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La heredera y el amor Lynne Graham De mujer inocente… a amante del italiano. Boda secreta Jessica Lemmon ¿Se convertiría aquel matrimonio de conveniencia en uno de verdad?
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Seitenzahl: 383
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pack Bianca y Deseo, n.º 170 - agosto 2019
I.S.B.N.: 978-84-1328-613-6
Portada
Créditos
La heredera y el amor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Boda secreta
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
ESO ES imposible. ¡No me lo creo! –Alissandru Rossetti saltó de su silla en plena lectura del testamento de su hermano, lleno de incredulidad ultrajada–. ¿Por qué demonios le iba a dejar algo Paulu a esa putita? –preguntó, a nadie en particular.
Por suerte, los únicos presentes eran su madre, Constantia, y el abogado de la familia, Marco Morelli, pues todos los intentos por contactar a la beneficiaria principal del testamento habían resultado infructuosos. Desconcertado por aquella reveladora palabra, «principal», Alissandru se había limitado a fruncir el ceño, pensando que era muy propio de su difunto hermano Paulu haber dejado sus bienes terrenales a alguna ONG caritativa. Después de todo, su esposa Tania y él habían muerto juntos y no tenían hijos, y él, Alissandru, su hermano mellizo, no necesitaba heredar, pues no solo era el mellizo mayor y dueño de la hacienda familiar de Sicilia, sino también multimillonario por derecho propio.
–Respira hondo, Alissandru – le pidió Constantia, que conocía bien el temperamento fogoso de su hijo–. Paulu tenía derecho a dejar sus bienes a quien quisiera y no sabemos si la hermana de Tania merezca un calificativo tan desagradable.
Alissandru paseaba por el pequeño despacho, comportamiento que resultaba claramente intimidatorio en un espacio confinado porque medía más de un metro noventa de estatura y, vestido con uno de los elegantes trajes negros que le gustaba usar, presentaba una figura fuerte y poderosa. Aquel color funerario le había hecho ganarse el apodo de «El Cuervo» en la City de Londres, donde eran famosos sus instintos agresivos en los negocios, como correspondía a un empresario que sobresalía en el nuevo campo de la tecnología. Paseando por el despacho, recordaba al abogado a un tigre al acecho encerrado en una jaula.
«¿No sabemos si merece ese calificativo?», pensó, ultrajado, recordando a Isla Stewart, la adolescente pelirroja a la que había conocido en la boda de su hermano seis años atrás. Con apenas dieciséis años, vestía una ropa sexualmente provocativa y exhibía sus curvas núbiles y sus piernas bien formadas en una oferta claramente sexual al mejor postor. Y ese mismo día, más tarde, la había visto salir de uno de los dormitorios con la ropa descolocada, solo un momento antes de que uno de los primos de él saliera de la misma habitación colocándose los puños de la camisa y atusándose el pelo. Obviamente, Isla era igual que su hermana Tania, una mujer descarada, lasciva y deshonesta.
–No sabía que Paulu estuviera en contacto con la hermana de Tania –admitió, cortante–. Sin duda lo engañó tan fácilmente como su hermana y se hizo un hueco en su blando corazón.
Hablaba con un dolor muy real, porque había querido mucho a su hermano y todavía, seis semanas después del accidente de helicóptero que había arrebatado la vida a Paulu y a Tania, le costaba creer que no volvería a hablar con él nunca más. Peor aún, no podía sacudirse la culpa de saber que no había podido proteger a su hermano de la arpía intrigante que era Tania Stewart. Desgraciadamente, los últimos años de Paulu habían sido muy desgraciados, pero se había negado a divorciarse de la vil modelo de ropa interior con la que se había casado con tanta prisa, creyendo que ella estaba embarazada, solo que, «sorpresa, sorpresa», pensó Alissandru con cinismo, había resultado ser una falsa alarma.
Tania había continuado destruyendo la vida de su hermano con su constante despilfarro, sus astutas rabietas y, finalmente, con su infidelidad. Sin embargo, durante todos esos excesos, Paulu había seguido adorándola como si fuera una diosa. Porque, desafortunadamente para él, su hermano había sido un alma gentil, una persona cariñosa, leal y comprometida. Tan distinto a Alissandru en todos los sentidos, como la noche al día. Y, sin embargo, este había valorado mucho aquellas diferencias y confiado en Paulu de un modo como no había confiado jamás en ninguna otra persona. Y aunque lo enfurecía pensar que otra mujer Stewart se las había arreglado para engañar y manipular a su hermano y que hiciera un testamento así, había también una parte de él que se sentía traicionada por Paulu.
Después de todo, este sabía cuánto significaba para Alissandru la hacienda familiar y, sin embargo, había dejado su casa dentro de esa hacienda y todo su dinero a la hermana de Tania. Un gran regalo para la chica y una bofetada para Alissandru, aunque sabía que Paulu se habría cortado la mano antes que hacerle daño. Y en honor a la verdad, él jamás habría imaginado que un trágico accidente pudiera acabar a la vez con su vida y la de su esposa y despejar así el camino para que su cuñada heredara lo que jamás debería haber sido suyo.
–Paulu visitó a Isla varias veces en Londres durante la etapa en la que… –Constantia vaciló, eligiendo las palabras con tacto–… en la que Tania y él estuvieron separados. Apreciaba a esa chica.
–¡Nunca me lo dijo! –explotó Alissandru con ojos llameantes y mucha tensión en sus rasgos morenos. No quería ni imaginar que otra mujer Stewart hubiera impresionado a su hermano con su encanto seductor con el que solo pretendía buscar beneficios. Paulu siempre había sido muy blando con las historias lacrimógenas.
Alissandru, por su parte, nunca había sido tan tonto. Le gustaban las mujeres, pero estas lo amaban, lo perseguían como a una raza rara porque era rico y soltero. Cuando era más joven había oído muchas historias lacrimógenas y en un par de ocasiones, llevado por la inexperiencia, había caído en la trampa, pero hacía ya años que no era tan ingenuo ni imprudente. Elegía a sus amantes entre mujeres de su estrato social. Las mujeres con dinero propio o carreras muy exigentes eran la mejor apuesta para el tipo de aventuras pasajeras en las que se especializaba. Comprendían que no estaba listo para echar raíces y practicaban la misma discreción que él.
–Sabiendo lo que pensabas de Tania, no me extraña que Paulu no te lo dijera –comentó su madre con gentileza–. ¿Qué vas a hacer?
–Comprarle la casa de Paulu. ¿Qué otra cosa puedo hacer? –preguntó Alissandru.
Se encogió de hombros con rabia ante la perspectiva de tener que enriquecer a otra mujer Stewart. ¿Cuántas veces había pagado deudas de Tania para proteger a su hermano de las exigencias insaciables de su esposa? ¿Pero qué otra cosa podía hacer? Tania estaba muerta y enterrada y su hermana ni siquiera se había molestado en acudir al funeral. Todos los intentos por contactar con ella en su última dirección conocida habían sido infructuosos. Eso ya lo decía todo sobre el vínculo débil que había entre las hermanas, ¿no?
–Habrá que encontrar a la hermanita de Tania –dijo, con un leve tono de amenaza.
Isla se sopló los dedos congelados. El viento le enfriaba el rostro por debajo del gorro mientras daba de comer rápidamente a las gallinas y recogía los huevos. Pensó animosa que tendría que hacer algo de repostería para gastarlos y a continuación se sintió culpable por pensar así cuando su única hermana y su cuñado estaban muertos.
Y peor aún, ella no se habría enterado de lo ocurrido de no ser porque un vecino amable se había acercado la semana anterior a darle la trágica noticia en persona. Sus tíos, los propietarios de la granja en las Highlands de Escocia en la que estaba Isla, habían ido a visitar a la familia de su tía en Nueva Zelanda, habían leído en internet la noticia de las muertes de Tania y Paulu en un accidente de helicóptero y habían llamado de inmediato a los vecinos para que preguntaran a Isla si quería que volvieran a casa para que ella pudiera viajar a Italia.
¿Pero qué sentido tendría ese viaje si ya se había perdido los funerales? Le resultaba muy triste no haber llegado a conocer nunca a su propia hermana. Se habían criado separadas y Tania era diez años mayor. Isla había sido la hija no planeada y no muy bienvenida, una llegada tardía después de la muerte prematura de su padre. Su madre, Morag, que hacía lo que podía por sobrevivir, se había ido a Londres con Tania a buscar trabajo y dejado a Isla al cuidado de su abuela hasta que pudiera reunirse con ellas.
Desgraciadamente, esa reunión nunca se había producido. Isla había crecido en la misma granja de las Highlands donde se había criado su madre con sus abuelos y estos habían sido sus verdaderos padres a todos los efectos. Morag iba de vez en cuando por Navidad e Isla tenía vagos recuerdos de una mujer de rostro suave y cabello rojizo rizado, como el suyo, y de una hermana rubia mucho más alta que, ya de adolescente, se había convertido en una belleza clásica. Tania se había ido de casa a una edad temprana para ser modelo y la madre de Isla había muerto no mucho después de una enfermedad renal que padecía desde hacía tiempo. De hecho, la primera vez que Isla se había comunicado directamente con su hermana había sido cuando esta había llamado a la granja para invitarla a su boda en Sicilia.
A la chica la había humillado que no invitara también a sus abuelos, pero los ancianos habían insistido en que fuera sola porque Tania se ofrecía generosamente a pagarle el viaje. Como eran personas justas, también le habían hecho ver que Tania nunca había tenido la oportunidad de llegar a conocer a ninguno de ellos y que, aunque fueran parientes de sangre, en realidad eran casi extraños.
Isla sentía vergüenza todavía al recordar lo fuera de lugar que se había sentido en aquella boda lujosa llena de invitados importantes y ricos y en la desagradable experiencia que había tenido al verse arrinconada por un depredador más mayor. Pero lo peor de todo había sido que la anhelada conexión con su única hermana no se había producido. En realidad, la actitud que tenía Tania ante la vida la había escandalizado.
–No, puedes agradecerle la invitación a Paulu –le había dicho Tania–. Dijo que tenía que haber algún miembro de mi familia presente y pensé que una adolescente era mucho mejor que los viejos aburridos de la granja de los que hablaba mamá. Este matrimonio significa un ascenso social para mí y no quiero parientes pobres con acento escocés de campo que disminuyan mi estatus delante de nuestros invitados.
Isla había intentado no juzgarla y había decidido que su hermana se mostraba tan franca debido a que había tenido una educación liberal mucho menos anticuada que la suya.
–Esa chica estaba desenfrenada –había dicho una vez su abuela–. Tu madre no podía controlarla ni darle nunca todo lo que quería.
–¿Pero qué quería Tania? –había preguntado Isla, decepcionada porque después de la boda no había habido ninguna mención a que las hermanas volvieran a encontrarse.
–El único sueño que ha tenido era ser rica y famosa –su abuela había soltado una risita–. Y por la boda que has descrito, parece que esa carita guapa le ha conseguido lo que quería.
Pero aquello no era verdad. Isla recordó su siguiente encuentro con su hermana varios años después, cuando ella también se había mudado a Londres. Sus abuelos habían muerto con pocas semanas de diferencia y su tío se había hecho cargo de la granja. Le había pedido que se quedara con ellos, pero después de haber pasado meses ayudando a su abuela a cuidar de su abuelo enfermo y muy triste todavía por la pérdida de ambos, Isla había considerado que tenía que salir de su zona de confort en la granja y buscar independencia.
–Paulu me engañó –había insistido Tania con desdén tras anunciar que había abandonado a su esposo y el domicilio conyugal–. No puede darme lo que prometió. No puede permitírselo.
Y poco después de eso, Paulu había ido a visitar a Isla en su humilde habitación para pedirle consejo sobre su irascible hermana. A ella le había parecido un hombre encantador, muy enamorado de Tania y desesperado por hacer lo que fuera preciso por recuperarla. Se le empañaron los ojos al pensar que al menos Paulu había conseguido volver con el amor de su vida antes de la muerte de ambos, había recuperado esa felicidad antes de que el destino segara brutalmente sus vidas antes de tiempo. Paulu le había caído bien. De hecho, había llegado a conocerlo mucho mejor que a su propia hermana.
¿Había seguido él su consejo sobre cómo recobrar el interés de Tania? Ya nunca lo sabría.
Alimentó el fuego de turba que había en la cómoda cocina de la granja y se quitó con alivio la ropa de fuera. Le encantaba estar en la granja, pero echaba de menos la vida social con sus amigos de la ciudad. Vivir donde había crecido implicaba que hasta ir al cine en Oban exigía planificación y un largo recorrido en automóvil. Pero en unas semanas más volvería al sur tras haber cumplido la promesa hecha a sus tíos. Estos eran encantadores, pero no tenían hijos y solo podían recurrir a ella para que cuidara de la granja. Hacía más de veinte años que su tía no iba a Nueva Zelanda y a Isla le había alegrado ayudarla a cumplir ese sueño, sobre todo porque la petición había llegado en el momento en el que cerraba el café en el que llevaba tiempo trabajando de camarera y el alquiler de su habitación se había puesto por las nubes.
Las ovejas y gallinas de sus tíos no podían cuidarse solas, y menos en invierno o cuando se esperaba mal tiempo. Miró con nerviosismo el cielo gris: habían anunciado fuertes nevadas.
Sonrió cuando vio a Puggle, su perro, acomodar osadamente su pequeño cuerpo al lado de Shep, el pastor escocés viejo y cada vez más sordo de su tío que lo había ayudado con las ovejas. Puggle adoraba el calor, pero el animalito era la adquisición menos práctica que había hecho nunca Isla. Seguramente lo habían abandonado en una carretera próxima, pues se había presentado temblando y hambriento la semana de la llegada de Isla y ella no sabía cómo iba a poder conservarlo cuando volviera a Londres, pero con su modo de mover la cola, sus ojos enormes y sus orejas ridículamente grandes, había conseguido hacerse ya un hueco en su corazón. Tenía mucha mezcla de razas, con un toque de chihuahua y caniche porque tenía un pelo muy rizado detrás de las orejas, pero también tenía patas muy cortas y unas extrañas manchas irregulares blancas y negras. Lamentablemente, parecía que no lo buscaba nadie, porque ella había avisado a las autoridades y no había tenido noticias.
Frunció el ceño al oír el sonido fuerte de un helicóptero, porque las ovejas odiaban los ruidos fuertes, pero sabía que los animales estaban a resguardo en el refugio grande que había en el prado, pues eran capaces de predecir la temperatura tan bien como cualquier meteorólogo. Minutos después, cuando se preparaba una taza de té, la sobresaltó que Puggle empezara a ladrar segundos antes de que sonaran dos golpes fuertes en la maciza puerta de madera de la casa.
Asumió que sería el vecino más próximo de su tío, que estaba amablemente pendiente de ella, y fue a abrir la puerta, pero enseguida se echó hacia atrás, sorprendida.
Era Alissandru, el hermano mellizo de Paulu, el hombre increíblemente sexy y atractivo que la había dejado sin palabras la primera vez que lo viera cuando era una adolescente ingenua. Era inconcebible que estuviera en la puerta de la granja, con el pelo negro movido por el viento y sus ojos oscuros iluminando unos rasgos clásicos bronceados por un clima más cálido. Ya en la boda, Isla había pensado que era un hombre increíblemente hermoso, cuando él se movía por allí como un volcán a punto de estallar, emanando una emoción intensa y extraordinaria. Recordó que Tania lo odiaba y que lo culpaba de todo lo que iba mal en su matrimonio con Paulu.
Alissandru miró a Isla, vestida sorprendentemente con pantalón de chándal y un jersey largo y con los pies descalzos y decidió al instante que era una mujer que pasaba apuros. De no ser así, ¿por qué iba a estar de vuelta en la casa familiar en mitad de ninguna parte? Una explosión de rizos pelirrojos le caía por los hombros, y sus ojos de un azul violeta se veían enormes sobre la porcelana perfecta de su piel. Sus gruesos labios rosas seguían abiertos por la sorpresa. Él pensó que era otra belleza como su diabólica hermana y se negó a reaccionar de ningún modo al impulso súbito de deseo que sintió. Era un hombre con sus debilidades físicas y responder a un rostro atractivo y un cabello hermoso solo probaba que tenía una libido sana. No tenía por qué machacarse por ello.
–¿Alissandru? –preguntó ella, incrédula, dudando de sí misma por lo sorprendente de la llegada.
Nunca había hablado con él, quien la había ignorado totalmente en la boda.
–¿Puedo pasar? –preguntó él, imperioso, reprimiendo un escalofrío a pesar de que llevaba un abrigo negro de cachemir encima del traje.
Isla recordó sus modales y retrocedió.
–Por supuesto. Claro que sí. Hace mucho frío, ¿verdad?
Alissandru pasó la vista por el humilde interior, poco impresionado por la amplia estancia que hacía las veces de cocina, comedor y sala de estar. Sí, definitivamente, a ella no le iba bien para vivir en un antro así. Seguramente algún hombre la había calado y la había echado de su lado sin vacilar. Estaba seguro de que la noticia de la herencia la haría feliz y le irritaba tener que ser él quien se lo dijera.
–Iba a preparar té. ¿Quieres una taza? –preguntó ella, dudosa.
Alissandru echó atrás su atractiva cabeza, con lo que resultó aún más palpable lo alto que era, dado lo bajo del techo. Sus ojos, aparentemente oscuros, adquirieron un brillo dorado intenso bajo las luces con las que Isla combatía la oscuridad invernal que allí tan al norte llegaba tan pronto. Ella, incapaz de resistirse, lo miró fijamente, embelesada por aquellos ojos increíbles, gloriosamente flanqueados y acentuados por pestañas negras. Volvió rápidamente su atención a la preparación del té y cuando se dio cuenta de que aún no le había dado el pésame, pensó que la aparición de él le había paralizado las neuronas.
–Lamento mucho tu pérdida –murmuró, incómoda–. Paulu era una persona muy especial y me caía muy bien.
–¿Ah, sí? –Alissandru la miró de hito en hito, con ojos que brillaban como el sol en su atractivo rostro moreno. En su postura y en su tono había algo raro–. Dime, ¿cuándo empezaste a acostarte con él?
Isla se quedó paralizada por lo ofensivo de la pregunta.
–¿Cómo has dicho? –murmuró, preparando el té de espaldas a él. Pensó que seguramente había oído mal.
–Te he preguntado cuándo empezaste a acostarte con mi hermano. Siento mucha curiosidad porque la culpa explicaría muchas cosas –repitió Alissandru entre dientes. Quería que ella se girara porque deseaba verle la cara.
–¿Culpa? –ignorante todavía de lo que podría haber llevado allí a Alissandru Rossetti a insultarla de aquel modo, Isla renunció a seguir preparando el té y se volvió–. ¿Se puede saber de qué hablas? ¿Cómo puedes preguntarme eso sobre el hombre que estaba casado con mi hermana? –replicó, con el rostro rojo de furia y de vergüenza.
Alissandru se encogió de hombros al quitarse el pesado abrigo, que colgó en el respaldo de una silla en la mesa de la cocina.
–Ha sido una pregunta sincera. Naturalmente, siento curiosidad y no puedo preguntarle a Paulu.
Un leve temblor en su voz reveló a Isla que realmente él había sufrido mucho la pérdida de su hermano mellizo, mucho más que ella la de una hermana a la que solo había visto un puñado de veces. Alissandru Rossetti sufría y eso hizo mermar un poco la furia de ella.
–No sé por qué se te ocurre hacerme una pregunta así –admitió con más calma, observándolo como si fuera un fuego artificial sin explotar que todavía burbujeaba peligrosamente.
Paulu le había dicho en una ocasión que su hermano no podía comprender su amor por Tania porque él nunca había estado enamorado y carecía de profundidad emocional para enamorarse, pero Isla no estaba de acuerdo con eso. Ella veía en él a un hombre muy volátil que hervía de emoción y cada chispa de sus extraordinarios ojos transmitía claramente esa realidad.
Estaba allí de pie, debajo de la bombilla desnuda del techo, con el cabello negro azulado brillando como seda cara, los rasgos duros de su cara del color del bronce y sin hacer nada por ocultar la fuerza de su mandíbula o el ángulo de su arrogante nariz aristocrática, y el asomo de barba que oscurecía la piel alrededor de su boca solo servía para resaltar aún más la sensualidad de sus labios cincelados. Isla sintió un calor nuevo, que aumentó su incomodidad.
¿Quería hacerle creer que ella no sabía nada del testamento? ¿Lo tomaba por tonto?
Alissandru se puso tenso. Odiaba el papel en el que lo habían colocado las circunstancias y enderezó los hombros con un disgusto instintivo.
–Te he hecho esa pregunta porque Paulu te ha dejado en su testamento todas sus posesiones.
Isla abrió la boca con incredulidad y lo miró varios segundos en silencio hasta que fue capaz de hablar.
–No, eso no es posible –tartamudeó–. ¿Por qué iba a hacer eso? Eso sería una locura.
Alissandru enarcó una ceja de color ébano.
–¿Sigues diciendo que no te acostaste con él cuando te iba a ver durante su separación de Tania? Solo un puritano te condenaría por bajarte las bragas en aquel punto, cuando él era casi un hombre libre legalmente.
Isla reaccionó por fin con aquellas palabras profundamente ofensivas. Se acercó a la puerta y la abrió de par en par, lo que provocó la entrada de una ráfaga de aire helado que hizo estremecerse a Alissandru Rossetti.
–¡Fuera! –dijo ella con fiereza–. ¡Vete de aquí y no vuelvas a acercarte a mí nunca más!
Alissandru se echó a reír.
–Eso es, vamos a quitarnos los guantes y ver a la auténtica Isla Stewart.
Puggle gruñía con un tono bajo y daba vueltas alrededor de los pies de Alissandru, quien no le hacía el menor caso.
–¡Fuera! –repitió Isla con energía, con sus ojos azules llenos de furia.
Él, sin moverse, la observaba con un regocijo cínico, como si contemplara una obra de teatro entretenida. Enloquecida por su falta de reacción, Isla agarró su elegante abrigo y lo arrojó por la puerta al suelo congelado de fuera.
–¡Márchate! –repitió con terquedad.
Alissandru se encogió de hombros con indiferencia.
–No tengo adonde ir hasta que vuelva el helicóptero a buscarme dentro de una hora –dijo.
–En ese caso, deberías haberte esforzado por ser un visitante educado. Ya he tenido bastante por hoy –repuso ella con energía–. Eres el hombre más odioso del mundo y por fin empiezo a entender por qué te aborrecía mi hermana.
–¿Tenemos que meter a esa zorra en la conversación? –preguntó Alissandru con tanta suavidad que Isla casi no oyó la palabra.
Y en ese momento perdió los estribos. Su hermana había muerto y ella lamentaba profundamente que eso implicaba que ya no podía esperar tener la relación que siempre había anhelado tener con ella. La falta de respeto de él por la difunta era demasiado para soportarla y se lanzó contra él con intención de abofetearlo, aunque dos brazos poderosos se lo impidieron.
–¡Eres un bastardo… un bastardo absoluto! –le gritó llorando–. ¿Cómo te atreves a insultar así a Tania cuando está muerta?
–También se lo dije a la cara. El hombre casado por el que dejó a Paulu no era el primer amante ni tampoco fue el último que tuvo durante su matrimonio –le informó Alissandru. La soltó y la apartó de sí con firmeza, como si le repugnara tenerla tan cerca–. Tania se acostaba más a menudo con otros hombres que con su esposo. No puedes esperar que santifique su memoria ahora que ha muerto.
Isla palideció y se apartó de él con disgusto. ¿Sería verdad? ¿Cómo saberlo? Tania siempre había hecho lo que quería, sin importarle la moralidad ni la lealtad. Isla había captado eso en su hermana y se había negado a pensar demasiado en ella porque había preferido buscar parecidos entre ellas en lugar de centrarse en todo lo que las separaba.
–Paulu me lo habría dicho –murmuró con desesperación.
–Paulu no sabía todo lo que hacía ella, pero yo sí. No vi motivos para humillarlo con la verdad –confesó Alissandru con dureza–. Ya sufrió bastante con ella para que yo aumentara aún más la agonía.
La rabia abandonó entonces a Isla. ¿Qué hacían discutiendo por un matrimonio con problemas cuando los dos miembros de la pareja habían muerto? Era una locura. Se recordó que Alissandru sufría y que le causaba amargura que su hermano hubiera necesitado a Tania cuando era evidente que él en su lugar la habría dejado a la primera oportunidad. No era un hombre indulgente, un hombre que pasara por alto la fragilidad moral en otros.
–Recoge tu abrigo –dijo con impaciencia–. Tomaremos té, pero si quieres permanecer bajo este techo, no volverás a insultar a mi hermana. ¿Está claro? Tú tienes tu opinión sobre ella pero yo tengo la mía y no permitiré que ensucies los pocos recuerdos que conservo de Tania.
Alissandru observó el rostro serio de ella. Tenía forma de corazón y mostraba determinación y exasperación. Jamás en la vida lo había mirado una mujer como lo miraba ella en aquel momento. Como si estuviera harta de él y fuera la más controlada y pragmática de los dos. Alissandru recogió su abrigo. Después de todo, hacía frío incluso dentro de la casa.
Pensó que ella era una criaturita extraña. No flirteaba con él ni lo halagaba. Y él no tomaba té. Era siciliano. Bebía café del mejor y grappa de la más pura. Admitió para sí que era posible que hubiera sido más grosero de lo que era inteligente en esas circunstancias. Tenía muy mal genio. Eso lo sabía todo el mundo, pero ella no. Ella le hablaba como si fuera un niño furioso e incontrolable. Alissandru se dirigió desde la puerta hacia el fuego, pero por el camino algo le mordió el tobillo y se agachó con una maldición siciliana a apartar al animalito que le había clavado los dientes en la pierna.
–¡No! –gritó Isla. Se acercó a recoger al extraño perro, pero solo después de meterle un dedo en la boca para hacerle soltar el calcetín de seda de Alissandru y la carne de debajo–. Puggle es solo un cachorro, no sabe lo que hace.
–Me ha mordido –protestó Alissandru.
–Te lo merecías –Isla acunó al extraño animalito contra su pecho como si fuera un bebé–. No te acerques a él.
–No me gustan los perros –le informó Alissandru son sequedad.
La joven le lanzó una mirada de irritación.
–Dime algo que me sorprenda –comentó.
Puggle miró a su víctima con sus grandes ojos oscuros desde la seguridad de los brazos de Isla y Alissandru habría jurado que el animal sonreía.
ALISSANDRU se sentó de mala gana delante de la mesa de la cocina, con el abrigo puesto. El silencio era incomodo, pero se negaba a romperlo. No ayudaba que nunca en su vida hubiera tenido tanto frío ni que Isla siguiera correteando por allí descalza y obviamente mucho más habituada que él a aquella temperatura. Su cuerpo quería tiritar pero él, terco hasta la médula, reprimía rigurosamente ese impulso.
Observando los pasos rápidos de Isla por la pequeña zona de la cocina que ocupaba la mitad de aquella estancia claustrofóbica de techo bajo, se sorprendió notando las curvas sorprendentemente exuberantes que la ropa poco halagadora que llevaba dejaba entrever. Su hermana Tania había sido alta y delgada como una modelo, pero Isla era bajita de estatura y con curvas amplias en el pecho y las caderas. Alissandru reconoció para sí que prefería a ese tipo de mujeres y se puso rígido al notar que su cuerpo respondía a algo más que al frío intenso.
Aunque se esforzó por reprimirla, su respuesta no le sorprendió porque Isla era hermosa, aunque con una belleza mucho menos llamativa y mucho más natural que las bellezas que él estaba acostumbrado a conocer. No era una mujer que pararía el tráfico, pero atraía continuamente la atención de un hombre a los huesos delicados de su cara, la vivacidad de sus ojos y la plenitud de sus labios, que inspiraban imágenes eróticas a los hombres. «A cualquier hombre», se recordó él.
Su teléfono móvil sonó en aquel momento.
–¡Caray! ¡Tienes cobertura! –exclamó Isla, sorprendida–. Tienes suerte. Yo tengo que recorrer más de un kilómetro para usar mi teléfono.
La llamada fue una interrupción bienvenida para Alissandru, pues lo sacó de un raro momento de introspección y de unos pensamientos que lo irritaban. Se levantó de un salto y contestó al teléfono con una sensación de alivio por verse conectado de nuevo con su mundo. Pero desgraciadamente, la llamada era para darle una mala noticia y se acercó rápidamente a la ventana a mirar los copos de nieve que caían ya y se agitaban con la fuerza del viento.
–El helicóptero no puede recogerme hasta mañana –dijo con irritación e impaciencia–. Esta noche hay ventisca.
–O sea que estás atrapado aquí –concluyó ella, pensando dónde meterlo.
Había solo un dormitorio con una cama y no había sofá ni nada más que pudiera hacer de sustituto. Normalmente, cuando se quedaba con sus tíos, pedían prestado un sofá cama viejo al vecino y lo instalaban abajo para ella, pero como estaba sola, dormía en la cama de ellos.
–¿Hay un hotel o algo de ese tipo por aquí? –preguntó él.
–Me temo que no –respondió ella con desgana. Dejó la taza de té de él al lado de la silla que acababa de abandonar–. Tendríamos que conducir kilómetros y podríamos quedarnos atrapados en el coche. Con un tiempo así solo salimos si es imprescindible.
Alissandru respiró con fuerza y se pasó la mano por el pelo.
–Es culpa mía –gruñó, sombrío–. El piloto me advirtió antes de partir de las condiciones meteorológicas y del riesgo y no le hice caso.
Isla apretó los labios con tacto y se privó de comentar que eso no le sorprendía. Alissandru Rossetti tenía una personalidad muy poderosa y probablemente escuchaba raramente el consejo de otros cuando iba en contra de sus deseos. Evidentemente, había querido ir a verla ese día y no había estado dispuesto a esperar a que hubiera mejores condiciones para volar. Y su impaciencia le había salido cara.
–Puedes quedarte aquí –dijo con sequedad–. Y seguro que a los dos nos encanta esa perspectiva.
En los ojos de él apareció una chispa de regocijo, que los iluminó como una tentación dorada. Ella se preguntó por qué se habría molestado la naturaleza en bendecirlo con unos ojos tan hermosos cuando la mayor parte del tiempo se veían fríos y duros por el recelo. Apartó de sí aquel pensamiento extraño e intentó pensar en qué podía descongelar para la cena.
Alissandru volvió a sentarse y alzó su taza de té, pensando si no hubiera sido mejor pedir café porque, aparte de los problemas matrimoniales de su hermano, nunca había estado en una posición en la que se viera obligado a poner buena cara en una situación mala. Probablemente estaba muy mimado en lo relativo al lujo, pues la familia Rossetti siempre había sido rica. Era cierto que su habilidad para los negocios había enriquecido mucho más a sus seres queridos, pero tenía que buscar varias generaciones atrás para encontrar a un antepasado que no hubiera podido pagarse lujos. El té resultó no ser tan horrible como esperaba y sirvió para calentarlo un poco.
–¿Dónde dormiré? –preguntó con cortesía.
Isla se levantó rápidamente.
–Ven, te lo mostraré –dijo con incomodidad. Empezó a subir la pequeña escalera de caracol que había en un rincón.
Alissandru miró las tres puertas que daban a un rellano del tamaño de un sello de correos.
–Este es el cuarto de baño –dijo ella, abriendo una de las puertas–. Y aquí es donde tienes que dormir tú –añadió con rigidez. Abrió una habitación que era más grande de lo que él esperaba y tenía una cama doble, muebles anticuados y una chimenea.
–¿Dónde dormirás tú? –preguntó él.
–Este es el único dormitorio –admitió ella, esquivando la pregunta–. Antes había dos, pero mi tío los unió cuando descubrió que no podían tener hijos. No quería tener un dormitorio vacío al lado que les recordara ese hecho.
El frío ártico del aire le enfriaba la cara a Alissandru.
–Aquí no hay calefacción –comentó, preguntándose cómo era posible que alguien pudiera vivir así en pleno invierno.
–No, pero puedo encenderte la chimenea –se ofreció ella.
Se mordió el labio inferior cuando lo vio reprimir un escalofrío y recordó el calor del clima de Sicilia, que le resultaba tan ajeno a ella como aquel frío extremo parecía resultarle a él.
–Te agradecería mucho que lo hicieras –comentó Alissandru, con una humildad desconocida en él.
Isla pensó un momento en lo que implicaba acarrear troncos y carbón escaleras arriba, pero enseguida apartó eso de su mente. Él era un invitado y a ella la habían educado en la creencia de que había que mimar a los invitados siempre que fuera posible.
–Me daré una ducha. Si hay agua caliente –Alissandru la observó con aire interrogante. Empezaba a asimilar que no había nada que pudiera dar por sentado en una casa tan humilde.
–Hay mucha agua caliente –le aseguró ella, más animosa–. Pero no tienes equipaje, así que déjame ver si hay algo de mi tío que puedas usar –dijo, acercándose a la cómoda situada al lado de la ventana.
–Eso no será necesario –le aseguró Alissandru, al que le producía disgusto pensar en usar la ropa de otro hombre.
–A mi tío no le importaría y es alto como tú –repuso Isla, que interpretó mal su respuesta y pensó que no quería causar molestias. Abrió varios cajones y sacó unos vaqueros desgastados y un jersey grande, que parecía haber vivido días mejores antes de la última guerra mundial. Dejó ambas cosas sobre la cama–. Estarás más cómodo con esto que con ese traje. Voy abajo a preparar algo de cenar.
–Gracias –musitó Alissandru–. Teniendo en cuenta lo que he dicho al llegar, estás siendo sorprendentemente amable.
La joven se volvió a mirarlo.
–Me parece que tú no tienes muy en cuenta lo que dices –admitió con una sonrisa espontánea que iluminó su rostro como un amanecer glorioso–. Y estás completamente fuera de tu entorno, así que voy a ser indulgente. Yo me sentía igual de fuera de lugar en tu casa de Sicilia.
–Yo creía que te habíamos hecho sentirte bienvenida.
Isla se sonrojó y él la miró fascinado e incluso se acercó un poco más para verla mejor.
–Pues claro que sí –dijo ella–. Tenía un dormitorio maravilloso y la comida era increíble –comentó, sabedora de que se había mostrado grosera y muy consciente de la proximidad de él–. Pero no era mi mundo y estaba como pez fuera del agua. Era la primera vez que iba al extranjero, nunca había visto una casa como la vuestra excepto en la televisión. Allí todo era desconocido y un poco… perturbador.
Alissandru observó el pequeño pulso que latía justo encima de su clavícula y deseó poner la boca allí. Estaba seguro de que su corazón latía con la misma fuerza porque, naturalmente, ella reconocía la tensión sexual que había en la atmósfera. «Por supuesto que sí», pensó con cinismo. Tenía veintidós años, ya no era una adolescente precoz sino una mujer adulta en todos los sentidos de la palabra. Con eso en mente, levantó una mano para alzarle la barbilla, miró sus ojos azules sobresaltados y el tono rosa que le iluminaba de pronto las mejillas. Se sonrojaba. ¿Cuánto hacía que no veía a una mujer que se sonrojaba? Seguramente era debido a que tenía la piel muy blanca y a que la controlaban los mismos pensamientos eróticos que a él.
Estaba casi seguro de que aceptaría si le proponía sexo. Las mujeres siempre aceptaban. No recordaba cuándo había sido la última vez que lo habían rechazado y la química entre Isla Stewart y él era indudable. Eso no le gustaba, pero el mismo impulso poderoso que lo excitaba era lo que mantenía viva a la raza humana y era algo muy difícil de resistir para un hombre no acostumbrado a negarse un deseo tan normal. La imaginó tumbada sobre la cama, encima de aquel edredón feo, muy blanca, lujuriosa, sonrojada y pecosa. El sexo sería un modo práctico de calentarse y de paso disfrutar.
Bajó lentamente la cabeza para darle tiempo a retirarse. Pero Isla estaba paralizada en el sitio, perturbada por la tensión que notaba en los pezones y el pulso de calor que palpitaba en el centro de su cuerpo. Había sentido un par de veces antes algo parecido con otros hombres, pero la atracción había desaparecido en el instante en que la habían tocado, lo que la había convencido de que tenía que ser la fértil imaginación de las mujeres lo que explicaba muchos encuentros de los que más tarde se arrepentían. Sin embargo, en aquel momento, en el que su instinto de conservación la urgía a apartarse, la curiosidad la mantenía allí porque, inexplicablemente, quería saber si ocurriría lo mismo con él.
Y él la besó en la mejilla y en las sienes y la rozó con los labios de un modo exploratorio.
–Si quieres parar, dímelo ahora –susurró.
Isla se estremeció, atrapada por sensaciones que no había conocido nunca, con el cuerpo encendido por las caricias de él, y el calor súbito en su pelvis la hizo retorcerse. Y el olor de él tan cerca… ¿Cómo describir aquel perfume evocador a colonia y virilidad que la hacía estremecerse?
–Hazlo –se oyó decir con deseo. Y la sorprendió el sonido estrangulado de su voz.
Alissandru la besó en los labios con pasión y ella le echó los brazos al cuello para afianzar unas piernas que parecían haberse vuelto de paja. La apretó contra él con una fuerza que al principio la desconcertó y luego le gustó. La lengua de él penetró en su boca, juguetona, se entremezcló con la suya y una oleada de sensaciones explotó por su cuerpo. Un gemido estrangulado brotó de su garganta y él se apartó, tan excitado por el pequeño ruido ronco de ella, que tuvo que parar un poco.
–Necesito esa ducha, llevo todo el día viajando, gioia mia –dijo con voz espesa y los ojos dorados fijos en el rostro sonrojado y avergonzado de ella–. Pero espero esta velada con expectación.
Y desapareció en el cuarto de baño. Isla bajó las escaleras corriendo y se miró un momento en el espejo de la pared de la cocina, donde vio que tenía el cabello convertido en una masa de rizos de fuego y el rostro tan caliente que se podían freír huevos en él.
¿Por qué lo había alentado? Una idea estúpida teniendo en cuenta que él tenía que pasar la noche allí y era el tipo de hombre acostumbrado a sexo fácil y pasajero. En la boda, Tania le había comentado que Alissandru tenía muchas aventuras. Pero no podía negar que, cuando se le había presentado la oportunidad, se había aferrado a ella y a él, desesperada por saber lo que sentiría cuando la besara un hombre tan sofisticado y con una sensualidad de alto voltaje. Y después de haberlo averiguado, pensaba que habría sido mejor no descubrirlo.
Él sabía besar bien, pero, por supuesto, no irían más allá. Ella estaba emparentada con Tania y, al parecer, él había odiado a su hermana tanto como esta a él. No, no ocurriría nada más. Y mientras se lo decía así, se esforzaba porque eso la aliviara en lugar de decepcionarla. Como le había dicho Tania una vez, necesitaba salir al mundo y hacerse una vida, pero su hermana había sido mucho más segura de sí y mucho más experimentada que ella, e incluso confesaba abiertamente que prefería la compañía de hombres a la de mujeres.
Isla, por su parte, había sido educada con valores victorianos y eso no la había ayudado a encajar en el mundo real. La mayoría de los hombres a los que había conocido esperaban sexo la primera noche, y los que no habían exigido sexo como si fuera un derecho adquirido, no le habían gustado lo suficiente para experimentar. En parte, también, por la experiencia negativa de su primer encuentro con los impulsos sexuales masculinos. Todavía recordaba con disgusto al hombre mayor que la había seguido hasta el dormitorio de Tania en Sicilia y la había arrinconado allí. Entonces estaba poco preparada para lidiar con un incidente así y se había sentido asustada y asqueada cuando él había intentado tocarla donde no debía. Ese episodio había hecho que, durante años, la pusiera nerviosa estar a solas con hombres.
No obstante, había permanecido virgen más por falta de tentaciones que por ninguna otra razón, confiando en que al final aparecería el hombre indicado. Pero su mente sabía muy bien que Alissandru Rossetti nunca sería ese hombre. Había odiado a su hermana y era evidente que estaba predispuesto también en contra de ella. Era altamente improbable que quisiera una relación con la hermana de Tania.
Aparte de todo lo demás, él no tenía relaciones. No buscaba una mujer especial ni un compromiso. No le interesaba echar raíces. Isla hizo una mueca mortificada y salió a la nieve y el frío con el cubo de carbón, mofándose de su estupidez. Alissandru la besaba una vez y ella empezaba a lamentar que no pudieran tener futuro como pareja. ¡Qué ridícula! Él saldría corriendo como el viento si se enteraba. Su abuela la había educado de un modo muy poco en concordancia con el mundo moderno y le había inculcado creencias que otros habían abandonado hacía mucho.
Se dijo con impaciencia que Alissandru sería el peor hombre imaginable con el que ponerse a experimentar. No. Le encendería fuego en el dormitorio, le haría una cena caliente y ella pasaría la noche dormitando en un sillón. Si había contribuido a que él esperara algo más que un beso por su parte, y estaba segura de que así era, le dejaría claro que no iba a ocurrir nada. Y con la cantidad de opciones que tenía un hombre como él, esa decepción no le partiría el corazón. De hecho, era muy probable que solo se le hubiera insinuado porque era la única mujer disponible. Arrugó la nariz. Las atenciones de él ya no le parecían tan halagadoras.
Acarreó teas, carbón y leños arriba y encendió fuego en la chimenea, oyendo el ruido del agua en el cuarto de baño. No quedaría agua caliente para ella, seguramente él habría vaciado el tanque. La cocina económica conseguía calentar el tanque de agua, pero Isla estaba entrenada para no pasar más de diez minutos debajo de la ducha.
Alissandru, que había entrado en calor por primera vez desde que llegara al norte congelado de Escocia, se secó vigorosamente con una toalla y salió al frío rellano en calzoncillos. Entró a toda velocidad en el dormitorio, donde las llamas calientes del fuego le dieron la bienvenida. En su impaciencia por llegar al calor, olvidó bajar la cabeza para esquivar las vigas del techo y se dio un buen golpe en el cráneo. Gimió, se tambaleó un momento en el sitio y cayó como un tronco sobre el suelo de madera.
Isla oyó el golpe de algo pesado que caía arriba y se quedó un momento inmóvil. Pensando que Alissandru habría tirado algo, alzó los ojos al cielo y siguió cortando verdura para el estofado que estaba preparando. Al menos él había salido ya de la ducha y cuanto antes metiera la cazuela al horno, antes podrían cenar.
¿Qué habría tirado? Isla arrugó la frente porque había pocas cosas en el dormitorio y nada que pudiera hacer un ruido de tal magnitud, a menos que fuera el armario o la cómoda. Nerviosa de pronto, lo llamó desde la escalera, pero no obtuvo respuesta. Apretó los labios, subió y, por la puerta entreabierta, lo vio tumbado de espaldas en el suelo. Estaba desnudo salvo por unos calzoncillos negros de algodón. Lanzó una exclamación, corrió hacia él y se quedó horrorizada al ver que estaba inconsciente. ¿Qué demonios se había hecho?
Le tocó un hombro y notó que estaba muy frío, así que se levantó de un salto y lo envolvió con el edredón de la cama. Una vez hecho eso, le pasó los dedos por el pelo con cuidado y notó la viscosidad suave de la sangre y un chichón. Respiró con fuerza y corrió abajo para llamar al doctor.
Desafortunadamente, el doctor había salido a otra casa, pero su esposa, una mujer amable y pragmática a la que Isla conocía desde niña, le explicó cómo había que tratar a un paciente con una conmoción y lo que podía esperar. Isla volvió sin aliento al lado de Alissandru y la alivió ver que movía los párpados y parecía recobrar el conocimiento.
–¿Alissandru? –murmuró.
Él levantó las pestañas y la miró con el ceño fruncido.
–¿Qué ha pasado?
–Te has caído. Creo que te has golpeado la cabeza con algo.
–Me duele la cabeza –admitió él. Alzó la mano e intentó tocársela. Estaba claramente desorientado y torpe y ella le agarró la mano antes de que llegara a tocarse la hinchazón.