El año que soñamos peligrosamente - Slavoj Zizek - E-Book

El año que soñamos peligrosamente E-Book

Slavoj Zizek

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Beschreibung

2011 fue el año en que soñamos peligrosamente, el año del resurgimiento de la política emancipatoria radical en todo el mundo. Ahora, un año después, cada día nos trae nuevas pruebas de cuán frágil e inconsistente fue ese despertar, como prueban los nuevos síntomas de agotamiento: el entusiasmo de la primavera árabe se encuentra bloqueado entre pactos inestables y fundamentalismo religioso; el movimiento Occupy Wall Street está perdiendo impulso hasta tal punto que, en un buen ejemplo de "astucia de la razón", las cargas policiales en el parque Zucotti y otros lugares de protesta parecen un mal menor, ocultando la inminente pérdida de inercia del movimiento. La misma historia se repite en todo el mundo: los maoístas en Nepal parecen superados por las fuerzas realistas reaccionarias; el experimento "bolivariano" de Venezuela parece estar retrocediendo cada vez más hacia un populismo caudillista... ¿Qué debemos hacer en momentos tan deprimentes, cuando los sueños parecen desvanecerse? ¿La única elección que nos queda es aquella entre el recuerdo nostálgico-narcisista de los momentos sublimes de entusiasmo y la explicación cínica-realista de por qué esos intentos de cambiar la situación estaban inevitablemente destinados al fracaso?

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Akal / Cuestiones de antagonismo / 66

Slavoj Žižek

El acoso de las fantasías

Traducción: Francisco López Martín

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

The Plague of Fantasies

© Slavoj Žižek, 2011

© Ediciones Akal, S. A., 2011

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3880-1

Introducción

Imaginémonos en la situación que desencadena los típicos celos masculinos: de repente, me entero de que mi compañera ha mantenido relaciones sexuales con otro hombre. Bueno, no pasa nada, soy un ser racional y tolerante, lo acepto… pero, luego, irresistiblemente, surgen imágenes que empiezan a dominarme, imágenes concretas de lo que han hecho (¿por qué ha tenido ella que lamerle precisamente ahí?, ¿por qué ha tenido que abrirse tanto de piernas?), y estoy perdido, sudoroso y agitado; mi paz se ha esfumado para siempre. Este acoso de las fantasías del que habla Petrarca en Mi secreto, esas imágenes que nublan nuestro razonamiento, han llegado a sus últimas consecuencias en los medios audiovisuales del presente. Entre los antagonismos que caracterizan nuestra época (la mundialización de los mercados frente a la afirmación de los particularismos étnicos, etc.), quizá el más importante de todos sea el antagonismo entre una abstracción que cada vez determina en mayor medida nuestras vidas (bajo el aspecto de la digitalización, de las relaciones especulativas de mercado, etc.) y el diluvio de imágenes pseudoconcretas. En los venerables tiempos de la Ideologiekritik tradicional, el método crítico por antonomasia consistía en remontarse desde las ideas «abstractas» (religiosas, jurídicas…) hasta la realidad social concreta en que tales ideas tenían sus raíces; hoy día, cada vez resulta más evidente que al método crítico no le queda otro remedio que seguir el camino inverso y pasar de las imágenes pseudoconcretas a los procesos abstractos que, en la práctica, estructuran nuestra experiencia vital.

En este libro se estudian, de modo sistemático y desde un punto de vista lacaniano, los presupuestos de este «acoso de las fantasías». El primer capítulo («Los siete velos de la fantasía») traza los contornos del concepto psicoanalítico de fantasía y hace especial hincapié en el modo en que la ideología siempre se apoya en una base fantasmática. El segundo capítulo («¿Amar al prójimo? ¡No, gracias!») trata de la ambigua relación entre fantasía y goce, del modo en que la fantasía anima y estructura el goce, al tiempo que sirve de coraza protectora contra los excesos de este. El tercer capítulo («El fetichismo y sus vicisitudes») se centra en el callejón sin salida al que aboca el concepto de fetichismo, considerado como un caso paradigmático de seducción fantasmática, desde sus orígenes religiosos hasta sus convulsiones posmodernas. El último capítulo («El ciberespacio o La insoportable clausura del ser») aborda directamente la cuestión del ciberespacio, considerado como la versión más moderna del «acoso de las fantasías», con el propósito de esbozar una respuesta a la pregunta por los efectos que el imparable avance de la digitalización tendrá en la categoría de subjetividad. Los tres apéndices que acompañan a esos cuatro capítulos analizan tres ejemplos de la irrepresentabilidad de lo Real, considerada como la otra cara de la moneda del «acoso de las fantasías»: el fracaso demostrado por los intentos de representar el acto sexual en el cine («De lo sublime a lo ridículo: el acto sexual en el cine»); la inscripción de la subjetividad en la descomposición de la línea melódica en la música («Robert Schumann: el antihumanista romántico»); y la forclusión del contenido de la ley moral en la ética moderna, es decir, kantiana («La ley inconsciente: hacia una ética más allá del bien»).

I. Los siete velos de la fantasía

«La verdad está ahí fuera»

Cuando, hace un par de años, la revelación de la supuesta «inmoralidad» de la conducta privada de Michael Jackson (sus juegos sexuales con niños menores de edad) asestó un golpe a su inocente imagen de Peter Pan, que hasta entonces lo había mantenido al margen de diferencias (o cuestiones) sexuales y raciales, algunos comentaristas mordaces plantearon una pregunta que caía su peso: ¿a qué viene tanto alboroto? ¿Es que lo que ahora se conoce como «la cara oculta de Michael Jackson» no estuvo siempre a la vista en los vídeos que acompañaban a sus discos, repletos de imágenes de violencia ritualizada y de gestos obscenos (sobre todo en el caso de Thriller y Bad)? Lo inconsciente no se esconde en profundidades insondables, sino que está en la superficie, o, para decirlo con el lema de Expediente X, «La verdad está ahí fuera».

Al analizar el modo en que la fantasía se relaciona con los antagonismos intrínsecos a toda construcción ideológica resulta sumamente fructífero centrarse, como acabamos de hacer, en la exterioridad material. ¿Acaso la yuxtaposición de los proyectos arquitectónicos de Adolfo Coppede (1928) y Giuseppe Teragni (1934-1936) para la Casa del Fascio (sede local del partido fascista), de estilos opuestos entre sí (pastiche neoimperial en el caso del primero, invernadero transparente de aire vanguardista en el caso del segundo), no muestra la contradicción intrínseca al proyecto ideológico fascista, que aboga al mismo tiempo por una vuelta al corporativismo organicista premoderno y por una insólita movilización de todas las fuerzas sociales en pro de una rápida modernización? Mejor aun es el ejemplo de los grandes proyectos de edificios públicos de la Unión Soviética de la década de 1930, sobrios bloques de oficinas y muchos pisos de altura rematados por una gigantesca estatua del Nuevo Hombre o de una pareja: en apenas un par de años se puso de manifiesto la tendencia a construir edificios de oficinas (lugar de trabajo real de la gente de carne y hueso) cada vez más austeros, reducidos a servir de mero pedestal de estatuas de dimensiones sobrehumanas. ¿Acaso esta característica externa y material del diseño arquitectónico no revela la «verdad» de la ideología estalinista, en que la gente real, de carne y hueso, queda reducida a mero instrumento, es sacrificada para convertirse en el pedestal del fantasma del Nuevo Hombre del futuro, monstruo ideológico que aplasta bajo sus pies a los hombres reales de carne y hueso? La paradoja es que, si en la Unión Soviética de la década de 1930 alguien hubiera dicho sin tapujos que la visión del Nuevo Hombre del socialismo era un monstruo ideológico que aplastaba a la gente real, de inmediato se le hubiera encarcelado. Sin embargo, se permitía manifestar tal cosa –e incluso se animaba a ello– mediante el diseño arquitectónico… De nuevo, «la verdad está ahí fuera». Así pues, no solo afirmamos que la ideología impregna los estratos de la vida cotidiana supuestamente ajenos a la ideología, sino que la materialización de la ideología en la materialidad externa revela antagonismos intrínsecos que la formulación explícita de la ideología no puede permitirse el lujo de reconocer: por lo visto, para que una construcción ideológica funcione «con normalidad», debe obedecer a algo así como a un «demonio de la perversidad» y desplegar en la exterioridad de su existencia material el antagonismo que le es intrínseco.

Esta exterioridad, en la que la ideología se materializa de forma directa, también se oculta bajo el disfraz de la «utilidad». Es decir, en la vida cotidiana, la ideología anida sobre todo en la referencia, aparentemente inocente, a la pura utilidad. No hay que olvidar nunca que, en el universo simbólico, el concepto de «utilidad» es de índole reflexiva, es decir, que entraña siempre la afirmación de la utilidad como significado (por ejemplo, un hombre que viva en una gran ciudad y sea propietario de un Land Rover no solo vive de forma sensata y «con los pies en la tierra»; sucede más bien que es propietario de un coche como ese para señalar que su vida se rige conforme a una actitud sensata y «con los pies en la tierra»). El maestro insuperable de ese tipo de análisis fue, desde luego, Claude Lévi-Strauss, cuyo triángulo semiótico sobre la preparación de los alimentos (crudos, asados, hervidos) demostró que la comida sirve también como «alimento para el pensamiento». Probablemente todos recordemos la escena de El fantasma de la libertad, de Luis Buñuel, en la que se invierten las relaciones entre comer y defecar: los comensales se sientan en sus inodoros alrededor de una mesa mientras conversan agradablemente y, cuando tienen ganas de comer, preguntan en voz baja al anfitrión: «¿Dónde están… ya sabe?», y se meten sigilosamente en una pequeña habitación que hay a sus espaldas. Así pues, se tiene la tentación de proponer la idea, complementaria a la de Lévi-Strauss, de que la mierda también puede servir de matière-à-penser: ¿acaso los tres tipos elementales de inodoro no forman algo así como un contrapunto o un correlato excrementicio al triángulo culinario de Lévi-Strauss?

En un inodoro alemán tradicional, el agujero por el que desaparece la mierda cuando tiramos de la cadena está en la parte frontal, para que primero podamos olerla e inspeccionarla, no sea que presente síntomas de alguna enfermedad; sin embargo, en el típico inodoro francés el agujero se encuentra en la parte posterior, para que la mierda desaparezca lo más rápidamente posible; por último, el inodoro anglosajón (inglés o estadounidense) presenta algo así como una síntesis, una mediación entre esos dos polos opuestos: la taza del inodoro está llena de agua, de modo que la mierda flota en ella y resulta visible, pero no se presta a la inspección. No es de extrañar que Erica Jong, en el célebre repaso a los diferentes inodoros europeos con el que comienza su medio olvidada Miedo a volar, afirme burlonamente: «En los inodoros alemanes está la verdadera clave de los horrores del Tercer Reich. Un pueblo capaz de construir inodoros como esos es capaz de todo». Es evidente que no cabe explicar el diseño de ninguno de esos modelos ateniéndose a criterios puramente utilitarios: salta a la vista que presentan cierta concepción ideológica del modo en que el sujeto debería relacionarse con los desagradables excrementos que proceden del interior de nuestro organismo. Por tanto, por tercera vez, «la verdad está ahí fuera».

Hegel fue uno de los primeros que interpretó la tríada geográfica Alemania-Francia-Inglaterra como expresión de tres actitudes diferentes ante la existencia: alemán es el rigor reflexivo; francés, el apresuramiento revolucionario; inglés, el moderado pragmatismo utilitario. Desde un punto de vista político, se puede interpretar la triada afirmando que lo propio de lo alemán es el conservadurismo; de lo francés, el radicalismo revolucionario; de lo inglés, el liberalismo moderado. Por último, desde el punto de vista del predominio de una de las esferas de la vida social sobre las otras, la poesía y la metafísica alemanas se oponen a la política francesa y a la economía inglesa. La referencia a los inodoros no solo nos permite discernir la misma tríada en el ámbito más íntimo de la consumación de la función excrementicia, sino también sacar a la luz el mecanismo que subyace a esta tríada y que se manifiesta en tres actitudes hacia el exceso excrementicio: la ambigua fascinación contemplativa; el intento apresurado de deshacerse del exceso desagradable tan rápidamente como sea posible; la solución pragmática que trata al exceso como un objeto ordinario que hay que colocaren el lugar que le corresponde. Así pues, nada más fácil para un profesor universitario que afirmar, en una mesa redonda, que vivimos en un universo posideológico; en cuanto concluya la acalorada discusión y el profesor vaya al baño, estará de ideología hasta las rodillas. El valor ideológico de tales referencias a la utilidad queda atestiguado por su carácter dialógico: el inodoro anglosajón solo adquiere pleno significado en virtud de su relación diferencial con los modelos francés y alemán. Si disponemos de tantos modelos de inodoro es porque existe un exceso traumático que cada uno de ellos trata de acomodar; Lacan afirma que una de las características que distingue a los seres humanos de los animales es justamente que, para los primeros, deshacerse de la mierda es una cosa problemática.

Lo mismo vale para las diferentes formas existentes de lavar los platos: en Dinamarca, por ejemplo, un conjunto de características específicas distingue el modo en que se lavan allí los platos del modo en que se hace en Suecia; un análisis atento revela enseguida que esta oposición se emplea para catalogar los rasgos fundamentales de la identidad nacional danesa, definida en contraposición con la sueca1. Pero, ¿es que acaso –para adentrarnos en un ámbito todavía más íntimo– no encontramos el mismo triángulo semiótico en las tres formas principales que puede presentar el vello púbico femenino? El vello crecido y descuidado indica la naturalidad y espontaneidad característica de la actitud hippie; las yuppies prefieren el cuidado meticulo-so del jardín francés (se rasura el vello de la zona más próxima a las piernas, de modo que solo quede una estrecha franja en el medio, con los bordes bien definidos); en el estilo punk, la vagina se presenta completamente afeitada y adornada con anillas (normalmente sujetas a un clítoris perforado). ¿Acaso no tenemos aquí una nueva versión del triángulo semiótico de Lévi-Strauss, en la que el vello salvaje equivaldría a lo «crudo», el vello más cuidado correspondería a lo «asado» y el afeitado, a lo «hervido»? Con ello se pone de relieve que hasta la forma más íntima de relacionarnos con nuestro propio cuerpo sirve para hacer una proclama ideológica2. Así pues, ¿de qué modo se relaciona la existencia material de la ideología con nuestras convicciones conscientes? Hablando del Tartufo de Molière, Henri Bergson insistió en que si Tartufo resulta divertido, no es a causa de su hipocresía, sino porque queda atrapado en la máscara del hipócrita:

Hasta tal punto se mete Tartufo en el papel del hipócrita que, por así decirlo, acaba interpretándolo con absoluta convicción. Por eso y solo por eso resulta divertido. Sin esa convicción puramente material, sin la actitud y el modo de expresarse que, gracias a la incesante práctica de la hipocresía, acaban por convertirse en un modo natural de actuar, Tartufo resultaría sencillamente repulsivo3.

La «convicción puramente material» de la que habla Bergson encaja perfectamente con el concepto de Aparato Ideológico de Estado acuñado por Althusser para caracterizar el ritual externo en el que la ideología adquiere existencia material: el sujeto que se mantiene al margen de ese ritual ignora que el ritual le domina desde dentro. Ya lo dijo Pascal: si no crees, arrodíllate, actúa como si creyeras y la creencia surgirá por sí sola. A eso mismo se refiere el «fetichismo de la mercancía» del que hablaba Marx: en su autoconciencia explícita, un capitalista es un nominalista corriente y moliente, pero la «convicción puramente material» de sus actos pone al descubierto los «caprichos teológicos» del universo de las mercancías4. El verdadero locus de la fantasía en el que se cimenta la construcción ideológica no son las convicciones y deseos internos que hay en lo más profundo del sujeto, sino la «convicción puramente material» del ritual ideológico externo.

Se suele considerar que la fantasía se manifiesta en la ideología al modo de una trama fantasmática que oculta el horror de una situación dada: en lugar de mostrar sin cortapisas las fuerzas antagónicas que hay en nuestra sociedad, preferimos concebirla como un todo orgánico que se mantiene unido por vínculos de solidaridad y cooperación… Sin embargo, también en este caso resulta más fructífero buscar la manifestación de esa fantasía allí donde no se esperaría encontrarla: en las situaciones insignificantes y, a primera vista, puramente utilitarias. Baste con recordar las instrucciones de seguridad que se dan a los pasajeros antes de que un avión emprenda el vuelo. ¿Acaso no se basan en una trama fantasmática sobre el aspecto que presentaría un accidente aéreo? Tras amerizar suavemente (¡se supone que el aterrizaje forzoso siempre va a producirse, milagrosamente, en el mar!), cada pasajero se coloca su chaleco salvavidas, se desliza, como en un tobogán acuático, en el agua y nada, como en unas gratas vacaciones en un lago en las que practicase natación en compañía de otras personas y bajo la guía de un experto instructor. ¿Acaso la «gentrificación» de una catástrofe (un suave aterrizaje sin complicaciones, azafatas que apuntan hacia las señales de «Salida» con la elegancia de unas bailarinas) no es ideología en estado puro? Sin embargo, el concepto psicoanalítico de fantasía no se puede reducir al de una trama fantasmática que oculta el horror de una situación dada; lo primero que cabe añadir es que, obviamente, la relación entre la fantasía y lo que encubre –el horror de lo Real– resulta mucho más ambigua de lo que parece a primera vista: la fantasía encubre ese horror, pero, al mismo tiempo, alumbra aquello mismo que supuestamente encubre, su punto de referencia «reprimido» (¿acaso las imágenes de la más horrenda de las Cosas, desde el calamar gigante que habita en las profundidades de los mares hasta el mortífero tornado que todo lo devasta, no son creaciones fantasmáticas par excellence?)5. En consecuencia, habrá que caracterizar el concepto de fantasía por medio de sus rasgos constitutivos6.

1. El esquematismo trascendental de la fantasía

Lo primero que cabe señalar es que la fantasía no se limita a consumar un deseo de forma alucinatoria; su función resulta más bien similar a la del «esquematismo trascendental» kantiano: nuestro deseo está constituido por una fantasía que le proporciona sus coordenadas, es decir, que literalmente «nos enseña cómo hay que desear». Por ello, el papel de la fantasía resulta, en cierto sentido, análogo al de la malhadada glándula pineal en la filosofía de Descartes, en la que servía de mediadora entre la res cogitans y la res extensa: la fantasía sirve de intermediaria entre la estructura simbólica formal y el carácter positivo de los objetos que encontramos en la realidad, es decir, proporciona un «esquema» conforme al cual algunos objetos positivos de la realidad pueden funcionar como objetos de deseo capaces de llenar los huecos abiertos por la estructura simbólica formal. Para decirlo de forma un poco simple: por fantasía no debemos entender cosas como que, si me apetece tarta de fresa y no puedo obtenerla en la realidad, fantasearé con comérmela; el problema, más bien, es el siguiente: ¿cómo sé que lo que más me apetece es tarta de fresa?De eso es de lo que la fantasía me informa. Este papel de la fantasía reposa en el hecho de que «no exista relación sexual», fórmula o matriz universales capaces de garantizar una relación sexual armoniosa con nuestra pareja: la falta de esa fórmula universal hace que cada sujeto deba inventar su propia fantasía, su «fórmula» privada para las relaciones sexuales. Un hombre solo puede mantener relaciones sexuales con una mujer que encaje en su fórmula.

Hace poco, unas feministas eslovenas protestaron enérgicamente contra un gran cartel publicitario de una compañía de productos cosméticos que, para anunciar una loción solar, mostraba varios traseros femeninos bien bronceados, embutidos en ajustados trajes de baño, y que lanzaba el siguiente eslogan: «Cada una tiene su propio factor». No cabe duda de que el anuncio se basa en un burdo doble sentido: el eslogan parece referirse a la loción solar, que se ofrece en diversos factores de protección para adaptarse a todos los tipos de piel; sin embargo, el anuncio surte todo su efecto si se lo interpreta desde una perspectiva machista: «¡Se puede tener a la mujer que se quiera, siempre y cuando el hombre conozca su factor, su catalizador específico, lo que la excita!». Freud afirma que la fantasía fundamental hace que cada sujeto, femenino o masculino, posea un «factor» que regula su deseo: el factor de El Hombre de los Lobos era «una mujer, vista desde detrás, a cuatro patas»; el de John Ruskin era una mujer que, como las estatuas, no tuviera vello púbico, etc. Nuestro conocimiento de ese «factor» no tiene nada de edificante: se trata de un conocimiento que nunca puede subjetivarse; es siniestro –y aun horrendo– en la medida en que, en cierto sentido, «desposee» al sujeto y lo convierte en una marioneta «más allá de la libertad y la dignidad».

2. Intersubjetividad

El segundo rasgo constitutivo de la fantasía consiste en su carácter radicalmente intersubjetivo. Pese a la importancia de la devaluación y el abandono del término «intersubjetividad» en la obra tardía de Lacan (que contrasta vivamente con su anterior insistencia en que el dominio propio de la experiencia psicoanalítica no es ni subjetivo ni objetivo, sino intersubjetivo), eso no entraña en modo alguno el abandono de la idea de que la relación del sujeto con su Otro y el deseo de este último desempeñan un papel crucial en la identidad del propio sujeto. Paradójicamente, cabría decir que el abandono de la «intersubjetividad» por parte de Lacan es estrictamente correlativo a la atención prestada al enigma del deseo impenetrable del Otro («Che vuoi?»). Lo que Lacan hace en sus últimos años con la intersubjetividad debe considerarse en contraposición con los motivos hegeliano-kojèvianos de la lucha por el reconocimiento y de la conexión dialéctica entre el reconocimiento del deseo y el deseo de reconocimiento, tan importantes en las primeras obras de Lacan, y con el motivo «estructuralista» del gran Otro, entendido como una estructura simbólica anónima, tan presente en la época intermedia de Lacan.

Acaso el modo más sencillo de apreciar esos cambios sea centrarse en los experimentados por el objeto. En las primeras obras de Lacan, las cualidades intrínsecas del objeto carecen de valor; cuenta sólo como lo que está en juego en las luchas intersubjetivas por el reconocimiento y el amor (la leche que el niño demanda a su madre no es más que «una señal de amor», es decir, la demanda de leche tiene como propósito que la madre demuestre su amor por el niño; un sujeto celoso le pide a sus padres un juguete determinado; si ese juguete se convierte en el objeto de su demanda es porque su hermano también lo codicia, etc.). Sin embargo, en las últimas obras de Lacan, el interés se centra en el objeto que «es» el propio sujeto, en el agalma o tesoro secreto que garantiza que el ser del sujeto dispone de un mínimo de consistencia fantasmática. Es decir, el objeto a, en cuanto objeto de la fantasía, es «eso que en mí es algo más que yo», gracias a lo que me considero a mí mismo «digno del deseo del Otro».

Siempre se debe tener presente que el deseo «realizado» (escenificado) en la fantasía no es el deseo del sujeto, sino el deseo del otro: la fantasía, la formación fantasmática, es una respuesta al enigma de «Che vuoi?» –«Dices esto, pero, ¿qué es lo que de verdad quieres decir al decirlo?– que establece la posición primordial y constitutiva del sujeto. La pregunta que está en el origen del deseo no es «¿Qué es lo que quiero?», sino «¿Qué es lo que los otros quieren de mí? ¿Qué es lo que ven en mí? ¿Qué soy yo para ellos?». Un niño pequeño está sumido en una compleja red de relaciones; sirve de catalizador y campo de batalla de los deseos de quienes le rodean: su padre, su madre, sus hermanos y hermanas, etc., libran batallas en torno a él; por ejemplo, la madre, mediante el cuidado del hijo, puede estar enviando un mensaje al padre. Aunque el niño es perfectamente consciente de su papel, no puede comprender qué objeto constituye para quienes le rodean, cuál es la naturaleza exacta de los juegos que están jugando con él, de modo que la fantasía interviene y proporciona una respuesta a ese enigma: en su aspecto más fundamental, la fantasía me dice lo que soy para los míos. De nuevo, el antisemitismo, la paranoia antisemita, revela de forma ejemplar el carácter radicalmente intersubjetivo de la fantasía: la fantasía (la fantasía social de la confabulación judía) constituye un intento de proporcionar una respuesta a la pregunta: «¿Qué quiere la sociedad de mí?», de descubrir el significado de los oscuros acontecimientos en los que me veo forzado a participar. Por ese motivo, la teoría tradicional de la «proyección», según la cual el antisemita «proyecta» en la figura del judío lo que repudia de sí mismo, no resulta satisfactoria: la figura del «judío conceptual» no se puede reducir a la exteriorización de mi «conflicto interno» (antisemita); al contrario, da testimonio (y trata de hacerse cargo) de mi descentramiento original, del hecho de que formo parte de una red opaca cuya lógica y significado escapan a mi control.

La radical intersubjetividad de la fantasía resulta discernible hasta en los casos más elementales, como aquel relatado por Freud en el que su hijita fantaseaba con comer un pastel de fresa. Aquí no estamos, en absoluto, ante un simple caso de satisfacción alucinatoria directa de un deseo (como le apetecía un pastel y no lo obtuvo, fantaseó al respecto…). Es decir, lo que cabe introducir llegados a este punto es, justamente, la dimensión de la intersubjetividad: lo crucial del caso es que, mientras devoraba un pastel de fresa, la niña se dio cuenta de la profunda satisfacción que el espectáculo causaba a sus padres al verla disfrutarlo plenamente. Así pues, la fantasía de comer un pastel de fresa trasluce en realidad un intento por parte de la niña de formar una identidad (la de quien disfruta plenamente comiéndose el pastel que le han dado sus padres) que satisfaga a sus padres y la convierta en el objeto del deseo de estos…

Aquí se puede apreciar la diferencia con las primeras obras de Lacan, en las que el objeto queda reducido a ser un símbolo absolutamente insignificante en-sí-mismo al tener solo valor como el punto de intersección entre mi deseo y el deseo del Otro: en las últimas obras de Lacan, el objeto es precisamente aquello que «en el sujeto es más que el propio sujeto», aquello que fantaseo que el Otro (fascinado por mí) ve en mí. Por ello, ya no es el objeto lo que sirve de mediador entre mi deseo y el deseo del Otro; más bien, es el propio deseo del Otro lo que sirve como mediador entre el sujeto «barrado» ($) y el objeto perdido que el sujeto «es», lo que proporciona un mínimo de identidad fantasmática al sujeto. Asimismo, podemos apreciar en qué consiste la traversée du fantasme: en una aceptación de que en mí no hay tesoro secreto alguno, de que mi soporte (el del sujeto) es puramente fantasmático.

Esto también nos permite apreciar perfectamente la oposición entre Lacan y Habermas. Habermas insiste en la diferencia entre la relación sujeto-objeto y la auténtica intersubjetividad: en esta última, el otro sujeto no es uno de los objetos de mi campo de experiencia, sino mi interlocutor en un diálogo, aquel con quien interactúo en un mundo vital concreto y, en consecuencia, constituye el origen irreductible de mi experiencia de la realidad. Ahora bien, lo que Habermas reprime con ello es pura y simplemente el entrecruzamiento de esas dos relaciones, el plano en el que el otro sujeto no es todavía el interlocutor en una interacción o comunicación simbólica intersubjetiva, sino que sigue siendo un objeto, una Cosa, aquello que convierte al «prójimo» en una presencia sórdida y repulsiva. Este otro en cuanto objeto que da cuerpo a un intolerable exceso de goce (jouissance) es el auténtico «objeto del psicoanálisis». Por tanto, Lacan sostiene que la intersubjetividad simbólica no es el horizonte definitivo, aquel que ya no puede traspasarse: lo que lo precede no es una subjetividad «monádica», sino una relación presimbólica «imposible» con un Otro que es el Otro real, el Otro en cuanto Cosa, y no el Otro ubicado en el campo de la intersubjetividad.

3. La oclusión narrativa del antagonismo

Tercer punto: la fantasía es la forma primordial de la narración con la que se disimula algún atolladero original. La fantasía sociopolítica par excellence es, por supuesto, el mito de la «acumulación primordial»: la narración sobre los dos trabajadores, uno vago y despilfarrador, el otro diligente y emprendedor, inclinado a la acumulación y a la inversión, en el que se cimenta el mito de los «orígenes del capitalismo» y que oculta el carácter violento de su auténtica genealogía. Lacan, a pesar del énfasis en la simbolización o en la historización que mostró en la década de 1950, está radicalmente en contra de la narración: el objetivo final de la terapia psicoanalítica no consiste en que el analizado organice su confusa experiencia vital en (otra) narración coherente, en la que todos los traumas estén perfectamente integrados, etc. No solo es que haya narraciones «falsas», basadas en la exclusión de acontecimientos traumáticos y en las que los vacíos dejados por tales exclusiones aparecen parcheados; la tesis de Lacan es mucho más contundente: la respuesta a la pregunta «¿Por qué contamos historias?» es la de que la narración en cuanto tal aparece para erradicar algún antagonismo elemental reorganizando sus elementos en una sucesión temporal. En consecuencia, la propia forma de la narración pone de relieve la existencia de un antagonismo reprimido. El precio que hay que pagar por la resolución narrativa es la petitio principii del bucle temporal, la circunstancia de que la narración presupone subrepticiamente que lo que trata de reproducir está ya dado (en efecto, la narración de la «acumulación primordial» no explica nada, en la medida en que presupone la existencia de un trabajador que se comporta como un capitalista hecho y derecho)7.

Permítasenos abundar en la cuestión de la resolución narrativa de los antagonismos relacionándola con la escisión de la ley en una ley pública neutral y en su superyó obsceno suplementario. Cuando se define el «totalitarismo» como el eclipse de la ley simbólica neutral, todo el ámbito de la ley queda «mancillado» por el obsceno superyó8 y se plantea un problema: cómo debemos concebir la época anterior, es decir, dónde estaba la obscenidad del superyó antes del surgimiento del «totalitarismo». Cabe esbozar dos narraciones de índole opuesta:

• La narración conforme a la cual, con el surgimiento de la modernidad, la ley arraigada en comunidades tradicionales concretas, y, por tanto, aún impregnada por el goce de una «forma de vida» específica, se escinde en la ley simbólica neutral y en su superyó suplementario, constituido por obscenas reglas no escritas: solo con la llegada de la modernidad aparece el orden jurídico neutral de la ley surgida del goce substancial.

• La contranarración (foucaultiana) conforme a la cual, en la era moderna, la norma de la ley jurídica tradicional es sustituida por una red de prácticas disciplinarias. La modernidad entraña una «crisis de investidura», una incapacidad de los sujetos para asumir mandatos simbólicos: lo que les impide consumar la identificación simbólica es la impresión de que en el gran Otro de la ley existe la «mácula del goce», de que el dominio de la ley está impregnado de un goce obsceno. Por consiguiente, el ejercicio disciplinario del poder que sustituye a la ley puramente simbólica está inevitablemente mancillado por el goce del superyó (que Schreber estuviera poseído por la visión de un Dios obsceno que pretendía copular con él penetrándolo como si fuera una mujer está, por consiguiente, en consonancia con que Schreber fuera víctima de un padre disciplinario protofoucaultiano)9.

El problema radica en que ambas narraciones, en sus aspectos más importantes, se excluyen mutuamente: conforme a la primera, la ley neutral surgida de la mácula del goce apareció con la modernidad, mientras que, conforme a la segunda, la modernidad plantea una «crisis de investidura», dado que en la ley se percibe la mácula del goce del superyó… Por supuesto, la única solución a este atolladero consiste en concebir ambas narraciones como dos intentos ideológicos complementarios de erradicar/ocultar el atolladero subyacente a todo esto: que el goce manchó y estigmatizó la ley en el momento en que esta surgió comoleyformal neutral y universal. La propia aparición de una ley neutral pura, liberada de los cimientos concretos y «orgánicos» que tenía en el mundo de la vida, sentó las bases del obsceno superyó, en la medida en que, de pronto, se consideró que esa cimentación en el mundo de la vida, al oponerse a la ley pura, es obscena10.

No es difícil descubrir la misma paradoja en la crítica que la Nueva Era suele verter contra Descartes: «antropocentrismo». Ahora bien, ¿es que la subjetividad cartesiana (correlativa con el universo de la ciencia moderna) no participa del «giro copernicano»? ¿Acaso no descentra al hombre y lo convierte en un ser insignificante que habita en un pequeño planeta? Dicho de otro modo, hay que tener presente que la desustancialización cartesiana del sujeto, su reducción a $, al vacío puro de la negatividad referida a sí misma es estrictamente correlativo con la reducción del hombre a una mota de polvo en la infinidad del universo, a un objeto más entre los infinitos objetos que hay en el cosmos: son las dos caras del mismo proceso. En ese preciso sentido, Descartes es radicalmente antihumanista, es decir, se opone al Humanismo renacentista, acaba con la idea de que el hombre es el más elevado de los Seres, la cima de la creación, y disuelve su unidad en un cogito puro y en su remanente corporal: la elevación del sujeto a la categoría de agente trascendental de la síntesis constitutiva de la realidad es correlativa con la depreciación de su soporte material, que pasa a convertirse en un objeto más entre los objetos del mundo. A Descartes se lo acusa también de incurrir en ínfulas patriarcales (en virtud de los inconfundibles rasgos masculinos del cogito), pero, ¿es que su formulación del cogito como pensar puro que, en cuanto tal, «no tiene sexo», no rompe por primera vez con el carácter sexuado de la ontología premoderna? Contra Descartes pesa además la acusación de concebir el sujeto como si fuera el dueño de los objetos de la naturaleza, de modo que los animales y en general el medio ambiente quedan reducidos a la condición de meros objetos susceptibles de que se los explote, sin que nada los salvaguarde. Sin embargo, ¿no es cierto que solo cuándo otorgamos la categoría de propiedad a los objetos de la naturaleza pasan a estar, por vez primera, legalmente protegidos (como solo puede estarlo una propiedad)?

En todos estos (y otros) casos, Descartes estableció el propio criterio por el que se mide y se rechaza su doctrina positiva en nombre de un método «holístico» poscartesiano. En consecuencia, las dos versiones de la narración distorsionan la realidad: tanto el relato del progreso desde una forma primitiva hasta otra más avanzada y cultivada (desde el primitivismo de la superstición fetichista hasta la espiritualidad de la religión monoteísta o, en el caso de Descartes, desde el carácter sexuado de la ontología primitiva hasta la neutralidad del pensamiento moderno), como el relato de la evolución histórica concebida como regresión o Caída (en el caso de Descartes, desde la unidad orgánica con la naturaleza hasta la voluntad de explotarla o desde la complementariedad espiritual premoderna entre el hombre y la mujer hasta la identificación cartesiana de la mujer con la «naturaleza», etc.) ocultan la absoluta sincronicidad del antagonismo en cuestión.

En consecuencia, hay que aceptar la paradoja de que, cuando se (mal)interpreta determinado momento histórico como el de la pérdida de alguna cualidad, un examen más detenido revela que dicha cualidad surgió precisamente en el momento de su supuesta pérdida… Esta coincidencia de surgimiento y pérdida apunta, desde luego, a la paradoja fundamental del objeto a de Lacan, que surge precisamente como algo que se ha perdido; la narrativización, que describe el proceso por el que el objeto primero aparece dado y luego se pierde, oculta esa paradoja. (Aunque podría parecer que la dialéctica hegeliana, con su matriz de la mediación de lo inmediato, es la versión filosófica más elaborada de dicha narrativización, Hegel fue, más bien, el primero que formuló explícitamente la existencia de esa absoluta sincronicidad: según Hegel, el objeto inmediato que se pierde en la reflexión «solo llega a ser cuando se lo deja atrás»11. La conclusión que cabe extraer de esa absoluta sincronicidad no es, por supuesto, la de que «no hay historia, en la medida en que todo estaba dado ya desde el principio», sino la de que el proceso histórico no se rige por la lógica de la narración: de hecho, las rupturas históricas reales son más radicales que los despliegues puramente narrativos, pues lo que cambia con ellas es el propio mecanismo de surgimiento y pérdida. Dicho de otro modo, una ruptura histórica real no solo entraña la pérdida «regresiva» (o la ganancia «progresiva») de algo, sino un cambio en la retícula que nos permite calibrar las pérdidas y las ganancias12.

El ejemplo más palmario de esta paradójica coincidencia de surgimiento y pérdida lo encontramos en el propio concepto de historia: ¿qué lugar le corresponde exactamente, es decir, qué sociedades pueden caracterizarse como propiamente históricas? Por un lado, se supone que las sociedades precapitalistas ignoran lo que la historia es de veras; son sociedades «circulares», «cerradas», atrapadas en un movimiento repetitivo predeterminado por la tradición; por tanto, la historia ha de surgir después, con la decadencia de las sociedades orgánicas «cerradas». Por otro lado, el tópico contrario afirma que el capitalismo no es histórico; carece de raíces, no cuenta con una tradición propia y, en consecuencia, parasita otras tradiciones; es un orden universal que (como la ciencia moderna) puede prosperar en cualquier parte, del Japón a la Argentina, y desarraigar y pudrir lentamente todos los mundos de la vida particulares, cimentados en tradiciones específicas. Así pues, la historia es aquello que se pierde con el crecimiento del capitalismo, cuyo definitivo triunfo en todo el planeta señala el «final de la historia» (por usar la expresión de Fukuyama, un poco caída en el olvido). La solución, de nuevo, está en que el surgimiento y la pérdida coinciden: aquello que es propiamente «histórico» es tan solo un momento dado, por más que ese momento no tenga propiamente fin y dure centurias: el momento del passage desde las sociedades precapitalistas hasta un orden capitalista universal13.

4. Tras la caída

Así llegamos a la siguiente característica: la del problema de la Caída. Frente a la idea de sentido común de que fantasear es satisfacer, mediante una realización alucinatoria, deseos prohibidos por la ley, la narración fantasmática no escenifica la suspensión-transgresión de la ley, sino el acto mismo de su instalación, de la intervención del corte de la castración simbólica: al fin y al cabo, lo que la fantasía trata de escenificar es la «imposible» escena de la castración. Por ese motivo, la fantasía en cuanto tal es, por su propia naturaleza, algo así como una perversión: el ritual perverso escenifica el acto de la castración, de la pérdida primordial que permite al sujeto acceder al orden simbólico. Seamos más precisos: a diferencia del sujeto «normal», para el que la ley funciona como una instancia que prohíbe y regula (el acceso al objeto de) su deseo, para el perverso el objeto de su deseo es la propia ley: la ley es el Ideal que anhela, su deseo es ser plenamente reconocido por ella, estar integrado en su funcionamiento… La ironía de la situación salta a la vista: el perverso, «transgresor» par excellence que aparenta quebrantar todas las normas de la conducta «normal» y decente, en realidad anhela el propio gobierno de la ley14.

En materia política, permítasenos recordar la interminable búsqueda del momento fantasmático en el que la historia de Alemania «tomó el camino equivocado» que llevó al nazismo: la demora de la unificación nacional, a causa del desmembramiento del Imperio Alemán tras la guerra de los Treinta Años; la estetización de la política propiciada por la reacción romántica contra Kant (teoría sostenida por Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe); la «crisis de investidura» y el socialismo de Estado implantado por Bismarck en la segunda mitad del siglo xix; hasta las crónicas de la resistencia de las tribus germanas ante los romanos, en la que, supuestamente, ya se mostraban las características del Volksgemeinschaft15… Los ejemplos abundan: ¿en qué momento exacto coincidió la represión patriarcal con la represión y explotación de la naturaleza? Los principios del ecofeminismo proporcionan multitud de determinaciones «regresivas» del incomparable momento fantasmástico de la Caída: el predominio del capitalismo occidental decimonónico; la moderna ciencia cartesiana, con su objetivación de la naturaleza; la nociva influencia de la Ilustración, con su impronta socrática, griega y racionalista; la aparición de los grandes imperios bárbaros; hasta el paso de la civilización nómada a la civilización agrícola… Por otra parte –como señala Jacques-Alain Miller–, ¿acaso la búsqueda foucaultiana del momento de la aparición del orden de la sexualidad occidental no quedó atrapada en ese mismo bucle fantasmático? Foucault no deja de remontarse en el tiempo y de alejarse de la época moderna, hasta que establece el límite en el que la antigua ética del «cuidado de sí mismo» se desintegra en la ética cristiana de la confesión: que el tono de sus dos últimos libros sobre la ética precristiana difiera completamente de su anterior exploración del conglomerado formado por el poder, el saber y la sexualidad –en lugar de sus análisis habituales de las microprácticas materiales de la ideología, nos encontramos con una versión bastante tradicional de la «historia de las ideas»– pone de relieve que la Grecia y la Roma de Foucault, «anteriores a la Caída» (en la sexualidad-culpa-confesión), son entidades puramente fantasmáticas.

A la luz de esos antecedentes, resulta posible elaborar una teoría precisa de la Caída tomando como referencia el Paraíso perdido de Milton16. Su primera característica es la de que, por motivos estructurales, la Caída nunca ha ocurrido en el presente: Adán, «en sentido estricto, nada decide: se encuentra con que ha decidido. Más que hacer una elección, Adán descubre que la ha hecho»17. ¿Por qué? Si la decisión (la elección de la Caída) se produjera en el presente, presupondría aquello mismo que surge gracias a ella, la propia libertad de elección: la paradoja de la Caída consiste en que es un acto que inaugura el propio espacio de decisión. ¿Cómo es esto posible? La segunda característica de la Caída es la de que es el resultado de una elección –desobedecer– destinada a conservar el éxtasis erótico de Eva; elección que, sin embargo, tiene una consecuencia paradójica: «la desobediencia [de Adán] le hace perder aquello que pretendía conservar gracias a ella»18. Aquí se manifiesta, una vez más, la estructura de la castración: cuando Adán elige caer para conservar el goce, lo que pierde a consecuencia de su acto es justamente el goce. ¿Acaso no encontramos aquí la inversión de la estructura de los «estados que son esencialmente consecuencias indeseadas»? Adán pierde X al elegirlo de manera directa y al tratar de conservarlo… Es decir; ¿qué es, precisamente, la castración simbólica? Es la prohibición del incesto, lo que hay que entender como la pérdida de algo que el sujeto nunca tuvo. Imaginemos una situación en la que el sujeto trata de conseguir X (digamos, diversas experiencias placenteras); la castración no consiste en privarle de ninguna de esas experiencias, sino en añadirles una X puramente potencial e inexistente, con respecto a la cual parece de repente que a las experiencias realmente accesibles les falte algo, que no sean plenamente satisfactorias. Puede verse aquí que el falo ejerce la función de ser el propio significante de la castración: el propio significante de la falta, el significante que prohíbe que el sujeto acceda a X y que con ello crea su fantasma…

La misma paradoja nos permite además definir el Paraíso como la economía libidinal en la que la paradoja de los «estados que son esencialmente consecuencias inde-seadas» todavía no se ha hecho presente: en el Paraíso persiste la imposible coincidencia del saber y el goce. Algunos teólogos (incluido Tomás de Aquino) sostienen que en el Paraíso había relaciones sexuales, que Adán y Eva copulaban, que su placer era incluso mayor que el nuestro (v. g.: el placer de practicar relaciones sexuales tras la Caída) y que lo único –pero crucial– que los diferenciaba de nosotros era que, mientras copulaban, mantenían las distancias y la medida y no perdían nunca el dominio de sí mismos. Pues bien, esa afirmación revela inadvertidamente el secreto del Paraíso: el de ser el reino de la perversidad. Es decir, ¿acaso la paradoja fundamental de la perversión no estriba en que el perverso logra evitar el atolladero de los «estados que son esen-cialmente consecuencias indeseadas»? Cuando el perverso sadomasoquista escenifica la escena en la que participa, siempre «conserva el control», mantiene las distancias, se comporta como un director de escena, pero su goce, sin embargo, es mucho más intenso que el de la apasionada inmersión inmediata.

Entonces, ¿cuál era la forma específica del acto sexual que se practicaba en el Edén? En la práctica del fist-fucking homosexual, el hombre (asociado normalmente con la penetración activa) debe abrirse pasivamente; se le penetra por la región en la que la «clausura», la resistencia a la penetración, constituye la reacción natural (se sabe que las dificultades que plantea el fist-fucking son más de tipo psicológico que físico: la dificultad consiste en relajar los músculos del ano lo suficiente para permitir la entrada del puño; la posición de la persona a la que le meten el puño es quizá la experiencia más intensa de apertura pasiva que pueda experimentar un ser humano); aparte de ese abrirse uno mismo al otro, cuyo órgano penetra literalmente en mi cuerpo y lo explora por dentro, la otra característica crucial es que ese órgano, justamente, no es el falo (como en el coito anal «normal»), sino el puño (la mano), órgano par excellence no del placer espontáneo sino de la actividad instrumental, del trabajo y de la exploración. (No es de extrañar que las características externas del fist-fucking coincidan prácticamente en todo con el modo en que el médico examina el recto para detectar la presencia del cáncer de próstata.) En este sentido, el fist-fucking es edénico; es lo que más se parece a lo que era el sexo antes de la Caída: lo que entra dentro de mí no es el falo, sino un objeto parcial prefálico, una mano (semejante a las manos que van de un lado a otro, como si fueran objetos, en las pesadillas surrealistas de algunas películas de Buñuel); hemos vuelto al estado edénico anterior a la caída, en el que, según las especulaciones de algunos teólogos, las relaciones sexuales se practicaban como si fueran una actividad instrumental entre otras.

5. La mirada imposible

La quinta característica: a causa de su bucle temporal, la narración fantasmática siempre entraña una mirada imposible, la mirada mediante la que el sujeto ya está presente en el acto de su propia concepción. Un caso ejemplar de este círculo vicioso puesto al servicio de la ideología es un cuento de hadas antiabortista escrito en la década de 1980 por un poeta nacionalista esloveno de derechas. El cuento está ambientado en una idílica isla de los Mares del Sur en la que los niños de los que sus madres han abortado viven juntos sin sus progenitores: aunque llevan una vida tranquila y agradable, echan en falta el amor de sus padres y se pasan el tiempo reflexionando, apesadumbrados, sobre cómo es posible que sus padres antepusieran el éxito profesional o unas vacaciones de lujo a su existencia… La trampa, claro está, consiste en presentar a los niños abortados como si hubieran nacido y, además, como si lo hubieran hecho en un universo paralelo (la solitaria isla del Pacífico) y conservasen el recuerdo de los padres que los «traicionaron»; así es como pueden lanzar a sus progenitores una mirada de reproche, que los vuelve culpables19.

A propósito de la escena fantasmática, siempre cabe hacerse, por tanto, la siguiente pregunta: ¿para qué mirada se escenifica? ¿A qué narración pretende servir de soporte? Según algunos documentos que han salido recientemente a la luz pública, el general británico Michael Rose, jefe de las fuerzas de la UNPROFOR en Bosnia, y su equipo especial de efectivos del SAS, tenían un «plan secreto»: con el pretexto de mantener la tregua entre lo que se dio en llamar «facciones enfrentadas», debían hacer que la culpa recayera en los croatas y, sobre todo, en los musulmanes (poco después de la caída de Srebenica, por ejemplo, los efectivos de Rose «descubrieron» de repente, en el norte de Bosnia, algunos cadáveres de serbios supuestamente asesinados por los musulmanes; sus intentos de «mediar» entre los musulmanes y los croatas acabaron alentando el conflicto entre ellos, etc.). El propósito de dicha estrategia consistía en crear la impresión de que el conflicto bosnio era semejante a una «guerra tribal», a una guerra civil en la que todos luchaban contra todos y en la que «todos los bandos eran igualmente culpables». En lugar de condenar sin paliativos la agresión serbia, se promovía esa impresión con el fin de preparar el terreno para que se adoptasen medidas internacionales destinadas a la «pacificación» y a la «reconciliación de las facciones enfrentadas». De repente, Bosnia dejó de ser un estado soberano víctima de una agresión y se convirtió en un territorio dominado por el caos, en el que «señores de la guerra ahítos de poder» liquidaban sus traumas históricos a expensas de mujeres y niños inocentes… El trasfondo de la cuestión es, por supuesto, la «visión» proserbia, según la cual la paz en Bosnia solo será posible si no se «demoniza» a ninguno de los bandos en conflicto: hay que repartir la responsabilidad a partes iguales, mientras Occidente asume el papel de juez neutral, situado por encima de los conflictos tribales locales.

Lo crucial para nuestro análisis es que la «guerra secreta» proserbia librada por el general Rose en el territorio de aquel país no trataba de modificar la relación de fuer-zas militares, sino que, más bien, tenía el propósito de preparar el terreno para una perspectiva narrativa diferente de la situación: la actividad militar «real» estaba al servicio de la narrativización ideológica20. Por otra parte, el acontecimiento decisivo que sirvió de algo así como de point de capiton para cambiar de arriba a abajo la perspectiva sobre la guerra de Bosnia y que propició su (re)narrativización despolitizada como «catástrofe humanitaria» fue la visita que François Mitterrand hizo a Sarajevo en el verano de 1992. Resulta tentador pensar que el general Rose fue enviado a Bosnia para que materializara la visión que Mitterrand tenía del conflicto. Es decir, hasta la visita de Mitterrand, la concepción predominante del conflicto bosnio seguía siendo política: ante la cuestión del ataque serbio, se entendía que el meollo del problema era el ataque de la antigua Yugoslavia contra un Estado independiente. Sin embargo, tras la marcha de Mitterrand, pasó a considerarse la situación desde una perspectiva humanitaria: allí se ha desencadenado una feroz guerra tribal y lo único que puede hacer el civilizado Occidente es ejercer su influencia para apaciguar las pasiones enardecidas y ayudar a las inocentes víctimas proporcionándoles comida y medicamentos.

Precisamente fueron las muestras de compasión para con los sufrientes habitantes de Sarajevo prodigadas por Mitterrand durante su visita lo que asestó el golpe mortal a los intereses bosnios: en ellas radica el factor decisivo de la neutralización política experimentada por la visión internacional del conflicto. Como declaró en una entrevista el presidente de Bosnia-Herzegovina, Ejup Ganić: «Primero nos alegramos de recibir a Mitterrand, pues esperábamos que su visita despertara de una vez por todas el interés de Occidente. Sin embargo, de repente, nos dimos cuenta de que estábamos perdidos». No obstante, lo decisivo del asunto es que la mirada del observador externo e inocente para el que se escenificó el espectáculo de la «guerra tribal en los Balcanes» pertenece a la misma categoría de lo «imposible» que la mirada de los niños abortados y nacidos en una realidad distinta de los que hablaba el cuento de hadas antiabortista esloveno: la mirada del espectador inocente es también, en cierto sentido, inexistente, dado que esa mirada es la imposible mirada neutral de quien, falsamente, se exime de su existencia histórica concreta; en este caso, de su participación real en el conflicto bosnio.

El mismo proceso resulta discernible en las abundantes informaciones publicadas por los medios de comunicación sobre la «santidad» de las actividades de la Madre Teresa de Calcuta, claramente cimentadas en la pantalla fantasmática del Tercer Mundo. A Calcuta se la suele presentar como el Infierno en la Tierra, como el caso ejemplar de la decadencia de las megalópolis del Tercer Mundo, caracterizadas por la descomposición social, la pobreza, la violencia y la corrupción, cuyos habitantes viven sumidos en una apatía sin remedio (la realidad, desde luego, es bastante diferente: Calcuta es una ciudad cuya actividad resulta efervescente, culturalmente mucho más atractiva que Bombay y dirigida por un gobierno comunista local que ha logrado mantener una gran red de servicios sociales). En ese cuadro absolutamente lóbrego, la Madre Teresa trae un rayo de esperanza a los desposeídos y trasmite el mensaje de que la pobreza ha de aceptarse como un modo de redención, ya que los pobres, al soportar su triste destino con dignidad y fe y en silencio, repiten el Via Crucis de Cristo … Eso produce un doble beneficio ideológico: en la medida en que la Madre Teresa da a entender a los pobres y a los enfermos terminales que deben buscar la salvación en su propio sufrimiento, les desalienta a indagar en las causas de su desgracia, a politizar su situación; al mismo tiempo, ofrece a los ricos de Occidente la posibilidad de procurarse algo así como un sustitutivo de la redención mediante donaciones a las caritativas actividades de la Madre Teresa. Todo esto siempre sobre el fondo de la imagen fantasmática del Tercer Mundo como el Infierno en la Tierra, como un lugar tan profundamente desolado que el único alivio para los que sufren puede venir de la caridad y de la compasión, no de la acción política21.

6. La transgresión intrínseca

Para ser eficaz, la fantasía debe mantenerse «implícita», quedarse al margen del tejido simbólico explícito al que sirve de base y asumir la función de transgresión intrínseca de este. Esta disparidad constitutiva entre el tejido simbólico explícito y su fondo fantasmático resulta evidente en toda obra de arte. La preeminencia del lugar sobre el elemento que se instala en él hace que hasta la obra de arte más armoniosa sea a priori fragmentaria y carezca de algo en relación con el lugar que ocupa: el «engaño» de la obra artística lograda es fruto de la capacidad del artista para convertir esa carencia en una ventaja, para manipular habilidosamente el vacío central y la resonancia que este tiene en los elementos que lo circundan. Esta perspectiva permite explicar la «paradoja de la Venus de Milo»: en la actualidad, que la estatua esté mutilada no se considera una deficiencia, sino, al contrario, un elemento que contribuye a su efecto estético. Un sencillo experimento mental sirve para confirmar esta hipótesis: si imaginamos la estatua intacta y completa (durante el siglo xix, los historiadores del arte se tomaron muchos esfuerzos para «completarla»; según unas u otras «reconstrucciones», la mano que falta sostiene una lanza, una antorcha y hasta un espejo…), el resultado, sin duda, es kitsch y acarrea la pérdida del efecto propiamente estético. Lo que en esta «reconstrucciones» resulta significativo es su propia multiplicidad: el objeto destinado a llenar el vacío es a priori secundario y, en cuanto tal, intercambiable. Los recientes intentos de llenar el vacío en torno al que se estructura alguna obra canónica constituyen un trasunto típicamente «posmoderno» de ese kitsch decimonónico; de nuevo, el efecto es, inevitablemente, el de una vulgaridad obscena. Fijémonos en Heatcliff, una novela reciente en la que se aborda el vacío central de Cumbres borrascosas: ¿a qué se dedicó Heatcliff desde que se marchó de Cumbres Borrascosas hasta que volvió algunos años después tras amasar una fortuna? Uno de los ejemplos más antiguos y afortunados de lo que estamos diciendo es el de una película de cine negro, Forajidos, basada en un relato breve de Hemingway que tiene el mismo título: durante los primeros diez minutos, la película sigue al pie de la letra el relato, pero, a partir de ese momento, se convierte en una «precuela», es decir, en un intento de reconstruir la misteriosa experiencia traumática del pasado que ha hecho que «el Sueco» vegete como si fuera un muerto en vida y aguarde tranquilamente la muerte.

Así pues, el arte es fragmentario hasta cuando constituye un todo orgánico, dado que siempre se apoya en la distancia que mantiene con la fantasía. En el «fragmento impublicable» de su relato inconcluso «Beatrice Palmato»22, Edith Warton proporciona una descripción profunda y detallada de un incesto entre padre e hija, que incluye masturbación mutua, cunnilingus y felación, además, por supuesto, del coito en sí. Es fácil caer en la tentación de proponer una apresurada explicación psicoanalítica, según la cual este fragmento sería la «clave secreta» de toda la obra literaria de Wharton, resumida en el sintagma «el “No” de la Madre» (título de un subcapítulo del libro de Erlich sobre Wharton). En la familia nuclear de Wharton, quien actuaba como agente denegatorio era su madre, mientras que su padre encarnaba algo así como un saber denegado, impregnado de goce. Por otra parte, resulta sencillo jugar al juego del abuso sexual infantil y señalar la existencia de suficientes «pruebas circunstanciales» para pensar que el acontecimiento traumático que marcó la vida y la carrera literaria de Wharton fueron los abusos sexuales sufridos en la infancia a manos de su padre. También es fácil subrayar la ambigüedad entre fantasía y «realidad»: resulta prácticamente imposible discernir con claridad lo que le corresponde a cada una de ellas (¿el incesto paterno era una fantasía de la hija o el acicate que la llevó a fantasear fue un abuso sexual «real»?). Sea como fuere, este círculo vicioso pone de relieve que Edith no es «inocente»: participó en el incesto en el plano de la fantasía. Sin embargo, una hipótesis de este tipo pasa por alto que el acto artístico de alejarse de la fantasía es portador de una verdad más honda que la que entrañaría si se limitara a convertirse en mensajero de aquella: el kitsch y el melodrama popular están mucho más próximos a la fantasía que el «arte de verdad». Dicho de otro modo, para explicar la distorsión de la «fantasía original» no basta con apelar a las prohibiciones sociales: lo que se manifiesta bajo tales prohibiciones es que la propia fantasía es una «mentira primordial», una pantalla que enmascara una imposibilidad fundamental (en el caso de Edith Wharton, por supuesto, nos encontramos ante la idea fantasmática de que, al hacérselo con el propio padre, se alcanzaría «ello», es decir, la relación sexual plenamente satisfactoria que la mujer busca en vano en su marido u otros amantes). Por ello, el artificio del «arte de verdad» consiste en manipular la censura de la fantasía subyacente de modo que se logre revelar la absoluta falsedad de dicha fantasía.

Permítasenos abundar en la distancia entre el tejido explícito y su soporte fantasmático mediante un ejemplo extraído del cine. Al contrario de lo que da a entender, MASH, de Robert Altman, es una película absolutamente conformista; pese a su escarnio de la autoridad, sus tomaduras de pelo y sus aventuras eróticas, los miembros del equipo de MASHhacen modélicamente su trabajo, y, en consecuencia, no constituyen peligro alguno para el perfecto funcionamiento de la máquina militar. Dicho de otro modo, el tópico según el cual MASH es una película antimilitarista que muestra los horrores y el sinsentido de una carnicería militar únicamente soportable con una saludable dosis de cinismo, tomaduras de pelo, escarnio de los pomposos rituales oficiales, etcétera, no da en el clavo: ese distanciamiento es ya una forma de ideología. Este aspecto de MASH se vuelve aún más tangible en cuanto se la compara con otras dos célebres películas sobre la vida militar: Oficial y caballero y La chaqueta metálica.MASH y Oficial muestran las dos versiones posibles del sujeto convertido en perfecto militar: la identificación con la máquina militar se logra tanto por medio de la desconfianza irónica, de las tomaduras de pelo y de las aventuras eróticas (MASH) como de la conciencia de que bajo la crueldad del sargento instructor se oculta un «ser humano entrañable», una valiosa figura patriarcal cuyas crueldades son puro teatro (Oficial y caballero), idea estrictamente análoga a la del mito –profundamente antifeminista– de la fulana que, en el fondo, anhela convertirse en una buena madre. Por su parte, La chaqueta metálica logra resistir la tentación de caer en la ideología para «humanizar» al sargento instructor o a otros miembros de la unidad, y, en consecuencia, pone sobre el tapete las cartas de la máquina ideológica militar: el acto de guardar distancias con ella, en lugar de señalar las limitaciones de la máquina ideológica, constituye su auténtica condición de posibilidad.