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Antes de publicar sus grandes obras Balzac vivía en una buhardilla acosado por las chinches y sus acreedores, pues entre 1821 y 1832 fue negro literario, editor promiscuo e impresor suicida. Así, por aquellos años de embargos, deudas y negocios rocambolescos escribió El arte de pagar sus deudas sin gastar un céntimo (1827), opúsculo que no fue incluido en sus Obras completas por "inmoral, inapropiado e inmaduro", pero cuyo manuscrito sí forma parte de los originales atesorados por la Maison de Balzac. El narrador advierte que el libro se basa en la obra apócrifa de su tío, el barón de l'Empésé, quien a punto de morir convocó a todos sus acreedores para comunicarles que antes de cometer la bajeza de pagarles sólo el diez por ciento de sus deudas prefería no darles ni un duro.
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Veröffentlichungsjahr: 2021
Honoré de Balzac
EL ARTE DE PAGAR LAS DEUDAS SIN GASTAR NI UN CÉNTIMO
Traducido por Carola Tognetti
ISBN 979-12-5971-107-6
Greenbooks editore
Edición digital
Enero 2021
www.greenbooks-editore.com
EL ARTE DE PAGAR LAS DEUDAS SIN GASTAR NI UN CÉNTIMO
La persona realmente peculiar con la cual me dispongo a entretener al lector por algunos instantes, es decir, mi tío, era uno de esos individuos distinguidos por la naturaleza, para quienes el destino provoca auténticos milagros.
Desde la más temprana edad, supo sobreponerse a esos poderosos prejuicios que dominan a la sociedad, y que, vistos de manera filosófica, no son sino debilidades morales, pues supo vivir con la calidad de un hombre que tiene cincuenta mil libras de renta, a pesar de no tener un solo céntimo de ingreso legal.
Después de haber disfrutado de todos los goces que un hombre puede desear durante sesenta años, vivió un fin digno de él, al dar su último suspiro en el restaurante de un conocido suyo, quien había tenido no pocas ocasiones de admirar sus brillantes cualidades y la fuerza de su genio.
Mi tío nació el 1 de abril de 1761 en Saint-Germain-en-Laye. No voy a hablar de los primeros años de su vida, que pasaron pacíficamente, como los de todos los niños mimados por sus madres. Hacía tiempo ya que mi abuela estaba deseando una prueba de cariño conyugal por parte de mi abuelo, mas tuvo que esperar diez años antes de obtenerlo, y mi tío fue el primer fruto (mi padre no nacería hasta diez años más tarde). Mi abuelo, deslumbrado de igual manera que su esposa por el cariño hacia su hijo, no sabía reconocer ninguna de las pasiones que algún día brotarían en el corazón de «su tesoro», y a pesar de que era un hombre de ingenio, no supo darle a su educación la dirección adecuada.
Nueve meses de cada año no estaba en casa, pues tenía que pasarlos con su regimiento de la Royal-Cravate, del que llegó a ser mayor; por lo tanto no pudo vigilar a su hijo, y confió en la sabiduría de su mujer. Pero el tesoro de mi abuela, dotado de todos los talentos necesarios para que algún día se hable bien de él, tenía también todos aquellos pequeños defectos necesarios para que se diga de él todo lo contrario.
Se le habían dado profesores a los que no prestaba la menor atención. Bailaba con su profesor de latín, le lanzaba petardos al profesor de baile, ponía pedazos de vela en los bolsillos de su profesor de dibujo, y tapones en la flauta de su maestro de música. Durante los cortos viajes que hacía mi abuelo a Saint-Germain, mi tío tomaba su daga y la colocaba en el lugar de la parrilla, después de haber puesto su sombrero de pluma en el lugar del asado, o le arrancaba los pelos al gato, o le pintaba un bigote al canario con tinta. A mi abuela todo eso le parecía encantador. Mi abuelo tampoco podía reprimir la
risa; trataba estas travesuras como pequeñeces y decía que el tiempo lo mejoraría todo. El tiempo vino, pero mi tío no mejoró. Finalmente se hizo tan extenuante que ya nadie en la casa lo soportaba y por lo tanto, se tomó la decisión de alejar al «tesorito». Tenía entonces mi tío diez años. Ingresó en el Collége Louis-le-Grand en París, en donde hizo progresos obvios durante los primeros cuatro años, y utilizó a fondo los talentos de los que lo había dotado la naturaleza. Aunque no fuera el mejor traduciendo latín, si lo era en los juegos de pelota; se peleaba regularmente dos veces al día, lograba que lo pusieran a pan seco cinco veces por semana, recibía veinticinco latigazos al final de cada mes, y a finales de año, llegaba a casa con dos premios y media docena de gratificaciones, lo que era un orgullo para Abuela.
En el mes de abril de 1777, mi abuelo se encontraba en Saint-Germain y vino a París con el propósito de buscar a su hijo, para que pasara una parte de las vacaciones con él en el regimiento. Llega lleno de alegría al Collége, pues era para él una fiesta el ver a su hijo. Pregunta por él. La cara del director del colegio se pone más y más larga, su fisonomía se oscurece, balbucea…, finalmente mi abuelo se entera de que su querido hijo ha desaparecido, y al mismo tiempo que él, la hija de la lavandera, y que no se sabía nada de su paradero. Mi tío acababa de cumplir dieciséis años.
Mi abuelo se guardó mucho de contar esta fuga a su esposa. Fue a ver al jefe de policía, M. de Sartines, quien le dijo que volviera esa misma noche. En este tiempo mi tío fue finalmente encontrado con su lavanderita en una habitación amueblada de la Rue Fromenteau. Su padre lo hizo volver a Saint
—Germain, por cierto sin hacerle reproches, y se decidió a partir de ese momento que había progresado lo suficiente en sus estudios, y que ya no necesitaba volver al Collége. Debía terminar su educación en la casa paterna.
Los estudios que ahora comenzó mi tío eran agradables. Cada mañana jugaba a «la paume» o al billar, por la noche iba al baile. Hacía una cantidad de relaciones que luego presentaba a su madre para dejarles beber el mejor vino de su padre, agotaba caballos hasta la muerte, destrozaba carros que se tenía la bondad de prestarle, y contraía deudas con todo el mundo.
En la buena temporada del año le gustaba ir al campo, le disparaba a los perros o de vez en cuando a los guardabosques, después de haber dejado embarazadas a sus mujeres, mataba todas las piezas de caza, y pedía prestado dinero a todos los propietarios de la zona. En invierno tenía un duelo a la semana y era arrestado cada mes.
Fue en este tiempo que mi abuelo decidió dejarlo viajar, para «tranquilizar su cerebro», el cual, como solía decir, no necesitaba más que reflexionar. Pues bien, los viajes se prestan a la reflexión y así fue enviado mi tío a los Baños de Bagnéres, que eran en esos tiempos un lugar de rendez-vous de los más
distinguidos del mundo.
Ahí se convirtió en el organizador de todas las fiestas, en el alma de todos los placeres. Aquellos que entonces (en el año 1784) se encontraban ahí podrán todavía acordarse de la extraña sala de teatro que mi tío erigió, en el lapso de dos horas, en Lourdes, ciudad por la cual pasaba una tropa de comediantes de la provincia en su camino hacia la capital. Estos comediantes querían ganarse unas monedas al ofrecerle a los humildes campesinos dos o tres representaciones. Como no existía otra sala para el espectáculo, a mi tío le llamó la atención el depósito de un sillero, quien dio permiso para usarlo, con la condición de no sacar los carros que ahí guardaba. Mi tío se las ingenió para arreglarlo todo. Hizo quitar las carrocerías de los chasis, colocarlos uno al lado del otro en un semicírculo, y erigió con estas maniobras una fila de palcos de un estilo jamás visto. Un gran carruaje con puertas de alas, que había pertenecido antaño al arzobispo de Toulouse, fue transformado en palco de honor, y dos bellas diligencias, colocadas en las esquinas del orquesta, hicieron figura de palcos d’avant-scéne. Una segunda fila de palcos fue erigida de la misma forma, en lo alto de las ruedas de los carros, y todas las sillas de montar que el buen sillero poseía, fueron colocadas perpendicularmente al teatro en una especie de varas, de manera que formaban un patio, en el cual los espectadores por así decir cabalgaban una montura inmóvil. Jamás un espectáculo tan grotesco había ocasionado tanta risa.
El año siguiente mi tío regresó a Saint-Germain, y una importante transformación se había realizado en su personalidad. A pesar de haber ganado por un lado, había perdido por el otro; pues llegó de este viaje con un marcado gusto por los juegos de azar, a los que se dedicó con tanto afán que mi abuelo tuvo que abandonar su pequeña fortuna para pagar las numerosas deudas que contraía su hijo.
Fue en aquel tiempo (en el año 1787) que mi tío perdió a su padre. Murió a consecuencia de una caída de caballo; mi abuela siguió a su esposo poco después. A mi padre, aunque era diez años menor que mi tío, le fue confiada la gerencia de la herencia por el consejo de familia. Sencillamente era el más inteligente, a pesar de no ser siquiera mayor de edad. Mis abuelos no les dejaron gran cosa a sus hijos. A pesar de que mi tío ya había recibido por adelantado seis veces lo que le correspondía, mi padre compartió con él los doce mil francos en los que consistía la herencia.
En ese tiempo estalló la revolución, y mi tío, quien ya había llamado la atención por la firmeza de sus convicciones monárquicas, se vio obligado a escoger el exilio, en un tiempo en que todo aquel que formaba parte del
«partido de la Corte» debía temer por su vida. Otra razón para esta decisión, y no menos importante, era que ya no tenía nada, y con su crédito agotado, acostumbrado como estaba a una vida grandiosa, no hubiera ya encontrado en
ningún lugar una persona que le prestara un solo céntimo.