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Su más profundo secreto Heidi Rice Un secreto de cuatro años… ¡producto de una noche inolvidable! Seducción a medida Sarah M. Anderson No había ningún problema en solucionarlo... Pero ¿en qué condiciones?
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Seitenzahl: 361
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack Bianca y Deseo, n.º 369 - octubre 2023
I.S.B.N.: 978-84-1180-471-4
Créditos
Índice
Su más profundo secreto
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Seducción a medida
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
TRANQUILA. Es imposible que Brandon Cade te reconozca», se repitió una vez más Lacey Carstairs.
Desafortunadamente, y por más que se lo repitiera, no conseguía calmarse mientras esperaba a entrevistar al hombre que había destrozado su corazón y su carrera profesional.
–¿Tiene idea de hasta cuándo va a estar ocupado el señor Cade? –preguntó a la recepcionista de las elegantes oficinas centrales de Cade Tower, en el barrio financiero de Londres.
–La entrevista no es una de sus prioridades –replicó la mujer con aire de superioridad–, pero no creo que tarde. Tiene una reunión en París en un par de horas.
–Pero entonces… –Lacey dejó la frase en suspenso.
La ansiedad que sentía era mayor que su instinto de periodista y si Cade tenía que llegar a París en dos horas, no tendría tiempo para la entrevista…
–Un helicóptero lo espera en la azotea –explicó la recepcionista, frustrando sus esperanzas–. Bastará con que salga a las dos.
–Muy bien.
Al menos tenía el consuelo de que la entrevista tendría que ser breve.
Lacey miró por la pared de cristal que había a la espalda de la recepcionista, desde la que se veía, en la distancia, el río Támesis.
Tenía sentido que el mayor empresario de medios de comunicación de Europa dirigiera su imperio desde el rascacielos más alto del continente. Y la sensación de vértigo no contribuía a calmar el estómago revuelto de Lacey.
La idea de tener que ver a Brandon Cade la había mantenido en vilo toda la noche. Y el cansancio se había sumado al pánico y al estrés que la había dominado la tarde anterior, cuando su editora, Melody, había llamado para darle la «excelente noticia» de que le habían asignado a ella el artículo sobre Cade porque Tiffany Bradford, la periodista más prestigiosa de la revista, tenía gripe.
Rechazar la oferta no había sido ni tan siquiera una posibilidad, a no ser que hubiera estado dispuesta a arriesgar su carrera una segunda vez. O a tener que explicar por qué era la única mujer del universo que habría preferido suicidarse a pasar una hora con uno de los hombres más guapos y ricos del mundo.
De todas formas, Melody no le había dado opción. Se trataba de una oportunidad excepcional para la revista Splendour, que había requerido días de negociaciones. Y Lacey estaba segura de que Brandon Cade se habría negado a concederla de no ser por el escándalo que había causado el libro publicado por su examante, que amenazaba con frustrar los planes de expansión de su compañía en Estados Unidos.
Misty Goodnight había publicado el retrato de un hombre de treinta y un años extremadamente guapo, poderoso y sexualmente dominante, que trataba a las mujeres con la misma frialdad impersonal con la que dirigía el imperio heredado de su padre a los diecisiete años.
Lacey sabía que Misty no mentía cuando describía sus tórridos encuentros sexuales. Sus pezones se endurecieron al recordar la única vez que había estado con él y se cruzó de brazos al tiempo que respiraba profundamente
«Ni se te ocurra pensar en eso».
Que Cade tuviera aquel efecto sobre su cuerpo tras un encuentro de media hora cinco años antes era tan humillante como perturbador
«No te va a reconocer», se repitió una vez más para contener el creciente pánico que sentía.
Era imposible que vinculara a la sofisticada y elegante periodista con la joven becaria ansiosa por hacer bien su trabajo a la que había seducido. Se había cambiado el nombre, el largo cabello ondulado se había convertido en una corta melena rizada y había perdido peso, en parte gracias a Ruby y sus hiperactivos cuatro años, además de sustituir la ropa de segunda mano por marcas de diseño.
Pero, por encima de todo, había madurado. Cade la había destruido solo porque podía. La había seducido en la fiesta de presentación de Carrell y luego había arruinado su carrera. Lacey seguía sin entender por qué había hecho que la despidieran cuando ella no tenía la menor intención de exigirle nada ni esperaba nada después de aquel increíble encuentro. Pero quizá entre sus defectos estaba el de ser suspicaz y paranoico.
«No tiene por qué saber lo de Ruby».
El familiar sentimiento de culpa la asaltó.
Tal vez algún día, si su hija quería saber quién era su padre biológico, se lo diría. Pero hasta entonces, no estaba dispuesta a poner a su hija o a sí misma a merced de Cade. Dada la crueldad con la que la había tratado, no albergaba demasiadas esperanzas sobre cómo reaccionaría si supiera que tenía una hija.
Y Lacey jamás expondría a su hija a un padre como el que ella había tenido.
«Ya no tienes miedo ni estás destrozada. Eres una mujer serena y distante. Como él».
Afortunadamente, el equipo de relaciones públicas de Cade había insistido en que no aceptaría ninguna pregunta sobre su vida privada, y aunque Melody había insistido en que lo ignorara, Lacey pensaba cumplir las normas.
El timbre del teléfono de la recepcionista la sobresaltó.
–Sí. Ahora le hago subir –la mujer colgó–. Si toma el ascensor al último piso la recibirá el ayudante personal del señor Cade.
Lacey cruzó el vestíbulo hacia el ascensor de cristal con el mayor aplomo que pudo. Presionó el botón de subida y los edificios de la ciudad empequeñecieron al tiempo que el estómago se le desplomaba.
«No tienes nada de qué preocuparte. Brandon Cade no se acuerda de mujeres como tú».
BRANDON Cade observó la línea marrón que trazaba el Támesis al pie del edificio. Tomó aire y lo exhaló lentamente, aplicando la técnica que se había enseñado a sí mismo para evitar llorar en su primer internado, a los cinco años, y que luego había adoptado para ocultar cualquier tipo de emoción.
La técnica también había resultado eficaz para controlar la ansiedad que le producían las raras ocasiones en las que veía a su padre. Pero, mientras esperaban a que hicieran pasar a la periodista del Splendour, tuvo que usarla por primera vez en varios años para mantener la fría actitud por la que era conocido.
Aunque resultara contradictorio, dado que Cade Inc. era dueña de diez periódicos y varias cadenas de televisión en Europa y en Gran Bretaña, además de estar en medio del proceso de adquisición de un conglomerado mediático en Estados Unidos, él nunca concedía entrevistas. No poseía ninguna revista de sociedad o estilo de vida porque odiaba el tipo de periodismo que representaba una revista como Splendour.
Pero en aquel momento y por culpa de una mujer que lo había aburrido a los cinco minutos de acostarse con ella, tenía que aceptar una intrusión en su vida privada que lo enfurecía y que ponía en peligro la adquisición del grupo conservador Dixon Media, de Atlanta.
«Así aprenderás a evitar a influencers que solo buscan su propio beneficio, como tú».
–Señor Cade, la señorita Carstairs, de Splendour, está aquí. ¿La hago pasar? –preguntó Daryl, su asistente personal.
Brandon tomó aire lentamente y contestó:
–Sí, claro.
Se volvió con los puños apretados en los bolsillos, pero cuando vio a la esbelta mujer con traje de chaqueta detrás de su asistente, le sucedió algo extraño. Una cascada de emociones le recorrió la espalda, similar a la que había experimentado cinco años atrás, durante un tórrido encuentro sexual con otra mujer en un evento de la compañía.
Fijó la mirada en su corto cabello ondulado al tiempo que sentía una conmoción tan inesperada como molesta.
–Señorita Carstairs, señor Cade –anunció Daryl, dando paso a la incómoda visita–. Tiene veinte minutos antes de que el señor Cade parta hacia París, señorita Carstairs –añadió–. ¿Quiere beber algo?
–No, gracias –dijo la mujer con una voz levemente ronca que resonó en los oídos de Brandon.
Un leve temblor y que apretara el bolso le indicaron que estaba nerviosa.
«Me alegro».
Entonces ella cruzó la habitación, dejando una estela de un olor cítrico que le resultó tan irresistible como toda ella, y tuvo que apretar los dientes al sentir una inmediata pulsación en la ingle.
«¡Genial!».¿Era posible que se sintiera excitado?
Como si no fuera ya un problema tener que conceder una entrevista, se fijó en el canalillo que asomaba por la blusa de seda azul y en sus piernas torneadas, y tuvo que sacudir la cabeza para apartar la imagen de su propia mano abarcando uno de sus senos mientras sentía en su lengua cómo se endurecía el pezón…
–Siéntese, señorita Carstairs –dijo con brusquedad cuando Daryl salió. Y pasó a tutearla–: ¿Cómo te llamas?
Le sorprendió darse cuenta de que sentía curiosidad, de que quería desconcertarla para no sentirse en desventaja, y se alegró al ver que lo conseguía. Por primera vez ella lo miró directamente, aunque solo por un segundo. Pero bastó para que pudiera hacer varias observaciones.
Tenía los ojos de color marrón oscuro, con pintas ámbar, y levemente rasgados, como los de la joven a la que, por más que lo hubiera intentado, no había logrado olvidar. En aquel momento, no había visto el color de sus ojos porque la oficina del encargado de la discoteca sobre cuyo escritorio habían acabado teniendo un sexo frenético y sudoroso, estaba a oscuras. Pero sí recordaba la curva de su mejilla bajo la luz de la luna, sus pestañas rizadas, y podía oír sus gemidos cuando habían alcanzado el clímax.
«¡Deja de pensar en ella!».
Concentró su atención en lo otro que había visto en sus ojos: turbación. También ella parecía sentirse atraída por él, y tampoco le agradaba.
Eso sí era extraño. Brandon no estaba acostumbrado a que las mujeres se resistieran a explorar la atracción que despertaba en ellas. Y eso bastó para que su interés se incrementara.
–Lacey –dijo ella. Y Brandon percibió de nuevo el leve temblor de su voz–. Lacey Carstairs.
Se sentó en la butaca que él le indicó y cuando le vio sacar el teléfono, apretándolo con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos, se dio cuenta de que no estaba solo nerviosa, sino asustada. Como si hubiera preferido estar en cualquier sitio antes que con él… a pesar de la evidente química que había entre ellos.
«Interesante».
Debía saber que estaba concediendo aquella entrevista a su pesar y que era un hombre al que era mejor no contrariar. Si alguien lo molestaba o lo amenazaba, actuaba rápidamente y sin compasión, tal y como había comprobado la jovencita que había sacrificado su virginidad con la intención de sacar algún provecho de él.
Frunció el ceño al darse cuenta de que seguía pensando en ella.
–¿Le importa que grabe la conversación, señor Cade? –preguntó la periodista.
–Adelante, Lacey –dijo él, alegrándose al comprobar que se tensaba al oírle usar su nombre–. Y, por favor, llámame, Brandon.
Tal y como esperaba, el comentario hizo que ella alzara la cabeza. Se miraron durante unos segundos y el aire se cargó de electricidad. Pero en aquella ocasión a Brandon no lo tomó desprevenido y le divirtió ver cómo ella se ruborizaba y las pintas doradas de sus ojos se encendían.
Sí, la extraña química que había sentido cinco años atrás había vuelto sin que la mujer que tenía delante hiciera nada por provocarla. ¿Por qué no comprobar hasta dónde los conducía? A sus treinta y un años era más cínico y frío de lo que había sido entonces. Era imposible que traspasara sus barreras y alterara sus emociones, tal y como había hecho la virginal joven.
Con suerte, ella tampoco tuviera el menor interés en hacerlo. Era periodista y, como tal, sabría usar en su ventaja una atracción como aquella. Porque tanto el temblor de su voz y de sus manos podía no ser real, sino un comportamiento ensayado. Si ese era el caso, era tanto una idea original como sorprendentemente seductora. ¡Hacía tanto que no tenía que esforzarse por conquistar a una mujer!
–Dispara, Lacy –dijo con la voz ronca de deseo, mirándola fijamente.
Ella parpadeó confusa, pero a continuación tomó aire y lo exhaló lentamente. El movimiento alzó sus senos y Brandon sintió el calor acumularse en su ingle. Cruzándose de brazos, descansó el trasero en el escritorio, con la satisfacción de ver que ella fijaba la mirada unos segundos en sus bíceps, perceptibles debajo de la camisa.
«Bingo».
Luego lo miró a los ojos y Brandon vio, junto a la turbación, la férrea determinación de no ser intimidada.
Sus labios se alargaron en una sonrisa felina
–Señor Cade. Siento interrumpir, pero el helicóptero está listo para despegar hacia París.
«Menos mal».
La aparición del asistente de Brandon dando la entrevista por terminada consiguió soltar los nudos que se habían formado en el estómago de Lacey durante los veinte minutos más largos de toda su vida.
¿Qué le había hecho creer que podía ver a Brandon sin alterarse? Todo en él la perturbaba. La intensidad con la que se fijaban en ella sus ojos verdes; su cuerpo, más fuerte y musculoso; el murmullo de su voz, que sentía como una caricia en la piel; cómo pronunciaba su nombre, con una deliberada intimidad que sin duda usaba para desarmar a cualquier mujer que se le aproximara. ¡No era de extrañar que sus hormonas se hubieran activado!
Brandon Cade era tan espectacular, apabullante y arrollador como cinco años antes. Afortunadamente, ella ya no era una cría, sino una mujer con una carrera profesional como periodista y madre de una hija.
Pero si tenía tal poder de perturbarla no era solo por la insensata atracción que había entre ellos, sino por todo lo que había en él que le recordaba a su hija.
Ruby tenía los mismos ojos verdes, aunque mientras los de Ruby tenían un brillo dulce e inocente, los de Brandon se volvían acerados y severos. Hasta el punto de que Lacey había temido que pudiera leer sus pensamientos.
Ruby también tenía el mismo hoyuelo en la mejilla izquierda. Pero una vez más, lo que en ella resultaba encantador y aparecía con cada sonrisa, en él apuntaba a un cinismo burlón. Las sonrisas de Ruby eran luminosas; las de Brandon felinas, propias de un depredador. Aceleraban el corazón de Lacey y helaban el aliento en sus pulmones, haciendo que se sintiera como un ratoncillo ante una pantera.
Pero lo peor de todo era que conseguía que la chica atolondrada y despreocupada del pasado saliera de su escondite, la joven tan embriagada en endorfinas como para cometer tal estupidez.
«Aunque nunca te has arrepentido, porque aquella estupidez te dio a Ruby».
–Será mejor que me vaya. Gracias por tu tiempo, Brandon –dijo, componiendo un semblante inexpresivo al tiempo que guardaba el teléfono en el bolso–. Enviaré una copia para que le des tu aprobado.
La verdad era que no había conseguido nada que pudiera dar lugar a un perfil de Brandon Cade interesante. Él había esquivado cualquier pregunta mínimamente incisiva que le había hecho y lo cierto era que tampoco había puesto demasiado interés. Escribiría un artículo dedicado a lo impactante de su presencia y de su magnetismo, que acompañaría con una fotografía que lo corroborara.
Melody se enfadaría con ella por no haber conseguido nada personal que sirviera de anzuelo para sus lectores; pero se conformaría con haber conseguido una exclusiva que había sido negada a otras revistas.
Lacey se puso en pie con piernas temblorosas al recordar hasta qué punto había estado cerca de él en una ocasión. Pero cuando estaba dirigiéndose a la puerta, su voz grave y profunda la detuvo.
–No tengas tanta prisa, Lacey.
Al volverse, vio que la observaba con un gesto retador que ya había percibido a lo largo de la entrevista… Como si disfrutara inquietándola.
–¿Por qué no me acompañas? –preguntó en un tono indiferente que contrastaba con la intensidad de su mirada–. Apenas has podido preguntarme nada de interés.
–¿Adónde? –balbuceó ella, turbada y excitada por la mirada de fuego con la que él la recorrió antes de volver a mirarla a los ojos. ¿Vería el pulso palpitarle en la garganta o cómo se le habían endurecido los pezones?
Él le dedicó una sonrisa cargada de insinuaciones y ella tuvo que tomar aire para aflojar el cinturón de hierro que le presionaba los pulmones
«Respira, Lacey, respira. Tú puedes con esto».
–A París, por supuesto –dijo él, ampliando la sonrisa.
El atractivo hoyuelo asomó, tan parecido y tan distinto al de su hija.
–Supongo que bromeas –consiguió decir ella.
¿Por qué jugaba con ella y por qué la miraba como si verdaderamente quisiera que aceptara la invitación?
–Lo digo completamente en serio –dijo él, entornando los ojos–. De hecho, necesito una acompañante para el Baile Durand de esta noche.
–Pero yo soy periodista de una revista de sociedad –dijo ella.
Sabía perfectamente la hostilidad que Cade sentía hacía el periodismo de celebridades. Se lo había hecho notar nada más entrar en su despacho, aunque a continuación hubiera adoptado una actitud mucho más inquietante y cargada de posibilidades.
Al principio había pensado que se lo imaginaba, pero era evidente que flotaba en el aire, despertando sus sentidos y tentándola a aceptar su oferta, aunque supiera que no debía hacerlo.
No podía caer de nuevo bajo su hechizo porque ya no estaba sola, sino que implicaría a la hija cuya existencia le había ocultado todos aquellos años.
Él enarcó una ceja y, sin dejar de sonreír, contestó:
–Por eso mismo. ¿No es esta la oportunidad que todo periodista de sociedad quiere: verme en mi hábitat natural?
Lacey no quería despertar su suspicacia, así que dijo:
–Claro, pero… ¿de verdad quieres darme acceso a tu vida personal? –lo dos sabían que no podría escribir nada que él no aprobara, pero Brandon jamás había hecho algo así con anterioridad–. Sobre todo, teniendo en cuenta lo de Misty.
En lugar de parecer ofendido o molesto, Brandon se limitó a mirarla antes de reírse.
–Touché –dijo. Entonces la miró con aquella intensidad que le elevaba la temperatura y con un brillo de genuino regocijo en sus cautivadores ojos, añadió–: ¿Acaso estás pensando en escribir tú también sobre mis proezas sexuales, Lacey?
Ella sintió que las mejillas le ardían.
–¡Por supuesto que no!
Sin dejar de sonreír al ver su azoramiento, él contestó:
–Entonces no hay ningún problema ¿no?
–Supongo que no –dijo ella.
No se dio cuenta de que había aceptado hasta que Brandon comentó:
–Imagino que habrás traído tu pasaporte para pasar el control de seguridad.
–Sí, pero…
Antes de que Lacey pudiera contestar, Brandon miró por encima de ella hacia su ayudante.
–Daryl, di a Jennifer que reserve una habitación para la señorita Carstairs en el George V. Y avisa al piloto de que nos acompañará en el vuelo.
–Espera un momento –dijo ella, parándose en seco al sentir una corriente eléctrica cuando él la tomó por el codo para dirigirla hacia la puerta
Él frunció el ceño a la vez que ella se soltaba y Lacey tuvo la convicción de que también lo había notado.
–No tengo nada que ponerme para el baile –concluyó la frase, aferrándose al aspecto meramente práctico de la situación al tiempo que se frotaba el codo mecánicamente.
«Y tengo una hija de cuatro años a la que debería leerle un cuento esta noche».
Él asintió, mirándola sin el menor atisbo de la jovialidad previa. También él lo había notado y por alguna extraña razón, confirmarlo hizo que el calor que Lacey sentía en sus entrañas se acentuara. Al mismo tiempo, la asaltó un sentimiento de culpabilidad, no ya por Ruby, a la que podía dejar al cargo de su hermana Milly, sino por no haber desvelado su existencia al que, sin saberlo, era su padre.
«Tomaste esa decisión hace cinco años. Ruby es tuya, no de él. Tú decidiste tenerla sin contar con él».
Brandon había cortado cualquier lazo con ella en aquel mismo instante, arrancándola de la laxitud posterior al sexo y lanzándola a la fría realidad cuando todavía seguía echada sobre el escritorio con el corazón acelerado y los senos sensibles por sus besos.
«Esto ha sido un error y no volverá a pasar. El preservativo se ha roto, así que, si hubiera alguna consecuencia, llama a mi oficina y nos ocuparemos de ello».
Lacey trató de recordar la crueldad con la que la había tratado, pero la culpabilidad y la vergüenza atenazaron su garganta al darse cuenta de que el sentimiento que la dominaba era de otra naturaleza, mucho más perturbadora; el mismo que le había hecho cometer una locura años atrás.
Él retiró la mirada de su sofocado rostro para volverse hacia su asistente.
–Dile a Jennifer que mande una estilista a vestir a la señorita Carstairs al hotel.
–Muy bien, señor Cade.
En cuanto Daryl se fue, Brandon indicó la puerta con la mano. Viendo que no se atrevía a volver a tocarla, Lacey sintió cierta satisfacción al darse cuenta de que ejercía algún poder sobre él.
–Tú primero –dijo él.
«No he aceptado la invitación».
Lacey estaba a punto de decirle que actuaba con una inaudita arrogancia cuando lo miró a los ojos, de un verde tan oscuro como los de su hija, y se dio cuenta de que tal vez fuera la única oportunidad de llegar a conocerlo. O al menos lo suficiente como para asegurarse de que había tomado la decisión correcta al no decirle que estaba embarazada.
Quizá había llegado el momento de dejar de huir y averiguar si el padre de Ruby merecía saber que tenía la hija más inteligente y adorable del mundo.
FANTÁSTICO trabajo, Lacey. ¿Cómo has conseguido que Cade te invite a París?
«Ni idea».
Lacey estaba en el balcón de la lujosa suite del hotel parisino, contemplando la iluminada torre Eiffel en la distancia, mientras hablaba con su editora jefa.
–Supongo que quiere limpiar su imagen respecto a Misty –dijo, aunque no lo creyera.
Lo cierto era que no entendía los motivos de Brandon, al que no había visto desde que la había acompañado a la puerta de la habitación, cuatro horas antes.
Para mantener una apariencia de trabajo, había intentado seguir entrevistándolo en el helicóptero, pero el ruido de la cabina lo había hecho imposible. Y Cade había parecido encantado de ignorarla en cuanto se habían puesto los cinturones.
«Afortunadamente».
Su actitud taciturna había sido un alivio después de la intensidad de los veinte minutos que habían pasado en el despacho. Había necesitado unos minutos para apaciguar su mente, además de escribir un mensaje a su hermana para que acostara a Ruby y la llevara al día siguiente a la guardería.
Como siempre, Milly, con la que vivía desde el nacimiento de Ruby, había estado encantada de ocuparse de su sobrina. Y Lacey sabía que a Ruby no le sorprendería que su madre tuviera que trabajar hasta tarde.
Pero eso no impedía que se sintiera culpable una vez que se había encontrado en aquella increíble suite, en manos de una estilista francesa, que había elegido para ella un impresionante vestido de pedrería, así como de una peluquera y maquilladora.
«¿Qué estoy haciendo aquí? Estoy completamente fuera de lugar».
–¿Invitando a una periodista de Splendour al Baile Durand? –Melody rio–. Es maravilloso. Podemos enfocarlo desde el punto de vista de una cenicienta. A los lectores va a encantarles. Una mujer trabajadora, madre soltera, que acude al baile del brazo de…
–Ni hablar, Melody –la interrumpió Lacey con el corazón en un puño–. No quiero mencionar a Ruby en el artículo –y menos, que Brandon leyera sobre la niña y sacara sus propias conclusiones antes de que ella hubiera decidido qué hacer.
–¡Qué lástima! A los lectores les habría entusiasmado –Melody suspiró y Lacey la imaginó haciendo un mohín.
–Déjame tomar las decisiones a mí, Melody. Cade se muestra extraordinariamente cooperativo. Puedo escribir un gran artículo con el glamour y el brillo del Baile Durand como fondo de una cita con Brandon Cade y crear un ambiente Cenicienta sin nombrar a Ruby –explicó Lacey, intentando que Melody no percibiera su incomodidad.
Ella no tenía nada de Cenicienta. Tenía una carrera que se había forjado, renaciendo de las cenizas, después de que Cade Inc. la despidiera. Incluso había ahorrado bastante como para comprarse un piso de dos dormitorios en Hackney. Pero sería sencillo describirse como una mujer con los ingresos justos, fascinada por un mundo de lujo tan distinto a su vulgar realidad.
Gastaba todo su salario en facturas y en la guardería de Ruby, y no tenía ninguna vida social desde que la niña había nacido, porque prefería dedicar a su hija todo el tiempo posible. Y aunque escribía sobre millonarios y famosos, no tenía experiencia de primera mano en el estilo de vida que alguien como Brandon Cade consideraba normal.
Excepto en una ocasión, cinco años antes, cuando había recibido una invitación para acudir a la fiesta de inauguración del nuevo canal por cable de Cade Inc. en un club del Soho, y se había adentrado en aquel mundo una noche que había cambiado su vida.
Bajó la mirada al vestido centelleante que se abrazaba a su cuerpo, enfatizando las curvas que habitualmente resultaban poco femeninas. La ropa interior también redondeaba sus senos, aumentando su tamaño.
Podía sentir las horquillas que ajustaban las extensiones que la peluquera le había puesto para hacerle un moño que desafiaba las leyes de la gravedad. Y pensó en la sombra con purpurina de efecto ahumado y el lápiz de labios que le habían hecho sentirse irreconocible cuando, tras ser maquillada, se miró en el espejo.
Se sentía tan alejada de su medio habitual como si estuviera en la luna.
–Muy bien –dijo Melody, adoptando un tono profesional–. Puesto que tú has conseguido esta oportunidad, queda en tus manos. Pero ojalá consigas averiguar algo sobre lo que verdaderamente piensa de Misty Goodnight.
«Para eso tendría que bajar la guardia, y a Brandon nunca se le escapa nada que no quiera decir».
Se guardó el pensamiento para sí.
–Por supuesto.
Oyó que llamaban a la puerta y el corazón se le aceleró al instante. Colgó y guardó el teléfono en el bolso.
El latido de su corazón la ensordeció mientras iba hacia la puerta sobre las sandalias de pedrería cuyos tacones se hundían en la moqueta.
Tragó saliva para dominar el pánico.
«Es una magnífica oportunidad para conocer al padre de Ruby y de perdonar a la joven atolondrada de hace tanto tiempo».
–No puede intimidarte si no se lo permites –se dijo en voz baja.
Luego abrió la puerta con una fingida seguridad en sí misma.
Y se quedó sin aliento.
Brandon le daba la espalda, con sus anchos hombros marcados por un esmoquin hecho a la exacta medida de su musculoso torso, estrechas caderas y largas piernas. El cabello negro, muy corto, acentuaba la forma perfecta de su cráneo.
Se volvió y sus ojos verde-musgo la recorrieron sin disimulo, posesivos, insolentes, dejándola sin aliento. Al instante, Lacey volvió a sentirse como la joven inocente atrapada en el foco de luz de la atención de Brandon Cade, ansiosa por conseguir su aprobación, con el corazón latiéndole con tal fuerza que temió que fuera a escapársele del pecho.
Entornando los ojos, Brandon fijó la mirada en su moño.
–¿Qué te has hecho? El cabello te ha crecido varios centímetros en unas horas.
El espontáneo comentario permitió que Lacey se relajara y pudiera volver a respirar.
–Gigi, la peluquera, ha hecho magia –contestó.
Él rio suavemente y le ofreció el brazo. Lacey se lo tomó y el corazón volvió a acelerársele en cuanto sintió su músculo tensarse bajo los dedos y aspiró el aroma a limpio y a una colonia ácida que recordaba tan vívidamente del pasado.
Brandon la atrajo hacia sí hasta que su mano rozó su torso y fueron hacia el ascensor mientras Lacey se preguntaba cómo era posible que hubiera acabado una vez más a merced de aquel hombre y, más aún, cómo iba a lograr conservar su secreto y dominar las ingobernables sensaciones que despertaba en ella.
–Tu acompañante es muy bella, Cade, pero me ha sorprendido –comentó Maxim Durand, el viticultor millonario que celebraba aquel baile anual coincidiendo con el inicio de la estación.
Brandon sonrió mientras observaba a Lacey, que charlaba con la mujer de Maxim y con su hijo Pascal, de cuatro años, desde que habían llegado.
Durand estaba tan orgulloso de su familia que le acompañaban allí donde iba. Y Brandon tenía que reconocer que los niños eran encantadores, aunque el pequeño que Maxim llevaba en brazos lo miraba con una fijeza que le resultaba inquietante.
–¿Por qué te ha sorprendido? –preguntó distraído, aunque sabía que a más de un invitado le había llamado la atención que fuera acompañado de una periodista de sociedad.
Aquel era el tipo de evento del que se intentaba excluir a la prensa. Pero lo cierto era que Lacey no parecía estar esforzándose por aprovechar la oportunidad que él le había proporcionado… Lo que, por otro lado, le resultaba desconcertante.
Había oído su exclamación contenida cuando habían entrado en el palaciego salón de baile del histórico hotel de época napoleónica. De los techos con pinturas al fresco con dioses de la mitología griega colgaban grandes arañas. Impactantes columnas de mármol y bustos de bronce contribuían al general esplendor de la abigarrada decoración.
Una orquesta barroca sonaba de fondo del murmullo de voces y el entrechocar de cristal y vajilla del bufé de alta cocina desplegado en la sala de banquetes aledaña. Cuando la recepción concluyera, un reducido grupo de los invitados disfrutaría de la actuación del ballet de la Ópera de París, seguida de un grupo de música que habitualmente actuaba en estadios de fútbol.
En el baile estaban todas las personas relevantes del mundo de los negocias, la política y el entretenimiento, y Brandon había asumido que ella intentaría conseguir alguna otra exclusiva, pero parecía más incómoda que ansiosa por aprovechar una oportunidad de oro en su carrera.
–¿No salgo siempre con mujeres hermosas? –añadió.
Pero era cierto que todavía no había llegado a dominar el impacto que le había causado verla cuando la había recogido. Lacey Carstairs era espectacular sin tener una belleza convencional. Sus ojos rasgados habían resultado aún más sensuales con el maquillaje, y el vestido, que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel, acentuaba su figura de aire adolescente y sus elevados senos. Para rematar el conjunto, el brillo en sus labios había despertado en él el deseo inmediato de besarla, igual que el elaborado peinado había provocado cosquillas en sus dedos con el impulso de quitarle las horquillas y acariciar los rizos que se ocultaban debajo.
El deseo de tocarla, saborearla y torturarla de placer llevaba obsesionándolo toda la velada, aun cuando se reprendiera por haberla invitado tan impulsivamente.
–Sí, pero no sueles salir con periodistas, mon ami –aclaró Durand–. Creía que tu último ligue te habría escarmentado.
Durand tenía razón, y Brandon no llegaba a entender por qué había insistido aún más cuando ella se había mostrado reticente. ¿Habría caído en la vieja trampa de sentirse atraído por una mujer que representaba un reto? ¿Y por qué tenía la sospecha de que su vacilación había tenido que ver directamente con la idea de ir con él? Estaba acostumbrado a que las mujeres lo encontraran intimidante, pero no a ser tan consciente de sus emociones.
Y era precisamente esa capacidad de percibir sus cambios de humor lo que despertaba en él la curiosidad de averiguar lo más posible sobre ella. Por eso había dedicado la hora siguiente a dejarla en su suite a buscar en Internet. Pero no había descubierto nada, lo que era en sí mismo extraño: ¿Cómo era posible que una periodista dedicada a las celebridades no dejara ninguna huella online ni tuviera ninguna red social? Parecía haber surgido de la nada dos años antes, con su primera colaboración para Splendour.
Aún más extraño era que aquel misterioso pasado no hubiera hecho nada por aplacar su deseo. No le gustaban las sorpresas y actuar con temeridad no formaba parte de su A.D.N. Sin embargo, el deseo de acostarse con ella, lejos de mitigarse, aumentaba.
–Aunque tengo que reconocer que a Cara parece caerle muy bien, y mi mujer tiene muy buen criterio –comentó Durand sin ocultar su orgullo por su rubia esposa, que se encontraba de nuevo embarazada–. Además, tu acompañante lleva aquí más de una hora y nadie se ha quejado de su presencia. Puede que dures con ella más de lo que imaginas –añadió con gesto pensativo al tiempo que su hija le tiraba del pelo.
Brandon rio con escepticismo. Aunque fuera cierto que Lacey Carstairs despertaba su interés y su deseo y hubiera algo en ella que lo intrigaba porque le resultaba en cierta forma familiar, él nunca mantenía relaciones duraderas.
–Creo que te equivocas, pero ¿qué te hace decir eso? –preguntó sin dejar de sonreír.
Aunque en aquella ocasión se equivocara, Brandon respetaba la opinión de Durand.
–Porque también le cae muy bien a mi hijo. A tu Lacey le gustan los niños, es cálida, afectuosa y sincera. Unos atributos que no he visto antes en ningún periodista de la prensa rosa inglesa.
El comentario de Durand sumió a Brandon en una total confusión. ¿Desde cuándo le habían importado aquellas cualidades en una mujer? Más aún ¿cómo era posible que la idea de que se le dieran bien los niños le resultara excitante, en lugar de provocarle rechazo?
Durand sonrió divertido al ver su gesto de contrariedad, pero tuvo que excusarse cuando su hija empezó a llorar.
–Es hora de acostar a los niños –dijo, mientras la niña volvía a tirarle del pelo.
Cruzaron el salón y cuando ya estaban cerca, Lacey lo miró y Brandon sintió la sangre fluir hacia su entrepierna.
Durand besó a su mujer y Cara le sonrió con un amor que Brandon encontró desconcertante, al mismo tiempo que en los ojos de Lacey intuía un patente anhelo.
Una sensación incómoda y desconocida lo asaltó.
«Es imposible que sientas celos», se dijo. Pero tuvo que hacer un esfuerzo para relajarse mientras los Durand se excusaban para ir a acostar a los niños. Cuando la pareja se alejaba, Lacey, que los siguió con la mirada, musitó:
–¡Qué familia tan maravillosa! Parecen muy felices.
–Supongo que sí –comentó Brandon.
Lacey lo miró con una mezcla de curiosidad y tristeza.
–¿No te parece que sean felices?
Aunque usó un tono neutro, Brandon pensó que lo miraba como si su repuesta fuera importante para ella.
Había esperado que intentara sonsacarle información sobre su vida privada para el artículo, pero como no se le había pasado por la cabeza que le preguntara su opinión sobre los Durand, lo tomó por sorpresa y respondió con sinceridad.
–Puede que Maxim y Cara sean felices ahora, pero dudo que sea una felicidad duradera.
En los ojos de Lacey vio brillar un sentimiento de lástima que le hizo ponerse en guardia.
–¿Qué te hace pensar eso? Está claro que se adoran –dijo Lacey sin poder ocultar la tristeza que le producía el cinismo del comentario de Brandon.
Y aunque sabía que no debía sorprenderle y que no tenía sentido que despertara su compasión por él, no pudo evitar sentir lástima y que la recorriera un escalofrío.
Brandon se encogió de hombros con aparente indiferencia.
–No sabes cómo era Maxim antes de conocer a Cara. Era tan reacio a crear una familia como yo.
–¿No crees que la gente pueda cambiar? –preguntó Lacey.
Brandon la miró con suspicacia y ella supuso que pensaba que intentaba sonsacarle su opinión sobre el matrimonio Durand para incluirlo en su artículo, pero, por más que escribiera sobre celebridades, por encima de todo era una mujer de principios.
Había prometido a Cara Durand que no publicaría nada de lo que hablaran, pero bajo la cobertura de que se trataba de trabajo podía preguntar a Brandon sobre lo que pensaba respecto al amor y el matrimonio
Él rio con un cinismo que la perturbó. ¿Cómo podía dudar del afecto que se tenían los Durand?
–No –contestó–. Porque lo que fuera que sucedió en el pasado para hacer de Maxim un hombre implacable, no puede cambiarse.
«¿Qué te pasó a ti para que seas tan cínico?».
La pregunta reverberó en los oídos de Lacey y tuvo que morderse la lengua para no hacerla en alto. Pero eso no contuvo la compasión que sentía por él.
–¿Y por qué iba a querer cambiarlo, cuando ese mismo pasado es el que le ha dado la fuerza y ambición de construir un imperio partiendo de la nada? –añadió Brandon.
–Pero es evidente que quiere a su esposa y a sus hijos por encima de todo –dijo ella–. Lo que indica que probablemente renunciaría a su éxito antes de poner en riesgo su relación con ellos –concluyó, consciente de que ya no estaba hablando de Maxim Durand.
Las prioridades de la gente cambiaban cuando tenían hijos. Ella jamás había imaginado que se pudiera querer a alguien tanto como ella había querido a Ruby desde el primer instante. La niña era lo más importante de su vida y le entristecía saber que su padre pudiera ser incapaz de sentir lo mismo.
En realidad, si no se había puesto en contacto con él cuando a los diecinueve años se había encontrado sola y embarazada no había sido solo porque temiera su reacción, sino por su propia inseguridad, y había temido no ser lo bastante valiente como para negarse a abortar si él se lo hubiera exigido.
Lo raro era que las respuestas que estaba obteniendo de él no estaban contribuyendo a que se sintiera menos culpable. Porque ya no sentía solo lástima de Ruby por haberle privado de su padre, sino también de él. ¿Y si le había negado la oportunidad de cambiar, tal y como le había sucedido a Maxim al tener hijos?
–Eres una romántica –dijo él en tono desdeñoso.
Pero se equivocaba. No era romántica, sino realista. Había tenido que serlo para sobrevivir.
–Nunca pensé que quienes escribís sobre las sandeces sentimentales de tipos como yo creyerais en ellas –añadió Brandon.
Que se riera de ella con aquella arrogancia irritó a Lacey.
–Así que «sandeces sentimentales». No sabía que fueras un lector habitual de Splendour –dijo, sarcástica.
Brandon rio.
–Habitual, no. Pero tengo que reconocer que has conseguido despertar mi curiosidad –dijo, mirándola con una intensidad en la que Lacey vio por primera vez aprobación–. No eres en absoluto como había imaginado.
La sorpresa de haberle causado una buena impresión fue seguida de preocupación al notar un intenso calor entre las piernas al ver la mirada ardiente con la que la observaba.
–Y aunque no me gustan los clichés, tengo que admitir que estás aún más espectacular cuando te enfadas, Lacey.
Se quedaron mirándose y el calor y el abierto deseo en los ojos de Brandon hicieron arder la piel de Lacey y le endurecieron los pezones. Pero que tuviera una buena opinión de ella era aún más excitante… y aterrador
–Tanto como para incumplir mi regla de oro –continuó Brandon.
–¿Cuál? –preguntó ella con la respiración agitada cuando quería haber sonado indiferente.
–No acostarme nunca con una mujer que crea que puede cambiarme.
Posó la mano en la mejilla de Lacey, sobresaltándola cuando le acarició los labios con el pulgar mientras la miraba con un brillo posesivo en sus ojos que le impidió desviar la mirada, o conseguir que le funcionaran los pulmones.
La luz se amortiguó y los invitados se dirigieron al salón en el que iba a tener lugar la actuación del Ballet de la Ópera de París, pero ellos dos permanecieron en un rincón del salón de baile, en la penumbra. Lacey, con el corazón acelerado, intentaba hacer acopio de todas las razones posibles por las que debía impedir que la tocara, pero su cuerpo hizo oídos sordos a sus instrucciones cuando Brandon la tomó por el cuello y la atrajo hacia sí.
–Eres verdaderamente exquisita –susurró, y acercó sus labios a los de ella.
¿Por qué nunca habría sentido nada igual con ningún otro hombre? ¿Se debía solo a que era el único hombre con el que había hecho el amor, porque era el padre de su hija?
Lacey se abrazó a su cintura, por debajo de la chaqueta, y sintió sus músculos tensarse
–La estilista se alegrará de saber tu opinión –dijo.
La risa de Brandon se trasmitió a ella a través de su cuerpo.
–No me refiero al vestido –dijo, atrayéndola por la cintura para hacerle sentir hasta qué punto la deseaba–. Lo que me interesa es lo que hay debajo.
Lacey parpadeó, sintiendo la excitación inundarla como una ola gigante.
–No creo que sea una buena idea –fue lo único que pudo articular.
Una llamarada prendió en los ojos de Brandon. Le tomó el rostro entre las manos.
–Lo sé –musitó. Antes de atrapar sus labios en un beso posesivo, exigente.
Lacey sofocó una exclamación al sentir la intensidad del deseo que le ardía en las entrañas. La lengua de Brandon exploró la cueva de su boca con un ansia y una ferocidad que ya conocía.
La parte de su cerebro que se esforzaba por seguir funcionando le exigía que pusiera fin a aquello, pero la embriagadora sensación de ser deseada por él era tan poderosa que solo fue capaz de rendirse.
Una rendición que, inconscientemente, había estado esperando cinco años a que se repitiera.
Y se encontró devolviendo el beso con el mismo fervor, buscando la lengua de Brandon, aferrándose a su camisa para tirar de él. Con el cuerpo temblándole de deseo, se puso de puntillas, correspondiendo al apetito de él con el ansia y el anhelo tanto tiempo reprimido.
El beso se volvió primario, devastador, una batalla de deseos. Lacey separó los labios, intentando recuperar una mínima sensatez, pero su agitada respiración le provocó una sensación de mareo.
Brandon la asió por las nalgas y la presionó contra el definido bulto de sus pantalones al tiempo que le besaba el cuello. Lacey exhaló, temblorosa, entregándose a sus caricias. Echó la cabeza hacia atrás y su mente se deslizó hacia la zona prohibida donde lo único que importaba era explorar aquella devastadora necesidad de sentir.
Súbitamente, Brandon se separó de ella, la miró fijamente y alzó las manos a su rostro. Lacey respiró con satisfacción al notar cuánto le temblaban.
Sí. También él la deseaba. Como cinco años antes. Pero ella ya no era la jovencita que se quedaría destrozada cuando la noche terminara.
–Quiero acostarme contigo –masculló él.
Lacey sabía que debía negarse, pero durante todos aquellos años, había detestado a la joven inocente que se había entregado con tanta facilidad, que se había creído enamorada de Brandon sin apenas conocerlo y por permitir que su rechazo la destrozara.
¿No merecía esa joven, ya convertida en mujer, explorar de nuevo aquella poderosa química, pero desde una posición de fuerza, en sus propios términos y no en los de él?
Embriagada por el deseo que le fluía por las venas, asintió con la cabeza.