Einstein y la relatividad - Paul Strathern - E-Book

Einstein y la relatividad E-Book

Paul Strathern

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Beschreibung

A partir del momento en que Einstein publicó, en 1905 y 1917, sus revolucionarios trabajos sobre su teoría de la relatividad, la visión que el ser humano tenía del mundo y del universo cambió para siempre. Einstein y la relatividad presenta una instantánea brillante de la vida y la obra de Einstein dentro de su contexto histórico y científico, y explica, de un modo claro y accesible, el significado y la importancia de su teoría de la relatividad, además de la manera en que esta ha cambiado y determinado el progreso de la ciencia en el siglo XX.

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Siglo XXI

Paul Strathern

Einstein y la relatividad

en 90 minutos

Traducción: Paloma Farré

Revisión: José A. Padilla

Diseño de portada

RAG

Motivo de cubierta:

www.deimagenesyfotos.com

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

The Big Idea: Einstein and Relativity

© Paul Strathern, 1997

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 1999, 2014

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1687-6

Introducción

Einstein cambió el universo pero murió como un fracasado. Su teoría de la relatividad le sitúa como la mente científica más prodigiosa desde Newton. La relatividad supuso el fin de nuestra concepción del espacio y del tiempo y dejó entrever un mundo inconcebible anteriormente. Su célebre fórmula E = mc2 demostró que la materia se podía transformar en energía y, de este modo, anunció la era nuclear, además de realizar una importante aportación a la teoría cuántica. Sin embargo, en última instancia, Einstein no fue capaz de aceptar las implicaciones de sus descubrimientos, en especial en lo referente a la teoría cuántica. En consecuencia, desperdició más de un cuarto de siglo buscando una teoría global que su propio trabajo había hecho imposible.

Durante la última mitad de su vida Einstein se convirtió en una institución pública: «el mayor genio del mundo», un absurdo que aceptó de buena gana y que utilizó de un modo ejemplar para luchar incansablemente contra los males, desde el antisemitismo hasta las armas nucleares. La imagen que dio al mundo fue la típica del genio distraído. El Einstein hombre era ambicioso, muy consciente de sus dotes excepcionales y, en el fondo, una figura trágica. El mérito social le importaba poco en comparación con su fracaso a la hora de explicar el mecanismo esencial del universo con su teo­ría del campo unificado.

Vida y obra

Albert Einstein, de padres judíos alemanes, nació el 14 de marzo de 1879 en Ulm, una pequeña ciudad del sur de Alemania. Su madre era la hija culta de un comerciante de grano que provenía de Stuttgart y que disfrutaba tocando el violín; cuando nació Albert solo tenía 21 años. Su padre, Hermann, era un hombre afable y sociable; llevaba un gran bigote, sabía apreciar una jarra de buena cerveza alemana y le gustaba recitar poemas.

Era la época de la Alemania de «sangre y hierro» bajo el mandato del canciller Bismarck, cuando hasta los cocheros llevaban uniforme. Los judíos se habían emancipado en 1867, y en el año en que nació Albert se utilizó por primera vez la palabra «antisemitismo» en un artículo de una revista alemana.

Un año después del nacimiento de Albert, el negocio de material eléctrico de su padre fracasó y la familia se trasladó a los alrededores de Múnich para vivir en la casa de Jakob, el hermano de Hermann, donde los dos hermanos pusieron en ­marcha un pequeño taller de electroquímica.

Lo que distinguía al Albert niño era su lentitud y su carácter algo soñador. Había sido víctima de una ruptura familiar («la pérdida del paraíso», como lo llaman los psicólogos) y su padre era un fracasado. Estas circunstancias se repiten con sorprendente frecuencia en el entorno familiar de los genios (Herr Johann van Beethoven, el cantante borracho; Mr. John Shakespeare, el guantero poco de fiar, etc.) aunque, por lo demás, la primera infancia de Albert no tiene nada de excepcional.

El padre de Albert no era religioso y se consideraba a sí mismo una persona muy adaptada. En consecuencia, envió al joven Albert a una escuela católica, donde se encontró con que era el único judío en clase. Como casi todo lo demás en Alemania, las escuelas se regían por normas militares. Los profesores de los más pequeños se enorgullecían de actuar como sargentos pedantes y mandones. El joven Albert se aburría, aprendió poco y desarrolló un profundo rechazo hacia la autoridad que no le abandonaría en toda su vida. En casa, su madre le puso a estudiar violín; él disfrutaba con ello y aprendió a tocar bien: otra habilidad que no le abandonaría en su vida. La preocupación principal del padre de Albert era mantener a flote el negocio familiar en una época de recesión económica, pero realizó algún intento esporádico para que su hijo se interesara en algún asunto académico. Un día le mostró una brújula a su hijo y este le preguntó por qué la aguja siempre apuntaba en la misma dirección. Hermann le explicó que se debía al magnetismo, pero Albert quería saber cómo se las apañaba el magnetismo para atravesar el espacio: a esta pregunta Hermann no tenía respuesta.

Esa noche, Albert permaneció despierto sopesando cómo una fuerza invisible podía atravesar el espacio.

Al mismo tiempo, «Onkel Jakob» introdujo al chico en el álgebra. «Es una ciencia divertida», le explicó. «Cuando no podemos atrapar al animal que tratamos de cazar, le llamamos x temporalmente y continuamos la caza hasta que lo cazamos.» Bertl («Albertito», su apodo familiar) enseguida se aficionó.

En 1891, cuando Einstein tenía 12 años, otro profesor aficionado apareció en escena. En aquellos días, entre las familias judías centroeuropeas, los jueves se acostumbraba a invitar a cenar a un miembro pobre de la comunidad. El hogar de los Einstein recibía a Max Talmey, un estudiante de medicina. Max empezó a prestarle libros de divulgación científica al joven Bertl, cuyo cerebro, que por otra parte era muy vago, devoró a toda velocidad. Una vez más, Einstein desarrolló una cualidad que no le abandonaría en toda su vida. Era una persona muy autodidacta y prestaba poca o ninguna atención a lo que decían sus profesores. Prefería ir a lo suyo y hacer las cosas a su manera. El resultado fue una profundidad de conocimiento excepcional, acompañada de una frecuente dificultad con los exámenes más elementales.

Max Talmey pronto empezó a traerle libros sobre geometría plana y, al instante, el chico estaba aprendiendo cálculo. Cada semana, Max com­probaba los progresos que realizaba Albert, hasta que finalmente tuvo que admitir que «ya no podía seguirle». Max le animó en vano a que leyera libros de medicina y de biología, pero a Albert no le interesaban. No suponían suficiente reto intelectual: aparentemente, solo le interesaba tratar de abarcar nociones complejas y descubrir los principios implicados subyacentes.

De este modo, el estudiante de medicina comenzó a introducir a Albert en su asignatura preferida: la filosofía. El joven adolescente que padecía «dificultades de aprendizaje» en la escuela comenzó a estudiar las obras de Kant, que son endiabladamente difíciles: metafísica alemana en su versión más prolija y oscura. De hecho, puede que en este gesto de Max incluso hubiera algo de malicia en un intento de poner a Albert en su sitio. Pero la obra de Kant contenía el sistema filosófico más fascinante de todos, una estructura de profundidad excepcional que pretendía explicar absolutamente todo. Anteriormente, Einstein se ­había enfrentado a sutilezas y refinamientos intelectuales, a conceptos que requerían una concentración extrema tan solo para entenderlos y a técnicas brillantes. Pero con Kant aprendió, por primera vez, lo que la mente en toda su gloria es capaz de alcanzar: un sistema que abarque el universo. Einstein nunca olvidó esta lección. La broma de Max, si es que fue una broma, iba a tener consecuencias palpables.

En 1894, cuando Einstein tenía quince años, el negocio de su padre quebró una vez más. La familia se mudó a Italia, donde su padre estableció una nueva fábrica cerca de Milán. Pero a Albert lo dejaron en una casa de huéspedes en Múnich para que obtuviera el diploma del Instituto Luitpold. Esto le permitiría entrar en la universidad, donde obtendría un título de ingeniero y después se uniría al negocio familiar. La familia de su madre financiaría sus estudios hasta que Hermann se recuperara.

En seis meses Einstein sufrió una crisis nerviosa y le expulsaron del instituto porque (según su propio relato) su presencia en clase era «un trastorno y alteraba a los demás alumnos». Puede que la crisis nerviosa fuera fingida con el fin de que le enviaran a Italia junto a sus padres. Pero parece que la expulsión sí fue real. Einstein había desarrollado una aversión especial a la disciplina y, de acuerdo con sus memorias, consideraba el plan de estudios académico como una mezcla de engaño, de improcedencia y de aburrimiento. Por lo que respecta a la Grecia antigua, la historia, la geografía y, sorprendentemente, la biología y la química, ni siquiera se molestó en probar. Comenzaba a ser consciente de la precocidad de su intelecto (que dejaba atrás a todos en matemáticas y física), lo cual le infundió una acusada seguridad en sí mismo. Y esto, en combinación con cierto grado de inmadurez, le hacía parecer insolente y engreído.

Albert disfrutó de un año muy agradable en Italia. No iba a la escuela, aunque parte de su tiempo lo dedicaba a escribir sobre uno de los problemas científicos más difíciles del momento: la relación entre la electricidad, el magnetismo y el éter (el medio invisible que transmitía ondas electromagnéticas). Desde un punto de vista profesional, esto no añadía nada original, pero era una proeza admirable en una persona de dieciséis años. Además demostraba que seguía pensando en el magnetismo y en el modo en que este viajaba a través del espacio.

A finales del año, realizó el examen de admisión en la Eidgenössische Technische Hoch­schule en Zúrich (comúnmente conocida como la Politécnica de Zúrich). El profesor de física, Heinrich Weber, estaba asombrado con sus sorprendentes notas en matemáticas y física. Sin embargo, su padre, Hermann, reaccionó de un modo un tanto distinto cuando se enteró de sus notas en francés, biología, historia y otras asignaturas. Einstein había suspendido de un modo estrepitoso, y casi seguro que lo hizo adrede, pues no deseaba embarcarse en un curso de ingeniería que culminaría con su adhesión al negocio de material eléctrico de su padre. Sin embargo, gracias a la intervención personal del profesor Weber, le ofrecieron una plaza en la Politécnica de Zúrich para el año siguiente. Solo había una condición añadida: Einstein tenía que asistir a una escuela, a cualquier escuela, durante el año que mediaba.