El asedio animal - Vanessa Londoño - E-Book

El asedio animal E-Book

Vanessa Londoño

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Beschreibung

En Hukuméiji, cerca del río Don Diego y el mar Caribe, la lluvia torrencial despierta la memoria de sus habitantes mientras los deslaves arrastran lodo, casas y cadáveres. En este poblado del norte colombiano, el cuerpo de los seres humanos experimenta el placer y el deseo, pero también es el terreno donde el horror de la violencia imprime los castigos más brutales y permanentes. A los protagonistas de estas historias les han arrancado algo: les arrebataron a sus seres queridos, las piernas o la tierra; pero aun sintiendo en la carne la presencia de sus pedazos faltantes, se empeñan en recordar sus historias mientras buscan otras formas de comunicarse, amar y seguir viviendo. Con una prosa tan cruda como fascinante, Vanessa Londoño escribe el cuerpo mutilado como un sistema para explicar la pérdida, un camino para evocar la empatía y, en ese lenguaje compartido del gozo y el dolor carnal, comprender la ausencia o la muerte, el despojo, la injusticia y la brutalidad con que, en el territorio general de la violencia, el poder pretende administrar el paisaje, el dolor y el deseo. "Hace muchas décadas que los colombianos conviven con la violencia, una violencia que se encarniza contra el cuerpo: el social, el individual y, sobre todo, el de las mujeres. ¿Cómo formularla sin caer en la estadística o el estereotipo? Con un lenguaje acotado, coloquial y culto, Vanessa Londoño logra una exacta metáfora narrativa para resucitar, gracias a la escritura, el fantasma de los cuerpos mutilados". Margo Glantz "¿Cómo narrar la violencia, el avasallamiento de los cuerpos, la guerra sorda contra los despojados? ¿Cómo narrar la miseria de los poderosos? ¿Cómo narrar una vez más tanta sangre derramada en Latinoamérica? Vanessa Londoño lo consigue con un lenguaje exquisito y lírico hecho con la materia de la lengua coloquial transformada en una poética. El asedio animal es heredera de Rulfo y Asturias, las palabras suenan con una música particular y encantadora e invita a ser leída en voz alta". Selva Almada

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VANESSA LONDOÑO

ELASEDIOANIMAL

VANESSA LONDOÑO

ELASEDIOANIMAL

DERECHOS RESERVADOS

© 2021 Vanessa Londoño

© 2021 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

Avenida Patriotismo 165,

Colonia Escandón II Sección,

Alcaldía Miguel Hidalgo,

Ciudad de México,

C.P. 11800

RFC: AED140909BPA

www.almadiaeditorial.comwww.facebook.com/editorialalmadia@Almadia_Edit

Edición digital: 2021

ISBN: 978-607-8764-56-3

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Had Adam remained in Paradise, there had been no Anatomy and no Metaphisics.

THOMAS CARLYLE

On the instant when we come to realize that tragedy is second-hand.

WILLIAM FAULKNER

Somos cuerpos encerrados en almas.

MARGARITA CAVENDISH

Para mis papás.

Para Kid.

Para Áyax.

A la memoria de Aura.

La pérdida de la simetría del cuerpo propone otra forma de armonía cuando se comprende que las partes amputadas son materia viva, capaz de generar sus propias trayectorias y propensiones. La literatura, pienso, está en el acto de restituirles vitalidad a los miembros cortados, y en contar las historias de los cuerpos que persisten en recordar las partes mutiladas y sus fantasmas.

UNO

Durante años hubo un cementerio de barcos que se instaló frente a la casa y ocupó todo el ámbito de la ventana. Mirarlos me producía un dolor físico, casi, parecido al del vaso o al del calambre que desvía imprevisiblemente la curvatura estable del músculo; y me ponía nervioso. Yo miraba a los barcos morir, dejarse devorar por el salitre; con la superficie llena de úlceras, de la escamación que le sacaba el óxido; y recordaba en cambio los viajes en cayuco por el Don Diego, viajes que habría podido hacer nadando pero en los que yo prefería embarcar, por el simple placer de lo móvil, de la locomoción, de sentirme flotar. Recordaba también el registro de los otros trayectos, más largos y en lancha, con los remanentes del salitre en la cara y resistiendo la interminable crueldad del sol; sentado al frente, entre la carga y las gallinas, mientras el cuerpo de la lancha atravesaba la sal, arrasaba el campo plano del agua, rompía al océano en virutas como si fuera parafina devastada. Del viaje me gustaba todo, incluso el reposo, incluso los saltos entre las olas, y la sensación de que el barco restauraba su lugar entre el océano con un antiguo sentido de la proporción; y me gustaba también el ruido de la banderita golpeada por el viento, incapaz de describir algún curso, y sencillamente turbada. Siempre me pareció que en los viajes los días empiezan a marchar para atrás como en una vieja máquina de microfilme que recoge lentamente el paisaje hacia un nudo; y que la memoria desempolva sus monumentos y los saca a la calle, y que no se tiene más opción que andar para encontrarlos y reconocerlos. A mí me persiguen todos, todas las cosas, incluso la gente, incluso sus posturas, los anillos sobre los dedos; todo tipo de memorias y hasta aquellas vagas que apenas me rozan la palabra y que no puedo retener; pero sobre todo dos. Una viene de un suministro probablemente artificial, creada por el apetito desordenado de querer recordar, o por una belleza inútil que no estriba; la imagen incierta de algo que se escurre, un recuerdo que suda mentira: dos conejos atraviesan el potrero, pero yo tengo los brazos demasiado cortos para agarrarlos. Y cuando en la cabeza me baja esa imagen rota, tan pequeña como una esquirla de la memoria, escucho al tiempo a mi madre decir una cosa dura y plástica, unas palabras honradas dichas con toda sencillez: El sol este no calienta malo o bueno, no. Todo se calienta. Él no dice: voy a calentar nomás este a bueno, no. Malo también. El otro es un recuerdo más fijo, implacable, sedentario; a menudo reconstruible, creo, por la cruel influencia que ejercen los hábitos: Lásides está tumbado sobre el colchón, vestido solamente con unos calzoncillos mareados, transparentes como una mezclilla; y me pide que me suba encima suyo. Yo me paro y trato de correr; y busco entre los escondites de la casa a la tortuga.

Antes de Lásides yo ignoraba que los sobacos están puestos entre los brazos para ser repasados por el tacto puntual de la lengua; y que no solo se resignaban a los juegos, o a una forma indefinida de producir sebo y de picar. Cuando regresaba de su casa andaba el camino de vuelta sorprendido por la novedad inesperada del sexo; con la sensación de que sus manos seguían lamiéndome por horas, como cuando al salir del océano uno sigue percibiendo el pulso de la marea. En las noches la casa se dividía entre hombres y mujeres; los hombres dormíamos en el patio y sobre los chinchorros, arropados por la niebla y por los ruidos de los animales; y las mujeres en el interior, acumuladas sobre las esteras de ratán en el piso. Para nosotros estaba prohibida la entrada en las noches, pero a mí me gustaba escurrirme y esperaba a que todos se quedaran dormidos para nutrirme de la temperatura del aire concentrado; o refregar la cara y los brazos fríos contra las maderas capaces de retener el calor. En la oscuridad las colas y las pieles de los animales que colgaban del techo adquirían una forma siniestra, y mutaban con las otras mochilas; suspendidas en formas más feroces que los propios animales de la selva. A veces jugaba a salir para esperar al viento, y volvía a entrar para producir la ficción de que el calor era mayor; como cuando corría por fuera del río para que luego me tapara la sensación de que el agua ganaba tibieza. La casa le daba la cara al mar; montada sobre una loma alta y puntiaguda, pero el patio se descolgaba en línea recta hasta el río Don Diego, que es la nieve derretida que baja por la pendiente de la sierra. Si Lásides quería verme me mandaba el recado con alguno de los pelados del Bajo Mamey, una invitación a una de sus clases de dibujo; y yo sabía que esa noche inmediata tenía que ir a visitarlo. Antes de salir, las tripas se me torcían como cuerdas; y sentía en el cuerpo una especie de desgano, de náusea. Tenía una casa de bareque con dos celosías colgadas en vez de ventanas; de esas en que el estaño deja ver sin que se pueda mirar para adentro. Cerca de mi casa y por la vía del camino, yo tenía un escondite debajo de un bejuco, entre la maleza, y ahí guardaba el yakna que me cambiaba por una camisa y un pantalón; ahora pienso que por el pudor de usar con él la misma ropa que usaba cerca de mis lugares. Del hueco también sacaba una linterna oxidada que me servía para repudiar la niebla y despejar a los animales del camino; y al regreso escondía ahí los dulces o las monedas que me daba. A la distancia me parecía que sobre los chinchorros se vertía una oscuridad masiva, solo comparable a la que ocurría cuando los hombres eran lombrices, y por orden de Seránkua la luz no ocupaba todavía los predios de la noche. Si era época de lluvias las botas se volvían excesivamente pesadas de levantar barro y el interior se llenaba de agua, haciendo un ruido pegachento. Hubo noches enteras en que caminé sin luz porque las pilas de la linterna se gastaban y había que esperar días para que llegaran al pueblo; pero yo me sabía el camino de memoria, la posición relativa de las piedras, las curvas, las inclinaciones que a muchos les parecían imperceptibles, el lugar exacto de la cascada que desplegaba el agua como una sábana.

Me tocaba con la palma de la mano abierta, extendida primero sobre la tráquea; y desde ahí deslizaba el tacto, me embadurnaba con la lengua los oídos; y me decía, con la voz vaporosa, muévete que tú eres ya apto; y luego, señalando hacia la ventana el cementerio, gritaba, esa mancha somos tú y yo, doscientos kilos de carroña empujando hacia abajo, tocando con las puntillas del pie el fondo del océano y haciendo maromas para poder respirar. Cuando quería estar solo en medio de esa cama tenía que resignarme a estar callado y a dejar que el cuerpo aisladamente se ocupara de recaudar el tacto y los recorridos pastosos de la lengua, mientras con la mano yo trataba de buscar los huecos de la sábana y los atravesaba con los dedos. Lásides había inventado el método de dejar a los cerdos sin comida, para que se levantaran a la madrugada, hambrientos, y yo pudiera despertarme con los ruidos suyos por todos los rincones de la casa. A eso de las tres de la mañana regresaba, el carrete del camino daba un giro, las subidas se hacían bajadas y las bajadas subían. Lo último que miraba desde mi chinchorro era el amanecer cayendo, y a los barcos podridos hamacarse sobre el agua, a esa hora en que el mar se esparce libre de las costuras de las olas.

* * *

Mientras conversaban yo trataba de establecer la legalidad de esa memoria; de comparar mi historia con esa frágil realidad suya que se exiliaba de todo sentimiento, de evitar que el nombre de mi madre se convirtiera en un simple recuerdo para ellos repetido y confuso, como si fuera una tragedia de segunda mano. Caminaba hacia la casa de Lásides y me parecía que la maleza había crecido más de la cuenta; que había crecido apretada y mullida como restregándose entre las horquillas de los palos, para manifestar por fin esa belleza oblicua que tiene la naturaleza cuando nos traiciona. El camino empezaba a oscurecerse y eso aumentaba mi miedo a la represalia que me esperaba al llegar a su casa después de la escuela, porque me había retrasado jugando con otros niños a la salida y él me había pedido que llegara mucho antes del anochecer. Desde la esquina reconocí el reflejo de esa silueta suya que se proyectaba inaprensible sobre el vidrio tembloroso; y a medida que me acercaba me inquietaba reconocer que se traslucía además otro reflejo de alguien que yo no estaba esperando. Cuando me acerqué distinguí el perfil del finquero que tenía casa al otro lado del río, y que nunca se habría arriesgado a venir sin un motivo a esta hora para evitar los rumores que eso generaba en el pueblo. Como me vieron también a la distancia no tuve más remedio que entrar y sentarme en una silla, y me enrosqué callado y triste como un perro de esos que esperan hambrientos el rodar de las migajas por el pantalón de su amo. Hablaron de mi madre, del día en que la pusieron a cargar esas piedras arrodillada sobre semillas de algodón como castigo para después cortarle las piernas con una motosierra; y de la desaparición de Rosa Kunchala que no les pareció relevante, como tampoco les pareció importante la historia del campesino cuatrero que nos robó las reses a los indios. Terminaron luego hablando de sus asuntos de vecindad sobre los predios que dan contra esa playa que ellos llamaban de arenas dormidas, y solo me llamaron cuando quisieron hablar de los linderos de las tierras que nos había heredado mi mamá.

Oíste Lásides, un poquito nada más, con un poquito tengo, gracias. Acabo de enjuagar la copa, entonces, puedes beber ahí, en esa está bien, lo que pasa es que esto lo tengo pa’lavar los platos luego. Yo creo que aquí en esta taza que acabo de lavar, sí, esta está enjuagada con agua y jabón; está limpia. Pero tenés muy bonita la casa Lásides, está muy organizada, la veo con mucho más…, ¿y los poliedros los estás volviendo a trabajar?, ¿o qué? Los poliedros, el trabajo de los poliedros…, ahí nomás, ahí nomás. El trabajo de los poliedros, el trabajo de los poliedros está detenido. Hablé con Carlos y él dice que a él le interesaría, por ejemplo, fabricar los poliedros esos, pero esa es otra rama de la investigación, con una inyectora, con una resina plástica, hacer unos moldes, fabricar los poliedros, patentarlos; distribuirlos. Eso requiere un grupo de personas, eso requiere un grupo, requiere sobre todo recursos, capital. El Padre que me regaló el computador, él me ha invitado, ya, cada vez que viene de vacaciones, hace tres años, él le habló de mi trabajo a un grupo de rectores de colegios privados en Medellín. Entonces la idea era que yo viajara allá a dictar tres charlas para crear una microempresa, reunir a unos artesanos y fabricar unos poliedros, pero lo que pasa es que a mí eso me sacaría de mi trabajo. Para mí lo más importante es el libro. Del libro se desprenden consecuencias amplísimas, mejor dicho, el libro mío... las implicaciones humanas que eso tiene. Es que si se demuestra que el universo es armónico en la concordia, ¿por qué el ser humano vive en la discordia?, entonces eso ya da tema para discutir en aulas de filosofía, de antropología, de sociología, de derecho, pero el enfoque mío va a demostrar que en el sistema solar se puede plantear un sistema de referencia establecido en la escala musical, y en la divina proporción que han utilizado los artistas pa’medir las proporciones de los cuadros, que esas proporciones están en la naturaleza, y que aplicando esos parámetros de armonía se pueden explicar las leyes de la mecánica celeste; entonces si la casa nuestra, el universo en que vivimos está regido por un canon de armonía y de musicalidad, ¿por qué la discordia, y por qué vivir en el ruido, en la estridencia, por qué en el odio, y en todo lo que destruye?, porque ya, ya llega el momento en que la ciudad crece tanto que es un monstruo que destruye y contamina todos los recursos ¿por qué?, porque la ciencia, en su aplicación práctica que es la tecnología, está huérfana de un principio de armonía que opera en la naturaleza y que, si se desconoce, inevitablemente destruye. La naturaleza se rige por la armonía, entonces si no hay un principio general de la armonía en la física, las consecuencias tecnológicas tienen que producir discordancia, ruido, basura, envenenamiento; todo lo que estamos viendo que es la ciudad moderna, ¿no? Y no solamente allá en la ciudad ¿no viste aquí arriba lo que pasó con la Drummond?, ¿los escombros?, dijeron que una embarcación de puerto Drummond, de esas de cargue fue la que naufragó: chocó y el derrame le hizo un roto al mar. Dejaron abandonado ese buque y ayer por la mañana ya trajeron otro y lo amontonaron ahí. Si siguen tirando barcos viejos eso se va a volver un basurero, es como la cuarta vez que pasa, y los descarados no hacen nada… Quería aprovechar para presentarle a Alaín. Alaín es hermano de Harold. ¿Usted es hermano de Harold?, se parece harto sí, ¿ambos hablan español? No, solo yo y nada más un poco. ¡Anda!, ¡este pelado pa’modesto! Habla español muy bien, yo le prometí que cuando se graduara del colegio le conseguía un cupo en la universidad de Sincelejo. El que no habla nada de español es Harold. ¿Ah sí?, ¿Y qué quiere estudiar? Letras, o cine, no sé. ¿Y Harold dónde anda? Aquí