una habilidad muy personal para conseguir que los granjeros le proveyeran la mejor crema y los huevos más frescos.
Caminó con pasos lentos por el establecimiento, limpiándose las manos en el delantal. Pensó, con satisfacción, que ya casi era hora de cenar.
La puerta de la habitación interior se abrió y un rostro sucio y pequeño se asomó.
—Señor Padilla— dijo una vocecita llena de excitación.
—¿Eres tú, Víctor?— preguntó en voz alta.
—Pronto, señor, necesito hablar con usted.
El señor Padilla avanzó hacia donde se encontraba sentada su esposa, una mujer flaca, de carácter desagradable, que hacía cuentas en esos momentos.
—Volveré en un momento, queridita— anunció con voz humilde.
Su esposa ni siquiera se molestó en contestarle. El señor Padilla obligó a su prominente abdomen a pasar por la angosta abertura que había a un lado del mostrador, para empujar después la puerta que conducía a la habitación interior.
En el centro de la habitación una pequeña figura parecía estar casi bailoteando de excitación.
—¡Señor, señor! ¿Qué cree usted que ha sucedido?
—Cuéntame, ¿qué pasó?
Por toda respuesta, una palma abierta fue extendida hacia él, con dos monedas de oro en ella. El señor Padilla las miró, casi sin dar crédito a sus ojos.
—¡Madre de Dios! ¿Qué has hecho, criatura? Si has hecho algo
que inquiete en sus tumbas a tus pobres padres, no me lo perdonaré jamás. ..
El lamento parecía surgir de las profundidades de sus abundantes carnes. El chiquillo desarrapado extendió una mano y la apoyó en el brazo del hombre.
—Le juro, señor, que no he hecho nada que avergonzaría a mis padres. Tengo un empleo, un nuevo empleo. Este dinero me lo dio mi amo, un inglés que acaba de llegar a la ciudad y que me ha contratado como su paje.
—¡Paje, paje! Pero, ¿acaso imaginas que él no descubrirá la verdad? ¿Crees que no va a adivinarla? Puedes engañar a la gente ordinaria que hay en este barrio. Pero si vas a ser paje de un sensible caballero, con algún conocimiento del mundo, no lograrás engañarlo ni por un momento. ¡Bah! ¡Es ridículo hasta pensarlo!
Su voz retumbó entre las cajas y barriles que llenaban la pequeña habitación que servía de bodega del comercio, y pareció destruir en forma repentina la alegría y el entusiasmo de la pequeña figura parada en el centro de ella.
—Está equivocado, muy equivocado. No me descubrirá —dijo en voz baja.
—Lo hará— insistió el señor Padilla—. Víctor… Victoria, escúchame. Yo te quiero mucho. He tratado de ayudarte, aunque ha sido muy poco lo que he podido hacer por ti. Te conozco desde que venías en brazos de tu madre, cuando ella compraba aquí las provisiones de tu casa. Siempre decía que habían elegido el nombre Victoria porque tú los ayudarías, a tu padre y a ella, a vencer las adversidades…
—Y ya ve usted que no fue así— replicó y ahora se escuchaba quebrada por el llanto.
—No fue culpa tuya que tu padre empeorara de la tos y no resistiera ese cruel invierno. Ni que tu madre, que Dios tenga en su gloria, fuera recogida por el Señor antes de tiempo. Tú les diste mucha felicidad mientras vivieron, Victoria.
La pequeña figura se irguió de pronto,
—Esta vez saldré victoriosa de la adversidad— afirmó con aire desafiante—, lo sé. ¿Y por qué me va a descubrir el inglés? No creo que ponga mucho interés en su paje, y debido a que el paje de un caballero es siempre de cuna noble, no tendré que dormir con los sirvientes.
—Y si te descubre… ¿Qué harás?— preguntó el señor Padilla.
Una sonrisa volvió a iluminar el rostro de Victoria.
—Para entonces estaré en Madrid. Es allá donde mi madre me pidió que fuera. Tal vez cuando llegue, conoceré la razón.
—Es un gran riesgo— opinó el señor Padilla, todavía escéptico.
—Si me quedo aquí tendré que seguir trabajando para ese cerdo de la frutería. Hoy trató de pegarme. Fue así que conocí al inglés, que me defendió.
—¿Trató de pegarte, eh? Si ese tipo te pone un dedo encima, le propinaré la paliza de su vida.
—No, no— protestó ella—, no debe usted reñir con nadie por mi culpa. Bastantes problemas le he dado ya. Usted me salvó del orfanato al que su esposa quería mandarme. Me ha permitido vivir en el desván de la bodega y me ha dado comida a escondidas. Nadie podía haber hecho más. Le estaré agradecida toda mi vida.
—¡No, no! Debí haberme enfrentado a María e impuesto mi voluntad de que te quedaras en la casa. Pero…— se encogió de hombros—, si en realidad fueras un varón, todo sería muy diferente.
—Yo entiendo los sentimientos de su esposa, señor. Un marido tan bueno como usted no se encuentra con facilidad.