E-Pack Diana Palmer junio 2023 - Diana Palmer - E-Book

E-Pack Diana Palmer junio 2023 E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

Pack 355 El color del amor Toparse de frente con el sexi Nick Scarpelli puso patas arriba el mundo de la pintora Jolana Shannon. Era guapo a rabiar e increíblemente arrogante, y rendirse a la pasión con él resultó una absoluta delicia. Pero cuando Nick le dejó claro que no quería estar con ella para siempre, le rompió el corazón… hasta que volvió a aparecer en su vida. ¿Podría ese hombre que la abandonó ofrecerle todo lo que deseaba? Oscura rendición Tras haber provocado un accidente que cambiaría para siempre la vida de Saxon Tremayne, Maggie Sterline decidió que haría lo que fuera por reparar ese daño, incluso quedarse en Carolina del Sur para ocuparse de ese hombre a la vez temido y admirado cuyo mundo había quedado sumido en la oscuridad. Pero a medida que lo ayudaba a asumir su nueva realidad, la bella fue sintiéndose cada vez más atraída por la bestia. ¿Podría resistirse a sus apasionados besos? Sueños de esperanza A Micah Torrance no le venía mal que le echaran una mano. Entre dirigir su gran rancho de Wyoming y ocuparse de su testaruda hija Janey tenía más que suficiente. Este vaquero no estaba acostumbrado a pedir nada, pero cuando la preciosa Karina Carter le ofreció su ayuda, no pudo resistirse. Al ver su sonrisa dulce y el cariño con el que trataba a Janey, estuvo dispuesto a confiar en ella. Pero sabía mejor que nadie que el amor solo conducía al sufrimiento. La campeona de patinaje artístico Karina Carter necesitaba empezar de cero mientras se recuperaba. Cuidar de la pequeña Janey era solo algo temporal hasta que pudiera volver a la pista… o eso se decía. Pero cuanto más tiempo pasaba con ese guapísimo padre soltero, más atraída se sentía por él y por la familia que podrían compartir. Si al menos pudiera convencerlo de que estaba allí para quedarse, esa nueva vida con él podría superar hasta sus mayores sueños.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

E-pack Diana Palmer, n.º 355 - junio 2023

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-925-3

Índice

 

Créditos

El color del amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Sueños de esperanza

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

Oscura rendición

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

El viento soplaba con más fuerza, pero a Jolana no le importó. Era agradable sentirlo en su voluminosa melena larga y rubia mientras caminaba. Era una chica alta y le gustaban su estatura y las pisadas que daban sus piernas largas y esbeltas al avanzar por la Quinta Avenida. Aun siendo una chica de campo, llevaba viviendo en Nueva York el tiempo suficiente para seguir el ritmo de la ciudad. Se fundía a la perfección con las multitudes de personas que buscaban restaurantes para comer por las calles llenas de taxis amarillos y saturadas por el tráfico de la hora del almuerzo.

Alzó la cara y sonrió. Qué bueno era estar viva, tener veintisiete años y estar comenzando una carrera prometedora. Muy pronto presentaría una exposición individual en una de las mejores galerías de arte de la ciudad y estaba ganando más dinero que nunca con sus cuadros. Sonrió y sus ojos negros se iluminaron al pensar en sus amigas de Georgia, que se habían reído de su deseo de convertirse en pintora. Ojalá pudieran verla ahora paseándose con un vestido de Anne Klein, abrigo de ante con largo por la rodilla y botas de piel… ¡Les chirriarían los dientes de envidia!

Como iba recreándose en su éxito en lugar de estar pendiente de por dónde pisaba, se chocó con alguien y al instante dos manos grandes la agarraron. Al levantar la mirada vio una cara que le impidió pronunciar una disculpa a pesar de haber abierto la boca.

Ese hombre tenía un rostro que le encantaría pintar. Muy italiano, romano en concreto, con pelo negro y rizado, cara ancha, nariz recta, boca cincelada y unos pómulos altos que descendían hacia una mandíbula cuadrada de gesto altanero. Era más alto que ella, aunque con ese aire de superioridad que tenía no habría necesitado ni de altura ni de tamaño para resultar imponente. Vestía un traje de rayas azul bajo un abrigo de piel y parecía un tipo adinerado además de arrogante.

–Creo que no me gusta que me analicen –dijo con una voz que se ajustaba a su cara: oscura, profunda y suave a la vez.

–Lo… siento –respondió Jolana–. No era mi intención quedarme mirándolo. Es su cara.

Él enarcó sus cejas pobladas.

–Sí. No creo que ninguna otra persona la haya reclamado como suya. ¿Siempre va por ahí así de atolondrada o está haciendo una excepción hoy?

–Me estaba regodeando en pensamientos de venganza –admitió ella con una sonrisa brillante–. Estaba embriagada por el éxito y no miraba por dónde iba. Siento haberme chocado con usted y lo siento más aún si le he avergonzado.

–Creo que nadie lo ha conseguido desde que tenía seis años –contestó él. No sonrió. De hecho, no parecía un hombre que sonriera mucho.

Jolana carraspeó. La había intimidado con su discurso tajante y la impaciencia con la que miró el reloj.

–Discúlpeme, tengo que llegar a una reunión. Mire por dónde va, chica de campo, o acabará bajo las ruedas de un taxi.

–No soy una pueblerina cateta, señor –le respondió con brusquedad–. En el lugar del que vengo los modales sí importan. Usted debe de haber perdido los suyos.

Y antes de que él pudiera responder, se apartó y echó a andar con pisadas fuertes.

«Qué hombre tan arrogante, mal educado e irascible», pensó furiosa mientras se abría paso entre la multitud en dirección al edificio donde vivía. Un gladiador romano o un centurión partiendo a la guerra probablemente habrían caminado con esa actitud. Se echó el pelo atrás con gesto de impaciencia. Por suerte, la mayoría de los neoyorquinos eran amables y no esas personas frías que había creído en un principio. Una vez lograbas conocerlos, eran afectuosos y simpáticos.

El portero le sonrió cuando cruzó la puerta giratoria.

–Bonito día, señorita Shannon –dijo el hombre con amabilidad–. Parece otoño.

–Sí, precioso –le respondió ella con una sonrisa–. Y eso que decían que iba a nevar. ¡Qué tontos!

Saludó al conserje, un joven con quien había entablado cierta amistad durante los meses que llevaba viviendo allí, y entró directamente en el ascensor vacío. Las puertas se cerraron y suspiró mientras se dirigía al tercer piso.

Su piso era grande, con el salón en desnivel y decorado casi por completo en tonos blancos y dorados. Eran colores alegres y le gustaba el toque jovial y fresco de la sala enmoquetada de blanco. Sí, era una estupidez tener una moqueta blanca, pero siempre se quitaba los zapatos en la puerta y obligaba a sus visitas a hacer lo mismo. De hecho, ya estaba descalza, solo con las medias, tan a gusto y calentita. La casa en la que había crecido en una zona rural del sur de Georgia no se parecía en nada a esta, pensó sonriendo mientras contemplaba la elegancia de su caro entorno. Qué bueno era tener dinero.

De pronto se quedó sin aliento. ¡Dinero! ¿Y su cartera? Comprobó los bolsillos. Era un pequeño bolso de mano y estaba segura de haberlo llevado encima al salir de la galería. Recordaba haberlo tenido en la mano, pero ¿dónde estaba?

Con desesperación, buscó por el salón y por la entrada e incluso llegó hasta el ascensor y a la zona de las puertas giratorias, pero no estaba por ninguna parte. El portero le dijo que no la había visto con ninguna cartera en la mano. Y entonces recordó que se había topado con ese hombre horrible y que probablemente se le había caído al suelo.

Y ahora ahí estaba, descalza en la calle, y la acera estaba fría.

El portero se llevó una mano enguantada a la boca para contener la risa.

–Me gusta ir descalza –le dijo ella sonriendo. Suspiró–. ¿Qué voy a hacer ahora? Sé que se me ha caído en la acera y que lo más seguro es que ya haya desaparecido. Tenía dentro todas mis tarjetas de crédito, mi carné de conducir…

–Señorita Shannon, a lo mejor alguien la ha encontrado y se la trae –dijo el portero intentando ayudar.

«Sí, y a lo mejor también Superman baja volando y me invita a almorzar», pensó desconsolada. Sin embargo, se limitó a sonreír y volvió hacia el ascensor.

Al verla, una señora corpulenta con un traje de lana gris y un sombrero le lanzó una mirada de desaprobación.

–Es la última moda –dijo Jolana con una sonrisa de sofisticación–. «Primitiva temprana». Está causando furor en París.

Y con eso se metió en el ascensor, pulsó el botón y sonrió de nuevo mientras las puertas se cerraban.

Cuando entró en su piso y se vio las medias destrozadas, esbozó una mueca de disgusto. No estaban hechas para caminar sobre el asfalto, por supuesto, pero le habían costado bastante. Suspirando, se las quitó y las tiró a la basura. Suponía que, al menos, ya habría aprendido la lección para la próxima vez. Pero ¿qué iba a hacer con lo de la cartera?

Llamó a la comisaría que había a la vuelta de la esquina y dio parte al agente que la atendió, pero el hombre le dijo lo que ella ya sabía: que era muy poco probable que se la devolvieran. Le aconsejó que llamara a las empresas emisoras de sus tarjetas de crédito para comunicar la pérdida y que solicitara otro carné de conducir. Ella le dio las gracias y colgó despacio. Bueno, había sido culpa suya. ¿A quién podía culpar? Sin embargo, era una pregunta sencilla, pensó al volver a levantar el teléfono. Podía culpar a ese italiano alto e insolente. Seguro que formaba parte de una mafia, se dijo furiosa. Seguro que era un asesino a sueldo. Lo que estaba claro era que con tanta arrogancia no podía ser un empresario normal y corriente.

Tras comunicar la pérdida de las tarjetas de crédito, entró en su estudio y se quedó mirando el cuadro que estaba acabando. Lo estaba haciendo como un favor para el dueño de la galería. Era un regalo para un pariente suyo; un paisaje griego con unas columnas caídas en primer plano y el monte Olimpo de fondo. Cuando el propietario de la galería se lo había encargado, a Jolana le había parecido que era una escena muy trillada, pero él se había negado en rotundo a cambiarla. Así que se había puesto a trabajar en el cuadro en sus ratos libres y ahora ya estaba casi terminado.

En fin, hoy era un día tan bueno como otro cualquiera para continuarlo, se dijo. Y además, sería mejor ponerse a trabajar que quedarse sentada dándole vueltas a lo que había pasado.

Se puso unos vaqueros anchos desgastados y una bata salpicada de pintura sin nada debajo. Vivía sola y nadie podía verla, así que solía vestirse como se sentía más cómoda.

Estaba sumergida en el cuadro soñando con la antigua Roma cuando el timbre del portero automático la interrumpió.

Se tensó por un instante y fue a responder. Últimamente había tenido algunos problemas con un hombre que le había comprado unos cuadros y que se consideraba un rompecorazones. Ya había rechazado tres invitaciones para ir a ver su colección. Muchos de los hombres que conocía daban por hecho que una pintora tenía que tener una vena bohemia e intentaban aprovecharse. No podían imaginarse que la habían criado en un entorno puritano y que para ella el sexo no era un simple obsequio que se podía regalar a la ligera. De hecho, solo había hecho el amor con un hombre en toda su vida. Y ese hombre había salido corriendo. Había creído que ella querría un compromiso a cambio de su cuerpo, y, efectivamente, así era.

Jolana había sufrido su ausencia, pero con el tiempo había visto que había sido para bien. No estaba hecha para aventuras fugaces. Ella quería amor.

Fue a la puerta y pulsó el botón del interfono.

–¿Sí? –preguntó con desconfianza.

–Señorita Shannon, aquí hay un caballero que ha encontrado su cartera –dijo el portero.

–¡Estupendo! Por favor, hágale subir.

Unos minutos más tarde sonó el timbre de la puerta y corrió a abrir.

–¿Señorita Shannon? –preguntó el hombre de aspecto italiano mientras la miraba fijamente y le acercaba la cartera–. El truco no ha estado mal, pero no me gusta que me manipulen.

Parecía furioso y resultaba algo amenazador. Ella, atónita, agarró la cartera con una mezcla de alivio y aprensión.

–Gracias. Temía…

Él la interrumpió con brusquedad.

–Dejarse el teléfono descolgado ha sido un toque muy profesional –le dijo con malicia–. Pero podría haberse ahorrado las molestias. No siento debilidad por las prostitutas. Me asombra que haya entrado en el negocio –añadió tajante y mirándola de arriba abajo– porque, sinceramente, no es usted para tanto. Ese cuerpo… –añadió señalándola con gesto de disgusto– no me encendería la sangre.

Jolana estaba a punto de estallar. Lanzó la cartera por detrás de su hombro hacia el sofá y lo miró con verdadero odio.

–Señor, si fuera de su tamaño, le tiraría por la ventana –dijo con frialdad–. Largo.

–No he entrado –puntualizó él–. Y no pienso dejarme engatusar. No es usted mi tipo, señorita. La próxima vez que necesite un hombre, ponga un anuncio en una revista. Pero que no sea en la mía, si no le importa. No doy cabida a esa clase de negocios –se dio la vuelta y volvió hacia el ascensor caminando despacio y ladeando la cabeza mientras se encendía un cigarrillo.

–¡Eh, señor! –le gritó con el tono más dulce que pudo adoptar.

–¿Sí? –respondió él al girarse.

Ella hizo un gesto inconfundible y, sin dejar de sonreír con dulzura, entró en el piso y cerró de un portazo.

–¡Ya se lo he dicho! –se oyó a la voz del hombre a través de la puerta–. ¡No, gracias!

Y después sus pisadas se fueron alejando hasta desaparecer.

Jolana agarró un jarrón, lo lanzó contra la pared y lo vio romperse en mil pedazos. ¡Ojalá el jarrón hubiera sido la cabeza de ese arrogante!

Más tarde se horrorizó al pensar no solo en las acusaciones del hombre, sino en ese lapsus que no era nada propio de ella y en el terrible gesto que había hecho. La impactó pensar que pudiera llegar a ser tan desinhibida. ¡Pero si apenas decía palabrotas!

Ese hombre producía un efecto terrible en ella, decidió finalmente al retomar el cuadro. ¡Menos mal que no volvería a verlo! Y al menos, después de todo, había recuperado la cartera. Sin embargo, lo que había pasado tenía sus pros y sus contras. Ahora tendría que volver a hacer llamadas para deshacer todo lo que había hecho cuando creía que la había perdido. ¡Y todo por culpa de ese hombre!

Al día siguiente envolvió el cuadro en papel de estraza y lo llevó a la galería de camino a comprar un vestido para el cóctel que el dueño celebraría esa noche.

–Aquí está –dijo al entregárselo–. Terminado.

–Jolana, eres una maravilla –le dijo Tony Henning sonriendo. Él también parecía italiano con ese pelo y esos ojos oscuros–. A Nick le va a encantar. O eso creo –añadió riéndose–. Que el monte Olimpo aparezca de fondo le va a fastidiar mucho.

Ella ladeó la cabeza extrañada.

–¿El cuadro es para fastidiarlo?

–Bueno, es que a veces va por ahí como si fuese un dios griego o romano –suspiró–. No lo conoces. Si lo conocieras, lo entenderías. Hemos tenido ciertas discrepancias… –carraspeó– en lo referente a tu exposición.

–¿Qué tiene él que ver con mi exposición? –preguntó algo aturdida.

–Es mi socio –confesó–. Tiene la mitad de las acciones de la galería.

–¡Nunca me habías dicho…!

–Pasó hace unas semanas. Como bien sabes, el mundo del arte no destaca precisamente por su estabilidad económica. He tomado algunas decisiones malas sobre exposiciones que han acabado costándome mucho. Además, he tenido algunas pérdidas en la bolsa y, sinceramente, estaba metido en un infierno financiero hasta que Nick me sacó de las llamas. Es mi primo y no sé qué habría hecho sin él.

–Pero mi exposición… ¿Qué pasa con mi exposición, Tony? –preguntó nerviosa.

–Sigue en pie –le aseguró–. Le dije a Nick que teníamos un contrato y lo seguiremos teniendo en cuanto firmes esto.

El contrato estaba fechado dos semanas atrás.

–¿Es legal? –le preguntó enarcando las cejas.

–Claro, claro, tú solo fírmalo y no pasará nada –le dijo entregándole un bolígrafo.

Vacilante, Jolana garabateó su nombre en la línea de firma y Tony agarró el papel y asintió.

–Bien, bien. Ahora relájate. Todo irá bien, de verdad que sí.

Jolana miraba su expresión de culpabilidad.

–¿Por qué no quiere tu primo que exponga mis cuadros aquí?

–Cree que preparé la exposición para ti porque somos amantes –admitió evitando mirarla–. No ha visto ninguna de tus obras… Bueno, yo tampoco tenía ninguna para enseñarle. Todas se vendieron en cuanto las expuse. Tienes muchos admiradores en la ciudad y al menos tres de ellos se pelean por tus cuadros.

–¿Le dijiste que somos amantes? –le preguntó mirándolo a los ojos.

–No, aunque no pierdo la esperanza –añadió y bromeando le lanzó una mirada lasciva–. Hay una cama ahí detrás, preciosa, y estoy bastante bien desnudo a pesar de mi edad.

–¿Tu edad? –exclamó ella riéndose–. Pero si no eres viejo.

–Soy casi tan viejo como Nick. Tiene cuarenta. Un anciano. O, al menos, eso es lo que parece últimamente –suspiró–. Pobrecillo, ha tenido muy mala suerte con el amor. Muy mala suerte.

–¿Es feo? –preguntó ella con curiosidad.

–Para nada. Publica una revista de economía. Es una de las publicaciones más respetadas del sector. Las mujeres se desmayan a su paso cuando entra en cualquier sitio, pero él ni se inmuta.

–¿Es un misógino?

–No del todo. Simplemente no se implica emocionalmente, nada más.

–Estoy deseando conocerlo –dijo ella con sequedad y mirándolo con esos brillantes ojos negros–. ¿Lo conoceré esta noche?

–Imagino que sí –Tony suspiró–. Y me temo que tú también caerás como las demás. Pero te aviso; puede que cuando vea el cuadro se ponga hecho una furia, así que estate atenta por si quieres salir huyendo antes de que te muerda. No le gustan los artistas. Dice que sois unos parásitos y unos libertinos.

–Buscaré algo lo suficientemente decoroso para ponerme esta noche. O… –añadió sonriendo–, ¿qué te parece si vengo desnuda?

–Perfecto –respondió él al instante–. Cancelaré el resto de invitaciones…

–Estás loco. Tony, gracias por todas las molestias que te has tomado por mí –añadió con amabilidad–. Esta será mi primera exposición importante.

–Lo sé. Por eso me he asociado con Nick –dijo como si fuera un auténtico sacrificio–. Nos vemos a las siete.

–¡Allí estaré!

 

 

Unas horas más tarde la recibieron en el elegante piso de Tony y la acompañaron hasta el salón enmoquetado. Llevaba unas sandalias de tiras finas y un vestido de lamé dorado con un escote peligrosamente pronunciado y una espalda descubierta casi por completo. Hacía un contraste perfecto con su cabello rubio y sus ojos negros y resultaba muy chic y sofisticado. Sin embargo, aún lamentaba el impulso que la había animado a comprarlo. Ya estaba furiosa con ese tal Nick por haber intentado bloquear su exposición y había querido darle en las narices por esa imagen preconcebida y equivocada que tenía de ella. Aunque tal vez había sido un error, pensó mientras Tony se le acercaba sonriendo y le agarraba las manos.

–Aquí está la chica que estaba buscando –le dijo y le besó la mejilla–. Es curioso, pero Nick se ha quedado impresionado con el cuadro a pesar de lo del monte Olimpo. Quiere conocerte.

Vaya, eran buenas noticias.

Lo siguió a través de la multitud de sofisticados amantes del arte y marchantes y, de camino, se hizo con una copa de champán. Entonces se detuvieron y fue levantando la mirada desde una chaqueta de esmoquin negra y una camisa de seda blanca hasta una corbata negra y un rostro que le resultaba terriblemente familiar.

–Domenico Scarpelli, te presento a mi último descubrimiento. La señorita Jolana Shannon –dijo Tony orgulloso.

Jolana miró al arrogante rostro romano sin ocultar su profunda rabia y recibió el mismo gesto a cambio.

–Imagino que entenderá que no le estreche la mano –comentó con frialdad.

El hombre recorrió con la mirada su cuerpo enfundado en lamé dorado y respondió con arrogancia:

–No recuerdo haberme ofrecido a hacerlo. Vaya, así que usted es la artista de Tony. Qué pena que nunca me haya mencionado su nombre.

Jolana le pasó a Tony su copa de champán.

–Una fiesta preciosa. Siento mucho tener que irme –le dijo a su anfitrión con una sonrisa forzada–. Se me está levantando un dolor de cabeza espantoso. Tengo que irme corriendo.

–Si da un solo paso hacia esa puerta –la amenazó Nick con frialdad–, puede ir olvidándose de su exposición.

Ella, ya de espaldas a él, se detuvo en seco.

–Creía que ya podía contar con eso –dijo riéndose con amargura–. Hay otras galerías, señor Scarpelli, y soy una mujer resuelta. Si las cosas se ponen difíciles, siempre puedo dedicarme a servir mesas. Buenas no…

Nick la agarró del brazo con fuerza y, pasando por delante de un Tony estupefacto, la llevó hacia un dormitorio. Una vez dentro cerró la puerta de golpe.

Ella, asustada, se apartó del enorme italiano y se situó contra las cortinas de la ventana.

–No se haga ilusiones –la advirtió Nick. Se sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió–. No estoy tan desesperado.

Jolana lo miró.

–Entonces ¿por qué me ha traído aquí?

–Para hablar. Ahí fuera era imposible –se sentó con elegancia en un sillón situado junto a la enorme cama doble–. Siéntese, por el amor de Dios. No la voy a morder.

Vacilante, ella fue hacia un sillón al otro lado de la cama y se sentó.

–Vaya una prostituta –le dijo él con mofa–. ¿Para qué se pone un vestido así cuando le aterrorizan los dormitorios?

–Para vengarme de usted –logró decir con voz temblorosa–. Tony me ha dicho que… no quería que tuviera mi propia exposición y que no le gustan las…

–Las furcias. Sí, así es. Lo que llevaba en su piso no era un atuendo nada provocativo. No me percaté de la pintura que llevaba encima hasta después y ni siquiera entonces establecí ninguna conexión. Hay muchos pintores aficionados en Nueva York.

–Yo no soy una pintora aficionada –dijo muy digna.

–No, no lo es. Usted tiene mucho talento, a pesar del uso repugnante que ha hecho Tony de él en ese cuadro.

–Me dijo que no le gustaría.

–Pero me ha gustado –se reclinó en el sillón y le dio una discreta calada al cigarrillo–. ¿Cuánto tiempo lleva pintando?

–Desde que podía sujetar una pintura –respondió sin más–. Señor Scarpelli, estoy segura de que no me ha traído aquí para escuchar la historia de mi vida.

–Cierto –la miró fijamente–. Por razones en las que no ahondaré ahora, necesito una acompañante para una fiesta en Manhattan el viernes que viene por la noche. Acompáñeme y no haré peligrar esa porquería de contrato que Tony le ha hecho firmar.

A ella se le encendió la cara de furia.

–¡Ya le he dicho que no soy una prostituta!

–Y yo le he dicho que ya lo sé –le respondió con frialdad–. Necesito una mujer durante unas horas. Pero no en mi cama, sino agarrada de mi brazo. ¿Sí o no?

Conteniendo el aliento, Jolana consideró todas las opciones. Ese hombre la tenía justo donde quería y los dos lo sabían, ¿así que por qué fingir?

–De acuerdo –respondió suspirando y harta de lo que estaba pasando.

–Esto requerirá un trabajo de interpretación por su parte –añadió aprovechándose de su posición de ventaja.

–¿Cómo?

Él miraba la punta del cigarrillo.

–Quiero que actúe como si estuviera enamorada de mí.

Jolana se levantó.

–Esto –dijo con brusquedad– es demasiado. Preferiría vender mis cuadros por las esquinas…

–Mejor venderlos a ellos que vender su cuerpo. Ganaría más –añadió con frialdad y levantándose del sillón–. Y ahora cierre la boca y escúcheme.

–¿Tengo elección? –le preguntó ofendida.

–En esa fiesta habrá alguien que cree que estoy enamorado de ella y quiero que se saque esa idea de la cabeza, ¿lo entiende?

–Pues entonces pídaselo a una de sus novias.

–Yo no tengo novias formales –respondió con sequedad–. Y la clase de mujeres con las que me suelo relacionar no lograrían hacerse pasar por alguien capaz de mantener una relación decente y sentimental. No quiero llevar una puta a casa de mi madre.

–¿Tiene madre? –le preguntó con tono de burla–. ¿Es que nunca van a acabar las sorpresas?

Él la miró.

–Me pone de los nervios, señorita Shannon.

–Gracias a Dios que no le atraigo –dijo ella impasible.

–La recogeré el viernes por la tarde a las cinco. Y no le contará nada de esto a Tony.

–¿Eso es una orden, Su Señoría? –preguntó Jolana con mofa–. Madre mía, guarda usted mucho parecido con algunas imágenes que he visto de centuriones romanos.

–Mis antepasados tenían predilección por meter esclavas en sus camas.

–Preferiría que me arrojaran a los leones –dijo ella con una dulce sonrisa–. ¿Ya ha terminado de hablar? Me gustaría irme.

–No más que a mí –le aseguró él con una mirada implacable. Abrió la puerta–. Usted primero.

Ella alzó la cabeza orgullosa y salió del dormitorio delante de él.

–Por cierto –murmuró Nick–, ¿dónde ha aprendido ese gesto tan interesante que me enseñó ayer en la puerta de su casa? Creía que las jovencitas sureñas bien educadas eran mucho más reservadas.

A Jolana se le pusieron coloradas hasta las raíces del pelo y se sintió incapaz de mirarlo. Echó a andar con la espalda muy tiesa y se perdió entre la multitud.

Aunque había pensado marcharse de allí para alejarse de él, Nick le solucionó el problema al irse él primero.

En cuanto salió por la puerta, Tony fue tras ella.

–¿A qué ha venido todo eso? –le preguntó apresuradamente y llevándola hacia el recipiente del ponche.

–Ayer perdí mi cartera –murmuró–, y él la encontró.

–¿Y?

Ella se encogió de hombros.

–Se pensaba que era una prostituta.

–¿Tú? –Tony soltó una carcajada y sacudió la cabeza–. ¡Madre mía, pues no podía estar más equivocado!

–Eso mismo le dije yo. ¿Siempre ha sido así de horrible o lo ha ido adquiriendo con los años?

–Nick ha tenido una vida dura, cielo. De todos modos, no es propio de él actuar así –levantó la barbilla y apretó los labios mientras la observaba–. Creo que lo has descolocado. Has debido de causarle una gran impresión.

–Supongo –Jolana suspiró–. Me ha pedido salir.

–¿Sí? Vaya, eso sí que es nuevo. Suponía que se limitaría a quedarse embobado… Bueno, da igual. No es asunto mío. Pero ten cuidado –la advirtió con un tono solemne nada habitual en él–. No te involucres demasiado con Nick. Podría hacerte mucho daño.

–Ya me han hecho daño muchos expertos en el tema –respondió ella como quitándole importancia, aunque lo decía en serio–. No te preocupes. No se acercará tanto como para poder hacerme daño.

Él frunció el ceño.

–¿Vas a salir con él de manera voluntaria?

«Sí, claro, y el Sahara se va a congelar de un momento a otro», pensó.

–Por supuesto –respondió relajada y sonriente–. Y ahora creo que debería irme a casa. Ha sido un día largo y estoy muy cansada.

–¿Un día largo? ¡Pero si lo único que has hecho ha sido venir aquí!

–A eso mismo me refería.

Él se rio.

–Vale, ya te entiendo. Supongo que Nick puede parecer una apisonadora. ¿Cuándo me darás el resto de cuadros para la exposición?

–¿Te parece bien a finales de la semana que viene? –preguntó Jolana sabiendo que eso supondría tener que quedarse trabajando hasta la madrugada cada día.

–¡Perfecto!

–Aunque puede que te pida una pequeña prórroga del contrato. ¿Hasta 1998? –bromeó.

–Sí, venga, ¿y qué más? Vamos, vete a casa. Duerme.

–Siempre lo que tú digas.

–Ya me gustaría –dijo él con un suspiro–. Buenas noches.

Jolana se despidió y se marchó. Pero en cuanto salió al fresco aire de la noche, lo único en lo que pudo pensar fue en Nick Scarpelli. Ningún hombre que hubiera conocido nunca le había causado semejante impresión. Y esa extraña petición… ¿Por qué un hombre con ese físico necesitaba que una mujer fingiera estar enamorada de él?

Volvió paseando desde la casa de Tony mientras a su alrededor la gente paraba taxis y subía a autobuses. Resultaba reconfortante tener compañía aunque no conociera a ninguna de esas personas.

Caminaba a paso ligero y suspiró intentando disfrutar del momento. Tardaría un tiempo en descubrir el motivo por el que Domenico Scarpelli le había planteado ese educado chantaje. Mientras tanto, tenía una exposición que preparar y nada de tiempo que perder.

Se puso la ropa de trabajo y sacó los pinceles.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Tal como se había imaginado, los cuadros la tuvieron trabajando hasta tarde durante las noches siguientes, pero el viernes por la mañana pudo entregárselos a Tony.

–Preciosos –exclamó él mientras los clasificaba–. Preciosos. Sobre todo este.

Sostuvo en alto un paisaje con matices que recordaban a Van Gogh y sonrió.

–¿Dónde habré visto este estilo antes? –preguntó enarcando una ceja con diversión.

–Lo siento –respondió ella riéndose–. No he podido evitarlo. Pero todos los demás tienen mi propio estilo, ¿no?

–Sin duda. Creo que quedarás satisfecha con el resultado de la exposición.

–Eso espero –contestó Jolana con cierto nerviosismo.

–Hoy mismo los enviaré al taller de enmarcación.

Ella sonrió.

–¡Genial! Estoy deseando ver cómo quedan enmarcados con paspartú.

–Pareces agotada, cielo. Será mejor que vayas a casa y duermas unas horas.

–Es exactamente lo que tengo pensado hacer. Luego hablamos.

–Eso ni lo dudes, preciosa criatura.

Volvió a casa dando un tranquilo paseo mientras pensaba atemorizada en lo que pasaría unas horas más tarde. Ese italiano terrible se presentaría en su puerta a las cinco en punto para llevarla a la fiesta. No sabía qué ponerse, no le apetecía ir. De no haber sido por la amenaza de anular la exposición por la que se había matado a trabajar, lo habría ignorado.

Pero era imposible ignorarlo. Así que se echó una siesta de dos horas y después revisó su armario. ¿Sería algo formal o no? Suspiró mientras analizaba dos vestidos. Uno era largo y atrevido. El otro era un diseño de ensueño: de corte princesa y punto suave y blanco, con manga larga y un discreto escote en V. Sería una apuesta segura ya que resultaba apropiado para prácticamente cualquier evento formal sin ser de demasiado vestir.

Al ponérselo, le gustó cómo contrastaba con su tez clara. Hacía que los ojos se le vieran más negros y el pelo más rubio. Añadió unos accesorios blancos y el efecto fue espectacular. Seguro que así incluso le gustaría a Domenico Scarpelli. Aunque, por supuesto, no quería que eso pasara.

Exactamente a las cinco en punto, el telefonillo sonó y el portero le comunicó que Nick estaba subiendo.

Si Jolana se había esperado alguna reacción por su parte, no la hubo.

Cuando abrió la puerta, él la miró de arriba abajo de forma somera y después miró reloj.

–Imagino que estará lista, ¿no? –preguntó con educación.

–Sí.

Con el bolso ya en la mano, Jolana apagó las luces y cerró la puerta con llave. No sabía por qué, pero le había molestado que Nick no hubiera hecho el más mínimo comentario sobre su atuendo. Él llevaba un traje oscuro que le daba un aspecto más sombrío todavía. Y más formidable también. No era un hombre excesivamente fornido, pero su estatura le hacía parecer más grande de lo que era. Eso y también los hombros anchos y el tupido pelo rizado.

–¿Le encantan las conversaciones animadas, no, señor Scarpelli? –le preguntó Jolana simulando dulzura al entrar al ascensor tras él.

–No veo ninguna necesidad de fingir, señorita Shannon –le respondió él con frialdad.

«Y con eso me ha puesto en mi sitio», pensó Jolana mirándolo.

De camino a la fiesta parecía inquieto, como si tuviera los nervios alterados. Bueno, eso contando con que tuviera nervios. Jolana se preguntó a qué se debería esa actitud y recordó lo que él le había contado sobre la mujer que creía que estaba enamorado de ella. ¿Tendría algo que ver? Sí, ese hombre era como una apisonadora, pero también era atractivo y muy rico. Era normal que las mujeres lo persiguieran.

–¿Adónde vamos? –preguntó ya sentada a su lado en el lujoso interior del Jaguar blanco.

–No muy lejos –respondió él con tono bajo al incorporarse al tráfico–. Pero he pensado que preferiría ir en coche antes que caminando con eso –añadió asintiendo hacia sus zapatos de tacón de ocho centímetros.

–Es usted muy atento –le dijo con educación–, pero ya he caminado con ellos antes.

–¿Y luego se habrá pasado descalza el resto de la noche, no?

A Jolana le pareció captar una nota de diversión en su voz y entonces recordó que la segunda vez que se habían visto ella había estado descalza en su piso.

–La verdad es que no me gustan los zapatos –admitió.

–¿Por qué?

–Porque con ellos no puedo sentir la moqueta –dijo con ironía.

Él la miró y sus ojos oscuros se iluminaron con diversión. Esa expresión lo cambiaba, lo hacía parecer más joven y más sociable. Tenía la tez color oliva y parecía suave como la seda. Se preguntó si al tocarla de verdad sería sedosa a pesar de esa sombra que indicaba que, si quería, podía dejarse crecer una barba bien poblada.

–¿Dónde vive su madre?

–En un piso en los East Eighties –respondió en voz baja.

–¿Es alguna fiesta especial?

–Una fiesta de compromiso para la hija de unos amigos nuestros.

–¿Habrá mucha gente?

Él volvió a mirarla.

–¿Le dan miedo las multitudes?

–Sí –respondió sin rodeos–. Muchísimo.

Nick enarcó sus cejas pobladas como si no se hubiera esperado esa respuesta.

–No, no habrá mucha gente. Solo mi madre, mi padrastro, mi hermano y unos amigos. Y no muerden aunque sean italianos.

Jolana miró por la ventanilla.

–¿Ha parecido que quisiera decir eso?

–No –respondió él al momento. Sus manos morenas y elegantes agarraban con fuerza el volante–. Tengo los nervios de punta. No me suele pasar y no me gusta la sensación.

–¿Por qué me ha traído? ¿Y por qué…?

–Señorita, debería haber sido reportera. Es usted una entrometida. Ya me he hartado de responder preguntas. Lo único que necesita saber es que su exposición depende de lo bien que lo haga esta noche.

–Nunca he sido buena actriz.

–Pues más le vale aprender. Tiene que parecer que está enamorada.

–¿Quiere que me enganche a su brazo, bata las pestañas, suspire y diga «Oh, Domenico» con mi voz más dulce?

–Todo el mundo me llama Nick excepto mis enemigos.

–¿Y ellos cómo le llaman?

–Adivine.

Jolana soltó una suave carcajada.

–Entonces me uno a ellos.

–¿De dónde es? Imagino que de alguna parte del sur, a juzgar por ese acento de melaza.

–Qué forma tan mala de entablar relación con alguien –le dijo lanzándole una dura mirada–. ¡Y mira quién fue a hablar de acentos!

–No se ponga así. Me gusta cómo habla.

–Me alegra que le guste algo de mí –respondió furiosa.

–¿Ah, sí? –preguntó él sorprendido–. No pensé que fuera su tipo.

–Y no lo es.

–Tengo mis dudas.

No quiso mirarlo. Su vida ya era demasiado complicada y recordaba demasiado bien los riesgos de tener una relación sentimental con un hombre. Era un error que ya había cometido demasiadas veces y no volvería a cometerlo.

–¿Sin comentarios? –preguntó él tanteándola.

–No estoy disponible para ningún hombre, señor Scarpelli –respondió en voz baja.

–Nick –la corrigió–. Esta noche tiene que aparentar y actuar.

Accedió al aparcamiento subterráneo de un edificio de pisos antiguo y elegante.

–¿Aquí es donde vive su madre? –le preguntó para distraerlo.

–Sí. Mi padrastro y ella llevan aquí unos quince años –aparcó y la condujo hasta el ascensor–. Mi padre murió cuando mis hermanos y yo éramos pequeños y mi madre se volvió a casar dos veces.

–¿Es usted el mayor?

–Sí. Mi hermano Rick y yo somos los dueños de la revista. Él se ocupa de la publicidad y las ventas, y yo de la dirección general. Mi hermano pequeño, Marc, es como la oveja negra de la familia. Está intentando trabajar por su cuenta, pero yo espero que algún día se una a nuestra revista.

–Es una buena publicación –dijo ella a regañadientes–. Es la única revista de economía que puedo leer.

–¿Por qué le gusta? –le preguntó él con interés mientras ascendían en el ascensor panelado y enmoquetado.

–Porque puedo entenderla –respondió Jolana con sinceridad–. Los artículos sobre las fusiones, los fracasos y las renovaciones empresariales son fascinantes. Hablan de personas en lugar de hablar simplemente de datos y cifras. Y el modo en que están escritos hace que las vea como personas de carne y hueso.

–Eso sí que es un buen elogio –dijo él mirándola con las manos en los bolsillos, mirándola de verdad por primera vez–. Hasta esta noche nunca me habían gustado las rubias vestidas de blanco. Resulta –añadió señalando el elegante vestido– terriblemente sexi. En usted –recalcó.

¿Por qué de pronto el corazón le tuvo que dar ese vuelco? Seguro que él vio esa reacción en sus ojos abiertos como platos y en su inquietud, pero no pudo evitarlo. Se aferró al bolso cuando el ascensor se abrió.

–Vamos a practicar un poco –le dijo Nick sonriendo al agarrarla del brazo–. Disimule, que no parezca que me tiene miedo.

–Lo intento, pero es usted muy grande, ¿no? –le preguntó nerviosa.

Nick la agarró del brazo con más fuerza y lo sintió detenerse, sintió su aliento en su cabello al acercarse a ella.

–¿Le gustaría descubrirlo por usted misma? –le susurró.

Jolana se quedó sin aliento y él se rio con picardía. Intentó apartarse, pero Nick la rodeó con el brazo y la llevó contra su costado musculoso.

–Lo voy a pasar muy bien –murmuró cuando se detuvieron frente a una de las puertas. Llamó al timbre–. Por cierto, ¿cuántos años tiene? ¿Los suficientes para el consentimiento de relaciones?

–Jamás daría mi consentimiento y, además, mi edad no es asunto suyo –contestó ella con brusquedad.

Y antes de que pudiera apartarse, él le levantó la barbilla, se agachó y la besó en la boca con fuerza.

–Ahora sí –dijo viendo cómo se le oscurecían los ojos y se le enrojecían las mejillas–. Ahora sí que parece mi mujer.

En ese momento la puerta se abrió y una mujer diminuta y morena abrazó a ese hombretón mientras ella intentaba recuperar el aliento y la compostura.

Tras el saludo, se produjo un largo intercambio de palabras pronunciadas en italiano a toda prisa y después la mujer menuda se dirigió a ella con una amplia sonrisa.

–Soy la madre de Nick –dijo con un acento marcado–. ¿Y tú eres Jolana, verdad? Muy guapa. Parecerías italiana de no ser por ese pelo rubio tan espectacular que tienes.

–La verdad –confesó Jolana– es que mi abuela era italiana.

A la mujer se le iluminó la cara al instante.

–¡Claro que sí! ¡Sí, te lo he visto en los ojos! Tan oscuros y tan vivos. Vamos, ven a conocer a mi marido y a mi hijo pequeño.

La mujer menuda, peinada y vestida con elegancia, la llevó adentro mientras Domenico las seguía complacido.

–Él es Paulo, mi marido –dijo presentándole a un hombre canoso, alto y delgado–. Y él es mi hijo Marcello. ¡Marc! ¡Ven a saludar a la chica de Nick!

Un cosquilleo la recorrió al oír la presentación. «La chica de Nick». Sonrió lánguidamente al joven que le estrechó la mano y no pudo evitar fijarse en su impresionante físico. Debía de tener su edad y era tan encantador como guapo. Pero, por la razón que fuera, salía perdiendo si se le comparaba con Nick.

–Ve presentándole a los demás, Nick –dijo su madre empujándolos–. Iré a ver si la cena está lista.

–¡Tirana! –le gritó Nick, y la mujer sonrió.

–Tu familia es muy agradable –dijo Jolana en voz baja.

–No voy a preguntar qué te esperabas.

Nick le agarró el brazo con más fuerza cuando se acercaron a un grupo de personas que debían de tener su misma edad, y de pronto su expresión se volvió adusta.

–¡Nick! –dijo una morena preciosa. Se quedó mirándolo un largo momento con unos ojos oscuros cargados de sentimiento y esbozó una leve sonrisa al ver a Jolana.–. ¿Una chica nueva? Es… muy guapa –añadió obligándose a mantener la sonrisa mientras se giraba hacia ella.

Jolana, que se sentía mal por esa mujer de cabello oscuro, sonrió con sinceridad.

–Soy Jolana Shannon.

–Yo soy Margery Simon. Y él es mi marido, Andrew.

Jolana sonrió al hombre rubio y alto que, tras asentir con brusquedad, miró a Nick y se marchó.

Margery parecía afligida.

–A Andrew no le gustan las fiestas. Disculpadme.

La mujer fue tras él, y Jolana se fijó en que su marido tenía una copa medio llena en la mano. Estaba claro que no era la primera que se había tomado ese día.

Al levantar la mirada, vio a Nick observando con mirada seria y sombría cómo marido y mujer entraban en la habitación contigua donde se estaba sirviendo la comida.

–¿Llevan mucho tiempo casados?

–Diez años –respondió Nick con sequedad–. Fui el acompañante del novio en la boda.

–Ella parece una mujer muy agradable.

–¿Y no te da pena el pobre Andrew? –preguntó Nick mirándola con curiosidad.

–Parece una buena pieza –dijo ella mirando al hombre–. Me recuerda a alguien que conocí una vez.

Nick enarcó una ceja.

–¿Recientemente?

–Hace unos cien años.

Aunque él no ahondó en el tema, lo sintió observándola mientras le presentaba a tres parejas más, incluyendo a los prometidos.

Un instante después, entraron en el comedor y entonces ya no hubo oportunidad de hablar más.

La comida era italiana y deliciosa. Jolana comió demasiado y apenas le quedó espacio para los exquisitos cannoli que sirvieron de postre. Cuando se retiraron al salón para tomar un brandi y un café, acabó sentada con Margery mientras los hombres y algunas de las otras mujeres se congregaban en pequeños grupos.

–¿Hace mucho tiempo que conoces a Nick? –le preguntó Margery aparentando indiferencia pero agarrando con fuerza su copa de brandi.

–Siento como si lo conociera desde siempre –murmuró Jolana mirando hacia donde se encontraba él charlando con su padrastro y su hermano.

–Sí, conozco esa sensación –respondió la mujer con tono suave y mirando hacia Nick con nostalgia–. Nuestro Nick es muy guapo. Lo conozco desde que tenía quince años, cuando nos mudamos a la casa de al lado. Él tenía diecisiete, y fue el primer chico con el que salí –se le nubló la mirada–. Cuánto hemos cambiado desde entonces.

–¿Tenéis hijos tu marido y tú? –preguntó Jolana para cambiar de tema.

Margery asintió y sonrió.

–Un hijo. A mí me gustaría tener más, pero Andrew nunca quiso tener hijos. A Nick, en cambio –añadió mirándolo– le gustaría tener una casa llena.

–Sí, ya veo la prisa que se ha dado para formar una familia –comentó Jolana con ironía.

Margery soltó una suave carcajada.

–Ya, entiendo lo que quieres decir. Pero Nick ha estado ocupado. Y supongo que no ha encontrado a la mujer adecuada, o, al menos, no hasta ahora. No te traería a una fiesta familiar si fueras como las mujeres con las que suele salir, ¿no?

Jolana sonrió.

–Te sorprenderías.

–¿Con Nick? Nunca –Margery suspiró–. Hace diez años me casé con el hombre equivocado, y llevo viviendo con ese error desde entonces.

Jolana se sintió abochornada, pero no podía marcharse y cambiar de tema le parecía imposible.

–Lo siento. No pretendía desahogarme contigo –dijo Margery de pronto poniendo su esbelta mano sobre la muñeca de Jolana–. Perdóname. Andrew bebe mucho y me asusta cuando bebe. Sé que estoy divagando, pero es solo por los nervios.

Por primera vez, Jolana vio el miedo y la tristeza de la mujer y sintió una extraña compasión.

–¿Y no puedes dejarlo?

Margery negó con la cabeza.

–Lo hemos intentado. Cuando pasó del alcohol a las drogas, comenzaron los problemas serios, y ahora combina las dos cosas… –se detuvo cuando Andrew se giró y al verla allí adoptó un gesto adusto–. Discúlpame.

Margery se levantó y fue con su marido. Se produjo un rápido y tenso intercambio de palabras. Después, él la agarró del brazo con tanta fuerza que probablemente le dejó marca, se despidió de sus anfitriones y la llevó hacia la puerta.

Jolana estaba tan atónita por lo que había visto que no se percató de que Domenico se había acercado.

–¿Qué le has dicho? –le preguntó él con frialdad mientras la ponía en pie tirándole del brazo.

Ella enarcó las cejas.

–Solo la estaba escuchando, no estaba hablando –respondió con el mismo tono gélido que había empleado Nick.

–Entonces ¿por qué se la ha llevado así?

Jolana se soltó y lo miró.

–Sinceramente, no lo sé. Y tampoco sé por qué ella lo tolera. Yo no estaría con un hombre que me trata así en público.

–Así que eres una mujer dura, ¿eh? –le dijo con burla.

–Sí, soy dura –respondió apretando los labios mientras lo observaba–. ¿Y qué?

Él miró hacia la puerta.

–Con sus antecedentes, lo más probable es que le pegue.

–Podrías haberlo detenido. Por lo que me ha dicho, cuando erais jóvenes erais prácticamente familia.

–Sí –susurró él y suspiró–. Puto Andrew. Maldito sea.

–No tiene por qué seguir a su lado –repitió Jolana apartándose–. Somos víctimas solo si nos permitimos serlo. Lo siento por ella, pero yo no tengo complejo de mártir.

Él comenzó a decir algo mientras la fulminaba con la mirada, y Jolana se sintió verdaderamente agradecida cuando los interrumpieron.

¿Por qué le importaba tanto esa mujer? Probablemente la veía como una hermana pequeña, y sentía que tenía que protegerla. Aun así, mientras miraba a su alrededor se seguía preguntando cuál de esas mujeres sería la que iba detrás de Nick. La única que parecía estar flirteando descaradamente con él era su cuñada Deborah. Tal vez se tratara de ella, decidió. Nick no querría que su hermano recién casado se sintiera celoso, y había pensado que llevándola de acompañante a la fiesta, con lo que ello implicaba, desalentaría a Deborah.

Con eso en mente, se mantuvo pegada a él cada vez que se acercaba a su hermano o a su cuñada.

Cuando por fin salieron del piso alrededor de la medianoche, él parecía muy molesto.

–¿A qué ha venido todo eso? –le preguntó con brusquedad mientras se metían en el coche.

–Bueno, me dijiste que venía aquí para protegerte de una mujer. ¿No era Deborah? –le preguntó con calma–. Estaba flirteando descaradamente contigo…

–¿Has pensado…? –soltó una suave carcajada al arrancar el coche y sacarlo del garaje–. A Deborah le gusta coquetear, nada más.

–Es muy guapa. Me ha caído bien. Toda tu familia me ha caído bien.

–Me alegro porque en las próximas semanas vas a verlos mucho.

Ella se giró en el asiento.

–¡Eh, eh, un momento…! –comenzó a decir.

Nick la recorrió con la mirada y esbozó una lenta sonrisa.

–Hablaremos de ello cuando lleguemos a tu piso.

–¡No! Me dijiste que sería esta noche. Te he acompañado, pero ahí acaba tu chantaje. ¡Tengo un contrato con la galería!

–Que mis abogados podrían romper en cinco minutos –le respondió él con calma–. Siéntate y relájate. Ya hablaremos más tarde. Ahora mismo… –puso una cinta de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvořák– me apetece un poco de música.

Ella se recostó en el asiento con un suspiro de rabia.

Debería haberse imaginado que no podía confiar en él. ¿Qué estaría tramando?

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Nick estacionó en el aparcamiento subterráneo y la llevó agarrada del codo como si se esperara que fuera a intentar escaparse de camino a su piso. Y tal vez debería haberlo hecho para no decepcionarlo, pero era un hombre fuerte y ella quería su exposición. Bueno, la quería si no suponía algo extremo.

–Deja de mirarme como si te estuviera llevando a ejecutar –comentó él cuando el ascensor se detuvo en su planta–. Solo quiero hablar, ¿de acuerdo?

Ella suspiró.

–Parece que no tengo elección ante un chantaje tan brutal.

–Esa exposición significa mucho para ti, ¿verdad? –le preguntó con astucia.

Jolana lo fulminó con la mirada.

–Llevo toda la vida trabajando para conseguir esto. No pienso renunciar a ello sin luchar.

Él estrechó sus ojos oscuros con gesto pensativo.

–¿No es todo relleno, verdad? Hay mucho cerebro bajo ese pelo rubio.

–Ser rubia no es ningún chiste –contestó ella con brusquedad. Abrió la puerta de su piso y se quedó allí de pie reticente a dejarlo pasar.

Él miró a su alrededor como si estuviera contemplando por primera vez esa profusión de blancos y dorados.

–Esto cuenta una historia, ¿verdad? –le preguntó girándose para mirarla.

–No lo entiendo –dijo ella atónita.

–¿No? –señaló la alfombra blanca, la mesa de café de cristal y metal y las cortinas y los muebles de tonos dorados–. Blanco y dorado. ¿Apunta a una infancia negra y pobre? –le preguntó de pronto, y la miró a tiempo de captar su mirada de impacto.

Jolana se sintió como si el suelo se hubiera abierto bajo ella. ¿Cómo podía saber todo eso?

–¿Te apetece beber algo? –le preguntó nerviosa.

–¿Por qué? ¿Tengo pinta de ir a desmayarme?

Ella lo miró.

–Eres muy impertinente.

–Soy muy perspicaz. ¿Por qué crees que tengo tanto éxito?

Jolana dejó escapar un sonido de desdén.

–Seguro que sacas adelante un negocio muy próspero chantajeando a la gente –le contestó con sequedad.

Nick se rio; fue un sonido profundo y cargado de matices que hizo que un cosquilleo le recorriera la espalda. Después se metió las manos en los bolsillos y el gesto hizo que se le tensara la tela de sus pantalones entallados despertando involuntariamente la atención de Jolana. Ella miró a otro lado abochornada ante su propia curiosidad.

–No necesito chantajear a mujeres. Al contrario. Algunas de ellas han intentado chantajearme a mí.

–Sin éxito, seguro. ¿Te apetece beber algo? –repitió.

–No. Siéntate. Por favor.

Había añadido el «por favor» después de que ella le hubiera lanzado una mirada beligerante y pareció hacerle mucha gracia verla sentarse lo más alejada posible de él.

Y cuando con la mirada recorrió su esbeltez enfundada en el vestido de punto blanco, ella se sintió como si la estuviera tocando con esos dedos largos y oscuros.

–Eres preciosa –dijo al momento–. Absolutamente preciosa. Ojos negros, pelo rubio largo y voluminoso y un cutis que parece de nácar. Pechos firmes, curvas suaves… Sí, vas a envejecer bien. Aunque tengas algunas arruguitas más, estarás prácticamente igual que ahora cuando llegues a los sesenta.

Los comentarios personales la hacían sentirse incómoda. No estaba acostumbrada a que hablaran así de ella y, por desgracia, se notó.

Él enarcó una ceja tupida y oscura y esbozó una media sonrisa mientras alargaba el brazo sobre el respaldo del sofá y la miraba.

–¿La estoy avergonzando, belleza sureña?

–Muy gracioso –le contestó con frialdad.

–Eres muy susceptible a los comentarios sobre tus orígenes, ¿verdad? ¿Es que te avergüenzas de ellos?

–Mis orígenes no son asunto tuyo.

–¿Qué hacías antes de venir a Nueva York? –insistió.

–Trabajar, por supuesto.

–¿En qué?

Lo odiaba, odiaba ese implacable interrogatorio.

–Era prostituta –respondió con una dulce sonrisa–. Y además pintaba.

Él negó con la cabeza.

–No, no lo creo. ¿A qué te dedicabas?

Jolana bajó la mirada hacia su vestido.

–Era camarera –contestó preguntándose por qué se lo había contado cuando no se lo había contado a nadie, ni siquiera a Tony.

–No es nada de lo que avergonzarse –le dijo él en voz baja–. Yo limpié mesas en la mitad de los restaurantes de la ciudad antes de empezar a prosperar.

Jolana abrió los ojos de par en par.

–¿Tú?

–Aún no me he refinado del todo, cielo, ¿es que no te has fijado? –le preguntó con diversión.

–Habría sido demasiado educada como para decirlo –admitió.

–Alguien se tomó muy en serio lo de enseñarte modales. ¿Quién?

–Mi madre –respondió sonriendo al recordarla–. Era toda una señora. Una auténtica señora, en el mejor sentido de la palabra. Yo solo tenía diez años cuando murió, pero me dejó huella.

–¿Y tu padre? –le preguntó con total naturalidad.

Ahí ella se cerró.

–¿De qué querías hablar?

–Deduzco que ha terminado el momento de las confesiones. Qué pena. Creía que estábamos avanzando –se recostó y cruzó una pierna sobre la otra–. De acuerdo. Quiero que pases una temporada conmigo.

Ella miró al techo.

–¡Lo único que quiero es mostrarle mis cuadros al mundo y mira lo que me haces! –protestó.

–¿Cambiaría algo si te dijera que prometo que esta vez no habrá chantajes? –le preguntó sorprendiéndola–. Harás tu exposición pase lo que pase. Estoy abusando de nuestra breve pero intensa amistad para pedirte un favor.

Ese hombre era un verdadero rompecabezas.

–¿Crees que me apetecería hacerte un favor por pura generosidad?

–No –admitió él, y la miró fijamente–. Pero puedo garantizarte unas comidas inolvidablemente deliciosas y no tendrás que fregar los platos después.

Ella tuvo que contener la risa.

–Y eso que has prometido que no me ibas a chantajear.

–Palabra de scout –dijo Nick con la mano en el corazón.

–¿En serio fuiste un scout? –preguntó ella con desconfianza.

–Claro. Durante una semana. Hasta que me pillaron con la pequeña Mabel intentando ganarme otro tipo de insignia.

En esa ocasión, ella sí que se rio. No pudo evitarlo.

–Eres una buena pieza.

Él sonrió y el gesto le suavizó la expresión un poco.

–Anda, sé buena, Jolana. Te lo pasarás bien y lo único que tendrás que hacer será estar a mi lado. De manera temporal –la miró fijamente–. Tony me ha dicho que no hay ningún novio.

Ella negó con la cabeza.

–No. No hay ningún novio.

–Tu cara lo dice todo, señorita. ¿Lo sabías? Alguien te ha dejado unas cuantas cicatrices, ¿verdad?

–Deja de ser tan… entrometido, ¿quieres? –le dijo inquieta–. Me estás poniendo nerviosa.

–Eso mismo hice el día que te chocaste conmigo –le recordó–. No seas tan tímida. Pongo nerviosa a mucha gente.

–Lo sé. También leo tus editoriales –confesó.

Él se rio.

–Bueno, ¿qué me dices?

Jolana se encogió de hombros suspirando.

–Debería ir a que me examinen la cabeza, pero de acuerdo –lo miró fijamente–. Aunque solo por un tiempo, y solo si no te sobrepasas conmigo.

–¿Un beso es sobrepasarse? –le preguntó enarcando las cejas.

–Me ha dolido –le dijo sin más.

–¿Sí? Debo de estar perdiendo mi toque. Ven aquí, cielo, y ahora te besaré mejor.

Jolana dio un respingo cuando él se acercó, pero no fue lo suficientemente rápida. Acabó entre sus brazos y sobre su regazo, oliendo el sutil aroma de su colonia y hundiéndose en la repentina calidez de su cuerpo. Así de cerca resultaba enorme y tenía unos ojos que parecían llenar el mundo. Se tensó, se quedó rígida como una gata acorralada preparada para sacar las uñas.

Él frunció el ceño mientras la observaba.

–¿Está a punto de sacar las garras, eh? –le preguntó con suavidad–. ¡Para que luego digan de las mujeres reprimidas…!

–Suéltame, por favor –dijo ella con la voz entrecortada.

–¿Por qué? ¿Rompería algo si te besara?

–¡Suéltame! –lo empujó con ímpetu, pero él la agarró con más fuerza.

–Ya basta. No me gusta la violencia. No te haré daño ni te obligaré a nada. ¿Qué pasa?

–¡No me gusta que me dominen! –gritó Jolana con los ojos brillando de miedo y rabia–. ¡Nadie!

Él levantó la cabeza y la observó pensativo.

–¿Por qué?

–¡No tienes derecho a preguntar!

Él suspiró y sus ojos vagaron lentamente sobre las suaves líneas de su cuerpo.

–Aún no –levantó la mirada de nuevo hacia su cara–, pero algún día tal vez sí. Y puede que algún día te guste que yo… te domine.

El comentario hizo que un escalofrío de pánico recorriera la esbelta figura de Jolana, que empezó a temblar. ¿Sería brusco con ella o podría demostrar ternura? Sus únicas experiencias íntimas habían sido fugaces y poco satisfactorias, y ningún hombre con quien hubiera salido nunca le había hecho querer perder el control. Sin embargo, Nick le despertaba algo que no le había despertado ninguno, y por eso le temía.

–¿Me puedes soltar? –le suplicó con voz débil.

–Por supuesto –Nick aflojó los dos brazos de golpe y sonrió al ver que la falda se le subió por el muslo al levantarse de su regazo–. Muy bonito –dijo suspirando.

Ella estaba de pie y parecía un delicioso retrato, con ese cabello alborotado y los ojos resplandeciendo.

–¡Te odio!

–¿Ah, sí? Qué emocionante –él también se levantó y le sonrió desde su altura bastante mayor–. Pero, aun así, un día de estos te acostarás conmigo. Y te gustará.

En ese momento, podría haberlo abofeteado. Quería hacerlo. Pero temió su reacción.

–Buenas noches, cielo. Te llamaré en uno o dos días, cuando estés un poco más calmada –le guiñó un ojo desde la puerta–. ¿Has terminado los cuadros para la exposición? –le preguntó de pronto.

–Sí –respondió ella como pudo–. Están en la galería de Tony.

–De Tony y mía –le recordó–. Me pasaré por la mañana a echarles un vistazo. Últimamente estoy muy interesado en ti.

Y la expresión de sus ojos le dijo que podía interpretar esas palabras como quisiera.

–Ciao, Jolana.

Cerró la puerta, y de pronto el piso pareció perder color.

Ella se desvistió, se dio una ducha rápida y se embadurnó en unos polvos de baño bastante caros antes de ponerse el camisón y meterse en la cama.

Domenico Scarpelli la inquietaba. Era la clase de hombre que intentaba evitar a toda costa porque los hombres como él le traían recuerdos que no podía soportar.

Había habido un hombre así en su vida. Un tío que la había acogido tras la muerte de su madre. Soltero y sin ganas de tener que ocuparse de una niña pequeña, jamás le había demostrado el más mínimo afecto. Sin embargo, cuando le desobedecía, había sido muy autoritario y en ocasiones cruel. E incluso en una ocasión, después de haber estado bebiendo, le había pegado. Y aunque al día siguiente se había mostrado arrepentido, el incidente le había dejado unas cicatrices profundas. Poco después se había escapado para vivir con una prima lejana en el norte de Atlanta. La prima, de unos sesenta años y carácter luchador, había amenazado a su tío con ir a juicio para quedarse con Jolana y con llamar a la policía si intentaba llevársela. Y el hombre, en el fondo, se había alegrado de librarse de ella.

Los siguientes años habían sido agradables, pero desde entonces se había vuelto recelosa y desconfiada en lo que respectaba los hombres. Muchos eran brutales y ella no quería más brutalidad en su vida. Así que las pocas horas que le habían quedado libres entre el trabajo y las clases de Arte en la universidad las había pasado con hombres muy distintos a su tío; hombres amables y tiernos que no le exigían nada.

Ninguno la había atraído físicamente, pero al menos no les había tenido miedo.

A Domenico Scarpelli sí le tenía miedo. Y no solo porque fuera un hombre tremendo y fuerte, sino porque cuando la había acercado a su cuerpo la habían invadido unas sensaciones de lo más extrañas y aterradoras. La amenaza sobre meterla en su cama la había excitado además de asustarla.

Los hombres dominaban en la cama y muchos de ellos también lo hacían en la vida diaria. Ella temía cualquier clase de dominación y sabía que esa era la razón por la que nunca había tenido una relación seria con un hombre.

Estaba llena de terrores secretos y temía compartirlos con nadie.

A la mañana siguiente, mientras se preparaba para salir a hacer unas compras, Tony la llamó.

–A Nick le han encantado los cuadros –le dijo sin preámbulos con tono petulante y alegre.

–¿Sí?

–Sobre todo los paisajes. Me ha dicho que le recuerdan al lugar donde creció.

La complació el halago, pero no logró expresarlo.

–Qué raro –dijo en cambio–, no recuerdo haber pintado el infierno.

–¡Debería darte vergüenza! Nick va a ser tu mayor promotor –la reprendió.

–De acuerdo, lo siento –dijo ella riéndose–. Por cierto, ¿dónde creció? –preguntó, porque los paisajes eran caribeños, inspirados por un viaje a las Bahamas.

–En Nassau. Su padre tenía negocios allí. Pasaron su infancia entre Nassau y Nueva York.

–Creí que creció siendo pobre.

–Y así fue. Su padre murió cuando tenía diez años y su madre se casó… con un gigoló, reconozcámoslo. El tipo se gastó en un año todo lo que ella tenía y después la dejó en la calle. Nick tuvo que ponerse a trabajar para que no se murieran de hambre. Su madre servía mesas y él las limpiaba. Pero, cielo, la vida es muy dura y ella enfermó… Bueno, esto es algo que debería contarte Nick. Es un tipo muy reservado y no le gusta que se hable de él.

–Yo jamás le diría nada –dijo ella conmovida por alguna extraña razón. Podía imaginarse al orgulloso Domenico Scarpelli limpiando mesas y le dolió, pero no quiso plantearse el porqué de esa reacción–. Aunque eso explica muchas cosas.