E-Pack Bianca y Deseo julio 2018 - Cat Schield - E-Book

E-Pack Bianca y Deseo julio 2018 E-Book

Cat Schield

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Beschreibung

Pasión y engaño Miranda Lee ¿Un matrimonio perfecto? Recuperar su amor Cat Schield Iba a poner toda el alma y el corazón para que siguiera siendo suya.

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Veröffentlichungsjahr: 2018

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Bianca y Deseo, n.º 144 - julio 2018

I.S.B.N.: 978-84-9188-926-7

Índice

 

Portada

 

Créditos

Índice

 

Pasión y engaño

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Si te ha gustado este libro…

 

Recuperar su amor

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

SARAH, SENTADA delante de su escritorio, estaba sumamente aburrida. Menos mal que era viernes. Solo le quedaban dos horas para acabar su jornada laboral semanal y también el tedioso periodo en el departamento de Contratos y Fusiones. No había estudiado Derecho para rellenar formularios y decirle a la gente dónde firmar. Eso lo podía hacer cualquiera, sin necesidad de pasar cuatro años estudiando para conseguir un título.

Al recibir la oferta de trabajo del famoso bufete de abogados Goldstein y Evans, Sarah se había visto a sí misma como defensora de los desfavorecidos, se había imaginado a sí misma defendiendo en juicios a gente inocente. Sin embargo, en las siete semanas que llevaba trabajando allí, no había puesto los pies en un solo juzgado. Había trabajado una semana en Transmisiones, dos en Fideicomisos y Testamentos, y dos en el departamento relacionado con asuntos familiares, lo que no había sido de su agrado, pero sí bastante mejor que lo que había estado haciendo las dos últimas semanas.

Por suerte, la semana siguiente iba a trabajar en los departamentos de Derecho Penal y Derecho Civil, mucho más de su agrado. Esos departamentos tenían una sección gratuita en la que algunos abogados, los de menos experiencia, trabajaban. Estaba deseando pasar a esa sección.

Entretanto, volvió a clavar los ojos en la pantalla del ordenador portátil, de vuelta a la información sobre un cliente que iba a ir al bufete a firmar un contrato de compraventa a las tres de la tarde. Se trataba de una mina de diamantes, nada menos. El cliente se llamaba Scott McAllister, un magnate de la industria minera, un hombre a quien, según Bob, su mentor, debería reconocer. Al parecer, Scott McAllister había aparecido en televisión con frecuencia últimamente en relación con una refinería de níquel al borde de la quiebra y cuyo cierre significaría la pérdida de muchos puestos de trabajo. Sin embargo, ella no solía ver los informativos de televisión, por lo tanto no tenía ni idea de quién era ese hombre.

No obstante, a través de Internet, se estaba informando. Scott McAllister, de nacionalidad australiana, era uno de los más jóvenes magnates de la industria minera y sus operaciones incluían minas de hierro, oro, carbón, níquel y aluminio; y ahora iba a añadir diamantes a la lista. Al parecer, su padre, fallecido diez años atrás, había sido un buscador de oro fracasado; sin embargo, a su muerte, el hijo había descubierto que dos de las minas que su padre le había dejado y que, supuestamente, no valían nada, escondían auténticos tesoros en sus entrañas. Una de ellas era rica en hierro, la otra lo era en lignito.

Según ella, la suerte había jugado un papel importante en el éxito de McAllister. Sin embargo, Bob insistía en que su cliente era un hombre sumamente astuto que, metafóricamente, era capaz de convertir las piedras en diamantes.

–Algunos informes aseguran que la mina de diamantes que va a comprar hoy está agotada –le había dicho Bob hacía un rato–. Pero un hombre como McAllister no la compraría si ese fuera el caso. Estoy seguro de que sabe algo que los propietarios de la mina desconocen.

En otra página web, vio una fotografía de él en la que lo más significativo era que parecía muy alto y con buen tipo. Unas gafas de sol le ocultaban los ojos, pero su rostro se veía moreno, de facciones duras y una mandíbula que parecía esculpida en granito. Leyó que Scott McAllister no estaba casado y no le sorprendió; no parecía la clase de hombre que podía gustar a las mujeres, a pesar de su riqueza.

El teléfono de Bob empezó a sonar. Lanzando una maldición, se pegó el auricular a la oreja. Treinta segundos después lanzó otra maldición.

–Perdona –se disculpó Bob–. Es que McAllister ha llegado con antelación y los dueños de la mina aún no están aquí. Además, tampoco me ha dado tiempo a leer entero este malditamente complido contrato. Así que… ¿te importaría hacerme un favor? Acompáñale a la sala de reuniones y ofrécele un café o lo que le apetezca tomar. Esas cosas se te dan bien.

Desde luego que se le daban bien. Era lo único que había hecho en esa condenada sección, preparar café para Bob y sus compañeros. En vez de abogada parecía una camarera. No obstante, su madre le había enseñado buenos modales, así que sonrió y respondió que sería un placer.

–Eres una chica estupenda –dijo Bob devolviéndole la sonrisa.

Sarah se habría ofendido si Bob no hubiera tenido sesenta y tres años de edad. Ella tenía veinticinco. Iba a cumplir veintiséis ese año. ¡Ya no era una chica!

Se puso en pie, se alisó la falda, se echó hacia atrás el pelo, salió del despacho y recorrió el pasillo camino de la recepción, contenta de tener algo que hacer. Además, si era sincera consigo misma, debía reconocer que sentía curiosidad por verle los ojos al tal McAllister.

Le vio inmediatamente. Estaba sentado en uno de los sofás de cuero negro esparcidos por la zona de recepción. Llevaba un traje de chaqueta gris oscuro, camisa blanca y una sobria corbata azul marino. Tenía un brazo extendido sobre el respaldo del sofá y una pierna cruzada sobre la otra. Sus zapatos se veían limpios, pero gastados. La moda no era el fuerte de ese hombre. Quizá a los magnates de la minería les daba igual cómo iban vestidos.

Por desgracia, Scott McAllister tenía los ojos cerrados, pero eso le permitió ver claramente el resto de ese hombre. El cabello era castaño oscuro y lo llevaba muy corto, más por los laterales que por encima de la cabeza, lo que le confería un aspecto muy viril. Tenía la nariz más grande de lo que parecía en la foto que había visto, pero no desentonaba con el resto del rostro. La boca era grande, el labio inferior más lleno que el superior, pero sin conseguir suavizar el aspecto de su semblante.

Incluso antes de que abriera los ojos, Sarah se dio cuenta de que Scott McAllister no era un hombre convencionalmente guapo, pero sí le resultó sumamente atractivo. Lo que era extraño, ya que nunca le habían gustado los hombres tan viriles, le intimidaban. Prefería hombres delgados, de belleza elegante y con más cerebro que músculos.

Se detuvo a un metro de los pies de él y se aclaró la garganta.

–¿El señor McAllister?

Los párpados de él se abrieron y por fin vio esos ojos.

Unos ojos gris metálico con unas pestañas sorprendentemente largas. No eran unos ojos duros, pero sí fríos; sin embargo, eran cálidos a la vez. Y cuando esos ojos se clavaron en ella la hicieron contener la respiración al tiempo que sus mejillas enrojecían. ¡Qué vergüenza!

–Sí, soy yo –dijo él poniéndose en pie, mucho más alto que ella, que medía un metro setenta y encima llevaba tacones.

Echó la cabeza hacia atrás para verle el rostro y sintió la boca seca. Conteniendo un gemido, se humedeció los labios con la lengua y trató de adoptar un aire sofisticado.

–Los propietarios de la mina aún no han llegado –dijo Sarah con una fría y medida sonrisa–. El señor Katon me ha encargado que me ocupe de usted hasta que lleguen.

McAllister se limitó a mirarla sin devolverle la sonrisa.

Sarah sintió un profundo e intenso calor acompañado de un deseo de hacer y decir las cosas más ridículas que se podían imaginar. Tuvo que hacer un ímprobo esfuerzo para controlarse.

–Sígame, por favor –sugirió ella fingiendo una fría cortesía.

–Cielo, te seguiría hasta el infierno –dijo él mientras esos crueles labios esbozaban una sonrisa.

Sarah se quedó boquiabierta. Eso mismo podía decir ella respecto a él.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Sídney, quince meses más tarde…

 

SCOTT, de pie junto a la ventana detrás de su escritorio, contempló la vista. Aunque la vista no tenía nada de especial. El edificio en el que se encontraba la oficina central de McAllister Mines estaba situado al sur del centro de Sídney, no en la parte más pintoresca de la ciudad, junto al puerto. Desde donde estaba no se veía el mar ni la Casa de la Ópera, ni los hermosos parques y jardines. Ahí solo se veían anodinos rascacielos y calles llenas de tráfico.

Aunque nada lograría calmarle ese lunes por la mañana. Jamás en su vida se había sentido así. Había llorado la muerte de su padre, pero la muerte era más fácil de sobrellevar que la traición. Seguía sin poderse creer que Sarah le hubiera podido hacer eso. Solo llevaban casados un año, el día anterior había sido el primer aniversario de su boda. Y aunque él nunca había confiado plenamente en una mujer, Sarah le había parecido muy diferente a las mujeres responsables de su cinismo. Sí, muy diferente. Por eso, le resultaba increíble que ella le hubiera engañado.

Había recibido el texto con las fotos el viernes al mediodía, poco después del fin de la reunión que había tenido con un multimillonario de Singapur que se encontraba en la Costa de Oro y que podía ayudarle a solucionar los problemas de flujos de caja. Por suerte, había estado solo en ese momento, nadie había presenciado su inicial estado de shock. Pero, poco a poco, había reconocido la validez de las pruebas. Las fotos habían incriminado a Sarah claramente, todas ellas tenían la fecha y la hora en las que habían sido tomadas. Al mediodía de ese mismo día, el viernes anterior.

Y todas ellas iban acompañadas de un mensaje: Me ha parecido que podría gustarte saber lo que hace tu esposa cuando estás ausente. Firmado: Un amigo.

No creía que fuera un amigo. Más bien un enemigo en el mundo de los negocios o una compañera de Sarah envidiosa. Su esposa solía despertar la envidia de otras mujeres… y los celos de su marido. Lo que no significaba que Sarah fuera inocente. No le había costado mucho reconocer que su mujer mantenía relaciones con ese guapo y bien vestido sinvergüenza que aparecía en las fotos.

Era la primera vez que Scott sentía esos negros celos y esa furia que le habían llevado a dejar a su secretaria, Cleo, en la Costa de Oro para concluir la negociación en su nombre. Como excusa, había dicho que Sarah estaba indispuesta y había tomado un avión para ir a su casa y enfrentarse a su adúltera esposa.

Pero no se había enfrentado a ella inmediatamente. ¿Por qué? ¿Por sentimiento de culpabilidad? ¿Por vergüenza?

Su intención había sido hablar con Sarah de inmediato, aún había albergado la esperanza de que hubiera una explicación lógica respecto a semejante pesadilla. Pero al entrar en su casa, Sarah se había arrojado a sus brazos, encantada con que hubiera vuelto tan pronto. Le había besado apasionadamente, con más fervor que de costumbre. Aunque su vida sexual había sido más que satisfactoria hasta ese momento, Sarah no era agresiva en lo que al sexo se refería. Siempre esperaba que él diera el primer paso, que tomara el control. Sin embargo, esa noche no había sido así; esa noche, Sarah se había mostrado atrevida, le había acariciado íntimamente y le había besado el sexo.

«Culpable», había decidido al pensar en ello detenidamente.

Contra toda razón, después de que Sarah se durmiera tras un agotador maratón sexual, quien se había sentido culpable había sido él. Una locura. ¿De qué podía él sentirse culpable? Sarah era la culpable. Sarah era la adúltera, no él.

Sarah le había mentido descaradamente al contarle lo que había hecho aquel día: había ido a comprarle un maravilloso regalo de aniversario al mediodía. Sin embargo, él sabía perfectamente lo que Sarah había estado haciendo el viernes al mediodía.

Se había levantado de la cama, se había ido a su estudio, se había puesto a beber y, al final, se había quedado dormido en el sofá completamente ebrio.

Allí le había encontrado Sarah a la mañana siguiente. Y allí habían tenido el terrible enfrentamiento…

Había sido horrible, aún le sorprendían las acusaciones que Sarah le había lanzado. Al final, Sarah se había marchado. Y no había vuelto.

El domingo por la noche, Scott se había visto obligado a aceptar que quizá Sarah no regresaría a su lado.

Lo que debería haberle complacido, pero era todo lo contrario. A pesar de ser un hombre que no toleraba tener una esposa en la que no podía confiar, cabía la posibilidad de que no fuera lo que parecía y que él hubiera cometido un grave error.

Salió de su ensimismamiento al oír a alguien llamar a la puerta.

–¿Sí? –dijo Scott apartándose de la ventana.

Cleo entró discretamente y le lanzó una mirada sumamente significativa. Su expresión mostraba preocupación. Él le había contado lo ocurrido a Cleo por encima. Cleo era su secretaria y no se le escapaba nada. Después de tres años trabajando juntos, Cleo era también su amiga y se había mostrado más sorprendida aún que él. En realidad, Cleo había declarado no creer que Sarah le hubiera sido infiel:

–No es posible que Sarah te haya engañado, Scott. ¡Esa chica te adora!

Sí, eso mismo había creído él; pero, evidentemente, se había equivocado. Habría enseñado a Cleo las fotos que incriminaban a Sarah, pero ya no las tenía. Había entregado el móvil en cuestión al jefe de Seguridad de su empresa el sábado al mediodía con el fin de que investigara el asunto.

Mostrar a Harvey las fotos de su esposa con otro hombre le había resultado humillante; sin embargo, no le había quedado más remedio que averiguar la autenticidad de las fotos y la identidad de quien las había enviado. Además, quería saber todo lo posible respecto al hombre que aparecía al lado de su esposa.

El hombre que salía en las fotos era guapo, aunque no tan fuerte como él, más bien tirando a delgado. Elegante y muy bien vestido.

–Harvey acaba de llamar para decir que ya mismo sube –dijo Cleo, sacándole de sus oscuros pensamientos–. ¿Quieres que os prepare un café?

–De momento, no. Gracias, Cleo. Ah, y gracias también por sustituirme el viernes. No sé qué haría sin ti.

Cleo se encogió de hombros.

–Me temo que no sirvió de mucho. El inversor dejó muy claro que no quería hacer tratos con una mujer; sobre todo, con una menor de treinta años. No obstante, si te sirve de algo mi opinión, creo que no te conviene aceptar su dinero. Ese tipo no me gusta nada, tiene una mirada muy esquiva.

Scott sonrió irónicamente. Cleo tenía la costumbre de juzgar a la gente por su mirada. Y no solía equivocarse. En varias ocasiones los consejos de Cleo le habían evitado costosos errores. A Cleo, Sarah le caía muy bien, la consideraba una chica encantadora. Él suponía que no se podía acertar siempre.

–En ese caso, le borraré de la lista de posibles socios –declaró Scott.

–Sí, será lo mejor. No obstante, tienes que encontrar a otro y con la mayor rapidez posible, Scott; de lo contrario, vas a tener que cerrar la refinería de níquel y puede que la mina también. No pueden seguir funcionando con pérdidas durante mucho más tiempo.

–Sí, lo sé –respondió él–. ¿Por qué no te pones a investigar posibles inversores? Quizá alguien de Australia… Ah, ahí está Harvey. Hola, Harvey, entra.

Cleo les dejó y Harvey se adentró en el despacho con expresión impenetrable. Harvey tenía cincuenta y tantos años, era un hombre alto y corpulento y completamente calvo; de un rostro atractivo, labios firmes y fríos ojos azules. Había sido policía durante veinte años e investigador privado otros diez años antes de entrar en su empresa a ocupar el puesto de encargado del departamento de Seguridad. Su impresionante físico se prestaba para ser un escolta excelente, tarea que había desempeñado en varias ocasiones para protegerle. Ser un magnate de la industria minera tenía sus peligros; sobre todo, cuando había que cerrar alguna mina, aunque fuera solo temporalmente.

Harvey, que vestido con unos vaqueros y una chaqueta de cuero negra, también era un experto en informática, algo de incalculable valor en los tiempos que corrían.

Scott cerró la puerta del despacho e indicó a Harvey que se sentara en uno de los dos sillones situados delante de su escritorio.

–¿Qué has averiguado? –preguntó Scott sin preámbulos.

Los ojos de Harvey mostraron casi compasión y Scott tuvo que contener una náusea.

–A juzgar por tu expresión, me temo que no son buenas noticias.

–No.

–Vamos, cuenta.

Harvey se inclinó hacia delante y dejó el móvil de Scott encima del escritorio antes de volver a recostarse en el respaldo del sillón.

–Pero vayamos por partes –dijo Harvey–. El teléfono móvil que se utilizó para enviarte esas fotos no ha podido ser rastreado.

–Lo sospechaba –dijo Scott–. ¿Son auténticas las fotos?

–Sí. No están manipuladas.

–¿Y la fecha y la hora en las que fueron tomadas?

–También auténticas. Lo he confirmado al examinar la filmación de la cámara de seguridad del hotel. El establecimiento tiene cámaras por todas partes.

–¿Qué hotel es ese?

–El Regency.

A Scott se le hizo un nudo en el estómago. El Regency era un hotel de cinco estrellas que se hallaba muy cerca del lugar de trabajo de Sarah.

–¿Qué más has averiguado? –preguntó Scott, resignado a seguir recibiendo malas noticias.

–He hablado con uno de los camareros del hotel que estaba trabajando el viernes al mediodía. Recuerda a Sarah.

Naturalmente, pensó Scott. Solo un ciego no se fijaría en ella. Sarah era una chica deslumbrante de rubios cabellos, grandes ojos azules y una boca irresistible. A pesar de ser delgada, tenía curvas y vestía ropa muy femenina.

A Scott jamás se le olvidaría el momento en que vio a Sarah por primera vez. Hacía justo quince meses. En las oficinas de Goldstein y Evans, el bufete de abogados de Sídney que solía utilizar para firmar sus contratos. Se había enamorado de ella al instante, un flechazo. Una semana más tarde, durante su tercera cita para cenar, Sarah le había confesado que a ella le había ocurrido lo mismo.

Y Scott la había creído. Tres meses después se habían casado. Y ahora, un año más tarde, parecía que Sarah se iba a convertir en su exesposa.

Scott se aclaró la garganta.

–¿Qué te ha dicho el camarero?

–Me ha dicho que parecían tener una relación íntima. Se sentaron en un rincón del establecimiento, no bebieron mucho y se limitaron a hablar. Quince minutos después, se levantaron y se marcharon.

–Entendido –dijo Scott con voz cortante.

Tanto Harvey como él sabían adónde habían ido Sarah y su amigo. Las fotos lo demostraban. El hombre había ido al mostrador de recepción y había reservado una habitación. Después, ambos habían tomado el ascensor, habían ido a la habitación y habían salido cuarenta y cinco minutos más tarde.

–No obstante, el camarero ha dicho que no la había visto nunca allí –añadió Harvey.

Pero había muchos otros hoteles en Sídney.

–Sin embargo, el tipo sí le resultó conocido –continuó Harvey–. Le había visto allí con otra mujer en varias ocasiones. Una morena.

–¿Has descubierto quién es?

–Sí. Se llama Philip Leighton. Treinta y tantos años. Abogado.

–Y trabaja en Goldstein y Evans, ¿me equivoco?

–No, no te equivocas. Su trabajo se centra en asuntos de familia, su especialidad son los divorcios. Fundamentalmente se encarga de los divorcios de gente rica. También él procede de una familia de dinero. Su padre es senador. Según los rumores, el señor Leighton quiere meterse en política. No está casado y no tiene pareja estable. Según un compañero de trabajo con el que he hablado esta mañana, es un donjuán.

Scott, repentinamente, se vio presa de unos celos cegadores. No soportaba que le tomaran por tonto, y Sarah lo había hecho. El sábado por la mañana, la indignación que Sarah había mostrado no había sido más que un arma para ocultar su culpabilidad. Lo cierto era que Sarah se había dejado seducir por un sinvergüenza.

«Quizá, si no hubieras realizado tantos viajes de negocios, esto no habría pasado…».

¡No, nada de eso, el comportamiento de Sarah no tenía excusa!

–¿Alguna cosa más que tengas que decirme respecto a mi mujer y al tal Leighton?

–Solo que no se ha ido con él después de que saliera de tu casa el sábado. Leighton tiene una casa en la zona residencial de la Costa Norte de Sídney, a Sarah no se la ha visto por allí.

–Puede que se haya ido a casa de Cory –murmuró Scott–. Es su mejor amigo, se conocieron en la universidad.

Scott no dio más explicaciones; sobre todo, porque no sabía mucho respecto a la amistad de su esposa con el joven arquitecto. De repente, se dio cuenta de que, en realidad, no sabía gran cosa de su esposa. Sarah le había contado que su madre ya no vivía y que no tenía contacto ni con su padre ni con su hermano, mayor que ella. Sus padres se habían divorciado, y no amistosamente, su hermano se había puesto de parte de su padre, a pesar de las infidelidades de este.

Scott no había tratado de indagar más en el pasado de Sarah. Tampoco le había preguntado respecto a la naturaleza de su amistad con Cory, principalmente porque Cory no le preocupaba. En realidad, Cory le caía bien y viceversa.

«Supongo que ahora, después de que Sarah le haya contado lo del viernes por la noche, ya no le caigo bien», pensó Scott. Porque seguro que Sarah se lo habría contado. Todo. Cuando Cory y Sarah estaban juntos parecían dos adolescentes.

De repente, Scott deseó quedarse solo para hacer algunas pesquisas por sí mismo. Por lo tanto, se puso en pie, rodeó el escritorio y le ofreció la mano a Harvey.

–Gracias, Harvey. Te agradezco todo lo que has hecho.

–De nada, jefe –respondió Harvey estrechando la mano que Scott le tendía–. Siento no haberte podido dar mejores noticias.

–La vida no es fácil, Harvey.

Ni el amor. Porque todavía amaba a su infiel esposa. ¡Y no sabía por qué!

Tan pronto como Harvey se hubo marchado, Scott agarró su teléfono personal y marcó el número del trabajo de Sarah. Cuando le dijeron que Sarah no había ido a trabajar, alegando estar enferma, no supo qué pensar. Sarah nunca faltaba al trabajo. Le encantaba lo que hacía; sobre todo, ahora que se encargaba, de forma permanente, de los casos de gente sin medios para pagar a un abogado. Se había encargado de varios casos; entre ellos, uno sobre un despido injusto y otros sobre discriminación de género. Había ganado la mayoría de ellos. No, no era propio de Sarah faltar al trabajo.

Scott frunció el ceño. Sarah debía de estar muy disgustada, sin duda. Pero… ¿por él o por su propio comportamiento? Quizá solo le había sido infiel una vez. Quizás se arrepentía de lo que había hecho.

Súbitamente, otra idea acudió a su mente. Algo horrible. ¿Y si Sarah se había fugado con el tal Leighton?

El corazón pareció querer salírsele del pecho cuando hizo la siguiente pregunta a la recepcionista:

–Y el señor Leighton, ¿está en la oficina?

–Sí, sí está. ¿Desea hablar con él?

–No, ahora no, gracias –respondió Scott con firmeza y un gran alivio.

Pero hablaría con él. No le cabía duda de que había sido Leighton quien había dado el primer paso. Sarah, por su personalidad, no tenía tendencia a la infidelidad.

¿O sí?

Estaba claro que no conocía bien a su esposa.

Sacudiendo la cabeza, llamó al móvil de Sarah. Le sorprendió ver que no estaba apagado, aunque sí comunicaba. ¿Con quién estaría hablando? ¿Con Cory? ¿Con el sinvergüenza de su amante? ¿Y dónde estaba? Lo más seguro era que siguiera en casa de Cory.

Consciente de que no podía seguir dándole vueltas a la cabeza sin hacer nada, Scott tomó una decisión. Tenía que enfrentarse a Sarah una vez más. Agarró la chaqueta, se la puso, salió del despacho y se acercó al escritorio de Cleo, que miraba la pantalla del ordenador con el ceño fruncido.

–Tengo que salir, Cleo. Cancela todas las citas que tengo esta tarde y tómate el resto del día libre. Te lo mereces.

Cleo alzó los ojos y suspiró.

–No vas a hacer ninguna tontería, ¿verdad, Scott?

–No, hoy no. La mayor tontería de mi vida la hice hace un año –cuando se casó con una chica a la que no conocía bien, una chica fuera de lo común.

Porque, cuando conoció a Sarah, ella era virgen.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ESTÁS SEGURA de que no quieres que te lleve, cielo? –dijo Cory–. Vas a necesitar que alguien te ayude a llevar las cosas. Puedo tomarme el resto del día libre, eso no es ningún problema. Tenemos horario flexible.

–Gracias, Cory, pero prefiero hacerlo yo sola.

–¿Seguro que Brutus no estará allí?

Sarah parpadeó al oír el mote que Cory le había puesto a Scott, aunque no porque no fuese apropiado. Lo que Scott había hecho el viernes por la noche en nombre de la pasión había sido una brutalidad. Le dio un vuelco el estómago al recordar que ella no solo lo había permitido, sino que también había disfrutado. Sí, esto último era lo peor. Le había encantado que Scott la devorara y ella le había animado con súplicas y ruegos.

A la mañana siguiente, al descubrir que el comportamiento de Scott se había debido a los celos y al ansia de venganza, su sorpresa se había transformado rápidamente en furia.

–No es posible que creas que Scott no ha ido a trabajar –dijo Sarah con amargura–. Créeme, ni una bomba atómica le mantendría apartado de su adorado despacho un lunes por la mañana.

–Por lo que me has contado, el sábado fue como si hubiera estallado una bomba atómica.

Sarah no solía enfadarse. Pero cuando se enfadaba…

–¡No te puedes imaginar lo furiosa que estaba!

–No tengo que imaginármelo, cariño, lo vi cuando te presentaste en mi casa. Bueno, estabas furiosa hasta que te pusiste a llorar. Todo el fin de semana llorando. Creí que iba a necesitar un chaleco salvavidas.

–Por favor, Cory, no intentes hacerme reír. Ese hombre me ha roto el corazón. Lo que ha hecho es imperdonable.

–¿Por qué? ¿Porque se ha comportado como muchos hombres se comportarían en su situación? Cuando descubrí que Felix me estaba engañando, me apetecía estar con él más que nunca.

–¡Pero tú no estabas enamorado de Felix y yo no he engañado a Scott!

–Pero lo parecía…

–Lo sé. Lo sé –respondió Sarah con un gruñido.

–Creo que deberías llamar a Scott y explicarle por qué estabas en ese hotel con tu amigo abogado. Al fin y al cabo, tú misma me has dicho que esas fotos eran bastante incriminatorias.

–¿Y luego qué? ¿Scott me pide disculpas y aquí no ha pasado nada? No, de eso nada, Cory.

–Ah, perdona, se me olvidaba que eres escorpión. Los escorpiones no perdonan ni olvidan jamás. Por cierto, ¿te has parado a pensar quién ha podido enviarle a Scott esas fotos?

Sarah suspiró.

–Llevo toda la mañana pensando en eso.

–¿Crees que ha podido ser alguien de tu trabajo?

–No sé, no se me ocurre nadie.

–Evidentemente, tiene que ser alguien que te odia. O quizá sea más probable que se trate de alguien que odia a Scott.

–Puede que sea la misma persona que le contó a Phil esos rumores sobre Scott y Cleo –dijo Sarah.

–Sí, eso debe de ser –respondió Cory animado–. Desde el principio te he dicho que ha sido una trampa. De lo contrario, ¿cómo iba esa persona, hombre o mujer, a estar en el momento y en el sitio adecuado para sacar las fotos? Demasiada coincidencia. Creo que ha sido alguien con quien tú trabajas, Sarah, alguien que os vio salir juntos a almorzar y os siguió.

–Pero… ¿quién?

–Ni idea. Lo único que sé es que si permites que esto arruine tu matrimonio has permitido que esa persona consiga lo que se proponía.

–Es Scott quien ha destruido nuestro matrimonio –declaró Sarah–. La cuestión es que Scott no me quiere y no se fía de mí. Se negó a escucharme. Para él, solo he sido un adorno y una mujer con la que acostarse las pocas veces que estaba en casa. Cosa que apenas ha ocurrido durante los últimos seis meses. ¡Y yo que creía que había venido el viernes para celebrar conmigo el aniversario de nuestra boda! ¡Qué ilusa!

–Ya veo que sigues enfadada con él.

–Desde luego. En fin, tengo que marcharme ya. El personal de la limpieza debe de haberse ido ya y quiero hacerlo todo y marcharme antes de que Brutus vuelva a casa.

–Ahora tú también le llamas Brutus –comentó Cory irónicamente.

–Sí, creo que el mote le sienta bien.

–Supongo que sabes que el odio es la otra cara del amor, ¿no?

–Sí, claro que lo sé. Bueno, Cory, me voy ya. Hasta esta noche.

–Llevaré comida china para cenar –dijo Cory–. Y una botella de un buen vino.

–Estupendo. Gracias.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Cory era un gran amigo. Y muy tierno. No sabía qué habría sido de ella el fin de semana de no haber sido por Cory.

Sarah no tenía muchos amigos. Al entrar en la universidad, había perdido el contacto con sus amigas del colegio. Lo mismo le había ocurrido al morir su pobre madre hacia finales de su primer curso en la universidad. Incapaz de estudiar, se había tomado un año sabático para viajar por todo el mundo. Al regresar a Sídney dos años después, también había perdido el contacto con sus antiguos compañeros de curso. Una depresión durante su primer año sabático le había impedido mantener el contacto con sus amigos. Apenas recordaba nada de su viaje por Europa, todo le resultaba borroso.

Había empezado a sentirse mejor al llegar a Asia, quizá por la simpatía y amabilidad de sus gentes. Los niños allí eran adorables. Viajar por India, Tailandia y Vietnam había sido la cura a su depresión y también había disminuido su hostilidad hacia los hombres.

Al volver a Sídney, había reanudado sus estudios e incluso se había atrevido a pensar en la posibilidad de dar una oportunidad al sexo opuesto, aunque todavía sin intención de acostarse con un hombre sin más. Por suerte, durante el primer semestre en la facultad a su regreso a Sídney, había conocido a Cory.

Sarah sonrió al recordar que, en un primer momento, se le había ocurrido pensar en la posibilidad de que fuera Cory el hombre de su vida. Cory no solo era divertido, también era sumamente guapo: rubio, ojos azules y musculoso. Y aunque no la había vuelto loca sensualmente, en esos tiempos no sabía lo que era estar loca por un hombre, le había resultado atractivo. Después de salir juntos y asistir a fiestas durante un tiempo, Cory le había confesado que era homosexual. Al parecer, ni siquiera Cory lo había reconocido hasta hacía poco, por miedo a que sus padres le rechazaran. Pero sus padres, afortunadamente, lo habían aceptado como algo natural.

Sarah se había resignado a permanecer virgen durante el resto de su vida. Porque no estaba dispuesta a acostarse con un hombre al que no amara y en quien no confiara. El hombre con quien hiciera el amor tenía que ser como Cory, pero heterosexual: atractivo, inteligente y cariñoso. Ni siquiera Phil, que era extraordinariamente guapo y sumamente inteligente, le había atraído; además, con treinta y cinco años, le había parecido demasiado mayor.

Pero, cuando Scott McAllister apareció en su vida, todas sus ideas sobre el amor se derrumbaron. Para empezar, Scott parecía mayor que Phil, aunque eran de la misma edad. Scott no era guapo en el sentido clásico de la palabra y tampoco tenía estudios universitarios; en realidad, solo tenía estudios elementales, ya que había pasado la adolescencia acompañando a su padre en sus viajes de una mina a otra.

A pesar de ser obviamente inteligente y de haber logrado el éxito por sí mismo, Scott tenía más dinero que modales, y no desperdiciaba las palabras ni el tiempo. Con un cuerpo plenamente en forma, Scott McAllister era un hombre muy viril y poco sutil.

Aún recordaba el día que le conoció. La gélida mirada gris de Scott la recorrió de los pies a la cabeza con un evidente deseo animal. Su cuerpo parecía haberse encendido. Y, a partir de ese momento, se había entregado a él. A los cinco minutos de conocerla, Scott la había invitado a cenar y ella había dicho que sí. Después de salir tres veces con él había sucumbido.

Por supuesto, Scott se había quedado perplejo al ver que era virgen. Pero no le había desagradado. De hecho, le había confesado que era la primera vez que se acostaba con una virgen.

Sarah no había tardado en hacerse adicta a las apasionadas y tiernas caricias de Scott. Le había encantado lo segura que se sentía entre esos fuertes brazos, lo querida. Sentirse querida le resultaba tan importante como el placer del sexo con Scott.

Pero el viernes anterior todo se había ido abajo.

–No pienses más en esa noche si no quieres volverte loca, Sarah –se reprendió a sí misma.

Sacudiendo la cabeza, Sarah fue a por el bolso y las llaves del coche. Diez minutos después, en el coche, de camino al puente del puerto, hizo mentalmente una lista de lo que tenía que llevarse de la casa: ropa, cosméticos, artículos de aseo personal… Iba a llevarse lo que necesitaría con urgencia y dejaría para más tarde el resto de sus pertenencias.

Pero… ¿y si solo disponía de ese día? ¿Y si Scott cambiaba el cerrojo de la puerta? Podía ser un comportamiento propio de Scott, un hombre que no soportaba que nadie le engañara y mucho menos que le traicionaran. Por mucho que le costara admitirlo, en esas fotos Phil y ella parecían amantes.

Sarah tomó la salida en dirección a McMahon’s Point, su resolución se estaba disipando al ver el alto edificio en el que se encontraba el piso que había sido su hogar durante el último año. Un hogar feliz, a pesar de las constantes ausencias de Scott. Comprendía las dificultades a las que Scott se estaba enfrentando aquellos últimos meses; la industria minera pasaba por dificultades, el precio de los metales estaba más barato que nunca. No obstante, le molestaba que él estuviera viajando constantemente, a pesar de que los regresos eran siempre extraordinarios. El viernes anterior había sido excepcional y el sábado por la mañana se había levantado con una enorme sonrisa en el rostro.

Por supuesto, había ignorado el verdadero motivo del insaciable apetito sexual de Scott la noche del viernes. También se había alegrado de haber adoptado un papel más activo en la relación sexual. Contenta y satisfecha, se había vestido y había ido en busca de su marido el sábado por la mañana, pensando que tenían todo el fin de semana por delante…

Sarah lanzó un gruñido al recordar el enfrentamiento que había tenido lugar al reunirse con Scott.

–¡Sinvergüenza! –murmuró enfadada mientras bajaba la rampa del sótano en el que estaba el aparcamiento del edificio.

A pesar de haberle dicho a Cory que no dudaba que Scott estuviera en la oficina, sintió un gran alivio al ver que el coche de él no estaba en el aparcamiento. Aparcó el suyo, rojo, y se dirigió a los ascensores para subir al lujoso piso alto que Scott había comprado una semana antes de su boda; claramente, con intención de impresionarla. Y lo había conseguido.

No era el ático, sino el piso inferior al ático, enorme y con terrazas a su alrededor que gozaban de unas vistas fantásticas. Los ventanales del cuarto de estar principal daban al puente del puerto y, a cierta distancia, se veía la Casa de la Ópera. El dormitorio principal gozaba de las mismas vistas.

El piso contaba con dos dormitorios de invitados, aparte del principal, cada uno con cuarto de baño privado. También tenía dos cuartos de estar, un cuarto con cine, otro cuarto de baño, un gimnasio y una cocina lo suficientemente grande para permitir moverse a sus anchas a los empleados de la empresa de catering que ella solía contratar cuando daba fiestas en casa; últimamente, una vez al mes como mínimo.

Cuando Sarah entró en el piso, se detuvo en el amplio vestíbulo de suelos de mármol y recordó lo mucho que le había impresionado esa casa la primera vez que puso los pies allí. A pesar de provenir de una familia de clase media, el tamaño y el lujo de los espacios de aquella propiedad la habían sobrecogido.

Sarah echó a andar por un pasillo enmoquetado para ir al dormitorio principal. Al entrar en lo que había sido la pieza que más le gustaba de toda la casa, evitó mirar la cama, no quería recordarla el sábado por la mañana, con las sábanas manchadas de aceite y el pañuelo azul sobre el cabecero. Sin embargo, no pudo evitar recordar, con un estremecimiento de placer, el momento en que Scott le ató las muñecas con el pañuelo y cómo después de cubrirle el cuerpo con aceite se dispuso a demostrarle su conocimiento sobre los sueños eróticos de algunas mujeres.

«Deja de pensar en el viernes pasado», se ordenó a sí misma. «¡Agarra tus cosas y márchate!».

Sarah apresuró los pasos sobre la espesa alfombra color crema y entró en el vestidor, del que sacó las dos maletas grandes que habían llevado a Hawái en su viaje de luna de miel.

En Hawái habían sido felices, muy felices. Quizá había sido solo un espejismo, una ilusión. Quizá los rumores sobre Scott y Cleo eran ciertos.

No, no podía ser, se negaba a creer eso. No lo había creído cuando se lo contaron y no iba a creerlo ahora.

«Pero, si no lo creías, ¿por qué fuiste corriendo al baño del hotel y vomitaste después de que el investigador privado te dijera que no había descubierto ninguna prueba de que Scott y Cleo estuvieran manteniendo relaciones?».

La verdad era que sí había creído los rumores. Estaba acostumbrada a creer que la mayoría de los maridos engañaban a sus esposas y que estas solían perdonarles. No sabía qué habría hecho si el investigador privado le hubiera presentado pruebas de que Scott y Cleo mantenían relaciones. ¿Se habría enfrentado a él? ¿Le habría dejado? ¿Iba a dejar a Scott ahora?

Evidentemente, su marido creía que le había sido infiel y, casi con toda seguridad, querría el divorcio. Scott lo veía todo en blanco y negro, lo que era una de sus virtudes y uno de sus defectos. Aunque admiraba su rectitud, honestidad e integridad, para él no había ambigüedades. Scott no perdonaba fácilmente si creía que le habían traicionado, y estaba convencido de que ella le había engañado.

Sarah decidió abandonar aquellos inquietantes pensamientos y, al darse la vuelta para sacar los vestidos de las perchas, se vio reflejada en el espejo de la pared del fondo del vestidor. ¡Qué horror, tenía un aspecto terrible! Su pelo era un desastre y, de repente, sintió la urgente necesidad de lavárselo y echarse el magnífico suavizante que tenía. Además, no había peligro de que Scott se presentara en la casa de improviso y la sorprendiera desnuda en la ducha.

No obstante, se dio prisa, quería salir de allí lo antes posible.