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Él le había complicado la vida todavía más... Sebasten Contaxis era un guapísimo multimillonario griego para el que las mujeres eran solo un entretenimiento. Lizzie Denton estaba desesperada, sin hogar y sin trabajo y los rumores afirmaban que le había roto el corazón a un hombre. Sebasten quería que pagara por ello y había encontrado la manera de vengarse. Por su parte, cuando Lizzie se enteró de cuál era la intención de Sebasten, ya le había entregado su virginidad. Así que, allí estaba ella: todavía un poco desesperada, con un hogar, pero sin trabajo... y embarazada. Y por otro lado, Sebasten: guapo, millonario... y a punto de tener un hijo.
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Seitenzahl: 171
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Lynne Graham
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Durmiendo con el enemigo, n.º 5476 - diciembre 2016
Título original: The Contaxis Baby
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8809-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Cuando Sebasten Contaxis se acercó a Ingrid Morgan para darle el pésame por la pérdida de su único hijo, la mujer se apoyó en su pecho y comenzó a llorar como si le hubieran arrancado el corazón.
Los demás presentes en aquella casa de Brighton miraron con curiosidad. Aquel hombre alto, fuerte, bronceado y de aspecto autoritario se parecía mucho a… No, no podía ser. ¿Cómo iba a estar allí? ¿Cómo iba a ir el magnate griego de la electrónica al funeral de Connor? Alguien se dio cuenta de que había una limusina en la calle y dos guardaespaldas esperando en la acera. Entonces, empezaron los cuchicheos.
Con los ojos vidriosos, Sebasten esperó a que Ingrid se repusiera un poco.
–¿Podemos hablar en privado?
–¿Sigues empeñado en no manchar mi nombre? –dijo Ingrid levantando la cara. Sebasten se quedó impresionado del sufrimiento que vio reflejado en sus rasgos, antaño bonitos. Se dio cuenta de que el amor que sentía Ingrid por su hijo sobrepasaba al que había sentido por su padre, también fallecido–. Ahora ya da igual. Connor se ha ido a un lugar donde mi pasado ya no puede avergonzarlo…
Ingrid lo acompañó a un elegante estudio y sirvió dos copas. Siempre había sido delgada, pero ahora estaba ya demacrada, aparentaba más edad de los cincuenta años que tenía. Había sido la amante de su padre durante bastante tiempo y muchos de los pocos recuerdos felices que Sebasten tenía de su infancia se los debía a ella y a Connor, que era cinco años más pequeño que él. Siempre lo había tratado como el hermano pequeño que nunca tuvo. Se convirtió en un estupendo jugador de polo al que las mujeres, y también los hombres, adoraban. Hacía un año que Sebasten no lo veía.
–Lo han matado… –dijo Ingrid.
Sebasten no dijo nada. Había oído que el accidente de coche que había sufrido su hermano no había sido un accidente, sino un suicidio, y sabía que no había manera más dolorosa de perder a un ser querido. Sabía que Ingrid necesitaba hablar y que escucharla era lo mejor que podía hacer por ella en aquellos momentos.
–Me caía bien Lisa Denton… ¡Cuando conocí a esa arpía me cayó bien! –exclamó Ingrid con amargura–. Me di cuenta de que Connor estaba enamorado de ella cuando dejó de contármelo todo. Aquello me dolió, pero tenía veinticuatro años, así que no dije nada.
–¿Lisa Denton? –repitió Sebasten.
–¡Una niña rica y mimada que disfruta volviendo locos a los hombres! En solo tres meses, Connor se enamoró perdidamente de ella. Luego, sin previo aviso ni justificación, ella se cansó de él. Lo dejó en una fiesta hace dos semanas… se presentó con otro… se rio de Connor… ¡Sus amigos me lo han contado todo!
Ingrid hizo una pausa para tragar saliva con dificultad.
–Connor le suplicó, pero ella ni se ponía al teléfono. El pobre no había hecho nada. No pudo soportarlo –sollozó Ingrid–. ¡No podía dormir, así que se fue a dar una vuelta en coche en mitad de la noche y se estrelló contra una pared!
Sebasten la abrazó mientras pensaba con disgusto en lo que le acababa de contar. Supuso que a una mujerzuela así no le habría costado manipular a Connor como si fuera de mantequilla.
–Me vas a odiar por lo que te voy a decir…
–No digas tonterías.
–Connor era tu hermanastro.
Sebasten suspiró y miró a Ingrid a los ojos.
–No… es posible –dijo. No quería que fuese cierto, ya no podía hacer nada.
Ingrid no podía parar de llorar y de justificarse. Sebasten la miró como si no la hubiera visto nunca. Nunca se lo había dicho a Andros, su padre, porque sabía que era un hombre al que no le gustaba ver el nombre de su familia mezclado con escándalos.
–Si Andros lo hubiera sabido, me habría obligado a abortar. Lo dejé y me fui. Volví a los dieciocho meses y le dije que había tenido otra relación que no había ido bien. Supliqué… hasta que me aceptó de nuevo.
–¿Por qué no me lo has dicho antes? –le espetó Sebasten. En cuestión de segundos, la muerte de Connor había pasado de ser algo muy triste a atenazarle, literalmente, el estómago. Sabía la respuesta a su pregunta. Sabía que Ingrid no había dicho nada por miedo, porque quería a su padre mucho más de lo que él la había querido nunca a ella.
–Te lo estoy contando porque quiero que hagas que Lisa Denton se arrepienta de haber nacido… –confesó Ingrid con odio–. Eres uno de los hombres más ricos del planeta. No me importa cómo lo hagas. Seguro que tienes contactos a los que les puedes pedir que la castiguen de alguna forma por lo que le ha hecho a Connor.
–No –murmuró Sebasten, un hombre de un metro noventa y cinco de ojos ámbar oscuro–. Soy un Contaxis y tengo honor.
Minutos después, Sebasten salió de casa de Ingrid sin hacer ni caso a los curiosos que lo miraban. En la limusina, se sirvió un whisky doble. Estaba pálido. No dudaba de que Ingrid le había contado la verdad. Connor… su hermano pequeño, al que solo había visto un par de veces en algún partido de polo en los últimos años. De haberlo sabido, podría haberlo protegido de alguna manera. Desde luego, le podría haber enseñado cómo manejar a ese tipo de mujeres. ¿Acaso se habría enterado Lisa Denton de que, pese a su fama y a sus amigos ricos, Connor no tenía fortuna y vivía de lo que ganaba en el polo? ¿Acaso la adoración de perrito faldero la había aburrido? ¿Sería una mujer que coleccionaba hombres como trofeos?
Sintió una inmensa pena por Ingrid, que, a pesar de haber pasado muchos años en Grecia, no se había enterado de que un hombre no habla de cuestiones de honor con una mujer.
Maurice Denton miró por el escaparate de la biblioteca y se giró hacia su hija con furia.
–Lo que has hecho no tiene excusa.
Lizzie estaba pálida como una tiza y su pelo cobrizo brillaba como si estuviera en llamas.
–No te lo he pedido –murmuró–. Ya te he dicho que… todo el mundo comete errores… y yo cometí un error saliendo con Connor.
–Hay unas normas de comportamiento y las has roto todas –continuó su padre con dureza–. Me das vergüenza.
–Lo siento –contestó ella, dolida–. Lo siento… mucho.
–Un poco tarde, ¿no? Lo que no te puedo perdonar es la vergüenza pública que le estás haciendo pasar a tu madrastra. Anoche, Felicity y yo teníamos que haber cenado con los Jurgen, pero cancelaron la cena con una excusa cualquiera. Todo el mundo dice que tu crueldad acabó literalmente con el joven Morgan y a nosotros nos empiezan a tratar como a apestados…
–Papá…
–Hannah Jurgen quería mucho a Connor, como mucha otra gente. Felicity se llevó un disgusto de muerte cuando cancelaron la cena. ¡Desde que los detalles habían comenzado a filtrarse en la prensa, Felicity no dormía!
Pálida como la leche, Lizzie desvió la mirada con un gran nudo en la garganta. Le podría decir que su joven y bella mujer, el centro de su universo, no dormía porque temía que la descubrieran; pero, ¿qué derecho tenía a jugar a ser Dios con el matrimonio de su padre? ¿Qué derecho tenía a hablar y a destruir aquel matrimonio y la seguridad del hijo que iba a nacer?
–¿Crees que una mujer embarazada puede vivir así, viendo cómo sus amistades le dan la espalda porque tú te hayas convertido por méritos propios en una paria?
–Solo dejé a Connor. No hice nada más –contestó Lizzie temblando. No estaba acostumbrada a que su padre le hablara con tanta frialdad. Estaba tan dolida, que no encontraba las palabras para defenderse–. No soy culpable de su muerte –juró fervientemente–. ¡Tenía problemas que no tenían nada que ver conmigo!
–Esta mañana, Felicity se ha ido a la casa de campo a descansar –dijo su padre como si estuviese dictando una condena–. Quiero que vuelva a mi lado, donde debe estar, debo cuidarla. Por eso he tomado una decisión que, de hecho, tendría que haber tomado hace tiempo: voy a dejar de pagar tus gastos y quiero que te vayas.
Lizzie no pudo abrir la boca de la conmoción. La iban a arrojar a los lobos por culpa de su madrastra. Miró con incredulidad al padre a quien había adorado desde la infancia, al padre a quien había intentado proteger y evitar dolor y humillación, a pesar de que su propia vida se desintegraba.
Maurice siempre había sido un padre dedicado. Su madre había muerto cuando ella tenía cinco años y en los quince años siguientes, hasta que se había vuelto a casar, se había formado un vínculo muy especial entre padre e hija. Sin embargo, desde que conoció a Felicity, aquel vínculo se había ido rompiendo. Felicity se había encargado de ser lo más importante tanto en la vida de su marido como en su casa.
–No lo hago como un castigo, pero es obvio que te he mimado hasta límites insospechados y lo único que he conseguido es que no te importen nada los sentimientos de los demás…
–Eso no es cierto… –se defendió Lizzie, destrozada.
–Me temo que sí. Creo que lo mejor que puedo hacer por ti es obligarte a que te enfrentes al mundo real tú solita. Se acabó el ir a los bailes a la última moda y burlarte de las cosas que realmente importan…
–Pero…
–Tras la muerte de Connor, ¿quién te va a invitar a fiestas donde se habla de generosidad hacia los demás? ¡Tu presencia en un acontecimiento de caridad haría que la gente tuviera náuseas!
En ese momento, sonó el teléfono y su padre le hizo un gesto con la cabeza, dando por finalizada su conversación. Lizzie se quería morir. Salió al vestíbulo y se dirigió a su apartamento, que estaba detrás de la casa principal, en los antiguos establos.
Estuvo un rato sin poder reaccionar por el impacto. Llevaba diez días recibiendo continuas impresiones y ya no le quedaban lágrimas. Quince días antes había reservado una semana de vacaciones con Connor en Bali. No había podido ni decírselo ni cancelarlas, con el consiguiente gasto. Nunca se había tenido que preocupar por el dinero, pero ahora, de repente, sí.
¿Y qué importaba aquello cuando el hombre del que estaba enamorada se había prendado de su madrastra? La dulce y efusiva Felicity, tan lacrimógena que chorreaba. Connor se había enamorado de ella hasta la médula, parecía el amor de su vida y ella lo había rechazado, lo que había hecho que se suicidara.
–No quería que sucediera… ¡No lo he podido evitar! –le había dicho Connor sin importarle mucho el dolor que le estaba infligiendo con su traición.
Aquel hombre, que era su mejor amigo, incluso su futuro marido… Y no había hecho más que utilizarla desde el principio para tapar su relación con Felicity. Lizzie sintió un temblor de pies a cabeza y se tapó la boca. Sus grandes ojos verdes se miraron en el espejo. Era demasiado alta y delgada. Desde luego, no tenía las femeninas curvas de Felicity, así que no era de extrañar que Connor la hubiera preferido a ella.
¿Y Connor? Sintió una náusea. ¡Qué precio había pagado por tener una relación con una mujer casada! Connor… había muerto. ¿Cómo podía odiarlo? En medio de todo el dolor, se alegraba de no haber hecho el ridículo al haberle ofrecido su cuerpo en Bali. ¡Habría salido corriendo!
La señora Baines apareció en la puerta.
–Me temo que tu padre me ha pedido que haga tu equipaje.
–Oh… –dijo Lizzie viendo cómo su cara cubierta de pecas se quedaba más pálida todavía. Intentó recomponerse para que la mujer no se preocupara–. No pasa nada, ya soy mayorcita, me las apañaré.
–Echarte de casa no está bien –contestó la señora Baines con fuerza. Lizzie se sorprendió puesto que, aunque llevaba muchos años con ellos, aquella mujer nunca se metía en sus asuntos.
–Solo es un malentendido familiar –dijo Lizzie encogiéndose de hombros, agradecida por aquella muestra de afecto, pero a la vez avergonzada–. Me voy a duchar.
Una vez en el baño, sorprendida por la conversación con la señora Baines, marcó el teléfono de Jen, la única amiga que le quedaba.
–Jen, ¿me puedo ir a tu casa un par de días? Mi padre me ha echado de casa.
–¿Estás de broma?
–No, te lo digo en serio. De hecho, el ama de llaves me está haciendo las maletas.
–Pues, con toda la ropa que tienes, la pobre mujer va para largo –rio Jen–. Sí, vente para acá. Así salimos esta noche y te aireas.
–No estoy para muchas fiestas.
–Tienes que salir, hazme caso. Tienes que salir a la calle, hacer frente a los fotógrafos y decirles: «Pues sí, soy yo, ¿y qué?» –exclamó su amiga–. Dejaste a Connor, sí, pero solo saliste con él unos meses. ¿Qué culpa tienes tú de que se emborrachara y se estrellase? –añadió sin pizca de tacto.
Lizzie se dio cuenta de que quedarse en casa de Jen conllevaba un precio, pero ¿qué podía hacer? No tenía dinero para ir a un hotel y el resto de sus amigos habían dejado de llamarla. Tal vez Jen, que siempre estaba de buen humor, la alegrara un poco. Tal vez, salir una noche la hiciera olvidar la desesperación que sentía.
–¿Trabajar? –dijo Jen como si la palabra le diera alergia–. ¿Tú? ¿En qué? Quédate en mi casa hasta que tu padre se calme. A ti, como a mí, nos han educado para ser objetos decorativos inútiles y convertirnos en esposas, así que no es culpa nuestra.
–Pretendo ganarme la vida por mis propios medios –contestó Lizzie con testarudez–. Quiero demostrarle a mi padre que no soy una mimada…
–Claro que lo eres. ¡No has trabajado en tu vida! Si te pones a trabajar, ¿de dónde vas a sacar tiempo para ir a la peluquería y a la manicura, para quedar a comer con las amigas o para escaparte una semana a alguna playa tropical? Sería espantoso.
La verdad es que sonaba fatal, pero tampoco era cierto que nunca hubiera trabajado. Había hecho montones de trabajos voluntarios sin remunerar, siempre para organismos de caridad, y había demostrado que se le daba de maravilla que los ricos aflojaran el bolsillo. Otra cosa era trabajar para otros con un horario fijo y un sueldo mísero. Eso nunca lo había hecho, pero podía intentarlo…
Cuatro horas después, no se sentía tan segura de sí misma. Estaban en un bar de moda, a solo dos mesas de sus antiguos amigos, que la miraban como si la quisieran matar. Se había puesto un conjunto que no se tenía que haber comprado y Jen se había enfadado un poco cuando le había dicho que no quería beber alcohol, sino zumo de naranja. Así que, por no ofender a su única amiga, allí estaba bebiendo vodka.
–Si una amiga me dice que no quiere beber, me da la impresión de que me está tratando como si fuera superior –le dijo Jen tomándose un Tequila Sunrise en un abrir y cerrar de ojos.
Jen se fue a hablar con alguien y Lizzie se dirigió al baño. Se miró al espejo y se arrepintió de haber dejado que su amiga la convenciera para ponerse aquel top blanco y aquella falda tan corta. Aunque solía comprarse conjuntos atrevidos, luego apenas se los ponía. Mientras se preguntaba por qué sería aquello, oyó a un grupo de chicas hablando.
–¡No me puedo creer que Lizzie haya tenido la poca vergüenza de venir esta noche!
–Eso demuestra lo mala y despiadada que es…
–Tom le está advirtiendo a Jen que, si sigue yendo con ella, corre el riesgo de quedarse sin amigos.
–¿Cómo pudo tratar a Connor así? Con lo divertido y bueno que era…
Lizzie se puso roja como un tomate y sintió unos enormes deseos de llorar. Volvió a la mesa y se bebió la copa de un trago. Aquella chicas habían sido amigas suyas. Ya no. De repente, todos la odiaban, cuando hacía pocas semanas tenía tantas invitaciones para salir que no daba abasto. Lo único que quería era irse a casa. El problema era que no podía irse a su casa y que Jen se iba a enfadar si le decía que no quería salir más.
Sí, Connor parecía una buena persona. Así lo había creído ella hasta que un día había ido a la casa de campo que tenían y se lo había encontrado acostándose con Felicity. Al recordarlo, se le heló la sangre en las venas.
Había pensado invitar a unos cuantos amigos para pasar el fin de semana. Como hacía tiempo que no iban, se acercó a la casa para ver cómo estaba. Al llegar, no vio el coche de su madrastra. Estaba feliz, en su nube, imaginando la sorpresa que se iba a llevar Connor cuando le dijera que iba a celebrar su veinticinco cumpleaños en Bali.
Estaba en las escaleras cuando oyó unos ruidos. Eran unos gemidos. Había sentido miedo. En su ignorancia, no sospechó que lo que estaba oyendo era un hombre y una mujer haciendo el amor. Supuso que era el viento y siguió subiendo. Desde el pasillo, vio con todo lujo de detalles a su madrastra disfrutando con su novio en una cama.
Felicity estaba extasiada y Connor no paraba de jadear, de decirle cuánto la quería y que no podría aguantar otra semana sin verla. Lizzie se había quedado en el sitio. Felicity la vio y se puso a llorar.
Bueno, su madrastra se ganaba la vida llorando. Lloraba por todo, incluso lloraba si la cena no estaba perfecta.
Así que no le costó mucho ponerse a llorar. Lizzie lloró y gritó, pero de verdad, antes de echarlos de la casa. Luego, quemó las sábanas en el jardín.
En ese momento, en medio de sus recuerdos, llegó Jen y le dijo que se fueran a bailar.
Sebasten estaba en la parte de arriba con el dueño del local.
–La reconoceré en cuanto la vea. Menuda…
Sebasten sintió un terrible asco. El hecho de que aquella mujer estuviera de fiesta cuarenta y ocho horas después del entierro de Connor era un claro indicio de cómo era.
–Es muy alta, aunque no muy guapa. No es mi tipo –añadió el hombre.
Aunque necesitaba un rostro para aquel nombre, Sebasten no iba a actuar allí. No era su estilo. Él devolvía los golpes de forma sutil.
Se fijó en una mujer muy alta que estaba bailando. Tenía el pelo del color de la mermelada de naranja y le caía sobre los hombros. La observó echar la cabeza hacia atrás y sintió que se le tensaban todos los músculos del cuerpo. Tenía una belleza rara y original, ojos grandes y una boca de ensueño. Por no hablar de su cuerpo, que quedaba bastante al descubierto con el modelito que llevaba. Sebasten la miró con deseo y pensó que aquella noche no dormiría solo.
–Es esa… la rubia…
Sebasten miró en la dirección que le señalaba el hombre y vio a una rubia bajita con un pecho de escándalo. Así que esa era la bruja por la que Connor había perdido la cabeza. No lo impresionó lo más mínimo.
Vio que las dos mujeres hablaban entre sí y no le gustó, pero lo pensó mejor y le encantó. Al llegar a la mesa, Jen se volvió hacia Lizzie.
–He estado pensando que… bueno, que no sé si es muy buena idea que te quedes en mi casa…
–¿Te han dicho algo? –preguntó Lizzie, dolida.
–Mira, siento mucho lo que te está pasando, pero tengo que pensar en mí y no quiero…
–¿Que te traten como a mí? –le espetó Lizzie.
Jen asintió.
–Será mejor que te vayas a un hotel y no te dejes ver mucho. Pasa a recoger tus cosas mañana. Ya verás cómo dentro de una semana la gente ya hablará de otras cosas –dijo Jen levantándose y yéndose a la mesa donde estaban todos los demás.