E-Pack Bianca y Deseo julio 2019 - Barbara Dunlop - E-Book

E-Pack Bianca y Deseo julio 2019 E-Book

Barbara Dunlop

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Beschreibung

Una esposa para el príncipe Maya Blake De camarera a reina de conveniencia… Amor sin engaños Barbara Dunlop Si la oveja negra de la familia, el multimillonario Deacon Holt, se casaba con Callie, su padre le reconocería y le aceptaría.

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Seitenzahl: 358

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Maya Blake

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una esposa para el príncipe, n.º 2715 - julio 2019

Título original: Crown Prince’s Bought Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-322-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Remirez Alexander Montegova, príncipe heredero de Montegova, se detuvo frente a la imponente puerta con molduras doradas y levantó el puño, tan helado como el resto de su cuerpo.

Cualquiera que lo conociese se quedaría sorprendido ante tan extraña muestra de vacilación. Desde la infancia había sido felicitado por su temeridad, por su valentía. Todos lo veían como un líder que algún día conseguiría para su país mayores logros que cualquiera de sus antepasados.

Pero allí estaba, acobardado por una puerta.

Desde luego, no era una puerta normal. Era el portal hacia su destino. Por pretenciosas que sonasen esas palabras, eso no hacía que fuesen menos ciertas.

Había temido aquel día.

La verdad era que no quería entrar. No quería enfrentarse con su madre, la reina, porque el instinto le advertía que cuando saliese de allí no sería la misma persona.

Claro que nunca había sido dueño de sí mismo. Pertenecía a la Historia de Montegova, al destino forjado por los guerreros que habían luchado en sangrientas batallas para forjar aquel reino situado al Oeste del Mediterráneo.

«Deber» y «destino». Esas dos palabras estaban grabadas a fuego en su alma.

–¿Alteza? –murmuró su ayudante–. Su Majestad está esperando.

Remi lo sabía. Y la llamada de esa mañana había sido imperiosa.

Su madre había requerido su presencia a las nueve en punto y el antiguo reloj de oro en uno de los muchos pasillos del palacio real de Montegova anunció solemnemente que estaba a punto de llegar tarde.

Dejando escapar un suspiro de resignación, Remi llamó a la imponente puerta con molduras doradas y esperó la orden de entrar.

Llegó enseguida, enérgica y firme, pero envuelta en una capa de innegable afecto.

La voz reflejaba fielmente a la mujer que estaba sentada en la butaca, bajo el escudo de armas de la casa real de Montegova.

Su madre hizo un gesto de aprobación cuando inclinó respetuosamente la cabeza antes de sentarse frente a ella.

–Me preguntaba cuánto tiempo ibas a quedarte en la puerta. ¿De verdad te doy tanto miedo? –le preguntó, con un brillo de pesar en los ojos.

Remi observó a su madre para ver si, por una vez, su instinto estaba equivocado. Pero el perfecto peinado, el impecable maquillaje, el clásico traje de Chanel y el broche de esmeraldas y diamantes con los colores de la bandera de Montegova dejaban claro que aquella reunión era exactamente lo que había sospechado que era.

El hacha estaba a punto de caer.

–No me das miedo, pero sospecho que esta reunión no va a hacerme saltar de alegría.

Su madre frunció los labios antes de levantarse del asiento. Era una mujer alta, impresionante, habría llamado la atención aunque no fuese la reina de Montegova. Antes de convertirse en reina había ganado varios concursos de belleza y, cuando se dignaba a sonreír, su sonrisa podía dejar a cualquier hombre sin aliento. Remi lo sabía de primera mano.

Su pelo, que se había vuelto plateado casi de la noche a la mañana diez años antes, tras la muerte de su padre, una vez había sido tan oscuro como el suyo, pero ella llevaba esa señal visible de dolor con la misma entereza con la que había evitado que el reino cayese en el caos tras la repentina muerte del rey y el escándalo que siguió. A los veintitrés años, Remi era demasiado joven para subir al trono, de modo que su madre había ocupado el puesto como regente. Él debía ser coronado el día que cumpliese treinta años, pero entonces habían sufrido una nueva tragedia que dio al traste con sus planes.

Su madre apoyó las manos sobre la pulida superficie del escritorio y lo miró a los ojos.

–Ha llegado la hora, Remirez.

Remi torció el gesto. Su madre no solía usar su nombre completo. De niño, esa nunca había sido una buena señal y seguía sin serlo.

Incapaz de permanecer sentado, se levantó y paseó frente al escritorio.

–¿Cuánto tiempo tengo? ¿Semanas, meses?

No podían ser años. Ya le había dado dos años y, últimamente, había dejado caer que era hora de olvidar y seguir adelante.

–Me gustaría anunciar mi renuncia al trono durante el próximo festival del solsticio –dijo su madre.

La tercera semana de junio.

–Dentro de tres meses –murmuró Remi.

Esa realidad fue como un jarro de agua fría.

–Y eso significa que apenas hay tiempo. Debemos tenerlo todo en orden antes de hacer los anuncios.

–¿Anuncios, en plural?

–No solo voy a renunciar al trono, Remi. También voy a dimitir de mis deberes oficiales durante un tiempo.

Isadora Montegova no era solo la reina, también era miembro del Parlamento.

–¿Vas a renunciar? ¿Por qué?

–Los últimos años han sido muy difíciles para mí y necesito… alejarme un poco de todo.

Si alguien había hecho méritos para retirarse durante un tiempo era su madre, que no solo había sobrellevado estoicamente la repentina muerte de su esposo, sino el subsiguiente escándalo al descubrir el secreto que él había guardado durante décadas.

Pero, en la intimidad, Remi había visto cuánto le dolía. Y él apenas había podido controlar la furia al descubrir que el padre al que adoraba y al que tenía en tan gran estima había sido infiel. Con el paso de los años la ira se había convertido en un sordo resentimiento, pero nunca se había disipado. Porque, además del daño que le había hecho a su madre, ese descubrimiento había provocado caos y confusión en el reino durante años. Unos años muy difíciles para su madre, para él y para Zak, su hermano menor.

Secretos y mentiras. Era un cliché hasta que te ocurría a ti y se enteraba el mundo entero.

–Y eso me lleva al siguiente problema –dijo la reina entonces, tomando una carpeta que deslizó por el escritorio.

Y allí, a todo color, estaba el último motivo de angustia para su madre.

Jules Montegova.

El desabrido hermanastro que les había sido presentado momentos después del entierro de su padre. Un adolescente entonces, un joven de veintiocho años ahora, resultado de una aventura ilícita de su padre mientras estaba en París realizando funciones diplomáticas. La paternidad había sido demostrada gracias a una discreta prueba de ADN.

Jules era el escándalo que había estado a punto de derrocar la monarquía de Montegova. Los paparazzi se habían vuelto locos durante meses, husmeando en cada rincón con la esperanza de descubrir más secretos.

El escándalo habría sido más soportable si Jules no hubiera sido una constante espina en su costado desde que llegó a Montegova diez años antes.

Remi miró la fotografía y apretó los dientes al ver los ojos vidriosos y el aspecto desaliñado de borracho.

–¿Qué ha hecho ahora?

La reina Isadora torció el gesto.

–Deberías preguntar qué no ha hecho. Hace tres semanas se gastó una fortuna en Montecarlo, luego se fue a París y siguió jugando durante cuatro días. El tesorero de palacio se quedó perplejo cuando recibió las facturas. Hace diez días apareció en Barcelona y se coló en una fiesta que el duque Armando había organizado para su sobrina. Desde entonces está en Londres, y en los últimos días en compañía de esa mujer –dijo su madre, señalando unas fotografías.

En todas ellas aparecía la misma mujer, de pelo rubio, piernas largas, brillantes ojos verdes, labios carnosos y un cuerpazo como para parar el tráfico. Era impresionante. Con esa sonrisa podría encender una bombilla de diez mil vatios.

Pero había muchas mujeres como ella en el mundo de Remi, todo apariencia y nada de sustancia.

En una de las fotografías exhibía literalmente la ropa interior, como si no le importase que el mundo entero pudiese ver el tanga de encaje mientras le echaba los brazos al cuello a su hermanastro.

Remi las estudió, en silencio. Miró la nariz respingona, los sensuales labios, los altos pómulos, la delicada barbilla, los hombros bronceados y la atractiva curva de sus pechos. Unas piernas interminables completaban el paquete.

Era fabulosa, al menos físicamente, pero Remi estaba seguro de que tendría muchos fallos en otros aspectos. Salvo tal vez en…

–¿Quién es? –preguntó, irritado por la dirección de sus pensamientos. ¿Qué importaba cómo fuese la fulana en la cama?

Su madre volvió a tomar asiento.

–Los detalles están en la otra página. El resto sigue siendo un poco impreciso, pero he visto lo suficiente como para saber que es un problema. Para empezar, Jules no suele quedarse en un sitio más que unos días y lleva dos semanas en Londres. Y, desgraciadamente, estas son las fotografías menos ofensivas. Lo que hay entre ellos tiene que terminar ahora mismo, pero Jules se niega a volver a Montegova –la reina dejó escapar un suspiro–. No sé cómo, pero tengo que encontrar la forma de meterlo en cintura.

Remi miró la última página del informe, la descripción de la mujer que acompañaba últimamente a su hermanastro resumida en cuatro líneas.

 

Madeleine Myers

Camarera

Veinticuatro años

Dejó la universidad sin terminar los estudios

 

–¿Quieres que me encargue yo? –le preguntó. Por el bien del país, las payasadas de su hermanastro tenían que terminar.

–Jules no tiene interés en ser miembro de la familia real salvo para facilitarle la entrada en casinos y fiestas, pero esto no puede seguir así. Finge, pero yo sé que te respeta. Incluso diría que le das miedo. A ti te escuchará, Remi. Y tú eres el único que puede resolver esta situación discretamente –la reina se aclaró la garganta–. No podemos permitirnos otro escándalo cuando estás a punto de anunciar tu matrimonio.

Remi se quedó sin habla durante unos segundos.

–¿Qué? –exclamó cuando encontró su voz.

–No me mires con esa cara de sorpresa. Tú sabías que debías contraer matrimonio, Remi. Ibas a hacerlo hace dos años.

Remi experimentó una mezcla de dolor, rabia, amargura y sentimiento de culpabilidad. El dolor de perder a un ser querido no desaparecía nunca, como la rabia por una vida truncada demasiado pronto, por todos los planes que nunca llegaron a buen término. Y la amargura por la crueldad del destino…

Todo había sido culpa suya y por eso tenía que llevar esa pesada cruz.

–Serías rey y estarías casado si Celeste no hubiese muerto –dijo su madre.

El innecesario recordatorio hizo que Remi apretase los dientes.

–Lo sé muy bien, madre –murmuró, con tono helado–. Pero dime una cosa, ¿de dónde voy a sacar una prometida en tres meses?

Su madre abrió un cajón y sacó un papel.

–Aún tengo la lista de candidatas que hicimos hace cinco años.

–Hace cinco años no me rebajé a elegir una esposa de una lista hecha por consejeros y no pienso hacerlo ahora.

–Pero esta vez no hay tiempo y tal vez sea lo mejor. ¡Yo me casé por amor, tú estuviste a punto de casarte con la elegida de tu corazón… y mira dónde nos ha llevado eso!

Remi observó su palidez bajo el maquillaje, las arruguitas de estrés alrededor de los ojos. Él se había hecho cargo de más deberes oficiales en el último año, pero podía ver que el oficio de reina le había pasado factura.

La corona, temporal o no, de verdad era muy pesada.

Una corona que pronto estaría sobre su propia cabeza.

Pero antes de que pudiese decir nada, su madre recuperó el aplomo.

–No voy a quedarme de brazos cruzados viendo cómo todo lo que he levantado en los últimos diez años se hunde de nuevo porque tu sensibilidad no te permite cumplir con tu deber. Irás a Londres, separarás a tu hermanastro de esa mujer y lo traerás de vuelta a casa. Luego elegirás a una prometida y anunciarás tu boda una semana antes del festival del solsticio. Durante el festival, fijaremos la fecha de la boda, que tendrá lugar tres meses después del compromiso. Así tendrás seis meses para acostumbrarte a la idea.

–Madre…

–Es hora de que ocupes tu sitio en el trono, Remirez. Sé que no me defraudarás.

Un minuto después, Remi salía del despacho. Y, como había predicho antes de entrar, todo había cambiado.

 

 

Cinco semanas más.

Maddie Myers contuvo el deseo de sacar el móvil para mirar la hora y ver cuánto tiempo faltaba para que terminase aquella pesadilla.

No debería haber aceptado tan absurda proposición, pero sus opciones eran muy limitadas y, cuando un lujoso Lamborghini la golpeó de refilón y agravó sus desgracias tirando la compra que había pagado con el último dinero que le quedaba, tuvo que aceptar que la situación era desesperada.

Por suerte, había logrado escapar del horrible incidente solo con un par de hematomas, algún pinchazo en las costillas y un brazo dolorido.

En realidad, estaba segura de que el susto de haber estado a punto de ser atropellada era la razón por la que había aceptado la proposición de Jules Montagne. Estaba desesperada y cuando el propietario del Lamborghini mortal le ofreció una solución a sus problemas…

En ese momento estaba pensando en vender uno de sus riñones, así que un tipo forrado de dinero le había parecido una respuesta a sus plegarias. Aunque había tardado cuarenta y ocho horas en aceptar la proposición. Seguramente porque él no había dejado claro por qué la necesitaba. Si había aprendido algo en la vida era a mirar antes de saltar; la confianza ciega ya no era uno de sus defectos.

Había pensado que su madre se quedaría para ayudar a la familia que ella misma había roto. Había confiado en su padre cada vez que le decía que tenía controladas sus adicciones. Y Greg… él había sido el peor de todos.

Cuando Jules Montagne le había dado un ultimátum: «Sin hacer preguntas», el instinto le había dicho que saliese corriendo. Pero por muchas veces que revisase su cuenta bancaria o rebuscase entre sus pertenencias con la esperanza de encontrar algo que pudiese empeñar, el resultado era el mismo.

A su padre le quedaba muy poco tiempo y no tenía más remedio que devolver la llamada de Jules. Por supuesto, su ayuda no era gratuita, por eso estaba vestida como una cara acompañante, escuchándolo hablar con su círculo de zánganos y aristócratas mientras bebían litros de carísimo champán en la sala VIP de una discoteca.

Maddie había dejado atrás el «por qué la vida es tan injusta conmigo» y, tras el abandono de su madre, también había dejado de pensar que había alguna esperanza.

–¡Sonríe! –la apremió Jules–. Miras tu copa como si alguien hubiese muerto.

Ella esbozó una sonrisa falsa, conteniendo el deseo de ponerse a gritar. No, nadie había muerto, pero el hombre que una vez había sido su fuerte y orgulloso padre, un hombre ahora tristemente roto, moriría a menos que ella interpretase su papel y recaudase el pago prometido.

Setenta y cinco mil libras.

El importe exacto de la operación de riñón en Francia.

La cantidad que Jules había aceptado pagarle si fingía ser su novia durante seis semanas.

Maddie levantó la mirada y conectó con los ojos de color metal de su falso novio, el hombre que apenas le dirigía la palabra cuando se alejaban de los paparazzi que los perseguían a todas horas.

–Sonríe, chérie –insistió Jules, con un brillo acerado en los ojos, antes de seguir charlando y riendo con sus amigos.

Maddie exhaló un suspiro de alivio, haciendo un gesto de dolor al sentir un pinchazo en las costillas, y se preguntó si podría sobrevivir a aquello.

La primera vez que salieron juntos, un periodista había preguntado sobre la familia de Jules, específicamente qué pensaba «la reina» de su comportamiento. Maddie había querido saber a qué se refería, pero Jules se había limitado a recordarle la regla de no hacer preguntas.

Aunque necesitaba dinero desesperadamente, la posibilidad de que fuese miembro de una familia real la ponía nerviosa y no tenía intención de responder a las preguntas de los reporteros. Jules había sugerido que llevase auriculares con la música a todo volumen y decidió hacerlo. Después de todo, no podía responder a preguntas que no había escuchado.

Su aparente antipatía debía de haberle granjeado muchas críticas en las redes sociales, pero lo bueno de tener que vender tu ordenador portátil para comprar comida o usar el móvil solo para llamadas de emergencia era una bendita ignorancia. Era mejor no saber lo que decían de ella.

De modo que allí estaba, firmemente instalada en el país de las maravillas, sin saber por qué se hacía pasar por la novia de un hombre guapo, caprichoso y tal vez miembro de una familia real que viajaba con dos guardaespaldas.

Jules pidió otra media docena de botellas de Dom Perignon y después le hizo un gesto a uno de sus guardaespaldas, con el que desapareció en la parte trasera de la discoteca.

La sospecha de haberse aliado con un hombre que había tomado el mismo camino que su padre fue suficiente para que se levantase del asiento. No sabía qué iba a hacer si encontraba a Jules tomando drogas, pero no podía contener la rabia.

Estaba en medio de la sala cuando un alboroto en la puerta llamó su atención. Dos guardaespaldas, más altos y fornidos que los que seguían a Jules, apartaron a la gente y Maddie se quedó sin aliento al ver al hombre que apareció tras ellos.

Helada, inmóvil, estaba segura de que el humo artificial y las luces de la discoteca hacían que se imaginase a la magnífica criatura que tenía delante.

Pero no, era de carne y hueso. Y, a juzgar por la autoridad con la que se movía, y los guardaespaldas que formaron una barrera semicircular a su alrededor, de sangre real.

Había algo vagamente familiar en él, aunque estaba segura de no haber visto nunca esa mandíbula cuadrada, esos pómulos altos y esos labios tan sensuales. Unos ojos como plata bruñida brillaban bajo unas cejas arqueadas mientras se abría paso entre la gente.

Cuando se acercó, Maddie pensó que debería apartar la mirada, no por vergüenza o incomodidad, sino por instinto de supervivencia. El desconocido irradiaba un extraño poder que la empujaba a alejarse de su órbita antes de que se la tragase entera.

Y, sin embargo, no podía moverse. No podía dejar de mirar al hombre que se movía como un felino a la caza. Totalmente absorbente, hipnótico.

Cuando se acercó a ella, su aroma, tan poderoso como el propio hombre, invadió sus sentidos. Olía a hielo y a tierra, algo tan especial, tan único que podría haberse quedado allí respirándolo durante una eternidad.

–¿Dónde está? –le preguntó.

Su altivo tono le provocó un escalofrío. Habían bajado el volumen de la música y notó que tenía una voz profunda, con una traza de acento. Y supo que cuando aquel hombre hablaba no malgastaba saliva.

–¿A quién se refiere?

–Al hombre con el que ha venido.

Jules apareció entonces.

–¿Qué haces aquí? –le preguntó, con tono de rabia, pánico y desafío.

Y Maddie se dio cuenta entonces de que el recién llegado la conocía, sabía que estaba con Jules.

–¿Qué creías que iba a pasar cuando te niegas a responder a nuestras llamadas? –le espetó el desconocido con tono helado–. ¿Pensabas que no íbamos a intervenir?

–Tú no…

–No voy a mantener esta conversación aquí, mientras tú estás en ese estado. Ve a mi hotel mañana por la mañana, entonces hablaremos.

Cada frase era una orden que no admitía desacuerdo o desobediencia.

Jules irguió la espalda, mirándolo con gesto de desafío.

–Pas possible. Tengo planes para mañana.

El hombre lo fulminó con la mirada.

–Según tu ayudante, lo único que tienes que hacer es dormir la borrachera. Te espero en mi suite a las nueve en punto. ¿Está claro?

Se miraron durante unos segundos, en silencio, y por fin Jules asintió bajo la mirada implacable. El desconocido giró la cabeza hacia ella y la miró de arriba abajo, desde el moño suelto a las sandalias de tacón. Su mirada parecía quemarla y Maddie quería retroceder, apartarse, pero había algo extrañamente hipnótico en sus ojos que la mantenía inmóvil.

–Viens, mon amour, vamos a casa –dijo Jules entonces, tomándola del brazo.

Maddie hizo una mueca. Nunca la había llamado así ni la había invitado a su casa. En general, cuando salían de algún club o restaurante, y los paparazzi perdían interés por ellos, uno de sus guardaespaldas la metía en un taxi.

–Son las dos de la mañana y ya has bebido suficiente –dijo el desconocido–. Vete a dormir. Yo me encargaré de que la señorita Myers llegue a su casa sana y salva.

–Crees que no va a mi casa –protestó Jules, con un brillo de rabia en los ojos–. Crees que no es mi novia.

–¿Lo es? –preguntó el hombre, clavando en ella sus ojos grises.

–Esa no es la cuestión –respondió Jules antes de que Maddie pudiese decir nada.

–O lo es o no, responda a la pregunta.

–No vivimos juntos –dijo Maddie por fin.

Jules apretó los dientes, pero ella no hizo caso. Si quería dar la impresión de que su relación era más seria debería habérselo dicho. Se sentía incómoda con el subterfugio y aquello era demasiado.

–Vete al hotel, Jules –le ordenó el desconocido, mirando la mano que había puesto en su brazo.

Jules murmuró una palabrota en francés y luego, de repente, la envolvió en sus brazos y se apoderó de sus labios.

El beso terminó en unos segundos, pero el sorprendente atropello dejó a Maddie atónita y furiosa. Vio a Jules salir de la discoteca sin mirar atrás y tuvo que contener el deseo de pasarse el dorso de la mano por la boca para borrar la huella de tan desagradable caricia.

Sabía que la había besado para enfadar al hombre dominante que estaba frente a ella. Y sabía también que, a pesar del deseo de borrar toda traza del beso, esa revelación podría costarle cara.

–Venga –dijo él abruptamente. Luego, como Jules, se dio media vuelta.

Maddie sacudió la cabeza, perpleja. No tenía la menor intención de seguir a aquel arrogante y atractivo desconocido. Solo quería volver al apartamento que compartía con su padre, a la seguridad y la incomodidad de su diminuta cama.

Los cuchicheos, y los móviles que apuntaban en su dirección, hicieron que se apresurase. Aún no sabía qué había pasado unos minutos antes, pero no pensaba quedarse allí soportando las miradas de todos.

Hablaría con Jules por la mañana, pensó. Por el momento, lo más importante era comprobar que su padre aguantaba un día más sin sucumbir a la adicción que había destrozado no solo su vida, sino la suya.

Intentando no pensar en su triste vida, Maddie dio media vuelta… y se encontró con una pared de músculo.

–¿Señorita? Venga conmigo, por favor.

Era uno de los guardaespaldas. El desconocido había dejado atrás un escolta para asegurarse de que obedeciese sus órdenes.

Tenía que tomar una decisión. Quedarse allí y batallar con un montón de chismosos o salir de la discoteca y batallar con un desconocido que, por alguna razón, la asustaba y la excitaba al mismo tiempo.

–Dios mío, ¿tú lo has visto? –escuchó una voz femenina.

–Es como un dios, guapísimo de morirse.

–¿Pero quién es?

Maddie dio un paso adelante, convencida de que el guardaespaldas era capaz de cargársela al hombro si vacilaba.

Cuando salió a la calle y vio la brillante limusina aparcada en la puerta sintió un escalofrío. Y no tenía nada que ver con el fresco aire de marzo.

La luz del interior estaba apagada y, a la luz de las farolas, Maddie solo vio unas piernas masculinas y unos zapatos de piel.

–Suba, señorita Myers –la orden era seca e impaciente, pero ella miró a su alrededor. Estaba segura de que podría salir corriendo–. Le aconsejo que no se moleste –dijo él entonces.

Maddie quería desobedecer la orden con todas las fibras de su ser, pero sabía que no serviría de nada. Aquel hombre emanaba poder y autoridad. Además, sus guardaespaldas estaban en inmejorable condición física.

De modo que, suspirando, subió a la limusina. Cuanto antes terminase aquello, antes estaría en su casa, se dijo a sí misma. Tenía que ir a trabajar en unas horas.

En cuanto subió al coche, la puerta se cerró tras ella. Durante unos tensos segundos fingió interés por el lujoso interior de la limusina, pero, cuando por fin lo miró, el brillo de sus ojos grises la dejó temblando.

–¿Quién es usted y por qué me conoce? –le preguntó.

–Mi nombre es Remirez Alexander Montegova, príncipe de Montegova. Y sé quién es usted porque un equipo de investigadores me ha dado esa información. Y ahora, dígame qué quiere a cambio de alejarse de mi hermano.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Su hermano? –exclamó Maddie.

–En realidad, mi hermanastro. Tenemos el mismo padre –respondió él con tono helado.

–Pero él se llama Jules Montagne y es francés.

Mientras que el acento de aquel hombre era una extraña mezcla de italiano, francés y español.

El príncipe Remirez se encogió de hombros.

–Jules nació en Francia y sospecho que el nombre que utiliza es una artimaña para despistar.

–¿Para despistar a quién? –preguntó ella, pensando que todo empezaba a tener sentido.

Parecía más grande en el interior de la limusina; el pelo negro brillante, los hombros bajo la chaqueta más anchos e imponentes.

–A los buscavidas, a los aprovechados –respondió por fin, con tono acusador.

Sin duda, la acusación iba dirigida contra ella, y Maddie se enfadó consigo misma porque ni siquiera eso parecía calmar el calor que sentía entre sus muslos.

–Ah, ya entiendo.

–Seguro que sí –replicó él, irónico.

Maddie se apoyó en la puerta de la limusina, pero se apartó enseguida, haciendo un gesto de dolor.

–¿Dónde me lleva? –preguntó, frotándose el antebrazo sin darse cuenta.

–Donde dije que la llevaría, a su casa –respondió él–. ¿Qué le pasa en el brazo?

–Nada, estoy bien. ¿Sabe dónde vivo?

–Sí, lo sé. Y también sé dónde trabaja, dónde estudió y quién es su dentista.

Ella lo miró, aprensiva.

–¿Es una amenaza?

–No, solo digo lo que sé. Después de todo, la información es poder, ¿no? ¿No ha subido a este coche buscando información?

–He subido al coche porque usted ha enviado a su guardaespaldas a buscarme.

–No la ha tocado –dijo él con tono seco, como dando a entender que no la había tocado porque él no había ordenado que lo hiciese.

–Ah, vaya, entonces debo considerarme afortunada.

Lo sabía todo sobre ella, pensó. ¿Sabría también lo de su padre, lo de su madre, lo de Greg? ¿Conocería los bochornosos secretos que la perseguían cada día?

–No ha respondido a mi pregunta.

–Y no pienso hacerlo porque es insultante –dijo Maddie–. ¿Cree que puede darme dinero para que haga lo que usted quiera? Pero si no le conozco de nada…

–No le he ofrecido nada porque usted no me ha dicho su precio. ¿Desde cuándo conoce a Jules?

–No sé por qué importa eso…

–Lo conoce desde hace una semana –la interrumpió él–. Ha salido con él casi cada noche y, sin embargo, nunca ha ido a su casa.

–Eso no significa nada.

–Al contrario, eso me lleva a pensar que me oculta algo. ¿Qué es, señorita Myers?

–Sexo, drogas y rock and roll, por supuesto –respondió ella, irónica.

–Sé que Jules no toma drogas.

–¿Cómo lo sabe?

–Es una condición para que el tesorero de palacio le dé dinero. A cambio de una generosa asignación, Jules se hace pruebas todos los meses.

Aunque esa información disipó sus miedos, también era una revelación turbadora.

–¿Se hace pruebas? ¿Está diciendo que le pagan para que no se drogue?

El príncipe torció el gesto.

–Entre otras cosas –murmuró.

–¿Qué cosas? –le preguntó ella, pensando que era hora de saber algo más sobre el hombre que había prometido pagarle por fingirse su novia.

–Cosas que no son asunto suyo –respondió el príncipe–. Pero le advierto que si algo de esto sale en los periódicos la demandaré por todo lo que tiene.

–Sí, pues buena suerte –replicó ella.

–¿No me cree?

Maddie suspiró, aliviada, cuando la limusina se detuvo frente al portal de su casa.

–No, quiero decir que no va a encontrar nada de valor por lo que demandarme.

En cuanto pronunció esas palabras quiso retirarlas, pero era demasiado tarde.

–Está en la miseria –dijo él.

Maddie sintió una oleada de vergüenza y rabia.

–Mi vida no es asunto suyo. Y, si no da por sentado que soy una buscavidas que está deseando llamar a algún periodista, yo no pensaré que usted es un rico y pomposo imbécil que mira al resto de los mortales por encima del hombro.

–No tengo pruebas de que sea una buscavidas, pero sé que es una exhibicionista –respondió él, con ese carismático acento.

–¿Disculpe? ¿Qué derecho tiene…? –Maddie no terminó la frase, sintiendo que le ardía la cara.

«Ay, Dios».

El vestido se le había subido casi hasta la entrepierna y el top escotado no lograba ocultar todo lo que debería. El vestuario del que Jules le había provisto para sus salidas nocturnas era una de las muchas cosas que le disgustaban de aquel acuerdo, pero una de las cosas que él había exigido.

–Le sugiero que se calme –le aconsejó él.

Su voz profunda y su ardiente mirada calentaban sitios que no deberían calentar y Maddie tiró del vestido, sabiendo que estaba siendo juzgada y condenada.

–¿Hemos terminado?

–Eso depende.

–¿De qué depende?

Él se limitó a sonreír, pero esa sonrisa provocó llamas de fuego en su vientre.

Maddie estaba a punto de exigir una respuesta cuando alguien abrió la puerta del coche.

–Lo descubrirá en su momento. Buenas noches, señorita Myers.

 

 

Desde que se vio obligada a abandonar sus estudios de psicología infantil y volver a casa para cuidar de su padre, las noches de Maddie habían estado plagadas de preocupaciones. No dormir era algo habitual y el crujido de los baratos listones bajo el colchón era el acompañamiento discordante de sus ansiedades.

Sin embargo, esa noche otros pensamientos, otras imágenes daban vueltas en su cabeza y lo que le impedía dormir era una extraña mezcla de emociones. Incredulidad por haber conocido a un príncipe de verdad, un príncipe guapísimo que parecía salido de la gran pantalla. Furia porque estaba amenazándola. ¿Deseo? No, no iba a pensar en eso.

Y ansiedad.

Era evidente que el príncipe tenía un gran poder sobre su hermanastro, a pesar de la actitud desafiante de Jules. ¿Se atrevería a negarle lo que Jules le había prometido?

Este último pensamiento la mantuvo despierta hasta que por fin saltó de la cama antes de que sonase el despertador a las seis.

Su padre ya se había levantado, aunque no estaba vestido, cuando llegó a la cocina. Maddie se detuvo en la puerta, conteniendo el aliento mientras lo examinaba. Estaba demacrado, el resultado de un fallo renal provocado por los fuertes analgésicos a los que se había hecho adicto cuando su próspera inmobiliaria se hundió diez años antes.

Había escondido sus adicciones durante años para mantener las apariencias y aferrarse a una esposa que esperaba un cierto estilo de vida y exigía que su marido se lo proporcionase.

Una sobredosis había sacado todo a la luz tres años antes, mostrando el sorprendente daño que Henry Myers había hecho a su cuerpo. Y también había sido el principio de muchas promesas de dejar las drogas, de muchas recaídas, y de la ruina en la que se veía sumida.

Por fin, pasar de una vida acomodada a cuidar de un adicto en un apartamento diminuto en uno de los barrios más pobres de Londres había sido demasiado para su madre.

Años atrás, su padre había sido un hombre rico y admirado por sus colegas. Maddie había sido una niña mimada y alegre, con una madre más interesada en comprarle vestidos que en darle afecto y un padre cariñoso, aunque siempre ocupado.

Pero su vida había dado un vuelco tras una llamada de Priscilla Myers, cuando Maddie estaba en la universidad. Estaba harta, le había dicho. Tenía que volver a casa para cuidar de su padre porque ella ya no podía más y no estaba dispuesta a seguir viviendo en la pobreza. En su tono no había vergüenza ni sentimiento de culpabilidad por abandonar a su marido y a su hija. Se había marchado sin mirar atrás y sin dejar una dirección.

Maddie intentó contener la angustia mientras entraba en la cocina.

–Te has levantado muy temprano –le dijo.

Su padre se encogió de hombros.

–No podía dormir.

–¿Quieres desayunar? ¿Tostadas y té? –le preguntó ella, intentando animarse.

Su padre evitaba su mirada, señal de que los demonios de la adicción estaban pisándole los talones de nuevo. Se le encogió el corazón. Si pudiese, se tomaría el día libre y se quedaría en casa para ofrecerle el apoyo que necesitaba.

–La señora Jennings vendrá dentro de un rato –le dijo, intentando sonreír–. Ella te hará la comida si tienes hambre.

Su padre no dijo nada y Maddie intentó no sentirse culpable. La desesperación le había llevado a pagar a la vecina una pequeña cantidad por cuidar de él unas horas al día y su padre lo sabía.

Después de que lo sacasen de la lista de trasplantes dos veces, por culpa de sendas recaídas, había recurrido a todo tipo de tretas para vigilarlo, pero las últimas pruebas habían revelado que en unas semanas podría tener un fallo renal grave.

Los médicos le habían dicho que no aprobarían la operación a menos que estuviese limpio durante al menos seis meses y, por el momento, no había recaído, pero necesitaba dinero para pagar la operación; un dinero que dependía de que cumpliese el trato con Jules Montagne. Corrección, Jules Montegova, hermanastro del príncipe Remirez Alexander Montegova.

La imagen del imponente hombre de ojos grises hizo que sintiera un escalofrío en la espina dorsal.

 

 

Horas después, cuando terminó de atender a los clientes del desayuno en el café en el que trabajaba, Maddie empezaba a estar preocupada de verdad.

Normalmente, Jules le enviaba un mensaje por la noche, antes de irse a la cama, diciéndole dónde y cuándo volverían a verse. Y, cuando a mediodía seguía sin saber nada de él, su preocupación se convirtió en auténtica ansiedad.

No quería malgastar preciosos minutos del móvil con él, pero tenía la impresión de que ocurría algo. Tanto dependía de ese acuerdo con Jules que no podía dejarlo pasar, de modo que decidió llamarlo durante la hora del descanso.

–¡Madre mía, es el príncipe Remirez! –exclamó Di, otra camarera que estaba limpiando las mesas.

Maddie estuvo a punto de soltar la docena de tenedores que tenía en las manos.

–¿Qué?

Di, boquiabierta, señaló la calle, frente a la puerta del café. Y allí estaba el hombre en el que había pensado durante demasiadas horas por la noche, examinando el cartel del café con el mismo desdén que había mostrado por su barrio la noche anterior.

El sol de marzo se abrió paso entre las nubes en ese momento, subrayando su altivo rostro. Estaba convencida de haber exagerado su atractivo la noche anterior. Ahora, con el sol acariciando sus espectaculares facciones, Maddie no tenía la menor duda de que el heredero del trono de Montegova era un magnífico ejemplar masculino de la cabeza a los pies.

–¿Lo conoces, Di? –preguntó, apartando la mirada de esas cautivadoras facciones.

Su compañera puso los ojos en blanco.

–Por favor, todas las mujeres del mundo saben quién es. Su hermano Zak también es guapísimo. Pero no entiendo qué hace aquí. ¡Ay, Dios mío, que va a entrar!

Maddie se dio la vuelta, rezando para que Di estuviese equivocada. No estaba allí por ella, no podía ser. En la discoteca, siendo la acompañante de su hermano, era fácil explicar el pasajero interés de un príncipe por ella… pero allí, entre cubiertos de plástico y comida barata, era difícil entender por qué el hombre más atractivo del mundo iba a buscarla.

Pero ¿por qué otra razón iría allí?

Di siguió parloteando mientras Maddie, de espaldas a la puerta, fingía ocuparse en colocar los cubiertos.

Un momento después, se hizo el silencio en el café y oyó las firmes pisadas del hombre que parecía creerse el dueño del universo.

–Señorita Myers…

«Ay, Dios». No se había imaginado el impacto de su voz. Y tampoco se había imaginado el efecto en su pulso.

Intentó disimular mientras se daba la vuelta, pero sin darse cuenta soltó los cubiertos que tenía en la mano y el estruendo fue atronador.

Con el rostro ardiendo, Maddie se inclinó para recogerlos a toda prisa. Se negaba a levantar la mirada, se negaba a reconocer la existencia del hombre vestido con un traje de chaqueta que seguramente costaba más de lo que ella ganaba en un año.

–¿Señorita Myers?

Maddie tuvo que levantar la cabeza y sus ojos se encontraron con los ojos de color gris plata en los que había un brillo de burla.

–¿Sí? –consiguió decir, con voz estrangulada. Era la vergüenza por lo que su voz sonaba tan ronca, no por el calor que sintió en la pelvis al notar que sus ojos estaban a la altura de la entrepierna masculina.

Se quedó inmóvil cuando el príncipe Remirez le ofreció su mano. No podía rechazarla sin ofenderlo, de modo que la aceptó. Una vez había leído una novela en la que la heroína describía una sensación como una descarga eléctrica al tocar la mano del hombre de sus sueños. Entonces había puesto los ojos en blanco, incrédula. Ahora envió una silenciosa disculpa al criticado personaje. El príncipe Remirez nunca sería el hombre de sus sueños, pero nunca podría tocar la mano de un hombre sin recordar ese momento.

Él no parecía afectado en absoluto por ese roce, pero sí pareció darse cuenta del gesto de dolor que se le escapó cuando tiró de su brazo.

Cuando pudo respirar de nuevo, Maddie miró furtivamente a su alrededor. Como sospechaba, todo el mundo estaba observándolos. Incluido su jefe, aunque su curiosidad empezaba a convertirse en irritación.

–¿Quiere una mesa… Alteza? –le preguntó, sin saber si esa era la forma correcta de dirigirse a un príncipe–. Puede elegir la que quiera. Yo le atenderé en cuanto termine de…

–No he venido a comer, señorita Myers –la interrumpió él, sin molestarse en bajar la voz o disimular su desdén.

–En ese caso, no sé en qué puedo ayudarlo. Estoy trabajando

–Es en su propio interés encontrar tiempo para mí. Ahora mismo.

A punto de negarse, porque su corazón se había vuelto loco y porque aquel hombre era demasiado… todo, Maddie lo pensó un momento. Algo en su tono de voz le advertía que no debía rechazarlo.

Recordó entonces que había ordenado a Jules que fuera a su suite esa mañana. ¿Le habría contado Jules la verdad sobre su relación? ¿Era por eso por lo que estaba allí?

Era la una. En media hora el café estaría lleno de clientes.

–Jim, ¿puedo tomarme el descanso ahora? Te compensaré más tarde si hace falta.

El chef, que también era el dueño del café, miró al príncipe Remirez intentando disimular su irritación.

–Muy bien, de acuerdo.

Maddie entró en el almacén para cambiarse de ropa y salió unos minutos después con el bolso al hombro. Había un grupo de gente en la puerta, todos dispuestos a captar con sus móviles la imagen del hombre más cautivador del mundo.

–Estaremos mejor en el coche –dijo el príncipe, poniendo una mano en su cintura para empujarla en dirección a la puerta abierta de la limusina.

La puerta se cerró y Maddie tragó saliva, intentando controlar la loca urgencia de hundir la cara en su cuello y ahogarse en su aroma, letal y adictivo para cualquier mujer.

«Adictivo».

Esa palabra hizo que volviese a la realidad.

–Muy bien, Alteza. Tiene quince minutos.

Él tiró de los puños de su camisa y apoyó las elegantes manos sobre los muslos antes de clavar los ojos en ella.

–Su relación con Jules ha terminado –anunció.

Intentando no asustarse, Maddie sacó el móvil del bolsillo.

–Si no le importa, prefiero que me lo diga él personalmente.

–Ahora mismo está en un avión con destino a Montegova. No volverá a verlo ni a hablar con él. Su número ha sido bloqueado, así que puede ahorrarse la molestia.

Maddie sintió un escalofrío.

–¿Por qué hace esto?

Él metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una tarjeta de color burdeos con letras doradas.

–He venido para decirle que estoy dispuesto a escuchar su versión de la historia –le dijo, señalando la tarjeta–. Mi dirección y mi número privado están en el dorso. Tiene veinticuatro horas para usarla. Después de eso, tampoco podrá ponerse en contacto conmigo.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

La noche anterior, al verla en persona por primera vez, Remi había pensado que era una belleza excepcional. En aquel momento, de día y tan cerca, le parecía aún más exquisita.

La belleza de Maddie Myers era extraordinaria, única. Era incomprensible que tuviese un aspecto tan fabuloso con ese insulso uniforme de camarera. Él había salido con muchas mujeres guapas, pero Madeleine Myers provocaba en él un deseo que no era capaz de controlar.