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Sara y Mateo deben catalogar la herencia de un matrimonio fallecido en accidente de tráfico tres años antes. Al entrar en su casa harán un insólito descubrimiento: el cadáver momificado de un hombre que parece haber muerto sin más, sentado allí, esperando quién sabe qué. Antes de notificar el hallazgo deciden investigar la casa y sus secretos; la vida de sus acomodados propietarios, la identidad del cadáver y, sobre todo, hasta qué punto puede tener relación con este el heredero de la fortuna y las obras de arte que contiene la casa. Se trata de un sobrino lejano que vive en Sudáfrica. Es anticuario, es fascinante y es extrañamente misterioso, libertino y amoral. De manera inevitable, las vidas de Sara y Mateo cambiarán tras conocerlo. Sentirán en sí mismos el mal y el amor, notarán cómo fuerzas contrarias los unen y los separan. Hallarán respuestas a las preguntas sobre lo que ocurrió y, tal vez, gracias a su búsqueda, habrán encontrado una ruta que les hable sobre sí mismos. Con El agua roja, Íñigo Eñaga nos sumerge en una trama hipnótica, medida al milímetro, con protagonistas inolvidables de un inusual carisma. Una novela con una atmósfera envolvente y una tensión creciente dignas de la mejor Patricia Highsmith. Y con un protagonista inolvidable a la altura del mismísimo Ripley.
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Seitenzahl: 277
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Íñigo Redondo Egaña, bilbaíno y de otros lugares, ha sido consultor y gestor de proyectos internacionales de tecnología y procesos de negocio. Ha residido nueve años en México, Perú y Argentina y ha trabajado largos periodos en países europeos. Hoy es escritor.
Es autor de cinco novelas, dos libros de cuentos y un poemario que permanece vivo y crece despacio. Ha sido finalista o ganador de certámenes de relatos como Las dalias, Getafe negro y otros, y ha publicado cuentos en revistas literarias. Ha sido compilador y coordinador de la antología Un lugar tan encantador. Hotel California: nueve cuentos y un porqué. Ha participado también en las antologías Cien instantes en un santiamén y Aztarnak. El agua roja es su primera novela publicada.
Sara y Mateo deben catalogar la herencia de un matrimonio fallecido en accidente de tráfico tres años antes. Al entrar en su casa harán un insólito descubrimiento: el cadáver momificado de un hombre que parece haber muerto sin más, sentado allí, esperando quién sabe qué.
Antes de notificar el hallazgo deciden investigar la casa y sus secretos; la vida de sus acomodados propietarios, la identidad del cadáver y, sobre todo, hasta qué punto puede tener relación con este el heredero de la fortuna y las obras de arte que contiene la casa. Se trata de un sobrino lejano que vive en Sudáfrica. Es anticuario, es fascinante y es extrañamente misterioso, libertino y amoral. De manera inevitable, las vidas de Sara y Mateo cambiarán tras conocerlo. Sentirán en sí mismos el mal y el amor, notarán cómo fuerzas contrarias los unen y los separan. Hallarán respuestas a las preguntas sobre lo que ocurrió y, tal vez, gracias a su búsqueda, habrán encontrado una ruta que les hable sobre sí mismos.
Con El agua roja, Íñigo Egaña nos sumerge en una trama hipnótica, medida al milímetro, con protagonistas inolvidables de un inusual carisma. Una novela con una atmósfera envolvente y una tensión creciente dignas de la mejor Patricia Highsmith. Y con un protagonista inolvidable a la altura del mismísimo Ripley.
ÍÑIGO EGAÑA
Para Josep Forment, siempre con nosotros
Publicado por:
EDITORIAL ALREVÉS, S.L.
C/ Torrent de l’Olla, 119, Local
08012 Barcelona
www.alreveseditorial.com
© 2025, Íñigo Redondo Egaña
© de la presente edición, 2025, Editorial Alrevés, S.L.
ISBN: 978-84-10455-26-9
Producción del ePub: booqlab
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Marcelo Luján,
Pequeños pies ingleses
y es que es así, es que puedes morir sentado, eso pienso al verlo, que ha muerto sentado, y si nadie te ve, parece que puedes seguir sentado por siglos, no por toda la eternidad, aunque sería mucho más bonito dicho así, pero no, porque la piel, los huesos y las tripas se rompen y se corrompen y después se hacen polvo y se volatilizan, tarde o temprano, no duran toda la eternidad, qué va, de ninguna manera, pero en su caso parece que sí, eso parece, que nada se pudre, porque tiene la cara seca como pergamino, pegada a las mejillas y las mandíbulas, pero entera, así que imagino que si yo hubiera sido una amiga suya lo habría reconocido, así de bien está la cara, y además tiene los pelos casi bien peinados, caen algunos sueltos y secos sobre la frente, pero se ve la raya que lo ordena todo, y, como no me basta con mirarlo, no me quedo quieta simplemente mirando, me acerco a él
y no hay carne debajo, no hay nada blando, los ojos están abiertos y dentro hay unas bolas arrugadas, amarillas y sin rastro del moquillo de las lágrimas, tiene poca barba y, como me pego mucho a él, puedo ver pelos duros muertos cuando comenzaban a brotar, y veo que deja reposar un brazo sobre el brazo del sofá, el otro descansa sobre sus piernas, como si la mano acabara de regresar desde la mesa baja, delante, donde hay una copa de coñac vacía y teñida del color pardo del resto del licor que estuvo allí y que se ha evaporado
y me siento en la butaca que hay enfrente, sin pensar ni un momento en la capa de polvo, o sí pienso en ella, pero no me importa, mejor me fijo en él, y veo que vestía bien y sigue siendo elegante, y en cuanto estoy sentada, no sé por qué, necesito hablar con él, no decido hacerlo sino que lo hago, sin más, así que hablo, hablo con él
he venido a ver la casa, le digo
seguro que conocías a los dueños
a los señores que vivían en la casa
y no contesta nada, claro, pero yo espero alguna respuesta, así que insisto y tampoco contesta y decido levantarme para ir al mueble bar porque he visto que hay botellas y que hay también vasos y copas bocabajo, y como tengo pañuelos de papel en el bolso, saco uno y limpio el polvo del borde y los lados, luego elijo una botella muy bonita, la más bonita, que tiene escrito algo en francés, y me sirvo y vuelvo a sentarme con él y entonces sí me habla
es muy bueno, me dice
no es fácil de encontrar
me refiero a ese armañac
está rico, le digo
me gusta
huele a madera
y también a humo
buena elección, me dice
disfrútalo
y dice eso y así comenzamos nuestra primera charla y charlamos durante un buen rato de todo un poco, porque es un hombre interesante, que sabe de libros y de música, y, como le digo que me gustan las canciones de los setenta y los ochenta, me habla de todos los grupos y me demuestra que conoce su vida y milagros, y me cuenta que sus preferidos son Hendrix, de fuera, y Martín Prado, de aquí, porque él aunque viviera fuera se mantenía en contacto con lo que pasaba aquí, y me dice también que ha leído todo lo de Bioy Casares, hasta que dejamos de hablar y me quedo pensando que dónde habrá vivido, porque si ha vivido fuera será en el extranjero, vete a saber, y poso el pañuelo de papel sobre la mesita, doblado en cuatro, junto a su copa, y dejo sobre el pañuelo de papel el vaso vacío, del revés, y así me levanto y me despido
hasta mañana, le digo
estaré aquí, me dice
La casa había pasado por mejores tiempos, pero era una propiedad de lujo, fácil de convertir de nuevo en una residencia singular. Estaba en una colonia antigua que con el paso de los años se había encontrado metida en medio de la ciudad y sin embargo mantenía la privacidad y la exclusividad, algo muy valioso estando como estaba a un paso del bullicio urbano. Se veía la entrada en una curva de una calle corta, con poco muro al exterior, pero la finca era de las más grandes de la colonia. No me fiaba del estado en que encontraría la entrada si la vegetación había crecido sin control, pero fui a verla, aunque me arriesgaba a no poder entrar. El jardín era inmenso y se había convertido en una masa bicolor, verde de hojas de todos los tamaños y, debajo, amarilla de sequedad. Había árboles grandes, un privilegio en la ciudad. Pero aquella abundancia no llegaba a la verja de entrada. Sortear las basuras de los diez o quince metros que llevaban a la puerta principal de la casa era también sencillo. Y las llaves, pese a haber dormido años en un cajón de la notaría, funcionaron en cuanto las probé. Así que el primer día ya pude verla. La casa me lo ponía fácil.
Yo estaba emocionada.
Decidí comenzar por arriba, subí hasta el segundo piso. Eran dos pisos y la planta baja, y había además una torrecilla que llamaba la atención desde fuera a la que se llegaba por una escalera preciosa con baranda de madera oscura tallada. Había buenas maderas por todas partes. Quería ver el estado general e ir entrando en las estancias durante la bajada. Las ventanas no estaban tapadas ni estaban echadas las contraventanas. Podía darme el paseo por la casa a plena luz. Estaba bien hecha. A pesar de los años de abandono no veía la capa de polvo tan gruesa como me habría gustado ni tenía grietas ni manchas, y digo eso porque habrían creado una mejor escenografía para la situación. Tonterías mías. Creo que soy bastante teatral. Nada más comenzar la revisión, arriba del todo, en el despacho o el estudio grandísimo que ocupaban por completo el ático y la torrecilla, lo encontré, sentado.
Por la tarde, en su terraza, Sara miraba la ciudad y pensaba en la casa que acababa de ver. Era una propiedad excelente. Se preparó una infusión de manzanilla. Recordaba la charla con los abogados, el viernes. Se alegraba de no haber esperado al lunes para hacer la primera visita.
Los dos se habían quitado la chaqueta y las habían dejado en los respaldos de las sillas. Demostraban así que habían terminado la jornada en el despacho. Estaban en una terraza, en la sombra, bebían cerveza. Cuando llegó, a Sara le sorprendió ver que el abogado estaba acompañado por su socio, o no le sorprendió, sino que en esta ocasión no lo esperaba. Habían estado tres veces cenando juntos, en formato doble pareja: una pareja real: su amiga y su marido el abogado, y otra pareja propuesta o configurada por la real: ella y el socio del marido de su amiga en el bufete. Cosas de amigas. La suya, su amiga, le reprochaba que dedicara su tiempo solo a la agencia y a sus pisos, sus chalés y sus locales y decía que lo que necesitaba era un hombre para más que compartir fragmentos de noches y calor evaporado entre sábanas.
Ella también bebió cerveza. Tras los saludos, el abogado abrió la charla de trabajo.
—He pedido a Mateo que nos acompañe.
Sara sonrió a Mateo.
—Claro, perfecto, me alegro de verte, Mateo.
Habló directa y se notó que no era una frase movida por cortesías torcidas.
—Hemos pensado que se encargará él, está mucho más capacitado que yo para lo que se necesita.
A Sara le gustó de verdad que Mateo estuviera implicado. Era un hombre inteligente, ella siempre había pensado que mucho, algo tímido, sin embargo. Con ella desde el primer momento había sido brillante, poco parlanchín, pero muy agudo y casi siempre acertado. Con él se divertía. No se le había ocurrido que pudiera ser así, pero le gustaba la idea, prefería tratar lo relativo a la casa con él, no tenía duda. Mateo ya estaba al tanto del caso. Así que pudieron entrar en materia con rapidez.
Sara les contó que ya había visitado la casa, que era una propiedad de lujo dentro de la ciudad, que estaba llena de recuerdos de una vida, que estaba llena de cuadros, de libros, de objetos, que estaba en muy buen estado, muy bien mantenida, y no sería necesaria ninguna obra relevante, que bastaría con eliminar las hierbas del jardín y con pintar y retocar aquí y allá y que podría ponerle un buen precio y no pasaría demasiado tiempo a la venta. No les contó nada más, no sabía cómo contar algo más. Los abogados se alegraron. Para ellos, una actuación rápida era una ventaja, sus honorarios no serían menores por invertir menos tiempo. Les dijo que mientras contactaba con pintores o fontaneros para revisar todo, una vez que la casa estuviera vacía, prepararía la lista de enseres, los clasificaría y buscaría un anticuario para obtener valoraciones de lotes o de muebles u objetos concretos.
—Tendré que llamar a un anticuario.
—Eso quiere decir que lo que hay vale la pena, entonces.
—Eso creo.
Mateo intervino.
—Si no conoces a alguno, puedo darte un contacto.
También miraba a Sara directamente y sonreía. Quiso explicarle más.
—Es muy bueno. Puede negociar de todo, ya lo verás. Tiene colegas y asociados en Europa y los usará si piensa que es mejor vender fuera.
Hablaba con calma y sin titubeos, transmitía confianza y Sara pensó que harían buen equipo.
—Y conoce a todos en El Mercadillo de los Sábados para liquidar lo que no sea valioso. Bueno, él comenzó en El Mercadillo, de allí viene. Ahora su negocio es otra cosa.
—Me va a venir de perlas. Lo llamo mañana mismo, a ver si le interesa.
—Le interesará, es su trabajo. Su vida, en realidad. Los cachivaches y las maderas apolilladas son su vida. Han sido la vida de toda su familia desde hace muchos años.
Sara les explicó que hacer la lista no sería rápido, que necesitaría cuatro o cinco días y que de hecho tenía que ver en la agencia con quién de sus empleados podía contar para que la ayudara. Porque sola no terminaría nunca.
Mateo se entusiasmó sin mostrarlo.
—Yo te ayudo, si quieres.
—Bueno…, bien, claro, pero tendrás otras cosas de que preocuparte.
—Este cliente es importante.
Mateo juntó las manos como pidiendo perdón.
—Mañana y pasado no puedo, dame ese par de días libres. Pero después estoy a tus órdenes.
El marido de la amiga de Sara recibió una llamada en ese momento, miró su teléfono y dijo: el notario. Hizo un gesto a ambos indicando que sería bueno contestar y así lo hizo. Descolgó. Saludó. Hizo un intercambio de frases corteses sobre el trabajo propio y se interesó por el del notario. Terminó el diálogo así: no, no hará falta nada más. Esperó una respuesta y prosiguió: estamos organizando todo con Sara Depalacio. Tras una pausa brevísima, de confirmación, sonrió a ambos, asintió y añadió algo: de Ambassade Properties, sí, absolutamente confiable, sí, y se encargará Mateo directamente. Se despidió con parecidas frases corteses y colgó. Después sonrió satisfecho, hizo un comentario breve de orgullo de equipo, dio el último trago a su cerveza para ahogar la sonrisa. Su mujer se alegraría cuando le contara la reunión y la informara de que Sara y Mateo iban a trabajar juntos y que parecían encantados, sin necesidad de que hubieran tenido que reunirse a cenar una vez más. Escuchaba interesado cómo su socio proponía a Sara un posible procedimiento de trabajo.
—Tenemos un sistema de inventarios, que maneja fichas que puedo configurar.
—Ah, perfecto. Decidiremos qué datos nos interesa tener de cada cosa.
—Me llevo el pecé y voy completando la información en fichas. Iremos ficha a ficha, tú me vas dando los datos de cada objeto.
—Habrá que etiquetar.
—El sistema se encarga. Nos da una numeración o distintas series por categoría, como definamos, y llevaré etiquetas para cada cosa que hayamos revisado.
—Qué sofisticación.
—Iremos rápido, ya verás. Dos o tres días y listo.
Esa noche, tras aquel encuentro, Mateo mandó un mensaje: holaa, te puedo llamar??? Sara confirmó. Hablaron. Él quería decirle que estaba contento de haberse encontrado, que solo quería decir eso, que antes no había podido, o querido, estando los tres. Sara, que reía para sí misma, estuvo de acuerdo, y le dijo que había sido una sorpresa, que no esperaba encontrarlo allí, y que se había alegrado de verlo. Recordaron que Sara conocería al anticuario, ya había quedado con él, y Mateo le pidió que lo saludara de su parte, y le dijo que te sorprenderás cuando lo veas, aunque notarás su gesto duro, y le insistió en que es muy buen tipo, ya verás, y es muy bueno en su trabajo.
Por la tarde, en su terraza, Sara pensaba en la casa. Terminó la infusión de manzanilla.
y ahora mismo para empezar a revisar tengo que elegir por dónde, por qué lugar de la casa, porque ayer decidí comenzar por arriba y no revisé nada, pero me sigue gustando la idea de comenzar por arriba, es lo más práctico, así que subo a la torre, llego, trato de recomponer el resuello, respiro y cuando me digo que voy a comenzar lo oigo
buenos días, me dice
te estaba esperando
hola, le digo
mejor no cambies de bebida, me dice
toma hoy también un armañac
y dice eso y así entramos en nuestra segunda charla, porque no puedo evitar hablar con él y olvido todo, todo lo que tengo que hacer, así que cuando correspondo a su saludo siento algo que me hace sentir bien porque él es agradable y entonces lo miro y creo que le sonrío y él no me sonríe, pero no importa porque parece sonreír siempre
y miro sus manos, ayer no las miré o sí las miré pero no me fijé, y veo que la piel de sus manos es también de pergamino pero distinta y pienso que la piel de la cara parece de ternero nonato y la de las manos de cordero nonato, más pequeño y delicado, y sin que pueda evitarlo me acerco a su mano, la que reposa en su regazo, y la tomo, con mucho cuidado, para ver sus uñas que son perfectas, recortadas como un horizonte de mar contra el cielo, lo hago muy despacio porque pienso que podría quebrarse algo, el húmero o la muñeca o una falange tal vez, la más pequeña, la del dedo pequeño, y cuando levanto un poco esa mano la siento en las mías
y noto que esa piel es muy suave y aceitosa
y luego toco su cara y la comparo con la mano y creo que sí es del pergamino de un libro de horas medieval y cuando la acaricio la siento
y noto que esa piel es muy suave y que es de talco en polvo
y vuelvo a mi butaca a sentarme entonces y lo miro, lo veo rígido y tranquilo
yo los maté, me dice
perdón, qué, cómo, le digo
yo los maté, me dice
maté a los dueños
a la pareja de viejos
pero, le digo
no, me dice
no los maté
pero no hice nada
entonces, le digo
murieron porque no hice nada, me dice
por eso
y me quedo callada, sin esperar a que me diga más cosas, solo callada, pero supongo que debo esperar que diga más, porque lo que me ha dicho podría no ser lo único que quiera decirme, eso pienso, porque es algo que parece claro y directo y que debe ser suficiente, pero no lo es, es un sí pero no, y quizá no haya más que decir o él no quiera decir más, pero sí continúa
quería que lo supieras, me dice
yo los quería
mucho
y qué debo hacer yo, le digo
ahora que lo sé
que sé que pudiste haber hecho algo
qué hago ahora que lo sé
aunque no sé qué podrías haber hecho
no sé, me dice
yo tampoco lo sé
no sé qué podrías hacer tú ahora
porque ya murieron
y es él quien calla entonces y yo también y así permanecemos un rato, no sé si mucho rato, callados, creo que no mucho rato, pero parece mucho rato, y pasa ese momento y volvemos a mirarnos, si es que él me mira, porque no puede moverse ni puede mirar, pero sé que me mira
deberías revisar en qué estado está la casa, me dice
deberías comenzar ya
y me levanto y veo su copa con la película parda del licor evaporado hace mucho y veo mi copa dada la vuelta sobre el pañuelo de papel y me doy cuenta de que no me he servido el armañac
mañana tomaremos algo, le digo
hoy ya no hay tiempo
de acuerdo, me dice
vuelves mañana
vuelve
adiós, le digo
vuelvo mañana
y pienso que él me ha contado poco, o nada, o que ha querido decir mucho, que solo me ha contado una cosa y me pregunto por qué me ha contado esa sola cosa y si es cierta esa cosa, y comprendo que no he comprendido, y me pregunto también por qué yo no le he preguntado nada cuando me lo ha contado y me pregunto si él me habría respondido
Tenía que hacer la revisión inicial y la casa era grande, me llevaría una semana fácilmente y no quería entretenerme más de la cuenta, porque, aunque no sabía nada de antigüedades ni de trastos y no podía evaluar por mí misma si todas las cosas que había tenían mucho o poco valor, sí necesitaba hacerme una idea del tiempo que me haría falta para componer la lista completa. Esa lista era fundamental, se la tendría que mandar al cliente y darle copia al abogado. Quería que la tuvieran los dos cuanto antes, tenía que trabajar con muchísima transparencia, con eficacia máxima, con rapidez y sentido práctico. Quizá tendría que buscar en la oficina alguien que me ayudara unos días, en cualquier caso. Habría que ver si los trucos que prometía Mateo aceleraban las cosas.
Subí hasta el estudio de la torrecilla. Ya no me pregunté si él, sentado, podría ser un maniquí o un muñeco, como hice el día anterior. Tampoco me puse nerviosa, porque ya sabía que estaba allí y que estaba muerto. Quise no entretenerme mucho tiempo. En la bajada entré en todas las habitaciones, en los baños y en la cocina, en la despensa y en el comedor. En todas vi cuadros y pequeñas esculturas y algunas porcelanas, me llamaron mucho la atención dos colmillos de elefante verticales que formaban un arco como si la entrada al comedor fuera la de un templo. Había muebles sencillos y elegantes, no había angelotes ni volutas ni terciopelos pesados ni candelabros dorados sino muchas cosas sin adorno, de líneas simples, muchas, eso sí. Los muebles parecían europeos, nórdicos, de los años sesenta, quizá alguno anterior, había visto muchos muebles como esos en algunas casas de las que había vendido, pero me sorprendió encontrarlos en esa especie de palacete colonial con torre. El resultado final de la mezcla de arquitectura y decoración era equilibrado. Había objetos de cristal, cerámicas y bronces opacados sobre algunos de los muebles y estantes. Los bronces eran esculturas pequeñas muy geométricas.
Sobre todo me fijé en los cuadros, había muchos, en todas las paredes. Algunos estaban firmados por ella, por la esposa. Eran abstractos. Me sorprendieron. Usaba colores muy vivos, que parecían gritar. Eran personas de una cierta edad, no me acababa de cuadrar. Ella debió de ser una artista de vanguardia, supuse.
Abrí algunos cajones de los aparadores y cómodas. Encontré catálogos de exposiciones, de muchos pintores distintos y muchas fechas, y de ella, de sus propias exposiciones. Expuso en algunas ciudades de Europa. Estaban Berlín, París y Milán.
Había en el piso de abajo, junto al salón, un despacho, un espacio más pequeño que el estudio de arriba, con dos librerías repletas de libros, una a cada lado del escritorio que ocupaba el centro ante la ventana. No me entretuve en mirar los títulos pero sí vi que no eran libros viejos, quiero decir de esos encuadernados en granate o verde oscuro con letras doradas y moribundas. Había también muchos de ediciones baratas. Era una biblioteca que se había leído.
No había mucho que hacer. La casa estaba bien, todo en orden. Abrí grifos, cerré y abrí puertas, revisé armarios, encendí luces en todas las salas y todo funcionaba. Una lámpara de lectura en el despacho parecía quemada. Pensé que habían seguido cobrando la luz, los conceptos mínimos cobrables. Tres años así, desde que murieron. Sería sencillo hacer una limpieza en profundidad y sería casi suficiente. Cuando desaparecieran los muebles y los enseres, podría pintarlo todo. Solo por darle una buena cara. No sería barato, pero valdría la pena. Además, el olor de la pintura reciente atrae al comprador, ese olor hace que se justifique mejor la compra. Aunque la cocina o los baños habían vivido mucho, estaban bien mantenidos y no necesitaban que se hiciera nada. Yo sabía que este tipo de casas tienen que estar en orden, que bastaba con que no resultaran desagradables al entrar, que no hubiera suciedad, no era preciso cambiar nada para ponerlo nuevo si había sido mantenido con dignidad, porque, al fin y al cabo, el comprador de algo así siempre va a cambiar cosas, cambiará casi todo, y pondrá la cocina nueva y cambiará habitaciones de sitio o añadirá y eliminará baños y agrandará alguna ventana o cegará otra, todo se transformará hasta que sea como lo vea en su cabeza. El cliente que compra algo así puede hacerlo y lo hace. Había visto muchas veces a compradores de casas de lujo derribar baños nuevos, muros recién construidos o cocinas sin estrenar.
Me fui pensando que el trabajo pesado sería preparar la lista de objetos. Estaba equivocada, la lista estaba ya hecha, pero aún no lo sabía.
Sara nunca había recibido de un notario las llaves de una casa. Revolvió el azúcar en el café sin mirar la taza, mirando hacia el frente sin ver, sin quitarse de la memoria la imagen de la fachada de la casa. Pero es que Sara Depalacio, fundadora y propietaria de Ambassade Properties, nunca se había visto implicada en una operación como esa. Sara recordaba. A la vez que le daba la dirección, el notario dejó que hojeara unas escrituras de compraventa de cuarenta y tres años atrás, de cuando los propietarios se hicieron con la casa. Los propietarios anteriores, siendo estrictos. El notario escatimó palabras. Sara no supo si porque él era así, poco locuaz o reservado o huraño, o si es que no sabía mucho más y no tenía mucho más que transmitirle. En todo caso, fue en la notaría donde conoció el principio de la historia.
Después, en aquella cafetería con una decoración que resucitaba los años ochenta, perfecta para sus gustos, el abogado del dueño, del dueño real, el único heredero de los dueños anteriores, junto con su socio, Mateo, tampoco le contaron mucho más. En realidad algo sí, pero nada de las historias jugosas que rodean a las herencias, y se reconoció a sí misma que eran las puras ganas de cotilleo las que la mantenían alerta, porque para hacer su trabajo no necesitaba saber nada sobre la vida pasada de la casa ni de la pareja fallecida ni de su sobrino heredero. El abogado le contó que la casa llevaba tres años abandonada, desde el accidente, porque, aunque estaba claro que los únicos sobrinos de los dueños, dos hermanos, eran los herederos legítimos, había sido imposible localizar a uno de ellos hasta entonces. Finalmente apareció en un pueblo de la Provenza, donde descansaba tranquilo y desconectado del mundo hasta que le llegó el descanso, la tranquilidad y la desconexión completos. Había muerto dos meses antes. Mientras tanto había vivido en todos los rincones de todos los continentes, nunca más de ocho o diez meses seguidos. No llegó a saber que murió siendo heredero de algo.
El otro propietario era el menos viajero de los dos hermanos y el menor de ellos. Viajó una sola vez y se estableció en algún lugar de Sudáfrica. Sara dio el primer sorbo al café, le supo achocolatado. Pero este sí había sido localizado desde el inicio, en cuanto sus tíos murieron, y sí supo que era heredero. Así se inició el proceso que, después de tres años, la implicó a ella. El abogado se lo contó: el heredero pidió al notario que lo pusiera en contacto con un despacho legal. Ese abogado no era un desconocido para Sara, estaba casado con su mejor amiga. Con la localización del heredero difunto, necesitaron una agencia inmobiliaria y así entró ella en escena. De la herencia Sara solo supo que había una casa, suponía que habría más, pero su responsabilidad llegaba a la casa y sus enseres, solo hasta ahí.
Era fácil elegir una agencia inmobiliaria. Además de que se conocieran, Ambassade Properties era prestigiosa y se especializaba en fincas de lujo. Sara recibió instrucciones dictadas con claridad y diligencia, como se espera de un administrador responsable. Su trabajo consistiría en revisar la propiedad, pensar en lo necesario para limpiar y recomponer lo que estuviera notoriamente roto y fuera imprescindible, presupuestarlo, negociarlo con proveedores, ejecutarlo, poner a la casa un precio de mercado, comentarle todas sus impresiones y opiniones al cliente, el heredero, venderla y en ese momento avisar al abogado, apoderado del cliente y su valedor en lo económico, para la formalización de los contratos y el ingreso de los dineros en una cuenta en un banco español. Sara también tenía que inventariar todo lo que hubiera dentro y contactaría con algún anticuario si hubiera enseres que justificaran encaminarlos a una casa de subastas o, de lo contrario, si el ajuar no fuera tan valioso, negociaría una liquidación digna del lote completo con el propio anticuario o con un chamarilero. Decidiría sobre la mejor opción y el abogado utilizaría la misma cuenta cuando se vendiera todo. El heredero había decidido no viajar desde aquel lugar remoto, pero no parecía querer sacar el dinero del país, o quizá sí, y eso ya era otra tarea, algo con implicaciones y enjundia, cosa de un banco internacional. Pero esas cosas no se podían saber, pensó Sara, quizá el dueño planeara volver cuando, allí, lejos, en Sudáfrica, se jubilara.
Sara dio el último sorbo al café. Había dejado las monedas necesarias en la mesa. Sonrió al pensar que la temperatura era muy agradable para ser Semana Santa. Recordaba años sin haberse quitado aún el abrigo en estas fechas. Se levantó y fue a su oficina.
y con tanta charla creo que se me olvidan las cosas, o que se me mezclan, y pierdo el sentido de la necesidad de hacerlas, esas cosas, y por eso he vuelto, pero no lo creo, creo que he vuelto porque debía volver, y sé que volver significa que me quedaré y que hablaremos, y subo y llego, aunque charlar con él es quitarme tiempo, pero también es saber cosas que quiero saber, y todo ocurre en una charla de las que escasean, y eso es algo que me gusta, y pienso que en realidad no sé nada, así que necesito hablar y hablar y hablar, me gusta hablar con él, y quiero hablar y hablar y preguntarle cosas, más cosas sobre lo que me ha dicho y más cosas sobre lo que no me ha dicho y es que además quiero verlo, y pienso que es que quiero cuidarlo, preocuparme por él, así que llego, llego al estudio, sé que me espera
ya sabes que te esperaba, me dice
aquí está todo en orden
espero que tú también estés bien
todo bien, sí, le digo
me alegro, me dice
y dice eso y así entramos en el tercer día de charla, y cuando lo dice pienso que él necesita también charlar, seguramente más que yo, eso pienso, que lleva mucho tiempo sin hablar con nadie, y quiero imaginar quiénes son sus amigos y dónde están, pero no puedo ir a buscarlos, o sí, sí si me dice dónde están, así que me acerco a él, como hago siempre, y lo miro y veo su pelo, que está un poco seco, pero es bonito, y saco de mi bolso un peine pequeño y lo peino, despacio y muy suavemente, tratando de tocar lo mínimo su cuero cabelludo, que no se ve, tapado por el pelo, pero sé seguro que es de pergamino como toda su piel, este será un pergamino pegado al cráneo, y cuando acabo no dice nada pero sé que me lo agradece, porque él sabe que es bueno mantenerse bien, aseado, dentro de lo posible, y es que él es un hombre elegante, se nota que lo es, esas cosas se notan y creo que se ríe, lo que me hace pensar que ahora sí lo he visto reír, algo que no había visto, porque quizá nunca se había reído o quizá yo no lo había comprendido, quizá sí hay risa y yo no lo había sabido ver, y me asombro de que pueda reír, como yo y como cualquiera
echa una ojeada, me dice
mira lo que hay
mira los libros y los muebles
y los cuadros
eso haré, le digo
ella pintaba, me dice
y era buena
he visto sus obras, le digo
me gustan
pero no te entretengas demasiado, me dice
así luego podrás tomar el armañac
no voy a ver los libros uno a uno, le digo
no debes entretenerte en mirar, me dice
y cuando termines yo te diré algo
te diré en qué te tienes que fijar
en qué creo que te debes fijar