Effi Briest - Theodor Fontane - E-Book

Effi Briest E-Book

Theodor Fontane

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Beschreibung

Effi Briest, de Theodor Fontane, es una obra fundamental del realismo alemán del siglo XIX que aborda temas como la restricción social, el deber conyugal y la tragedia personal. La novela cuenta la historia de Effi, una joven casada con un hombre mucho mayor, el Barón von Innstetten, en una unión basada más en las expectativas sociales que en el amor. Mientras Effi intenta adaptarse a los rígidos códigos morales de la sociedad prusiana, su represión emocional y posterior transgresión la conducen a consecuencias devastadoras, tanto en el plano personal como social. Elogiada por su sutil profundidad psicológica y su estilo narrativo contenido, Effi Briest critica las estructuras opresivas de género, clase y honor que regían la vida en la Alemania imperial. El retrato que hace Fontane del conflicto interior de Effi y de su caída final destaca el alto precio de la inflexibilidad social y del abandono emocional. El poder perdurable de la novela reside en su exploración silenciosa pero profunda del individuo frente a la sociedad. Effi Briest sigue siendo una reflexión conmovedora y atemporal sobre la inocencia perdida, la hipocresía moral y el persistente anhelo humano de libertad y realización.

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Seitenzahl: 536

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Theodor Fontane

EFFI BRIEST

Contents

PRESENTACIÓN

EFFI BRIEST

PRESENTACIÓN

Theodor Fontane

1819 – 1898

Theodor Fontane fue un escritor alemán, ampliamente considerado como una de las figuras más importantes de la literatura alemana del siglo XIX. Nacido en Neuruppin, en el Reino de Prusia, Fontane es conocido sobre todo por sus novelas realistas que exploran las complejidades de la clase social, la moral personal y el cambio histórico. Fue uno de los principales representantes del realismo poético en Alemania y a menudo es considerado el novelista de lengua alemana más destacado entre Goethe y Thomas Mann.

Vida temprana y educación

Theodor Fontane nació en el seno de una familia hugonota de recursos modestos. Inicialmente se formó y trabajó como farmacéutico, profesión que abandonó para dedicarse al periodismo y la literatura. Viajó varias veces a Inglaterra, donde desarrolló un profundo interés por la cultura y la política inglesas, lo que más tarde influiría tanto en su estilo literario como en sus preocupaciones temáticas. Sus primeras obras literarias incluyeron libros de viaje, ensayos históricos y poesía, antes de dedicarse a la ficción en sus cuarenta años.

Carrera y contribuciones

La carrera literaria de Fontane cobró impulso cuando se centró en la narrativa, especialmente en sus novelas ambientadas en la sociedad prusiana. Sus obras se caracterizan por un estilo sutil y observador, que suele retratar las tensiones entre tradición y modernidad, y los rígidos roles de género y clase. Entre sus novelas más aclamadas se encuentran Effi Briest (1895), Der Stechlin (1898) e Irrungen, Wirrungen (1888), que demuestran su maestría para retratar la psicología humana dentro del marco de las expectativas sociales.

En Effi Briest, quizás su novela más conocida, Fontane narra la trágica historia de una joven casada con un aristócrata mayor, y su eventual caída provocada por la hipocresía social y los códigos morales inflexibles. La novela suele compararse con Madame Bovary y Anna Karenina por su exploración del papel de la mujer, las normas sociales y la represión emocional. Su última novela, Der Stechlin, presenta un tono más reflexivo y filosófico, mostrando el declive de la antigua aristocracia prusiana en un mundo cambiante.

Impacto y legado

La obra de Fontane representa una contribución fundamental al realismo alemán, con retratos matizados de la vida de las clases media y alta en la Prusia del siglo XIX. Su atención al detalle, los diálogos y los conflictos internos lo sitúan entre los principales novelistas psicológicos de su época. Influyó en escritores posteriores como Thomas Mann y Günter Grass, no solo por sus temas, sino también por su precisión estilística y su compromiso con el realismo.

Las novelas de Fontane se distinguen por sus críticas discretas pero incisivas a las normas sociales, y por sus retratos compasivos de personajes que enfrentan dilemas morales. Su obra anticipó muchas de las preocupaciones de la literatura moderna, como la autonomía individual, los roles de género y la movilidad social, manteniéndose a la vez profundamente enraizada en el contexto histórico y cultural de su tiempo.

Theodor Fontane murió en Berlín en 1898, a los 78 años. Para entonces, ya había consolidado su reputación como uno de los más importantes novelistas de Alemania. Su legado literario perdura, y Effi Briest, en particular, es considerada una obra maestra de la literatura europea. La influencia de Fontane trasciende la literatura y se extiende a los estudios culturales e históricos, ya que sus obras ofrecen valiosas perspectivas sobre el tejido social de la Alemania del siglo XIX.

Fontane sigue siendo una figura central en el canon de la literatura alemana. Su estilo sobrio y elegante, y su profundo compromiso moral, continúan atrayendo tanto a lectores como a estudiosos, asegurando su lugar como una voz fundamental en la ficción europea moderna.

Sobre la obra

Effi Briest, de Theodor Fontane, es una obra fundamental del realismo alemán del siglo XIX que aborda temas como la restricción social, el deber conyugal y la tragedia personal. La novela cuenta la historia de Effi, una joven casada con un hombre mucho mayor, el Barón von Innstetten, en una unión basada más en las expectativas sociales que en el amor. Mientras Effi intenta adaptarse a los rígidos códigos morales de la sociedad prusiana, su represión emocional y posterior transgresión la conducen a consecuencias devastadoras, tanto en el plano personal como social.

Elogiada por su sutil profundidad psicológica y su estilo narrativo contenido, Effi Briest critica las estructuras opresivas de género, clase y honor que regían la vida en la Alemania imperial. El retrato que hace Fontane del conflicto interior de Effi y de su caída final destaca el alto precio de la inflexibilidad social y del abandono emocional.

El poder perdurable de la novela reside en su exploración silenciosa pero profunda del individuo frente a la sociedad. Effi Briest sigue siendo una reflexión conmovedora y atemporal sobre la inocencia perdida, la hipocresía moral y el persistente anhelo humano de libertad y realización.

EFFI BRIEST

1

Delante de la casa señorial de Hohen-Cremmen, habitada ya desde los tiempos del príncipe elector Jorge Guillermo por la familia Briest, el sol caía con fuerza sobre la calle del pueblo sumida en la quietud del mediodía, mientras que del lado del parque y del jardín, el ala rectangular del edificio arrojaba una generosa sombra, primero sobre una galería de baldosas blancas y verdes, y luego sobre una rotonda con un reloj de sol en el centro y bordeada de caña índica y arbustos de ruibarbo. Unos veinte pasos más adelante, siguiendo justamente la dirección y emplazamiento del ala lateral, corría el muro del camposanto enteramente cubierto de hiedra y sólo en un punto interrumpido por una cancela de hierro pintada de blanco, tras la cual se alzaba el campanario de Hohen-Cremmen, todo de mampostería y con su veleta reluciente porque recientemente la habían vuelto a dorar. La fachada, el ala lateral y el muro del cementerio formaban un conjunto a modo de herradura que delimitaba un pequeño jardín, en cuya parte abierta se veía un estanque con su embarcadero y su bote amarrado, y algo más allá un columpio cuyo tablón de madera era sostenido en sus extremos por dos pares de cuerdas, ya que la estructura de la que colgaban se hallaba un tanto combada. Entre el estanque y la rotonda se erguían, ocultando a medias el columpio, unos viejos y robustos plátanos.

Al pie de la fachada principal de la casa señorial, una terraza en suave pendiente guarnecida de tiestos con áloes y algunas sillas de jardín ofrecía, cuando el cielo estaba nublado, una agradable estancia propicia a la vez para todo género de diversiones; pero los días en que el sol caía a plomo el lugar preferido para estar era sin duda la zona del jardín, especialmente por parte de la dueña y la heredera de la casa, que también hoy se hallaban sentadas a la sombra en medio de la galería embaldosada, de espaldas a un par de ventanas abiertas festoneadas por la enramada de una parra y al lado de una pequeña escalinata cuyos cuatro escalones conducían desde el jardín al parterre del ala lateral. Ambas, madre e hija, se hallaban entregadas afanosamente a sus labores de bordado, un mantel de altar formado por varios retales de tela cuadrados. Sobre una gran mesa redonda descansaba un revoltijo multicolor de madejas de lana y ovillos de seda, y entre ellos, sobrantes del lunch, unos platos de postre y una bandeja de mayólica llena de hermosas y orondas grosellas. Las agujas de punto de las damas iban y venían con movimientos seguros y rápidos, pero mientras que la madre no quitaba la vista de la labor, la hija, a la que todo el mundo llamaba Effi, dejaba de vez en cuando la aguja para levantarse y hacer toda una serie de flexiones y estiramientos propios de una tabla doméstica de gimnasia terapéutica.

Era evidente que se entregaba con singular afición a estos ejercicios, realizados con cierta comicidad intencionada; cada vez que se erguía y alzaba lentamente los brazos hasta juntar las palmas por encima de la cabeza, también la madre levantaba los ojos, pero sólo para dirigirle una fugaz mirada furtiva, pues no quería demostrar a su hija lo encantadora que le parecía, un impulso de orgullo materno plenamente justificado. Effi llevaba un vestido de hilo con rayas azules y blancas, una especie de bata cuyo talle estaba ceñido únicamente por un cinturón de cuero color bronce, ligeramente escotada y con un amplio cuello marinero que le caía sobre los hombros y la nuca. En todos sus gestos se aunaban petulancia y gracia, mientras que sus risueños ojos castaños delataban una gran inteligencia natural, un ansia plena de vida y un corazón bondadoso. La llamaban "la pequeña", lo cual no tenía más remedio que admitir, ya que su hermosa y esbelta mamá le sacaba todavía un palmo.

Acababa Effi de levantarse una vez más para hacer sus flexiones alternativamente a derecha e izquierda cuando su madre, alzando de nuevo los ojos del bordado, exclamó:

 — ¡Pero Effi!, tal vez deberías haber sido amazona. Siempre subida al trapecio, siempre volando por los aires. A veces creo que es lo que te hubiera gustado.

 — Tal vez, mamá. Pero, de ser así, ¿de quién sería la culpa? ¿A quién habría salido? A nadie más que a ti. Porque no irás a creer que he salido a papá… ¿Ves como tú misma te ríes? Y, además, ¿por qué me haces ponerme este saco, este blusón de muchacho? A veces pienso que cualquier día tendré que volver a vestir de corto. Y tendré que hacer de nuevo reverencias como una niña pequeña, y si vienen los húsares de Rathenow volveré a cabalgar, hop, hop, sobre las rodillas del coronel Goetze. ¿Y por qué no? Después de todo, tiene tres cuartas partes de tío y tan sólo una de pretendiente. ¡Tú tienes la culpa! ¿Por qué no tengo vestidos como es debido? ¿Por qué no haces de mí una señorita?

 — ¿Es eso lo que quieres?

 — No.

Y salió corriendo hacia su mamá, la abrazó impetuosamente y la besó.

 — No debes ser tan impulsiva, Effi, ni tan apasionada. Me preocupa cuando te veo comportarte así…

La madre parecía seriamente decidida a seguir manifestando sus inquietudes y temores, pero tuvo que interrumpirse porque en ese preciso instante tres jóvenes muchachas entraron en el jardín por la cancela de hierro del camposanto y avanzaron por la vereda de gravilla que conducía a la rotonda y al reloj de sol. Las tres saludaron a un tiempo con sus sombrillas a Effi y luego se dirigieron presurosas hacia la señora Von Briest para besarle la mano. Esta les hizo unas rápidas preguntas y después las invitó a que se quedaran una media hora para hacerles compañía, o al menos a Effi.

 — De todos modos, yo tengo cosas que hacer, y las jóvenes siempre os encontráis más a gusto a solas. Así que pasadlo bien.

Tras decir estas palabras, subió la escalinata de piedra que conducía al jardín del ala lateral.

Y entonces la juventud se quedó realmente a solas.

Dos de las jóvenes, personillas menudas y rollizas cuyas pecas y excelente buen humor casaban admirablemente con su rubio cabello rizado de un tono rojizo, eran hermanas gemelas. Su padre, el maestro Jahnke, era un entusiasta de la Hansa, de Escandinavia y de Fritz Reuter, su paisano mecklemburgués y poeta predilecto, de quien había tomado como modelo a Mining y Lining para poner a sus hijas los nombres de Bertha y Hertha. La tercera de las jóvenes era Hulda Niemeyer, hija única del pastor Niemeyer. Tenía un aire más distinguido que las otras dos, pero también era más sosa y presumida, una rubia linfática de ojos un tanto saltones e inexpresivos, que parecían buscar algo de continuo, lo cual incluso había llevado a decir a Klitzing, el de húsares: "Parece que esté esperando la aparición del arcángel Gabriel en cualquier momento". Effi encontraba que, aunque algo mordaz, a Klitzing le sobraba razón, pero evitaba hacer diferencias entre las tres amigas. Sin embargo, no era eso en lo que pensaba en ese instante y, apoyando los brazos en la mesa, exclamó:

 — ¡Qué aburrimiento de bordado! Gracias a Dios que habéis venido.

 — Pero hemos ahuyentado a tu mamá  — dijo Hulda.

 — ¡Oh, no! Como ya os ha dicho, tenía que irse de todos modos; espera visita; un antiguo amigo de su época de soltera, del cual os contaré después una historia de amor, con su héroe, su heroína y su final de renuncia. Vais a quedaros pasmadas, con los ojos como platos. Además, ya he visto ya en Schwantikow al viejo amigo de mamá. Es gobernador provincial, tiene buena planta y un aspecto muy varonil.

 — Eso es lo más importante  — añadió Hertha.

 — Por supuesto que es lo más importante: "las mujeres muy femeninas, los hombres muy varoniles", lo cual, como sabéis, es una de las frases favoritas de papá. Y ahora ayudadme a recoger esta mesa, no quiero que vuelvan a sermonearme.

En un santiamén quedaron las madejas recogidas en el cesto y, una vez que todas se hubieron sentado de nuevo, Hulda dijo:

 — Vamos, Effi, ahora ya puedes contarnos esa historia de amor y renuncia. Tal vez no sea tan terrible…

 — Una historia de amor y renuncia siempre es algo terrible. Pero no podré empezar hasta que Hertha no se haya comido unas grosellas. ¡No les quita ojo de encima! Adelante, toma todas las que quieras. Luego recogeremos más, pero, eso sí, tira las pieles bien lejos, o mejor aún, ponlas sobre ese trozo de periódico; al acabar, haremos un cucurucho con todo y lo arrojaremos lejos. Mamá se pone mala cuando ve las mondas por el suelo; siempre dice que alguien puede resbalarse con ellas y romperse una pierna.

 — No me lo creo  — dijo Hertha mientras se aplicaba afanosamente a las grosellas.

 — Yo tampoco  — confirmó Effi — . Figúrate, yo me caigo por lo menos dos o tres veces al día y aún no me he roto nada. Unas piernas como Dios manda no se rompen así como así. Las mías no, por lo menos, ni tampoco las tuyas, Hertha. ¿Tú qué dices, Hulda?

 — No hay que tentar a la suerte. Todo el mundo es muy valiente hasta que se lleva el primer desengaño.

 — Tú siempre tan marisabidilla; eres una vieja solterona de nacimiento.

 — Bueno, aún espero casarme. Tal vez antes que tú.

 — Ya ves… ¿Crees que eso es lo que estoy esperando? ¡Sólo me faltaba eso! Además, ya me saldrá alguien, y quizá pronto. Eso no me preocupa. Precisamente el otro día, el pequeño Ventivegni me dijo: "Señorita Effi, me juego lo que quiera a que este año tendremos aquí fiesta de vigilia y casamiento".

 — ¿Y qué le contestaste?

 — "Es posible", le dije, "muy posible. Hulda es la mayor y cualquier día de estos puede casarse". Pero él no iba por ahí, y repuso: "No, se trata de otra joven, una que es tan morena como rubia es la señorita Hulda". Y me miró con aire muy serio… Pero me estoy yendo por las ramas y me estoy olvidando de mi historia.

 — Eso parece. No paras de divagar, y tal vez no quieras contárnosla.

 — ¡Oh, sí, claro que quiero! Pero si le doy tantas vueltas es porque en toda esta historia hay algo extraño, sí, algo casi romántico.

 — Pero ¿no nos habías dicho que es gobernador provincial?

 — Así es. Se llama Geert von Innstetten, y es barón. Las tres rompieron a reír.

 — ¿De qué os reís?  — inquirió Effi, molesta — . ¿A qué viene esto?

 — Oh, Effi, no pretendemos ofenderte, ni tampoco al barón. ¿Innstetten, has dicho? ¿Y Geert? Pero si nadie por aquí se llama de ese modo. Lo cierto es que los nombres de los nobles pueden llegar a ser muy graciosos.

 — Sí, querida, claro que pueden serlo. Para eso son nobles y pueden permitírselo, tanto más cuanto más antiguo es su abolengo. De esto, y no os lo toméis a mal, no entendéis ni una palabra. Pero no vamos a pelearnos por esto. En fin, se llama Geert von Innstetten, y es barón. Tiene exactamente la misma edad que mamá, coinciden hasta en el día.

 — ¿Y cuántos años tiene tu mamá?

 — Treinta y ocho.

 — Bonita edad.

 — Sí que lo es, y más cuando se tiene el aspecto de ella. Es una mujer realmente hermosa, ¿no os lo parece a vosotras? Y la gracia con que lo hace todo, siempre tan segura de sí misma y tan refinada, y siempre en su lugar, no como papá. Si yo fuese un joven teniente, me enamoraría de ella.

 — Pero, Effi, ¿cómo te atreves a decir algo así?  — le reprochó Hulda — . Eso va en contra del cuarto mandamiento.

 — ¡Tonterías! ¿Cómo va a ir eso en contra del cuarto mandamiento? Yo creo que a mamá le complacería saber que he dicho algo así.

 — Puede ser  — intervino Hertha — , pero vamos allá con esa historia.

 — Tranquila, que ya comienzo… En fin, sigamos con el barón Innstetten. Antes de cumplir los veinte años vivía en Rathenow y frecuentaba mucho las fincas de por aquí, aunque su lugar favorito era la casa de mi abuelo Belling en Schwantikow. Naturalmente, la razón de que fuese tan a menudo por allí no era mi abuelo, y cuando mamá habla de ello, se comprende cuál era la causa real de su atracción. Y, además, creo que era mutua.

 — ¿Y qué ocurrió después?

 — Pues ocurrió lo que tenía que ocurrir, lo que pasa siempre. Él era demasiado joven, y cuando entró en escena mi papá, que ya era diputado y propietario de Hohen-Cremmen, la elección no dio lugar a dudas. Ella lo aceptó y se convirtió en la señora Von Briest… Lo demás, lo que vino después, ya lo sabéis vosotras… Lo que vino después fui yo.

 — Pues claro que fuiste tú, Effi  — exclamó Bertha — . Gracias a Dios. Si hubiera sido de otro modo, ahora no te tendríamos aquí. Y ahora dinos, ¿qué hizo Innstetten? ¿Qué fue de él? No se quitó la vida, porque de lo contrario no le estaríais esperando.

 — No, no se quitó la vida, pero algo sí que hubo.

 — ¿Un intento de suicidio?

 — No, eso tampoco. Pero ya no quiso seguir viviendo por estos contornos, e incluso llegó a perder interés por la vida militar. Después de todo, era una época de paz. En resumen, que dejó el ejército y se marchó a estudiar leyes con auténtico celo. No volvió a ingresar en la milicia hasta que estalló la guerra del setenta, pero no se incorporó a su antiguo regimiento, sino al de Perleberg, y ganó la Cruz de Hierro, como es natural, por su arrojo y valentía. Al acabar la guerra volvió a la carrera judicial y, según dicen, tanto el emperador como Bismarck le tienen en gran estima, motivo por el cual llegó a ser gobernador del distrito de Kessin.

 — ¿Kessin? No conozco ningún Kessin por aquí.

 — No, no está en nuestra región, sino muy lejos de aquí, en Pomerania; de hecho, en la Pomerania Oriental, lo cual no quiere decir mucho, porque es una estación balneario (por allí todo son balnearios), y el barón Innstetten hace este viaje de vacaciones para visitar a sus familiares o algo así. Quiere reencontrarse con antiguos amigos y parientes.

 — ¿Así que tiene parientes aquí?

 — Sí y no, según se mire. No hay ningún otro Innstetten por estos contornos; es más, creo que ya no quedan. Pero tiene unos primos lejanos por parte de madre, y supongo que habrá venido para volver a ver Schwantikow y la casa de los Belling, a la cual le unen tantos recuerdos. Estuvo allí anteayer, y hoy piensa venir a Hohen-Cremmen.

 — ¿Y qué dice tu padre de todo esto?

 — Nada. Él no es de esa clase. Conoce perfectamente a mamá, y sólo le toma un poco el pelo.

En ese instante comenzaron a dar las doce, y mientras sonaban aún las campanadas apareció Wilke, el viejo factótum de la casa y de la familia Briest, con un recado para Effi.

 — La señora ruega a la señorita que empiece a arreglarse con tiempo, ya que el señor barón llegará a la una en punto.

Y mientras transmitía el recado, Wilke se puso a despejar la mesa de labores de las damas, y lo primero que se dispuso a recoger fue la hoja de periódico en que se amontonaban las pieles de grosellas.

 — No, Wilke, déjalo, eso es cosa nuestra… Hertha, haz tú el cucurucho y métele una piedrecilla dentro para que se hunda antes. Luego iremos en largo y fúnebre cortejo para darle sepultura en alta mar.

Wilke sonrió. "Menuda pilluela está hecha la señorita", parecía estar pensando; pero Effi ya había colocado el cucurucho en el centro del tapete y lo había quitado de la mesa con un rápido movimiento.

 — Ahora cojámoslo cada una por una esquina y entonemos alguna canción triste.

 — Muy bien, Effi. Pero ¿qué vamos a cantar?

 — Cualquier cosa, es lo mismo. Basta con que rime en "o"; la "o" es siempre una vocal triste. Cantemos, pues:

Flujo, flujo, dale a todo su nuevo curso.

Y mientras Effi entonaba con festiva solemnidad esta letanía, las cuatro emprendieron camino hacia el embarcadero del estanque, subieron al bote que se hallaba allí amarrado y dejaron caer el cucurucho a las aguas, que con el guijarro como lastre se deslizó lentamente hasta el fondo.

 — La prueba de tu delito se ha hundido, Hertha  — dijo Effi — , y eso me hace pensar que así es como antiguamente debían de ser arrojadas al mar, desde un bote como este, las desgraciadas mujeres acusadas, claro está, de infidelidad.

 — Pero no aquí.

 — No, aquí no  — rio Effi — , ese tipo de cosas no suceden aquí, pero sí en Constantinopla. Y ahora que lo pienso, tú deberías saberlo igual que yo, porque estabas conmigo en clase de geografía cuando el ordenando Holzapfel nos lo explicó.

 — Sí  — repuso Hulda — , siempre estaba contando historias por el estilo. Pero eran esas cosas de las que luego una se olvida.

 — Yo no. Yo siempre recuerdo esas cosas.

2

Y continuaron charlando de esta guisa durante un largo rato, recordando los días de colegio pasados en común y toda una serie de despropósitos del señor Holzapfel, unas veces entre risas y otras con indignación. Sí, el tema era inagotable y la conversación no hubiera cesado si de repente Hulda no hubiese dicho:

 — Pero, Effi, se te va a hacer tarde. Y tienes un aspecto… cómo te diría… como si vinieras de coger cerezas, toda descompuesta y desarreglada; los vestidos de lino siempre se arrugan, y luego ese gran cuello blanco… Sí, ya lo tengo: pareces un grumete.

 — Guardiamarina, si no te importa. Para algo había de servirme mi nobleza. Pero da igual, guardiamarina o grumete. Papá volvió a prometerme el otro día que hará poner aquí, junto al columpio, un mástil con sus vergas y su escala de cuerda. Cómo me gustaría eso… no dejaría que nadie me ganase a encaramarme a la cima del gallardete. Y tú, Hulda, subirías por el otro lado y allá arriba, en lo alto, lanzaríamos un hurra y nos daríamos un beso. ¡Rayos y centellas, qué bien lo pasaríamos!

 — "Rayos y centellas"… ¡Cómo suena eso…! Hablas realmente como un marinero. Pero ni sueñes que subiré trepando detrás de ti, no soy tan temeraria. A Jahnke le sobra razón cuando dice que tienes demasiado de los Belling, de la parte de tu madre. Yo no soy más que la hija de un simple pastor.

 — ¡Bah, no me vengas con esas! De las aguas mansas líbreme Dios… ¿No te acuerdas ya de cuando estuvo aquí mi primo Briest, de cadete, pero que ya no era ningún niño? ¿No te acuerdas de cómo te deslizabas por el techo del granero?

¿Y para qué? No te preocupes, no voy a delatarte. Venga, vamos a columpiarnos, dos a cada lado, seguro que las cuerdas aguantan. Pero si no os apetece, porque ya veo que ponéis mala cara, juguemos entonces a pillar. Todavía me queda un cuarto de hora. No quiero entrar aún en casa, y todo simplemente para saludar a un gobernador provincial, y encima de la Pomerania Oriental, y tan entrado en años que incluso podría ser mi padre. Y si además vive en una ciudad portuaria, como dicen que es Kessin, entonces le gustaré más con este traje marinero, y puede que hasta lo considere como una especie de deferencia. Cuando los príncipes reciben a alguien, y esto lo sé por papá, siempre se visten con el traje del país del invitado. Así que no hay de que preocuparse… Deprisa, voy a esconderme, y aquí en el banco es casa.

Hulda intentó objetar algo, pero Effi ya había salido corriendo por el camino de gravilla más próximo, zigzagueando a izquierda y derecha, hasta que de repente desapareció.

 — Effi, eso no vale. ¿Dónde estás? No estamos jugando al escondite, estamos jugando a pillar.

Y entre estas y parecidas protestas, las amigas salieron en su búsqueda hasta más allá de la rotonda y el par de plátanos que se erguían a uno de los lados, hasta que de pronto la desaparecida surgió de su escondite y sin esfuerzo, ya que sus perseguidoras habían pasado sin verla, alcanzó con un "un, dos, tres, salvada" la casa del banco.

 — ¿Dónde estabas?

 — Detrás de los macizos de ruibarbo; tienen unas hojas muy grandes, mayores que las de las higueras…

 — Eso no vale.

 — No vale porque habéis perdido. Hulda, con esos ojos tan grandes, tampoco me ha visto, tan torpe como siempre.

Y Effi echó a correr de nuevo a través de la rotonda hacia el estanque, tal vez con la intención de esconderse tras el espeso seto de avellanos que allí había, para después, dando un largo rodeo alrededor del cementerio y la fachada principal, llegar de nuevo al ala lateral y salvarse. Lo tenía todo muy bien calculado; pero justo cuando se disponía a rodear el estanque oyó que la llamaban desde casa, y al volverse vio a su madre, que desde la escalera le hacía señas con un pañuelito. En un instante, Effi estuvo a su lado.

 — Aún estás sin arreglar y la visita ya ha llegado. No hay manera de que seas puntual.

 — Yo sí que soy puntual, quien no es puntual es la visita. Todavía falta mucho para la una.  — Y volviéndose hacia las gemelas (Hulda se había quedado rezagada), les gritó — : Continuad jugando; enseguida vuelvo.

Al cabo de un momento Effi entraba con su madre en una amplia sala, a modo de jardín de invierno, que ocupaba casi toda la extensión del ala lateral.

 — No debes reñirme, mamá. No son más que las doce y media. ¿Por qué ha venido tan temprano? Los caballeros nunca han de llegar tarde, pero tampoco deben presentarse antes de hora.

La señora Von Briest estaba visiblemente azorada, así que Effi la abrazó cariñosamente y añadió:

 — Perdona, voy a darme prisa; ya sabes que puedo ser muy rápida, y que en cinco minutos Cenicienta se habrá transformado en princesa. Entretanto puede esperar, o que charle con papá.

Y con un movimiento de cabeza y sonriendo a su madre, empezó a subir con aire decidido la escalera de hierro que conducía desde la sala al piso superior. Pero la señora Von Briest, que en determinadas circunstancias también sabía prescindir de convencionalismos, detuvo de pronto a la presurosa Effi y examinó con la mirada a la encantadora criatura que, acalorada todavía por la agitación del juego, se presentaba ante ella como una imagen de la vida en toda su lozanía. Y, en un tono casi de confidencia, le dijo:

 — Después de todo, es mejor que no te cambies. Sí, quédate como estás. Tienes un aspecto encantador. Y aunque no fuese así, das una impresión de naturalidad, de espontaneidad, que es lo que más conviene a este momento. Porque has de saber, mi querida Effi…  — y tomó entre sus manos las de su hija — , tengo que decirte…

 — Pero, mamá, ¿qué te pasa? Me estás asustando.

 — … tengo que decirte, Effi, que el barón Innstetten acaba de pedir tu mano.

 — ¿Ha pedido mi mano? ¿En serio?

 — No es esta una cosa que se preste a bromas. Ya le viste anteayer, y creo que también te gustó. Está claro que es mayor que tú, lo cual, a fin de cuentas, no deja de ser algo bueno. Se trata además de un hombre de carácter, de buena posición y de buenas costumbres, y si tú no te niegas, cosa que difícilmente podría esperar de alguien tan inteligente como tú, con veinte años te encontrarás en una situación que otras no consiguen hasta los cuarenta. Habrás llegado mucho más lejos que tu mamá.

Effi callaba, buscando una contestación. Pero, antes de poder hallarla, oyó la voz de su padre en la habitación contigua, situada en la parte de atrás del edificio principal, y al cabo de un momento cruzaba el umbral del invernáculo el diputado Von Briest, un quincuagenario bien conservado y de aspecto jovial… acompañado por el barón Innstetten, delgado, de cabello oscuro y con un aire muy marcial.

Al verle Effi se sintió presa de un temblor nervioso, pero no por mucho tiempo, porque justo cuando el barón se aproximaba a ella con una afable inclinación, aparecieron en uno de aquellos ventanales, abiertos de par en par y medio cubiertos por las hojas de parra, las rojizas cabezas de las gemelas, y en toda la sala resonó la voz de Hertha, la más descarada de ellas, gritando:

 — ¡Effi, ven!

Enseguida agachó la cabeza, y las dos hermanas saltaron de nuevo al jardín desde el respaldo del banco al que se habían subido, y ya sólo se oyeron sus murmullos y risas ahogadas.

3

E se mismo día el barón Innstetten y Effi Briest se prometieron. Durante la comida de compromiso que siguió, el jovial padre de la muchacha, que no se hallaba del todo a gusto en su solemne papel, brindó a la salud de la joven pareja, y la señora Von Briest, a la que probablemente le venían recuerdos de dieciocho años atrás, no pudo evitar emocionarse. Pero no le duró mucho tiempo: lo que entonces no había podido ser con ella, sería ahora con su hija… En cualquier caso daba igual, o incluso era mejor así, ya que con Briest la vida era muy llevadera, pese a ser un tanto prosaico y caer de vez en cuando en la frivolidad. Hacia el final de la comida, después de que sirvieran el helado, volvió a tomar la palabra el viejo jefe de distrito para proponer, en una nueva alocución, que toda la familia se tuteara. Abrazó luego a Innstetten y le dio un beso en la mejilla izquierda. Pero con eso no dio por concluida la cuestión, ya que siguió recomendando, aparte del tuteo, otros nombres y títulos más íntimos para el trato hogareño, una especie de lista jerárquica de familiaridades que respetaba naturalmente las particularidades y derechos establecidos de cada cual. A su mujer, según él, sería preferible seguir llamándola "mamá" (pues hay también mamás jóvenes), mientras que en lo referente a su persona estaba dispuesto a renunciar al honroso título de "papá" y se decantaba decididamente por el de Briest a secas, aunque sólo fuese porque resultaba agradable en su brevedad. Y en cuanto a los chicos  — y al pronunciar esta palabra, mirando de frente a Innstetten, al que apenas llevaba una docena de años, se obligó a proseguir rápidamente — , bien, Effi continuaría siendo Effi y Geert, Geert. Si no estaba equivocado, Geert significaba un tronco esbelto y recto, y por tanto Effi sería la hiedra que crece a su alrededor. Los novios se miraron algo desconcertados al escuchar este juego de palabras con el significado de sus nombres, que en Effi provocó al mismo tiempo una expresión de pueril regocijo. Pero la señora de Briest intervino:

 — Briest, puedes decir cuanto quieras y proponer los brindis como mejor te parezca, pero te recomiendo que prescindas de imágenes poéticas. Eso sobrepasa tu esfera.

Estas palabras reprobatorias hallaron en Briest más aceptación que repulsa.

 — Puede que tengas razón, Luise.

En cuanto se levantaron de la mesa, Effi se despidió enseguida para ir a hacer una visita a casa del pastor. Por el camino iba pensando: "Creo que a Hulda le sentará mal. Al final voy a lograrlo antes que ella. Siempre ha sido una vanidosa y una presumida". Pero, en contra de lo esperado, Hulda mantuvo la compostura y se tomó muy bien la noticia. Las muestras de rabia y despecho corrieron a cargo de la madre, la esposa del pastor, con unos comentarios a todas luces extraños e inconvenientes.

 — ¡Ya, ya! ¡Así es como van las cosas, está claro! Como no ha podido ser con la madre, ha de ser con la hija. Ya se sabe. El dinero llama al dinero, y las viejas familias se entienden entre ellas.

El viejo Niemeyer se sintió profundamente violento a causa de la incesante y mordaz palabrería de su esposa, carente de toda educación y decoro, y una vez más maldijo la hora en que había tenido la ocurrencia de casarse con una sirvienta.

Como es natural, desde la casa del pastor Effi se dirigió a la casa del maestro Jahnke; las gemelas la habían visto venir y ya la esperaban en el jardín que se extendía delante de la casa.

 — Y bien, Effi…  — dijo Hertha mientras paseaban por entre las matas de pensamientos que florecían a un lado y otro del sendero — . Bueno, Effi, ¿cómo te sientes?

 — ¿Cómo me siento? ¡Oh, muy bien! Ya nos tuteamos y nos llamamos por el nombre. El suyo es Geert, pero creo recordar que ya os lo había dicho.

 — Sí, ya nos lo habías dicho. Pero a mí me inspira cierto recelo. ¿Estás segura de que es el hombre adecuado?

 — Pues claro que es el adecuado. Tú no lo entiendes, Hertha. Cualquiera puede ser el adecuado, siempre que tenga, claro está, un título nobiliario, una buena posición y una buena planta.

 — Dios mío, Effi, qué manera de hablar. Antes te expresabas de un modo muy distinto.

 — Sí, antes sí.

 — ¿Y te sientes muy feliz?

 — Cuando hace dos horas que se está prometida, una siempre es muy feliz. Al menos eso creo yo.

 — ¿Y no te sientes un poco… cómo lo diría… un poco azorada?

 — Sí, un poco azorada sí me siento, pero no mucho. Y supongo que ya se me pasará.

Después de las visitas a las casas del pastor y del maestro, en las que apenas había invertido media hora, Effi regresó a la mansión justo cuando se disponían a tomar el café en la terraza del jardín. Suegro y yerno paseaban por el sendero de grava entre los dos plátanos. Briest hablaba de las dificultades del cargo de gobernador provincial. A él se lo habían ofrecido repetidas veces, pero siempre lo había rechazado.

 — Lo que más aprecio en la vida es poder hacer y deshacer a mi antojo; me resulta más grato, y perdóname, Innstetten, que tener que estar constantemente mirando a las alturas. Siempre pendiente de lo que digan y piensen tus superiores, y sobre todo de quienes les mandan. Eso no va conmigo. Aquí vivo mi vida libremente, disfrutando de cada una de estas hojas verdes que retoñan y del emparrado que se encarama allá arriba en las ventanas.

Siguió hablando durante un largo rato contra la burocracia y la política, excusándose de vez en cuando con un breve y recurrente "y perdóname, Innstetten". Este asentía mecánicamente con la cabeza, pero en realidad no prestaba atención a la charla de su interlocutor, sino que dirigía la mirada a cada instante, casi de forma obsesiva, hacia el emparrado que Briest acababa de nombrar, y le parecía volver a ver entre los pámpanos las cabezas rojizas de las dos muchachas y a escuchar de nuevo la traviesa llamada: "¡Effi, ven!".

No creía en presagios ni cosas por el estilo; al contrario, rechazaba por completo cualquier tipo de superstición. Sin embargo, no conseguía librarse del influjo que aquellas dos palabras ejercían en su ánimo, y mientras Briest seguía enfrascado en su perorata, no le abandonaba el presentimiento de que, pese a todo, aquel pequeño incidente representaba algo más que una mera casualidad.

Innstetten, que tan sólo disponía de un corto permiso, tuvo que emprender el regreso al día siguiente, no sin antes prometerle a Effi que le escribiría a diario.

 — Sí, debes hacerlo  — había dicho esta, unas palabras que le salieron del corazón, pues hacía años que no encontraba nada tan agradable como recibir muchas cartas de felicitación, por ejemplo para su cumpleaños.

Las expresiones en una carta del tipo "Gertrudis y Clara me dicen que te envíe sus más cariñosas felicitaciones" le parecían imperdonables; si Gertrudis y Clara querían ser sus amigas, tenían que preocuparse de enviar sus propias cartas debidamente franqueadas, a ser posible desde el extranjero, desde Suiza o Karlsbad, ya que su cumpleaños caía en la época del veraneo.

Tal como había prometido, Innstetten le escribía a diario, pero lo que hacía especialmente gratas aquellas misivas era la circunstancia de que, en respuesta, él sólo esperaba una pequeña carta semanal, que el barón recibía puntualmente y que estaba llena de encantadoras banalidades que él encontraba deliciosas. Todos los asuntos serios eran tratados por la señora Von Briest y su yerno: los preparativos de la boda y los detalles del ajuar y demás cuestiones domésticas. Durante los tres años que llevaba desempeñando el cargo, Innstetten había instalado su casa de Kessin sin lujos, aunque de un modo acorde a su posición, y convenía que la correspondencia con él mantenida sirviera para hacerse una idea de todo lo que allí había, a fin de evitar la adquisición de cosas innecesarias. Finalmente, cuando la señora Von Briest estuvo informada acerca de todos los detalles, madre e hija decidieron viajar a Berlín para, según palabras de Briest, adquirir el trousseau de la princesa Effi. Esta estaba muy ilusionada con la proyectada estancia en la capital, sobre todo desde que el padre había consentido que se alojaran en el Hôtel du Nord.

 — Lo que cueste puede deducirse luego de la dotación doméstica, porque Innstetten ya tiene de todo.

Effi, contrariamente a su madre, que no soportaba tales mezquindades, asintió jubilosamente sin preocuparse de si su padre había dicho aquello en broma o en serio; sus pensamientos estaban más ocupados imaginando la impresión que madre e hija causarían al entrar en el comedor del hotel, que por el ajuar que habrían de adquirir en los almacenes Spinn und Mencke, Goschenhofer y otros por el estilo. A estas alegres fantasías correspondió su comportamiento durante la gran semana que pasaron en Berlín. El primo Briest, un joven teniente del regimiento Alexander extremadamente sociable, que estaba suscrito a la revista satírica Fliegenden Blätter y coleccionaba sus mejores chistes, se puso a disposición de las dos damas durante las horas que el servicio le dejaba libres. Acompañadas por él solían sentarse ante uno de los céntricos ventanales del Kanzler o incluso, siempre que no fuese demasiado tarde, en el Café Bauer; por la tarde iban al jardín zoológico para contemplar las jirafas, de las que el primo Briest, que por cierto se llamaba Dagobert, repetía que "parecían viejas solteronas aristocráticas". Cada día transcurría conforme a un plan establecido, y al tercero o cuarto día fueron a la Galería Nacional, ya que el primo Dagobert quería enseñar a su prima el escandaloso cuadro La isla de los bienaventurados.

 — Ya sé que mi señorita prima está a punto de casarse, pero tal vez sea conveniente que conozca antes La isla de los bienaventurados.

La tía le dio un golpecito con el abanico, pero acompañado de una mirada tan indulgente que no la interpretó como que hubiese de cambiar de tono. Fueron unos días deliciosos para los tres, también para el primo, que no sólo fue un magnífico guía, sino que supo mediar con prontitud en cuanto surgía algún pequeño conflicto. Aunque las divergencias de opinión entre madre e hija fueron constantes, afortunadamente no llegaron a aflorar durante las numerosas compras que tuvieron que realizar. A Effi le daba exactamente igual que de una cosa se compraran seis o tres docenas, y cuando de camino al hotel hablaban de los objetos adquiridos solía confundir los precios. La señora Von Briest, por lo general tan meticulosa a la hora de criticar las faltas, incluidas las de su hija, no sólo se tomó a bien esta aparente falta de interés, sino que la consideró además meritoria. "Todas estas cosas  — se decía —  no significan nada para Effi. No es ambiciosa, vive en sus fantasías y en sus sueños, y si pasa la esposa del príncipe Federico Carlos y nos hace una seña amistosa desde el coche, esto posee para ella más valor que todo un baúl de ropa blanca".

Y era verdad, pero sólo a medias. Ciertamente no ponía especial interés en poseer más o menos cosas de uso cotidiano. Pero cuando recorrían de arriba abajo la avenida Unter den Linden y, tras haber examinado los escaparates más hermosos, entraban finalmente en Demuth a fin de comprar todo lo necesario para el viaje a Italia que los novios harían inmediatamente después de la boda, era cuando se revelaba el auténtico carácter de Effi. Tan sólo le gustaba lo más elegante, y si no podía conseguirlo renunciaba a lo de calidad más modesta, pues si no era lo mejor ya no le interesaba para nada. Sí, poseía una gran capacidad de renuncia, en la cual  — y en eso tenía razón su madre —  había algo de modestia; pero cuando excepcionalmente se le antojaba algo de verdad, entonces debía de ser de la más alta calidad. Y en eso sí se mostraba exigente.

4

El primo Dagobert estaba en la estación cuando las damas emprendieron el viaje de regreso a Hohen-Cremmen. Habían pasado juntos unos días muy dichosos, entre otras cosas por haber conseguido librarse de la incómoda presencia de parientes importunos.

 — Para la tía Therese  — había dicho Effi a su llegada — , en esta ocasión debemos estar de incógnito. No conviene que venga aquí, al hotel. O el Hôtel du Nord o la tía Therese: ambas cosas a la vez es imposible.

La madre acabó por mostrarse totalmente de acuerdo, e incluso selló su aprobación besando en la frente a su adorada hija.

Lo del primo Dagobert era, desde luego, algo completamente distinto. No sólo poseía elegantes maneras, sino que ante todo había sabido distraer y alegrar desde un principio a madre e hija, merced a aquel peculiar buen humor ya casi legendario entre los oficiales del regimiento Alexander, y había logrado que el buen ambiente reinara hasta el final.

 — Dagobert  — le dijo Effi mientras se despedían — , te espero para mi fiesta de vísperas de boda, y naturalmente con cortège. No vayas a venir acompañado de cuatro pelagatos, porque después de la ceremonia habrá baile, y debes tener en cuenta que será mi primera gran fiesta y, tal vez, la última. Así que, si no traes contigo al menos a seis de tus camaradas, y que sean además excelentes bailarines, no pienso recibirte. Y ya podéis volveros en el tren de madrugada.

El primo asintió a todo, y luego se separaron.

Hacia mediodía llegaban las dos damas a su estación de Havelland, en plena marisma, y tras media hora de coche entraban en Hohen-Cremmen. El diputado Briest se mostró sumamente alegre por volver a tener en el hogar a su esposa e hija, a las que iba haciendo una pregunta tras otra sin esperar apenas contestación. En lugar de eso se extendía en explicaciones sobre los acontecimientos ocurridos mientras tanto en la finca.

 — Antes me habéis hablado de la Galería Nacional y de La isla de los bienaventurados. Pues bien, en vuestra ausencia también nosotros hemos tenido aquí algo de eso: nuestro capataz Pink y la mujer del jardinero. Por supuesto, he tenido que despedir a Pink, aunque no me haya hecho mucha gracia. Es una desgracia que estas cosas hayan de ocurrir precisamente en época de cosecha. Y Pink era un hombre extraordinariamente trabajador, lástima que en esta ocasión se haya propasado. Pero dejemos eso… Wilke debe de estar ya impaciente.

Durante la comida, Briest prestó más atención a lo que las damas le contaban. La magnífica relación con el primo, de la que se habló largo y tendido, mereció su completa aprobación, no así el comportamiento mostrado con la tía Therese. Con todo, aunque no le pareciera bien, se veía claramente que en el fondo le hacía gracia, porque aquel tipo de travesuras eran muy de su gusto, y la tía Therese era realmente un personaje grotesco. Levantó su vaso y brindó por su esposa y su hija. Una vez que acabaron de comer, desempaquetaron ante él algunas de las compras más bonitas para pedirle su opinión. También en esto mostró un marcado interés, que se mantuvo, o al menos no cayó del todo, cuando se puso a repasar las cuentas.

 — Algo caro… mejor dicho, carísimo, pero no importa. Es todo tan chic, tan… estimulante, que creo que si para Navidad me regalas unas maletas y una manta de viaje como estas, puede que por Pascua también nosotros vayamos a Roma. Podríamos celebrar nuestro viaje de novios dieciocho años después. ¿Qué te parece, Luise? ¿Nos animamos? Mejor tarde que nunca…

La señora Von Briest hizo un gesto con la mano como diciendo "Incorregible", dejando que él mismo se abandonase a su propia vergüenza, que, a decir verdad, no fue mucha.

Languidecía el mes de agosto, y el día de la boda, el 3 de octubre, se iba acercando. Y tanto en la casa solariega como en la parroquia y en la escuela no cesaban los preparativos. A Jahnke, fiel a su pasión por Fritz Reuter, se le ocurrió la idea, según él "especialmente ingeniosa", de que Bertha y Hertha representaran los papeles de Lining y Mining, naturalmente en dialecto; a Hulda le había asignado el de Kätchen von Heilbronn en la escena del saúco, con el teniente de húsares Engelbrecht haciendo de Wetter vom Strahl. Niemeyer, quien se atribuía la paternidad de la idea, no dudó un momento en reescribir la escena como una púdica moraleja dirigida a Innstetten y a Effi. Se sentía muy satisfecho de su propia obra, y después del ensayo recibió muchos comentarios elogiosos por parte de todos los asistentes, a excepción, claro está, de su benefactor y viejo amigo Briest, quien protestó airadamente, y no por razones literarias, al oír aquella mezcolanza de Kleist y de Niemeyer.

 — "Mi señor"… ¿Qué significa eso? Induce a error, lo tergiversa todo. Innstetten, de eso no hay duda, es un hombre ejemplar, un modelo de carácter y de integridad. Pero los Briest, y perdóname el berlinismo, Luise, los Briest no hemos salido del arroyo. Nosotros somos una familia histórica, y permitidme que añada que a Dios gracias, y los Innstetten no. Los Innstetten son, si me apuráis, un linaje antiguo, de vieja aristocracia, pero ¿qué quiere decir vieja aristocracia? No pienso consentir que una Briest, ni tan siquiera un personaje de retablo en el que todo el mundo verá el reflejo de nuestra Effi… no pienso consentir que una Briest, ya sea en persona o en personaje, trate a nadie de "mi señor". Para eso haría falta que Innstetten fuera, como mínimo, un Hohenzollern no reconocido, que los hay. Pero este no es el caso, así que me limito a repetir que esto lo tergiversa todo.

Y Briest siguió aferrado con obstinación durante un tiempo a este punto de vista. No fue hasta después del segundo ensayo, en el que "Kätchen" aparecía ya medio caracterizada con un ceñido corpiño de terciopelo, cuando se sintió impelido  — nunca escatimaba elogios en favor de Hulda —  a hacer la siguiente observación, "Kätchen está muy bien", un viraje que equivalía prácticamente a una rendición o que, al menos, conducía a ella.

Ni que decir tiene que todo esto se llevaba en secreto con respecto a Effi, lo cual hubiera sido del todo imposible si esta hubiese mostrado un poco de curiosidad. Sin embargo, Effi sentía muy poco interés por los preparativos y las sorpresas planeadas. Ya se lo había dicho a su mamá de forma rotunda:

 — Lo veré todo cuando llegue el momento; entretanto, puedo esperar tranquilamente.

Y como la madre expresara sus dudas, Effi volvió a asegurarle que así era, que debía creerla. A fin de cuentas, se trataba de una simple función de teatro. Y más hermosa y poética que La Cenicienta, que habían visto durante su última noche en Berlín, más bella y más poética, repitió, no podía ser. En esa obra sí que le hubiera gustado a ella actuar, aunque no fuese más que para pintarle una raya de tiza en la espalda al ridículo profesor del internado.

 — Y qué emocionante el último acto. El despertar de Cenicienta convertida en princesa, o al menos en condesa; parecía realmente un cuento de hadas.

Ahora hablaba a menudo de este modo, solía mostrarse más animada y expresiva, y sólo la enojaban el continuo cuchichear y el secreteo que se traían las amigas.

 — Me gustaría que no se diesen tanta importancia y que estuviesen más por mí. Luego, cuando se olviden de sus frases y no sepan seguir, tendré que sufrir por ellas y avergonzarme de que sean mis amigas.

Tales eran las irónicas observaciones de Effi, y resultaba evidente que ni la fiesta de vigilia ni la boda en sí la interesaban demasiado. Aquella actitud daba que pensar a la señora Von Briest, quien sin embargo no llegó a inquietarse, porque Effi  — y eso era buena señal —  se preocupaba bastante de su porvenir, y, fantasiosa como era, se explayaba durante horas imaginando cómo sería su vida en Kessin, con unas descripciones que, para gran diversión de su madre, revelaban una muy curiosa noción de la Pomerania Oriental. Se complacía en describir Kessin, tal vez de forma inteligentemente calculada, como un lugar casi siberiano, de hielos y nieves poco menos que perpetuos.

 — Hoy ha llegado el último envío de los almacenes Goschenhofer  — dijo la señora Von Briest, sentada como de costumbre con Effi a la mesa de labor de la galería lateral, sobre la cual se iban acumulando las piezas de lencería y ropa blanca que iban dejando sin espacio a los cada vez más escasos periódicos — . Creo que ya lo tienes todo, Effi. Pero si todavía deseas algún pequeño capricho, debes decirlo ahora, a ser posible ya, pues papá ha vendido muy bien la cosecha de colza y está de un buen humor inusitado.

 — ¿Inusitado? Él siempre está de buen humor.

 — De un buen humor inusitado  — recalcó la madre — . Y hay que aprovecharlo. Así que dime: durante nuestra estancia en Berlín, en varias ocasiones me dio la impresión de que te quedaron por comprar algunas cosas que te hacían especial ilusión.

 — Qué quieres que te diga, mamá querida. En realidad ya tengo todo lo que se necesita, quiero decir, lo que se necesita aquí. Pero como por lo visto estoy destinada a irme tan al norte… y que conste que no me parece mal, al contrario, estoy deseando poder contemplar las luces del norte y el resplandor más claro de las estrellas… como al parecer estoy destinada a ir allí, me hubiera gustado tener un abrigo de pieles.

 — Pero Effi, hija mía, eso es una auténtica locura sin sentido. ¡Cualquiera diría que te marchas a San Petersburgo o a Arkángel!

 — No, pero Kessin está camino de allí…

 — Claro, hija mía, claro que está camino de allí… Pero eso no quiere decir nada. Cuando viajas de aquí a Nauen, también estás camino de Rusia. En fin, si lo que deseas es un abrigo de pieles, lo tendrás. Sin embargo, no te lo aconsejo. Llevar pieles es para personas de más edad, e incluso tu vieja madre es todavía demasiado joven para eso. Y si con tus diecisiete años te presentas allí con una piel de nutria o de marta, la gente de Kessin va a creer que vas disfrazada.

Esta conversación tuvo lugar el 2 de septiembre, y sin duda se hubiera prolongado si ese día no se celebrara la conmemoración de la victoria de Sedán. Así pues, la charla se vio interrumpida por el estridente sonido de pífanos y tambores, y Effi, que sabía que se preparaba un desfile pero lo había olvidado por completo, se levantó de un salto de la mesa de labor, atravesó a todo correr la rotonda y la orilla del estanque, y se dirigió hacia un pequeño mirador adosado al muro del camposanto, al cual se ascendía mediante seis pequeños escalones no mucho más anchos que los travesaños de una escala de mano. En un santiamén estaba ya arriba, justo en el momento en que se acercaban en formación todos los chicos de la escuela, conducidos por Jahnke, muy solemne a la derecha del grupo, y precedidos de un pequeño tambor mayor en cuyo rostro se pintaba la expresión de un combatiente que marchase a luchar de nuevo a Sedán. Effi le saludó agitando el pañuelo, y él no dudó en responderle con un contenido pero enérgico movimiento de su reluciente baqueta.

Una semana más tarde, madre e hija volvían a estar sentadas en su rincón habitual, entregadas como de costumbre a su tarea. Hacía un día magnífico; el heliotropo que crecía en un hermoso parterre en torno al reloj de sol todavía estaba en flor, y una ligera brisa llevaba su aroma hasta ellas.

 — ¡Ah, qué bien me siento aquí!  — dijo Effi — . Me siento tan bien y tan feliz que no imagino que ni en el cielo se pueda estar mejor. Y, además, quién sabe si en el cielo habrá un heliotropo tan maravilloso como este.

 — Pero Effi, hija, no debes hablar de esa manera; en eso has salido a tu padre, para quien nada sagrado existe, y quien el otro día tuvo hasta el atrevimiento de decir que Niemeyer se parecía a Lot. ¡Habráse visto! Además, ¿qué significa eso? En primer lugar, él no sabe cómo era Lot, y en segundo lugar, es una enorme falta de respeto hacia Hulda. Suerte que Niemeyer tiene una sola hija, lo cual da al traste con su comparación. En una cosa sí tenía razón: en todo cuanto dijo acerca de "la mujer de Lot", la esposa de nuestro buen pastor, quien con su comportamiento necio y pretencioso volvió a estropearnos la fiesta de Sedán. Y esto me trae a la memoria la conversación que manteníamos cuando nos interrumpió el desfile de Jahnke con los chicos de la escuela… Supongo que el abrigo de pieles del que me hablaste no es tu único deseo.

¿Por qué no le cuentas a tu madre, tesoro mío, qué otras cosas te harían ilusión?

 — Nada, mamá.

 — ¿Nada, en serio?

 — Nada, de verdad. Aunque bueno… si tuviera que elegir algo…

 — Sería…

 — Un biombo japonés con pájaros negros y dorados, con largos picos como grullas… y tal vez una lámpara para nuestro dormitorio, con una tulipa de luz roja.

La señora Von Briest guardó silencio.

 — ¿Lo ves, mamá? Ahora te quedas callada y pones una cara como si hubiera dicho alguna inconveniencia.

 — No, Effi, no es ninguna inconveniencia. Y menos delante de tu madre. Porque yo te conozco. Eres una personita fantasiosa, y te gusta imaginarte tu futuro como una serie de escenas que, cuanto más colorido les pones, más lindas y deseables te parecen. Me di cuenta de ello cuando comprábamos las cosas para el viaje. Y ahora te figuras que sería maravilloso poseer un biombo con toda clase de animales fabulosos, bañado en la luz mortecina de una lámpara rojiza. Te lo imaginas como un cuento de hadas, y tú quieres ser la princesa de ese cuento.

Effi tomó la mano de su madre y la besó.

 — Sí, mamá, yo soy así.

 — Sí, así eres tú, hija mía. Lo sé muy bien. Pero, mi querida Effi, en la vida debemos ser prudentes, sobre todo nosotras, las mujeres. En un lugar pequeño como Kessin, donde por las noches apenas se puede ver un farol encendido, se reirían de una cosa así. ¡Y si sólo se contentaran con reírse…! Los que no te tengan simpatía, y de estos nunca faltan, hablarán de mala educación, y algunos pueden llegar incluso a decir cosas peores.

 — Pues entonces, nada de biombo japonés, ni tampoco de lámparas. Pero debo confesarte que me había imaginado que sería muy bonito y poético verlo todo bajo un resplandor rojizo.

La señora Von Briest se sintió conmovida. Se puso en pie y besó a Effi.

 — Eres una niña. Hermosa y poética. Eso no son más que fantasías. La realidad es muy distinta, y muchas veces es preferible que, en lugar de luz y resplandor, haya sólo oscuridad.

Parecía que Effi se disponía a contestar cuando llegó Wilke con las cartas. Una era de Innstetten, desde Kessin.

 — Ah, de Geert  — dijo Effi y, tras guardársela en un bolsillo, continuó hablando tranquilamente — : Pero tendrás que permitirme que coloque el piano en diagonal en la sala. Eso es más importante para mí que la chimenea que Geert me ha prometido. Y tu retrato lo pondré sobre un caballete; no podría estar del todo sin ti. ¡Ah, cuánto voy a añoraros! Tal vez ya durante el viaje, y una vez en Kessin ni te digo. Por lo visto, allí no hay ninguna guarnición, ni siquiera un médico militar, y suerte que al menos es una estación balnearia. El primo Briest, y eso me consuela un poco, siempre envía a su madre y a su hermana a Warnemünde, y lo cierto es que no veo por qué no podría destinarlas alguna vez a Kessin. Eso de "destinarlas" suena muy a Estado Mayor, que es a lo que él, si no me equivoco, ambiciona llegar. Y entonces, claro está, podría venir él también y quedarse en casa con nosotros. Además, hace poco me han contado que Kessin dispone de un vapor bastante grande que hace la ruta a Suecia dos veces por semana. Y en ese barco hay baile, naturalmente con su orquesta, y él baila muy bien…

 — ¿Quién?

 — Pues Dagobert.

 — Creí que te referías a Innstetten. En fin, creo que ya es hora de saber lo que te dice… Todavía tienes la carta en el bolsillo.

 — Es verdad. Casi lo había olvidado. Abrió la carta y le echó un rápido vistazo.

 — Y bien, Effi, ¿no dices nada? No veo que te alegres, ni siquiera que sonrías. Y eso que sus cartas son siempre muy divertidas, sin ningún aire de seriedad o paternalismo.

 — Es que yo tampoco se lo consentiría. Él tiene su edad y yo mi juventud. Le amenazaría con el dedo y le diría: "Geert, piénsatelo bien, a ver qué es mejor".

 — Y él te contestaría: "Lo tuyo, Effi, es siempre lo mejor". Pues es no sólo un hombre de exquisitas maneras, sino además justo y comprensivo, y sabe muy bien lo que significa ser joven. Es algo que siempre dice, y procura mantenerse en sintonía con la juventud. Si sigue así después de casados, seréis un matrimonio ejemplar.

 — Así lo creo yo también, mamá. Pero… ¿sabes una cosa? Casi me avergüenza decirlo, pero lo cierto es que no estoy muy a favor de eso que llaman un matrimonio ejemplar.

 — No me extraña, viniendo de ti. Y entonces dime: ¿de qué estás a favor exactamente?

 — Bueno, pues… estoy a favor de la afinidad y de compartirlo todo, y naturalmente también de la ternura y el amor. Y si la ternura y el amor no pueden ser, porque, como dice papá, el amor no son más que bobadas, aunque a mí no me lo parezca, pues entonces estoy a favor de la riqueza y de una casa distinguida, muy distinguida, a la que el príncipe Federico Carlos vaya a cazar alces y urogallos, y en la que también se hospede a su paso el viejo káiser y tenga para cada dama, incluso para las más jóvenes, una palabra amable. Y cuando estemos en Berlín, entonces estoy a favor de los bailes de la corte y de las funciones de gala en la ópera, siempre muy cerca del palco imperial.

 — ¿Lo dices llevada por tus fantasías, o simplemente estás de broma?

 — No, mamá, lo digo muy en serio. Lo más importante es el amor, pero inmediatamente después están el brillo y los honores, y luego la diversión; sí, distraerme siempre con cosas nuevas, algo que me haga reír o llorar. Lo que no puedo soportar es el aburrimiento.

 — ¿Y cómo has podido vivir entonces con nosotros?

 — Oh, mamá, ¿cómo puedes decir algo así? Está claro que en invierno, cuando se presentan nuestros queridos parientes y se quedan unas seis horas, y a veces más, y la tía Gundel y la tía Olga me pasan revista de arriba abajo y me encuentran insolente (la tía Gundel así me lo ha dicho), entonces sí, debo reconocer, que no me hace mucha gracia. Pero, por lo demás, aquí siempre he sido muy feliz, tan feliz…

Y al decir esto, se arrodilló entre grandes sollozos a los pies su madre y le besó las manos.

 — Levántate, Effi. Estos estados de ánimo son naturales en las jóvenes que, como tú, están a punto de casarse y se enfrentan a un futuro lleno de incertidumbre. Y ahora léeme la carta, si es que no contiene nada de particular, o tal vez algún secreto.

 — ¡Secretos!  — Effi se echó a reír y se puso en pie con un humor totalmente cambiado — . ¡Secretos! Sí, a veces parece como si se lanzara un poco, pero por lo general todo lo que sigue podría colgarse en el tablón de edictos del ayuntamiento. Después de todo, Geert es gobernador.

 — Vamos, lee.

 — "Querida Effi…". Así comienza siempre, y a veces me llama también su "pequeña Eva".

 — Venga, lee. Sigue leyendo.

 — Está bien…

Querida Effi: