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Jaela Compton había quedado sola tras la muerte inesperada de su Padre en Italia. En tales circunstancias ¿por qué no aceptar la proposición de viajar a Inglaterra con la pequeña Kathy Hale, que acababa de quedar huérfana y entregarla a sus familiares? Jaela no podía sospechar que aquella decisión iba a enfrentarla a toda una serie de aventuras en las que tendría que encararse con los dos principales dilemas de su existencia: el amor y la muerte…
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Seitenzahl: 174
Veröffentlichungsjahr: 2014
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SIR William Jenner miró fijamente a Davina.
–Me temo, Señorita Brantforde, que la salud de su madre está muy quebrantada– dijo.
Aquello era lo que la muchacha había esperado escuchar, por lo que se mantuvo en silencio.
Sus ojos permanecieron fijos en el rostro del médico real cuando éste continuó diciendo:
–Es como consecuencia de haber sufrido demasiado y por la preocupación que siente por su padre.
–Si al menos tuviéramos noticias de Papá– murmuró Davina–. Pero hace dos meses que no sabemos nada de él.
–Eso debe ser desesperante– estuvo de acuerdo Sir William–. Mientras tanto, debemos hacer todo cuanto podamos para mantener optimista a su madre y evitar que se preocupe.
Davina pensó que aquello era imposible, mas de nada serviría decirlo.
–Ya he hablado con su Doncella– continuó diciendo Sir William–, quien me ha prometido hacer que descanse todo lo posible, que reciba pocas visitas y que tome la medicina que yo le enviaré más tarde.
–Ha sido usted muy amable– le agradeció Davina–. Verdaderamente estoy muy inquieta por Mamá.
–Cuide de que coma alimentos muy nutritivos– le indicó Sir William.
El doctor se dirigió hacia la puerta mientras hablaba y Davina lo siguió.
Luego, le dio una palmadita en el hombro y dijo:
–Anímese, Querida. Estoy seguro de que todo cambiará tan pronto como su padre regrese.
–Estoy segura de que así será. Muchas gracias por venir. Davina abrió la puerta principal.
Sir William salió de la casita situada en Islington Square y se subió a su elegante faetón tirado por dos caballos. En el pescante viajaba el cochero y un palafrenero, que le cerró la puerta. Tras despedirse el doctor con el sombrero, el vehículo se alejó.
Davina emitió un suspiro.
Observó alejarse el carruaje, entró en la casa y cerró la puerta tras ella.
Sabía que los honorarios de Sir William Jenner serían muy elevados. Pero estaba tan preocupada por su madre, que pensó que el gasto era necesario. En realidad, el doctor no le había dicho nada que ella ya no supiera. El único problema era que Lady Brantforde extrañaba mucho a su esposo.
Se encontraba éste en una misión secreta para el Ministerio del Exterior y cuando su madre no recibía noticias de su esposo durante algún tiempo temía lo peor.
"¿Qué puedo hacer?", se preguntó Davina.
Entonces recordó que tenía otro problema igualmente apremiante: estaban escasas de dinero.
Sir Terence había pertenecido al servicio diplomático hasta que se retiró, cuando contrajo matrimonio. Poseía un gran conocimiento de idiomas, por lo que el Ministerio del Exterior solía llamarlo para pedirle su ayuda cuando se encontraba en algún grave problema.
Su padre nunca hablaba de sus misiones. Simplemente, viajaba a algún país extraño, por lo que Davina nunca estaba segura de lo que hacía.
Ahora, hacía ya cuatro meses, que el Conde de Granville, Secretario del Exterior, lo había mandado llamar. Una semana más tarde, había desaparecido.
Davinia acababa de cumplir los dieciocho años y le habían prometido una temporada en Londres.
En ausencia de su padre, tuvieron que cerrar la pequeña mansión familiar en la que residían en el campo.
Algunos meses antes, Sir Terence había hecho arreglos para alquilar una casa poco costosa, aunque sí muy atractiva, en Islington Square.
Hizo muchos planes para su hija, a la que adoraba, mas la noche antes de su partida Sir Terence le había dicho:
–Lo siento, Querida, pero el deber siempre es lo primero. Por lo menos, así ha sido siempre en mi vida.
–Por supuesto que debes hacer lo que te piden, Papá– respondió Davina–. Pero, por favor, regresa lo más pronto que puedas. La estancia en Londres no será igual sin ti.
–Te prometo que no estaré ausente un día más de lo necesario– le prometió Sir Terence.
Ahora ya era julio, la Temporada Social casi había terminado y ella no pudo asistir ni a un solo baile o recepción.
Al principio, su madre, simplemente, había esperado, creyendo que Sir Terence aparecería en cualquier momento, pues se sentía incapaz de enfrentarse al Mundo Social por sí sola.
Sir Terence era quien mejor sabía elegir a las personas adecuadas, y se habría puesto en contacto con quienes, de buena gana, hubieran recibido a su esposa y a su hija cuando él lo desease.
Mas, en su ausencia, ellas no tenían ni idea de cómo hacerlo. Ahora ya habían pasado dos meses en Londres y Davina deseaba no haber dejado el campo.
Allí, por lo menos, podía montar y se sentía a gusto con su madre y sus vecinos.
Los días se hacían cada vez más largos cuando su madre empezó a perder, poco, a poco, el interés por todo.
Se pasaba las horas pendiente del cartero, en espera de alguna noticia de su esposo.
"¿Qué lo puede estar reteniendo?", se preguntaba una y otra vez, pero no había respuesta.
Ahora, Davina entró en la salita donde solían sentarse cuando su madre bajaba del dormitorio.
Su mirada fue a parar a un montón de facturas que estaban depositadas sobre una mesa junto a la ventana.
Sir William había insistido en que su madre debía comer los mejores alimentos, pero ella sabía que eso era caro. Los pollos tiernos, que en el campo eran muy baratos, en Londres costaban una fortuna. Lo mismo ocurría con los huevos frescos, la mantequilla y la crema.
Davina atravesó la habitación y se quedó mirando los recibos, como si éstos la atrajeran igual que un imán.
Al partir, Sir Terence les dejó una considerable cantidad de dinero para los gastos de la casa. Pero él había calculado regresar al término de un mes ó no más de dos.
Incluso habló de llevarla a las carreras de Ascot al principio de junio, y de presentarla en un salón a fines de mayo.
"¿Qué le puede haber ocurrido?", se preguntó, y se estremeció ante sus propios pensamientos.
Decidió que tenía que mantener optimista a su madre, así que lo primero que tenía que hacer era mostrarse optimista ella misma.
Sin embargo, el problema del dinero era apremiante. La servidumbre era muy poca. Bessie, la cocinera, había servido en la casa durante doce años y no podían deshacerse de ella. También estaba Amy, quien ya estaba cerca de los cincuenta y estaba con ellos desde que vivían en el campo hacía ya varios años. El otro miembro del servicio era la doncella de su madre quien fuera nana de Davina cuando era pequeña. Nanny era un miembro más de la familia y era imposible prescindir de ella
"Podríamos volver al campo", se dijo, "pero si Papá regresa, se enfadará si no nos encuentra aquí, esperándolo, tal y como nos lo pidió".
Caminó hacia el otro lado de la salita. Se quedó mirando una acuarela que pensaba había sido pintada por el dueño de la casa. No se trataba de una pintura muy buena y Davina se dijo:
"Yo lo puedo hacer mejor".
Entonces le vino una idea.
Se preguntó por qué no se le habría ocurrido antes. Ella tenía dos habilidades: podía pintar y podía coser. Cuando pensó en sus pinturas, se acordó de su maestra. Había sido muy tonta al no ponerse en contacto con Lucy cuando llegó a Londres.
Siempre había pensado en hacerlo.
No obstante, había estado esperando a que su madre se pusiera bien para alquilar un carruaje y dirigirse a la tienda que Lucy Crofton poseía cerca de la Calle Bond.
"¡Iré a ver a Lucy de inmediato!", se decidió Davina.
Corrió escaleras arriba.
Tal y como imaginara, se encontró a Amy arreglando su habitación.
–Ponte tu sombrero, Amy– le dijo–. Vamos a salir.
–No tengo tiempo para eso, Señorita Davina– protestó Amy–. ¿Y a dónde iremos?
–Voy a ver a la Señorita Lucy Crofton– respondió Davina–. ¿Te acuerdas de ella?
–Claro que me acuerdo de ella– respondió Amy–. He oído decir que ahora es muy importante. ¡Demasiado importante, quizá, como para querer recibir a unas campesinas como nosotras!
Amy hablaba con la confianza de una Sirvienta de muchos años. Nunca se acordaba de que Davina ya había crecido.
–¡Tonterías!– exclamó Davina–. Lucy sí querrá verme y ahí es a donde voy a ir. Así que si no vienes conmigo, Amy, me iré sola.
Davina sabía que aquella amenaza surtiría efecto.
Su madre había insistido en que, mientras estuvieran en Londres, no debería salir a ninguna parte sin alguien que la acompañara.
Murmurando algo entre dientes, Amy salió de la habitación y Davina se dirigió a su guardarropas.
Escogió su vestido más bonito, uno que ella misma se hizo y que lucía un polisón muy elegante.
También se puso un sombrero que hacía juego con el vestido y lo sujetó bajo el mentón con unas cintas.
Luego se miró en el espejo.
Hubiera sido difícil para cualquier hombre pensar que alguna otra muchacha podía mostrarse más atractiva o más bella. Davina estaba delgada por el mucho ejercicio que hacía en el campo.
Montaba los caballos de su padre y, después, a su regreso, ayudaba al viejo caballerango a cepillarlos.
Su rostro tenía la forma de un corazón y se hallaba dominado por dos enormes ojos grises, del color del pecho de una paloma.
Esto resultaba un tanto extraño, ya que, por el color rubio de sus cabellos y su piel translúcida, lo más normal hubiera sido que sus ojos fueran azules.
Sin embargo, tenían una profundidad especial que hacía que cualquiera que los viera no tuviese más remedio que admitir que Davina era muy diferente a otras mujeres bonitas.
Tenía Davina, además, de una sonrisa irresistible, y en sus mejillas aparecían dos hoyuelos cuando se reía.
Un día su padre le había dicho:
–Pareces el Espíritu de la Primavera, y éste, mi amor, es el cumplido más grande que puedo hacerte.
Davina no comprendió, pero Sir Terence estaba pensando en cómo la primavera siempre le levantaba el corazón. Amaba el verde de las primeras hojas de los árboles, la inocencia de la nieve que se derretía, la belleza del canto de los pájaros y el aroma de las violetas silvestres.
Cada año, al llegar la primavera imaginaba que era joven una vez mas y que el mundo estaba esperando a que él lo conquistara.
Su padre era muy inteligente y muy sabio. Pensaba que aquél era el sentimiento que algún día su hija despertaría en un hombre.
Éste la amaría para siempre, porque ella lo inspiraría y le mostraría horizontes que él no había conocido antes.
Para Davina, todo el mundo era nuevo, emocionante y, a veces, maravilloso.
Mas ahora tenía miedo, porque su padre no se encontraba allí para guiarla. Su madre estaba enferma y Londres le parecía muy grande y amenazador.
Cuando Amy bajó las escaleras, la muchacha se sintió entusiasmada por lo que iba a hacer.
Sus ojos brillaban cuando dijo:
–Vamos, Amy. A donde nos dirigimos está muy lejos así que tomaremos un coche de alquiler.
–¿Y qué hay de malo con nuestros pies?– preguntó Amy.
–Se trata del tiempo– respondió Davina.
Mas no explicó qué quería decir con aquello.
Amy todavía estaba protestando cuando encontraron un coche, y Davina ordenó al cochero que las llevara a la Calle Maddox.
–No recuerdo el número– dijo–, pero es una tienda que pertenece a Madame D'Arcy.
–La conozco– respondió el cochero.
Davina y Amy se acomodaron en el carruaje. Cuando se pusieron en marcha, Davina bajó la ventana para poder contemplar las casas de las calles por donde discurrían.
–Londres es enorme– comentó.
–Demasiado grande para nosotras– suspiró Amy–. Y pienso que estaríamos mucho mejor en el campo, entre la gente que conocemos.
Davina opinaba lo mismo, pero era consciente de que se trataría de un error que se trasladaran, máxime estando su madre enferma. Se hizo muy largo el tiempo que empleó el carruaje hasta que se detuvo frente a la tienda.
Davina la miró, emocionada. El escaparate no era muy grande y en él se mostraban un bonete muy elegante y un par de guantes largos de cabritilla.
Davina obsequió al cochero con una propina bastante generosa que éste aceptó sin darle las gracias.
Entonces, entró en la tienda y Amy la siguió.
Una vendedora vestida de negro se acercó y le dijo con voz ligeramente afectada:
–Buenos días, Madame. ¿Qué puedo hacer por usted?
–He venido a ver a Madame D'Arcy.
–Me temo que Madame está muy ocupada. Pero yo puedo mostrarle cualquier cosa que usted necesite.
–Por favor, quiere decirle a Madame D'Arcy que la Señorita Davina Brantforde está aquí.
La empleada dudó una vez más. Luego, como si se sintiera impresionada por la firmeza de Davina, se alejó hacia el otro extremo del establecimiento. La tienda no era excesivamente grande.
La empleada salió por una puerta y Davina miró a su alrededor. Tal vez había esperado ver muchos vestidos, mas sólo había dos. Uno de ellos era de noche y tenía un polisón muy amplio, aun cuando el escote era muy bajo. El otro se trataba de un vestido para el día que a ella le hubiera encantado tener.
La vendedora regresó y le dijo con un tono mucho más amable:
–¿Madame, quiere seguirme, por favor?
Davina señaló una silla y le dijo a Amy:
–Espera aquí, Amy. Estoy segura de que la Señorita Lucy te querrá ver más tarde.
Acto seguido, siguió a la vendedora hasta el otro lado de la tienda.
Cuando la empleada abrió la puerta, Davina vio a Lucy Crofton, y la encontró muy diferente a como la recordara. El padre de Lucy había trabajado como maestro de escuela en la aldea donde Sir Terence y Lady Brantforde residían.
Se trataba de un hombre inteligente y bien educado, que hubiera podido desempeñar un cargo mucho mejor si lo hubiese deseado. Sin embargo, tenía dos únicos intereses en la vida: la investigación histórica y la pintura.
Su puesto como maestro le daba derecho a una casa. Cada momento libre de que disponía lo pasaba pintando y leyendo. No era de sorprender, pues, que su hija fuera casi un genio. Lucy había querido dibujar y pintar a la edad que las demás niñas sólo pensaban en jugar con sus muñecas.
Su padre murió cuando ella tenía veinticuatro años. Su madre había muerto mucho antes, por lo que, cuando Lucy se vio libre de responsabilidades, decidió instalarse en Londres.
Pero, antes de ello, Sir Terence hizo arreglos para que enseñara a Davina a dibujar y a pintar.
Hacía tres años que Lucy había dejado la aldea.
Y en un año logró destacar, más no como pintora, sino como diseñadora de modas.
–¡Es algo que yo nunca me había imaginado!– se sorprendió Lady Brantforde cuando lo supo.
–Me parece que Lucy siempre ha querido crear cosas– respondió Sir Terence–. Y estoy seguro de que, con un poco de ayuda, ella llegará muy lejos.
–¿Un poco de ayuda?– preguntó lady Brantforde con curiosidad.
Sir Terence sonrió antes de exponer de manera un poco ambigua:
–Lucy es una mujer muy atractiva, Querida.
Davina no lo entendió entonces. Ahora, al ver de nuevo a Lucy, se quedó sorprendida. Lucy le extendió los brazos.
–¡Me encanta verte, Davina! ¿Cuándo has llegado a Londres?
–Hace dos meses– respondió Davina–. He estado deseando venir a verte, Lucy, pero ha sido muy difícil.
–¿Difícil? Cuéntamelo todo, querida.
Lucy se hallaba junto a un modelo que a Davina le pareció un disfraz de fantasía.
Entonces, se dirigió a las dos muchachas que trabajaban en él:
–Apresúrense con esto. Yo voy a subir.
Tomó a Davina de las manos y la sacó del taller donde había otros vestidos extraños y muy diferentes a los que ella había esperado.
Unas escaleras las condujeron al piso superior. Cuando llegaron a éste, Lucy abrió una puerta. Entraron en un dormitorio muy acogedor. Es más, era tan atractivo, que Davina miró a su alrededor, sorprendida.
La cama estaba rodeada de cortinas de seda que colgaban de una corona dorada pendiente del techo.
Destacaban en la pieza varios espejos con marcos dorados y la alfombra se trataba de un Aubusson original o de una imitación muy buena.
–¡Qué habitación tan bonita, Lucy!– exclamó Davina.
–Tenemos que venir aquí– dijo Lucy–, porque el recibidor está lleno de disfraces para el baile de mañana.
–¡Baile de disfraces!– se sorprendió Davina.
–En la Casa Malborough. Debes haber oído hablar de él.
–Creo que he leído algo al respecto en los periódicos– dijo Davina–. Pero he estado tan preocupada por Mamá, que casi no he pensado en otra cosa.
–¿Tu madre está enferma?
–Enferma y deprimida. lo único que la puede mejorar es el regreso de Papá.
–¿Dónde está Sir Terence?– preguntó Lucy.
–Mi padre partió en una de sus misiones hace casi cuatro meses. Pensaba regresar a tiempo para que yo pudiera disfrutar de una temporada en Londres, mas hace dos meses que no tenemos noticias de él.
El tono de voz de Davina le hizo comprender a Lucy lo preocupada que estaba.
–No puedo pensar en que tu querida madre se encuentre enferma, Davina. Sin embargo, estoy segura de que Sir Terence regresará. ¡Siempre lo hace!
Davina rió.
–Eso es cierto. Mientras tanto, nosotras hemos estado sin hacer nada, aquí, en Londres, cuando hubiera sido mejor que nos encontráramos en casa.
–¿Por qué no has venido a verme?– preguntó Lucy.
Pareció mirar hacia su cama de una manera extraña y entonces agregó con un tono de voz muy diferente:
–¿Quizá tu madre te dijo que no lo hicieras?
–No, por supuesto que no– respondió Davina–. ¿Por qué iba a hacerlo? Mi madre te quiere mucho, al igual que yo. Lo que pasa es que ella no se encuentra lo suficientemente bien como para poder salir.
Lucy la miró como para asegurarse de que estaba diciendo la verdad. Entonces, comentó:
–Pero ya estás aquí y debes decirme si hay algo qué pueda hacer por ti. Si necesitas un nuevo vestido...
–Lo que yo quiero es trabajo– la interrumpió Davina.
–¿Trabajo?– le preguntó Lucy, sorprendida.
–Papá nos dejó algo de dinero cuando se marchó– le explicó Davina–, pero ya casi no nos queda nada. Sir William Jenner ha dicho que Mamá ha de tomar buenos alimentos, y tú sabes lo caro que es eso.
–Pero, en cualquier caso, debe cuidarse– dijo Lucy.
–Lo que yo... me estaba… preguntando– comenzó a proponer Davina–, y tu puedes pensar… que soy algo… presuntuosa pero… si pudiera ayudarte... en algo. Tú sabes que puedo dibujar y pintar... Tú me enseñaste.
Lucy la miró por un momento antes de preguntar:
–¿Hablas en serio?
–Completamente– respondió Davina–. Tengo que hacer algo para ayudar en los gastos de la casa que hemos alquilado.
–Entonces, sí puedes trabajar para mí– manifestó Lucy.
Davina lanzó una exclamación.
–¿Lo dices en serio?
–Naturalmente que sí– sonrió Lucy–. En realidad, me estarás haciendo un favor.
–¿Por qué?– preguntó Davina.
–Los vestidos que has visto abajo y los que te voy a mostrar dentro de un momento son todos para el baile en la Casa Marlborough que darán los Príncipes de Gales mañana.
–Me pareció que eran disfraces, pero no puedo precisar de qué época.
–No son de ninguna época– corrigió Lucy–. El Príncipe de Gales ha decidido que todos los invitados deben vestirse como personajes de los cuentos de hadas.
–¡Qué buena idea!– exclamó Davina, juntando las manos.
–El Duque de Clarence aparecerá como la bestia de "La Bella y la Bestia", y yo estoy haciendo el vestido de la Bella.
–¡Muéstramelo, por favor!– suplicó Davina.
–Sí, te lo mostraré. Te mostraré también los vestidos de las figuras de las cartas.
–¿Esos quiénes son?– preguntó Davina.
–Los participantes se vestirán como si formaran parte de un juego de naipes.
Davina rió una vez más.
–Eso será muy gracioso.
–Muchos de los trajes son muy divertidos– estuvo de acuerdo Lucy–. En lo que a mí respecta me ha dado la oportunidad de recrearme en mi trabajo como diseñadora.
–¿De veras los diseñaste tú, Lucy?
–Sí, muchos de ellos. Ha sido realmente fascinante.
–Pero.... si el baile es mañana.... entonces, ¿cómo puedo ayudarte?– preguntó Davina.
–Un baile siempre arrastra otros– respondió Lucy–. Te aseguro que muchas anfitrionas no tardarán en ofrecer nuevos bailes de disfraces, ya que está de moda imitar a la realeza.
–¿Tú crees que yo puedo ayudarte con los diseños?– preguntó Davina.
–Estoy segura de que sí. Te encargarás de dibujar algunos bocetos que yo enseñaré a mis clientes cuando quieran algo muy especial.
Lucy hizo un gesto con las manos antes de continuar:
–Yo estoy tan ocupada supervisando la confección de los trajes, que no tengo tiempo para dibujar.
–¡Oh, Lucy, eso sería maravilloso! ¡Me encantaría poder trabajar contigo!
–Y a mí me encantará que lo hagas– respondió Lucy–, si estás segura de que a tu madre no le importa.
Lucy habló de una manera que a Davina le pareció extraña.
–No creo que sea una buena idea decírselo a Mamá por el momento– manifestó Davina con franqueza.– Quizá le preocupe saber que yo estoy trabajando, en lugar de quedarme en casa, esperando a que Papá regrese.
Observó que Lucy estaba escuchando y continuó:
–Seguramente, podré hacer algunos de los dibujos en casa, si tú me dices qué es lo que quieres, y después te los traería aquí.
–Por supuesto– estuvo de acuerdo Lucy–. ¡Ésa es una idea excelente! Ahora, déjame decirte exactamente qué es lo que quiero. Tú siempre has tenido buen gusto, mi querida Davina, de modo que estoy segura de que cualquier cosa que diseñes será fácil de vender.
–Eso espero.
–Pues, bien, déjame mostrarte los vestidos que tengo aquí.
Atravesaron el pasillo y penetraron en un saloncito muy bien amueblado. Había vestidos por todas partes. La habitación era pequeña y Davina se preguntó por qué Lucy habría escogido la más grande como dormitorio. Uno de los vestidos, obviamente, representaba a María, Reina de Escocia, y otro a Cleopatra.