Ecos de un encierro - Manuel Alfieri - E-Book

Ecos de un encierro E-Book

Manuel Alfieri

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Beschreibung

Mateo, un joven agobiado por la rutina y las exigencias que lo rodean, recibe el inicio de la cuarentena con expectativa: el aislamiento pandémico es una posibilidad única para volver a tener tiempo libre, reencontrarse con su mujer y compartir momentos con su hija. También es una puerta de escape al tedio y la monotonía del trabajo. Sin embargo, lo que en un primer momento es percibido como una oportunidad, se transforma rápidamente en una verdadera pesadilla: el sinfín de tareas domésticas, los llamados de su jefa a cualquier hora y la caótica crianza de Luna se superponen en el mismo tiempo y espacio.  La relación con Juliana es un total desencuentro y la convivencia se hace imposible; el encierro se vuelve cada vez más hostil y opresivo. Sumido en la ansiedad y la apatía, el protagonista atraviesa una crisis que lo obliga a reflexionar sobre sus vínculos más cercanos, la paternidad, el amor, la felicidad, el miedo, el sentido de la vida y la muerte. En ese turbulento camino de introspección, se topará con el desafío de intentar descifrar una pregunta tan aparentemente sencilla como compleja: ¿qué es lo que quiere para su vida?

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Seitenzahl: 136

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Alfieri, Manuel

Ecos de un encierro / Manuel Alfieri. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Guardián Literario, 2025.

(Biblioteca de autor)

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8346-98-4

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A860

© 2025, Manuel Alfieri

Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus

Todos los derechos reservados

© 2025, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello El guardián literario

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-987-8346-98-4

1º edición: marzo de 2025

1º edición digital: febrero de 2025

Conversión a formato digital: Numerikes

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

Mateo, un joven agobiado por la rutina y las exigencias que lo rodean, recibe el inicio de la cuarentena con expectativa: el aislamiento pandémico es una posibilidad única para volver a tener tiempo libre, reencontrarse con su mujer y compartir momentos con su hija. También es una puerta de escape al tedio y la monotonía del trabajo. Sin embargo, lo que en un primer momento es percibido como una oportunidad, se transforma rápidamente en una verdadera pesadilla: el sinfín de tareas domésticas, los llamados de su jefa a cualquier hora y la caótica crianza de Luna se superponen en el mismo tiempo y espacio.

La relación con Juliana es un total desencuentro y la convivencia se hace imposible; el encierro se vuelve cada vez más hostil y opresivo. Sumido en la ansiedad y la apatía, el protagonista atraviesa una crisis que lo obliga a reflexionar sobre sus vínculos más cercanos, la paternidad, el amor, la felicidad, el miedo, el sentido de la vida y la muerte. En ese turbulento camino de introspección, se topará con el desafío de intentar descifrar una pregunta tan aparentemente sencilla como compleja: ¿qué es lo que quiere para su vida?

Sobre Manuel Alfieri

Nació en 1989, en la Ciudad de Buenos Aires. Es politólogo egresado de la UBA, comunicador y periodista. A lo largo de su carrera trabajó en diversos medios e instituciones. Su pasión por la escritura comenzó en la infancia con relatos y poemas, y continuó desarrollándose en la adultez con artículos periodísticos, académicos, discursos, guiones, textos para redes sociales, cuentos para su hija y novelas.

Ecos de un encierro es su primer libro publicado.

IG: @man.alfieri

Índice

Cubierta

Portada

Créditos

Sobre este libro

Sobre Manuel Alfieri

Dedicatoria

Epígrafes

Ecos de un encierro

Hitos

Tabla de contenidos

A Carla y Camila, por acompañarme con amor en mis encierros.

“El miedo pisa fuerte en este planeta. El miedo manda y ordena y domina. El miedo nos tiene bien cogidos a todos los que vivimos aquí abajo”.

Martin Amis

“Para escribir es necesario dejar los secretos y dejar la carne en los libros que escribo o de lo contrario dedicarse a otra cosa, a mendigar, a robar”.

Camila Sosa Villada

Pongo un pie en la vereda y, aunque todavía hace calor, un escalofrío me recorre el cuerpo. Con la mano izquierda llevo el changuito de supermercado; con la derecha acompaño el andar de Juliana, que empuja el cochecito de Luna.

Caminamos por una calle que, más que una calle, es un cementerio de hormigón. Miramos a los costados, hacia atrás, hacia delante con una mezcla de temor e incredulidad. Los edificios son testigos silenciosos de nuestra caminata en esa mañana casi apocalíptica. El barrio es un esqueleto gigante, sin piel, sin nervios, sin sangre. Sin vida. No hay huellas siquiera del habitual bullicio del tráfico, de los ruidos de motores, los bocinazos que aturden, las sirenas que aúllan, las puteadas entre conductores.

Agarramos avenida Gaona. Vacía. Nazca también. Parece que estamos en un pueblo fantasma, en un desierto artificial. Ya no quedan rastros de esa locura cotidiana que solía imponerse a toda hora. El caos claudicó ante una paz tan extraña como obligada. Apenas un par de negocios abiertos: Carrefour, Coto, Farmacity. Las persianas bajas ganan por goleada: son los ojos tristes de una ciudad que quedó prácticamente enmudecida.

Las pocas caras con las que nos cruzamos están cubiertas por barbijos. Son caras por la mitad: pelos, frentes, cejas, orejas, pestañas, pupilas. Intento reconstruir las partes de cada rostro para ver si, armando el rompecabezas, logro identificar a algún vecino conocido del barrio. Pero es imposible. Una cara no es una cara sin su otra mitad. Lo único que descubro es que, ante la ausencia de bocas, los que hablan son los ojos.

Juliana me mira y me cuestiona, me increpa:

—¿Estás seguro de que podemos salir?

—Tranquila —digo—. Por las dudas tené el DNI a mano. Lo trajiste, ¿no? Ojo que hay un cana cerca. Nos fichó. Crucemos. Dale, boluda. Rápido.

Luna, por suerte, no entiende nada. O al menos eso creemos.

Bueno, Juliana y yo tampoco. ¿Esto es ficción o realidad? Los límites entre ambos puntos siempre son difusos, pero mucho más ahora. Se me viene a la cabeza The Truman Show: ¿seremos los actores de reparto de un reality que nadie sabe que se está filmando? ¿Dónde están ocultas las cámaras?

Entramos a Coto. Reinan los susurros, las conversaciones por lo bajo. Los pocos que estamos en el supermercado tratamos de mantener la mayor distancia posible. Apenas nos miramos de reojo, con vergüenza, con desconfianza, como si estuviésemos cometiendo un delito, aunque no sepamos exactamente cuál.

Transitamos las góndolas con apuro, para salir lo más rápido posible de ahí, para no exponernos. Cargamos dos changuitos como si fuésemos a vivir seis meses en la Antártida: aproximadamente 500 pañales, tres toneladas de leche, pan, manteca, cerveza y mucho —pero mucho— papel higiénico.

Olvido otra vez desactivar la alarma del celular, que suena insistentemente y, al fin, me despierta. Son las seis de la mañana. A mi lado, rastros de la noche que pasó: Luna duerme despatarrada encima de Juliana, que en algún momento de la madrugada quedó desmayada con una teta al aire. Entre las sábanas hay peluches, muñecas, libritos infantiles, pañuelos con mocos, sonajeros, chupetes, mamaderas, el corpiño de Juli y otras cosas que no alcanzo a ver. Más que una cama parece esas zonas del mar donde ocurrió un trágico naufragio, con todas las pertenencias de los pasajeros flotando en la superficie.

La habitación está casi a oscuras, tenuemente iluminada por una luz de noche que llega desde el pasillo. Por inercia, atino a levantarme de la cama para bañarme, cepillarme los dientes y arrancar la rutina de todos los días. Pero al instante recuerdo que no tiene ningún sentido, que puedo seguir durmiendo sin problemas. Que nadie me espera en ningún lado.

—¿Qué hacés, Mateo? —me pregunta Juliana, muy bajito, apenas detecta mis movimientos incipientes, mi confusión matinal. La oscuridad no me permite verla con nitidez, pero imagino su cara de culo, la frente arrugada, los ojos enfurecidos, los dientes apretados. Tiene razón. El sonido más mínimo puede despertar a Luna y eso, en este momento, es casi un crimen de lesa humanidad. Acepto mi error en silencio. Me pongo en posición horizontal nuevamente y me quedo inmóvil en la cama.

Olvido desactivar la alarma otra vez porque olvido —o todavía no acepto— que la rutina se hizo añicos, de un día a otro, casi sin que nadie nos avisara nada. Ya no tengo que levantarme temprano, vestirme, prepararme café y subirme a ese subte desbordado, hacinado, para llegar a la oficina. Tampoco tengo que volver a subir a ese mismo subte para buscar a Luna por la guardería, a las cuatro de la tarde, cuando la marea de gente en avenida Avellaneda llega a su pico de excitación, y los manteros, los comerciantes, los compradores y los vecinos se chocan entre sí en busca de un hueco por donde transitar esas calles colapsadas, que huelen a comida frita, palo santo, hollín, meo y basura.

Todo eso se acabó. Como se acabaron también los regresos solemnes a casa, los besos distantes en la boca, qué tal el laburo, un poco de tele, cena liviana, a dormir temprano.

La extinción de la rutina me descoloca, me confunde. Pero también me genera cierto placer. Siento cómo disminuye el peso en la espalda de llevar una vida a las apuradas. Ya no hay relojes que dominen mi tiempo. Ya no tengo que correr para cumplir con todas las exigencias que me rodean.

Mejor. La pulcra organización de la vida cotidiana brinda un orden, confort, seguridad. Pero también tedio. Previsibilidad no es sinónimo de felicidad.

Desactivo la alarma de una vez por todas. Mañana no suena.

Sigo durmiendo. Por suerte, Luna también.

Respiro.

Ahora tenemos tiempo, el bien más preciado y más escaso dentro del universo de los trabajadores, de los que llegamos a fin de mes con la soga al cuello. El tiempo siempre fue un lujo, un privilegio exclusivo de los multimillonarios. Pero ahora que tenemos tiempo para hacer lo que queramos, Juliana y yo también nos sentimos un poco ricos. Tenemos tanto tiempo que no sabemos por dónde empezar.

Por lo pronto, con la alarma definitivamente desactivada, podemos dormir hasta tarde. En realidad, todo lo tarde que nos permite Luna, que alrededor de las ocho de la mañana ya está despierta. Sin embargo, para nosotros, acostumbrados a levantarnos tan temprano que todavía es de noche, eso ya es mucho.

Desayunamos tranquilos, sin la presión de tener que salir a las corridas para llegar a nuestros respectivos trabajos o para llevar a Luna a la guardería. Ya ni siquiera miramos el reloj que nos obligaba a apurarnos, a comer las tostadas a toda velocidad y a dejar muchas veces el café por la mitad. Ahora, Juliana puede sentarse en el sofá todo el tiempo que quiera para darle la teta a Luna. Yo preparo waffles y panqueques con dulce de leche en la cocina, y escucho música en la radio.

Mientras desayunamos, con Juliana revisamos el cuadernito Rivadavia de color azul en el que anotamos todas las series pendientes.

—Podríamos arrancar The Crown o Homeland o alguna de esas nuevas coreanas —dice ella, antes de que un bocado de panqueque entre a su boca, Luna succionando su pezón derecho con premura.

Yo asiento:

—Sí, alguna larga, de varias temporadas, para aprovechar el tiempo libre.

Tiempo libre: me sorprende pronunciar esas dos palabras. Me alegro al pensar que ahora vamos a poder terminar esa infinita lista de ficciones y documentales.

Voy a la habitación, abro la persiana, tiro un poco de perfume de ambiente y hago la cama, todavía repleta de cosas de anoche. Miro la mesita de luz, donde descansan mis anteojos, mi celular y el control de la tele, y abro uno de sus dos cajones. Encuentro una pila de libros inmaculados, en su mayoría novelas. Los compré hace un tiempo, pero aún despiden esa inconfundible fragancia a libro nuevo. Los huelo, los hojeo y me percato de que ahora voy a tener el tiempo suficiente para leerlos a todos, de principio a final, después de sucesivas postergaciones.

Pasamos buena parte del día jugando con Luna. Nos turnamos para mantenerla entretenida. Cuando está con Juliana, yo descanso. Y viceversa. Desde que nació, nunca, o casi nunca, tuve la posibilidad de compartir tantas horas con ella, tantos momentos del día. Ahora voy a poder conocerla mejor y disfrutarla como siempre quise.

Las noches se hacen más largas. Ya no tenemos al reloj del living, otra vez, imponiendo límites, forzándonos a comer rápido, a lavar los platos, a ordenar un poco la casa antes de acostarnos, a dormir cerca de las diez. Ahora podemos cocinar con calma, cenar a cualquier hora y acompañar la comida con vino o cerveza o cualquier otra bebida alcohólica. Incluso podemos fumar un porro de postre, sin temor a los efectos colaterales del día después. Hacer maratón de series y, cuando nos cansemos de la pantalla, coger. Volver a coger.

Ahora tenemos tiempo, y tiempo es sinónimo de libertad.

Ya no hay excusas.

Ahora sí.

La cuarentena es una pausa necesaria, un breve descanso de la salvaje vorágine cotidiana. Unas semanas de refugio para mantenerse a salvo del virus, de la enfermedad, de la muerte, que asoma tan lejana, remota, a miles de kilómetros de distancia, pero que está ahí, trasladándose en aviones, autos y barcos, esperando el momento justo para llegar a nuestras tierras, a nuestro aire, y dar su estocada, mientras nosotros aguardamos su inminente arribo bajo la coraza del encierro.

La cuarentena es, también, una oportunidad. Para compartir momentos con nuestro círculo más íntimo y disfrutar como nunca de la familia, de la vida hogareña. Para volver a conectar con esas cosas elementales que nos hacen bien, pero que siempre, por algún extraño motivo —quizás porque perdimos la brújula de las prioridades—, nos empecinamos en dejar en segundo plano o para mañana.

No hay nada más lindo que desayunar juntos, cocinar juntos, almorzar juntos, merendar juntos, cenar juntos, mirar películas juntos, leer juntos, criar juntos, descansar juntos.

Juntos, a toda hora, compartiendo un único lugar: nuestra casa.

La pandemia es una verdadera bendición.

De esta salimos mejores.

Seguro.

Casi no hay noticias de la empresa. Mi jefa, una mujer de unos 40 años adicta al trabajo y con un nivel de intensidad asfixiante, no aparece desde que comenzó la cuarentena. Raro. Muy raro. Recursos Humanos sólo envía un escueto mensaje: quedate en casa, cuidate, vas a seguir cobrando en tiempo y forma.

Perfecto, muchas gracias. No necesito más. En lo posible, no manden más mails hasta Navidad.

Hace tiempo que el trabajo no me da mucho más que un sueldo. Nada de lo que tengo para hacer en la oficina me entusiasma o me genera interés. Cuando estoy ahí, siento todo el tiempo que estoy perdiendo el tiempo. Que no aprendo nada nuevo. Que estoy estancado, a la espera de que pase algo que no sé muy bien qué es, pero que igualmente nunca pasa. A pesar de lo que me aseguraron en aquella primera entrevista de selección, no veo ninguna posibilidad de crecimiento. Los únicos que crecen a mi lado son los amigos-de y los aduladores. En la jungla capitalista no progresan los mejores o los más fuertes, sino los más obedientes.

Como la obsecuencia me desagrada, y como en el horizonte no asoma ninguna chance de ascenso, opté por convertirme en un oficinista más, un empleado gris, atrapado por la monotonía y el agobio, por el descontento funcional, la resignación y el cumplimiento a rajatabla de horarios y tareas repetitivas agotadoras. Como tantos otros mortales, me volví un robot que acata órdenes para sostener ese sueldo que paga el alquiler todos los meses.

En el último tiempo, antes de que comenzara la cuarentena, busqué trabajo en otras empresas y, de hecho, surgieron algunas oportunidades atractivas. Pero en casi todos los casos exigían lo mismo: disponibilidad full time, horarios desquiciantes, viajes al interior o al exterior incluidos. Una serie de condiciones incompatibles con la vida de un padre como yo, comprometido con la crianza de Luna y cuya rutina está milimétricamente adaptada a la rutina de su hija. Esa, en definitiva, fue siempre la justificación —o la excusa, tal vez— para rechazar las distintas propuestas que tuve, para quedarme en el gratificante pantano de la comodidad y la quietud.

Por eso ahora, que todo está en pausa, que nadie sabe qué va a suceder, que todo es caótico e incierto, estoy moderadamente contento. No quiero ni siquiera imaginar un retorno a la oficina-prisión, a ese lugar donde las agujas del reloj se mueven a una velocidad distinta, en cámara lenta.

Acepto la orden de las autoridades como si fuese un mandamiento: quedate en casa. Salir, hoy, no tiene ningún sentido. Además es peligroso: la enfermedad y la muerte son todavía invisibles, pero ya están acá, al acecho, agazapadas, buscándonos por las calles, los colectivos, los subtes, en cualquier espacio cerrado.

Para eso se inventó Internet: para no tener que salir a toparse con un mundo tan hermoso como cruento e inseguro; para verlo y disfrutarlo a través de una pantalla, en pantuflas y con una taza de café caliente entre las manos, desde la comodidad del sofá.