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Al borde de la exclusión social y tras sufrir una crisis personal, un hombre conoce a un anciano excombatiente del ejército francés que ha vivido en primera persona todos los conflictos armados que han sacudido Francia desde la Segunda Guerra Mundial. Entre ambos hombres se establece una relación, a través de la pintura, que permite al militar evocar sus recuerdos personales de la Resistencia, de Indochina, de Argelia..., violentas guerras que han vertebrado la historia reciente del país y que ofrecen claves para entender la realidad francesa contemporánea.
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Seitenzahl: 1096
Veröffentlichungsjahr: 2014
Título original francés: L’Art Français de la guerre.
© Éditions Gallimard, 2011.
© de la traducción: Ana Herrera Ferrer, 2012.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2014.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: OEBO599
ISBN: 9788490551515
Composición digital: Víctor Igual, S. L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Citas
Comentarios I. Partida hacia el golfo de los spahis de Valence
Novela I. La vida de las ratas
Comentarios II. Tuve días mejores y los abandoné
Novela II. Subir al maquis en abril
Comentarios III. Una prescripción de analgésicos en la farmacia nocturna
Novela III. La llegada justo a tiempo del convoy de zuavos montados
Comentarios IV. Aquí y allá
Novela IV. Las primeras veces, y lo que siguió
Comentarios V. El orden frágil de la nieve
Novela V. La guerra en este jardín sangrante
Comentarios VI. La veía desde siempre, pero no me atrevía a hablarle
Novela VI. Guerra trífida, hexagonal, dodecaédrica; monstruo autófago
Comentarios VII. Mirábamos sin comprender el paseo de los muertos
Notas
¿Qué es un héroe? No es ni un vivo ni un muerto, sino uno […]
que penetra en el otro mundo y vuelve.
PASCALQUIGNARD
Fue una verdadera estupidez. Se malgastó a la gente.
BRIGITTEFRIANG
El mejor orden de cosas, según mi opinión,
es aquel en el cual yo debo existir; y a paseo el más perfecto
PARTIDAHACIAELGOLFODELOSSPAHISDEVALENCE
El principio de 1991 estuvo marcado por los preparativos de la guerra del Golfo y los progresos de mi irresponsabilidad total. La nieve lo cubría todo y dejaba bloqueados los trenes, ahogando los sonidos. En el Golfo, afortunadamente, la temperatura había bajado, y los soldados se asaban menos que en verano, cuando se remojaban con agua, el torso desnudo, sin quitarse las gafas de sol. ¡Ah, qué hermosos los soldados del verano, de los cuales no murió casi ninguno! Se echaban por la cabeza botellas enteras de agua que se evaporaba sin tocar el suelo, chorreando sobre su piel y evaporándose en seguida, formando en torno a su cuerpo atlético un halo de vapor recorrido por arcoíris. ¡Dieciséis litros nada menos tenían que beberse cada día los soldados del verano, dieciséis litros, tanto sudaban bajo su uniforme en ese lugar del mundo donde no existe la sombra! ¡Dieciséis litros! La televisión divulgaba cifras, y las cifras se establecían como se establecen siempre las cifras: con precisión. El rumor divulgaba unas cifras que nos repetíamos antes del asalto. Porque se iba a llevar a cabo ese asalto contra el cuarto ejército del mundo, el Invencible Ejército Occidental iba a ponerse en movimiento pronto, y, enfrente, los iraquíes se ocultaban detrás de alambre de espinos enroscado y muy apretado, detrás de minas saltarinas y clavos oxidados, detrás de trincheras llenas de petróleo que encenderían en el último momento, ya que ellos tenían mucho petróleo, tenían para dar y vender. La televisión daba detalles, siempre precisos, rebuscaban en los archivos al azar. En la televisión salían imágenes de antes, imágenes neutras que no mostraban nada. No se sabía nada del ejército iraquí, ni de su fuerza, ni de sus posiciones. Solo se sabía que era el cuarto ejército del mundo, se sabía porque lo iban repitiendo. Las cifras se quedan grabadas porque son claras, uno las recuerda, las cree. Y aquello se prolongaba, venga y venga. No se veía el final de todos aquellos preparativos.
A principios de 1991 yo apenas trabajaba. Iba a trabajar porque ya no se me ocurría qué decir para justificar mi ausencia. Frecuentaba a algunos médicos que firmaban, sin escucharme siquiera, increíbles bajas médicas, y yo iba prolongándolas más y más mediante un lento trabajo de falsificación. Por la tarde, bajo la lámpara, rehacía las cifras escuchando discos con los auriculares puestos, mi universo reducido al círculo de luz de la lámpara, reducido al espacio entre las dos orejas, reducido a la punta de mi boli azul, que lentamente me concedía tiempo libre. Primero hacía un borrador, y después con gesto seguro transformaba los números trazados por los médicos. Así doblaba y triplicaba el número de días que podía quedarme en casa y mantenerme alejado del trabajo. Nunca supe si bastaba con modificar las cifras para cambiar la realidad, con repasar las cifras con boli para escapar de todo, no me preguntaba jamás si los datos podían estar consignados en otro lugar además del volante, pero poco importa; el trabajo al que iba estaba tan mal organizado que, a veces, cuando yo no iba, nadie se daba cuenta siquiera. Cuando volvía al día siguiente tampoco se fijaban en mí más que si no estuviera, como si mi ausencia no significara nada. Yo faltaba y mi falta no era percibida. Así que me quedaba en la cama.
Un lunes de principios de 1991 me enteré por la radio de que Lyon estaba incomunicada por la nieve. Las nevadas de la noche habían cortado todos los cables, los trenes estaban parados en las estaciones, y los que habían sido sorprendidos fuera se cubrían con edredones blancos. La gente que iba dentro intentaba que no les entrase el pánico.
Aquí en el Escalda caían apenas algunos copos, pero allá no se movían nada más que grandes quitanieves seguidos de una lenta fila de coches, y los helicópteros llevaban socorro a las aldeas aisladas. Yo me alegré mucho de que todo eso ocurriese un lunes, porque aquí no sabían lo que era la nieve y se les haría una montaña, una misteriosa catástrofe atestiguada por las imágenes que mostraba la televisión. Llamé por teléfono a mi trabajo, situado a trescientos metros, y fingí que estaba a ochocientos kilómetros de allí, en las colinas blancas que aparecían en los telediarios. Yo procedo de allí, del Ródano, de los Alpes, ellos lo sabían, y a veces volvía a pasar algún fin de semana, ya lo sabían, y no sabían lo que eran esas montañas, ni la nieve, así que todo concordaba y no había motivo alguno para que yo no estuviera incomunicado como todo el mundo.
Después me fui a casa de mi amiga, que vivía frente a la estación.
Ella no se sorprendió, ya me esperaba. También había visto la nieve, los copos por la ventana y las borrascas que anunciaba la tele en el resto de Francia. Había llamado también a su trabajo con esa voz frágil que sabe poner al teléfono, diciendo que estaba enferma con aquella gripe tan severa que asolaba Francia y de la que se hablaba en la televisión. No podría ir a trabajar. Cuando me abrió todavía estaba en pijama, yo me desnudé y nos acostamos en su cama, al abrigo de la tormenta y de la enfermedad que asolaba Francia, y de la cual no había ningún motivo, ninguno en absoluto, para habernos podido librar. Éramos víctimas, como todo el mundo. Hicimos el amor tranquilamente mientras fuera seguía cayendo un poco de nieve, flotaba y aterrizaba, copo tras copo, sin prisa por llegar al suelo.
Mi amiga vivía en un estudio que tenía una sola habitación y una alcoba, y una cama que ocupaba todo el sitio de la alcoba. Yo estaba muy cerca de ella, tapado con el edredón nórdico, con nuestro deseo calmado, y nos encontrábamos muy bien al calor tranquilo de una jornada sin horarios, durante la cual nadie sabría dónde estábamos. Me encontraba muy bien al calor de mi nicho robado, con ella, que tenía los ojos de todos los colores, que me habría gustado mucho dibujar con lápices de color verde y azul sobre un papel marrón. Habría querido hacerlo pero dibujo muy mal, y sin embargo solo el dibujo habría podido hacer justicia a sus ojos, que tenían una luz maravillosa. Decirlo no basta, hay que mostrarlo. El color sublime de sus ojos escapaba al decir, sin dejar rastro. Había que mostrar. Pero mostrar no se improvisa, como probaban las estúpidas cadenas de televisión todos los días del invierno de 1991. El aparato estaba alineado con la cama, y podíamos ver la pantalla amontonando los almohadones para levantar la cabeza. A medida que el esperma se secaba me tiraba de los pelos de los muslos, pero no tenía ganas de darme una ducha, hacía frío en el reducto del cuarto de baño y me encontraba muy a gusto al lado de ella, y los dos mirábamos la tele esperando que nos volviera el deseo.
La noticia del día en la tele era la Desert Storm, la Tormenta del Desierto, un nombre de operación tomado de La guerra de las galaxias y concebido por los guionistas de un gabinete especializado. Al lado venía brincando Daguet, la operación francesa, con sus pequeños medios. El Daguet es el gamo pequeño que ha crecido un poco, un Bambi apenas púber en el que despuntan sus primeros cuernos, y que da saltitos y no está nunca demasiado lejos de sus padres. ¿Dónde encontrarán los nombres los militares? Quien lo propuso debió de ser un oficial superior que practicaba la caza en las tierras de su familia. «Tormenta del Desierto» es algo que todo el mundo entiende, de un extremo de la tierra a otro, estalla en la boca, explota en el corazón, es un título de videojuego. «Daguet» es elegante, provoca una sonrisa sutil entre los que lo entienden. El ejército tiene su idioma, que no es el común, y resulta muy turbador. Los militares de Francia no hablan nunca, o hablan solo entre ellos. Nos dan risa, les consideramos de una estupidez profunda que no necesita palabras. ¿Qué nos han hecho para que les despreciemos así? ¿Qué hemos hecho nosotros para que los militares vivan así, segregados?
El ejército de Francia es un tema que molesta. No sabemos qué pensar de esa gente, y, sobre todo, qué hacer con ellos. Nos fastidian con sus gorras, sus tradiciones reglamentarias, de las que nadie quiere saber nada, y sus costosas máquinas que merman los impuestos. El ejército de Francia es mudo, obedece ostensiblemente al jefe de los ejércitos, ese civil electo que no sabe absolutamente nada, que está muy ocupado y deja que el ejército haga lo que quiera. En Francia no sabemos qué pensar de los militares, ni siquiera nos atrevemos a emplear un posesivo que pudiera hacer pensar que son «nuestros»: los ignoramos, los tememos, nos burlamos de ellos. Nos preguntamos por qué se dedicarán a eso, a ese oficio impuro, tan cercano a la sangre y a la muerte; sospechamos complots, sentimientos malsanos, grandes limitaciones intelectuales. A los militares los preferimos lejos, solos en sus bases encerradas en el sur de Francia, o bien recorriendo el mundo para supervisar las migajas del Imperio, paseándose por ultramar como hacían antes, con un traje blanco lleno de dorados sobre enormes barcos muy limpios que brillan al sol. Preferimos que estén lejos, que sean invisibles; no nos conciernen. Preferimos que liberen su violencia en otros sitios, en unos territorios muy lejanos, poblados por gente tan poco parecida a nosotros que apenas es gente.
Eso era lo único que pensaba yo del ejército, es decir, nada, pero yo pensaba como ellos, como todos aquellos a los que conocía; eso fue hasta la mañana de 1991 en que no dejaba que asomase del edredón más que la nariz y los ojos para mirar. Mi amiga, acurrucada a mi lado, me acariciaba suavemente el vientre y mirábamos en la pantalla a los pies de la cama los inicios de la tercera guerra mundial.
Mirábamos la calle del mundo, llena de gente, blandamente acodados en la ventana hertziana, instalados en la feliz tranquilidad que sigue al orgasmo, que permite verlo todo sin pensar mal ni pensar en nada, que permite ver la televisión con una sonrisa que flota mientras se va desarrollando el hilo de las emisiones. ¿Qué hacer después de la orgía? Pues ver la tele. Ver las noticias, mirar la máquina fascinante que fabrica un tiempo ligero, de poliestireno, sin peso ni calidad, un tiempo de síntesis que rellenará de la mejor manera posible el tiempo que nos queda.
Durante los preparativos de la guerra del Golfo y después, cuando se estaba desarrollando, vi cosas muy raras; el mundo entero vio cosas muy raras. Vi mucho, ya que no abandonaba apenas nuestro nidito de Hollofil, esa maravillosa fibra textil de Du Pont de Nemours, esa fibra de poliéster de un solo canal que llena los edredones nórdicos y que no se chafa, y que te mantiene caliente como es debido, mucho mejor que las plumas, mucho mejor que las mantas, un material nuevo que permite, en resumen, (verdadero progreso técnico), permanecer mucho tiempo en la cama y no tener que salir, porque era invierno, porque yo estaba en plena irresponsabilidad profesional y no hacía otra cosa que permanecer acostado al lado de mi amiga, mirando la tele y esperando que se recuperase nuestro deseo. Cambiábamos las fundas nórdicas cuando nuestro sudor las ponía pegajosas, o cuando las manchas de semen que yo emitía en grandes cantidades (habría que decir «a diestro y siniestro») se secaban y dejaban la tela rasposa.
Vi, asomados a la ventana, a unos israelíes en un concierto con máscaras de gas en la cara, y el violinista era el único que no llevaba, y seguía tocando; vi el baile de las bombas encima de Bagdad, los mágicos fuegos artificiales de color verde, y supe así que la guerra moderna se desarrolla en la luz de las pantallas; vi la silueta gris y poco definida de unos edificios aproximarse temblando y luego explotar, enteramente destruidos desde el interior, con todos los que había dentro; vi grandes B52 con alas de albatros salir de su embalaje en el desierto de Arizona y volar de nuevo, llevando bombas muy pesadas, bombas especiales según los usos; vi volar misiles a ras del suelo desértico de Mesopotamia y buscar ellos mismos su blanco con un largo aullido del motor deformado por el efecto Doppler. Vi todo esto sin perder el aliento, solo por la tele, como una película de ficción un poco mal hecha. Pero la imagen que más estupefacto me dejó, a principios de 1991, fue muy sencilla, seguramente nadie más la recuerda, y fue la imagen que hizo de aquel año, 1991, el último año del siglo XX. Asistí durante el telediario a la partida hacia el Golfo de los spahis de Valence.
Esos jóvenes tenían menos de treinta años y les acompañaban sus mujeres jóvenes. Ellas les abrazaban ante las cámaras, llevando niños pequeños que en su mayor parte no estaban todavía en edad de hablar. Se abrazaron tiernamente, esos jóvenes musculosos, esas mujeres guapas, y, a continuación, los spahis de Valence subieron en sus camiones color arena, sus VAB, sus Panhard con neumáticos. No se sabía entonces cuándo volverían, no se sabía entonces que aquella guerra no produciría muertos del lado de Occidente, casi ninguno, no se sabía entonces que la carga de la muerte la soportarían los innumerables otros, los otros sin nombre que pueblan los países cálidos, como el efecto de los agentes contaminantes, como el progreso del desierto, como el pago de la deuda; entonces, la voz en off dejó escapar un comentario melancólico, nos entristecimos todos juntos ante la partida de nuestros jóvenes hacia una guerra lejana. Yo estaba estupefacto.
Esas imágenes son banales, las vemos siempre en las televisiones americana e inglesa, pero en 1991 fue la primera vez que se vio en Francia a unos soldados apretando contra su cuerpo a sus mujeres y a sus hijos antes de partir; la primera vez desde 1914 que alguien enseñaba a los militares franceses como gente cuya pena se podía compartir y que podríamos echar de menos.
El mundo retrocedió bruscamente, yo me sobresalté.
Me incorporé y saqué de debajo del edredón algo más que la nariz. Saqué la boca, los hombros, el torso. Tenía que sentarme, tenía que ver bien, porque asistía en la cadena hertziana (fuera de toda comprensión, pero a la vista de todos) a una reconciliación pública. Encogí las piernas, me las rodeé con los brazos y, con la barbilla apoyada en las rodillas, seguí mirando aquella escena fundacional: la partida hacia el Golfo de los spahis de Valence. Algunos se secaron una lágrima antes de subir a su camión repintado de color arena.
A principios de 1991 no pasaba nada: se preparaba la guerra del Golfo. Condenadas a la palabra y sin saber nada, las cadenas de televisión practicaban el parloteo. Producían un flujo de imágenes que no contenía nada. Interrogaban a expertos que improvisaban conjeturas. Difundían archivos, los que quedaban, los que ningún servicio había censurado, y todo acababa con planos fijos del desierto mientras el comentarista citaba cifras. Inventaban. Dramatizaban. Repetían los mismos detalles, buscando nuevos ángulos para decir lo mismo sin que lo pareciese. Desvariaban.
Yo lo seguía todo. Asistía al raudal de imágenes, me dejaba atravesar por ellas, seguía sus contornos; circulaban al azar, pero siguiendo la pendiente. A principios de 1991 yo estaba completamente disponible, me ausenté de la vida, no tenía otra cosa que hacer que ver y oír. Pasaba el tiempo acostado, al ritmo del rebrote de mi deseo y de su acopio regular. Quizá nadie más se acuerde de la partida hacia el Golfo de los spahis de Valence, salvo ellos que partieron y yo que lo miraba todo, ya que durante el invierno de 1991 no pasó nada. Comentábamos el vacío, llenábamos el vacío de corrientes de aire, esperábamos. No pasó nada salvo esto: el ejército volvió al cuerpo social.
Podemos preguntarnos dónde había estado durante todo ese tiempo.
Mi amiga se extrañó mucho de mi repentino interés por una guerra que no acababa de llegar. A menudo yo afectaba un ligero aburrimiento, un distanciamiento irónico, un gusto por los estremecimientos del espíritu que encontraba más seguros, más descansados, mucho más divertidos que el peso demasiado agotador de lo real. Me preguntó qué era lo que miraba de aquella manera.
—Me gustaría conducir uno de esos cacharros grandes —dije yo—. Esos de color arena, con las ruedas dentadas.
—Pero eso es para niños pequeños, y tú no eres un niño pequeño. Ya no —añadió ella, poniéndome la mano encima, justo encima de ese bello órgano que tiene vida propia, provisto de un corazón propio y por tanto de sentimientos, de pensamientos y movimientos que le son propios.
Yo no respondí nada, no estaba seguro, y me eché de nuevo a su lado. A efectos legales estábamos enfermos, además de incomunicados por la nieve, y así, abrigados, teníamos todo el día para nosotros, y la noche siguiente, y el otro día, hasta agotar el aliento y el desgaste de nuestros cuerpos.
Aquel año practiqué un absentismo desaforado. No pensaba, noche y día, más que en los medios de escabullirme, de escaquearme, de escurrir el bulto, de esconderme en un rincón de sombra mientras los otros iban desfilando. Destruí en pocos meses lo poco que hubiera podido poseer de ambición social, de conciencia profesional y de atención a mi puesto. Desde el otoño, me aproveché del frío y la humedad, que son fenómenos naturales y por tanto indiscutibles: una molestia en la garganta bastaba para justificar una baja. Faltaba, descuidaba mis asuntos, y no siempre iba a visitar a mi amiga.
¿Qué hacía pues? Iba por las calles, entraba en los cafés, leía en la biblioteca pública obras de ciencia y de historia, hacía todo aquello que puede hacer un hombre solo en la ciudad y sin ganas de volver a su casa. Y la mayoría de las veces, nada.
No tengo recuerdos de aquel invierno, nada organizado, nada que contar, pero cuando oigo en France Info la sintonía del boletín de noticias, me sumerjo en un estado de melancolía tal que me doy cuenta de que no debí de hacer otra cosa que eso: escuchar las noticias del mundo en la radio, cada cuarto de hora, como otras tantas campanadas de un gran reloj, el reloj de mi corazón, que latía muy lentamente, el reloj del mundo, que se encaminaba, sin dudar, hacia lo peor.
Hubo una remodelación en la dirección de mi empresa. Aquel que me dirigía no pensaba más que en una cosa: irse. Lo consiguió. Encontró otra cosa, dejó su puesto y vino otro, que tenía intención de quedarse, y puso orden.
La dudosa competencia y el deseo de huida del precedente me habían protegido, pero me perdieron la ambición y el uso de la informática de aquel que vino. El bribón que partía no me había dicho nunca nada, pero sí había tomado nota de mis ausencias. En unas fichas apuntaba las presencias, los retrasos, el rendimiento; todo aquello que podía ser medible lo había conservado. En eso se ocupaba mientras pensaba en huir, pero no decía nada. Ese obsesivo dejó su fichero; el ambicioso que vino se había formado como recortador de costes. Toda información podía servir. Se hizo cargo de los archivos y me despidió.
El programa Evaluaxe representaba mi contribución a la empresa mediante unas curvas. La mayor parte se mantenían al nivel de las abscisas. Una (la roja) se elevaba, subía formando dientes de sierra desde los preparativos de la guerra del Golfo, y se mantenía bien alta. Más abajo, la horizontal era una línea de puntos del mismo color marcando la norma.
Él iba dando golpecitos a la pantalla con un lápiz de grafito cuidadosamente afilado, con goma, que no utilizaba jamás para escribir, sino para dibujar en la pantalla, e insistir en determinados puntos dando golpecitos. Frente a tales herramientas, frente a un fichero meticuloso, frente a un generador de curvas tan indiscutible, mi práctica del boli para maquillar las palabras del doctor no daba la talla. Estaba claro que yo contribuía de una manera muy floja.
—Mire la pantalla. Tendría que despedirle por absentismo.
Siguió dando golpecitos a las curvas con su goma, parecía reflexionar y aquello hacía un ruido como de bola de caucho prisionera de un cuenco.
—Pero puede haber una solución.
Contuve la respiración. Pasaba del marasmo a la esperanza; a nadie le gusta que le echen, aunque se lo tome a broma.
—A causa de la guerra, la coyuntura se ha degradado. Debemos desprendernos de una parte del personal, y lo haremos según las reglas. A usted le ha tocado el gordo.
Yo accedí. ¿Qué iba a responder? Miré las cifras en la pantalla. Las cifras traducidas en formas demostraban muy bien lo que él quería demostrar. Yo veía mi eficacia económica, eso no lo discutía. Las cifras atraviesan el lenguaje sin apercibirse siquiera de su presencia; las cifras te dejan mudo, con la boca abierta, con la garganta agarrotada buscando oxígeno en el aire enrarecido de las esferas matemáticas. Accedí con un monosílabo, estaba contento de que me despidiera según las reglas y no como a un cochino. Él sonrió, abrió las manos haciendo un gesto. Parecía que iba a decir: «Bah, no es nada... No sé por qué lo hago. Pero váyase antes de que cambie de opinión».
Salí andando hacia atrás, me fui. Más tarde supe que hacía ese mismo número a todos los que despedía. Proponía a cada uno de ellos el olvido de sus faltas a cambio de una dimisión negociada. Más que protestar, todos le daban las gracias. Nunca fue más tranquilo un plan de ajuste: la tercera parte del personal se levantó, le dio las gracias y se largó; eso fue todo.
Se atribuyeron esos reajustes a la guerra, ya que las guerras tienen tristes consecuencias. No se puede evitar, es la guerra. No se puede impedir la realidad.
Aquella misma tarde recogí mis pertenencias en unas cajas de cartón conseguidas en el supermercado y decidí volver al lugar de donde procedía. Mi vida estaba hecha un desastre, así que podía llevármela a cualquier parte. Me habría gustado tener otra vida, pero yo soy el narrador. El narrador no puede hacerlo todo: narra, que ya es algo. Si tuviese que vivir, además de narrar, no daría abasto. ¿Por qué tantos escritores hablan de su infancia? Será que no tienen otra vida: el resto se lo pasan escribiendo. La infancia era el único momento en el que vivían sin pensar en otra cosa. Después escriben, y eso les ocupa todo el tiempo, ya que escribir utiliza el tiempo como el bordado utiliza el hilo. Y no tenemos más que un hilo.
Mi vida es una mierda y yo narro; lo que querría es mostrar y, con ese fin, dibujar. Esto es lo que querría: que mi mano se agitase, y que eso bastara para que alguien la viese. Pero dibujar requiere una habilidad, un aprendizaje, una técnica, mientras que narrar es una función humana. Basta con abrir la boca y dejar escapar el aliento. Tengo que respirar, y hablar viene a ser lo mismo. Por lo tanto narro, aunque la realidad se escape siempre. Una prisión de aliento no es demasiado sólida.
Allí había admirado la belleza de los ojos de mi amiga, aquella con la que estaba tan unido, e intenté pintarlos. «Pintar» es una palabra adaptada a la narración, y también a mi incompetencia de dibujante: la pintaba pero en realidad no salían más que garabatos. Le pedía que posara con los ojos abiertos y me mirase, mientras mis lápices de colores densos se agitaban sobre el papel, pero ella volvía la mirada. Sus ojos, tan bonitos, se empañaban, y lloraba. No merecía que yo la mirase, decía, y aún menos que la pintara o la dibujara, o representara, me hablaba de su hermana, que era mucho más guapa que ella, con unos ojos magníficos, unos pechos de ensueño, de aquellos que se esculpían delante de los barcos antiguos, mientras que ella... Yo tenía que dejar los lápices, cogerla entre mis brazos y acariciarle suavemente los pechos para tranquilizarla, secarle los ojos, repitiéndole todo lo que sentía al tocarla, a su lado, solo con verla. Mis lápices, quietos sobre mi dibujo inacabado, ya no se movían más, y yo narraba, narraba, cuando habría querido mostrar, y me hundía en el laberinto de la narración, cuando habría querido solamente mostrar cómo era, y estaba condenado cada vez más y más a la narración, para el consuelo de todos. Nunca conseguí dibujar sus ojos. Pero recuerdo mi deseo de hacerlo, un deseo de papel.
Mi vida de mierda podía desplazarse perfectamente. Sin ataduras, obedecí a las fuerzas de la costumbre, que obran como la gravitación. El Ródano, que conocía, al final resultaba que me gustaba más que el Escalda, que no conocía; finalmente, es decir, por fin, es decir, a tal fin. En fin, que volví a Lyon.
La Tormenta del Desierto me puso en la puta calle. Yo era una víctima colateral de la explosión que no se vio, pero cuyo eco todos oímos en las imágenes huecas de la televisión. Estaba tan poco unido a la vida que un suspiro lejano me desgajó. Las mariposas de la US Air Force batieron sus alas de hierro y en el otro extremo de la tierra eso desencadenó un tornado en mi alma, un chasquido, y volví al lugar de donde venía. Esa guerra fue el último acontecimiento de mi vida de antes; esa guerra fue el final del siglo XX, en el que había crecido. La guerra del Golfo alteró la realidad, y la realidad cedió bruscamente.
La guerra tuvo lugar. Pero ¿y qué? Para nosotros era como si la hubieran inventado, ya que solo la seguíamos en la pantalla. Pero alteró la realidad en determinadas regiones poco conocidas; modificó la economía, provocó mi despido negociado y fue la causa de mi regreso hacia aquello de lo que había huido, y los soldados que volvieron de esos países cálidos no recuperaron jamás, según se dice, toda el alma: estaban misteriosamente enfermos, insomnes, angustiados, y morían de un desmoronamiento interior del hígado, de los pulmones, de la piel.
Valía la pena interesarse por aquella guerra.
La guerra tuvo lugar, no se supo gran cosa de ella. Y mejor así. Los detalles que se supieron, si uno se molesta en unirlos, dejan entrever una realidad que más valdría dejar oculta. La Tormenta del Desierto tuvo lugar, con su ligero Daguet triscando detrás. Aplastaron a los iraquíes bajo una cantidad de bombas difícil de imaginar, más de las que se habían soltado jamás, cada iraquí podía tener la suya. Algunas de esas bombas perforaban los muros y explotaban detrás; otras hacían estallar uno tras otro los pisos de un edificio antes de detonar en la bodega, entre aquellos que se escondían allí, otras proyectaban partículas de grafito para provocar cortocircuitos y destruían las instalaciones eléctricas, otras consumían todo el oxígeno en un vasto círculo, otras más buscaban ellas solas su objetivo, como perros que van olfateando, que corren con la nariz pegada al suelo, que atrapan de un bocado su presa y explotan en cuanto la tocan. A continuación se ametrallaba a las masas de iraquíes que salían de sus refugios; quizá atacaban ellos, quizá se rendían, no se sabía por qué se morían y no quedaba nadie. No tenían municiones desde la víspera, ya que el partido Baas, desconfiado, que liquidaba a todo oficial competente, no daba municiones a sus tropas por miedo a que se rebelasen. Esos soldados harapientos lo mismo podrían haber ido provistos de fusiles de madera. Aquellos que no salían a tiempo eran sepultados en sus refugios por los bulldozers que cargaban en fila, que removían el suelo ante ellos y tapaban las trincheras junto con todo lo que contenían. Eso duró algunos días, esa guerra extraña que parecía una obra de demolición. Los carros soviéticos de los iraquíes intentaron una gran batalla sobre un terreno llano como en Kursk, y acabaron despedazados por una sola pasada de aviones de hélices. Los aviones lentos de ataque terrestre los acribillaron con bolas de uranio empobrecido, un metal nuevo que tiene el color verde de la guerra y pesa más que el plomo, y por eso atraviesa el acero con más indiferencia aún. Las carcasas las dejaron allí, y nadie fue a ver el interior de los tanques humeantes después del paso de los pájaros negros que los mataban. ¿A qué podía parecerse aquello? ¿A unas cajas de raviolis destripados arrojados al fuego? Pero no se trataba de imágenes, y las carcasas quedaron en el desierto, a cientos de kilómetros de todo.
El ejército iraquí se descompuso, el cuarto ejército del mundo retrocedió en desorden por la autopista al norte de Kuwait City, una columna desordenada de varios miles de vehículos, camiones, coches, autobuses, todos sobrecargados de botín y rodando al paso, tocando parachoques contra parachoques. A esa columna en fuga le dispararon, helicópteros según creo, o bien aviones que vinieron del sur a ras de suelo y dejaron caer rosarios de bombas inteligentes que ejecutaron su tarea con una falta de discernimiento muy elaborada. Todo ardió, las máquinas de guerra, las máquinas civiles, los hombres y el botín que habían robado en la ciudad petrolera. Todo se coaguló en un río de caucho, metal, carne y plástico. A continuación, la guerra se detuvo. Los carros aliados de color arena se detuvieron en pleno desierto, pararon sus motores, y se hizo el silencio. El cielo estaba negro, y chorreaba hollín grasiento de los pozos incendiados, y flotaba por todas partes el olor inmundo del caucho quemado junto con la carne humana.
La guerra del Golfo no tuvo lugar, escribían, para indicar la ausencia de esta guerra de nuestros espíritus. Más hubiese valido que no hubiese tenido lugar, para todos aquellos que murieron y de los que no se sabrá nunca ni el número ni el nombre. En esa guerra se aplastó a los iraquíes a zapatazos, como las hormigas que molestan, esas que pican en la espalda mientras nos echamos la siesta. Los muertos del lado occidental fueron poco numerosos, y se los conoce a todos, y se saben las circunstancias de su muerte. La mayor parte fueron accidentes o errores de tiro. No se sabrá jamás el número de muertos iraquíes, ni cómo murió cada uno. ¿Cómo saberlo? Es un país pobre, no disponen de una muerte por persona, los mataron en masa. Murieron quemados juntos, derretidos en un bloque como para un ajuste de cuentas mafioso, aplastados en la arena de sus trincheras, mezclados con el asfalto pulverizado de sus búnkeres, carbonizados entre el hierro fundido de sus vehículos quemados. Murieron al por mayor, no se recuperará nada. Su nombre no se ha conservado. En esta guerra «muere» como «llueve» y el impersonal designa un estado de cosas, un proceso de la naturaleza contra el cual no se puede hacer nada, y que mata también, porque ninguno de los actores de esa matanza en masa vio a quién mataba ni cómo lo mataba. Los cadáveres estaban lejos, al final de la trayectoria de los misiles, allá abajo, bajo las alas de los aviones que ya habían partido. Fue una guerra limpia, que no dejó manchas en las manos de los que mataron. No hubo auténticas atrocidades, solo la desgracia de la guerra a lo grande, perfeccionada por la investigación y la industria.
Podríamos no ver nada y no entender nada. Podríamos dejar caer esas palabras: «guerrea, igual que llueve»; es la fatalidad. La narración es impotente, no sabemos contar nada de esa guerra, las ficciones que normalmente la describen han quedado como alusiones torpes, mal construidas. Lo que ocurrió en 1991, que ocupó a las cadenas de televisión durante meses, no tuvo consistencia. Pero pasó algo. No se puede contar por los medios clásicos del relato, pero sí que se puede contar mediante la cifra y el nombre. Yo lo comprendí en el cine, más tarde. Y es que a mí me encanta el cine.
Siempre he visto películas de guerra. Me gusta mucho, sentado en la oscuridad, ver películas de helicópteros, con el sonido del cañón y el desgarro de las metralletas. Es futurista, bello, como de Marinetti, y emociona al niño que todavía soy, pequeño, un chico, ¡pam!, ¡pam!, ¡pam! Es bonito como el art brut, como las obras cinéticas de los años veinte, pero además con un sonido fuerte, que sacude las imágenes, que encandila al espectador, pegándolo al asiento como por succión. Me gustaban mucho las películas de guerra, pero esta, que vi unos años más tarde, me dio escalofríos, a causa de los nombres y de los números.
¡Ah, qué bien muestra las cosas el cine! ¡Mirad! ¡Mirad cómo dos horas muestran mucho más que días y días de televisión! Imagen contra imagen: las imágenes encuadradas ganan la batalla al raudal de imágenes. El marco fijo proyectado en la pared, abierto sin pestañear, como un sueño de insomne en la noche de su habitación, permite a la realidad aparecer al fin, mediante el efecto de la lentitud, del escrutinio, de una fijeza implacable. ¡Mirad! Me vuelvo hacia la pared y las veo, reinas mías, decía aquel, el que dejó de escribir y que siempre tuvo las prácticas sexuales de un adolescente. Le habría gustado mucho el cine a ese.
Se sienta uno en unos sillones tapizados cuyo respaldo es una cáscara, la luz se atenúa, el asiento sube más alto que la nuca y disimula lo que se hace, lo que se piensa por gestos. Por la ventana que se abre delante (y a veces aún se corre un telón antes de proyectar las imágenes), por esa ventana se ve el mundo. Y, lentamente, en la oscuridad, deslizo la mano suavemente en la anfractuosidad de la amiga que me acompaña, y en la pantalla veo y comprendo al fin.
No sé el nombre de la que me acompañaba entonces. Es algo extraño saber tan poco de la persona con quien te acuestas. Pero no tengo memoria para los nombres, y a menudo hacemos el amor cerrando los ojos. Yo, al menos; y no me acuerdo de su nombre. Lo lamento. Podría esforzarme, o inventármelo. Nadie lo sabría. Cogería un nombre vulgar, para que sonara real, o bien un nombre raro, para que quedara chulo. Dudo. Pero inventar un nombre no cambiaría nada; no cambiaría nada para el horror fundamental de la ausencia y de la ausencia de ausencia. Ya que el cataclismo más terrorífico y más destructor es este: la ausencia que no se nota.
En esa película que vi y que me conmocionó, una película de un autor conocido que se pasó en los cines y que se editó en DVD, que todo el mundo vio, la acción transcurre en Somalia, es decir, en ninguna parte. Unas fuerzas especiales americanas debían atravesar Mogadiscio, coger allí a un tipo y volver. Pero los somalíes se resistían. Empezaron a disparar a los americanos, y estos disparaban también. Hubo muertos, entre ellos muchos americanos. Cada muerto americano se veía antes, durante y después del acontecimiento de su fin, y moría lentamente. Morían uno por uno, con un poco de tiempo para sí mismos antes del momento de morir. Por el contrario, los somalíes morían como en el tiro al plato, en masa, no se contaban. Cuando los americanos se retiraron faltaba uno, prisionero, y un helicóptero pasó por encima de Mogadiscio diciendo su nombre, con el sonido a tope, para decirle que no lo olvidaban. Al final, en los títulos de crédito se daba el número y el nombre de los diecinueve muertos americanos, y anunciaban que murieron al menos mil somalíes. Esa película no choca a nadie. Esa desproporción no choca a nadie. Esa falta de simetría no choca a nadie. Claro, estamos acostumbrados. En las guerras asimétricas, las únicas en las que toma parte Occidente, la proporción es siempre la misma: no menos de uno a diez. La película está basada en una historia real. Evidentemente, siempre pasa eso. Ya lo sabemos. En las guerras coloniales no se cuentan los muertos de los adversarios, ya que no son muertos, ni adversarios: son una dificultad del terreno que se aparta, como los guijarros puntiagudos, las raíces de los mangles o los mosquitos. No se cuentan porque ellos no cuentan.
Después de la destrucción del cuarto ejército del mundo, imbecilidad periodística que se repetía en cadena, aliviados al ver que volvía casi todo el mundo, nos olvidamos de todos aquellos muertos como si la guerra, efectivamente, no hubiese tenido lugar. Los muertos occidentales eran muertos por accidente, se sabía quiénes eran y se les recordaría; los otros no contaban. Gracias al cine me enteré: la destrucción mecanizada de cuerpos se acompaña de un borrado de las almas del cual uno no se da cuenta. Cuando el asesinato no deja huellas, ese mismo asesinato desaparece, y los fantasmas se acumulan tanto que uno es incapaz de reconocerlos.
Aquí, precisamente aquí, me gustaría erigir una estatua. Una estatua de bronce, por ejemplo, ya que son sólidas y se reconocen los rasgos del rostro. La pondríamos sobre un pequeño pedestal, no demasiado alto, para que resultase accesible, y estaría rodeada de césped en el que todos pudieran sentarse. Se situaría en el centro de una plaza frecuentada, allí donde la población pasa y se cruza y se va en todas direcciones.
Esa estatua sería la de un hombrecillo sin gracia física alguna que llevaría un traje pasado de moda y unas gafas enormes que le deformarían el rostro. Aparecería con una hoja y un bolígrafo, tendiendo el bolígrafo para que uno firmase la hoja, como los entrevistadores que están por la calle o los militantes que recogen firmas.
No llama demasiado la atención, su acto es modesto, pero yo querría erigir una estatua a Paul Teitgen.
Físicamente nada impresiona en él. Era frágil y miope. Cuando llegó a ocupar su puesto en la prefectura de Argel, cuando llegó con otros para hacerse cargo de la gestión de los departamentos de África del norte, entregados al abandono, a la arbitrariedad, a la violencia racial e individual, cuando llegó, casi se desmaya de calor en la puerta del avión. Se cubrió de sudor al instante, a pesar del traje tropical comprado en la tienda para embajadores del bulevar Saint-Germain. Se secó la frente con un pañuelo grande, se quitó las gafas para secarles el vapor, y ya no veía nada, solo el deslumbramiento de la pista y las sombras, los trajes oscuros de aquellos que habían venido a recibirle. Dudó si volverse, si irse de nuevo, y después volvió a ponerse las gafas y bajó por la pasarela. El traje se le pegaba por toda la espalda y él fue andando, casi sin ver nada, por el cemento ondulante de calor.
Se hizo cargo de sus funciones y las cumplió bien, mucho más de lo que él mismo había imaginado.
En 1957 los paracaidistas tenían todo el poder. Explotaban bombas en la ciudad de Argel, varias al día. Les dieron la orden de hacer que cesaran las explosiones de las bombas. No les indicaron el procedimiento que debían seguir. Venían de Indochina y sabían correr por los bosques, esconderse, batirse y matar de todas las maneras imaginables. Les pidieron que no explotaran más bombas. Los hicieron desfilar por las calles de Argel, donde los europeos les aclamaron en masa.
Y empezaron a detener a gente, casi todos árabes. A aquellos que detenían les preguntaban si fabricaban bombas, o si conocían a gente que fabricase bombas, o si conocían a gente que conociera a otra gente, y así sucesivamente. Si uno pregunta con fuerza a muchas personas, acaba por encontrar algo. Acaba por coger al que ha fabricado las bombas, si interroga con fuerza a todo el mundo.
Para obedecer la orden que les habían dado construyeron una máquina de muerte, una picadora por la cual pasaron a los árabes de Argel. Pintaron números en cada casa, convirtieron cada hogar en una ficha, que clavaron en la pared, reconstruyeron el árbol escondido en la casba. Procesaban la información. Lo que quedaba después del hombre, un cartón arrugado manchado de sangre, lo hacían desaparecer, ya que eso no se deja por ahí tirado.
Paul Teitgen era secretario general de la policía, en la prefectura del departamento de Argel. Fue adjunto civil del general de los paracaidistas. Fue la sombra muda, a la que solo se pedía que consintiera. Ni siquiera que consintiera: no se le pedía nada. Pero él sí que pidió.
Paul Teitgen consiguió (y eso le valdría una estatua) que los paracaidistas le presentasen a la firma una orden de confinamiento para cada uno de los hombres a los que detenían. ¡Cuántos bolígrafos tuvo que usar! Firmaba todas las órdenes que le presentaban los paracaidistas, un buen fajo cada día, las firmaba todas, y todas significaban llevar al trullo, interrogar, poner a disposición del ejército para unas preguntas, siempre las mismas, hechas con demasiada fuerza como para sobrevivir a ellas.
Las firmaba y guardaba una copia, y cada una de ellas llevaba un nombre. Un coronel venía a hacer cuentas. Cuando este había detallado los liberados, los encarcelados y los evadidos, Paul Teitgen anotaba la diferencia entre esos números y los de la lista nominativa que consultaba al mismo tiempo.
—¿Y estos? —decía, y podía dar un nombre, varios nombres.
Y el coronel, al que no le gustaba nada todo aquello, respondía cada día, encogiéndose de hombros:
—Bueno, esos han desaparecido, y ya está. —Y abandonaba la reunión.
Paul Teitgen, en la sombra, contaba los muertos.
Al final supo cuántos. De todos los que habían sacado brutalmente de sus casas o habían atrapado en la calle, arrojados en un jeep que arrancaba a toda velocidad y doblaba una esquina, o en un camión tapado con una lona que no se sabía adónde iba (aunque se sabía ya demasiado bien), de todos esos que fueron veinte mil entre los ciento cincuenta mil árabes de Argel, entre los setenta mil habitantes de la casba, habían desaparecido 3.024. Se decía que se habían unido a los demás en la montaña. Se encontraban algunos cuerpos en las playas, devueltos por el mar, ya hinchados y estropeados por la sal, con unas heridas que se podían atribuir a los peces, a los cangrejos o a las gambas.
Para cada uno de ellos Paul Teitgen poseía una ficha con su nombre y firmada por su propia mano. Poco importa, diréis, poco importa a los interesados que desaparecieron, poco importa ese trocito de papel con su nombre, porque no salieron vivos, poco les puede importar esa hojita donde, debajo de su nombre, se ve la firma del adjunto civil del general de los paracaidistas, poco les puede importar, ya que eso no cambió su suerte en esta tierra. El kaddish no mejora la suerte de los muertos, que no volverán. Pero esa plegaria es tan fuerte que otorga méritos a quien la pronuncia, y esos méritos acompañan al muerto en su desaparición, y la herida que deja entre los vivos cicatriza, y duele menos, y menos tiempo.
Paul Teitgen contaba los muertos, firmaba cortas plegarias administrativas para que la masacre no fuese ciega, para que se supiera después cuántos habían muerto, y cómo se llamaban.
¡Gracias le sean dadas! Impotente, horrorizado, sobrevivió al terror general contando y nombrando a los muertos. En ese terror general en el cual uno podía desaparecer con una breve llamarada, en ese terror general en el que todos llevaban marcado su destino en los rasgos de su rostro, en el que quizá uno no volviera de un paseo en jeep, en el que los camiones transportaban cuerpos torturados todavía vivos y se los llevaban a matarlos, donde se remataba a cuchillo a los que gemían todavía en el rincón de Zéralda, donde se echaba a los hombres como si fueran desechos al mar, hizo el único gesto que podía hacer, ya que irse no lo había hecho el primer día. Hizo el único gesto humano posible en esa tempestad de fuego, de astillas cortantes, de puñaladas, de golpes, de ahogamientos, de electricidad aplicada al cuerpo: censó a los muertos uno por uno y conservó sus nombres. Detectaba su ausencia y pedía cuentas al coronel que venía a hacerle su informe. Y este, molesto, exasperado, le respondía que habían desaparecido. Bueno, de acuerdo, o sea que han desaparecido, proseguía Teitgen, y anotaba su número y su nombre.
Uno se agarra a cualquier cosa, pero en la máquina de muerte que fue la batalla de Argel, aquellos que consideraron que la gente era gente, provistos de un número y de un nombre, esos salvaron el alma, y salvaron el alma de los que lo comprendieron, y también el alma de aquellos que se preocuparon. Cuando los cuerpos sufrientes y destrozados hubieron desaparecido, su alma quedó, y no se convirtió en un fantasma.
Ahora ya sé cuál es el sentido de ese gesto, pero lo ignoraba cuando seguí la Tormenta del Desierto por televisión. Lo sé ahora, que lo he aprendido en el cine, y así fue como conocí a Victorien Salagnon. De él, que fue mi maestro, aprendí que los muertos que han sido nombrados y contados no están perdidos.
Él me iluminó, Victorien Salagnon, conocerle en el momento más vacío de mi vida me iluminó. Me hizo reconocer esa señal que recorre la historia, ese signo matemático poco conocido y sin embargo visible que siempre está ahí, que es una relación, que es una fracción, que se expresa de la siguiente manera: diez a uno. Esa proporción es la señal subterránea de la masacre colonial.
A la vuelta, me establecí en Lyon en un alojamiento modesto. Llené la habitación amueblada con el contenido de mis cuatro cajas de cartón. Estaba solo, y eso no me molestaba. No contemplaba la posibilidad de encontrarme con nadie, como uno piensa cuando está solo. No buscaba a mi alma gemela. Me río porque mi alma no tiene hermanas ni tampoco hermanos, es hija única para siempre, y de ese aislamiento no la hará salir ninguna relación. Y, además, me gustaban mucho las solteras de mi edad que vivían solas en pequeños apartamentos y que, cuando yo iba, encendían velas y se acurrucaban en sus sofás cogiéndose las rodillas con los brazos. Ellas esperaban salir de aquello, esperaban que yo les desatara los brazos, que sus brazos pudiesen estrechar otra cosa que sus rodillas, pero vivir con ellas habría destruido esa magia temblorosa de la llama que ilumina a las mujeres solas, esa magia de los brazos cerrados que al fin se abrían para mí, y, entonces, una vez me abrían sus brazos, yo prefería no quedarme.
Afortunadamente, no carecía de nada. La gestión tortuosa de los recursos humanos de la que fue mi empresa, unida a la excelencia de los servicios sociales de mi país (por más que se diga, y por más que hayan decaído), abría ante mí un año de tranquilidad. Disponía de un año. En el cual hacer muchas cosas. Pero no hice gran cosa. Dudaba.
Al ir disminuyendo mis recursos me hice distribuidor de folletos publicitarios. Iba por las mañanas con un gorro que me tapaba las orejas a meter folletos en los buzones. Llevaba mitones de punto un poco miserables, pero ideales para esa tarea de apretar botones y coger papel. Tiraba de un carrito de la compra lleno de folletos que debía repartir, muy pesado, ya que el papel es pesado, y tenía que esforzarme para no depositar más que un ejemplar en cada buzón. La tentación sin embargo se iba imponiendo a partir de los cien primeros metros: echarlo todo en un montón, en lugar de repartirlo. Estuve tentado también de llenar las papeleras, de atiborrar los buzones abandonados, de equivocarme a menudo, de meter fajos de dos, cinco o diez en lugar de uno solo en cada buzón, pero habría quejas, porque detrás de mí pasaba un controlador y habría perdido aquel trabajo que me aportaba un céntimo por folleto repartido, cuarenta céntimos por kilo transportado, y que me ocupaba toda la mañana. Recorría la ciudad desde el amanecer precedido por una nube de mi propio aliento y arrastrando detrás de mí un carro de abuelita muy pesado. Entraba en los portales, saludaba humildemente sin mirar demasiado a aquellos con los que me cruzaba, esos habitantes legítimos, bien arreglados y limpios que iban a trabajar. Con ojo crítico, acostumbrado a la guerra social, juzgaban mi anorak, mi gorro, mis mitones, dudaban si decir algo o no, y después pasaban y me dejaban hacer. Rápidamente, con los hombros bajos, apenas visible, depositaba un ejemplar en cada buzón y me iba. Recorría mi sector en un orden lógico, y lo recubría con cuidado de una contaminación publicitaria que acabaría en la basura, al día siguiente, y al final de mi recorrido me paraba siempre en el café que hay en el bulevar que separa Lyon de Voracieux-les-Bredins, y bebía vinitos blancos alrededor del mediodía. A la una volvía a recargar. Me entregaban la tarea del día siguiente a horas fijas, yo tenía que estar allí, no debía rezagarme.
Trabajaba por la mañana porque después todo se cierra. Nadie viene a cerrar: las puertas deciden solas cuándo abrirse y cerrarse. Contienen unos relojes que cuentan el tiempo necesario del cartero, de los servicios de limpieza, los repartidores, y a mediodía se bloquean y solo pueden entrar ya los que tienen la llave, o el código.
Así que por la mañana yo ejercía mi parasitismo con un gorro en la cabeza, arrastrando el carrito de la compra lleno de papel y me introducía en el nido de la gente para poner mi huevo publicitario antes de que se cerrasen las puertas. Resulta siniestro pensar que los objetos deciden solos un acto tan importante como cerrar o abrir, pero nadie lo haría, de modo que preferimos delegar a las máquinas los actos penosos, ya sea su penosidad física o moral. La publicidad es un parasitismo, yo me introducía en los nidos, depositaba con toda rapidez mis fajos de ofertas fantasiosas mal coloreadas y pasaba al siguiente para poner todos los que pudiera. Durante ese tiempo las puertas descontaban en silencio el tiempo que les quedaba para permanecer abiertas. A mediodía el mecanismo se disparaba, yo me quedaba fuera, no podía hacer nada ya, y entonces iba a celebrar el fin de mi jornada, una jornada corta, una jornada acelerada, mediante algunos vinos blancos en la barra del bar.
El sábado iba más deprisa. Agotando mis existencias a paso de carrera, y vaciándolas para terminar en los contenedores de recogida selectiva, ganaba una hora entera, que pasaba en aquel mismo bar del final de mi recorrido.
Como yo, venían también otros que ejercían diversas profesiones precarias o vivían de pensiones. Nos reuníamos en el bar que estaba en la frontera de Lyon justo antes de Voracieux-les-Bredins, gente que había terminado ya o estaba a punto de terminar, y el sábado éramos tres veces más numerosos que los demás días. Yo bebía con los habituales, y aquel día podía quedarme un rato más. Rápidamente entré a formar parte de los habituales. Yo era mucho más joven que ellos, me emborrachaba mucho más visiblemente, y les hacía reír.
La primera vez que vi a Victorien Salagnon fue en ese bar, un sábado, a través de las gruesas lentillas amarillas de miope del vino de las doce que hacían la realidad más vaga y más próxima, que la volvían fluida, pero inasible, cosa que en aquella época me parecía bien.
Se sentaba apartado en una mesa vieja de madera pringosa de las que ya casi no se veían en toda la ciudad de Lyon. Bebía un vasito de vino blanco que iba paladeando, él solo, y leía el periódico local, abierto del todo. Los periódicos locales están impresos en hojas enormes, y desplegándolo así ocupaba cuatro sitios, y nadie venía nunca a sentarse con él. Hacia el mediodía, en el café abarrotado, reinaba con indiferencia en la única mesa libre de la sala, mientras los demás se apretujaban en la barra, pero nadie iba a molestarle, era la costumbre, y él continuaba leyendo las noticias ínfimas de las localidades periféricas sin levantar nunca la cabeza.
Un día me hicieron una confidencia que quizá explicaba un poco todo aquello. Mi vecino de barra se inclinó hacia mí y, con voz lo bastante alta para que todo el mundo lo oyese, le señaló con el dedo y me dijo al oído:
—¿Ves a ese hombre con un periódico que ocupa todo el sitio? Es un veterano de Indochina. Y allí hizo de las suyas.
Concluyó con una especie de guiño, demostrando que sabía mucho, y que aquello explicaba muchas cosas. Se enderezó y se metió entre pecho y espalda un vaso entero de vino blanco.
¡Indochina! Ya no se oía nunca ese nombre, salvo a título de insulto, para calificar a antiguos militares, la región misma ya no existía. El nombre estaba en el museo, bajo una vitrina, y quedaba mal hasta pronunciarlo. En mi vocabulario de niño de izquierdas, esa rara palabra, cuando aparecía, se acompañaba con un gesto de horror o de desprecio, como todo lo que era colonial. Había que encontrarse en un viejo bar, a punto de desaparecer, entre unos señores entre los cuales el cáncer y la cirrosis competían a la carrera, había que estar en el mismísimo borde del mundo, en su cueva, entre sus restos, para oír de nuevo aquella palabra pronunciada con su música original.
Esa confidencia era teatral, y había que responder en el mismo tono:
—¡Ah, Indochina! —exclamé—. Fue un poco como Vietnam, ¿no? ¡Pero a la francesa, sin medios, apáñatelas como puedas! Como no tenían helicópteros, los tíos tenían que saltar del avión, y si el paracaídas se abría, seguían a pie.
El hombre lo oyó. Levantó la cabeza y quiso sonreír. Me miró con unos ojos de un azul muy frío, con una expresión que no lograba descifrar, pero quizá simplemente me miraba y ya está.
—Sí, algo había de eso, sobre todo debido a la falta de medios. —Y siguió la lectura de su periódico extendido, volviendo una a una las grandes páginas, hasta la última, sin olvidar una sola. La atención se desvió hacia otros temas, ya que en la barra de un bar el ambiente no se mantiene constante. Ese es el interés precisamente del aperitivo con vino blanco: la rapidez, la ausencia de gravedad, la falta de inercia, la adopción por parte de todos de propiedades físicas que no son las del mundo real, ese que nos pesa y nos adhiere. A través de las canicas amarillas de los vasos de vino de Mâcon alineados veíamos un mundo más cercano, que convenía más a nuestras débiles envergaduras. Llegada la hora, yo volvía con mi carrito vacío, volvía a mi habitación para dormir la mona después de todo lo que había bebido por la mañana. Ese oficio amenazaba con ser fatal para mi hígado, y todos los días antes de dormir me prometía a mí mismo hacer pronto otra cosa, pero siempre me dormía antes de que se me hubiese ocurrido el qué.
La mirada de aquel hombre se me quedó grabada. De color de glaciar, no transmitía ni emoción ni profundidad. Pero de ella emanaba tranquilidad, una atención transparente que dejaba acercarse a él todo lo que le rodeaba. Observado por ese hombre uno podía sentirse cercano a él, sin nada entre los dos que sirviera de obstáculo y que impidiera ser visto, o modificara la forma de ser visto. Yo me ilusionaba quizá, confundido por el extraño color de sus iris, por su vacío parecido al del hielo que flota sobre el agua negra, pero esa mirada, entrevista unos instantes, se me quedó grabada, y la semana siguiente yo soñaba con Indochina, y el sueño que se interrumpió por la mañana me persiguió todo el día. No había pensado jamás en Indochina, y soñaba con ella de una manera explícita pero totalmente imaginaria.
Soñaba con una casa inmensa. Estábamos dentro, no sabíamos cuáles eran los límites de la casa ni lo que había fuera. No sabía quiénes éramos esos «nosotros». Subíamos a los pisos de arriba por una enorme escalera de madera que crujía y que se elevaba en lenta espiral hasta unos rellanos de donde partían unos pasillos con puertas. Subíamos en fila, con pasos pesados, llevando mochilas muy cargadas. No recuerdo llevar armas, sino solo mochilas antiguas de tela parda con armadura metálica, con los tirantes forrados de fieltro. Íbamos vestidos de militar, subíamos aquella escalera interminable, seguíamos en silencio, en fila, por largos pasillos. Nada estaba bien iluminado, la madera absorbía la luz, las ventanas no existían o estaban cerradas mediante unos postigos interiores.
Detrás de algunas puertas entreabiertas veíamos a gente sentada en torno a mesas, comiendo en silencio, o durmiendo, echados en camas profundas entre gruesos cojines y sobre colchas de cuadros. Nosotros íbamos marchando y en un rellano hicimos un montón con todas las mochilas. El oficial que nos dirigía nos indicó el lugar donde alojarnos. Nos acostamos detrás de las mochilas, cansados, y solo él se quedó de pie. Delgado, con las piernas separadas, apoyaba los puños en las caderas y llevaba las mangas remangadas, y su simple equilibrio aseguraba nuestra defensa. Hicimos una barricada en la escalera, construimos una defensa con las mochilas, pero el enemigo estaba dentro de las paredes. Yo lo sabía porque varias veces había visto a través de sus ojos. Nos veía a nosotros allá abajo, por unas fisuras del techo. No daba ningún nombre a ese enemigo, ya que no lo veía nunca. Veía a través de él. Sabía desde el principio que aquella guerra confinada era la de Indochina. Nos atacaban, nos atacaban permanentemente, el enemigo desgarraba el papel pintado, surgía de los tabiques, caía del techo. No recuerdo ni armas ni explosiones, solo ese desgarro y ese surgir del peligro de los tabiques y los techos que nos confinaban. Estábamos desbordados, éramos héroes, nos replegábamos hacia partes más estrechas del rellano, detrás de nuestras mochilas, nuestro oficial con los puños en las caderas seguía de pie, indicándonos con un gesto de la barbilla dónde colocarnos, en los diferentes episodios de la invasión.
Me agité durante ese sueño y me desperté bañado en un sudor que apestaba a vino que se evapora. En la jornada que siguió no pude desprenderme de la imagen asfixiante de una casa que se cerraba y de la arrogancia de aquel oficial esbelto, siempre de pie, que nos tranquilizaba.
Cuando la violencia del sueño se hubo disipado, lo que quedó solamente fue el «nosotros» del relato. Un «nosotros» indeciso recorría ese sueño, recorría el relato que yo hacía, y describía, a falta de algo mejor, el punto de vista general según el cual el sueño había sido vivido. Porque los sueños se viven. El punto de vista desde el cual se había vivido era general. Yo estaba entre los militares que marchaban con la mochila a la espalda, yo estaba entre los militares echados detrás de sus mochilas, que intentaban protegerse y se replegaban más aún, pero también estaba en la mirada subrepticia que les acechaba desde las paredes, estaba en el aliento general que me permitía hacer el relato. El único que no era yo, el único que no integraba ese «nosotros» y que conservaba su «él» era el oficial delgado que estaba de pie y sin armas, cuyos ojos claros sabían leerlo todo y cuyo orden nos salvaba. Nos salvaba.
«Nosotros» es performativo. «Nosotros», con su sola pronunciación, crea un grupo. «Nosotros» designa una generalidad de personas comprendiendo a aquel que habla, y aquel que habla puede hablar en nombre de los demás, sus lazos son tan fuertes que aquel que habla puede hablar por todos. ¿Cómo pude yo, en la espontaneidad de mi sueño, emplear un «nosotros» tan irreflexivo? ¿Cómo pude vivir el relato de algo que no he vivido y que ni siquiera conozco? ¿Cómo pude decir moralmente «nosotros», cuando sé muy bien que se cometieron actos horribles? Y, sin embargo, era el «nosotros» el que actuaba, era el «nosotros» el que sabía, y yo no podía contarlo de otra manera.
Cuando emergía de mis siestas etílicas leía libros y veía películas. En la habitación que ocupaba bajo los tejados estaba libre hasta la noche. Quería aprenderlo todo de aquel país perdido del cual solo queda un nombre, una palabra solamente con mayúscula, habitada por una vibración dulce y enfermiza conservada en el fondo del idioma. Me enteré de todo lo que pude de esa guerra con pocas imágenes, porque se tomaron pocas y muchas fueron destruidas, y las que quedaron no se entendían, escondidas por aquellas, tan numerosas y tan fáciles de leer, de la guerra americana.