9,49 €
Una tarde de invierno, encontré detrás de un mueble una carpeta con dibujos de un pintor. A partir de allí, esta historia comenzó a rodar. Dante Calderon, brillante pintor sudamericano, lucha por encontrar su lugar en el mundo del arte a través de una vida llena de éxitos fugaces, ciudades cautivantes, amores intensos y desarraigos familiares. En el ocaso de este recorrido conoce a una mujer que se ira convirtiendo en una amiga incondicional y en un faro sensible y sabio. Agradezco especialmente a Silvia Plager, guía apasionada y dedicada durante la realización de esta novela.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 141
Veröffentlichungsjahr: 2024
SONIA SHEBAR
Shebar, Sonia El artista / Sonia Shebar. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5499-4
1. Novelas. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
A mi hija Delfina y a la memoria de mi madre Ana.
A los amigos, artistas, galeristas, músicos y escritores que logran que mi curiosidad sea inagotable y que mi mundo se enriquezca a través de ellos.
Agradezco la hospitalidad de la Sra. Jacqueline P. y el apoyo y entusiasmo del Dr. Pablo Rozic.
Cuando aquel mediodía caluroso Dante cruzó la galería de estilo español, una lagartija trepó por su pierna y él intuyó que algo importante se avecinaba… Ya no estaba en Salto, Uruguay, tampoco en Buenos Aires, Argentina, ese común cruzar el charco al que se referían los rioplatenses. Era supersticioso como casi todos los artistas, y la atmósfera de esa casa que emergió limpia y serena de un jardín selvático, le pareció de buen augurio. Lo hizo pasar una empleada joven y sonriente, de insólito delantal floreado que lo condujo al comedor. Se sorprendió de que ya estuvieran sentados a la mesa, sin un encuentro previo en el living para estirar las presentaciones y ablandar la charla. Una de las cabeceras la ocupaba una señora robusta vestida de negro que le recordó a su madre, por su expresión benévola y la cadena gruesa con un relicario, único adorno de su austero atuendo, especie de túnica. A su derecha, la silla vacía, sitio de cortesía, lo esperaba a él, el único invitado que no era de la familia. En la otra punta, muy erguido y artificioso, el hijo de la anfitriona, Roberto, quien había sido el principal interesado en organizar esa comida, para establecer un vínculo amistoso con Dante y evaluar la posibilidad de que el ascendente artista expusiera en su galería. Roberto estaba acompañado por Susy, su hija ya graduada de la universidad. Dante quedó impactado con su misteriosa belleza y su tímida simpatía. Ofreció mostrarle su obra advirtiéndole que contenía escenas eróticas montadas en bastidores enormes. Susy aceptó: halagada por generar el interés de ese hombre extraño, atrevido, con un nombre tan particular. La comida transcurrió de forma amena y servida con platos autóctonos. El pabellón, las hallacas y bocados venezolanos circulaban por la mesa de forma vistosa y abundante, al igual que el vino y los jugos de fruta, pues la dueña de casa no consumía alcohol durante el almuerzo.
Susy estuvo pendiente de Dante, tanto en la mesa como en la sala, donde los esperaba el café y una bandeja con dulces caseros.
Transcurridas un par de semanas, Susy, junto a su padre, un hombre alto y delgado que para imponerse se plantaba erguido, le comunicó al artista que al final de la tarde iría a la galería a preparar todo para el happening del lunes siguiente. Era un hombre refinado, muy bien vestido, que contrastaba con sus amigos bohemios. Dante, disimulaba su entusiasmo. Iba a exponer su obra en una sala de prestigio, ubicada en la zona más exclusiva de Caracas. Los visitantes asiduos se habían habituado a las grandes dimensiones de la antesala, totalmente despojada y en cuyo centro se destacaba una escultura de mármol negro que poco tenía que ver con los artistas que frecuentemente exponían allí. La trastienda, resguardaba, entre otras obras valiosas varias de Carlos Cruz Diez y de Jesús Rafael Soto –los dos grandes artistas venezolanos de los 70 y hasta una del franco/argentino Julio Le Parc. La iluminación era indirecta y el clima, acogedor. Así fue que a menos de un mes de aquel almuerzo en casa de Doña Mamina, Roberto inauguró una exposición fabulosa que incluía cuadros de Dante en acrílico, bien espeso, pintado con ganas y a todo color. Eran retratos de músicos con bocas exageradas y ojos muy delineados en ámbitos diversos: salas de conciertos, bodas, cumpleaños… un tipo de pintura provocadora.
Con el correr de los días, Susy logró meterse en la cama de Dante. Él vivía en una casa muy extraña, con forma de plato volador posada en medio de la montaña como si fuera una nave extraterrestre. Sus dos hijos pequeños, Franco y Félix, cuando el matrimonio no pudo sostenerse por la inconstancia afectiva de Dante, y los vaivenes económicos, terminaron refugiándose con su madre en casa de los abuelos. Hacía dos años que María había cortado el vínculo con él salvo para reclamar desde Buenos Aires, la pensión que le correspondía. La independencia benefició su dedicación a la pintura, cavilaba sin mucho remordimiento, y se excusaba mentalmente junto a la enorme cantidad de artistas que abandonaron familias para perseguir su ideal.
Al llegar a Venezuela con su mujer y sus dos hijos, Dante divisó desde la ruta la casa Ovni, imposible de no quedar hipnotizado por ella, ya que hacía las veces de faro, indicando la localidad del Hatillo. En ese entonces el barrio era pequeño y se resumía en chalets pequeños de gente que aborrecía el smog caraqueño. Dante había caído allí gracias a un argentino conocido que le comentó que un excéntrico personaje la alquilaba a un valor muy conveniente. En Venezuela existía una comunidad de argentinos y uruguayos arrastrados por el exilio que había desencadenado la dictadura militar en ambos países. Así que Dante enseguida se sintió menos extranjero de lo que había imaginado y mandó el dinero para que su mujer, embarazada, volase a Caracas.
Apenas había traspuesto el umbral, se dijo que ese era su lugar en el mundo. La originalidad de la construcción evocaba fenómenos astronómicos, paranormales y supuso que la habían diseñado de ese modo para sentirse en el cielo.
El jardín salvaje que rodeaba la casa permitía figurarse en un paraíso intocado por la mano del hombre.
Deslumbrada, Susy dejó la gran casona materna de Mamina en el centro de Caracas, y creyó que la vida con Dante sería perfecta. Él había ganado, gracias a ella y a su influencia sobre su padre, un dinero importante. Pero como muchos artistas, con el correr del tiempo se endeudó. El dueño de Ovni había explicado oportunamente que el alquiler era bajo, pero que el inquilino debía hacerse cargo de los impuestos, los servicios y del mantenimiento general de la casa.
Todo parecía sostenerse a pesar de que Dante desaparecía alguna noche sin avisar y regresaba pasado de alcohol. Susy se lo reprochaba y él le respondía que ella era libre, que ambos también lo eran y que por algo ya se había desembarazado de una esposa y dos gurises. Sus cuadros significaban dólares y ella debía dejar de comportarse como una nena caprichosa. ¿Acaso no tenía una vida propia como arquitecta? Entonces, que lo dejara a él vivir a su antojo. Hubo peleas y reconciliaciones fogosas que a ella la hacían sentir culpable. No había estado con un hombre que la hiciera disfrutar sexualmente como Dante y cuando posaba para él, sus ojos eran pinceles sobre su carne ansiosa. Consentida, le decía. Y con razón. Ella obtenía todo lo que reclamaba de su padre. Y de su abuela. Extremar las precauciones para no quedar embarazada era la norma en su relación de pareja porque Dante se lo había advertido desde la primera vez: ya tenía hijos y no volvería a cometer ese error. Para él no existían ni el orden ni los horarios, eso era cosa de burgueses. A escondidas, Susy contrató a una muchacha pequeña y saltarina para hacer la limpieza sin mover nada de lugar: el señor odiaba que tocaran sus cosas. En los exteriores comenzó a crecer el césped y las sábanas tendidas así nomás al sol, hablaban de desorden. Igual que los vasos y botellas que eran un desparramo cotidiano. Sin embargo, la maquinaria del placer seguía funcionando en la pareja. Susy se dejaba convencer porque lo amaba. Cuando su vida mundana la reclamaba, al salir del estudio se encontraba con amigas e iba de compras.
Esta joven mujer venezolana estaba acostumbrada a la buena vida. Había concurrido a un colegio y a una universidad privada, su padre después de enviudar la consentía aún más. De alguna manera, ella se estaba rebelando de aquella vida y se permitía probar la bohéme del pintor. Se llevaban varios años de diferencia y algunos los criticaron, pero Dante y Susy vivían apasionadamente, en lo bueno y en lo malo. Ya con los chicos en Buenos Aires a cargo de la ex de Dante, podían permitirse salir de noche, Caracas ofrecía lugares fantásticos para pasarlo bien. A ellos les gustaba un piano bar que estaba dentro de un moderno centro comercial, el Paseo Las Mercedes.
Hasta que como era de esperar, reapareció el dueño de Ovni y, al ver el estado de su nave, puso el grito en el cielo. Las paredes, descascaradas, los caños rotos, los techos agujereados, los sanitarios con una calamidad de azulejos faltantes y el óxido reinando donde una vez hubo blancura. Los perjuicios le quitaron el habla al generoso viajero que había regresado de su periplo para vender Ovni e instalarse definitivamente en Turquía. Los escalones flojos le provocaron un esguince y el jardín a pura maleza, lo sacó definitivamente de quicio. Salvo unas flores que adornaban los maceteros, la antes exótica casa de montaña, se había transformado en la nave de los locos, cuyos únicos pasajeros, creídos de cordura, navegaban entre las nubes de la desidia y la indiferencia, hasta la inesperada explosión.
—¡No pagaste ni los impuestos, desgraciado! –le dijo el dueño de la casa, que llegó sin avisar.
—Te voy a destruir. Tienes una semana para cancelar tu deuda. –Y le pegó un golpe de ogro en la mesa, antes de dejarle una factura por una cifra de múltiples ceros, y la tarjeta de su abogado. Dante le ofreció darle cuadros en parte de pago. No hubo caso. Mientras, Susy, descargaba frustraciones con su socio, un hombre talentoso y divertido. Su estudio estaba del otro lado del valle de Caracas, así que demoraba bastante tiempo en cruzar. La ciudad, en aquellos tiempos, era una capital pujante, una especie de Dubai actual. Empresas petroleras en plena actividad y despliegue de negocios internacionales, autopistas modernas, restaurantes y clubes caros en una infraestructura que nada tenía que ver con las experiencias rioplatenses de Dante, que no supo aprovechar las oportunidades como otros extranjeros. Acorralado por sus vicios y su poca cabeza, pasaba de la creación desaforada a la quietud. Malgastaba el dinero que ganaba.
Agobiado por la situación económica, Dante le propuso a Susy que lo acompañara a Buenos Aires. Con el dueño de Ovni ya no había trato posible, finalmente le había aceptado unos pocos óleos para demorar su denuncia. Susy no quiso acudir a su padre porque ya le había notificado que no mantendría a un hombre sin palabra, que él había comenzado desde joven a ganarse un lugar en la sociedad y que no echaría a perder una imagen que le había llevado décadas construir.
Optó por ir más horas al estudio, pero eso no la llenaba. Extrañaba estar con él, dormir con él, hasta discutir con él. En ese momento, sentía que sería el hombre con quien compartiría toda la vida, aun sin hijos en común.
Desesperada, una tarde en que el aire parecía haberse espesado y su cabeza también, fue, echando su última carta, a visitar a Mamina, su abuela, un poco madre sustituta, en cierto modo, ya que su orfandad venía desde sus quince. Su progenitora venía ocultando el tumor que la consumía para que la niña no frustrase su sueño dorado. Escenas de aquellos momentos acudieron a su memoria mientras atravesaba el pasillo que explotaba de verdes.
—Susy, mi querida: si lo amas y quieres seguirlo, no me opongo. La vejez me ha enseñado que una experiencia personal no puede ser transferida a otros, por más que deseemos rescatarlos del sufrimiento. Solo tú conoces quién es el elegido de tu corazón. Dante, según tu padre, no es de confiar. Y no discuto las decisiones de mi hijo, así como no discuto las de mi nieta. Cuando me avisaste que vendrías a despedirte, te preparé este sobre con un dinero que puede llegar a serte útil, guárdalo bien. No debes comunicar a nadie de esto. Eres de nuestra sangre. Utiliza una parte para tu etapa en Buenos Aires, pero conserva el resto para regresar a tu hogar. Tu padre está furioso, lo escuché decir que te vio muy delgada y que para evitar un escándalo, no le había dado un escarmiento a tu artista. Susy respiró aliviada al saber que no dependería de Dante. Abrazó a la dulce Mamina con la ilusión de que ella ablandara a su padre. Pensó que el rescate de la dignidad de su artista se centraba en reconquistar a su familia política. La intimidad entre ellos era la única forma de comunicación. El abandono de responsabilidades de Dante para con su mujer y sus hijos no podía ser corregido. Pero obsesionado con un nuevo modo de actuar le impidió ver que estaba sujeto a él mismo y a nadie más. Había dejado un tendal de deudas y varios cuadros arrumbados sin vender en lo que él había considerado su paraíso.
Cuando abordaron el vuelo Caracas–Buenos Aires, Susy le apretó la mano y él la dejó laxa, signo evidente que cortaba amarras con Venezuela y su amante venezolana. Ya, ser la hija de Roberto Williams, perdía espesor y la mente enfebrecida de Dante diseñaba un futuro diferente. Habían ido al aeropuerto, unos amigos de Susy, su fiel socio que más tarde sería su marido, y varios colegas.
Llegó a la casa de los padres de María con dos valijas de regalos de la Venezuela esplendorosa de fines de los setenta. Fue inútil, la abuela de los chicos no quiso abrirle la puerta y, desde el portero eléctrico, le dijo que no regresara, que el capítulo estaba cerrado y que su presencia era un estorbo.
Dante, insistente, regresaba al edificio donde, según él, sus suegros tenían secuestrados a María y a sus hijos. Se repetía la escena de la abuela negando a los niños y advirtiéndole que si no cesaba su acoso, lo iba a denunciar.
Merodeó la zona tantas veces que por fin logró interceptar a María en la recova del edificio.
—¿Qué hacés acá? Mi mamá te dijo que no aparezcas más y yo te lo ordenó por el bien de los chicos. Dante suplicó. Nada. María le recomendó, a los gritos, que se buscase un abogado, que ella no iba a permitir que perturbara la tranquilidad de Franco y Félix, que ya ni se acordaban de que tenían un padre. Dante prefirió no someterse a una batalla legal. Era obvio que con los antecedentes, la ley le daría la Patria Potestad a María y allí sí que quedaría apartado por completo de los chicos hasta la mayoría de edad. Escogió el camino del silencio, de la resignación y de una honda tristeza que lo acompañaría toda la vida.
Sus salidas nocturnas se intensificaron… Volvía a cualquier hora borracho y desmejorado. Susy simulaba dormir mientras la estructura que sostenía su pasión se iba derrumbando. A ella, deambular por una ciudad que no era la propia, donde no conocía a nadie más que a una amiga caraqueña que hacía una residencia médica en el Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez, la hastiaba. Ya se conocía la Avenida Santa Fe de punta a punta, el Rosedal, Caminito y el centro porteño. En ese entonces Buenos Aires ofrecía una gran oferta cultural. Era la época de las librerías de la calle Corrientes abiertas hasta altas horas de la noche, los teatros y los cinematógrafos. Pizzerías, restaurantes, bares y confiterías donde se bailaba tango y milonga. En el teatro San Martín brindaban obras de vanguardia, al igual que en el cine Lorraine y otros menos frecuentados.
Dante, en cambio, iba a los bares del bajo a encontrarse con actores, músicos, pintores y una extraña fauna de fracasados. Eran los tiempos del ya cerrado Instituto Di Tella y la bohemia intelectual de los alrededores de Plaza San Martín.
Los futuros exiliados se reunían en sótanos a mover las piezas de un ajedrez en el que el jaque mate los empujaba lejos de la patria. También los piringundines del bajo tenían una abundante clientela de mujeriegos y clandestinos.